Comentario diario sobre Deuteronomio


person Autor: Jean KOECHLIN 75

library_books Serie: Cada día las Escrituras


Deuteronomio 1:1-18

Deuteronomio, el último libro de Moisés, parcialmente vuelve a tomar los relatos y enseñanzas de los libros precedentes. Al final de su carrera, el fiel conductor recuerda a la nueva generación los acontecimientos del desierto y sus lecciones para Israel. Los hombres que habían salido de Egipto perecieron en el camino, de modo que es necesario advertir y enseñar a la joven generación. En este concepto, la lectura de Deuteronomio será particularmente provechosa para los creyentes jóvenes. Como para invitarlos a no perder más tiempo, el libro comienza con un elocuente contraste. Once jornadas habrían bastado, según el versículo 2, para conducir al pueblo desde Horeb hasta Canaán. Pero ¡fueron necesarios cuarenta años! (v. 3). Varios de entre nosotros reconocen con tristeza haber perdido muchos años. No es necesario, en absoluto, esperar hasta una edad madura o la vejez para entrar en plena posesión de los “lugares celestiales”. Desde el comienzo de nuestra vida cristiana, el Espíritu Santo quiere enseñarnos las verdades y los principios de la Palabra.

Los versículos 13-18 nos recuerdan nuestra triste tendencia a reñir “por el camino” (Génesis 45:24) y las medidas que el Señor se ve obligado a tomar desde que su pueblo da los primeros pasos en el desierto.

Deuteronomio 1:19-28

Desde Horeb, su punto de partida, Israel se dirige hacia Canaán, a través del “grande y terrible desierto”. Y la triste escena de Cades-barnea se presenta nuevamente ante nuestros ojos. Aquí vemos que fue a petición del pueblo que los hombres fueron enviados a explorar la tierra (v. 22), lo que no especificaba el capítulo 13 de Números. La raíz del mal estaba allí, en la falta de confianza en Dios. Querían comprobar sus declaraciones. Y cuando andamos “por la vista” y no “por la fe”, el enemigo se apresura a hacernos retroceder colocándonos obstáculos que parecen insalvables (v. 28).

A causa de su incredulidad, toda esa generación cayó en el desierto, excepto Josué y Caleb. La epístola a los Hebreos se sirve de este ejemplo para advertir a todos los que en la actualidad todavía endurecen sus corazones al oír la Palabra de Dios. Ésta de nada sirve cuando no viene “acompañada de fe” (Hebreos 4:2).

“Porque Jehová nos aborrece” (v. 27), gime el miserable pueblo. ¿Cuál es el aspecto más triste de la incredulidad? Que se atreva a dudar de un amor que, sin embargo, ha sido comprobado, el amor de un Dios que no perdonó en la cruz a su propio Hijo (Romanos 8:31-32).

Deuteronomio 1:29-46

El desierto era grande y terrible. Pero, ¿cómo lo había atravesado Israel? En los brazos de Jehová (v. 31). A la siguiente declaración, que manifiesta la más negra ingratitud: “Porque Jehová nos aborrece, nos ha sacado de tierra de Egipto” (v. 27), escuchemos lo que Dios responde por boca de Moisés: “Dios te ha traído, como trae el hombre a su hijo”. ¡Qué ternura en esta comparación! El capítulo 13 de los Hechos (v. 18) lo completa: “Por un tiempo como de cuarenta años los soportó en el desierto”. Poderoso amor de un padre, profunda ternura de una madre. ¡Dios quiere ser todo para los suyos! (véase también Salmo 103:13; Isaías 66:13). ¿Y qué pide él como respuesta a semejante amor? Nada, excepto la confianza total de un niño que se deja llevar en los brazos de su padre. Otra prueba de la fidelidad de Dios era la manera en que había iniciado la marcha de su pueblo, reconociendo los lugares y guiándolo etapa por etapa (v. 33). Enviar a unos exploradores (v. 22), ¿no era desconfiar de esos diligentes cuidados?

Los incrédulos temores dan lugar a la ligereza y a la presunción, actitud que inevitablemente conduce a la derrota y hace derramar abundantes y amargas lágrimas (v. 45).

Deuteronomio 2:1-13

El Señor Jesús, cual verdadero Moisés, desea que recordemos el desierto, no solamente como el lugar donde hemos multiplicado los pasos en falso (cap. 1:32-46), sino para evocar Su inagotable bondad y paciencia a lo largo del camino transitado. “Jehová tu Dios ha estado contigo, y nada te ha faltado” (v. 7). “¿Os faltó algo?” –preguntó Jesús a sus discípulos–. “Y ellos dijeron: Nada” (Lucas 22:35). Es así como la presencia del Señor con nosotros todos los días, según su fiel promesa (Mateo 28:20), es la garantía de que conoce nuestras necesidades y responderá a ellas valiéndose de sus propios recursos. “Él sabe que andas por este gran desierto; estos cuarenta años Jehová tu Dios ha estado contigo, y nada te ha faltado”. El Señor conoce la anchura del desierto como también el tiempo necesario para atravesarlo. Y lo que da está en proporción con ello.

Mas llega el momento cuando se deja oír la voz de Dios, diciendo: “Bastante habéis rodeado este monte” (v. 3).

Querido hermano, pronto oiremos el llamado que pondrá fin a nuestro peregrinaje por este mundo: “El Señor mismo con voz de mando... descenderá del cielo”, y nosotros iremos a su encuentro “en el aire” (1 Tesalonicenses 4:16-17). ¡Qué perspectiva más feliz!

Deuteronomio 2:14-25

El largo peregrinaje de Israel por el desierto era el justo castigo por su incredulidad. Pero la duración del viaje también tenía otro motivo. Contando con valerosos guerreros, el pueblo corría el peligro de atribuir a sus propias fuerzas la conquista de la tierra. Fueron, pues, necesarios treinta y ocho años para que pereciese esa generación de hombres de guerra (v. 14). El capítulo 5 de Juan relata la historia de un lisiado al que Jesús sanó junto al estanque de Betesda. Fue también al cabo de treinta y ocho años que este infeliz renunció a cualquier socorro humano y reconoció: “No tengo quien…”. Entonces el Señor hizo que caminara.

Ahora que los adultos que salieron de Egipto han muerto, los que eran niños en aquel momento, de quienes el pueblo había dicho que serían presa, son los que van a entrar en el país (cap. 1:39; comp. con Números 14:3). Llevados en los brazos de Jehová, son más fuertes que los guerreros. Cuando las fuerzas del hombre han desaparecido, llega la hora de Dios (cap. 32:36). Él ha preparado unas victorias brillantes y manda decir al pueblo: “Levantaos, salid, y pasad el arroyo de Arnón… comienza a tomar posesión de ella, y entra en guerra con él” (v. 24). Dios se encarga de todo lo demás.

Deuteronomio 2:26-37

En Génesis 15:16 vemos que Jehová habló a Abraham sobre la iniquidad de los pueblos cananeos (véase también Deuteronomio 9:5). Pero todavía no había “llegado a su colmo la maldad” de estos pueblos. Fueron necesarios cuatrocientos años para que su mal madurara. ¡Cuán grande es la paciencia de Dios! Soporta desde hace casi dos mil años a un mundo que crucificó a su Hijo.

Las naciones que ocupan los dos lados del Jordán acaban de oír hablar de lo que Jehová ha hecho por Israel, mas no se han arrepentido. Entonces tiene que consumarse el juicio y no hay perdón para nadie. Los niños también perecen. Pero sabemos que si un niño muere, va al cielo (Mateo 19:14), de manera que se les ahorra una suerte mucho más espantosa que la muerte. Tenemos sobrados motivos para pensar que llegando a la edad adulta esos niños hubieran seguido las pisadas culpables de sus padres, las cuales los habrían conducido a la perdición.

Esas naciones eran enemigas de Dios y el pueblo debía destruirlas a causa de la gloria de Dios. El cristiano no es llamado, como Israel, a combatir contra los hombres. Lo que sí debe imitar es la amabilidad con la que Israel da aquí su testimonio (v. 26-29).

Deuteronomio 3:1-17

Cuando el enemigo sale al encuentro del pueblo, Jehová empieza por animar y tranquilizar a Moisés: “No tengas temor de él” (v. 2). Luego se describe la victoria: “Al cual derrotamos hasta acabar con todos… tomamos entonces todas sus ciudades…”. Las ciudades amuralladas hasta el cielo (cap. 1:28) habían parecido invencibles al Israel incrédulo. Mas aquí Moisés les recuerda: “No hubo ciudad que escapase de nosotros” (cap. 2:36). ¿Y qué sucedió con los gigantes que los habían llenado de espanto? Dios recordará más tarde: “Yo destruí delante de ellos al amorreo, cuya altura era como la altura de los cedros, y fuerte como una encina” (Amós 2:9). Og, rey de Basán, uno de esos terribles gigantes, es entregado con todo su pueblo en manos de Israel, tal como lo fue Sehón. Dios demuestra así su poder y lo despliega en favor de los suyos. ¡Es un pensamiento apto para animarnos cuando el poder de Satanás quiere asustarnos! “Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe” (1 Juan 5:4). La fe triunfa porque se fundamenta en Aquel que es más poderoso que el mundo. “Confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).

Deuteronomio 3:18-29

Algunas personas lamentan toda la vida no haber mostrado suficiente interés por sus estudios en la época escolar. Y los padres, a quienes no siempre se escucha, advierten a sus hijos para que trabajen, pues unos estudios mediocres también corren el riesgo de ser sancionados por una carrera mediocre, lo cual pone en juego su porvenir. ¿No ocurre lo mismo en el caso de un cristiano? Con la diferencia que toda la vida de éste está formada por sus años escolares. Si es un alumno perezoso, un aficionado que carece de una sana ambición, si “tiene la vista muy corta”, no le será dada una “amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”, y sufrirá una pérdida eterna (2 Pedro 1:9, 11). A este respecto los hijos de Rubén y Gad nos dan una lección. No por recibir primero la herencia se obtiene la mejor parte. ¡Muy al contrario! “Aquella tierra buena” y “aquel buen monte” se hallan más allá del Jordán (v. 25). Moisés lo sabe bien. ¡Qué contraste hay entre el querido conductor cuyo corazón está más allá del Jordán, pero a quien no le es permitido entrar, y estas dos tribus y media que sí podrían entrar en Canaán pero no tienen el menor deseo de hacerlo! Y su corazón, querido amigo, ¿dónde está? ¿En el cielo, junto a Jesús, o en la tierra, ocupado con las cosas visibles y pasajeras? (Lucas 12:34).

