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Comentario diario sobre Isaías
: Autor Jean KOECHLIN 75
Cada día las Escrituras Serie:
Isaías 1:1-17
Como nos lo muestran las mismas palabras del Señor, el Antiguo Testamento consta de tres grandes partes: la ley de Moisés (el Pentateuco), los profetas (que abarcan además los libros históricos) y los salmos con los libros poéticos (Lucas 24:44). Por consiguiente, abordamos con la profecía una importante parte de la Biblia, lamentablemente demasiado a menudo descuidada a causa de sus dificultades. Pidámosle al Señor que nos ayude a descubrir en ella también las cosas tocantes a Él (Lucas 24:27). Un profeta es el portavoz de Dios ante su pueblo para reprenderlo, advertirlo, traerlo de vuelta y consolarlo. En el primer capítulo, como entrada en materia, la primera misión de Isaías es la de un médico encargado de dar su opinión acerca de un enfermo cuyo estado es desesperado. ¡Qué terrible diagnóstico el de los versículos 5 y 6! Es tan válido para el hombre de hoy como para el israelita de otrora. “Toda cabeza está enferma, y todo corazón doliente”. La inteligencia se ha corrompido al desviarse de Dios y los afectos por Él han faltado totalmente (Romanos 1:21). En esas condiciones, el despliegue de formas religiosas exteriores no es más que una vana hipocresía y aun una abominación (v. 13; comp. Proverbios 21:27).
Isaías 1:18-31
He aquí toda la gracia divina que brilla a favor de su miserable pueblo (pero también a disposición de todo pecador que reconoce estar perdido). En el pasaje anterior lo dejamos cubierto de llagas y de heridas recientes (V.M.), semejante a ese hombre de la parábola que había caído en manos de ladrones (Lucas 10:30). Ahora Dios invita a ese pueblo a echar cuentas. ¿Rendir cuentas? ¿Para qué? ¿Qué decir en su defensa? El culpable tiene la boca cerrada. Y entonces, en lugar de condenación, puede escuchar de la boca de su propio juez la maravillosa promesa del versículo 18, la que trajo paz a tantos corazones: “Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos…” Sabemos que es por medio de la sangre de Cristo que esa purificación puede cumplirse (1 Juan 1:7). En cambio, el castigo se ejecutará sobre los que rehúsen el perdón ofrecido.
Los versículos 21 y siguientes nos describen lo que ha llegado a ser Jerusalén, “la ciudad fiel”: una guarida de homicidas. Es necesario que Dios la purifique. Para su desdicha, no será por la sangre redentora —porque nada quiso de ella— sino por el juicio que cae sobre los transgresores después de toda la paciencia que Dios demostró hacia un pueblo rebelde.
Isaías 2:1-22
Pese a su ruina y a su miseria enceguecedoras, Jerusalén y Judá estaban hinchados de soberbia y de pretensión. Pero, cuando venga el día del cual hablan los versículos 12 a 21, “la soberbia de los hombres será humillada; y solo Jehová será exaltado en aquel día…” (v. 11 y 17). Dios hará saber públicamente lo que piensa de la gloria y del genio humanos (con todos sus agradables objetos de arte v. 16). El versículo 22 va mucho más lejos aún. “Dejaos del hombre” no sólo es la conclusión de nuestros dos capítulos sino la de todo el Antiguo Testamento; es la irrevocable sentencia de Dios sobre la raza humana de la cual Israel no es más que una muestra. Poco después, la cruz pondría punto final a esa experiencia del hombre en Adán. De ahí en adelante, Dios no hace caso de él y, de acuerdo con Él, tenemos el privilegio de considerarnos “muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús” (Romanos 6:11).
Este libro de Isaías empieza como la epístola a los Romanos, cuyos primeros tres capítulos formalmente establecen la culpabilidad del hombre y, por ende, su necesidad de justificación. La salvación de Jehová, significado del nombre de Isaías, podrá entonces ser revelada más adelante en la persona de Cristo, el Salvador (cap. 40 y sig.)
