Comentario diario sobre Éxodo


person Autor: Jean KOECHLIN 75

library_books Serie: Cada día las Escrituras


Éxodo 1:1-22

Las circunstancias han cambiado mucho en Egipto entre Génesis y Éxodo. Lo que caracteriza ahora al Faraón y a su pueblo es que no conocen a José (v. 8; Hechos 7:18). ¡Aquel que salvó a Egipto y conservó la vida a todo un pueblo ha sido olvidado totalmente! Así procede el mundo actual, del que Satanás es el príncipe. Jesús, el Salvador, no ocupa ningún lugar en la mente y el corazón de los hombres. Y, a la par con el acto de ignorar a Dios y a su Hijo, las almas están sometidas a una dura esclavitud bajo la cual algunos gimen, pero de la que la mayor parte es inconsciente. Esta esclavitud en la que Satanás mantiene a los hombres es representada de una manera conmovedora por la despiadada servidumbre a la cual están sometidos aquí los hijos de Israel (v. 13). Pero el tema del libro del Éxodo es la redención: la liberación del pueblo de Dios arrancado a ese terrible poder. Esto exige previamente una descripción de su estado trágico.

El malvado rey ordena la muerte de todos los niños recién nacidos de los israelitas (comp. Mateo 2:16). Pero Dios se vale de las mujeres que le temen –y que, por el contrario, no temen las órdenes del rey– para deshacer los designios del enemigo. ¡Cuán preciosos son para Dios todos los signos de fidelidad en medio de esta escena en la cual reina Satanás!

Éxodo 2:1-14

En su gracia, Dios no quiso dejar a los suyos sometidos a la esclavitud. Les dio un salvador: Moisés, figura de Cristo, cuya historia nos es relatada varias veces en las Escrituras (Hechos 7:20…; Hebreos 11:23…). En la arquilla preparada por la madre de Moisés tenemos una imagen de los cuidados que tienen los padres cristianos para proteger a sus hijos contra las influencias perniciosas del mundo exterior. Pero esos cuidados no son suficientes. También se necesita la fe: ¡la arquilla debe ser puesta en el agua! Y Dios responde a esta fe con una liberación providencial. Detrás de la escena, Él lo dirige todo, valiéndose incluso de las lágrimas del niño. Finalmente, el decreto de Faraón sólo servirá para preparar en su propia casa un redentor para Israel.

Moisés, ya grande, muestra una fe tan excepcional como la de sus padres. Hebreos 11:24-26 subraya cómo rehúsa el brillante porvenir que se presenta ante él; escoge…, estima…, y ¿cuál es su secreto?: tenía puesta la mirada en el galardón. Gran ejemplo para todos los que tarde o temprano somos puestos ante esta elección: ¡el mundo con su gloria y sus placeres o “el vituperio de Cristo”! Moisés se presenta para liberar a su pueblo. Pero su fracaso también nos instruye. Por muy grande que sea el afecto, no se puede seguir a Cristo con una energía natural (v. 12; comp. Juan 18:10-11).

Éxodo 2:15-25; Éxodo 3:1-6

Moisés renuncia a su título y a sus riquezas para visitar a sus hermanos oprimidos. Desconocido y rechazado por ellos, huye a un país extranjero. Allí, después de haberse manifestado como aquel que libera y sacia la sed (v. 17), toma una esposa y se convierte en pastor. Todos esos rasgos nos hacen pensar en Jesús, el Hijo de Dios, quien se despojó de su gloria para visitar y salvar a su pueblo Israel. Pero como los suyos no lo recibieron (Juan 1:11), ahora está lejos del mundo, como el gran pastor de las ovejas y el Esposo de la Iglesia redimida por su gracia y partícipe de su rechazamiento.

Cuarenta años han pasado para Moisés. Dios se le va a revelar en una “gran visión”. Para Agar, Dios había escogido un pozo, para Jacob una escalera y para Moisés escoge una misteriosa zarza. ¿Puede decir usted dónde y cómo ha encontrado al Señor?

Dios quiere mostrar a Moisés su gracia hacia su querido pueblo. En medio de la hoguera de Egipto, Israel era como esa zarza, probado pero no destruido por el fuego. Lo mismo ocurre ahora con los que hemos sido rescatados por el Señor. El fuego de la prueba no tiene otra finalidad que la de destruir el mal no juzgado que subsiste en nosotros. Solamente en Cristo el fuego divino no encontró nada que consumir (Salmo 17:3).

Éxodo 3:7-22

Durante los largos años de esclavitud en el “horno de hierro” de Egipto (Deuteronomio 4:20), Dios no era indiferente a los sufrimientos de su pueblo. Se acordaba de sus promesas hechas a Abraham (Génesis 15:13-14), a Isaac (Génesis 26:3) y a Jacob (Génesis 46:4). Llega el momento en que va a darse a conocer a los suyos, por medio de Moisés, como el Dios de sus padres y al mismo tiempo como el Dios que los ama y quiere liberarlos. ¿No es así como también pueden conocerlo todos aquellos que sufren bajo el peso de sus pecados? El estado de miseria y de perdición de su criatura no ha dejado a Dios insensible, así como tampoco lo fue en aquel tiempo, sino que vio la aflicción de Israel y oyó su clamor y sus suspiros. Pero él no se conforma con conocer “sus angustias” (v. 7). Añade: “He descendido para librarlos”.

Asimismo Dios descendió hasta nosotros en Jesús y por medio de Él nos liberó. ¿Se detuvo allí? No; quiso, además, hacer de nosotros su pueblo, relacionarnos con Él y enriquecernos (v. 22). Dios revela su nombre a Moisés. Él es “Yo SOY”, aquel que llena la eternidad con su presencia. Él existe, Él es, todo lo demás procede de Él (Isaías 43:11, 13 y 25).

Éxodo 4:1-17

En la corte de Faraón, Moisés había sido instruido en toda la sabiduría de los egipcios. Pero no había aprendido a conocer a “Yo SOY”. Los años pasados en el palacio real tampoco habían podido hacer de él un instrumento calificado para la liberación del pueblo. El asesinato del egipcio manifestó más bien lo contrario. Después de los cuarenta años pasados en la escuela de Faraón, hacen falta otros cuarenta en la escuela de Dios, en lo apartado del desierto. Como resultado, Moisés no tiene nada más de qué prevalerse. En otro tiempo era “poderoso en sus palabras y obras” (Hechos 7:22), pero ahora afirma no tener ninguna elocuencia y pone de lado toda su capacidad personal. Pero, si bien ha cesado justamente de tener confianza en sí mismo, todavía no tiene plena confianza en Dios. Debe aprender que, cuando el Señor asigna un servicio, al mismo tiempo da los recursos para cumplirlo.

La vara que se transforma en serpiente muestra que, aunque Dios permite que Satanás obre por un momento, Dios siempre está por encima del diablo para anular su poder. En la cruz, Cristo triunfó sobre las potestades de maldad (Colosenses 2:15). La mano que luego de ser introducida en su seno (el corazón, fuente del mal) es retirada leprosa y después vuelta a sanar, ilustra la potestad de Dios para quitar la mancha del pecado.

Éxodo 4:18-31

Moisés había actuado antaño sin haber sido enviado por Dios. Ahora que Jehová lo envía, presenta todas las objeciones posibles para declinar el llamamiento: su incapacidad (3:11); su ignorancia (3:13); su falta de autoridad (4:1), de elocuencia (v. 10) y de aptitud para cumplir su misión, deseando que otro sea encargado de ella (v. 13); el fracaso de su primera tentativa (5:23) y la incomprensión manifestada por sus hermanos (6:12). Con frecuencia, ¿no invocamos nosotros tales motivos para no obedecer? Los versículos 24 a 26 nos recuerdan que antes de ponerse en camino para realizar un servicio público, es necesario que el siervo de Dios ponga orden en su propia casa. Hasta aquí, bajo la probable influencia de su mujer, Moisés no había circuncidado a su hijo, figura de la condenación de la carne. Dios lo exigía (Génesis 17:10-14), y con más razón en la casa de su siervo, ¡bajo pena de muerte!

Los versículos 27 y 28 nos indican dónde son llamados a encontrarse los hermanos (en la montaña de Dios) y cuál es el tema de este encuentro (la Palabra del Señor y sus maravillas).

Al principio del capítulo Moisés decía: “He aquí que ellos no me creerán”. Pero Jehová ha preparado los corazones. Los hijos de Israel creen (v. 31; compárese con 2 Crónicas 29:36). Incluso antes de la liberación se prosternan y adoran.

Éxodo 5:1-14

Egipto ofrece una sorprendente ilustración del mundo o, dicho de otra manera, de la sociedad humana organizada sin Dios. Pero, al mismo tiempo que rehúsa la autoridad de Dios, el mundo se ha buscado un amo: Satanás, llamado el príncipe de este mundo (Juan 16:11). Es un príncipe duro y exigente del cual el cruel Faraón constituye una notable imagen. Y cuando la conciencia de alguien empieza a despertar y a suspirar por la liberación (como Israel en este capítulo), Satanás se esfuerza por retenerlo y atarlo mediante el aumento de sus ocupaciones (v. 9). Lo distrae con un torbellino de actividad para apartar tales pensamientos de su espíritu e impedir que encuentre el tiempo para atender las necesidades de su alma.

Sí, nosotros también hemos conocido lo que es gemir bajo el yugo de Satanás, como “esclavos del pecado” (Romanos 6:17), “esclavos de concupiscencias y deleites diversos” (Tito 3:3), incapaces de liberarnos por nuestros propios esfuerzos. ¿Se encuentra usted todavía en ese terrible estado? La Palabra nos anuncia una liberación ya conseguida. Cristo, más grande que Moisés, no se limitó a anunciar esta redención, sino que la realizó. Arrancó nuestras almas de la horrorosa servidumbre del diablo, del mundo y del pecado.

Éxodo 5:15-23; Éxodo 6:1-8

Faraón no cede nada; al contrario, exige cada vez más. En vano se quejan ante él (v. 15-18). Satanás no solamente desconoce lo que es la misericordia, sino que encuentra placer en la miseria de sus esclavos. ¡Ah!, quizá ya hayamos hecho la experiencia: el pecado es un tirano que no se modera ni desarma. Apenas es satisfecha una codicia cuando ya la otra se hace apremiante e imperiosa. Sólo Cristo puede sosegar total y definitivamente un corazón. A veces Dios permite que la liberación tarde para que el hombre, sintiendo todo el peso del yugo del enemigo, sea preparado para reconocer que sólo Dios puede liberarlo.

Pese al desaliento de sus siervos (v. 23), Dios no les hace ningún reproche. Por el contrario, se vale de la ocasión para darles una nueva revelación de Él mismo. “Jehová” es el nombre que Dios toma en sus relaciones con Israel. Para los patriarcas era el “Dios Altísimo, poseedor de los cielos y de la tierra” (Génesis 14:19 V.M.). Ahora, como quiere hacer una cosa nueva, Dios toma también un nombre nuevo. Jehová es Aquel que no cambia y que es fiel a su pacto. Para nosotros, creyentes del tiempo de la gracia, tiene un nombre mucho más precioso todavía: el de Padre, ese nombre que Jesús vino a hacernos conocer (Juan 17:26).

Éxodo 6:9-30

En los versículos 6 a 8, Dios ha desplegado ante Moisés todo su proyecto de salvación derivado del nuevo nombre (Jehová) que ha tomado para Israel. Y ese proyecto de salvación está garantizado una vez más por su firma: “Yo Jehová” (v. 8). “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo”, confirmará Dios en Isaías 43:25. Es muy triste comprobar que Israel, “a causa de la congoja de espíritu” (en nota V.M.: impaciencia), no escucha. Es la primera manifestación de incredulidad de ese pueblo, desgraciadamente seguida, como lo veremos, de una larga lista de otras semejantes (Salmo 106:7).

Moisés, por su lado, está nuevamente inquieto y desalentado. Le cuesta hacer suyo el nombre y las promesas de Jehová. Sin embargo, Dios pone su mirada sobre los suyos. Aunque están mezclados con extranjeros, su vista les distingue y se place en recordar sus nombres. “Conoce el Señor a los que son suyos” (2 Timoteo 2:19). Recordemos también ese versículo tan estimulante para los creyentes de todos los tiempos: “Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos” (Salmo 34:15; 1 Pedro 3:12).

Tenemos aquí los nombres de varios miembros de la familia de Leví que tendrán, para bien o para mal, un papel importante en la historia de Israel: Coré y sus hijos, los cuatro hijos de Aarón, Finees…

Éxodo 7:1-13

En el Salmo 90 (oración de Moisés, varón de Dios), Moisés menciona la edad de ochenta años como límite de vida para un hombre vigoroso. No obstante, a esta edad él mismo va a comenzar su ministerio (v. 7). Cuando Dios llama a un siervo, empieza por anular su fuerza natural; enseguida le da nuevas fuerzas, las que vienen de Él.