Deuteronomio 4:1-13

Una sola desobediencia privó a Moisés de entrar en la buena tierra prometida por Jehová. Está, pues, en mejor posición para exhortar al pueblo a obedecer las ordenanzas de Jehová “para que –dice– ...entréis y poseáis la tierra…” (v. 1). Es como si les hubiera dicho: ¡Que no les suceda como a mí; escuchen y obedezcan los mandamientos de Jehová! “Porque esta es vuestra sabiduría y vuestra inteligencia”, recalca el hombre de Dios (v. 6). Haciendo la voluntad de Dios, ponemos a un lado nuestra propia voluntad y cedemos el lugar a la sabiduría que viene de lo alto, la cual sustituye a la nuestra (Santiago 3:17). Guardar la Palabra es al mismo tiempo guardar nuestra alma “con diligencia” (v. 9).

La autoridad de esta Palabra divina queda confirmada; Moisés recuerda en qué condiciones y con qué solemnidad ha sido comunicada.

“No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella” (v. 2 y también cap. 12:32). Muchas personas que dicen ser cristianas añaden tradiciones, supersticiones y opiniones humanas a las Escrituras. Otras suprimen las páginas que les molestan o las que no entienden. Hacer lo uno es tan culpable como hacer lo otro (léase Apocalipsis 22:18-19).

Deuteronomio 4:14-28

En medio de los pueblos circundantes, Israel debía distinguirse por su sabiduría e inteligencia (cap. 4:6). Sabiduría e inteligencia que consistían en conocer al único Dios verdadero, en escucharlo y someterse a su autoridad. Los pueblos vecinos adoraban a los ídolos. Y como consecuencia, “su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles” (Romanos 1:21-23). Hoy en día, salvo en los países paganos, apenas se encuentra esa forma grosera de idolatría. Pero el Nuevo Testamento da este nombre a otros pecados: la codicia, por ejemplo, y nos advierte solemnemente que ningún idólatra heredará del reino de Dios (Efesios 5:5; 1 Corintios 6:9-10).

Al mismo tiempo que advierte a Israel, Dios no le oculta lo que sucederá: el pueblo se corromperá y servirá a las divinidades paganas. La Palabra de Dios nunca nos deja ninguna ilusión sobre lo que nuestros corazones naturales son capaces de hacer.

Moisés menciona a los nietos (v. 25). Uno de los suyos, llamado Jonatán, precisamente llegó a ser, en los tiempos de los jueces, sacerdote de una imagen de escultura (Jueces 18:30).

Deuteronomio 4:29-49

La cristiandad, aún más responsable que Israel, no ha respondido mejor que este pueblo a lo que se esperaba de ella. Desde los tiempos apostólicos, su decadencia está anunciada. Pero en medio de la ruina de la Iglesia profesante, Dios tiene trazado un sendero para el creyente: la obediencia individual. Notemos que al hablar de la decadencia lo expresa en plural: vosotros (v. 25-28). He ahí lo que haréis como conjunto responsable. Pero para el avivamiento (v. 29-31) lo hace en singular: tú. Incumbe a cada cual oír esa voz que se dirige a él personalmente. Así habló Pablo a Timoteo en los días aciagos de su segunda epístola. Dijo: Esto ha llegado a ser la cristiandad en su conjunto, “pero persiste tú en lo que has aprendido” (2 Timoteo 3:14). Dios se esmera en recordarnos lo que hemos “aprendido”. “Por esto, yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis…”, escribe Pedro (léase 2 Pedro 1:12-13; 3:1-2). No nos sorprendamos al hallar en la Biblia numerosas repeticiones. En Deuteronomio encontramos muchas, empezando por la ley misma, la cual se vuelve a dar en el capítulo 5 y justifica el nombre de este libro (Deuteronomio significa reiteración de la ley o segunda ley).

Deuteronomio 5:1-21

Ahora para Israel es cuestión de escuchar, aprender y poner en práctica los estatutos y las ordenanzas de Jehová (v. 1). Verbos muy significativos para cada uno de nosotros en relación con las Escrituras enteras. A la cabeza de las instrucciones dadas a Israel está naturalmente la ley. Ésta pone en evidencia, por una parte, la perfección de Cristo, quien la cumplió en su totalidad, y, por otra parte, la maldad del hombre, que es capaz de hacer todo lo que ella prohibe (léase 1 Timoteo 1:9). Si Dios tiene que decir: “No matarás… no hurtarás”, es porque estas inclinaciones hacia el mal están en nosotros. Por eso la ley tiene, sobre todo, un carácter negativo. No recalca: “harás”, sino: “no harás”. La vida cristiana también conlleva unas abstenciones y prohibiciones. En 1 Pedro 1:14 y 2:1, 11 se exhorta al hijo de Dios a que rechace toda malicia, engaño, hipocresía, envidia, que se abstenga de las codicias carnales… Pero el cristianismo también es rico en mandamientos positivos, ya que el creyente posee una vida nueva capacitada para cumplirlos. Y si Dios nos exige apartarnos de las diversas codicias, es porque nos ha dado una persona, al Señor Jesucristo, quien es apto para satisfacer nuestros corazones, lo que la ley no hacía.

Deuteronomio 5:22-33

La ley ha sido dada. Jehová no tiene nada más que añadir a ella. Ahora al pueblo le toca responder con un fervor verdadero y espontáneo. ¡Cuán precioso es para Dios ese primer amor! ¡“Quién diera que tuviesen tal corazón, que me temiesen y guardasen todos los días todos mis mandamientos”!, lo confirma a su siervo (v. 29). Más tarde, en el tiempo de Jeremías, evoca ese día feliz: “Me he acordado de ti... del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto”. Y con cuánta tristeza tiene que añadir: “Pero mi pueblo se ha olvidado de mí por innumerables días” (Jeremías 2:2, 32).

Sí, el pueblo habló bien; “bien está todo lo que han dicho” (v. 28). Pero Dios no se conforma con palabras. Nos juzgará según nuestros hechos. “Mirad, pues, que hagáis” (v. 32). Roguemos para que el Señor obre en nosotros “así el querer como el hacer” (Filipenses 2:13).

Ha sido trazado un camino del que uno no debe apartarse “a diestra ni a siniestra”. ¡Cuán fácil damos un paso fuera del camino de la obediencia, atraídos por algún objeto extraño o asustados por cualquier obstáculo! Imitemos a Josías, ese joven rey, cuya piedad brilla en medio de las tinieblas de la idolatría contemporánea. Fue el único que “anduvo en los caminos de David su padre, sin apartarse a la derecha ni a la izquierda” (2 Crónicas 34:2).

Deuteronomio 6:1-15

El amor de Dios no admite un corazón dividido ni comprometido con terceros. Es exclusivo en el sentido de que exige de nosotros una entrega total: corazón, alma, fuerzas; todo nuestro ser debe sentirse atraído por él. Ningún momento de nuestra vida debe escaparse de su influencia. En casa y fuera de ella, en la mesa, al levantarnos, al acostarnos y, en fin, cada instante de nuestra vida, nuestro querido Salvador debería poder ser el objeto de nuestros pensamientos y conversaciones (Salmo 73:25). ¡Pero cuán lejos estamos de ello! Sin embargo, el Evangelio nos presenta a Jesús, el modelo perfecto, en quien todo era para Dios. Oímos a Jesús citar “el primero y grande mandamiento” con la autoridad de Aquel que fue el único que lo cumplió perfectamente: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mateo 22:37-38). La Palabra de Dios estaba constantemente ligada a su corazón, de manera que cuando el enemigo se presentó en el desierto, ella fue en sus manos la espada segura para responderle. Con los versículos 13 y 16 Jesús tapó dos veces la boca a Satanás. De ahí la importancia de saber esos versículos de memoria. “Aprendedlos, y guardadlos, para ponerlos por obra”, declara el capítulo 5:1. El diablo no puede hacer nada en contra de las Escrituras cuando las citamos con el objeto de vencerle.

Deuteronomio 6:16-25; Deuteronomio 7:1-6

Tentar a Dios es pedirle que dé prueba de lo que dice. Y esto no es sino incredulidad. En Masah el pueblo quería comprobar si realmente Jehová estaba en medio de ellos (Éxodo 17:7). Pero Jesús no tuvo ninguna necesidad de echarse desde el pináculo del templo para saber que las órdenes sobre su protección habían sido dadas a los ángeles (Mateo 4:6).

Según el versículo 7, los padres eran responsables de enseñar las palabras de Jehová a sus hijos. El versículo 20 prevé que los hijos interrogarán a sus padres acerca de los decretos del Señor. Tales preguntas son presentadas en otras tres ocasiones. En Éxodo 12:26 con respecto a la pascua, (¿cuál es el medio de salvación?). En Éxodo 13:14 a propósito de la consagración de los primogénitos, (¿por qué esta continua separación del mundo?). Y en Josué 4:6 con respecto a las doce piedras sacadas del Jordán y erigidas en Canaán (cuestiones relativas a la posición celestial del creyente y a la unidad de la Iglesia, el cuerpo de Cristo). Cada vez las respuestas se refieren a la liberación de la que el pueblo fue objeto (v. 21-25).

Israel no debía perdonar nada de los cananeos ni de sus dioses. No para satisfacer el espíritu belicoso y dominador que generalmente suele animar a los pueblos conquistadores, sino porque era un pueblo santo, consagrado a Jehová (v. 6).