Isaías 3:1-15
Hasta el capítulo 12, se tratará principalmente del juicio sobre Israel y Judá; luego, del capítulo 13 al capítulo 27 el que caerá sobre las naciones. Dios siempre empieza ese juicio por su casa —la esfera más responsable— y éste será el caso de la cristiandad profesante (Romanos 2:9; 1 Pedro 4:17). El completo fracaso del hombre se nota más en los que tienen responsabilidades y ocupan una posición elevada. Pese a las formales enseñanzas de Dios se halla entre ellos el adivino y “el hábil encantador” (v. 3, V.M.; Deuteronomio 18:10). ¡En qué profunda corrupción cayó Israel! Pero, no obstante, Dios sabe diferenciar entre el justo y el impío (v. 10-11) y dará a cada uno según su obra. “Lo que el hombre sembrare, eso también segará” confirma Gálatas 6:7 (comp. Job 4:8 y Oseas 8:7; 10:12-13).
Uno de los enojosos frutos cosechados por el pueblo es el desorden social, el derrumbamiento del orden establecido. No hay más disciplina, los hijos objetan la autoridad de sus padres y de sus educadores: “el joven se levantará contra el anciano” (v. 5), los valores morales y las obligaciones son puestos a un lado. ¡Cuántas analogías entre esta profunda decadencia de Israel y la que comprobamos hoy en nuestros países cristianizados!
Isaías 3:16-26; Isaías 4:1-6
A las jóvenes, los versículos 18 a 23 les enseñan que los refinamientos de la moda no datan de nuestro siglo. ¿Hay algo más insoportable —y al mismo tiempo más ridículo (véase v. 16, final)— que esa extrema preocupación por la propia persona, ese deseo de atraer la atención y la admiración de los demás? De todos esos accesorios del vestir y esos adornos, Dios nos hace notar la vanidad. ¿Quiere decir esto que una creyente no debe cuidar su “atavío”? ¡Al contrario! La Palabra le enseña aun la manera de hacerlo. Buenas obras (1 Timoteo 2:9, 10), un espíritu afable y apacible (1 Pedro 3:2-6), son el adorno moral que a Dios le gusta; esto sin perder de vista que nuestra manera de vestirnos no le deja indiferente.
Lo que Dios da a su pueblo al final de su historia recuerda sus cuidados del principio, o sea, “nube y oscuridad de día y de noche resplandor de fuego” (comp. Éxodo 13:21-22) como para asegurarle: Nunca dejé de poner los ojos en ti.
Aquí termina el prefacio del libro. Nos ha mostrado la ruina total de Judá y de Jerusalén, los juicios que les alcanzarán, pero también su restauración y la gloria de Cristo (el renuevo del Señor, fuente y poder de vida - v. 2).
Isaías 5:1-17
Una conmovedora parábola ilustra los cuidados de Dios para con su pueblo. Israel es la viña del Amado de Dios. Aunque fue plantada, arreglada y cuidada con la más tierna solicitud, en definitiva no produjo sino uva silvestre, incomible y sin valor. En la parábola de los labradores malvados, el Señor expresará la total decepción sufrida por el Amado que tenía todos los derechos sobre su viña, Israel (Lucas 20:9-16).
Pero estos versículos nos hacen palpar también nuestra propia ingratitud. Es como si el Señor, después de permitirnos hacer la cuenta de todas las gracias recibidas desde nuestra infancia, preguntara con tristeza a cualquiera de nosotros: ¿Qué debí de hacer por ti que no haya hecho? ¿No tenía derecho de esperar algún buen fruto de tu parte? ¡Y, sin embargo, nada produjiste para mí!
Conocemos el medio de llevar fruto. Es el de permanecer en “la vid verdadera”. Ahora que Israel, viña improductiva, ha sido quitada, Cristo ha llegado a ser esa vid verdadera y su Padre es el labrador (Juan 15:1).
En el versículo 8, Isaías empieza la serie de los “ayes…” Nos muestran las tristes consecuencias, tanto para Israel como para el ser humano en general, al rehusar obedecer a Dios.
