Comentario diario sobre Jueces


person Autor: Jean KOECHLIN 75

library_books Serie: Cada día las Escrituras


Jueces 1:1-15

La diferencia entre el libro de Josué y el de Jueces es grande. El primero muestra a Israel tomando posesión victoriosa del país de Canaán. El segundo, al contarnos la historia del pueblo ocupando su herencia, aparenta continuar el tema. Pero desde el principio ciertas señales indican que ya no estamos en los tiempos de Josué. Sin dejar de conducirse celosamente contra el cananeo, Judá parece contar más con su hermano Simeón que con el propio Jehová. Y luego, el rey enemigo, en lugar de ser dado a muerte, es tratado con barbarie.

La página gloriosa que termina con la desaparición de Josué se da vuelta e inicia una época de decadencia.

Es lo que le sucedió también a la Iglesia. La fuerza y, en gran medida, la bendición colectiva han desaparecido. Pero Dios no cambia. Su poder siempre está a disposición de la fe individual. Otoniel nos da un ejemplo de ello al apoderarse de Debir. La bendición también está a nuestro alcance (1 Pedro 3:9 al final). Basta pedir como lo hace Acsa (Jueces 1:15). Para nosotros, la bendición emana del Espíritu de Dios, el cual, como esas “fuentes” fertilizantes prometidas en Deuteronomio 8:7, refresca nuestras almas por medio de la Palabra de Dios. Pidamos a nuestro Padre esta bendición.

Jueces 1:16-26

Apenas comenzando el libro de los Jueces, nos hallamos ya frente a una decadencia tan triste como rápida. ¿Cuál es la causa principal? Haberse olvidado de la presencia de Jehová. No se habla más de Gilgal, lugar del juicio de uno mismo y donde se hallaba el Ángel de Jehová (cap. 2:1). ¿Cuál es la consecuencia de ello? Se teme el poder del enemigo, y sus carros de hierro son objeto de espanto (Proverbios 29:25). Puede haber una aparente semejanza con los tiempos de Josué. La toma de la ciudad de Luz hace pensar en la de Jericó. Pero aquí no es cuestión de fe ni por parte de los hijos de José ni del hombre que revela la entrada a la ciudad. Rahab había sido protegida a causa de su fe. Ahora todo es diferente en el caso del traidor de Luz, quien, en lugar de vivir con el pueblo, va a reconstruir su ciudad a otra parte. Una victoria que no sea el fruto de la confianza en Dios, nunca será duradera.

Si bien la decadencia es general, cada tribu en particular se caracteriza por tolerar o soportar con más o menos resistencia la presencia de enemigos en su territorio.

También en la Iglesia, el relajamiento colectivo es el resultado del relajamiento individual. Preguntémonos, usted y yo: ¿cuál es mi actitud? ¿Cuál ha sido mi testimonio desde el día de mi conversión?

Jueces 1:27-36; Jueces 2:1-5

Dios tenía muchos motivos para exigir la total destrucción de los enemigos de Israel. En particular, quería proteger a su pueblo de la influencia de la idolatría, propia de los cananeos. Moralmente, el mismo peligro existe para nosotros. Una parte de nuestro tiempo transcurre en contacto con personas inconversas: compañeros de trabajo, a veces ciertos miembros de nuestra familia. En general, no podemos evitar esas relaciones; pero debemos procurar que no ejerzan ninguna influencia sobre nuestra vida espiritual. Cuidémonos de las malas compañías (1 Corintios 15:33). Es necesario huir de ciertas personas, aun cuando se burlen de nosotros. De lo contrario no tardarán en acosarnos “hasta el monte”, como lo fueron los hijos de Dan (Jueces 1:34), impidiéndonos gozar apaciblemente de lo que Dios nos dio.

El Ángel de Jehová, Príncipe de su ejército (Josué 5:14), aguardó que Israel volviera a Gilgal, punto de partida de las gloriosas victorias de antaño; ¡pero ha esperado en vano! Entonces sube a Boquim, lugar de lágrimas.

Al comparar la actual debilidad de la Iglesia con su glorioso comienzo ¿no deberíamos asumir una actitud de humillación?

Jueces 2:6-23

Al pasar los años, vemos que se levanta en Israel “otra generación que no conocía a Jehová, ni la obra que él había hecho…” (v. 10). Esa generación no había experimentado la fidelidad de Dios que sus padres experimentaron en el desierto ni el poder que manifestó en el propio Canaán. Entonces, se alejan de Jehová para ir tras otros dioses (v. 12).

Es un serio ejemplo que debemos considerar los que formamos parte de una nueva generación del pueblo de Dios. Si somos hijos de padres creyentes, hemos oído hablar de las maravillas que Dios hizo a través de las generaciones precedentes; pero quizá no conocemos al Señor por medio de una experiencia personal.

¡Ay, qué triste!, el brillante despertar del siglo pasado se fue cuesta abajo. Los “ancianos”, de cuyo fiel y poderoso testimonio oímos hablar, se fueron uno tras otro. “Acordaos de vuestros pastores” (o conductores) recomienda Hebreos 13:7. Nos dejaron su ministerio por escrito y su ejemplo. Ante todo, imitemos su fe. Y si bien ellos ya partieron, el Señor permanece con nosotros. Su presencia es suficiente ¡aun para un tiempo de debilidad como el de hoy!

Y si el Señor nos deja todavía algunos años, los más jóvenes de entre nosotros, a su turno, tendrán que asumir sus responsabilidades.