Jehová ha hecho conocer de antemano sus pensamientos a Moisés y Aarón. Lo que constituirá plagas para los egipcios (9:14) se llaman señales para el pueblo de Dios (v. 3) y tienen para él una enseñanza moral. Así instruye Dios a los cristianos a propósito del mundo, de Satanás y de sus pobres víctimas. Su Palabra hace conocer los “grandes juicios” que caerán sobre los hombres que no se arrepientan. También nos dice cómo hará salir a su pueblo rescatado fuera del mundo para introducirlo en la patria celestial (v. 4). Así, queridos amigos cristianos, advertidos acerca de todas esas cosas, ¡cómo no andar en santa y piadosa manera de vivir! (2 Pedro 3:11).

Las señales anunciadas en el capítulo 4 son hechas por Moisés y Aarón en presencia de Faraón y sus siervos. Al hablar ellas de victoria sobre Satanás (la serpiente) y el pecado (la lepra), podemos ver que son como un resumen del Evangelio.

Éxodo 7:14-25

Si los egipcios no escuchan las dos primeras señales –había dicho Jehová a Moisés–, entonces habría una tercera muy solemne: la del agua convertida en sangre. El agua nos habla de lo que refresca y da la vida, mientras que la sangre derramada es la muerte. La Palabra ha sido dada al hombre para hacerlo vivir. Pero, si él no la recibe, si no la cree, la misma Palabra llegará a ser para él juicio y muerte (leer Juan 12:48). Hoy día ella proclama la gracia, pero también el juicio para aquellos que no la reciben. Cada uno tendrá que habérselas con ella de una u otra manera, ¡ahora para vida o más tarde para muerte!

Lo que Jehová ha dicho se cumple para los egipcios. El Nilo, arteria vital de su país, del cual habían hecho un dios, se convierte en un objeto de asco y aversión. La sangre llena el río, los arroyos, los estanques y hasta las vasijas. Todas las fuentes en las que el mundo bebe son pestilentes y mortales (v. 18). ¡Cuidémonos de beber de ellas! Esta vez todavía los hechiceros hicieron lo mismo por medio de sus encantamientos. Por el poder de Satanás imitan lo que produce la muerte, teniendo como único resultado el aumento de la miseria de su pueblo. Habrían manifestado más su poder cambiando la sangre en agua. Pero de eso eran incapaces.

Éxodo 8:1-19

Bajo la orden de Jehová, Aarón extiende su mano y ahora suben ranas que invaden el país. Moisés ha dejado de discutir las órdenes de Dios. Muestra una plena seguridad en Aquel que lo ha enviado y se compromete al decir a Faraón: “Dígnate indicarme cuándo debo orar por ti” (v. 9).

“Auméntanos la fe”, pidieron los apóstoles al Señor (Lucas 17:5). Ésta debería ser también nuestra oración.

Después de las ranas, los piojos (o mosquitos, N.C.) llenan el país de Egipto. Los hechiceros –quienes por dos veces habían imitado a Aarón– esta vez no pueden hacerlo. Su locura es hecha manifiesta. 2 Timoteo 3:8 nos da sus nombres: Janes y Jambres. Representan a los cristianos que sólo lo son de nombre, aquellos que tienen la forma de la piedad sin la fe verdadera. Para ser cristianos no es suficiente imitar lo que hacen los verdaderos hijos de Dios. Podemos asistir a las reuniones, leer la Biblia, hacer muchas obras buenas… y no ser cristianos en absoluto. Nada es más fácil que fingir que pertenecemos al Señor, engañando a los demás y quizás engañándonos a nosotros mismos. Amigo, ¿tiene usted la verdadera fe o sólo su apariencia? Su destino eterno depende de ello.

Éxodo 8:20-32

La cuarta plaga es de moscas molestísimas. Sus enjambres entran en las casas y arruinan a Egipto, con excepción del país de Gosén. Moralmente estas moscas molestísimas nos hacen pensar en las maledicencias, en los celos, en todas las fuentes de irritación que envenenan las relaciones domésticas y sociales de las gentes del mundo, pero que no deben encontrar lugar en las casas de los hijos de Dios.

Faraón está dispuesto ahora a otorgar algunas concesiones: “Andad, ofreced sacrificio a vuestro Dios en la tierra” (v. 25). Pero eso era imposible. Jehová había mandado ir camino de tres días por el desierto (3:18). Tres días: el tiempo que Jesús pasó en el sepulcro entre su muerte en la cruz y la mañana de su resurrección. Pues bien, el enemigo quiere quitarnos esas verdades que recuerdan su derrota, y al contrario, un culto sin el recuerdo de la cruz y la resurrección no lo incomoda para nada. El mundo admira la vida de Jesús y honra a las personas de bien. Tiene su propia religión y ve con agrado que nosotros también tengamos la nuestra. Pero la cruz y la presencia de un Cristo vivo en el cielo, fundamentos de nuestro culto, condenan al mundo y nos separan absolutamente de él (Gálatas 6:14).

Éxodo 9:1-16

Una plaga “gravísima” cae ahora sobre el ganado. Dios guarda los rebaños de Israel porque necesitarán corderos para la Pascua y más tarde para ofrecer otros sacrificios. Además, una úlcera hace erupción en los hombres y las bestias. El corazón del rey permanece insensible, pese a que las plagas –notémoslo bien– son enviadas a su corazón (v. 14). ¿Cómo explicar este encarnizamiento de Faraón contra Israel? Satanás sabe que de ese pueblo debe nacer un día el Mesías, uno mucho más grande que Moisés, que vendrá a liberar a los hombres de su yugo y será su vencedor. Por eso retiene a Israel en esclavitud el mayor tiempo posible. Pero esta obstinación no consigue más que hacer resaltar el poder de Dios y publicar Su nombre en toda la tierra (v. 16, citado en Romanos 9:17).

Puesto en presencia de la potestad de Dios, pero también de su misericordia –porque sucesivamente retiró las ranas, los piojos (o mosquitos) y las moscas–, el orgulloso Faraón voluntariamente endurece cada vez más su corazón y rehúsa arrepentirse.

Cuántas personas endurecen sus corazones en presencia del milagro más grande de la gracia: el Hijo de Dios quien murió para salvar a los hombres perdidos.

Éxodo 9:17-35

Una séptima plaga es anunciada: el granizo. Por primera vez vemos que algunos egipcios temen la palabra de Jehová y ponen sus ganados al abrigo. La finalidad de las catástrofes que Dios permite es recordar a los hombres su presencia. Hoy día nos sentimos muy orgullosos de todos los progresos científicos por medio de los cuales el hombre cree asegurar el control de las fuerzas de la Naturaleza. Entonces, para hacer recordar quién es el dueño del mundo, Dios permite cataclismos naturales, calamidades imprevisibles (terremotos, epidemias, invasiones de insectos) que muestran a la criatura su pequeñez y que humillan su orgullo (Job 38:22-23). Dios procura por todos los medios que los hombres vuelvan sus pensamientos hacia Él. En efecto, frecuentemente tales llamados de atención les lleva a reflexionar y a preocuparse por su destino eterno. ¡Cuántas almas sumidas en la angustia han encontrado en Jesús el abrigo, no solamente contra las tempestades de este mundo, sino contra el juicio eterno!

Dios mide con cuidado la intensidad y la duración de la prueba. Ésta no irá más lejos de lo que Él permita. El lino y la cebada fueron destrozados, pero no el trigo y el centeno (v. 31-32). En cuanto a sus amados, éstos gozan durante el curso de la tempestad de una maravillosa protección (v. 26).

Éxodo 10:1-11

Faraón reconoce: “He pecado” (9:27). ¿Es ése un verdadero arrepentimiento? No; apenas cesa el granizo continúa pecando (v. 34) y voluntariamente endurece su corazón. Entonces, a partir de ese momento, será Jehová quien endurezca el corazón del rey (v. 1). ¡Cuán solemne es esto! Dios habla una vez, dos veces (Job 33:14) y con frecuencia más. Pero su paciencia tiene un límite. Lector, ¿cuántas veces le ha hablado Dios? He aquí las langostas que amenazan a un Egipto ya arruinado. José había salvado al país y Faraón lo arruina. Igualmente Satanás arrastra al mundo a su perdición.

Ahora se le hace a Moisés una nueva proposición: sólo los adultos irán a celebrar la fiesta. Los niños se quedarán en el país. De igual manera Satanás procura retener las almas por medio de los afectos naturales, los lazos familiares. Pero volvamos a leer la bella e importante respuesta de Moisés en el versículo 9. Ningún miembro de la familia de la fe, aunque sea pequeño, debe quedar en poder del enemigo. No piensen, queridos jóvenes amigos, que el cristianismo es asunto de sus padres solamente. El hogar cristiano forma un todo; por eso se les pide a ustedes que sigan los principios de él, que observen sus costumbres y sus abstenciones, incluso si aún no han comprendido personalmente el valor y la necesidad de todo ello.

Éxodo 10:12-23

Todo lo que el granizo había dejado es destrozado ahora por las langostas. ¡Una plaga terrible! “He pecado”, repite Faraón con evidente mala fe, con la única finalidad de que le sean quitadas las langostas. De Dios no podemos burlarnos. Faraón ha dejado pasar el momento del perdón (Jeremías 46:17) y Jehová endurece de nuevo el corazón del rey. Luego vienen las tinieblas, ¡tres días enteros de espesas tinieblas! Era un signo particularmente notable para los egipcios. El sol, fuente de luz, de calor, de vida, al que adoraban como un dios (Ra), se muestra sin poder ante el Creador del universo. Pero en las moradas de todos los hijos de Israel hay luz. “Yo, la luz, he venido al mundo, para que todo aquel que cree en mí no permanezca en tinieblas”, declara el Señor Jesús (Juan 12:46). Y también: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12). En medio de un mundo sumido en las tinieblas del pecado, el creyente puede disfrutar la presencia de la luz: Cristo, quien hace “morada con él” (Juan 14:23). De donde resulta que para él todo esté claro: el estado del mundo, su futuro, el estado de su propio corazón. Sabe dónde posar los pies. Lo que hace puede ser visto por todos (Lucas 11:36).

Éxodo 10:24-29; Éxodo 11:1-10

Nueve plagas se han sucedido en el país de Egipto. Falta la décima, más terrible que todas las anteriores. Está precedida por una nueva propuesta de Faraón: “Id, servid a Jehová; solamente queden vuestras ovejas y vuestras vacas” (v. 24). Eso equivalía a impedir al pueblo que ofreciera sacrificios y holocaustos. En esa propuesta reconocemos bien los esfuerzos de Satanás para privarnos del que fue el Sacrificio perfecto. Intenta impedir que gocemos de Cristo, en particular cuando acudimos al culto para presentarlo al Padre. Desgraciadamente, con frecuencia consigue su fin. Entonces se produce una pérdida para nosotros, pero, lo que es peor, Dios se ve privado de la preciosa ofrenda que esperaba de sus redimidos. Y, de una manera más general, la respuesta de Moisés nos recuerda que Dios tiene derechos no solamente sobre nosotros, sino también sobre todo lo que poseemos.

Moisés sale “muy enojado” (v. 8). Repetidas veces veremos así a este varón de Dios, quien, sin embargo, era “muy manso, más que todos los hombres que había sobre la tierra” (Números 12:3; ver Éxodo 16:20; 32:19; Levítico 10:16; Números 16:15; 31:14). Pero en ese momento se trataba de la gloria de Dios y del bien de su pueblo. Nuestras cóleras, ¿tienen con frecuencia este motivo?

Éxodo 12:1-16

Llegamos, con el relato de la Pascua, a uno de los capítulos más importantes del Antiguo Testamento. La redención anunciada se va a cumplir al mismo tiempo que el más terrible de los juicios caerá sobre Egipto. El pecado merece la muerte, y todos han pecado, tanto los israelitas como los egipcios. Pero, para los que pertenecen al pueblo de Dios, un cordero va a morir en su lugar. Clara y conmovedora imagen de Jesús, “un Cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del mundo” y muerto en el momento fijado por Dios (1 Pedro 1:19). Nosotros hacemos nuestro ese sacrificio; eso es lo que significa comer la pascua (1 Corintios 5:7-8). El cordero asado al fuego es figura de Cristo al experimentar el ardor del juicio divino. Las hierbas amargas corresponden al sentimiento que experimentamos al pensar que Sus dolores se debieron al hecho de que nuestro pecado le condujo allí. El cordero se comía en familia. Los padres, los hijos, cada uno en casa tenía su parte. Querido lector, usted también, personalmente, ¿ha “comido la pascua”? ¿Por la fe se apropió de la muerte expiatoria del Señor Jesús? El momento de la conversión es una fecha inolvidable, pues señala la línea de partida de la verdadera vida, el nuevo nacimiento del hijo de Dios (v. 2).

Éxodo 12:17-27

La levadura, figura del mal, debía ser quitada con gran cuidado (comparar con 1 Corintios 5:7-8). No podemos aceptar la obra de Cristo y gozar plenamente de ella mientras no hayamos confesado y abandonado todo pecado del cual tengamos conciencia.