Deuteronomio 7:7-26

Usted y yo estamos dispuestos a amar a las personas que nos aman, a las que nos parecen simpáticas, amables (Lucas 6:32). El amor de Dios es totalmente distinto. Se manifestó hacia Israel cuando aún estaba en Egipto, débil y miserable nación que no lo buscaba, “el más insignificante de todos los pueblos” (v. 7-8). Se ejerció para con nosotros cuando éramos débiles, impíos, pecadores, enemigos (Romanos 5:6, 8, 10). El hombre ama cuando halla en otra persona motivos para semejante sentimiento; es un amor condicionado. Mas todos los motivos que Dios tenía para amarnos se encontraban en su propio corazón, de modo que este amor se extiende a todas sus criaturas sin distinción alguna. El amor que Dios espera del hombre no es sino la justa respuesta al suyo: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero” (1 Juan 4:19). Y tiene una consecuencia para nosotros: la obediencia (v. 9). A esta obediencia el corazón de Dios vuelve a responder, pero por un sentimiento particular, el del versículo 13, que en el Nuevo Testamento corresponde a la promesa del Señor Jesús: “El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará” (Juan 14:23; 1 Juan 5:3). Que Dios nos conceda experimentarlo ricamente.

Deuteronomio 8:1-20

¡“Te acordarás… acuérdate”! Es como el hilo conductor de este libro. Porque el corazón de Israel, como el nuestro, está pronto a olvidar a Dios, sus liberaciones, sus promesas, sus mandamientos (comp. con Marcos 8:18…). Jehová había traído a su pueblo “como trae el hombre a su hijo” (cap. 1:31). Aquí lo castiga “como castiga el hombre a su hijo” (v. 5). El ser traído y corregido son dos privilegios del hijo de Dios (Hebreos 12:5…). Lo segundo es más difícil de aceptar que lo primero. Pero, ¿cuál es el propósito de Dios al permitir las experiencias del desierto? Esto se repite tres veces: “para afligirte” (v. 2, 3, 16). El hombre que padece necesidades se halla más dispuesto a volverse hacia su Creador, y es justamente allí donde Dios lo espera, porque la prueba nunca es una meta en sí, sino un medio “para a la postre hacerte bien” (v. 16). ¡Qué contraste hay entre el desierto que Israel acaba de atravesar, tierra “de sed, donde no había agua” (v. 15), y la “buena tierra” llena de arroyos, de fuentes y de aguas profundas, en la cual va a entrar! ¡Qué contraste también entre los alimentos de Egipto (Números 11:5) y los ricos y sustanciales frutos del país de Canaán que dispensan fuerzas, gozo, salud, dulzura, y que evocan los frutos del Espíritu detallados en Gálatas 5:22!

Deuteronomio 9:1-17

Para describir la fuerza de los enemigos de Israel, Moisés emplea los mismos términos usados por los hombres incrédulos que habían atemorizado el corazón del pueblo (cap. 1:28). Porque ese poder del enemigo era real. Y no era cuestión de minimizarlo, sino de confiar en un poder más grande. Jehová iría delante de ellos para combatir y destruir dicho poder.

Contrariamente a los criterios humanos –basados en la cantidad y la calidad–, la intervención de Dios en favor de Israel no está determinada por el número de guerreros (cap. 7:7) ni por las buenas disposiciones naturales de ese pueblo (v. 6). “Por tanto, sabe que no es por tu justicia –recuerda Moisés– que Jehová tu Dios te da esta buena tierra para tomarla”. Al igual que Israel, el hijo de Dios no tiene justicia propia que hacer valer. “No por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tito 3:5). Y para que el pueblo no caiga en la tentación de atribuir la elección de Dios a sus méritos personales, Moisés les recuerda el episodio vergonzoso y humillante del becerro de oro. Así como continuamente debemos recordar la fidelidad del Señor (cap. 8), también es necesario que no olvidemos cuán débil es nuestro corazón (v. 7; Ezequiel 16:30).

Deuteronomio 9:18-29

Invitado a no olvidar sus faltas pasadas, Israel podía asociar a ello otro recuerdo: el del fiel abogado que se había mantenido en la montaña intercediendo por él. Moisés es mencionado de modo especial en el Salmo 99:6 entre aquellos que invocaban a Jehová y él les respondía. ¡Qué suplicas más fervientes hizo subir hacia Dios, tanto por el pueblo como por Aarón su hermano! He aquí dos temas urgentes de oración para nosotros: por una parte la asamblea, y por la otra los miembros de nuestra familia. El mismo Salmo 99 confirma la eficacia de la oración de fe: “Tú les respondías; les fuiste un Dios perdonador” (v. 8; Santiago 5:16). Regocijémonos al comprobar cómo en este Salmo también se nombra a Aarón. A él no sólo le fue perdonada su grave falta, sino que también pudo llegar a ser, a su vez, un intercesor (Números 16:47). Cuando hemos aprendido una lección por nuestra propia experiencia, somos capaces de ayudar a los demás. Así sucedió con Pedro. Cuando le anunció que había orado por él, el Señor añadió estas palabras: “Y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos” (Lucas 22:32).

¡Qué felicidad, amados hermanos, poder contar con la presencia de un intercesor divino que se dirige al Padre en favor de cada uno de nosotros!

Deuteronomio 10:1-11

Las dos primeras tablas, apenas estuvieron en las manos de Moisés, fueron rotas para que el juicio no entrase juntamente con ellas en el campamento idólatra. Por eso esta vez Jehová manda colocar inmediatamente las nuevas tablas en el arca, tipo de Cristo, garante de la integridad de la ley. Según sus propias palabras, Jesús no vino para abolir la ley, sino para cumplirla. ¡No hubo una jota ni una tilde de la ley que el Señor no cumpliera a la perfección! Por esto también será el más grande en el reino de los cielos (Mateo 5:17-19).

2 Corintios 3 compara los diez mandamientos inscritos antiguamente en tablas de piedra con la “carta de Cristo”, grabada “en tablas de carne del corazón”. Ésta se resume en un nombre: Jesús, el que el Espíritu Santo imprime en el corazón de sus redimidos. Pero no para dejarlo escondido. Una carta se escribe para que sea leída. El nombre de Cristo, inscrito en nuestros corazones, debe ser leído por aquellos que nos conocen. En nuestro entorno son muchos los que nunca leen la Biblia. De modo indirecto se les puede obligar a hacerlo si la conducta que observan en nosotros es conforme a sus enseñanzas y refleja a Jesús (1 Pedro 3:1-2).

Deuteronomio 10:12-22

En los versículos 12 y 13 se presenta un hermoso programa ante los hijos de Israel. Amigo cristiano, el Señor no pide otra cosa “de ti”, sino tu temor, fidelidad, amor, abnegación y obediencia. Miqueas 6:8 formula la misma pregunta y, como respuesta, invita a obrar con rectitud, bondad, humildad. Todo esto se requiere para nuestro bien, “para que tengas prosperidad” (v. 13), y no es sino una justa respuesta al amor divino. ¡Felices lazos recíprocos! “… de tus padres se agradó Jehová para amarlos” (v. 15). “A él solo servirás, a él seguirás” (v. 20).

Se exige la circuncisión del corazón. No basta una señal exterior como prueba de que se tiene una religión. En el corazón debe haber un sello para indicar que se han juzgado las pretensiones de la carne y que se pertenece a Dios.

Dios es el sostén de los que se hallan solos en la vida. El huérfano, la viuda y el extranjero son particularmente objetos de sus cuidados. Este “Dios grande, poderoso, y temible” (v. 17), que ha hecho “estas cosas grandes y terribles” (v. 21), también es un Dios lleno de ternura, un Padre para los huérfanos y un Juez que hace justicia a las viudas (Salmo 68:5). “Él es el objeto de tu alabanza” (v. 21). No solamente lo que ha hecho, sino su Persona misma es un tema continuo de adoración para el corazón y los labios del rescatado.

Deuteronomio 11:1-15

El pueblo de Dios es llamado a hacer como el agricultor que, para alinear su surco, marca unos puntos de referencia detrás y delante de sí. A fin de enderezar sus caminos, Israel debe mirar primero hacia atrás para recordar la salida de Egipto y su penosa marcha a través del desierto (v. 2-7; Jeremías 2:23); luego tiene que mirar hacia adelante para contemplar por la fe la tierra prometida (v. 10-12). Nuestros extravíos deben servirnos de advertencia y hablar a nuestra conciencia, mientras la perspectiva de la herencia celestial es propia para estimular nuestro corazón. Siempre confrontado con un pasado jalonado por la gracia y con un porvenir glorioso, nuestro caminar tenderá a ser recto.

¡Qué contraste hay entre la tierra prometida y Egipto, figura del mundo! Para tener agua, aun hoy en día, los egipcios deben transportarla por unos canales mediante norias, una clase de molinos primitivamente accionados con el pie (v. 10). En cambio, en la tierra de Canaán la lluvia de los cielos provee un agua gratuita y abundante. ¡Sí, qué contraste entre los pobres esfuerzos del hombre del mundo por alcanzar él mismo su felicidad y el bendito terreno sobre el cual se halla ahora el redimido del Señor, quien recibe todo de la gracia de su Dios!

Deuteronomio 11:16-32

“Pondréis estas mis palabras en vuestro corazón y en vuestra alma” (v. 18). “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros...”, dijo el Señor Jesús a sus discípulos. Si permanecemos en él, sabremos cómo orar (Juan 15:7), cómo hablar de él (Salmo 45:1; Mateo 12:34), cómo huir del mal (Salmo 119:11). En cada instante del día pensaremos en estas palabras y en Aquel que las pronunció. Nuestras charlas, nuestros actos y nuestro andar llevarán su impresión. Hasta en nuestro rostro podrá leerse la felicidad que nos producen. En nuestro hogar, en nuestro trabajo, en nuestras idas y venidas en todo adornaremos “la doctrina de Dios nuestro Salvador” (Tito 2:10).