Jueces 3:1-11

En el libro de los Jueces vemos reproducirse constantemente el mismo ciclo: el pueblo empieza por dejar a Jehová. Entonces Dios emplea enemigos para despertar su conciencia. Finalmente, el pueblo clama a Dios quien, lleno de compasión, lo libera dándole un juez (véase también Salmo 107:6, 13, 19 y 28). ¡Ay! demasiado a menudo se repite este ciclo en la vida de cada uno de nosotros. Cuando, olvidando al Señor, nos dejamos influir por el mundo, a veces Él se sirve de la adversidad del mismo mundo para despertarnos. El versículo 2 nos recuerda de qué manera Dios mantiene ese estado de alerta y nos ejercita para el combate. Deja subsistir enemigos expresamente para este fin. Una preparación militar necesariamente implica ejercicios y maniobras, sin los cuales un soldado sería inepto para la guerra. Pelear la buena batalla de la fe es una exhortación permanente para el cristiano (1 Timoteo 6:12). La fe posee una doble certidumbre: la primera, que el mundo es un enemigo; la segunda, que el mundo es un enemigo vencido. “Yo he vencido al mundo” fueron las últimas palabras dichas por el Señor Jesús a los suyos antes de ir a la cruz (Juan 16:33). Nuestra fe debe apoderarse de ellas para triunfar en el momento preciso (1 Juan 5:4-5).

Jueces 3:12-31

La vara que Dios emplea ahora para disciplinar a su pueblo es Moab. En otros tiempos, Jehová había impedido que esta misma nación maldijera a Israel por boca de Balaam. Dieciocho años transcurren antes de que el pueblo se vuelva a Jehová; anteriormente, ocho años habían bastado (v. 8). En su misericordia Dios le suscita un salvador: Aod, benjamita.

Aod tiene una “palabra de Dios” (v. 20) para Eglón, rey de Moab. Esa solemne palabra no es sino su puñal de doble filo que significa la muerte para el malo. La epístola a los Hebreos compara la Palabra de Dios viva y eficaz con una espada de dos filos (Hebreos 4:12). Hoy en día, esa Palabra es bienhechora para aquel que se deja sondear por ella, pero condena y hará perecer a los que no hayan creído (Apocalipsis 19:13-15). El arma de Samgar también es la Palabra de Dios, pero esta vez como la ve el mundo: un instrumento sin valor aparente. Sin embargo, esa arma tiene un gran poder y basta para liberar a Israel otra vez.

Debilidad del hombre (Aod era zurdo), debilidad del instrumento (la aguijada de Samgar): una y otra hacen resaltar el poder de Dios que libera a los que le claman.

Jueces 4:1-16

Al norte del país, el enemigo de otros tiempos vuelve a restituirse, bajo el mismo nombre: Jabín, y con la misma capital, es decir, Hazor (véase Josué 11:1), y oprime a Israel durante veinte años. Cuidémonos de no perder el fruto de la victoria de nuestros predecesores. Es, pues, necesario volver a combatir. Jehová emplea a Débora, una mujer profetiza, una “madre en Israel” (Jueces 5:7), para juzgar y liberar al pueblo. Hermanas, jóvenes creyentes, no piensen que se las pone a un lado en los servicios de la Asamblea. Por cierto, no conviene que la mujer ejerza “dominio sobre el hombre” ni que tome la palabra en público (1 Timoteo 2:12; 1 Corintios 14:34). No obstante, ¡cuántas cristianas obtuvieron notables liberaciones, sólo por sus oraciones!

Débora llama a Barac, pero a éste le falta valor. Necesita apoyarse en alguien. Su confianza en Dios no es suficiente como para prescindir de todo socorro humano (léase Salmo 146:3 y 5). Nuestra valentía siempre depende de la confianza que tengamos en el Señor. Si ella nos falta, hagamos como los apóstoles en el capítulo 4 de los Hechos: piden a Dios que les conceda hablar de Su Palabra con “todo denuedo” (v. 29), lo cual les es concedido mediante el Espíritu Santo (v. 31).

Jueces 4:17-24; Jueces 5:1-11

Sísara huyó a pie; sus novecientos carros de hierro no le sirvieron de nada. Creyó hallar asilo en la tienda del ceneo; pero encontró la muerte por mano de Jael, una mujer de fe. Esa familia del ceneo es interesante. En otros tiempos, Hobab, su antepasado, había rehusado acompañar a Israel (Números 10:29-30). Pero más tarde, sus descendientes siguieron al pueblo (cap. 1:16) y en nuestro capítulo toman parte en sus luchas y su triunfo.

Al llegar, Barac halla a su enemigo muerto a manos de una mujer, perdiendo así una parte del honor de la victoria, como se lo había anticipado Débora.

Pese a todo, Dios distingue la fe donde nosotros no la vemos brillar, pues el nombre de Barac figura en la lista de los fieles testigos del capítulo 11 de Hebreos, en el versículo 32. ¡Qué gracia! Lo poco que hacemos para el Señor, a menudo mezclado con sentimientos humanos, tiene un precio para él y él lo recordará.

Cuán lejos está el día en que todo el pueblo cantaba en la orilla del mar Rojo. En estos tiempos de debilidad oímos sólo dos voces, la de Débora y la de Barac, un hombre y una mujer de fe. Pero su cántico no es menos triunfante. Empieza por alabar a Jehová a quien corresponde la gloria de la victoria.