Al israelita le quedaba por hacer lo que Jehová ordena a Moisés en los versículos 7 y 22: debía mojar un manojo de hisopo en la sangre del cordero y teñir el dintel y los dos postes de la puerta de la casa. Para hacer eso, el jefe de la casa debía creer dos cosas: primeramente, que Jehová iba a herir; después, que la sangre tendría el poder de protegerlo juntamente con los suyos.

Quizá podamos preguntarnos, como los hijos de los israelitas: ¿Qué significa para nosotros este rito? (v. 26). ¿No es la figura de la preciosa sangre de Cristo amparándonos del juicio? “Veré la sangre”, había afirmado Jehová (v. 13), pero el israelita, de dentro, no la veía. Nuestra salvación no depende de cómo apreciamos la obra de Cristo, ni la intensidad de nuestros sentimientos al respecto. No, depende de cómo la estima Dios, y para Él esa sangre es plenamente eficaz para quitar el pecado. Por eso, descansemos con confianza en la obra perfecta realizada por Jesús y aceptada por Dios (1 Juan 1:7, al final).

Éxodo 12:28-39

Mientras en cada una de sus casas los israelitas comen la pascua bajo la protección de la sangre del cordero, afuera, de noche, reinan el terror y la desolación. El destructor pasa hiriendo a los primogénitos, de forma que un gran grito de desesperación llena todo Egipto. Es la décima y última plaga, imagen de un juicio infinitamente más solemne, aquel al que la Palabra llama la segunda muerte, reservada para aquellos que no se hayan puesto al amparo que ofrece la sangre del Cordero de Dios.

No hay diferencia entre el cautivo que está en la prisión y el mismo Faraón (v. 29). Tampoco la habrá cuando, ante el gran trono blanco mencionado en el capítulo 20 del Apocalipsis, comparezcan todos los muertos, “grandes y pequeños”.

Para los hijos de Israel ha llegado el momento de la partida. Han comido la pascua de prisa, teniendo los lomos ceñidos, las sandalias en sus pies y el bastón de peregrino en la mano (v. 11), mostrando así que forman parte de un pueblo separado, extranjero, preparado para partir. ¿No lo somos nosotros también? A través de nuestro celo, de nuestro desapego por las cosas de esta tierra, de nuestra sobriedad, en suma, de toda nuestra conducta, debería verse que, habiendo sido redimidos por la sangre del Cordero, estamos dispuestos a salir de un instante a otro hacia nuestra patria eterna.

Éxodo 12:40-51; Éxodo 13:1-10

Dios hace que todo comience el día de la redención (12:2; 1 Reyes 6:1). Instituye la pascua como un estatuto perpetuo. El pensamiento del enemigo a propósito del Cordero es “que no haya más memoria de su nombre” (Jeremías 11:19). Pero Dios, para quien la obra de su Hijo tiene gran precio, vela para que ese recuerdo sea perpetuado. “Es noche de guardar”, proclama Él (v. 42), y más adelante: “Tened memoria de este día” (13:3). El Señor Jesús, sustituyendo con el memorial de la Cena al de la Pascua, ha invitado a los suyos a hacer esto en memoria de Él (1 Corintios 11:24-25). ¿Ha respondido usted a ese deseo del Señor?

En el capítulo 13 Jehová proclama sus derechos sobre el alma que acaba de redimir (cap. 12). Ciertos creyentes, particularmente hijos de padres cristianos, se contentan con su salvación y no tienen en cuenta la consagración que debe seguirle. Pero la misma voz que ha dicho: “Veré la sangre y pasaré de vosotros” (12:13), ordena ahora: “Conságrame todo primogénito… Mío es” (13:2). A la fiesta de la Pascua estaba estrechamente asociada la de los panes sin levadura. Esto nos muestra que, para un hijo de Dios, estar puesto al abrigo que ofrece la sangre de Cristo y la necesidad de una vida santa son dos verdades inseparables (leer también Tito 2:14).

Éxodo 13:11-22

“Lo contarás en aquel día a tu hijo”, prescribe el versículo 8. Pero aquí, en el versículo 14, está previsto que los hijos preguntarán a sus padres. Es una acertada actitud la de los hijos que, viendo a sus padres comportarse de manera distinta al mundo, les hacen preguntas. ¡Jamás teman hacerlas!

El versículo 19 es el cumplimiento del juramento hecho a José (Génesis 50:25). Los huesos del patriarca acompañarán al pueblo de Dios durante su peregrinación. ¡Figura de Cristo en el poder de su muerte, llevado con nosotros para atravesar el desierto! (2 Corintios 4:10).

Los hijos de Israel se han puesto en camino. Más tarde Dios recordará ese día en que los tomó de la mano “para sacarlos de la tierra de Egipto” (Jeremías 31:32). Tendrán que hacer un gran recorrido (v. 17-18) para tener tiempo de aprender las lecciones que Dios quiere enseñarles, así como a nosotros. Pero Dios no solamente traza el itinerario de su pueblo. Quiere acompañarlo personalmente bajo la forma de columna de nube durante el día y de columna de fuego durante la noche. ¡Qué gracia! Él está presente a la vez para guiarlo paso a paso y para protegerlo. De igual manera Jesús hizo esta promesa a los suyos: “Yo estoy con vosotros todos los días” (Mateo 28:20).

Éxodo 14:1-14

Israel creía haber terminado con sus enemigos, los egipcios. Pero éstos, llevados por una energía de error, se recuperan y empiezan la persecución contra el pueblo. Este último parece haber caído en una trampa. Delante está el Mar Rojo; detrás viene Faraón con sus carros y capitanes. ¡Qué terror, qué grito de desamparo! Pero el pueblo debe aprender que para Jehová no existe dificultad demasiado grande. Al contrario, cuanto más intensa es la dificultad, más ocasión tiene Dios de hacer admirar su poder.

¡Qué lección para nosotros también! Cuando se presenta un obstáculo, una prueba que parece no tener salida, ¿cómo reaccionamos? Frecuentemente con inquietud o agitación. Pero, ¿qué dice Moisés a Israel? Comienza por tranquilizarlos: “No temáis”, y seguidamente les anuncia la liberación: “Jehová peleará por vosotros…”.

Al final les da instrucciones fáciles de seguir –pero que a veces nos resultan muy difíciles–: “Estad firmes… vosotros estaréis tranquilos” (v. 13-14). Permanecer tranquilo significa no hacer nada y a la vez guardar su espíritu de toda agitación. Este combate no concernía al pueblo; era entre Jehová y los egipcios. Aquel que había puesto a su pueblo fuera de la acción del ángel destructor, ¿no sería capaz, con mayor razón, de liberarlo de la mano de los hombres?

Éxodo 14:15-31

El pueblo ha comprobado que es incapaz de liberarse por sí mismo. Su posición es desesperada… Ahora Dios puede obrar. “Que marchen”, ordena a Moisés. ¡Cómo!, el mar está ante ellos ¿y Jehová les ordena avanzar? Pero la fe obedece y cuenta con Dios. El ángel de Dios viene con la columna de nube y se pone entre el campamento de Israel y el de los egipcios. Entonces, ¿qué puede temer el pueblo? Recordemos que Dios siempre quiere ponerse como una pantalla entre nosotros y nuestras dificultades. De día y de noche sus cuidados se ejercen apartando peligros que, frecuentemente, incluso no conocemos.

¡Eso es la liberación! Encontramos las fases de ella en tres versículos del Salmo 136: “Dividió el Mar Rojo en partes, porque para siempre es su misericordia (v. 13); hizo pasar a Israel por en medio de él, porque para siempre es su misericordia (v. 14); y arrojó a Faraón y a su ejército en el Mar Rojo, porque para siempre es su misericordia” (v. 15). La muerte no solamente carece de poder sobre los creyentes, sino que, además, se ha hecho su aliada, su arma y su fortaleza. Por su muerte, Cristo hizo impotente “al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” y liberó “a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:14-15).

Éxodo 15:1-16

¿A qué corresponde ese paso del Mar Rojo en la historia de los redimidos del Señor? Siempre corresponde a la obra de Cristo y a nuestra liberación. Así como la Pascua presenta el lado de la liberación del juicio de Dios, y a Dios contra el pecado, el Mar Rojo ilustra la liberación del poder de Satanás, y a Dios a favor del pecador. La muerte es vencida; el pueblo de Dios, a partir de entonces, es desarraigado del “presente siglo malo”, es resucitado con Cristo, está del otro lado de la muerte. Cristo no solamente es aquel que libera, sino también el que comienza la alabanza en medio de la Asamblea (Salmo 22:22; Hebreos 2:12).

“Entonces cantó Moisés y los hijos de Israel este cántico…”. Es el primero de la Escritura. El pueblo ¿cómo hubiera podido cantar bajo las cargas de los egipcios? (comparar con el Salmo 137:4). Pero ahora la felicidad llena el corazón de todos los redimidos. Conducidos por Cristo, verdadero Moisés, tienen el privilegio de alabar a Aquel que les ha liberado de las potentes olas de la muerte y del poder del adversario. A través de toda la historia de Israel –y para nosotros durante toda la eternidad– será celebrada la gloria de Aquel que secó el mar, las aguas profundas del gran abismo, y que convirtió en “camino las profundidades del mar para que pasaran los redimidos” (Isaías 51:10).

Éxodo 15:17-27

Hasta el versículo 16, el cántico de los hijos de Israel celebra lo que Jehová acaba de hacer por su pueblo. Los versículos 17 y 18 proclaman lo que hará. Los frutos de la victoria son vistos por fe: Dios se ha preparado: 1) una heredad; 2) una habitación; 3) un santuario; 4) un reino. En su primera epístola, Pedro nos muestra la nueva forma que toman esas bendiciones bajo la dispensación cristiana (leer 1 Pedro 1:4; 2:5 y 9).

El pueblo, ya redimido, está en camino hacia la tierra prometida. Del mismo modo, nuestra carrera cristiana comienza con la conversión y su meta es la gloria. Pero, entre ambos extremos están las experiencias del desierto. La primera de esas grandes lecciones es Mara. Al igual que esas aguas amargas, el Señor permite que en nuestro camino encontremos circunstancias penosas y decepcionantes. Pero, desde el momento en que comprendemos que esas contrariedades son permitidas para nuestro bien, en cuanto nos apropiamos del poder de la cruz de Cristo, sin que esas circunstancias hayan cambiado, dejan de tener un gusto amargo, e incluso encontramos felicidad y consuelo (leer Romanos 5:3…; 2 Corintios 12:9). Entonces estamos en condiciones de apreciar lo que es Elim, ese lugar de refrigerio y reposo, imagen de la reunión de los creyentes en el lugar en que Dios da la bendición (Salmo 133:3).

Éxodo 16:1-12

¡Murmuración antes de cruzar el Mar Rojo (cap. 14:11-12), en Mara (cap. 15:24), en el desierto de Sin (cap. 16:2) y seguidamente en Refidim! (cap. 17:3). ¡Desgraciadamente, es la fiel imagen de nuestro corazón, tan diligente para olvidar la misericordia de Dios que es para siempre! (Salmo 136). Pocos días antes, ese pueblo cantaba el cántico de la liberación. Ahora murmura contra Moisés y Aarón. Sus quejas, en realidad, son contra Dios (v. 8). Queridos redimidos del Señor, acordémonos de que si estamos descontentos con los demás, o con las circunstancias en las cuales nos encontramos, en realidad es de Dios de quien no estamos satisfechos.

¿Y la inquietud por las cosas de la vida? ¿No es una ofensa hacia Aquel que ha dicho: “No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber”. “Basta a cada día su propio mal”? (Mateo 6:25 y 34; ver también el Salmo 23:1). Él mismo supo lo que era estar en el desierto y tener hambre. Pero, con una sumisión perfecta, rechazó las sugerencias del tentador. Esperaba de Dios, con entera confianza, la respuesta a sus necesidades.

¡Qué paciencia por parte de Jehová! En lugar de castigar a su pueblo, comienza por mostrarle Su gloria (v. 7 y 10 al final) y se compromete a saciarlo.

Éxodo 16:13-31

“Nuestros padres comieron el maná en el desierto…”, recordará la multitud al Señor Jesús. Pero él les responderá que Él mismo es “el verdadero pan del cielo” (Juan 6:31-33). Cristo es el alimento del creyente; da la nueva vida y la sustenta. Al respecto, este capítulo nos proporciona varias instrucciones prácticas de gran importancia: 1) La cantidad de maná recogido estaba en relación con el apetito de cada uno (v. 18). Gozamos de Cristo solamente en la medida en que lo deseamos. ¡Y jamás lo desearemos demasiado! (Salmo 81:10). 2) El maná respondía a las necesidades del día, no a las del día siguiente. Cristo debe ser mi alimento, mi fuerza para las necesidades del día. Si, por ejemplo, hoy tengo particular necesidad de paciencia, la encontraré inspirándome en la perfecta paciencia de Jesús. 3) Por último, los hijos de Israel tenían que recoger su porción de maná cada mañana antes de que éste se derritiese con el calor del día. Alimentémonos de la Palabra del Señor desde la mañana, antes de que las ocupaciones del día hayan hecho perder la ocasión de hacerlo. No pasamos un día sin alimentar nuestro cuerpo. Entonces tampoco privemos a nuestra alma del único alimento que la hace vivir y prosperar: Jesús, el pan de vida.

