Comentario diario sobre Santiago


person Autor: Jean KOECHLIN 75

library_books Serie: Cada día las Escrituras


Santiago 1:1-12

Santiago se dirige a sus hermanos cristianos que han salido del judaísmo, cuyas ataduras todavía no han abandonado totalmente. Los invita a considerar la prueba con sumo gozo: dos estados que a primera vista parecen no concordar. Sin embargo, entre los cristianos hebreos algunos lo habían experimentado (Hebreos 10:34). Esta experiencia concuerda con la declaración de Pablo: “Nos gloriamos en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce (cultiva) paciencia” (Romanos 5:3; compárese Colosenses 1:11).

Otra aparente contradicción: en tanto que la paciencia implica aguardar lo que todavía no se posee, Santiago agrega: “Sin que os falte cosa alguna”. Lo que verdaderamente puede hacernos falta no son los bienes terrenales, sino la sabiduría. Entonces pidámosla al Señor, siguiendo el ejemplo del joven Salomón (véase 1 Reyes 3:9).

Aunque sea pobre, a un creyente no le falta nada, ya que tiene a Jesús. El que sea rico también puede gozar, con humildad, de la comunión con el que “se despojó a sí mismo” y se humilló haciéndose obediente hasta la muerte de cruz. ¿Envidiaríamos a los que pasan “como la flor de la hierba”? Tengamos a la vista “la corona de vida”. Ella recompensará a los que hayan soportado la prueba con paciencia; dicho de otro modo, a los que aman al Señor (v. 12).

Santiago 1:13-27

En los versículos 2 y 12 las palabras “prueba” y “tentación” significan la prueba que viene de afuera. Dios nos la da para nuestro bien y finalmente para nuestro gozo. En el versículo 13, ser tentado tiene un sentido diferente: supone el mal. Esta tentación viene de dentro, de nuestro interior y es debida a nuestras propias concupiscencias. ¿Cómo podría ser Dios la causa de esto? Nada tenebroso puede descender del “Padre de las luces”; “Dios es luz”, nos dice el apóstol Juan en su primera epístola (1:5). El que nos ha enviado a su propio Hijo nos da con él “todo don perfecto” (véase Romanos 8:32). La fuente del mal está en nosotros: los malos pensamientos, cuyas consecuencias son malas palabras y malos hechos. Pero no basta ser consciente de ello. Corremos el riesgo de parecernos a alguien que comprueba que está sucio al mirarse en un espejo, pero no se lava. La Palabra de Dios es este espejo. Ella muestra al hombre lo que es; le enseña a hacer el bien (4:17), pero no lo puede hacer en su lugar.

¿En qué consiste “la religión pura y sin mácula” reconocida por Dios el Padre? No en vanas ceremonias religiosas. Aquel servicio emana de la doble posición en la que el Señor dejó a los suyos: en el mundo, para manifestar la abnegación y el amor; pero no del mundo, para guardarse sin mancha de éste (v. 27; Juan 17:11, 14, 16).

Santiago 2:1-13

Estamos más influenciados de lo que pensamos por la falsa escala de valores que el mundo emplea, tal como la fortuna, el rango social… Aun el profeta Samuel necesitaba aprenderlo: “El hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón” (1 Samuel 16:7).

¿Sabe hasta dónde la “acepción de personas” llevó al mundo? Hasta menospreciar y desechar al Hijo de Dios porque había venido como un hombre pobre a la tierra (2 Corintios 8:9). Aún hoy, el hermoso nombre de Cristo, asociado a los cristianos, es objeto de burlas y blasfemias. Sin embargo, los que lo llevan, esos pobres a quienes el mundo desprecia, son designados por el Señor como los “herederos del reino” (v. 5; Mateo 5:3). A ellos se impone, pues, la ley real, es decir, la del rey (v. 8). Y faltar al mandamiento de amor es faltar a la ley entera, lo mismo que basta la ruptura de un único eslabón para romper una cadena. De modo que todos éramos culpables, convencidos de pecado. Pero Dios halló una gloria más grande en la misericordia que en el juicio. Esa misericordia nos coloca de ahí en adelante bajo una “ley” muy distinta: la de la libertad, libertad de una nueva naturaleza que encuentra su placer en la obediencia a Dios (1 Pedro 2:16).

Santiago 2:14-26

Algunas personas han creído ver una contradicción entre las enseñanzas de Santiago y las de Pablo (como las del capítulo 4 a los Romanos). En realidad, cada uno de ellos presenta un lado distinto de la verdad. Pablo demuestra que la fe basta para justificar a alguien ante Dios. Santiago explica que, para ser justificado ante los ojos de los hombres, las obras son necesarias (v. 24; 1 Juan 3:10). No es la raíz de un árbol lo que permite juzgar la calidad del mismo, sino su fruto (Mateo 7:16-20).

La fe interior sólo puede mostrarse a los hombres por las obras. No puedo ver la electricidad, pero el funcionamiento de una lámpara o de un motor me permite afirmar la presencia de la corriente en el cable conductor. La fe es un principio activo (v. 22), una energía interna que hace mover el engranaje del corazón. Pablo y Santiago ilustran su enseñanza con el mismo ejemplo: el de Abraham, al cual se agrega aquí el de Rahab. Según la moral humana, el primero es un padre criminal, la segunda una persona de mala reputación, traidora de su pueblo. Sus hechos manifiestan tanto más la consecuencia de su fe: ésta les llevó a hacer los más grandes sacrificios para Dios.