Isaías 5:18-30
Las pasiones de los hombres y los blancos que ellos persiguen varían según su condición social o su temperamento. Unos se afanan por agregar otro campo a su campo u otra casa a su casa (aunque sin poder habitar más de una a la vez - v. 8). ¡Ay de ellos! porque esas cosas de la tierra habrá que dejarlas en la tierra… para presentarse ante Dios con las manos vacías. Otros buscan su placer en las fiestas del mundo y en la excitación engañadora del alcohol (v. 11, 12, 22). ¡Ay de ellos cuando despierten demasiado tarde a las realidades eternas! También están los que se vanaglorian del pecado y provocan a Dios abiertamente (v. 18-19); aquellos cuya conciencia endurecida ha perdido la noción del bien y del mal (v. 20) y los que se complacen en su propia sabiduría (v. 21; en contraste con Proverbios 3:7). Todos los hombres están representados allí, desde el miserable borracho hasta el más grande filósofo, en una común y vana búsqueda de la felicidad (Eclesiastés 8:13). Pero el vocablo de Dios y el fin de todos los pensamientos y de todas las codicias humanas, sean distinguidos o vulgares, es: ¡Ay, ay, ay!
Veremos en los próximos capítulos de qué manera Dios se sirve de una nación (Asiria) como vara para castigar a su pueblo.
Isaías 6:1-13
En una gloriosa visión, el joven Isaías se halla de repente colocado en presencia del Dios santísimo. Convencido de pecado, exclama: “¡Ay de mí, pues soy perdido!” (V.M. - comp. Lucas 5:8). Entonces a la santidad de Dios viene a responder su gracia. El altar está al lado del trono. La purificación del pecador se cumple a partir del altar, figura del sacrificio de Cristo. Y veamos con qué diligencia Isaías se presenta en seguida para servir a Aquel que acaba de quitar su pecado. ¿Estamos dispuestos a contestar del mismo modo al llamamiento del Señor: “Heme aquí, envíame a mí”?
Es una misión muy extraña la que recibe en primer lugar el joven profeta. ¡Debe anunciar a “este pueblo” que Dios hará incomprensible Su mensaje! Este endurecimiento ha sido a menudo recordado, por ejemplo en Mateo 13:14; Juan 12:40; Hechos 28:25-27: “Anda… Engruesa el corazón de este pueblo, y agrava sus oídos, y ciega sus ojos, para que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni su corazón entienda, ni se convierta, y haya para él sanidad”. Isaías es enviado sólo después que ese pueblo desechó “la palabra del Santo de Israel” (cap. 5:24). Y Dios lo permite para que las naciones puedan también participar de la salvación (Romanos 11:25).
Ese año de la muerte del rey Uzías fue decisivo para el joven Isaías. ¿Existe también en nuestra vida una fecha sobresaliente: la de nuestra conversión?
Isaías 7:1-25
Después de haber contestado al llamado de Dios, Isaías fue obligado —así parece— a esperar mucho tiempo (por lo menos 16 años: duración del reinado de Jotán) antes de empezar su servicio público. Si tenemos que pasar por semejante escuela de paciencia, no nos desanimemos. Dejemos que el Señor escoja el momento y la manera que le convienen para emplearnos. Nuestra única responsabilidad es la de estar disponible y ser obediente (comp. Mateo 8:9).
Isaías es enviado, primeramente, al rey de Judá, el malvado Acaz. La hora es grave para el pequeño reino. Está amenazado por Rezín, rey de Siria, y, cosa triste de decir, por Peka, rey de Israel. Satanás, a través de ellos, busca derribar el trono de David y entonces se opone al reinado del Mesías prometido. Pero el profeta está encargado de dar una buena noticia: los dos agresores no podrán cumplir su “maligno consejo”.
Luego Acaz, pese a su indignidad y falsa humildad, es invitado a oír una revelación mucho más grande y más gloriosa: el nacimiento de Emanuel. Él traerá la salvación a la casa de David, a Israel y al mundo. ¡Hermoso nombre el de Emanuel: “Dios con nosotros”! (Mateo 1:23). Lo hallamos aquí como un primer rayo de luz proyectado por la lámpara profética en medio de las más profundas tinieblas morales. Léase 2 Pedro 1:19.
Isaías 8:1-22
Dos figuras, dos grandes temas dominan toda la profecía de Isaías: el uno, infinitamente precioso y consolador, es el mismo Mesías. El otro, al contrario, es aterrador; es el asirio, el poderoso enemigo de Israel en los últimos días. Porque el pueblo rehusó al primero, tendrá que habérselas con el segundo. Porque rechazó las aguas de la gracia del que le era enviado (Siloé significa «Enviado»: Juan 9:7), va a hallarse sumergido en juicio por las aguas “tempestuosas y muchas” del temible rey de Asiria. Sin embargo, al acordarse de que se trata del país de Emanuel, Dios quebrantará al final a los que se asocian para invadirlo. Este versículo 9 recuerda también cuál será la suerte de las asociaciones de naciones que están hoy a la orden del día (Isaías 54:15).