Jueces 5:12-31

Si el cántico de Débora y Barac atribuye justamente el honor de la victoria a Jehová, cada tribu involucrada en el asunto también debe recibir la alabanza o la reprobación según corresponda. Algunas de esas tribus tomaron una parte activa en los combates. Por ejemplo, Zabulón y Neftalí expusieron sus vidas (comp. con Romanos 16:4 y Filipenses 2:30). Otras, al contrario, por cobardía o pereza, no se comprometieron. Entre ellas, dos tribus y media: Rubén, a pesar de sus “resoluciones de corazón” y vacilaciones, se quedó con sus rebaños que le fueron piedra de tropiezo al incitarle a establecerse al otro lado del Jordán (Números 32). Lo mismo ocurrió con Galaad (Gad y Manasés; Jueces 5:17). Dan y Aser, retenidos por sus negocios y sus quehaceres, no dejaron ni los barcos ni los puertos. El Señor no puede valerse de los indecisos, como tampoco de la gente demasiado ocupada. En un momento u otro tenemos la oportunidad de mostrar lo que es prioritario en nuestra vida: ¿son los intereses del pueblo de Dios, el bien de la Asamblea? ¿O nos parecemos a aquellos de quienes el apóstol Pablo debía decir con tristeza que buscaban “lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús”? (Filipenses 2:21).

Al comparar nuestro versículo 12 con el Salmo 68:18 citado en Efesios 4:8, discernimos en él a Cristo vencedor, liberando a los prisioneros de Satanás y luego subiendo triunfante al cielo.

Jueces 6:1-13

Israel vuelve a hacer lo malo ante los ojos de Jehová, quien esta vez se sirve de Madián para disciplinarlo de la manera anunciada en Deuteronomio 28:33. Cada año, después de la siembra, ese pueblo subía como una invasión de langostas, se apoderaba de los víveres y del ganado, saqueaba y devastaba todo el país.

¿Qué hace Satanás para debilitar al creyente, para “empobrecerle” espiritualmente? Se esfuerza en quitarle su alimento. ¿Notó usted cómo a veces todo parece confabularse contra nosotros para impedir que leamos la Biblia o para privarnos de una reunión de edificación? Es la obra del diablo, no lo dudemos. Él conoce la fuerza que podemos hallar allí y teme a esta fuerza.

Muchos jóvenes sueñan con hacerse fuertes, con ser campeones. ¡Deben imitar a Gedeón! Éste es un hombre valiente (v. 12), enérgico, que se esfuerza para asegurar su subsistencia y para proteger a su familia de la escasez. ¡Fuertes y valientes! Por supuesto, no se trata de nuestros músculos, sino del ánimo y de la decisión de corazón para con el Señor; Dios mira (v. 14) y considera si mostramos esa virtud en nuestra vida diaria.

Jueces 6:14-27

Al mirarse a sí mismo, Gedeón no encuentra esa fuerza de la cual le habló el ángel. ¡Por el contrario! Él pertenece a una tribu pobre y es además el menor de su casa. Pero como el apóstol Pablo más tarde, como usted y yo muy a menudo en nuestra vida, Gedeón tiene que aprender la siguiente lección: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:10), y “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13).

La fuerza de Gedeón (v. 14) era la de Dios mismo; “el poder que Dios da” (1 Pedro 4:11) y que “se perfecciona en la debilidad” del servidor.

¡Precioso encuentro con el ángel de Jehová, figura del encuentro que es necesario que tengamos alguna vez con el Señor, con base en el sacrificio de la cruz! La consecuencia de ese encuentro no es la muerte, lejos de ello, es la paz (v. 23). Y Gedeón edifica un altar en homenaje a ese Dios de paz que se le dio a conocer. Luego, debe aprender que hay cosas que se tienen que derribar, destruir y cortar. ¿No nos es preciso también encarar destrucciones si queremos ser fuertes? ¿Cómo podría habitar un ídolo en nuestro corazón al mismo tiempo que el Espíritu Santo, del cual nuestro cuerpo ha venido a ser templo? (1 Corintios 6:19).

Jueces 6:28-40

Gedeón goza ahora de la paz interior, sin desconocer, al mismo tiempo, los combates que se van a desatar. En primer lugar, es necesario que asuma una posición clara en la casa paterna. ¿Dónde comienza nuestro testimonio? En casa, en nuestra familia, mostrando a los que mejor nos conocen el cambio que Dios ha operado en nosotros (Marcos 5:19). En muchos casos tal toma de posición causa realmente el gozo de nuestras familias. Pero, para muchos jóvenes convertidos en los países totalitarios o musulmanes, por ejemplo, acarrea consecuencias terribles.

Es evidente que Gedeón, antes de obedecer, sufrió muchas angustias en su espíritu, pues sabía a qué riesgos se exponía (v. 30) aun obrando de noche. Pero Dios lo protege, cambiando las disposiciones de Joás, y las de los hombres de la ciudad.

Después de haber obrado en Gedeón, Jehová puede también obrar por medio de él. Su trompeta reúne a los combatientes. ¡Pero vea usted!, todavía le falta confianza. Necesita una señal y Jehová consiente en dársela: es la doble señal del vellón. Dios siempre es paciente para con nosotros y nos muestra claramente su voluntad si se lo pedimos con rectitud.