Éxodo 16:32-36; Éxodo 17:1-7

“Toma una vasija y pon en ella un gomer de maná…” (v. 33). Era la parte de Dios. «El maná escondido, Cristo descendido del cielo como hombre, después resucitado y vuelto a subir al cielo con su glorioso cuerpo, formaba parte de las delicias de Dios» (H.R.), delicias que Él comparte con los vencedores (Apocalipsis 2:17).

Después del hambre, la sed da ocasión para que ese pueblo vuelva a murmurar. Pero nuevamente la gracia de Dios se vale de esa necesidad para revelarnos un misterio precioso, cuya explicación se encuentra en 1 Corintios 10:4: “Todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo” (comparar con Juan 7:37-39). Pero, para dar su agua (la vida que otorga el Espíritu), hacía falta que la roca fuese herida, como Cristo lo fue en la cruz por la mano de Dios mismo. No obstante, observemos bien que es el pecado del pueblo, sus murmuraciones, sus rebeliones, los que dan ocasión para herir la roca. “Por la rebelión de mi pueblo fue herido”, dice el profeta (Isaías 53:8). Así como el maná es la imagen de un Cristo venido del cielo, la roca herida nos habla de un Cristo crucificado y el agua viva representa al Espíritu Santo, poder de vida que el Salvador muerto y resucitado da a todos aquellos que creen en Él.

Éxodo 17:8-16

Después de ser alimentado y una vez saciada su sed, el pueblo está preparado por Jehová para realizar una nueva experiencia: la del combate con Amalec. Sólo después de ser fortalecidos “en el Señor, y en el poder de su fuerza”, los creyentes pueden resistir a sus enemigos (Efesios 6:10-13). En el Mar Rojo, Jehová combatía por los suyos y ellos permanecían tranquilos (14:14). La cruz fue el combate del Señor solo. Nosotros no podíamos luchar por nuestra salvación. Pero, después de la conversión empiezan los combates (Gálatas 5:17). Como un ejército, nuestras antiguas faltas vuelven a hostigarnos, a hacernos la guerra (1 Pedro 2:11). ¿No podremos contar con el Señor en esto? ¡Por supuesto que sí! En la cruz Él combatía por nosotros, en nuestro lugar, pero ahora Él, el verdadero Josué, combate con nosotros. Sin embargo, únicamente en la cumbre del monte se decide la victoria. Cristo, a la vez verdadero Moisés y verdadero Aarón, desde su resurrección y su ascensión está en el cielo intercediendo por los suyos. Y sus manos no se cansan jamás (Romanos 8:34 y 37; Hebreos 7:25). El resultado de la batalla no depende de la fuerza de los combatientes sino de su fe y de las oraciones del Señor Jesús. En este relato Josué nos enseña a combatir y Moisés a orar (Salmo 144:1-2).

Éxodo 18:1-12

Volvemos a encontrar aquí a Jetro, suegro de Moisés. Personifica a las naciones de la tierra que, en un tiempo futuro, se regocijarán con el pueblo de Israel por la liberación de la cual éste habrá sido objeto y darán gloria a Dios. Al mismo tiempo observamos que Séfora y sus hijos –que personifican a la Iglesia, como lo vimos en el capítulo 2– no participaron de las pruebas de Israel ni en su liberación. La Iglesia habrá sido alzada de la tierra cuando tengan lugar las tribulaciones y el restablecimiento del pueblo judío.

El nombre de Gersón nos recuerda que Cristo, como Moisés, fue extranjero en esta tierra y que la Iglesia también es extranjera en este mundo. Pero, en esta difícil posición, el socorro de Dios le está asegurado. Eso es lo que significa el nombre de Eliezer. En el versículo 8 Moisés da testimonio de todo lo que Dios ha hecho por los suyos. Es un bello ejemplo para nosotros ¿no le parece? No temamos contar a otros, empezando por los miembros de nuestra familia, cómo hemos sido rescatados. La consecuencia de ese testimonio aparece en el versículo 11: Jetro reconoce la grandeza de Jehová, le da gloria, ofrece sacrificios y al final come o, dicho de otra manera, experimenta la comunión, con el pueblo rescatado, en la presencia de Dios.

Éxodo 18:13-27

Jetro aconseja a Moisés para que delegue a otros una parte de su servicio. Este consejo tiene apariencia de sabiduría, pero ¡en realidad desconoce el poder del Espíritu de Dios! Es uno de los principios fundamentales de la institución de clérigos. Unos hombres son designados e investidos por otros, según una jerarquía, como intermediarios entre Dios y los simples «fieles». Pero la Palabra de Dios no reconoce para la Iglesia más que un solo Jefe (Efesios 4:5), plenamente suficiente para encargarse de todo lo que concierne a los suyos. Y Jesús no atiende solamente “asuntos graves”. Nada de lo que nos concierne es demasiado pequeño ni demasiado insignificante para Él. Jamás temamos dirigirnos directamente a Él (leer 1 Pedro 5:7).

Bajo su aspecto profético, este capítulo nos muestra que Jesús no estará solo para ejercer la administración del reino (Mateo 19:28). Cuando venga del cielo acompañado por la multitud de sus rescatados será establecido un orden con responsabilidades diferentes, para la plena gloria de Dios. Mientras el pueblo de Dios prosigue su camino por el desierto, Jetro vuelve a su país (v. 27). La vida de fe, la posición de extranjero y de peregrino no tienen atractivo para él. Desgraciadamente, ¡cuántos cristianos se le parecen!

Éxodo 19:1-15

Después del desierto de Shur (15:22) y el de Sin (16:1), el pueblo llega al desierto de Sinaí. Llevado sobre alas de águilas (símbolo de poder – v. 4), ha llegado ahora al lugar donde Jehová le va a hacer sus revelaciones y enseñarle de qué manera quiere ser servido (10:26). En Egipto, como lo hemos visto, ningún culto era posible. En cambio, desde que la redención se cumplió, desde que Dios separó a los suyos, espera de ellos el servicio de la alabanza. “Vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa”, declara Él en el versículo 6. “Para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó…”, completa 1 Pedro 2:9.

Este capítulo comienza, pues, una nueva parte del libro. Hasta aquí hemos considerado lo que Jehová, en gracia, hizo por su pueblo. A partir de ahora vamos a encontrar lo que en reciprocidad espera de ese pueblo. Dios siempre empieza por dar antes de exigir algo. Desgraciadamente, el pobre pueblo no se conoce a sí mismo, a pesar de Mara y Meriba. Responde con esta loca promesa que Dios no le pedía: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (v. 8). No le necesitará mucho tiempo para manifestar su incapacidad de cumplirla.

Éxodo 19:16-25

Cuando un niño se cree capaz de una hazaña imposible (por ejemplo, levantar un saco de cincuenta kilos), ¿qué le dice su padre?: «¡Prueba!» Y solamente cuando el pequeño comprueba, por su fracaso, que su padre tenía razón, está dispuesto a confiarle esa tarea.

Ésta es la lección que Israel deberá aprender al pie de la montaña de Sinaí. Cree poder hacer todo lo que Jehová pida. Entonces le son presentadas Sus santas exigencias.

El capítulo 12 de la epístola a los Hebreos, refiriéndose a esta escena (v. 18-29) establece el contraste entre el “monte que se podía palpar” y el de Sion (el de la gracia), al cual somos invitados a acercarnos. El mediador ya no es Moisés en la montaña, sino Jesús, quien está en el cielo intercediendo por nosotros. Así que, “tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia” (Hebreos 12:28). El temor de desagradar al Señor no es para nosotros la consecuencia de mandamientos rigurosos, ni de compromisos temerarios que hayamos hecho, ni, como aquí, de una muestra solemne del poder de Dios. Ese temor es la respuesta de nuestros corazones a su inmensa gracia hacia nosotros (Salmo 130:4).

Éxodo 20:1-17

He aquí, pues, la ley que Jehová da a su pueblo. Ella pone en evidencia la maldad del hombre, su inclinación a hacer todo lo que aquí está prohibido. El hecho de que tales mandamientos le sean necesarios manifiesta abundantemente la perversidad de su naturaleza (leer 1 Timoteo 1:9…). Los cuatro primeros mandamientos conciernen a las relaciones del hombre con Dios: un Dios único, Santo, quien es Espíritu, pero también es grande en bondad, ya que ha preparado un reposo para los suyos. Después de Dios, según el quinto mandamiento, los padres son los destinatarios del honor. Además, cuatro mandamientos tratan de las relaciones con nuestro prójimo en la vida en sociedad. Finalmente, el último nos concierne a nosotros mismos, puesto que sondea nuestro corazón para descubrir nuestros deseos más íntimos, aquello que no decimos a nadie. De hecho, el resumen de la ley es el amor. Pablo escribe a los romanos: “El que ama al prójimo, ha cumplido la ley. Porque: No adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no codiciarás, y cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Romanos 13:8-9; comparar con Mateo 22:34-40).

Éxodo 20:18-26; Éxodo 21:1-6

Esta escena (v. 18-26) es recordada en Hebreos 12:19 para mostrar la diferencia que hay entre la ley y la gracia bajo la cual está el creyente. A éste ya no se le pide que haga algo, sino que crea en Jesús, quien lo ha hecho todo. Por lo demás, el final del capítulo no nos muestra al hombre en la posición de alguien que haya hecho obras, sino en la de un adorador. Está claro que el Sinaí no es el lugar donde Dios y el pecador pueden encontrarse (v. 24). El versículo 25 nos enseña que las obras y las ordenanzas de los hombres no tienen ningún lugar en el culto según Dios. Por último, el versículo 26 enseña que ninguno debe elevarse por encima de sus hermanos, porque entonces su carne se hará visible para su vergüenza.

Bajo la imagen del siervo hebreo (21:2-6) reconocemos al Señor Jesús (comp. con Zacarías 13:5-6). Hombre obediente, el único que cumplió la ley, ese perfecto Siervo habría podido salir libre y subir al cielo sin pasar por la muerte. Pero habría estado solo. En cambio, en su infinito amor, Cristo quería la compañía de una Esposa. Entonces pagó el precio necesario. Su sangre vertida y sus heridas son la prueba de ello; proclamarán durante la eternidad el despojamiento voluntario de Aquel que tomó “forma de siervo” (Filipenses 2:7) y que, hasta en la gloria, se complacerá en servir a los suyos (Lucas 12:37).

Éxodo 21:7-36

Si comparamos estos versículos con el capítulo 5 de Mateo, a partir del versículo 17, comprobaremos que el fiel Siervo de Jehová vino no solamente para cumplir la ley, sino también para introducir lo que la sobrepasa. La ley ordenaba: “no matarás”, pero Jesús declara que si alguien dice solamente “loco” (versión Nacar-Colunga) a su hermano, ya queda expuesto al infierno de fuego. El Señor quiere que comprendamos más profundamente cada día la gran maldad de nuestro corazón. Y quiere que conozcamos su propio corazón, el cual llegó infinitamente más lejos de lo que pedía la ley, la que decía: “Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo” (Mateo 5:43-44; ver Romanos 5:7, 8 y 10; comparar igualmente Éxodo 22:1… con el Salmo 69:4 al final). ¿Dónde estaríamos si la orden inflexible de “ojo por ojo, y diente por diente” nos hubiese sido aplicada? Dios habría hecho desaparecer de la tierra a la humanidad culpable de haber crucificado a su Hijo. Pero, en lugar de esto, en la misma cruz el Señor Jesús pone perfectamente en práctica lo que ha enseñado: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Y el versículo 32 fija el precio de un siervo: el mismo en que fue estimado el Hijo de Dios (Mateo 26:15).

Éxodo 22:21-31; Éxodo 23:1-5

Desde el capítulo 21 hasta el final del capítulo 23 se suceden mandamientos que completan la ley. En su perfecta sabiduría, Dios prevé todo lo que puede acontecer y penetra en las circunstancias más ordinarias de la vida de los suyos: la prenda de un pobre, el encuentro con un buey extraviado… Lo vemos tomar la defensa de los débiles, ponerlos bajo su protección.

Nosotros, los cristianos, tenemos en la inagotable Palabra de Dios, junto con las verdades fundamentales respecto a nuestro Salvador y nuestra salvación, instrucciones para nuestra vida diaria. Pero, a diferencia del pueblo de Israel, el Espíritu Santo nos ha sido dado. Él habita en el creyente y le hace conocer la voluntad de Dios para todos los detalles de su vida diaria. Le abre su inteligencia, le muestra lo que debe hacer y de lo que debe abstenerse. La Biblia es algo muy distinto de una compilación de reglas o una sucesión de prohibiciones y autorizaciones. Ella revela a un Dios de amor, a un Padre cuyo carácter somos invitados a reproducir. “Soy misericordioso”, dice de sí mismo al final del versículo 27. “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso”, enseña el Señor Jesús (Lucas 6:36).