Luego viene la conclusión de todas las exhortaciones a la obediencia: “He aquí yo pongo hoy delante de vosotros la bendición y la maldición” (v. 26). Estos dos caminos se abren ante cada uno de nosotros. Uno es el sendero estrecho de la obediencia al Señor, el otro el camino ancho de nuestra propia voluntad. Pero en este cruce, Dios ha colocado postes indicadores. El camino de la obediencia conduce a la bendición; el de la propia voluntad a la maldición. ¿Cuál quiere escoger y seguir usted?

Deuteronomio 12:1-19

Hasta el final del capítulo 3 el pueblo es invitado a sacar lecciones del pasado. Desde el capítulo 4 hasta el 11 Moisés insiste sobre la necesidad de obedecer a Jehová. Ahora llegamos a la tercera parte del libro en la cual Israel recibe instrucciones para el momento en que habite en la tierra prometida. La primera concierne al establecimiento de un lugar para rendir culto a su Dios. El israelita debía comenzar por purificar la tierra de las abominaciones cananeas, y luego buscar –no escoger– el sitio donde el culto debería celebrarse. Al cristiano tampoco le corresponde decidir dónde o cómo rendir la alabanza a Dios. Su deber es inquirir cuidadosamente y buscar, según las Escrituras, el lugar dónde el Señor ha prometido su presencia. Si tiene dudas, puede imitar a los dos discípulos enviados por el Maestro para preparar la pascua, quienes le preguntaron: “¿Dónde quieres que la preparemos?” (Lucas 22:9).

El israelita debía traer los diversos sacrificios, comer, y regocijarse con toda su casa en el lugar escogido por Jehová (v. 7, 12, 14). ¡Es una figura de lo que venimos a hacer y recibir en la presencia del Señor Jesús cuando nos reunimos en torno a él! (Mateo 18:20).

Deuteronomio 12:20-32

Por boca de Moisés, Jehová acaba de recordar que es él quien primeramente tiene derecho al servicio de los suyos. Pero nunca es deudor de ellos. En cuanto le hayan rendido lo que le corresponde, se revela como un Dios lleno de bondad, que les da su sustento y entra con ternura en las circunstancias de su vida diaria. ¡Esto no autoriza a los creyentes a obrar a su antojo! “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios” (1 Corintios 10:31). El Nuevo Testamento ratifica que el hijo de Dios debe abstenerse de consumir sangre y mantenerse alejado de las contaminaciones de los ídolos (leer Hechos 15:20). Estas prohibiciones forman parte de los cuidados de Dios para con su pueblo. Tengamos la seguridad de que si el Señor nos prohibe algo, no es para privarnos de ello arbitrariamente, sino para que no tropezcamos (v. 30). Este mismo versículo también nos enseña que el primer paso en el camino de la idolatría a menudo es la curiosidad. “No preguntes acerca de sus dioses, diciendo: De la manera que servían aquellas naciones a sus dioses...”. Interesarse por el mal es señal de que nuestra conciencia no ha sido profundamente alcanzada y nos hace entrar desarmados en el territorio de Satanás.

Deuteronomio 13:1-18

Un falso profeta es particularmente peligroso cuando se levanta de en medio del pueblo de Dios. Los apóstoles nos previenen contra esos propagadores de doctrinas perversas que “con suaves palabras y lisonjas engañan los corazones de los ingenuos” (Romanos 16:18; 2 Pedro 2:18; 1 Juan 2:19; Judas 4). “No darás oído…”, ordena el versículo 3. Por el contrario: “En pos de Jehová vuestro Dios andaréis… y escucharéis su voz” (v. 4). La seguridad para las ovejas del buen Pastor consiste en conocer su voz (Juan 10:4-5). Entonces no tienen ninguna dificultad para distinguir la voz de un extraño y huir de él. Un segundo peligro no menos sutil es al que nos exponen las malas influencias, tanto más temibles por cuanto provienen de alguien cercano. “No erréis; las malas conversaciones corrompen las buenas costumbres” (1 Corintios 15:33). Tengamos el valor de romper con las relaciones que tienden a alejarnos del Señor (Lucas 14:26). Finalmente el mal puede tomar un carácter colectivo: toda una ciudad podía contaminarse con el mismo. El creyente fiel es llamado a apartarse de cualquier medio religioso en el cual, a la luz de la Palabra de Dios, se haya descubierto la presencia de iniquidad y no exista el deseo de arrepentirse (2 Timoteo 2:19).

Deuteronomio 14:1-21

Los hijos de Jehová (v. 1) constituían un “pueblo santo a Jehová” (v. 2). A tal posición debían corresponder con una conducta santa y una piedad que los versículos siguientes nos muestran cómo manifestar. La Biblia es la única medida que nos permite distinguir entre lo puro y lo impuro. Los mamíferos puros poseían a la vez dos características. Los que, como el camello, rumiaban pero no tenían la pezuña hendida (mucho conocimiento sin la marcha correspondiente), e inversamente aquellos que, como el puerco, dejaban una huella impecable pero no tenían una buena manera de alimentarse, debían rechazarse. Los fariseos ilustraban esta segunda categoría. Exteriormente estaban separados del mal, pero interiormente no eran gobernados por la Palabra de Dios. Jeremías es el ejemplo de un hombre que reunía los dos caracteres. “Fueron halladas tus palabras, y yo las comí…”, declara. ¡Eso es “rumiar”! Y en el versículo siguiente dice: “No me senté en compañía de burladores…” (Jeremías 15:16-17). Se refiere al andar separado del mal.

Todo lo que se arrastraba siendo dotado de alas era impuro (v. 19). Dios no reconoce la mezcla de lo celestial (provisto de alas) con lo terrenal (los reptiles).

Deuteronomio 14:22-29; Deuteronomio 15:1-6

El servicio religioso puro y sin mancha ante Dios Padre (Santiago 1:27) incluye dos aspectos: “Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo”. Ayer consideramos el aspecto personal: mantenerse puro individualmente. Hoy tenemos ante nosotros el otro aspecto: servir con amor a los que sufren y padecen necesidad: el huérfano, la viuda (v. 29), el levita, el extranjero y el pobre. “Dad limosna; haceos bolsas que no se envejezcan…”, dijo el Señor Jesús (Lucas 12:33). Sin duda alguna, Dios no necesita nada; sin nuestra ayuda puede saciar de pan “a sus pobres” (Salmo 132:15). Si nos invita a compartir lo que poseemos, no es por necesidad, sino para enseñarnos a dar. Él sabe que por naturaleza somos egoístas, que sólo nos preocupamos por nuestras propias necesidades y que somos poco sensibles en cuanto a las de nuestro prójimo. Y el Dios de amor se complace en reconocer en los suyos esta primicia de la vida divina: el amor en sus múltiples manifestaciones. Sí, su corazón de Padre se regocija al comprobar en sus hijos alguna semejanza con su muy amado Hijo, con Aquel que por amor a nosotros “se hizo pobre, siendo rico” (2 Corintios 8:9).

Deuteronomio 15:7-23

Dar es fuente de gozo no solamente para el que recibe, sino particularmente para el que da. “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). Gozo del cual Dios, el “Padre de las luces”, de quien desciende “toda buena dádiva y todo don perfecto”, es el primero en disfrutar (Santiago 1:17). Y, con el propósito de que los suyos compartan ese gozo, coloca ante ellos muchas ocasiones de dar. ¡Qué contradicción si su corazón se entristece al hacerlo! (v. 10). No olvidemos nunca que “Dios ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7).

“Porque no faltarán menesterosos en medio de la tierra” (v. 11). “A los pobres siempre los tendréis con vosotros”, dijo el Señor Jesús (Juan 12:8). La ocasión para experimentar el gozo de dar, aunque sólo sea una palabra de verdadera simpatía, siempre se presenta. Quizás está a nuestra puerta, como lo estuviera Lázaro a la puerta del hombre rico (Lucas 16:20), pero cerramos los ojos para no verla, nos falta un corazón abnegado para aprovecharla. “El ojo misericordioso será bendito, porque dio de su pan al indigente” (Proverbios 22:9). El ejemplo del siervo hebreo, figura de Cristo, nos recuerda que todo lo que hagamos por amor al más pobre o más pequeño que nosotros, es para Jesús que lo hacemos.

Deuteronomio 16:1-17

De las siete fiestas mencionadas en Levítico 23, este capítulo sólo nos habla de las tres principales: la pascua, mucho más detallada aquí, la fiesta de las semanas o de pentecostés y, finalmente, la de los tabernáculos. En estas tres grandes ocasiones cada israelita debía subir al lugar que Jehová escogiera para morar allí. Lucas 2:41-52 nos muestra a José y a María en compañía del niño Jesús camino a Jerusalén para celebrar la pascua. Y Lucas 22:14-15 relata la última pascua preparada para el Señor. Ella era una verdadera necesidad para su corazón. “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!”, dijo a sus amados discípulos.

Esos días solemnes se celebraban anualmente, sin embargo Dios quería que cada uno de los suyos recordara todos los días de su vida su salida de Egipto (v. 3) y que allí había sido esclavo. En la actualidad, no es sólo una vez al año, ni siquiera una vez por semana –el domingo– cuando el redimido recuerda de dónde fue sacado por gracia. Debe recordarlo y agradecerlo todos los días. Ese recuerdo lo guardará de toda ligereza. Pero el cristiano también es llamado a saborear de antemano el gozo del cielo. “Estarás verdaderamente alegre” (v. 15). “Regocijaos en el Señor siempre”, escribe el apóstol (Filipenses 4:4; 1 Tesalonicenses 5:16).

Deuteronomio 16:18-22; Deuteronomio 17:1-7

Hasta el final del capítulo 18 se habla de los diferentes grupos de personas responsables en Israel: jueces, reyes, sacerdotes, levitas y profetas.