Jueces 7:1-8

Al lado de las multitudes de Madián, Amalec y “los del oriente”, el pequeño ejército de treinta y dos mil israelitas parecía desempeñar un triste papel. Uno se puede imaginar la perplejidad de Gedeón cuando Jehová le dijo en dos ocasiones: “El pueblo es mucho” (v. 2 y 4). Pero, es necesario que éste no pueda atribuirse el honor de la victoria. Se hace una primera selección: los cobardes y medrosos se vuelven, según Deuteronomio 20:8. Quedan diez mil hombres, pero el test del agua todavía va a reducir su número. Unos se ponen a sus anchas para beber. Otros rápida y cautelosamente llevan el agua a la boca con la mano. Éstos últimos, sólo trescientos, son aptos para el combate. Saben postergar la búsqueda de sus comodidades para después de obtener la meta que persiguen. Es una lección para nosotros, quienes tenemos una meta celestial. “Si alguno quiere venir en pos de mí —advierte el Señor Jesús— niéguese a sí mismo” (Lucas 9:23).

¿No es él digno de toda nuestra entrega? Él también bebió “del arroyo en el camino” (Salmo 110:7), hallando aquí y allá algún refresco para su corazón, pero sin perder de vista ni por un instante la meta que perseguía: el triunfo de la cruz y la gloria de Dios su Padre (Lucas 9:51 y 12:50).

Jueces 7:9-25

Hay un último aliento para Gedeón: el sueño del madianita explicado por su compañero. Al mismo tiempo aprende una nueva lección: él no tiene más valor que un pan de cebada. Entonces, puede empezar el combate. En la noche, tres pequeñas tropas se distribuyen alrededor del campamento enemigo, cada una en su lugar. Observemos bien cuáles son las armas de esos extraños soldados: una tea encendida en el interior de un cántaro. En la otra mano una trompeta, como en Jericó. Ninguna espada o lanza: Jehová es quien combate “para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros”, explica 2 Corintios 4:6-7. Este mismo pasaje compara a los creyentes con vasos de barro, cuya voluntad necesita ser quebrantada para que el tesoro resplandeciente (Cristo en ellos) pueda iluminar hacia fuera.

Con el estridente toque de las trompetas en la noche y el fantástico resplandor en la falda de la montaña, todo el campamento se despierta asustado. Presas del pánico, los hombres se matan unos a otros o huyen a donde pueden. Y empieza la persecución, acrecentada aún por otros israelitas que se unen a los trescientos.

La historia de Israel registra esta gloriosa página (Salmo 83:11). La peña de Oreb con el lagar de Zeeb recordarán a las generaciones venideras la liberación que allí obró Jehová.

Jueces 8:1-17

Las lecciones de humildad que Dios enseñó a Gedeón han llevado su fruto: está dispuesto a reconocer la parte que otros tomaron en la victoria. La ira de los hombres de Efraín se aplaca ante la respuesta de Gedeón, llena de mansedumbre, la que subraya la importancia de lo que ellos habían hecho (v. 2 y 3). Hacer resaltar el trabajo de los demás, valorizar sus cualidades en lugar de insistir en nuestro trabajo y nuestras cualidades son el fruto de la vida divina, la cual no tiene nada en común con la hipócrita diplomacia humana. Pedro nos recuerda que un espíritu afable y apacible es de gran estima delante de Dios (1 Pedro 3:4).

Dios escogió bien a los trescientos combatientes. Ahora, éstos no toman en cuenta su cansancio, como tampoco se habían preocupado por sus comodidades, ni por calmar su sed junto al agua (cap. 7). Tienen una meta y la persiguen (v. 4). “Una cosa hago —declara Pablo—… prosigo a la meta” (Filipenses 3:13-14). “Derribados, pero no destruidos” —dice él en otra parte— (2 Corintios 4:9). Como Gedeón con los hombres de Sucot y Peniel, el apóstol deberá pasar por la penosa experiencia del abandono (2 Timoteo 4:16). Pero, ¡qué contraste con la dura venganza de Gedeón! Como verdadero discípulo de su Señor, Pablo puede agregar: “No les sea tomado en cuenta”.

Jueces 8:18-35

Después de la victoria, una serie de sutiles peligros todavía amenazan al siervo de Dios. Ya vimos los celos de Efraín a los cuales Gedeón responde con mansedumbre. Ahora, he aquí los halagos del mundo. Pero esos cumplidos de los dos reyes, Zeba y Zalmuna —que Gedeón “parecía hijo de rey”, no impiden que éste los mate. Se le arma otra trampa, pero esta vez es de parte de los israelitas. “Sé nuestro señor —le dicen— tú y tu hijo, y tu nieto; pues que nos has librado”. Su respuesta es hermosa: “Jehová señoreará sobre vosotros” (v. 22-23). Con respecto a las almas, un siervo de Dios debe cuidarse de ocupar el lugar que le corresponde al Señor, y los fieles deben abstenerse de halagar a los siervos de Dios (Mateo 23:8-10).

Después de las victorias de Gedeón, encontramos una última trampa (v. 27) en la cual desgraciadamente va a caer. Para recordar su victoria hace un efod (objeto de oro en relación con el sacerdocio), y manda que se coloque en la ciudad de Ofra. De ello resulta que todo Israel viene a admirarlo, olvidando que el único centro del sacerdocio estaba en Silo, donde se hallaba el arca (Josué 18:1). Después, Gedeón muere… ¡y el pueblo vuelve a los ídolos!

Jueces 9:1-25

Este triste capítulo describe los rápidos y espantosos progresos de la decadencia. En otros tiempos, Gedeón sabiamente había rechazado para él y para su hijo el dominio que se le propuso; pero después, rehaciéndose la carne, él dio al hijo de su concubina el nombre de Abimelec, es decir: mi padre es rey (cap. 8:31). Con astucia y violencia, éste se adueña del poder. En contraste, consideremos a Jotam, el más joven de los hijos de Gedeón, el único que se salvó de la horrible masacre de Siquem. No teme decir la verdad y da testimonio a oídos de toda la ciudad, tal como su padre había hecho cuando, tiempos atrás, construyó su altar y derribó el de Baal.