Éxodo 23:6-19

Jehová se ve en la obligación de decir a su pueblo: “No matarás al inocente y justo”, orden que, desgraciadamente, se verá más que justificada, porque más tarde matarán “al Santo y al Justo” (Hechos 3:14-15). El extranjero también es objeto de recomendaciones. No debía ser oprimido ni maltratado (v. 9; 22:21; ver Jeremías 22:3). Levítico 19:34 va mucho más lejos: se le debía amar como a sí mismo. En el Nuevo Testamento el Señor Jesús declara que cuidar del extranjero es recogerlo a Él mismo (leer Mateo 25:35 al final). Por lo demás, ¿no fue Jesús el extranjero celestial que vino a visitar a los hombres? ¡De qué manera su corazón infinitamente sensible fue herido por la ingratitud de aquellos a los cuales vino por amor! Sí, estamos invitados a comprender “cómo es el alma del extranjero” (v. 9), el corazón del Salvador.

Recuerda que tú también fuiste extranjero, añade Jehová. ¡Ponernos en el lugar de los otros es el secreto del amor! En los versículos 10 a 13, Dios nos muestra el cuidado que tiene de toda su creación: los animales, las plantas e incluso la tierra. Aprendamos nosotros mismos a respetar todo lo que pertenece a nuestro Padre celestial.

Con respecto al culto, subrayemos el final del versículo 15: “Ninguno se presentará delante de mí con las manos vacías” (Deuteronomio 26:2).

Éxodo 23:20-33

Jehová no solamente da mandamientos a Israel. También le prodiga cuidados, le proporciona un conductor: su Ángel, el que irá delante de él para conducirlo y, a la vez, para dirigir sus combates. Por otra parte, lo instruye acerca del final de su peregrinaje. Amplios límites han sido ya trazados para recibirlo (v. 31).

De la misma manera, Dios ha provisto hoy para el pueblo cristiano en la tierra un compañero de viaje: el Espíritu Santo. La recomendación hecha a Israel en el versículo 21: “Guárdate delante de él”, puede compararse con las exhortaciones hechas en el Nuevo Testamento en cuanto a no entristecer al Espíritu Santo de Dios (Efesios 4:30). En su gracia, Dios quiere que los suyos también conozcan el final de su viaje: la bella heredad que su amor ha preparado para ellos en el cielo, junto a Jesús.

Sin embargo, entre los cuidados de Dios hay algunos a los que estamos menos dispuestos a comprender y aceptar. Esto se ve particularmente en la orden dada a su pueblo para que permanezca estrictamente separado de las naciones que lo rodean. Pero Dios no exige esta separación para privar de algo a los suyos. Por el contrario, lo hace por amor, con el fin de preservarlos de caer en una trampa (v. 33).

Éxodo 24:1-18

El primer pacto es inaugurado solemnemente y sellado con sangre (leer Hebreos 9:18…). Además, Jehová muestra un poco del resplandor de su gloria a los ancianos de Israel. Ven “debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno (o en su pureza)” (v. 10; comparar con Ezequiel 1:26). Sus pies… esta expresión sugiere el glorioso sendero del Hijo de Dios, tal como los evangelios nos lo presentan, un sendero «como el mismo cielo en pureza…». Cristo no solamente “descendió del cielo” y “subió al cielo”, sino que de una manera permanente, Él es “el Hijo del Hombre, que está en el cielo” (Juan 3:13). En los pasos de Cristo aquí abajo, en todas sus perfecciones morales, puede ser admirada la gloria de Dios (Salmo 68:24). “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”, dice Jesús a sus discípulos (Juan 14:9). El versículo 11 es la prefiguración de la santa libertad y de la comunión, de las cuales gozan actualmente los rescatados por el Señor Jesús. Sobre la base de la obra cumplida por Cristo y de su presencia a la diestra de Dios, ellos están en la gloria como en su hogar.

Pensamos también en Moisés sobre otro monte: el de la transfiguración, donde será testigo, junto con Elías y tres de los discípulos, de la gloria del Señor Jesús (Lucas 9:28-36).

Éxodo 25:1-22

Con nuestro capítulo empiezan las instrucciones respecto al culto. El tabernáculo, “figura y sombra de las cosas celestiales” (Hebreos 8:5) nos presenta con todo detalle, bajo forma de símbolos, las condiciones en las que: 1) el Dios santo puede permanecer en medio de los suyos; y 2) nosotros, que somos pecadores, podemos acercarnos a ese Dios santo. Trata las verdades básicas de nuestra salvación y el lugar que ocupan en el orden divino.

Cuando queremos describir una casa, no empezamos por los muebles. Aquí, sin embargo, el arca ocupa el primer lugar porque ella representa a Cristo, centro de todos los consejos de Dios. Ella era de madera de acacia (árbol de suelos áridos, incorruptible, figura de la humanidad de Cristo – Isaías 53:2) recubierta de oro, emblema de Su deidad. El propiciatorio de oro puro que servía de cubierta al arca nos habla de un Dios hecho propicio, satisfecho por la sangre que era presentada (leer Romanos 3:25), quien puede aceptar al pecador en su presencia (v. 22). En cuanto a los “querubines de gloria”, cuyos rostros estaban vueltos hacia el propiciatorio (Hebreos 9:5), nos hablan de los profundos y divinos misterios que allí se encuentran, “cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles” (1 Pedro 1:12).

Éxodo 25:23-40

Mientras el arca evoca a Cristo, por medio de quien fueron perfectamente mantenidos los derechos de Dios, la mesa representa a Cristo llevando continuamente a los suyos ante la presencia de Dios. De la misma composición que el arca (madera de acacia cubierta de oro), con una cornisa y una moldura –las que respectivamente hablan de gloria y protección–, la mesa estaba destinada a llevar, en primer lugar, los doce panes de la proposición (Levítico 24:5-6), imagen de la totalidad del pueblo de Dios, y luego los utensilios de oro puro del versículo 29, dándonos seguridad de que Cristo nos sustenta en nuestro servicio (Marcos 16:20). De una manera simbólica, todo el pueblo de Dios está ahí, en el santuario, llevado por el Señor y mantenido por Él en la luz de Dios. Eso nos lleva al candelero de oro puro, emblema de Aquel que fue “la luz del mundo”. El candelero tenía siete lámparas de oro, figura del testimonio según Dios que corresponde hoy a la Asamblea (Apocalipsis 1:12 y 20). Ésta es responsable de alumbrar durante la noche de este mundo por medio de la energía del Espíritu Santo (el aceite). “Vosotros sois la luz del mundo” –dijo Jesús a los suyos– durante el tiempo de su ausencia (Mateo 5:14). Pero, para mantener el resplandor de las lámparas, es necesario el empleo de despabiladeras (v. 38), imagen de los continuos cuidados de nuestro Sumo Sacerdote.

Éxodo 26:1-14

Después de estos tres objetos (el arca, la mesa y el candelero) viene la descripción del tabernáculo propiamente dicho. Era un conjunto de tablas que formaban tres paredes, por encima de las cuales estaban extendidas cuatro cubiertas sobrepuestas, cada una constituida por varias cortinas. La primera cubierta, llamada el tabernáculo, estaba puesta debajo y formaba el techo. Sólo se podía contemplar desde el interior del santuario. Estaba tejida con hilos de diferentes colores, semejantes a los que encontramos en el velo (v. 31) y en el efod del sumo sacerdote (cap. 28:5). Cada uno de esos colores subraya una gloria particular de Cristo. El lino torcido ilustra siempre su humanidad perfecta, el azul su carácter celestial, la púrpura su gloria universal, el carmesí su realeza sobre Israel. Las lazadas de azul y los corchetes de oro que unían las cortinas nos recuerdan los vínculos celestiales y divinos que unen a los rescatados. La segunda cubierta (la tienda), de pelo de cabra, la tercera de pieles de carneros y la cuarta de pieles de tejones, sugieren respectivamente la separación, la consagración (cap. 29:27) y la vigilancia. Dios halló esas virtudes en la vida de Jesús en este mundo y desea que ellas sean igualmente visibles ahora en la vida de los suyos.

Éxodo 26:15-30

Los tres lados del tabernáculo estaban constituidos por anchas tablas de madera de acacia cubiertas de oro, puestas de pie sobre basas de plata. Figura de los rescatados, firmemente establecidos sobre la redención de la cual siempre nos habla la plata, y que la justicia divina (el oro) ha revestido, de forma que es ese carácter divino el que ahora debe brillar. Pero, para que las tablas se mantuvieran juntas y resistieran el embate del viento del desierto, hacían falta las barras, las que nos hacen pensar en todo lo que une a los hijos de Dios. Por ejemplo, los agradables vínculos del afecto fraterno. ¡Qué apoyo es para un joven creyente tener un hermano o un amigo con el que pueda hablar de sus dificultades y ponerse de rodillas para elevar a Dios sus plegarias! Por encima de todo, “un solo Espíritu” une a todos los rescatados por el Señor, de manera que forman un cuerpo “bien concertado y unido entre sí”, en condiciones para resistir a “todo viento de doctrina” y a los esfuerzos que el enemigo hace para derribarlos (Efesios 4:2-4 y 14-16; ver también 1 Corintios 10:12). Observemos, por último, lo que caracterizaba a las tablas de las esquinas: estaban perfectamente unidas “por su alto” (v. 24 – ver Juan 17:21 y 1 Corintios 1:10). Un común afecto por el Señor es lo que estrecha “perfectamente” los vínculos de la comunión de los cristianos entre sí.

Éxodo 26:31-37; Éxodo 27:1-8

Yendo del interior hacia el exterior –el camino de Dios hacia el pecador–, el tabernáculo contaba con un lugar santísimo inaccesible, en el que se encontraba sólo el arca del testimonio (v. 33); luego tenía un lugar santo, separado del lugar santísimo por un velo. Este velo representaba la humanidad de Cristo (Hebreos 10:20), ese conjunto de glorias y perfecciones del que dan una idea los materiales utilizados. Los querubines bordados nos recuerdan a aquellos que prohibían al hombre el acceso al árbol de la vida (Génesis 3:24). Pero, a la muerte de Jesús, el velo del templo se rasgó, quedando así abierto al hombre un camino hasta la misma presencia de Dios.

Ante el velo estaba puesta la mesa y el candelero (v. 35), así como el altar de oro (cap. 30:6). La misma tienda estaba cerrada con una cortina, obra de recamador, pero sin querubines, pues los sacerdotes estaban autorizados a penetrar para cumplir su servicio. Finalmente, ante la tienda estaba erigido el altar de bronce. De grandes dimensiones, cuadrado, ese altar nos habla de la cruz y de la eficacia de ella. Era de madera de acacia (Cristo hecho hombre para poder sufrir y morir) y estaba cubierto de bronce (a fin de que pudiera atravesar la prueba del fuego del juicio divino contra el pecado). ¡Gloria a nuestro perfecto Redentor!

Éxodo 27:9-21

En torno al tabernáculo propiamente dicho se extendía el atrio, una especie de gran patio cerrado donde todos los israelitas estaban autorizados a entrar con sus sacrificios (Salmo 96:8). Estaba cercado con cortinas de lino torcido sostenidas por columnas, las que descansaban sobre basas de bronce. Esas cortinas de lino torcido inmaculado (conformes a la inmaculada humanidad de Cristo) nos hablan del testimonio práctico de pureza que los rescatados están llamados a dar frente a un mundo ignorante y hostil. Este testimonio está acompañado por sufrimientos a causa de la justicia; por eso todo descansa sobre basas de bronce, de igual naturaleza que el altar del sacrificio donde, en figura, Cristo sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo… (1 Pedro 2:21). Al brillar bajo el sol del desierto, el recinto del atrio debía ser visto desde muy lejos, proclamando que Dios estaba ahí. Que el Señor nos conceda darle colectivamente un testimonio sin mancha ante el mundo.

El final del capítulo nos recuerda cuál es la fuente y el poder interior de tal testimonio: el Espíritu Santo. Para que las siete lámparas del candelero alumbraran continuamente debía ser traído el aceite puro de olivas machacadas, imagen de un incesante ejercicio por parte de los creyentes para dejar al Espíritu de Dios el lugar que le corresponde.

Éxodo 28:1-14

Aarón es un tipo de Cristo bajo su carácter de Sumo Sacerdote. Él era el portavoz del pueblo ante Jehová, como Cristo lo es ahora ante Dios, el representante de los que le pertenecen. Sus vestiduras nos hablan en figura de todo lo que se refiere al oficio que Cristo desempeña en el cielo en favor de sus rescatados. ¡Que el Espíritu Santo nos llene de sabiduría (v. 3) para poder examinar las diferentes partes de esas vestiduras! En efecto, ellas ilustran, al mismo tiempo que los atributos gloriosos del Sumo Sacerdote, verdades que nos conciernen muy estrechamente.