Los primeros que se nombran son los jueces y los oficiales. Éstos debían juzgar al pueblo “con justo juicio”, obrar sin parcialidad y no dejarse sobornar (v. 18-19; Proverbios 17:23; 18:5; 24:23). Santiago hace énfasis muy particularmente en las relaciones sociales del creyente: los deberes para con el prójimo, las relaciones con respecto al rico y al pobre. Denuncia la discriminación de personas, la parcialidad (2:1…), el egoísmo, la dureza de corazón (2:15-16), la avaricia y la opresión (5:1…). Y para que nunca olvidemos hasta dónde puede rebajarse la injusticia, recuerda: “Habéis condenado y dado muerte al justo” (5:6). Israel no solamente no ha seguido “la justicia” (v. 20), sino que rechazó y crucificó al “justo y perfecto” (Job 12:4).

La necesidad de dos o tres testimonios para establecer una acusación o un hecho cualquiera subraya cuán falibles somos y qué distancia nos separa de Cristo, el único “testigo fiel y verdadero” (Apocalipsis 3:14; Juan 8:14).

Deuteronomio 17:8-20

Una sentencia dictaminada por el sacerdote o por el juez era definitiva y debía acatarse. Pablo confirma que “no hay autoridad sino de parte de Dios… De modo que quien se opone a la autoridad, a lo establecido por Dios resiste” (Romanos 13:1-2; 1 Pedro 2:13-17). Pero quien ostenta la autoridad es responsable ante Dios de la manera cómo la ejerce. Varias recomendaciones importantes fueron hechas a los reyes: no debían tener para sí muchos caballos (el orgullo), ni tomar para sí muchas mujeres (la concupiscencia de la carne), ni amontonar para sí plata y oro (la concupiscencia de los ojos); tampoco debían enseñorearse sobre sus hermanos (eran sus hermanos, no sus súbditos). Debían tener la ley divina como su única guía. Salomón, el rey más brillante de la historia de Israel, infringió todos estos mandamientos (1 Reyes 10:22-28; 11:1, 4; 12:4). En cambio Josías, uno de sus últimos sucesores, se distinguió por el honor que rindió al libro de Dios que volvió a encontrar, y por los efectos prácticos que la Palabra tuvo en su vida (2 Crónicas 34:14…). Poseer un ejemplar del santo Libro, tenerlo a nuestro lado y leerlo todos los días nos enseña a temer al Señor y a conocer sus mandamientos “para ponerlos por obra” (v. 19).

Deuteronomio 18:1-22

Este capítulo nos presenta a las personas que asumen una posición religiosa. Los profetas en particular son hombres que cumplen la función de hablar en nombre del Señor. ¡Qué extravío tan terrible cuando no son fieles! Porque fiándonos de ellos corremos el peligro de tomar por palabra de Dios lo que no es más que mentira (véase 1 Reyes 22:22).

Los versículos 9-12 ponen al pueblo de Dios sobre aviso contra la actividad de los astrólogos, magos, adivinos, espiritistas y, en fin, contra todas las formas del ocultismo. Hoy en día, más que nunca, multitud de personas corren tras esas prácticas abominables. Dios siente horror por ellas; que él nos ayude a sentir como él y a apartarnos.

Israel conoció sucesivamente el período de los jueces, de los reyes y de los profetas. Unos y otros demasiado a menudo fueron pastores infieles. Entonces, para pastorear a su pueblo, Dios envió a Aquel que, entre otros títulos de gloria, es llamado el Juez justo, el Rey de reyes, el Profeta mencionado en el versículo 15, al cual Israel esperaba. Pedro, al predicar el Evangelio a los judíos, podía apoyarse en estos versículos para anunciarles al Señor, quien es la Palabra misma. Escuchémoslo en todo cuanto pueda decirnos (v. 15; Hechos 3:22; 7:37).

Deuteronomio 19:1-14

“No hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí”, proclama el Señor (Isaías 45:21). Por ser Justo condena al criminal (v. 11-13). Por ser Salvador protege al homicida involuntario. Deben designarse las tres primeras ciudades que servirán de asilo, figura del refugio que hallamos en Cristo contra la justa ira de Dios. ¿Qué necesitamos para beneficiarnos de ello? Sencillamente la fe en ese único medio preparado por Dios para la salvación del pecador, quien es culpable, junto con toda la humanidad, de haber derramado la sangre inocente de su muy amado Hijo (v. 10-13). Pablo parece recordar la ciudad de refugio cuando habla de “ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia... sino la que es por la fe de Cristo (Filipenses 3:8-9; leer también Hebreos 6:18 final).

La violencia no es el único medio para perjudicar al prójimo; uno puede, por ejemplo, remover los linderos de los vecinos (v. 14), abrirse paso para obtener a sus expensas una situación mejor en el mundo. Al cristiano se le enseña a estar contento con lo que posee (Hebreos 13:5), a ser sobrio (1 Pedro 5:8) y al mismo tiempo a no luchar por sus derechos, para que su mansedumbre sea conocida por todos los hombres (Lucas 6:29-31; Filipenses 4:5).

Deuteronomio 19:15-21; Deuteronomio 20:1-9

Los sacerdotes y los jueces debían desenmascarar y castigar a los falsos testigos (v. 18; Proverbios 19:5, 9). El colmo de la iniquidad se produjo cuando Jesús compareció ante los miembros del Sanedrín, ¡éstos buscaron falsos testimonios contra él para hacerlo morir! (Mateo 26:59). Esteban, también ante el concilio, fue acusado por falsos testigos (Hechos 6:13).

El capítulo 20 habla sobre la guerra. ¿Quién tenía a su cargo la preparación de la guerra y la movilización de los soldados? Podríamos pensar que los oficiales eran los más indicados para ello. Pero no, eran los sacerdotes y los jueces. Lo que efectivamente hay que apreciar no es la fuerza ni el armamento de los soldados, sino la fidelidad y la entrega a Jehová. El versículo 5 y siguientes enumeran los motivos que eximían a un hombre de incorporarse para tomar parte en la guerra. Hacen pensar en las pésimas excusas que invocaban los invitados a la gran cena de la parábola: “He comprado una hacienda… Acabo de casarme…” (Lucas 14:18-20). Pero escuchemos la opinión basada en la experiencia de alguien que había peleado la buena batalla: “Ninguno que milita se enreda en los negocios de la vida, a fin de agradar a aquel que lo tomó por soldado”. Con esta condición cada uno de nosotros podrá ser “buen soldado de Jesucristo” (2 Timoteo 2:3-4; 4:7).

Deuteronomio 20:10-20

Los hijos de Israel estaban autorizados para concertar la paz con las ciudades lejanas. Pero no debían tener piedad con las poblaciones próximas, las cuales les impedían entrar en posesión de su país. En lo concerniente a nosotros los cristianos, tenemos que hacer una distinción entre las cosas de las cuales nos podemos servir legítimamente y las que resueltamente debemos rechazar porque nos impedirían disfrutar nuestra herencia celestial. A nosotros nos corresponde discernirlas.

El israelita debía respetar los árboles fructíferos y no utilizarlos para hacer la guerra. ¡Advertencia que puede tener una aplicación espiritual! Se ven a cristianos manifestando un celo ciego y sectario, al condenar situaciones y esgrimir como arma de guerra lo que tal vez Dios haya dado para refrescar y alimentar a los suyos. Los versículos 19 y 20 nos ponen sobre aviso contra el despilfarro. Pensemos en el ejemplo que Jesús mismo nos dio. Siendo él el Creador que podía multiplicar los panes hasta lo infinito –y que acababa de dar la prueba de ello–, tuvo el cuidado de hacer recoger las sobras en unas cestas, “para que no se pierda nada” (Juan 6:12).

Deuteronomio 21:1-9

¡He aquí nuevamente los jueces ante un caso embarazoso! Imaginémonos a Israel en su tierra, viviendo en sus ciudades. Un día se descubre un cadáver en un campo. ¿Quién asesinó a esta persona? Nadie lo sabe. Por consiguiente, ¡no es cuestión del vengador de la sangre, como tampoco de la ciudad de refugio! Sin embargo, debe haber un responsable, porque toda sangre derramada debe ser vengada (Génesis 9:6). Entonces los ancianos y los jueces, midiendo, determinan cuál es la ciudad más cercana. Y sobre ella recae la culpabilidad. ¿Habrá que destruirla? ¡De ningún modo! La gracia de Dios provee un sacrificio en virtud del cual con justicia puede perdonar. En esto tenemos una figura de Cristo, de su sacrificio, de su muerte. Jerusalén es la ciudad culpable, “¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados!” (Mateo 23:37). Su crimen más grande fue el haber crucificado al Hijo de Dios. ¡Maravillosa gracia! ya que esta muerte llegó a ser el medio justo por el cual Dios puede perdonar. Efectivamente, en el sacrificio de la novilla también se nos presenta a Jesús. Aquel que nunca conoció el yugo del pecado (v. 3) descendió al valle de la muerte desde donde en adelante fluye para nosotros el torrente que no se agota: la gracia eterna del Dios salvador (v. 4).

Deuteronomio 21:10-23

El privilegio del hijo mayor era grande en Israel (v. 17). ¿Pero qué decir de nuestras ventajas, si somos hijos de padres cristianos, criados según las enseñanzas de la Palabra? ¿No nos entristece comprobar que a pesar de tener unos privilegios tan grandes, muchos han seguido el camino del hijo contumaz y rebelde? Semejante camino llevaba al joven israelita a la muerte sin remisión. Sus propios padres debían denunciarlo para que fuese apedreado. Esta historia del hijo insensato, borracho y libertino la volvemos a encontrar en Lucas 15, pero allí acaba de una manera muy diferente. El hijo pródigo no era mejor que el hijo rebelde de nuestro capítulo. Pero la gracia lo halló y obró en su corazón, llevándolo al arrepentimiento. Entonces, en vez de la acusación del padre, éste va a su encuentro con los brazos abiertos; en vez de la inflexible condena, hay un pleno perdón; en vez de la muerte, se le abre la casa paterna, halla el festín, el gozo.

Los versículos 22 y 23 evocan otra muerte terrible. ¡Y ésta la sufrió en nuestro lugar el Hijo muy amado, el Hijo obediente! “Maldito todo el que es colgado en un madero”, nos recuerda Gálatas 3:13. ¡Misterio insondable de la cruz! Allí Cristo fue hecho maldición para que la bendición de Abraham nos alcanzase por la fe (Gálatas 3:14).