La parábola del rey de los árboles es instructiva para nosotros. Subraya tres cosas que no hemos de dejar de lado sino que debemos guardar con cuidado: 1) el aceite del olivo, figura del Espíritu Santo, único poder del cristiano; 2) la dulzura y el buen fruto de la higuera, dicho de otro modo, las obras de la fe; 3) el mosto que alegra a Dios y a los hombres, imagen de los goces de la comunión con Dios y con los hermanos. Aceptar reinar aquí abajo, o sea ocupar un lugar eminente e inquietarnos por cuestiones mundanas, sería necesariamente abandonar estos excelentes privilegios. ¡El Señor nos guarde a todos de ello!

Jueces 9:26-57

Este capítulo confirma la declaración de Isaías a propósito de tales hombres: “Sus pies corren al mal, se apresuran para derramar la sangre inocente; sus pensamientos, pensamientos de iniquidad; destrucción y quebrantamiento hay en sus caminos” (Isaías 59:7, citado en Romanos 3:15-19).

Hoy en día, ¿han cambiado las cosas en el mundo? ¡En absoluto! La política de los hombres sigue estando caracterizada por la violencia, la mentira y la agitación. “¿Iré a agitarme” por ellos? (v. 9, 11 y 13; versión francesa de J.N. Darby). Era la pregunta hecha por Jotam en su parábola. Habría podido tomar partido contra Abimelec, para vengar a sus hermanos asesinados. ¡Pero se cuida de hacerlo! Lejos de los disturbios y de las intrigas, espera apaciblemente en Beer la liberación de Jehová (v. 21; véase Números 21:16). Y así como vimos a los enemigos matarse unos a otros en el campamento de Madián, ahora Abimelec y los hombres de Siquem se destruyen mutuamente. El uno es para el otro como fuego devorador. Así se realiza lo que Jotam había predicho (v. 20) y, al mismo tiempo, se cumple lo que se ha comprobado en toda la historia humana: “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7; véase también 5:15).

Jueces 10:1-18

Se nombran dos jueces al principio de este capítulo: Tola y Jair, hombres estimados. Después, la decadencia prosigue aún más. En su extravío Israel se afana por servir a los dioses de los otros pueblos. Entonces, como antes, Jehová emplea enemigos para castigarlo. Esta vez, son los filisteos y los hijos de Amón. El haber adorado a los ídolos de estas dos naciones no es de ningún provecho para Israel. Notemos que las primeras víctimas son las tribus del otro lado del Jordán (v. 8). Son literalmente quebrantadas. Por fin viene la confesión: “Nosotros hemos pecado…” Sabemos que es siempre «el santo y seña» para volver al Señor.

Y, sin embargo, Dios responde con severidad, digamos, hasta con ironía: “Andad y clamad a los dioses que os habéis elegido; que os libren ellos” (v. 14).

¡Ah, pues no basta la confesión! También es necesario quitar los ídolos (comp. Génesis 35:2). Es la piedra de toque de un verdadero trabajo de conciencia y el pueblo lo entiende. Entonces oímos esta expresión de consuelo: “Y él fue angustiado a causa de la aflicción de Israel” (v. 16). ¡Qué ternura la de Dios por su pueblo miserable! ¿Sentiría él ahora menos por sus hijos?

Jueces 11:1-22

Jehová es “Dios perdonador, clemente y misericordioso” (Nehemías 9:17, V.M). Nuevamente librará a su pueblo, esta vez, por mano de Jefté. La historia de este juez es al principio similar a la de Abimelec. Pero Jefté, en lugar de rebelarse y vengarse de sus hermanos, renuncia a sus derechos y se retira al país de Tob, donde Dios sabe hallarlo llegado el momento.

Jefté, privado de su herencia, echado fuera por sus hermanos y exiliado en un país extranjero, de donde vuelve como libertador es, en este aspecto, una figura del Señor Jesús. El salvador del pueblo imperativamente debe ser también su jefe y capitán (Jueces 10:18; 11:8, 9 y 11). ¿Es Cristo uno y otro para usted? Después de haber sido rechazado por su pueblo Israel, que no quiso reconocer Sus derechos, subió al cielo. Ahora está ausente; pero volverá con poder y gloria (véase Lucas 19:12-14).

Delante de los enemigos de Israel, Jefté es muy valiente. ¿Cómo responde a sus reclamos y a su mentira? Recordándoles las verdades del principio y apoyándose en las bendiciones de otrora. Es necesario conocer bien los principios de la Palabra que condujeron a los creyentes de las pasadas generaciones y mantenerlos con firmeza (2 Tesalonicenses 2:15).

Jueces 11:23-40

Jefté se cree obligado a pagar a Jehová, mediante un sacrificio, su victoria sobre los hijos de Amón. ¡Esto es no conocer bien a Dios! Él se complace en bendecir a los suyos y, a cambio, sólo espera que le amemos. Él nos salva gratuitamente.

Consideremos la locura de la promesa que hace este hombre. ¡A veces Dios nos deja soportar las consecuencias de lo que decidimos precipitadamente! Cuidemos, pues, muy de cerca nuestras palabras, porque las promesas hechas a la ligera pueden tener graves consecuencias (Proverbios 20:25).

Si por un momento la fe le faltó a Jefté, ahora brilla en su hija, que “era sola, su hija única”, querida por su padre. Su sumisión nos hace pensar en la del Señor Jesús (Juan 8:29). No considera su vida como preciosa y se regocija por la victoria que Jehová dio a Israel. Es obediente hasta la muerte por amor a Jehová, a su padre y a su pueblo. Es una conmovedora figura de Cristo, si bien va lejos en la retaguardia de Aquel a quien representa.