Para guardar el hilo conductor en estas palabras proféticas, no olvidemos que ellas conciernen algunas veces al pueblo rebelde y apóstata en su conjunto (v. 11, 14, 15, 19 y sig.) otras al remanente fiel al cual el Espíritu se dirige aquí.
La cita del versículo 18 en Hebreos 2:13 (“He aquí, yo y los hijos que me dio Dios”) nos permite ver en el profeta y sus hijos (cap. 7:3 y 8:1) a Cristo presentándose ante Dios con sus “discípulos”. No se avergüenza de reconocerlos y “llamarlos hermanos” (véase Juan 17:6 y 20:17: “Jesús le dijo: …Vé a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”).
Isaías 9:1-21
El capítulo 8 terminaba con “tinieblas”. Israel andaba en ellas como ciego y a tientas (v. 2). Pero, he aquí que, ante sus pasos, va a resplandecer “una gran luz”. La cita de este pasaje, hecha por el Señor en Mateo 4:15-16, nos transporta al tiempo del Evangelio para ver brillar en él a Aquel que es la luz del mundo (Juan 9:5). Y es en esa Galilea menospreciada (pero cuán privilegiada) que Jesús cumplió la mayor parte de su ministerio. Lo vemos en la costa del lago con sus discípulos y el gentío. Capernaum, en particular, fue “levantada hasta el cielo” por la presencia del Hijo de Dios en medio de ella (Mateo 11:23). No obstante, la luz verdadera no es sólo para una región o para un pueblo, sino que “alumbra a todo hombre”. Por desdicha, “los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 1:9 y 3:19). Nuestros versículos pasan por alto el tiempo del rechazamiento del Señor y todo el período actual de la Iglesia, la cual nunca se menciona en los profetas. Nos muestran de golpe el gozo de Israel (v. 3) en el momento en que, después de siglos de oscuridad, se levantará el glorioso Sol de Justicia para el reino milenial (comp. cap. 60:1, 19-20). El hermoso versículo 6 nos revela algunos de los nombres que se atribuyen al Hijo. ¡Tantos nombres y temas benditos de meditación para nuestras almas!
Isaías 10:1-23
Los versículos 8 a 21 del capítulo 9 y los 4 primeros del capítulo 10 nos muestran todas las razones por las cuales el furor de Dios hacia Israel no “ha cesado… sino que todavía su mano está extendida”. Y esta mano esgrime una temible vara para castigar al pueblo culpable: es Asiria, la que ya fue nombrada. Existió un asirio histórico (Senaquerib y sus ejércitos: véase cap. 36:1). Pero sólo ha sido una figura pálida del terrible asirio profético que invadirá el país de Israel un poco antes del reinado de Cristo. En su indignación, Dios ordenará ese ataque contra su pueblo. Pero el agresor lo tomará como pretexto para atribuirse sus éxitos y aun para elevarse contra Dios (v. 13 y 15; comp. 2 Reyes 19:23 y sig.) ¡Qué locura! La herramienta no es nada sin la mano que la maneja. Por esto, cuando haya terminado de servirse de esa vara, Dios le prenderá fuego como se quema a un simple palo (v. 16; cap. 30:31-33).
Aprovechemos ese ejemplo extremo para acordarnos de lo que somos, aun como creyentes: simples instrumentos sin fuerza ni sabiduría propia (comp. v. 13), a los cuales el Señor puede poner a un lado o reemplazar como le agrade. El pensamiento final de Dios no es el juicio sino la gracia: “el remanente volverá” (v. 21, 22 citados en Romanos 9:27).
“La soberbia del hombre le abate; pero al humilde de espíritu sustenta la honra” (Proverbios 11:2 y 29:23).