Deuteronomio 22:1-30

Dios no condena solamente el mal notorio y grosero (cap. 21), sino que también reprende toda forma de egoísmo. Perder un buey o un asno es señal de falta de vigilancia (1 Samuel 9:3). No obstante, Dios se vale de ello para enseñarnos que no tenemos ningún derecho a permanecer indiferentes ante lo que sucede con nuestro prójimo. Nos recuerda que éste es nuestro hermano y nos invita a ocuparnos de lo suyo con tanto cuidado como si fuera nuestro. Sin su carnero para el sacrificio, su buey para arar y su asno para cargar sus bultos, ¿cómo podía un israelita servir a Jehová y subsistir? No nos parezcamos a los creyentes en quienes Pablo tenía que deplorar la ausencia de espíritu de servicio: “Todos buscan lo suyo propio…” (Filipenses 2:21; leer también 1 Corintios 10:24).

El versículo 5 cobra todo su valor en el mundo moderno donde la mujer tiende a hacerse igual al hombre. Ello es invertir el orden divino en la creación. De todas formas, incluso si no comprendemos el alcance de tales instrucciones, guardémonos de ser “contenciosos” (1 Corintios 11:16). Los versículos 9-11 nos recuerdan que Dios no quiere confusión ni mezcla de las realidades divinas con los principios de este mundo en la vida y en el testimonio de sus hijos.

Deuteronomio 23:1-25; Deuteronomio 24:1-6

Contemplemos a Jesús enseñando a los discípulos y a las multitudes. Por medio de los mandamientos de Moisés, los que los fariseos respetaban al pie de la letra, quería darles a entender el pensamiento de Dios, su sabiduría, su amor. Así lo hizo, por ejemplo, cuando sus discípulos arrancaban espigas un sábado, o cuando lo interrogaron maliciosamente con respecto al divorcio (Mateo 12:1-8; 19:3-12). Al leer estos capítulos, esforcémonos en descubrir la misma sabiduría divina, el mismo amor. Al lado de una justicia absoluta, brilla una bondad perfecta. Los derechos de los propietarios se mantienen, sin que los deberes fraternales de la caridad pierdan nada por ello. Sólo Dios puede establecer semejante equilibrio, y es muy importante constatarlo en este mundo que siempre está pronto a caer por un lado u otro. Al hijo de Dios no le compete escoger los diferentes sistemas políticos, económicos o sociales. Para él estas cuestiones han sido resueltas de antemano. No tiene otra doctrina que la sumisión al pensamiento de su Padre, y este pensamiento no lo puede descubrir en los periódicos ni en los libros de los hombres, sino en “la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23).

Deuteronomio 24:7-22

Dios es luz; Dios es amor (1 Juan 1:5; 4:8), y se revela de esta doble manera en los mandamientos aparentemente más ínfimos. Como luz: condena al ladrón, vela para descubrir cualquier brote de lepra (figura del pecado), exige justicia de parte del prestamista y del empresario, aprecia la medida de responsabilidad de cada pecador. Como amor: tiene los ojos puestos en todos los oprimidos, deudores, pobres, extranjeros, viudas, huérfanos, siervos; los clamores de éstos llegan hasta sus oídos. Así lo declara Santiago con respecto a los ricos que detenían fraudulentamente el jornal de los trabajadores que habían segado sus campos (Santiago 5:4).

El mundo admira a la gente poderosa y rica, mas por los débiles y los pequeños sólo muestra un mediocre interés. Hijos de Dios, vigilemos para no dejarnos ganar por tal manera de obrar. Nuestro Maestro atravesó este mundo como siervo, forastero y pobre. Jesús de Nazaret no fue objeto de consideración. Fue “despreciado y desechado entre los hombres... menospreciado, y no lo estimamos” (Isaías 53:3). Habéis “afrentado al pobre”, hace constar Santiago (2:6). Mientras que el Salmo 41 empieza así: “Bienaventurado el que piensa en el pobre”.

Deuteronomio 25:1-10

Incurrir en ciertos delitos exponía al israelita al castigo corporal, pero mesuradamente. Hebreos 12:9 precisa que el castigo es una prerrogativa de la disciplina paternal, la cual contribuye a inculcar el respeto (véase Proverbios 23:13-14). Dios toma el castigo de la vara como ejemplo de la disciplina que él mismo ejerce para con sus hijos; nos recuerda que “azota a todo el que recibe por hijo” (Hebreos 12:6). Pero en su sabiduría y conocimiento sobre la crueldad del corazón humano, fijó un límite; el culpable no podía recibir más de cuarenta latigazos. Para estar seguros de no sobrepasar este número, los judíos tenían por costumbre dar cuarenta golpes menos uno. En su odio contra el Evangelio, los judíos hicieron pasar a Pablo por ese inicuo castigo cinco veces (2 Corintios 11:24).

Otro versículo de nuestra lectura (v. 4) evoca los trabajos del apóstol (1 Corintios 9:9). Por último, la instrucción concerniente a los deberes del cuñado sirvió a los saduceos para tender una trampa al Señor Jesús con respecto a la resurrección. Pero él les respondió: “Erráis, ignorando las Escrituras…” (Mateo 22:29). El medio para no extraviarnos es conocer bien la Palabra de nuestro Dios y apoyarnos en ella.

Deuteronomio 25:13-19; Deuteronomio 26:1-11

Entre todas las experiencias humillantes del desierto, todavía hay una que Israel debía recordar, y nosotros juntamente con él. Amalec cobardemente se había aprovechado de la fatiga del pueblo para destruir a los débiles y los atrasados. El diablo apenas si se atreve a arremeter contra los cristianos cuyo caminar es confiado y seguro, mientras que los “rezagados” son presas fáciles para él. Sabemos lo que sucedió con Pedro cuando seguía a Jesús de lejos (Lucas 22:54).

El capítulo 26 nos vuelve a introducir en el país. Pero no por eso el pasado queda olvidado. El israelita, bendecido en sus cosechas, debía ir al lugar escogido por Jehová y recordar a la vez su origen miserable y el poder divino que lo había liberado para introducirlo en esta buena tierra. Entonces, como prueba de la bondad de su Dios, debía presentarle una canasta con las primicias de todos los frutos sacados de la tierra que Jehová le había dado y postrarse ante él con el corazón lleno de gozo y gratitud. Bella ilustración del culto que los redimidos ofrecen para recordar su gloriosa salvación y ofrendar a Dios “fruto de labios que confiesan su nombre” (Hebreos 13:15). Como si dijera al Señor con adoración: “Toda suerte de dulces frutas, nuevas y añejas, que para ti, oh amado mío, he guardado” (Cantar de los Cantares 7:13).

Deuteronomio 26:12-19

La invitación de Hebreos 13:15 a ofrecer continuamente a Dios sacrificios de alabanza viene seguida de esta exhortación: “De hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis”. Aquí también hallamos el tema de las ofrendas para los hombres, tratado inmediatamente después del de las ofrendas de primicias a Jehová (v. 1-11). Los diezmos formaban parte del culto en Israel, y el versículo 11 nos enseña el por qué. Era necesario que el levita y el forastero se regocijaran juntamente con el israelita. Somos invitados a compartir nuestros bienes, no para obtener algún reconocimiento por ello, sino para que aquel a quien damos también dé gracias al Señor con nosotros por los bienes que disfrutamos juntos (2 Corintios 9:12). En el cielo la beneficencia ya no tendrá razón de ser, pues toda necesidad habrá desaparecido. Pero en la tierra, el Espíritu de Dios vincula este servicio a la alabanza como para brindarnos la ocasión de probar nuestro amor al Señor de una manera diferente a las palabras. Y no olvidemos el conmovedor motivo que debería bastarnos: ¡“Porque de tales sacrificios se agrada Dios”! (Hebreos 13:16). Una sola cosa elevaba a Israel “para loor y fama y gloria” sobre todas las naciones: la obediencia a los mandamientos de su Dios (v. 18-19).

Deuteronomio 27:1-26

Las palabras de la ley se debían escribir “muy claramente” en piedras grandes revocadas con cal, deslumbrantes de blancura, y colocarlas en un lugar visible sobre una montaña, como testimonio para todo Israel. Nadie podría alegar no conocerla. Nosotros que tenemos la Biblia entera a nuestro alcance somos aún más responsables.

Este monumento para glorificar la ley nos hace pensar en el magnífico Salmo 119 que despliega en sus 176 versículos las maravillas de la Palabra de Dios y lo que ésta es para el fiel. Este salmo empieza por proclamar la bendición de “los que andan en la ley de Jehová”. “Pondrás la bendición sobre el monte Gerizim, y la maldición sobre el monte Ebal”, había sido ordenado (cap. 11:29). ¡Ay!, nunca oímos a las tribus pronunciar la bendición. En efecto, el pueblo se hallaba “bajo la ley”, y “todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición” (Gálatas 3:10). Maldito… maldito… maldito… fue la sentencia que Israel tuvo que oír doce veces (v. 15-26). Pero el mismo pasaje de Gálatas anuncia que “Cristo nos redimió de la maldición de la ley” al tomarla sobre sí (cap. 3:13). Desde entonces, ya no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia (Romanos 6:14).