Si la hija de Jefté merecía ser recordada de año en año, ¡nuestro Señor es infinitamente más digno de ser exaltado ahora y por la eternidad!

Jueces 12:1-15

En el capítulo 8, versículos 2-3, Gedeón había experimentado que “la blanda respuesta quita la ira”. Ahora, a sus expensas, Jefté va a aprender la continuación de ese versículo: “…mas la palabra áspera hace subir el furor” (Proverbios 15:1). Tropieza con los varones de Efraín, susceptibles, siempre prontos a disputar (Jueces 8:1 y Josué 17:14), quienes esperan recoger frutos de la victoria sin haber combatido y están celosos del éxito de los demás, cuando en realidad tendrían que haberse regocijado con ellos por la liberación de Jehová. También reprochan a Jefté no haberlos llamado al combate. Observemos el lugar que tiene el yo en su respuesta (v. 2-3). Y esta vez se desencadena la guerra. ¡Qué triste, una guerra entre hermanos! No obstante, ¡las disputas en nuestras familias tienen el mismo carácter en un sentido más íntimo! Y las causas son idénticas: egoísmo, celos, susceptibilidad. Pensemos en el gran mandamiento del Señor: “Como yo os he amado, que también os améis unos a otros” (Juan 13:34-35; 15:12 y 17), repetido por el apóstol Juan (1 Juan 3:23; 4:7, 11 y 21).

Finalmente otros jueces, escogidos entre diferentes tribus, gobiernan a Israel. ¡Tiempos de paz! Sepamos aprovecharlos para fortalecernos y no para dormirnos.

Jueces 13:1-10

Una vez más Israel se entrega a la maldad, de nuevo Jehová lo disciplina por mano de los filisteos… ¿Llevó fruto la prueba? ¡Desgraciadamente no! Cuarenta años transcurren. En vano Dios espera… presta oído… ¡Esta vez ningún clamor sube hacia él! El pueblo se ha acostumbrado a su miserable estado de servidumbre. Sin embargo, aquí y allí algunos testigos son fieles y temen a Jehová. Entre ellos, Dios nos presenta a Manoa y a su mujer, un piadoso matrimonio de la tribu de Dan, que no tiene hijos. Un día, un celeste visitante se aparece a la mujer. Tiene un feliz mensaje para ella: será madre de aquel que comenzará a salvar a Israel de la mano de los filisteos. Esta escena nos traslada al comienzo del evangelio de Lucas, en el cual el ángel Gabriel anuncia a María la gloriosa venida del Salvador.

Pero, tanto la madre como el hijo tienen que cumplir ciertos requisitos. Según Números 6, como nazareo el niño deberá ser apartado para Dios y abstenerse de ciertas alegrías que son habituales en los demás hombres (representadas aquí por el fruto de la vid). Es un carácter no siempre fácil ni agradable de poner en práctica en nuestras familias, pero… es el que Dios desea ver en las casas de los suyos (comp. Jeremías 35:6-10).

Jueces 13:11-25

No es a los poderosos de Israel a quienes Jehová da a conocer sus pensamientos para la liberación de su pueblo, sino a dos pobres israelitas de Dan, la más débil de las tribus (cap. 1:34). Actualmente, ¿a quién revela Dios su plan de salvación y al propio Salvador? A los niños y a los que se asemejan a ellos en la sencillez de su fe (Mateo 11:25). Durante esa segunda visita del ángel, notamos el holocausto, la ofrenda y la peña. Otras tantas imágenes de Cristo que nos son familiares. Pero el ángel mismo, ¿quién es y cuál es su nombre? Manoa, quien había anhelado conocerlo personalmente, y no sólo por intermedio de su mujer, obtiene esta única respuesta: “¿Mi nombre? Es admirable” o “maravilloso” (v. 18, V.M.) No es necesario que diga más para que nosotros lo reconozcamos. Abramos nuestras Biblias en Isaías 9:6: “Se llamará su nombre Admirable” (“maravilloso”). Y por cuanto es maravilloso, sólo puede obrar “maravillosamente” (v. 19, V.M.), hecho por el cual también le reconocemos. El ángel que sube en la llama del holocausto, y Jesús, quien, después de acabada su obra, “fue recibido arriba en el cielo” (Marcos 16:19), son una sola y misma Persona.

Jueces 14:1-13

Para Sansón fue un gran privilegio haber nacido en una familia en la que Dios era personalmente conocido y temido. ¿Tenemos este mismo privilegio? ¡Entonces prestemos atención a la historia de este hombre! Empieza bien (cap. 13:24-25). Pero, en el momento de tomar mujer, la escoge de entre los filisteos, en contra del parecer de sus padres. ¡Qué amarga experiencia! Cuántos jóvenes cristianos hacen lo mismo. Emprenden el camino del matrimonio con la persona que les “agrada” (v. 3), sin preocuparse por saber si primero agrada al Señor.

Para comprender bien la historia de Sansón es necesario recordar lo siguiente: cuando el hombre actúa por sí mismo, ¡cuán triste es! Pero cuando Dios obra por medio de él (valiéndose aun de sus faltas: es el sentido del versículo 4) ¡cuán glorioso es! Y lo que Dios hace a través de Sansón, ese hombre fuerte puesto aparte para liberar a Israel, más de una vez evoca a Jesús, el verdadero Nazareo, el gran vencedor de la cruz. Satanás, el león rugiente, se presentó en el camino de Cristo y éste lo venció. De manera que el terrible adversario ahora no tiene más fuerza contra el creyente, quien halla su fortaleza apoyándose en el Señor.