El efod, especie de túnica sin mangas, era el elemento principal y característico. Como el velo, estaba tejido y bordado con hilos de varios colores, a cuyo significado ya nos hemos referido. Lo completaban dos hombreras, cual broches que juntaban la parte delantera del efod con la trasera, y sobre ellas había piedras de ónice encajadas en engastes de oro (v. 11) que llevaban como memorial, grabadas de una manera imborrable, los nombres de las doce tribus de Israel. Bella imagen de la manera en que Cristo sostiene y lleva a sus rescatados. Son conocidos por su nombre y siempre están presentes en su pensamiento (comparar con Lucas 15:5). Además, forman parte de su gloria, honra y hermosura (v. 2).

Éxodo 28:15-30

Por encima del efod, en la parte delantera, el pectoral estaba firmemente atado. Éste llevaba doce piedras preciosas engastadas en oro, cada una con el nombre de una tribu, las que así se encontraban constantemente sobre el corazón de Aarón. Ésta es una conmovedora imagen del lugar que ocupamos los redimidos del Señor. Estamos sobre sus potentes hombros, pero también sobre su corazón, ya que somos el objeto de su incesante ternura (comp. con Juan 13:23). Los nombres estaban escritos “como grabaduras de sello” (Cantares 8:6; Hageo 2:23).

Continuamente” es una palabra que debe subrayarse en este capítulo (al final de los v. 29, 30 (“siempre”) y 38). Al igual que estas piedras fijadas de manera inconmovible, nada puede hacer que los rescatados por el Señor se vean privados de Su fuerza (ver Juan 10:28) o de Su amor (Romanos 8:35).

Las piedras eran de diferente color, de modo que cada una reflejaba de manera particular la luz del mismo candelero. Así los rescatados del Señor reflejamos diferentes rasgos morales de Jesús. Y cada uno es precioso para Su corazón. Cuando estemos a punto de criticar a un hermano, acordémonos de que el Señor lo ama. Finalmente, para reflejar bien la luz del santuario, todas esas joyas –los creyentes– tenían que ser labradas y pulidas, lo que constituye el paciente trabajo del Espíritu Santo.

Éxodo 28:31-43

El manto azul que Aarón debía llevar bajo el efod nos habla del carácter celestial de nuestro Sumo Sacerdote. Cristo ha sido hecho más sublime que los cielos (Hebreos 7:26) en tanto que un testimonio le es dado en la tierra por estos “hermanos juntos en armonía”, quienes, sostenidos por Su sacerdocio en el cielo, constituyen como “el borde de sus vestiduras” (Salmo 133:1-2). Las campanillas nos hacen pensar en lo que debemos oír en la vida de los hijos de Dios. Su tintineo era la prueba de que el sacerdote estaba vivo. ¿Mostramos a nuestro alrededor que Cristo está vivo? Las granadas representan el fruto: lo que se debe ver en la vida de los santos si están vinculados a la «vestidura» del Hombre celestial (comparar con Juan 15:5). Observemos que las campanillas y las granadas estaban en igual número, lo que significa que las palabras y los hechos deben ir a la par en la vida de cada hijo de Dios. Pero, si en ese testimonio y ese servicio nos sentimos sin fuerzas e imperfectos, tenemos un remedio: Cristo ante Dios en su absoluta santidad, quien tiene sobre su frente la lámina de oro fino con la inscripción “Santidad a Jehová”. Si lo consideramos, no estaremos pendientes de nuestras debilidades, sino de sus perfecciones (Salmo 84:9).

Las vestiduras de los hijos de Aarón nos hacen pensar en la promesa del Salmo 132:16.

Éxodo 29:1-18

Solo, Aarón representa a Cristo; como tal es ungido aparte y la sangre no es necesaria (v. 7). Acompañado de sus hijos, vemos a Cristo con los suyos. En virtud de su relación con Jesús, Sumo Sacerdote en el cielo, los creyentes están asociados a Cristo para presentar la alabanza a Dios. Pero, antes de poder ejercer su oficio, Aarón y sus hijos tenían que cumplir ciertas condiciones. Algunos sacrificios estaban preparados para ellos. Debían acercarse a la entrada de la tienda y ser lavados con agua (observemos que no podían hacerlo ellos mismos). A continuación recibían las nuevas vestiduras descritas en el capítulo 28. Moralmente, las mismas operaciones son indispensables antes de iniciar cualquier servicio cristiano. Es preciso que vayamos a Dios con el sacrificio excelente que expía nuestros pecados. Luego es necesario ese lavado “con agua” efectuado por la Palabra (Hebreos 10:22; Tito 3:5). Finalmente, nuestro cuerpo limpio requiere vestiduras limpias. Zacarías 3:3-5 nos muestra un sacerdote, Josué, al que Jehová viste de ropas de gala en lugar de sus “vestiduras viles”. Nuestra conducta exterior debe ser pura para que corresponda a la purificación interior de nuestra conciencia. Sólo vistiéndonos del Señor Jesucristo podremos realizarlo (Romanos 13:14).

Éxodo 29:19-30

La ceremonia continuaba. En efecto, los hijos de Aarón no habían sido purificados para que luego hicieran lo que quisieran. Estaban consagrados, dedicados al servicio de Jehová. En Israel, únicamente la familia de Aarón ejercía el sacerdocio, mientras que ahora todos aquellos que forman parte del pueblo de Dios son llamados a ejercer esta noble función. Amigos creyentes, si Dios nos ha salvado a causa de su gran amor, es para que, desde ahora, le estemos enteramente consagrados. La sangre sobre la oreja y los pulgares de la mano y del pie (v. 20) muestran que esas partes del cuerpo –las que respectivamente nos hablan de obediencia, acción y marcha– quedaban santificadas para ser puestas a disposición de Dios por medio del poder del Espíritu Santo (el aceite sobre la sangre).

Observemos bien que la expresión traducida por «consagrar» significa literalmente «llenar las manos». También, lejos de ver en la consagración –como lo hacen algunos– un acto por medio del cual nos ofrecemos nosotros mismos al Señor (¿acaso podemos darle lo que ya le pertenece?), entendemos en cambio que nuestras manos –o más bien nuestros corazones– tienen necesidad de ser llenos por Dios antes de poder “mecer” la ofrenda (Cristo) ante Él (v. 24). “Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos”, dirá David (1 Crónicas 29:14).

Éxodo 29:31-46

El carnero de las consagraciones debía ser primeramente ofrecido y después comido por los sacerdotes. Para servir a su Dios, el rescatado debe alimentarse de Aquel que hasta en la muerte se consagró a Dios. El apóstol nos exhorta a andar “en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2). Los sacerdotes debían comer la carne del carnero de las consagraciones a “la puerta del tabernáculo de reunión”, es decir, antes de servir en el santuario. A cada uno de los siete días de la semana le correspondía un sacrificio, lo que para nosotros viene a ser el producto de ejercicios espirituales y afectos renovados de día en día.

El final del capítulo nos habla de los sacrificios que debían ser ofrecidos “continuamente”, “por vuestras generaciones” (ver Números 28:3, 6, 10…; Esdras 3:5), para magnificar constantemente ante Dios la obra de la cruz. Una vez santificado el tabernáculo, el altar y la familia sacerdotal, Dios podía habitar en medio de los suyos en un orden de cosas que convenía a su gloria (v. 44-45). El apóstol Pablo establece la misma relación entre la actual habitación de Dios en los creyentes –por medio de su Espíritu– y la santidad que debe caracterizar a éstos (leer 1 Corintios 3:16-17 y 6:19).

Éxodo 30:1-16

Una vez efectuada la obra que permitía al sacerdote acercarse, se nos presenta otro altar, cubierto de oro, sobre el cual Aarón y sus hijos debían quemar el incienso. El primer altar nos habla de Cristo y del valor de su sangre; el segundo también es figura de Cristo y de la eficiencia de su intercesión. El altar de oro era inseparable del altar de bronce. Jesús fue primeramente el sacrificio y después el sacerdote. Como ofreció en la cruz la sangre que purifica, ahora puede presentarse vivo por los suyos, en los lugares santos.

Ninguna víctima era ofrecida en el altar de oro, ya que Cristo no tiene que sufrir ni morir más. La obra está acabada. Ahora Él es, en el cielo, el tema, «la esencia» del culto. Por medio de Cristo el rescatado también se acerca a su vez y ofrece al Padre el perfume de la adoración y la oración (Salmo 141:2). Porque el culto consiste, ante todo, en presentar a Dios las perfecciones de su Hijo amado.

Los versículos 11-16 hablan del rescate. Éste es estrictamente personal. Por otra parte, era idéntico para el rico y el pobre. Dios no hace diferencia entre los pecadores (Romanos 2:11) y ofrece a todos el mismo medio de salvación. ¡Una salvación gratuita! Pero ¡cuánto le costó a Aquel que pagó nuestro rescate!

Éxodo 30:17-38

Todavía faltaba un utensilio para que el culto pudiera tener lugar. Era la fuente de bronce. Ella debía estar puesta en el atrio, entre el altar de bronce y el tabernáculo propiamente dicho, en el camino del sacerdote que, yendo a ejercer su oficio, se lavaba las manos y los pies. Este acto es figura del juicio de uno mismo bajo el efecto de la Palabra (el agua) que purifica al adorador de las manchas contraídas en su marcha en medio del mundo (Juan 13:10).

Después del agua que limpia “las inmundicias de la carne” (1 Pedro 3:21) (lado negativo), encontramos el aceite de la unción (el Espíritu) que confiere un carácter santo. Los ingredientes que entraban en su composición expresaban las diversas gracias y glorias de Cristo. Estaba prohibido verter el aceite santo sobre la carne del hombre (servirse de los dones del Espíritu para vanagloriarse) y fabricar otro semejante (imitar las manifestaciones del Espíritu Santo). El Salmo 133 (v. 2) nos muestra este precioso aceite derramado sobre la cabeza de Aarón y que baja por su barba hasta el borde de sus vestiduras; magnífica imagen de los rescatados que gozan, por medio del Espíritu, de las perfecciones de su Jefe glorificado y que participan de la misma unción. Por el contrario, el buen olor del incienso subía constantemente hacia Dios para presentarle en detalle toda la excelencia de su Amado.

Éxodo 31:1-18

Observemos en nuestro pasaje la sucesión de los verbos: he llamado por nombre, he llenado del Espíritu de Dios, he puesto (o dado) con él a Aholiab, he puesto sabiduría, te he mandado. Todo lo que concierne al servicio es dirigido desde arriba, por Dios mismo. Ni siquiera Moisés estaba calificado para escoger a los obreros. En el libro de los Hechos vemos que es el Espíritu Santo quien designa a Bernabé y a Saulo para efectuar la obra a la cual Dios les llamaba (Hechos 13:2). Con más razón, no pertenece al obrero decidir lo que debe hacer. Dios es quien lo designa y lo llena de la sabiduría necesaria. Dios ha dado a cada uno una inteligencia. ¿Para qué empleamos la nuestra? Quizá para hacer buenos estudios o para ganarnos bien la vida. Pero el Señor quiere que, bajo la acción de su Espíritu, todas nuestras facultades estén puestas a su servicio.

Por último, también es Dios quien, con el servicio, da el descanso necesario a sus siervos. El Evangelio nos muestra al Señor llamando a sus discípulos, enviándolos y, finalmente, al regresar ellos, conduciéndolos aparte para que descansen un poco (Marcos 6:7 y 31). Aquí el descanso toma la forma del día de reposo. “El día de reposo fue hecho por causa del hombre”, dice el Señor Jesús (Marcos 2:27). Sepamos dar gracias a Dios por el descanso que nos concede.

Éxodo 32:1-10

Desearíamos poder pasar directamente de la descripción del tabernáculo (capítulo 31) a su construcción (capítulo 35). Desgraciadamente, entre los dos hechos se intercala un episodio oscuro de la historia de ese pobre pueblo. Mientras Dios, en la montaña, daba la ley a Moisés, en la llanura el pueblo ya transgredía los dos primeros mandamientos. Y mientras Jehová daba a su siervo las instrucciones relativas a su culto, Israel establecía un culto idólatra. ¡Cuán grande es la perversidad del hombre, su ingratitud, su rapidez para olvidar las bondades de Dios! (Salmo 78:11; 106:19-23). “La idolatría” no es solamente el pecado de Israel o de los paganos. Al recordar esta escena, el apóstol Pablo se ve en la obligación de advertir a los cristianos (1 Corintios 10:7 y 14). Un ídolo es todo lo que toma en nuestro corazón el lugar que pertenece a Jesús. Puede ser semejante al becerro de oro: 1) a imagen de los dioses del mundo (los egipcios adoraban al buey Apis); 2) fundido en molde o, dicho de otra manera, llevando la huella de las concepciones del espíritu humano; 3) dándole forma con buril, es decir, ser el fruto de nuestros propios esfuerzos (Isaías 44:10 y 12). Todo eso ocurre cuando se ha perdido de vista el regreso de nuestro Mediador, Cristo, actualmente en el cielo, así como Moisés estaba en la montaña.