Isaías 11:1-16; Isaías 12:1-6
En el capítulo 10, los versículos 18 y 19, 33 y 34 comparan a Israel con un orgulloso bosque en el cual el hacha y el serrucho (Asiria en la mano de Dios - v. 15) producirán vastos claros. Y el árbol real de Judá también será abatido, ya que pronto no habrá más descendiente de David sobre el trono. Pero el lector ya lo habrá observado en la naturaleza: ocurre que renuevos llenos de savia vuelven a brotar de un tronco cortado. Asimismo, del “tronco de Isaí” (padre de David), seco en apariencia, brotó un nuevo vástago. Creció y, con abundancia, llevó el fruto del Espíritu de Dios (cap. 11:2).
El vástago, la raíz y el linaje de David (v. 1 y 10; Apocalipsis 22:16), son nombres que el Señor Jesús lleva en relación con la bendición de Israel y la del mundo. Entonces la justicia y la paz reinarán sobre la tierra, aun entre los animales: “Morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará…” (v. 6).
¡Qué contraste entre ese encantador cuadro del milenio y el estado actual de la creación que “gime a una, y a una está con dolores de parto” (Romanos 8:19-22) mientras aguarda el reposo y la gloria por venir! Todos los exiliados de Israel participarán de ella. Volverán de su dispersión como otrora el pueblo volvió de su cautiverio en Egipto. Y el capítulo 12 pone en su boca la alabanza final, la que nos recuerda el primer cántico entonado por Israel (comp. v. 2 y Éxodo 15:2).
Isaías 13:1-22
Dios empezó el juicio por Israel, que era entonces “su propia casa”. Es el principal tema de los doce primeros capítulos. Ahora, en una nueva división que nos conducirá hasta el capítulo 27, va a hablarnos de su juicio sobre las naciones. Históricamente, se trata en primer lugar, de los pueblos contemporáneos de Isaías. Por esta razón, las diferentes profecías que leeremos sucesivamente ya se han cumplido al pie de la letra. Relatos de viaje confirman que aún hoy el emplazamiento de Babilonia es un lugar asolado y temido, en el cual viven sólo las fieras del desierto (v. 17-22). No obstante, “ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada” (2 Pedro 1:20), dicho de otro modo, no se explica aisladamente ni aun por los hechos históricos posteriores. Lo que se debe buscar siempre en ella, con la inteligencia que da el Espíritu Santo, es una relación con el pensamiento central y final de Dios, a saber, Cristo y su futuro reinado.
Así es que existe una Babilonia profética, la falsa Iglesia apóstata (véase Apocalipsis 17:5 y cap. 18). Ésta caerá antes del establecimiento del reino para la alegría de los santos, los que se regocijan en la grandeza de Dios, “los que se alegran con mi gloria” (v. 3). “Alégrate sobre ella, cielo, y vosotros, santos, apóstoles y profetas; porque Dios os ha hecho justicia en ella” (Apocalipsis 18:20; comp. Salmo 35:15 y 26).
Isaías 14:1-27
A causa de la compasión que siente por el pequeño remanente de su pueblo, Dios derribará los más grandes imperios (cap. 43:3-5). Nada es difícil para Él cuando se trata de liberar a los que ama. ¡No temamos! Él tiene en sus manos todos los recursos para socorrer a sus hijos, no por nuestra fidelidad sino por la suya.
Después de Babilonia, se trata de su rey. Y nos hallamos ante una escena particularmente asombrosa. Por medio del pensamiento, Isaías nos transporta a la morada de los muertos e imagina la emoción causada por la llegada de aquel gran personaje. «¡Así que tú también llegaste aquí!» exclaman los que le conocieron en la cumbre de su poder. En ese rey de Babilonia, reconocemos al jefe del cuarto Imperio (romano), llamado también “la Bestia”. Sin embargo, a partir del versículo 12, el pensamiento del Espíritu va más allá de ese agente de Satanás para evocar a éste mismo. “¡Cómo caíste del cielo…!” ¡Profundo misterio el de esa aparición del orgullo en Lucifer, el querubín de luz! Llegado a ser el príncipe de las tinieblas, aún sabe, para seducir, disfrazarse “como ángel de luz” (2 Corintios 11:14). Hoy hace temblar la tierra mediante el poder de las tinieblas y no suelta a sus prisioneros (v. 17; cap. 49:24-25). Pero Dios, según su promesa, pronto lo aplastará bajo nuestros pies (Romanos 16:20; Ezequiel 28:16-19).