Jueces 14:14-20; Jueces 15:1-8

Las victorias del creyente, en lugar de cansarle y debilitarle, le proporcionan alimento y dulzura. Esto es lo que significa la miel hallada en el cuerpo del león muerto. El poder de Satanás es anulado por la muerte de Cristo (Hebreos 2:14). Pero, es un secreto que el mundo no puede comprender, porque halla sus propias alegrías más bien en las fiestas (v. 10). Para el hombre inconverso, allí hay un misterio: ¿cómo un cristiano puede encontrar placer y alimento para su alma en lo que él sólo discierne como terror y muerte? (el león rugiendo, cap. 14:5). Sansón propone su enigma a los filisteos, quienes, sin la traición de su mujer, no habrían podido explicarlo. Un poco más tarde, lo traiciona su suegro (cap. 15:2). El mundo siempre engaña, siempre decepciona. Si como a Sansón se nos ocurre confiar en él o mezclarnos con sus alegrías, conoceremos amargas decepciones.

Dios guarda a su siervo librándolo de ese matrimonio con una filistea. Pero, si hubiese escuchado a sus padres habría evitado el tormento y toda esa inquietud. Y Dios no habría dejado de proveerle otra “ocasión contra los filisteos” (cap. 14:4).

Jueces 15:9-20

Israel ha caído muy bajo. En absoluto sufre a causa de la dominación de los filisteos, sino que le molesta el libertador que Dios le dio. Los hombres de Judá suben con el propósito de atar a Sansón y deshacerse de él. Le dicen: “¿No sabes tú que los filisteos dominan sobre nosotros?” Eso es como decir: «Estamos satisfechos de como están las cosas. ¿Por qué nos traes dificultades?»

Pero esto brinda una oportunidad a Sansón: rompe las cuerdas nuevas y, por su propia mano, consigue una brillante victoria. Como la aguijada de Samgar (cap. 3:31), la quijada de asno es un arma despreciable, lo cual hace resaltar que la victoria viene sólo de Dios.

Una vez terminado el combate, Sansón hace la experiencia de que le hace falta el agua que Dios da. En respuesta a su oración, ella brota de la cuenca (o peña), esa roca que nos habla siempre de Cristo (1 Corintios 10:4). Asimismo, si se lo pedimos, Dios nos dará los frescos y vivificantes recursos de su Palabra que el Espíritu adapta a nuestras necesidades.

La victoria sobre el león había procurado a Sansón alimento; después de ésta, Dios le da de beber. Las victorias que el Señor nos otorgue, si confiamos en él, siempre serán la ocasión para fortalecer y refrescar nuestras almas, gozando de Su amor.

Jueces 16:1-12

Sansón es un hombre lleno de contrastes: físicamente muy fuerte, moralmente débil, acostumbrado a ceder a todos sus caprichos. Exteriormente, es apartado para Jehová; su larga cabellera lo muestra. Pero interiormente, su corazón está dividido. La prueba de ello es que ama a una enemiga de su pueblo. Preguntémonos si lo que manifestamos exteriormente corresponde realmente al estado de nuestro corazón. Es cierto que el ejercicio corporal es útil; sin embargo, lo que tiene valor para el Señor, no son las proezas deportivas que estimulan el orgullo, sino las secretas victorias sobre nuestras codicias. Por medio de su cabello sin cortar, una joven creyente muestra exteriormente su obediencia. ¡Pero es necesario que esa obediencia se cumpla igualmente en el corazón!

Regocijémonos al encontrar en nuestra lectura también una imagen del que “quebrantó las puertas de bronce, y desmenuzó los cerrojos de hierro” (Salmo 107:16). Sansón, al arrancar y llevar sobre sus poderosos hombros las puertas de Gaza, nos hace pensar en Cristo, quien quebrantó las ataduras de la muerte y libró así “a todos los que por el temor de la muerte estaban… sujetos a servidumbre” (Hebreos 2:15). Luego resucitó con poder, con las llaves de la muerte y del Hades (Apocalipsis 1:18).

Jueces 16:13-22

Existían secretos en la vida de Sansón: su enigma en el capítulo 14 y aquí su nazareato. Pero, no supo guardar ni uno ni otro. El redimido tiene secretos propios con su Salvador: ciertas experiencias hechas con él, de las cuales quizá no pueda hablar con nadie. Naturalmente, nuestra conversión es algo que se debe saber. En cambio, no siempre podemos explicar a otros por qué hacemos o no tal o cual cosa (Daniel 3:16). Este motivo, que implica apartarnos para Dios, es nuestro “nazareato”, del cual depende nuestra fuerza espiritual. “Separados de mí nada podéis hacer”, dijo el Señor Jesús (Juan 15:5). Entonces, si el mundo consigue descubrir en qué consiste nuestra separación, también sabrá hacérnosla perder.

Dalila, seductora, día tras día acosa al pobre Sansón. Éste, importunado y reducido “a mortal angustia”, termina por ceder. “Ella hizo que se durmiese”, agrega el relato. ¡Sueño fatal! (léase 1 Tesalonicenses 5:6).

Vencedor de un león, en dos ocasiones el hombre fuerte no supo guardar su lengua (cap. 14:17 y 16:17). “Toda naturaleza de bestias… ha sido domada por la naturaleza humana” —declara Santiago—; “pero ningún hombre puede domar su lengua” (Santiago 3:7-8). Para conseguirlo, es necesario el socorro de Dios y él sólo lo otorga a los que le obedecen (1 Juan 3:22).