Éxodo 32:11-20

Tu pueblo que sacaste de la tierra de Egipto se ha corrompido” anuncia Jehová a Moisés (v. 7). «No, –responde Moisés– es “tu pueblo” que sacaste… (v. 11). Por consiguiente, no puedes destruirlo.» Jesús, al orar en favor de los suyos dice al Padre: “tuyos son” (Juan 17:9).

Aquí Moisés es un abogado hábil. En otro tiempo había dicho que él no era un hombre elocuente, que era “torpe de lengua” (4:10). Pero ahora su corazón se siente conmovido por Israel y, a causa de la abundancia de su corazón, ¡qué bien sabe, por el Espíritu, abogar en favor del pueblo de Dios! No obstante, todo el favor de Moisés no podía impedir que Jehová destruyese a Israel si la ley que lo condenaba le era presentada en ese momento. De esas dos cosas, la ley y el pueblo culpable, una tenía que desaparecer. En su gracia, Dios permite que la ley sea retirada, de forma que Moisés, acorde con el pensamiento de Dios, rompe las dos tablas de piedra al pie de la montaña.

Cuando el Señor Jesús vino a este mundo culpable, no fue para abolir la ley. Por el contrario, Él la cumplió perfectamente antes de sufrir en la cruz su maldición (Mateo 5:17-18; Gálatas 3:13).

Éxodo 32:21-35

La indignación se ha apoderado de Moisés. anteriormente se había mostrado celoso por el pueblo ante Jehová; ahora se muestra celoso por Jehová ante el pueblo. Moisés reprende a Aarón, el cual se excusa en lugar de humillarse. Además, un terrible deber es impuesto a los hijos de Leví para mostrarnos que la gloria de Dios siempre está antes que los vínculos familiares o amistosos. Los hijos de Leví son fieles, y Jehová lo tendrá en cuenta al confiarles más tarde el servicio del tabernáculo (Deuteronomio 33:9-10). Dios no nos empleará a su servicio sin haber puesto a prueba nuestra fidelidad.

Por último, volvemos a encontrar a Moisés en la posición de intercesor. Expone los hechos –contrariamente a Aarón– sin esconder nada. Pero quiere hacer propiciación por el pueblo y se ofrece para ser castigado en su lugar. Se parece en eso al apóstol Pablo, quien deseaba ser separado de Cristo, por amor a sus hermanos, los que eran sus parientes según la carne (Romanos 9:3). Pero este sacrificio no es posible. La Escritura declara que ningún hombre “podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate” (Salmo 49:7), y que “cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí” (Romanos 14:12). Sólo Cristo pudo hacer propiciación por el pecador, porque Él mismo era sin pecado.

Éxodo 33:1-11

Animado por una ira santa, Moisés destruye el becerro de oro y ordena el castigo. En seguida informa al pueblo que Jehová no subirá con ellos. Entonces hace algo inesperado: levanta para él una tienda fuera del campamento, lejos de éste. ¿Ha dejado de amar al pueblo? No, por el contrario, acaba de dar la prueba más grande y conmovedora al pedir ser borrado del libro de Jehová en lugar del pueblo. Su motivo es muy diferente. A causa del pecado cometido, la nube no puede posarse más en el campamento. Por eso, para volver a encontrar esta preciosa columna, figura de Cristo, Moisés y otros con él dejan el campamento de Israel.

Hebreos 13:13, al aludir a este pasaje hace oír el llamado: “Salgamos, pues, a él (Cristo), fuera del campamento”. Para obedecer a esta prescripción, muchos rescatados se han separado de religiones formalistas y de iglesias organizadas en la cristiandad, y han buscado sencilla y únicamente la presencia del Señor Jesús (Mateo 18:20). ¡Veamos a Josué! Aunque todavía era joven, comprendía que su felicidad consistía en no abandonar la presencia de Dios. Imagen de una continua comunión, pero también del gozo que nos espera en el lugar donde el Señor ha prometido su presencia.

Éxodo 33:12-23

Fuera del campamento Moisés puede hablar cara a cara con Jehová (v. 11) ¿Cuál es el tema de conversación? Como siempre, el pobre pueblo. Moisés es figura de alguien más grande que él: el Hijo que hablaría a su Padre de aquellos que le serían dados de en medio del mundo (Juan 17:9).

“Te ruego que me muestres ahora tu camino”, pide el varón de Dios. Además, ruega que Dios vaya con ellos. Comparemos esas peticiones con la doble petición del salmista: “Hazme saber el camino por donde ande… Tu buen Espíritu me guíe a tierra de rectitud” (Salmo 143:8 y 10). Sí, sube tú mismo con nosotros, reclama el fiel intercesor. No nos podemos privar de tu presencia. Y Dios se deja conmover. Como ya lo hemos observado, Él nunca considera que la fe sea demasiado atrevida. Regocijamos su corazón pidiéndole cosas difíciles. Se suele decir: una fe pequeña recibe una respuesta pequeña, pero una fe grande recibe una respuesta grande.

Al final, Moisés hace una tercera petición a Jehová, más audaz todavía: que le sea permitido ver Su gloria. Sólo la verá “por detrás” (dicho de otra manera, en las huellas que Su amor ha dejado). Pensamos en la petición de Jesús a su Padre, a fin de que, ahí donde Él está, los suyos también estén, para que vean su gloria… (Juan 17:24). Tal es su más ansiado deseo. ¿Es también el nuestro?

Éxodo 34:1-10

Cuando Moisés pidió a Jehová que le mostrara Su gloria, sin duda esperaba tener una visión resplandeciente, como la descrita en el capítulo 24:10. Pero Dios le va a revelar algo mucho más precioso: “La gloria de su gracia” (Efesios 1:6). Se da a conocer a su siervo como el Dios misericordioso y hacedor de gracia (v. 6). Es como si Dios dijera: Llevo un nombre que me obliga a dispensar gracia. Pero notemos dos condiciones que nos permitirán aprovecharla.

1a. “Prepárate, pues, para mañana, y sube de mañana”, ordena Jehová a Moisés. ¡El Señor nos dé cada mañana esta disposición del corazón, tan necesaria para gustar su gracia! (Salmo 63:1-3).

2a. El hombre de Dios debe mantenerse en la hendidura de la peña, imagen de un Cristo herido, quien ahora dice a los suyos: “Permaneced en mí” (Juan 15:4). Pero la gracia de Dios no debe hacernos olvidar su gobierno. En el mismo versículo 7 aprendemos que Él perdona la iniquidad (por gracia), pero de ningún modo tendrá por inocente al malvado.

Jehová había declarado en el capítulo 33 (v. 3): “Yo no subiré en medio de ti, porque eres pueblo de dura cerviz”. Precisamente por ese motivo Moisés reclama su presencia (v. 9). Después de la revelación de tan grandes glorias divinas: misericordioso, perdonador, es como si Moisés contestase: «El pueblo precisamente necesita un Dios como tú».

Éxodo 34:11-26

Por segunda vez Moisés está con Jehová en la montaña durante cuarenta días. Como consecuencia de lo que ha sucedido, Dios se da a conocer como un “Dios celoso” (v. 14), deseoso de ser el único objeto de la adoración de su pueblo. No porque los ídolos le causen el más pequeño perjuicio. ¿Qué rivalidad puede existir entre el Creador de los mundos y los dioses de oro, de piedra o de madera, obras de manos de hombres? Pero es “celoso” porque sabe que la felicidad de los suyos consiste en no amar a nadie más que a Él, y que los ídolos siempre los desilusionarán. También lo es porque el débil amor de ellos tiene gran valor para su corazón. La primera epístola de Juan, la que más nos habla del amor divino, termina haciendo esta exhortación: “Hijitos, guardaos de los ídolos”.

Los moradores del país te serán un tropezadero, previene Jehová, quien conoce a la vez la trampa y nuestra tendencia a caer en ella (v. 12). Añade: “Y te invitarán” (v. 15). Tengamos valor para rehusar las invitaciones de compañeros o colegas del mundo. Mejor aun: manifestemos una conducta tal que los que deseen invitarnos sepan primero quiénes somos (1 Reyes 1:9-10).

Con relación a sus derechos, Jehová repite aquí algunas de las instrucciones de los capítulos 21 a 23.

Éxodo 34:27-35

No es posible estar en contacto con Dios y gozar de sus revelaciones de gracia sin que eso se traduzca exteriormente. El rostro de Moisés resplandece, aunque él mismo no lo sabe. Con un rostro feliz, cada hijo de Dios debería mostrar sin esfuerzo, a quienes lo rodean, la felicidad que él posee. Sí, ¡que el mundo pueda ver en nosotros algunos reflejos del amor de Jesús! Pablo explica a los corintios por qué Moisés ponía un velo sobre su rostro. Antes de que el Señor viniera, ni siquiera el reflejo de la gloria divina podía ser soportado por el hombre pecador, y debía ser escondido. Pero el velo “por Cristo es quitado”. Cuando Jesús vino, Dios pudo finalmente ser visto en Cristo en toda la gloria de su gracia. De forma que ahora, por la fe, contemplamos al Señor Jesús a cara descubierta y progresivamente somos transformados en su misma gloriosa imagen moral (2 Corintios 3:14 y 18).

Otro privilegio de Moisés era que podía “hablar con Él”. La expresión se repite tres veces en esos versículos. ¡Qué honor para este hombre de Dios y qué demostración de intimidad! ¿No existe una relación entre el hecho de conversar habitualmente con el Señor y un rostro que resplandece? ¡Quiera Dios que podamos experimentar una y otra cosa!

Éxodo 35:1-19

El tabernáculo va a ser construido. Con tal motivo, sus diferentes elementos son enumerados por segunda vez, como para recordarnos que conocer es una cosa, pero hacer es otra. Sin embargo, antes de que el trabajo empiece, se recuerda otra vez el día de reposo (v. 1-3). Antes de emprender cualquier servicio, es necesario estar en la presencia del Señor, «sentado» a sus pies, espíritu y alma descansados con el sentimiento de nuestra dependencia. A los pies de Jesús, María había aprendido a servir a su Señor con inteligencia (Lucas 10:39). Por eso ella supo, en el momento conveniente, traer su perfume (comparar con el v. 8) y derramarlo a los pies del Maestro.

Observemos la variedad de lo que los israelitas tenían que traer: desde el oro y las piedras preciosas hasta las estacas y las cuerdas que contribuían a sostener la tienda (a sostener la verdad). En esta larga lista, cada uno podía encontrar algo que ofrecer. Y usted también, amigo que conoce al Señor, puede contribuir de alguna manera a edificar la Iglesia. Un servicio hecho discretamente, como el ejercicio gozoso de la misericordia (Romanos 12:8) y las oraciones diarias por el testimonio, están al alcance de cada uno. Y ello es agradable al Señor.

Éxodo 35:20-35

Los israelitas sólo pudieron traer lo que no habían dado para el becerro de oro (cap. 32:3). Sólo podremos poner al servicio del Señor aquello que no hayamos empleado para el mundo. No desperdiciemos nuestra juventud. ¿Quiénes eran los que daban? “Toda persona a quien su corazón le impulsó, y todo aquel cuyo espíritu le movió a liberalidad” (V.M.). Amar al Señor, a la Iglesia, a nuestro prójimo es la condición principal, tanto para ejecutar un trabajo como para llevar una ofrenda. Lo que no procede del amor, generalmente no está bien hecho.

Ciertos trabajos podían hacerse en el hogar, en la esfera familiar; por ejemplo: hilar. No pensemos que trabajar para el Señor consiste necesariamente en convertirse en evangelista o misionero en países lejanos. Observemos el servicio de las mujeres. Si algunas no eran sabias como las del versículo 25, o no tenían la destreza para hilar como las del versículo 26, todas podían tener un espíritu de liberalidad, al igual que los hombres (v. 29), y ser impulsadas por su corazón (v. 26) a dar o ejecutar alguna cosa para el santuario (Tito 2:5).

A unos, Dios les ha puesto en el corazón la tarea de enseñar (v. 34). ¡Quiera él poner también en el corazón de otros la disposición a escuchar! Así podrá ofrecerse, con la colaboración de todos, un servicio inteligente.

Éxodo 36:1-13

En una corta parábola del evangelio según Marcos, el Señor se presenta como un amo que ha dejado su casa después de haber asignado trabajo a sus siervos. Ha dejado “a cada uno su obra…” (Marcos 13:34). La naturaleza de esa obra no es precisada, excepto la del portero. En su ausencia, el Señor preparó una tarea para cada uno de los suyos, según su edad y sus capacidades. En otra parábola –la de los talentos– vemos que el amo, a su regreso, pide cuentas a sus obreros. Algunos recibirán una recompensa y otros serán avergonzados (Mateo 25:14-30). ¿Cada uno de nosotros habrá hecho lo que el Señor esperaba de él?