Amigo, tal vez usted haya dicho algún día que tiene fe, pero ¿lo ha demostrado también?

Santiago 3:1-18

Así como la fe se manifiesta necesariamente por medio de obras, la impureza del corazón también se exterioriza tarde o temprano mediante palabras. Toda máquina de vapor posee una válvula por medio de la cual la excesiva presión se escapa irresistiblemente. Si en nosotros dejamos subir esa «presión» sin juzgarla, inevitablemente nos traicionará con palabras que no podremos contener. El Señor nos hace comprobar así la impureza de nuestros labios (Isaías 6:5) y nos muestra cuál es su fuente interior: “la abundancia del corazón” (Mateo 12:34; 15:19; Proverbios 10:20).

Pero Dios nos invita a juzgarnos y a separar “lo precioso de lo vil” (Jeremías 15:19), a fin de ser como su boca.

Hay sabiduría y sabiduría. La que es “de lo alto”, como todo don perfecto, desciende “del Padre de las luces” (1:17). Sus motivos nos la darán a conocer: siempre es “pura”, sin voluntad propia y activa para hacer el bien. Tendríamos que volver a leer estos versículos cada vez que estemos a punto de hacer un mal uso de nuestra lengua: contender, mentir (v. 14), murmurar, jactarse (4:11, 16), quejarse, jurar o proferir palabras ligeras (5:9,12; Efesios 4:29; 5:4)… ¡es decir, por desdicha, muchas veces al día!

Santiago 4:1-12

Cualquier disputa entre hijos de Dios revela, sin lugar a dudas, que la voluntad de cada uno no ha sido quebrantada. Además el Señor nos enseña que esto es un obstáculo para que nuestras oraciones sean oídas (Marcos 11:25). Pueden ser dos las razones por las que no recibimos una contestación. La primera es que no pedimos, pues, “todo aquel que pide, recibe” (Mateo 7:8). La segunda es que pedimos mal. Aquí no se refiere a la forma torpe de nuestros ruegos (de todos modos, “qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos” – Romanos 8:26), sino de la finalidad. ¿Oramos para la gloria del Señor o para satisfacer nuestra codicia? Estos dos principios no pueden conciliarse.

Amar al mundo es traicionar la causa de Dios, porque el mundo le declaró la guerra al crucificar a su Hijo; la neutralidad no es posible (Mateo 12:30).

La envidia y la codicia son los dos imanes con los que el mundo nos atrae. Pero Dios da infinitamente más de lo que el mundo puede ofrecer: una gracia más grande (v. 6; Mateo 13:12). De ella goza quien ha aprendido del Salvador a ser “manso y humilde de corazón” (Mateo 11:29). Pero, para experimentar las virtudes de la gracia, es necesario primeramente haber sentido sus propias miserias (v. 8, 9; comp. Joel 2:12-13).

Santiago 4:13-17; Santiago 5:1-6

Los que hacen proyectos (v. 13 a 15; Isaías 56:12 final) y los que acumulan bienes terrenales (5:1-6) a menudo son las mismas personas (Lucas 12:18-19). Unas y otras son ajenas a la vida de la fe. Disponer del porvenir es sustituir la voluntad de Dios por la nuestra. Es incluso algo propio de la incredulidad, pues con esto se muestra que no se cree en la próxima venida del Señor.

En cuanto a las riquezas, es muy atractivo acumularlas “para los días postreros”. No obstante, los riesgos que amenazan las fortunas (quiebras, robos, devaluaciones…) se encargan de demostrar que son riquezas podridas, oro y plata enmohecidos (v. 2-3; Salmo 52:7). Por eso el Señor recomienda: “Haceos bolsas que no se envejezcan, tesoro en los cielos que no se agote, donde ladrón no llega, ni polilla destruye” (Lucas 12:33). La abundancia de bienes materiales contribuye a endurecer el corazón para con Dios, pues fácilmente se pierde el sentimiento de que se depende de él y de cuáles son las verdaderas necesidades del alma (Apocalipsis 3:17). También lo endurece para con el prójimo, porque es más difícil ponerse en el lugar de aquellos a quienes les falta lo necesario (Proverbios 18:23).

Santiago 5:7-20

El otoño es la estación de la labranza. De ocho a diez meses transcurrirán hasta que, mediante frío y calor, lluvia y sol, madure la nueva cosecha. ¡Cuánta paciencia necesita el agricultor! Como él, tengamos paciencia, “porque la venida del Señor se acerca”. Aprovechemos también nuestros recursos: en los momentos de alegría, los cánticos; en la prueba (como en todo tiempo), la eficaz oración de fe. ¿Ha experimentado usted que esa oración “puede mucho”? (Juan 9:31 final). Los versículos 14 a 16, que sirven para justificar toda clase de prácticas en la cristiandad, guardan su pleno valor si se reúnen las condiciones mencionadas. Sin embargo, un creyente que depende de Dios raramente se sentirá libre de pedir la curación; más bien orará con los que le rodean para la apacible aceptación de la voluntad de Dios.

El fin de la epístola enfatiza sobre la ayuda fraternal con amor: la recíproca confesión de las faltas, la oración de uno por otro y los cuidados hacia los que se han extraviado. La doctrina no ocupa mucho espacio en esta epístola. En cambio, abundan los pasajes que tratan de la puesta en práctica de nuestro cristianismo. Que Dios nos permita ser, en efecto, no solamente oidores, sino también hacedores “de la obra” (1:25).

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