Isaías 14:28-32; Isaías 15:1-9; Isaías 16:1-14
Después del juicio contra Babilonia y Asiria, viene el de las naciones vecinas de Israel. Como acusados que se suceden ante un tribunal, esos tradicionales enemigos del pueblo judío van a oír, uno tras otro, una solemne profecía. La Filistea, sojuzgada por Uzías, padre de Acaz (2 Crónicas 26:6), no tenía por qué regocijarse por la muerte de este último (v. 28, 29), puesto que Ezequías, su hijo, iba asimismo a atacarla. “Hirió también a los filisteos hasta Gaza y sus fronteras, desde las torres de las atalayas hasta la ciudad fortificada” (2 Reyes 18:8).
En lo que concierne a Moab, muy grande es su soberbia (cap. 16:6). A este pueblo lo caracteriza el orgullo, del cual Dios declara: “La soberbia y la arrogancia aborrezco” y anuncia: “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes de la caída la altivez de espíritu” (Proverbios 8:13; 16:18). Asistimos a esta ruina de Moab. La desolación de Moab es indescriptible. Sus alaridos de espanto y de desesperación llenan los capítulos 15 y 16.
En los versículos 2 a 4 del capítulo 16 nos enteramos de que los fieles que huirán de la persecución del Anticristo en Judá hallarán refugio sobre el territorio de Moab. Finalmente, después de la ejecución de los juicios, habrá uno quien reine con misericordia, con verdad, con rectitud y con justicia. El Salmo 72, versículos 1-4, anuncia estos tiempos felices, en los cuales Cristo, el verdadero Salomón, juzgará al pueblo con justicia y rectitud.
Isaías 17:1-14; Isaías 18:1-7
En el capítulo 7:1 hemos visto a Rezín, rey de Siria, atacar a Judá con la complicidad de Peka, hijo de Remalías. 2 Reyes 16:5 a 9 completa este relato con su final: la toma de Damasco por Tiglat-pileser y la muerte de Rezín. Sin embargo, la “Profecía sobre Damasco” se refiere al porvenir, lo mismo que los juicios precedentes. Al parecer, la moderna Siria formará parte de esa “multitud de muchos pueblos” (v. 12; Apocalipsis 17:15), la cual, como un mar tumultuoso, tratará de sumergir a Israel… pero, “antes de la mañana”, ya no existirá (Salmo 37:36).
En contraste, el capítulo 18 nos presenta a un país marítimo que extiende su poder protector (la sombra con las alas) para ir en ayuda del pueblo elegido. Así Dios distingue, entre las naciones del mundo, las que son favorables o no a Israel. Y veamos lo que Él piensa de su pobre pueblo terrenal, mientras el mundo lo menosprecia y lo pisotea. A sus ojos, Israel es “temible (o maravilloso, según algunas versiones) desde su principio y después…” ¿No es el pueblo de Aquel que es llamado: “Maravilloso…”? (cap. 9:6, V.M.)
Y nosotros, amigos creyentes, ¿esperamos a Aquel que no sólo es nuestro Rey, sino también el Esposo celestial de la Iglesia?
Isaías 19:1-15; Isaías 19:22-25
Ahora Egipto tiene que oír una profecía amenazadora: guerra civil, tiranía de un cruel déspota, como otrora el Faraón, desecamiento del Nilo, el cual es la arteria vital, la riqueza y el orgullo del país (Ezequiel 29:3). He aquí lo que principalmente aguarda a ese enemigo de Israel.
Estos príncipes de Zoán y de Menfis nos ofrecen la imagen de los hombres de este mundo. Se creen sabios y no son más que necios (v. 11; comp. Romanos 1:22) porque rehúsan escuchar al Dios que se reveló. Al mismo tiempo dan crédito a todas las posibles formas de superstición (comp. v. 3). Por otra parte, es de notar que, paradójicamente, los peores incrédulos son, a menudo, los más crédulos. Esto se explica perfectamente: sin darse cuenta de ello, están enceguecidos y seducidos por Satanás, el señor duro y rey violento (v. 4; 2 Timoteo 3:13) que domina sobre ellos, engañándolos. Pero la gracia de Dios todavía tendrá algo que decir, aun para Egipto. Al lado de Israel, la particular heredad de Dios, en la bendición milenial habrá lugar para Egipto y Asiria, otrora enemigos del pueblo de Dios, pero figuras del mundo, el cual será entonces enteramente sumiso al Hijo del Hombre (Génesis 22:18).