Deuteronomio 28:1-14

Este capítulo coincide con el capítulo 26 de Levítico. Juntos constituyen un doble y solemne testimonio al advertir a Israel sobre las consecuencias de su obediencia o desobediencia (Job 33:14). “Si oyeres…” (v. 1-2, 13). En este libro muchas veces ha resonado el llamado: “Oye Israel”. ¡Que cada uno de nosotros ponga su propio nombre en lugar del de Israel y preste oído a los mandamientos del Señor! “Habla, porque tu siervo oye”, contestaría el joven Samuel (1 Samuel 3:10). Y Cristo mismo diría por el Espíritu de profecía: “Jehová el Señor… despertará mi oído para que oiga como los sabios” (Isaías 50:4). El hecho de escuchar la Palabra, de guardarla y ponerla en práctica siempre estará ligado a la bendición del Señor (Apocalipsis 1:3). Ella nos regocijará y enriquecerá nuestras almas en todo tiempo y lugar: “en la ciudad, y… en el campo”. Nuestra vida familiar y “todo aquello en que pusieres tu mano” llevará su impresión (v. 8). Iremos de victoria en victoria (v. 7). Finalmente esta sobreabundancia de prosperidad espiritual (v. 11) no podrá pasar desapercibida; su origen será evidente para todos: viene del Señor a quien pertenecemos y cuyo nombre será así glorificado (v. 10).

Deuteronomio 28:15-32

Desde aquí hasta el final de este largo capítulo Jehová enumera todas las maldiciones que vendrán sobre Israel si no escucha. ¡Ay! Las Escrituras, como también la historia de este pueblo, confirman que en efecto “teniendo oídos no oís” (Marcos 8:18). Y como consecuencia le sobrevinieron todas estas pruebas. En cuanto a nosotros que estamos bajo la gracia, nuestra responsabilidad es aún más grande; por eso se nos dice: “Mirad que no desechéis al que habla” (Hebreos 12:25). Pues no sólo desecharíamos unas cuantas palabras, sino a la Persona que las ha pronunciado.

Entonces, si no queremos escuchar su buena Palabra, él se verá obligado a emplear otro lenguaje infinitamente más penoso y severo: el de las pruebas. Si persistimos en el camino de nuestra propia voluntad, la voluntad del Señor necesariamente obrará en contra nuestra. Aprendamos a discernirla detrás de los instrumentos de su disciplina. ¡Y que el Señor nos guarde de hacer toda clase de enojosas experiencias antes de comprender que no podemos ser felices lejos de él! El hijo pródigo de la parábola nos enseña esta lección sin que tengamos necesidad de seguirlo a “una provincia apartada” para aprenderla (Lucas 15).

Deuteronomio 28:33-68

“Se multiplicarán los dolores de aquellos que sirven diligentes a otro dios” (Salmo 16:4). Este versículo, que proféticamente se aplica al culto del anticristo, puede servir de título para los versículos 15-68 de nuestro capítulo. El que habla en el Salmo 16 es Cristo, quien contrariamente a Israel nunca dejó de confiar en Dios, de tenerlo presente. Por eso pudo contar con Dios para ser guardado, para conservar su porción, para no resbalar (Salmo 16:1, 5, 8). Jesús es nuestro modelo en el camino de la fe. Pero Dios se ve obligado a mostrarnos también el ejemplo inverso y sus consecuencias bastante trágicas. La espantosa amenaza del versículo 53 se cumplió literalmente en la historia de Israel (2 Reyes 6:29). En cuanto a su libertad, prácticamente la perdió desde los días de su deportación a Babilonia.

“Servid a Jehová con alegría”, dice el Salmo 100:2. Precisamente Israel no sirvió a su Dios “con alegría y con gozo de corazón” (v. 47), exponiéndose así a cargar con el yugo de hierro de sus enemigos. Moralmente, así ocurre siempre. Al negarnos a servir al Señor, nos colocamos prácticamente bajo la servidumbre de Satanás y del pecado (Juan 8:34). ¡Que Dios nos enseñe a servirle gozosamente, imitando a Aquel que hallaba sus delicias en hacer la voluntad de Dios! (Salmo 40:8).

Deuteronomio 29:1-17

Todo Israel está reunido para oír las palabras del pacto. El poder y el amor de Dios han obrado grandes milagros. El pueblo los había visto (v. 1), pero no con los ojos del corazón (v. 4; Efesios 1:18). Las señales cumplidas a su favor no tuvieron ningún efecto moral sobre su conciencia. Otro tanto sucedió durante el tiempo que el Señor Jesús estuvo en la tierra. “Muchos creyeron en su nombre, viendo las señales que hacía. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos…” (Juan 2:23-24). Corremos el riesgo de parecernos a ellos cada vez que nos contentamos con un conocimiento meramente intelectual de la verdad.

Sin embargo, el versículo 4 afirma que hasta ese día Dios no había dado a Israel oídos para oír. En tal caso, ¿el pueblo será culpable por no haber escuchado? ¡Desde luego que sí! El apóstol Pablo lo hace responsable de haber cerrado voluntariamente sus oídos para no oír y en consecuencia convertirse (Hechos 28:27-28). “Sabed, pues, –prosigue diciendo– que a los gentiles es enviada esta salvación de Dios; y ellos oirán”. El Señor permita que fuera recibida y que hoy ninguno endurezca su corazón (Hebreos 3:7, 15; 4:7). Fijémonos en la frecuente repetición de la palabra “hoy” a lo largo de los últimos capítulos de este libro.

Deuteronomio 29:18-29

Hasta aquí se trató del pueblo en su conjunto. Los versículos 18-21 se dirigen individualmente al hombre o mujer que se aparte de Jehová. El ajenjo (v. 18 final) es una planta de jugo amargo y tóxico que crece en tierras no cultivadas. Si, espiritualmente, nuestro corazón se halla en estado salvaje, no debe extrañarnos que en él se desarrollen semejantes raíces de amargura, que envenenan nuestro espíritu con toda clase de resentimientos, celos y animosidades. El remedio preventivo, según Hebreos 12:15, es no dejar de disfrutar la gracia de Dios.

Este capítulo termina con un versículo consolador. Nuestra historia, como la de Israel, comprende un lado visible: el de nuestra responsabilidad, y un lado oculto: el de la gracia, del cual sólo Dios tiene pleno conocimiento. Ciertos tejidos se bordan al revés. Mientras dura el trabajo, en el cañamazo sólo se ven nudos e hilos embrollados; únicamente el artesano sabe orientarse y trabajar bien en tan aparente confusión. Pero una vez terminada la obra, al darse la vuelta a la pieza bordada, aparece el dibujo en toda su perfección y belleza. “Las cosas… reveladas” corresponden al lado visible del trabajo divino. Las pruebas, los fracasos y la disciplina a veces nos parece que van en contra del plan de Dios. Pero pronto, en la magnificencia del lugar Santo, admiraremos la otra cara y comprenderemos todo su amor.

Deuteronomio 30:1-14

La gracia de Dios guarda algunas “cosas secretas” (cap. 29:29), de las cuales se ocupa este capítulo. «Dios no sólo recogerá, multiplicará y obrará con poder en favor de Israel, sino que ejecutará en él una poderosa obra de gracia mucho más valiosa que cualquier otra prosperidad exterior» (C.H.M.). En un tiempo futuro, Dios actuará sobre el corazón de su pueblo para producir en ellos la obediencia y el amor hacia él (Hebreos 8:10). Desde hace mucho tiempo lo está invitando: “Si te volvieres… vuélvete a mí” (Jeremías 4:1; léase Oseas 14:1-2). Pues bien, ¡todo ese laborioso trabajo no será en vano! “Y tú volverás…” (v. 8).

El capítulo 10 de Romanos cita los versículos 11-14 aplicándolos a “todo aquel que en él creyere”. Cristo, la Palabra viviente, vino desde el cielo, lugar al cual el hombre no podía subir, a fin de revelarnos el corazón de Dios, quien quiere que todos los hombres sean salvos (1 Timoteo 2:4). Amigo, no diga que esta salvación es demasiado maravillosa y usted demasiado miserable (v. 11). Por muy lejos que usted esté, Jesús está cerca de usted. ¡Ábrale ahora mismo su corazón!

En cuanto a nosotros, cristianos, no olvidemos que si la Palabra está en nuestra boca o en nuestro corazón, es para que lleve fruto, para que sea puesta en práctica (v. 14; léase Juan 13:17).

Deuteronomio 30:15-20; Deuteronomio 31:1-6

He aquí una vez más la encrucijada encontrada en el capítulo 11:26. Sólo dos caminos se abren ante Israel, lo mismo que ante todo hombre: uno lleva a la vida y a la felicidad; consiste en amar a Dios, escuchar su voz y seguirlo (v. 20). Tal es el secreto de una vida feliz estando aún en la tierra. El otro, quizá lleno de atractivo al principio, conduce a la muerte y a la desgracia (v. 15, 19; comp. con Jeremías 21:8). La elección es nuestra. Escuchemos la voz amiga que murmura a nuestros oídos: “Este es el camino, andad por él” (Isaías 30:21).

Moisés ya tiene ciento veinte años. Ochenta años atrás, él también había tenido que elegir. Había rehusado los honores, las riquezas y los placeres de la corte del Faraón, “escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios... y teniendo por mayores riquezas el vituperio de Cristo” (Hebreos 11:25-26). Con la seguridad de que no se había equivocado, puede ahora exhortar a Israel y con él a todos los que aún no se han decidido: “Mira… escoge, pues, la vida”. Jesús es el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6). Escoger la vida es escogerlo a él mismo. Después él se encargará de nuestra felicidad. Querido amigo, escoja la vida, ¡escoja a Jesús! El futuro no le pertenece.

Deuteronomio 31:7-18

Después de exhortar a todo Israel a fortalecerse y a mantenerse firme (v. 6), Moisés dirige las mismas palabras a Josué (v. 7). La fuente del ánimo era la misma en ambos casos: “Jehová tu Dios es el que va contigo... él estará contigo”.

Moisés redactó la ley, pero es necesario que sea leída. Por lo tanto da una última instrucción relativa a la lectura habitual de los mandamientos divinos ante todo Israel reunido: hombres, mujeres y niños. ¿Con qué propósito? “Para que oigan y aprendan, y teman a Jehová vuestro Dios, y cuiden de cumplir todas las palabras de esta ley” (v. 12). Por estos mismos motivos nos reunimos como asamblea y leemos y meditamos la Palabra de Dios. El versículo 12 nos muestra que los niños también tienen su sitio juntamente con los padres. No descuidemos estas reuniones “como algunos tienen por costumbre” (Hebreos 10:25).