Jueces 16:23-31

¡Pobre Sansón! He aquí el fin de su solemne historia: ciego, prisionero, es objeto de la burla de los enemigos de Dios y de su pueblo. Y lo que es más grave: su vergüenza recae sobre Dios mismo, ya que el ídolo parece más poderoso que el campeón de Jehová. Pero Dios pone término a tal presunción del adversario. Una última victoria se otorga a Sansón, quien muere junto con 3000 filisteos.

Así, pues, Sansón perdió sucesivamente su fuerza, su libertad, su vista y finalmente su vida. Meditemos en este relato, nosotros que fuimos criados en el conocimiento del Señor Jesús. Recibimos mucho; nuestra posición es privilegiada. Es verdad que estamos obligados a un “nazareato”: una separación del mundo y de la mayoría de sus placeres.

Pero ¡qué compensación tenemos!: la fuerza del Espíritu Santo, una fuerza sobrenatural, de fuente divina, está a nuestra disposición; y en el camino de la voluntad de Dios, nada resiste a ella. Es de desear que seamos y sigamos siendo de aquellos a quienes se dirige el apóstol Juan: “Os he escrito a vosotros, jóvenes, porque sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno” (1 Juan 2:14).

Jueces 17:1-13

Encontramos aquí una triste familia, muy diferente a la de Manoa. El hijo roba, la madre maldice, luego, con la misma boca (véase Santiago 3:10), bendice a su hijo en lugar de hacerle sentir la gravedad de su falta. Finalmente hace fabricar para él imágenes de talla. Se deja, pues, completamente a un lado la ley que prohibía esas prácticas, aunque el nombre de Jehová esté mezclado con las palabras de esa mujer. “Este pueblo de labios me honra —dirá el Señor—; mas su corazón está lejos de mí” (Mateo 15:8; Isaías 29:13 y 46:6). Es una advertencia para cada uno de nosotros. Pronunciar el nombre del Señor exige que nos retiremos del mal (2 Timoteo 2:19). Llamar a Jesús nuestro Señor significa reconocer su autoridad. Aquí, al contrario, cada uno hace lo que bien le parece.

Es el caso de Micaía, de su madre y también de ese joven levita de Belén, a quien Micaía establece como sacerdote, consagrándolo sin tener el derecho de hacerlo. ¡Ay de la memoria de Moisés: ese joven era su nieto! (cap. 18:30). ¿Qué habría pensado el que había dado a conocer la ley, destruido el becerro de oro y enseñado el solemne cántico (Deuteronomio 32), al ver a su propio nieto llegar a ser sacerdote de una imagen de talla?

Los descendientes de un hombre de Dios no están exentos de un naufragio espiritual.

Jueces 18:1-16

La propia voluntad y el espíritu de idolatría manifestados en la casa de Micaía contaminaron una tribu entera, como lo relata nuestro capítulo. Siempre es así. Antes de extenderse y turbar al pueblo de Dios, el mal empieza a germinar en las familias.

En aquellos días la posesión de los danitas aún no les había tocado en suerte, nos dice el versículo 1 (véase Números 26:55, 56; 33:54). Entonces, en lugar de consultar a Jehová y confiar en él, impacientemente, deciden escoger ellos mismos su herencia.

¡Qué espíritu de independencia! Además, se elige una fácil solución. Recordemos que los hijos de Dan se habían dejado repeler hacia la montaña (cap. 1:34). En lugar de apoderarse de lo que les estaba destinado y a su alcance, pero que exigía la energía de la fe, emprenden una expedición al otro lado del país. Quizás actuamos como ellos más veces de lo que pensamos. El Señor nos ha preparado un servicio en nuestro entorno; pero retrocedemos ante los ejercicios de fe y las luchas que requeriría este servicio, y preferimos una acción más espectacular en la dirección que nosotros mismos escogemos.

Jueces 18:17-31; Jueces 19:1-30; Jueces 20:1-48; Jueces 21:1-25

La toma de la ciudad de Lais no tiene nada en común con las conquistas de fe del tiempo de Josué. ¿Qué vemos en Dan? Codicia por todo lo “que haya en la tierra” (v. 10), confianza en su propia fuerza, al mismo tiempo que cobardía, ingratitud, robo, mala fe y, para colmo de males, el establecimiento de un culto idólatra. Hecho muy solemne, Jonatán, nieto de Moisés (Jueces 18:30), confirmó, pues, lo que había profetizado su abuelo en Deuteronomio 4:25 y 26.

El capítulo 19 presenta un terrible cuadro de la corrupción moral de Israel. Este mal lleva a la guerra (cap. 20) y a causa de esto una tribu casí desaparece (cap. 21).

Llegamos al último versículo del libro (repetición del capítulo 17:6): “Cada uno hacía lo que bien le parecía” (21:25). Esta frase resume el estado de Israel en tiempo de los jueces. Tristemente, resume también el de la cristiandad en la actualidad. Si bien el libro de Josué ha sido comparado con la epístola a los Efesios, la que más se parece al libro de Jueces es la segunda a Timoteo (en particular, el capítulo 3). Pero, esa sucesión de altibajos, de caídas y restauraciones ¿no es también a menudo nuestra historia? Guardémonos de hacer lo que es bueno a nuestros ojos, de los cuales no nos podemos fiar y, más bien, dediquémonos a hacer lo que es agradable al Señor (Efesios 5:10; Hebreos 13:21).

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