Isaías 20:1-6; Isaías 21:1-10
El capítulo 20 completa “la profecía sobre Egipto”. Al caminar desnudo y descalzo, el profeta anuncia el lúgubre paso de los cautivos egipcios y etíopes deportados por el rey de Asiria, el cual era experto en esos traslados de poblaciones. Entonces Israel (“el morador de esta costa”) verá con espanto y consternación que fue en vano confiar en el pueblo de Faraón para ser liberado del temible asirio (Salmo 60:11, final).
El capítulo 21 empieza con “la profecía sobre el desierto del mar”. Se trata de nuevo de Babilonia. Durante lo que ella llama “la noche de mi deseo”, los medos y los persas (Elam) otrora pusieron fin brutalmente a su imperio y a su opulencia (v. 4; véase Daniel 5:28-31). Pero esta profecía tiene una aplicación futura como la del capítulo 13 (Lucas 21:35).
En el versículo 6 del capítulo 21 el profeta es invitado a colocar centinela. Sus consignas son: ¡Escuchar (V.M. y otras) diligentemente y gritar! En un ejército, el centinela ocupa un puesto de confianza. Su responsabilidad es considerable. Dos deberes le incumben: Velar y advertir (véase Ezequiel 3:17-18 en contraste Isaías 56:10). ¿No tiene cada creyente esas mismas responsabilidades? ¿Las cumplimos fielmente respecto de los pecadores de este mundo y frente a nuestros hermanos?
Isaías 21:11-17; Isaías 22:1-11
Era de suponer que en la lista de los enemigos de Israel halláramos a Edom (aquí Duma o Idumea). La profecía que le concierne es tan breve como solemne. El fiel centinela colocado según la orden de Jehová (21:6) es interpelado por los burladores de Seír: “Guarda, ¿qué de la noche?” (v. 11; comp. 2 Pedro 3:3-4). Pero la respuesta es a la vez seria y apremiante: “La mañana viene…” Viene para los que la aguardan (véase Romanos 13:12). “Y después,” la noche ¡la eterna noche de los que están perdidos! Cristianos, seamos centinelas vigilantes, conscientes de nuestro servicio en favor de los pecadores para exhortarlos: “Volved, venid”. Vayamos al encuentro de aquel que tiene sed para llevarle agua (v. 14).
Después de la profecía sobre Arabia, país cuya gloria también ha de acabarse, el capítulo 22 se dirige al “valle de la visión”. Esta vez reconocemos en él a la misma Jerusalén en su estado de incredulidad. ¡Descripción trágica e impactante! La ciudad entera está en efervescencia, la gente se concentra en los terrados para asistir a su desastre. Todas las imaginables precauciones ¿no habían sido tomadas? (v. 8-11). Sí, por cierto, salvo la única que hubiese sido necesaria: mirar hacia aquel “que lo hizo”, hacia Jehová su Dios.
Isaías 22:12-25
Cuando una calamidad amenaza a la gente del mundo, una de sus reacciones consiste en rodearse de todas las precauciones humanas (v. 8-11). Pero hay otra actitud peor aún: es el dejarse estar. Aquí, mediante una prueba, Dios acaba de invitar a Israel a llorar y a humillarse: Él les cantó endechas, por decirlo así (Mateo 11:16-17). Ahora bien, el pueblo no sólo no se lamentó sino que —cosa extraña— ¡se entregó al júbilo y a la alegría! ¡Esta filosofía —llamada materialista— tiene muchos adeptos en nuestro atormentado siglo! Ya que la existencia es tan breve —dicen esos insensatos— y que estamos a merced de una catástrofe, aprovechemos el presente momento lo más alegremente posible. Es lo que resume la corta frase: “Comamos y bebamos, porque mañana moriremos”. El apóstol Pablo la cita a los corintios como para decirles: Si no debiera haber una resurrección, no nos quedaría sino vivir efectivamente como bestias, con el único goce del instante que pasa: “Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos porque mañana moriremos” (1 Corintios 15:32, Lucas 17:27).