La lectura de hoy nos enseña que muchas ofrendas llegaron demasiado tarde. El momento de cumplir un servicio, de llevar una ofrenda, había pasado. Lo que no hacemos inmediatamente, con frecuencia ya no sirve en el momento en que por fin nos decidimos a hacerlo: es demasiado tarde; se ha perdido la ocasión. ¡Ésta es una importante lección para nosotros!

“Quedó formado un tabernáculo”, concluye el versículo 13, “un cuerpo”, afirma Efesios 4:4. A pesar de la división de la cristiandad en múltiples denominaciones, así es cómo Dios considera a su Iglesia.

Éxodo 36:14-34

Una vez reunidos los materiales y designados los obreros, la construcción del tabernáculo va a empezar. Tendremos ocasión de señalar algunas imágenes e instrucciones nuevas.

Las cubiertas son nombradas en primer término. La primera, hecha con las diez cortinas descritas en los versículos 8-13, se veía únicamente desde el interior, a la luz del candelero, cuando el sacerdote estaba en el lugar santo. Así, las variadas glorias de Jesús sólo pueden ser vistas y apreciadas a la luz que da el Espíritu Santo y en la presencia de Dios. Por el contrario, bajo su cuarta cubierta, hecha de rudas pieles de tejones, el tabernáculo, a diferencia de los templos de la antigüedad (y de muchos edificios religiosos modernos), no tenía exteriormente nada que atrajese las miradas. Nos recuerda a Aquel que no tenía ningún parecer ni hermosura y que jamás hizo nada para agradar a los hombres (Isaías 53:2; Juan 5:41). Quiera Dios preservarnos de los ataques del mundo y de su forma de pensar, guardarnos de desear sus fugitivas glorias y de querer brillar más de lo que brilló nuestro Maestro.

Sólidamente sujetas sobre sus basas de plata, las tablas, imagen de los rescatados, nos hacen pensar en esta exhortación del apóstol: “Estad así firmes en el Señor, amados” (Filipenses 4:1).

Éxodo 36:35-38; Éxodo 37:1-16

El magnífico velo que separa el lugar santo del lugar santísimo está sostenido por cuatro columnas. La humanidad de Cristo, tal como nos la presentan los cuatro evangelios, es un tema inagotable de admiración y adoración. Él es el Mesías de Israel (Mateo), el Siervo obediente (Marcos), el Hijo del hombre (Lucas), el Hijo de Dios que vino del cielo (Juan). Cada hilo: de azul, de púrpura, de carmesí o de lino torcido, cada aspecto de su humanidad, perfecto en sí mismo, es cuidadosamente hilado, unido a los otros, de manera que así se constituya ese maravilloso conjunto que es la vida de nuestro Señor Jesucristo. Pero esa vida, por bella que haya sido, no podía conducirnos a Dios. Por el contrario, ella subrayaba, a causa del contraste, la profundidad de nuestra miseria moral. Fue necesaria su muerte. Y como signo de ello, en el mismo momento en que el Salvador dejaba su vida en la cruz, Dios rasgó el velo, abriendo al adorador un “camino nuevo y vivo” hacia Él (Hebreos 10:20).

El arca y la mesa son confeccionadas a continuación. Las barras que servían para transportarla a través del desierto nos hacen pensar en la marcha del Señor en este mundo. Cubiertas de oro puro, nos recuerdan ese versículo de Isaías 52:7: “¡Cuán hermosos… son los pies del que trae alegres nuevas…!”

Éxodo 37:17-29

Se hace también el candelero de oro puro, con su pie de oro labrado a martillo, al igual que sus copas, sus manzanas y sus flores, las cuales “salían de él”. A Dios le agrada repetir, detallando el número siete de los frutos, toda la plenitud de belleza que tenía ese candelero, figura de Cristo, quien no debe a nadie ninguna de sus glorias. Pero no olvidemos que el candelero era de oro labrado a martillo y que estaba alimentado con aceite puro de olivas machacadas (27:20), adjetivos que hacen pensar en los sufrimientos de Aquel que vino como la verdadera luz en medio de las tinieblas y no fue recibido. Pese a haber sido rechazado, resplandece ahora en el Santuario, donde los suyos podemos contemplarlo por medio de la fe.

El altar de oro, que también estaba en el lugar santo, ante el velo, es otra imagen de Aquel que es el objeto central del culto, en Nombre de quien nos acercamos a Dios para adorar e interceder. El incienso que era ofrecido, si nos atenemos al capítulo 30 (v. 34-38), estaba compuesto “según el arte de perfumista, sazonado con sal, puro y santo” (V.M.). Las diversas esencias que lo constituían nos hablan de las perfecciones del Hijo de Dios y del valor que ellas tienen para el Padre, a quien las presentamos.

El aceite santo de la unción está igualmente preparado según las instrucciones del capítulo 30.

Éxodo 38:1-20

El altar de bronce nos recuerda que Dios respondió por medio de la cruz a nuestro estado de pecado. Muchos creyentes a menudo suelen verse turbados a causa de los pecados cometidos después de su conversión. ¿Pueden éstos hacerles perder su salvación? No, ¡bendito sea Dios! Como Jesús lo dice a Pedro: “El que está lavado” –es lo que tuvo lugar una vez para siempre a favor del creyente (ver cap. 29:4)– “no necesita sino lavarse los pies” (Juan 13:10). Ese lavado de los pies después de la marcha, y el lavado de las manos para el servicio se hacían en la fuente de bronce. Fue hecha del mismo material que el altar para enseñarnos que los pecados cometidos después de nuestra conversión le costaron tan caro, a Aquel que los expió, como nuestros pecados precedentes. Pero podemos y debemos confesarlos a Dios, quien es fiel y justo para perdonarlos a causa de la obra de Jesús (1 Juan 1:9).

Del versículo 9 hasta el 20 se refiere a la instalación y al arreglo del atrio. Hacemos notar la dimensión de la puerta (v. 18): veinte codos, es decir, casi diez metros. Esta puerta es imagen de la de la gracia, abierta de par en par a los pobres pecadores, como así también del fácil acceso que el Evangelio ofrece a todos para acercarse a la cruz (el altar de bronce). Todos nuestros lectores ¿han pasado por esta puerta?

Éxodo 38:21-31

Dios hace consignar, por medio de los levitas, el inventario exacto de todo lo que se ha hecho y dado para su casa. No olvida nada; recuerda hasta la menor estaca y el corchete más pequeño, sabiendo lo que le ha costado a cada uno el material que ha traído. El Señor Jesús, sentado frente al tesoro del templo, miraba cómo la multitud echaba sus ofrendas en el arca, y apreció mucho las dos blancas de una viuda pobre, pues esta moneda significaba para ella un completo renunciamiento: era “todo su sustento” (Marcos 12:41-44).

La fuente de bronce mencionada anteriormente tiene el mismo lenguaje. Ella había sido hecha con los espejos de las mujeres que habían salido tras Moisés para velar a la puerta del tabernáculo de reunión (v. 8). En la presencia de Dios y a causa del interés que sentían por Su casa, su corazón les había llevado a renunciar a ocuparse de ellas mismas, tal como lo sugieren los espejos (Mateo 16:24-25). Eso Dios también lo aprecia y lo menciona en su Palabra. La plata de los empadronados ha servido para fundir las basas de plata de las tablas y los capiteles. Todo reposa sobre la gloriosa redención de la cual la plata es figura (ver Números 3:48); sobre ella también se apoya individualmente cada rescatado por medio de la fe para mantenerse en pie.

Éxodo 39:1-21

A la descripción de las santas vestiduras de Aarón, el versículo 3 le añade un detalle que no da el capítulo 28: hilos de oro debían ser bordados entre los hilos con que estaba tejido el efod. La gloria divina de nuestro Sumo Sacerdote brilla en medio de todos los caracteres de su santa humanidad. Contemplémosle en los evangelios. Duerme sobre un cabezal, pero un instante después impone silencio al viento y al mar. Llora en la tumba de Betania, pero eso sucede inmediatamente antes de resucitar a Lázaro. Paga el impuesto, pero con una moneda encontrada en la boca de un pez creado por Él. A cada instante el oro de su divinidad aparece en las circunstancias más ordinarias de su vida de hombre, y de hombre de dolores. Este carácter inseparable de las glorias de Jesús es subrayado por los cordones en forma de trenza, los engastes de oro, los anillos que unían entre sí firmemente todos esos vestidos. No se puede quitar o poner en duda una verdad concerniente a la bendita persona de Cristo sin que, en cierta medida, le despojemos enteramente. Por desgracia, la historia de la Iglesia da cuenta de muchos ejemplos de gente audaz que no ha temido hacerlo. ¡Quiera Dios ayudarnos a reconocer con inteligencia y adoración todas las perfecciones morales, oficiales y personales de las que está vestido el Señor Jesús!

Éxodo 39:22-43

En estos capítulos 39 y 40, una expresión se repite continuamente: “Como Jehová lo había mandado a Moisés”. Nada había sido dejado a la imaginación de aquellos que hacían la obra. Lo mismo ocurre hoy día con el culto de los cristianos. La Biblia nos enseña todo lo que necesitamos para saber cómo Dios quiere ser adorado. Añadir algo a sus instrucciones o sustituirlas por lo que nosotros estimamos mejor sería pura desobediencia, ¿no es cierto? ¡Y al mismo tiempo una pretensión! ¿Con qué derecho decidiremos nosotros acerca de lo que conviene a Dios? ¡Observemos las religiones cristianas, sus clérigos, sus organizaciones, sus ostentosas ceremonias! Dios no ha “mandado” esas cosas y, por consiguiente, el creyente que conoce la Palabra no puede asociarse a ellas.

En contraste con todos los preceptos del Antiguo Testamento –algunos de los cuales hemos examinado en este libro del Éxodo– el culto de los “verdaderos adoradores” del Padre debe ser “en espíritu y en verdad” (Juan 4:23-24). Las formas exteriores de una religión carnal y las ceremonias están puestas de lado y sustituidas por la acción del Espíritu Santo. Ya no son las figuras e imágenes las que forman parte de nuestro culto, sino la realidad de las cosas eternas.

Éxodo 40:1-19

Moisés debe hacer levantar el tabernáculo y disponer su contenido el primer día del primer mes, imágenes de las nuevas relaciones que Dios establece con su pueblo. Todas las cosas son hechas nuevas, y es Jehová mismo quien lo ha previsto todo. Ahora hace falta que se acerquen los sacerdotes: “llevarás” a Aarón y a sus hijos (v. 12 y 14). Pensamos en aquel hombre que hizo una gran cena y envió a su siervo a decir a los convidados: “Venid, que ya todo está preparado” (Lucas 14:16-17). El santuario ha sido preparado para el adorador; ahora es necesario que el adorador sea preparado para el santuario: “Los lavarás… los vestirás… los ungirás”. Lavados, justificados, perfeccionados, entramos en el lugar santo, dice un cántico. Y, para el sacerdote, van a empezar sus funciones santas en sus sucesivas etapas: el altar de bronce, la fuente, la entrada en el lugar santo, la ofrenda del perfume sobre el altar de oro. ¿Nos quedaremos atrás cuando Dios mismo dice: “Llevarás a Aarón y a sus hijos”, cuando nuestro Sumo Sacerdote, verdadero Aarón que introduce a sus hijos en el santuario celestial, puede declarar: “He aquí, yo y los hijos que Dios me dio”? (Hebreos 2:13).

Éxodo 40:20-38

Hasta en los menores detalles el santuario y los objetos del culto han sido preparados y colocados cada uno en su lugar. “Acabó Moisés la obra” (v. 33). Nos recuerda a Aquel que dijo a su Padre: “He acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4). Pero la fidelidad de Moisés sobre toda la casa de Dios, evocada en Hebreos 3:2…, palidece al lado de la del Hijo, “fiel al que le constituyó” (Hebreos 3:2). Él reveló al Padre, santificó a sus hermanos, edificó el verdadero tabernáculo del cual ha llegado a ser el Sumo Sacerdote; un nuevo orden de cosas (ya no más visibles y materiales) en el que Dios puede ser conocido, hecho cercano y servido. El maravilloso tabernáculo, cuyo estudio terminamos con el libro del Éxodo, nos ha ilustrado múltiples aspectos de la obra de Cristo y sus consecuencias. La primera de esas consecuencias es que Dios desciende en gloria para habitar en medio de este pueblo (v. 34-35). Del mismo modo en Pentecostés, sobre la base de la concluida obra de Cristo, Dios como Espíritu Santo descendió para habitar en la Iglesia, formada según Efesios 2:22 para ser “morada de Dios en el Espíritu”. Desde entonces, incluso en medio de la ruina, está como Guía divino conduciendo y dirigiendo al pueblo de Dios, tal como lo hacía con Israel la nube que cubría el tabernáculo.

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