¿Por qué, después de haber prometido no abandonar a Israel (v. 6), Jehová le anuncia: “Los abandonaré, y esconderé de ellos mi rostro”? (v. 17). Porque el pueblo abandonará a su Dios y quebrantará su pacto (v. 16 final). Sin embargo, por boca del profeta Oseas se formulará una última promesa: “Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia” (Oseas 14:4).

Deuteronomio 31:19-29

Una misma frase anuncia las bendiciones que Jehová tiene reservadas para su pueblo y la incalificable traición de éste al volverse tras otros dioses (v. 20). Advertido sobre el sombrío porvenir que se está preparando Israel, Josué, no obstante, es exhortado a fortalecerse (v. 23). Porque no obtendrá su fuerza del pueblo, sino de Jehová. Queridos jóvenes, sin duda alguna descubrirán muchas debilidades y faltas en los cristianos que conocen. Los mayores distan mucho de dar siempre un buen ejemplo. Las reuniones que ustedes frecuentan a veces les brindan muy poca edificación. ¿Acaso no hay motivos para desanimarse? Mirando a las personas no puede ser de otra manera. Pero si sus miradas están fijas en Jesús, pueden estar seguros de que no se decepcionarán. En él se hallan inagotables provisiones de gracia y de perfección capaces de suplir todas nuestras carencias.

Moisés, Josué y Pablo sabían cómo seguiría su obra en este mundo. “Porque yo sé que después de mi muerte, ciertamente os corromperéis y os apartaréis del camino”, dice Moisés (v. 29). “Yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces”, anuncia Pablo (Hechos 20:29). Pero también sabían en quién habían creído, y descansaban en su poder (2 Timoteo 1:12).

Deuteronomio 31:30; Deuteronomio 32:1-14

Tal como se lo ha ordenado Jehová, Moisés se dispone a enseñar un cántico a los hijos de Israel. Tomando por testigos a los cielos y a la tierra, exalta la palabra de Dios que desciende “como la llovizna sobre la grama (la juventud), y como las gotas sobre la hierba” (v. 2). Atribuye a Dios la grandeza, celebra lo que él es: fiel, justo y recto (v. 4). Su nombre es la Roca; asegura refugio, morada, sombra bienhechora, agua viva, miel y aceite para los suyos (v. 13; Salmo 31:2; 71:3; Isaías 32:2, etc.). Luego el cántico exalta lo que Dios hace: ¡una obra perfecta! Su despliegue a favor de Israel se expone en los versículos 8-14. Lo ha escogido (v. 9), hallado, guardado (v. 10), llevado (v. 11), conducido (v. 12) y exaltado (v. 13). “¿Qué más se podía hacer… que yo no haya hecho?”, preguntará más tarde Jehová a propósito de Israel (Isaías 5:4). Con cuanta más razón, hijos de Dios, tenemos el derecho de exclamar: “Él es la Roca, cuya obra es perfecta” (v. 4). “Porque a los que antes conoció, también los predestinó… llamó… justificó… glorificó” (Romanos 8:29-30).

Deuteronomio 32:15-33

El cántico que Moisés enseña a los hijos de Israel por desgracia tiene más que una estrofa. La que aprendimos ayer con el pueblo exalta a Dios, excepto el versículo 5. ¡Veamos ahora el lado del hombre! Las riquezas que Jehová dio a su pueblo, enumeradas en el versículo 14, sólo las aprovecharon para engordarse a sí mismos (v. 15). En vez de adherirse más a la “Roca de su salvación”, de ofrecerle la grasa de los corderos y las libaciones de vino (v. 14), Israel la abandonó, despreció, provocó y finalmente la olvidó (v. 15-16, 18). ¡Qué negra ingratitud! Sin embargo, ¿a veces nosotros mismos no nos parecemos a ese pueblo tan miserable? Gustosos nos engordamos con la abundancia que nuestro Padre nos prodiga. Somos prosperados en nuestros negocios terrenales y olvidamos dar al Señor el lugar que le pertenece en nuestra vida. “A los ricos de este siglo” se les ordena que no “pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos” (1 Timoteo 6:17). Si los hijos de Israel hubiesen obrado sabiamente, habrían considerado su fin (v. 29). ¡Que el Señor nos dé sabiduría para administrar sus dones, pues tendremos que rendirle cuenta de su gestión en el momento de su retorno!

Deuteronomio 32:34-52

El final del cántico de Moisés recuerda que Dios es soberano, que es “el mismo”, y por consiguiente sabemos que tiene la última palabra. ¿Cuál es esta palabra? La venganza sobre sus enemigos cuyo castigo no han recibido en mucho tiempo, pero también el perdón para su pueblo con el cual las naciones se regocijarán durante el milenio (v. 43).

Moisés termina sus enseñanzas haciendo una última exhortación a la obediencia: “Aplicad vuestro corazón a todas las palabras que yo os testifico hoy... a fin de que cuiden de cumplir todas las palabras de esta ley”, porque ella “es vuestra vida” (v. 46-47; Isaías 55:3; Proverbios 4:13; 7:2). Hay quienes creen que para vivir su “vida” deben liberarse de toda tutela y sobre todo de la de Dios. Estos versículos afirman, y nuestra experiencia confirma, que doblegarse bajo el bendito yugo del Señor en realidad es echar “mano de la vida eterna” (1 Timoteo 6:19).

Se han terminado las instrucciones de Moisés. Como mediador veraz, Moisés ha hablado del pueblo a Jehová y de Jehová al pueblo. Ahora va a dejarlo. Hebreos 13:7 nos exhorta a acordarnos de los fieles conductores que nos han anunciado la Palabra de Dios, muchos de los cuales ya no están. Pero, añade el autor de la epístola: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (comp. v. 39).

Deuteronomio 33:1-12

A punto de separarse del pueblo, el hombre de Dios deja hablar a su corazón lleno de afecto. Ya no es hora de exhortaciones; se despide de aquellos que ama, y su último mensaje es una bendición (comp. Lucas 24:50). Moisés es el digno representante de un Dios que ama “a su pueblo”, y todos sus santos están “en su mano” (v. 3). Seguridad completada por la promesa del Señor Jesús: “Nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre” (Juan 10:29).

Comparando la bendición de Moisés con la de Jacob en Génesis 49, percibimos algunas diferencias llenas de instrucción para nosotros. Según el testimonio de su propio padre, Leví era un hombre violento y cruel. Pero Dios, a causa de la fidelidad de sus hijos (Éxodo 32:26), hace de él un “siervo favorecido” y le confía las tareas del santuario. Benjamín era “lobo arrebatador” (Génesis 49:27), mas por gracia llega a ser “el amado de Jehová”; y ese “lobo” ocupará el lugar de la oveja extraviada, porque dice: “Entre sus hombros morará” (v. 12; Lucas 15:5). ¡Así de completa es la transformación que el Evangelio produce en aquel que lo recibe! Ésta fue la experiencia de Saulo de Tarso, quien precisamente pertenecía a la tribu de Benjamín y pasó de ser un apasionado perseguidor a un fiel testigo y siervo del Señor (1 Timoteo 1:12-13).

Deuteronomio 33:13-29

Todo “lo mejor” debe ser para José, figura de Cristo. Cinco veces hallamos esta expresión. Pero no hay nada “mejor” para el Señor Jesús que el amor de su Iglesia, de sus redimidos. “Apartado de entre sus hermanos” (Génesis 49:26) es “príncipe entre sus hermanos” (v. 16). Por causa de sus sufrimientos en la cisterna y en la prisión, y luego de su gloria en Egipto, José ocupa con pleno derecho este lugar particular. Es el de Jesús. Nadie podía acompañarlo en el terrible camino del Calvario. Estuvo solo en la cruz. Por eso Dios le ha dado eternamente un lugar privilegiado; lo ha ensalzado hasta lo sumo, le ha dado “un nombre que es sobre todo nombre”; lo ha ungido “con óleo de alegría más que a tus compañeros (Filipenses 2:9; Salmo 45:7).

Como en un cuadro espléndido, el reinado milenario de Cristo es evocado por las bendiciones de las tribus. Contrariamente a lo pronunciado por Jacob, no contienen ninguna censura, ninguna restricción. Sin embargo, en esta segunda lista hay un ausente, ¿lo ha notado usted? Se trata de Simeón, antiguamente asociado con Leví en una misma condenación (Génesis 49:5). Leví, objeto de la gracia, es ricamente bendecido. Pero Simeón, ¿dónde queda? ¡Es una pregunta bastante seria! Y su nombre, amigo lector, ¿está en el libro de la vida?

Deuteronomio 34:1-12

Moisés había pasado cuarenta años en casa de Faraón, cuarenta años en casa de Jetro en la escuela de Dios, y por último cuarenta años en el desierto, conduciendo a Israel. Al principio había tenido esa “grande visión” de la zarza (Éxodo 3:3). Luego, por la fe, se había mantenido firme “como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). Con unos ojos que nunca se oscurecieron (v. 7), el hombre de Dios, al acabar su carrera, contempla el admirable panorama de la tierra de Emanuel.

Luego llega el momento cuando, según sus propias palabras en el Salmo 90:3 (V.M.), por orden de Dios el hombre vuelve al polvo. Pero Jehová honra a su querido siervo ocupándose personalmente de su sepultura (v. 6). Desde entonces Moisés forma parte de los testigos de la fe que esperan la gloria prometida, al tiempo que gozan ya de la presencia de Aquel que es su perfecta “remuneración” (Mateo 17:3). Y ¿qué es la pérdida de la tierra en comparación con tal ganancia? ¡Que cada uno de nosotros, al finalizar el estudio de los cinco libros de Moisés (o Pentateuco), haya progresado en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. “De mí escribió él” (Moisés), dirá Jesús a los judíos (Juan 5:46). Y, en efecto, ¿no lo hemos descubierto a él mismo a través de tantas sombras y figuras en esta rica porción de la Palabra de Dios?

navigate_before Números Josué navigate_next


arrow_upward Arriba