Los versículos 15 a 25 ponen a un lado al mayordomo infiel, figura del Anticristo, para establecer al hijo de Hilcías, Eliaquin (el que Dios establece), hermosa figura del Señor Jesús (v. 22-24; comp. Apocalipsis 3:7).
Isaías 25:1-12
Tiro, la floreciente metrópoli comercial del mundo antiguo, ha sido el tema, en el capítulo 23, de la última de las profecías. Cada una de éstas ha condenado al hombre bajo un lado moral distinto.
En el capítulo 24, los juicios apocalípticos, que deben poner fin al poder del mal, se han desplegado sobre la tierra y la han trastornado por completo. Pero en el capítulo 25, desde el medio mismo de esas ruinas (v. 2) he aquí que se eleva una conmovedora melodía. El “pobre” remanente de Israel, maravillosamente dejado a salvo de la destrucción, canta lo que el Dios eterno ha sido para él durante el tiempo de la tormenta. Ahora “el tiempo de la canción ha venido” (Cantares 2:12; comp. cap. 24:13). El versículo 4 ha sido el consuelo —y la experiencia— de innumerables creyentes en la prueba. Pero el versículo 8 nos hace entrever las manifestaciones de un poder más grande aun: Destruirá la muerte para siempre… Cosa notable, esta frase está en tiempo futuro, en tanto que su cita en 1 Corintios 15:54 nos habla del momento en que se realiza para los creyentes: “Sorbida es la muerte en victoria” o más exactamente traducido aun: “Tragada ha sido la muerte…” (V.M.), porque entre esos dos versículos acaeció la cruz y la triunfal resurrección del vencedor del Gólgota. Finalmente, cuando resuciten los malos, la muerte será definitivamente destruida (1 Corintios 15:26).
Isaías 26:1-13; Isaías 27:1-5
El tema del juicio de Israel, desarrollado en los capítulos 1 a 12, termina con una espléndida visión del reinado del milenio. Y a su vez, esta segunda parte (cap. 13 a 27), que trata del castigo de las naciones, termina de la misma manera. Se canta un cántico del cual algunos versículos merecen ser subrayados especialmente en nuestra Biblia. Los versículos 3 y 4 del capítulo 26 han sostenido a muchos desalentados hijos de Dios (comp. Salmo 16:1). Los versículos 8 y 9 expresan los fervientes suspiros del fiel. El versículo 13 nos recuerda los vínculos de la esclavitud del pasado. Sí, conocemos por demás a esos otros señores: Satanás, el mundo y nuestras codicias. Han dominado sobre nosotros hasta que nos liberó el Señor, al que pertenecemos de ahí en adelante (2 Crónicas 12:8).
En el capítulo 27, el leviatán, figura del diablo (la serpiente antigua) está imposibilitado para dañar (Salmo 74:14; Apocalipsis 20:1-3). Luego, Israel es comparado con una viña nueva (comp. cap. 5). Produce, esta vez, ya no más uva silvestre sino el puro vino de un gozo sin par y llena la faz del mundo de frutos para la gloria de Dios, pues ya no son los malvados labradores quienes están encargados de ella. Dios mismo la cuida de noche y de día.
Isaías 28:1-22
Una tercera subdivisión del libro empieza con este capítulo 28. Vuelve atrás para detallar la invasión de Efraín (las diez tribus) y luego la de Judá por el temible asirio profético. El orgullo actuará como la embriaguez para extraviar al desdichado pueblo judío. Éste creerá que se protege eficazmente al hacer un pacto con la muerte (es decir, con el jefe del Imperio romano). Pero esto mismo será su perdición. Como un ciclón que arrasa todo a su paso, el asirio asolará a Jerusalén. Dios se servirá de ese “azote” para cumplir “su extraña obra… su extraña operación”; dicho de otro modo, el juicio. Porque su habitual obra es la de salvar y de bendecir (Juan 3:17).
Pero el derrumbamiento de todos los valores y de todos los puntos de apoyo humano son para Dios la oportunidad de revelar el seguro fundamento que Él puso en Sion. Nótese con cuánto amor Él lo considera, como si, al haberlo tomado en su mano, se detuviera con satisfacción sobre cada expresión: “una piedra, piedra probada, angular, preciosa, de cimiento estable”. Sí, esta piedra, figura de Cristo, “desechada… por los hombres, mas para Dios escogida y preciosa” también tiene precio para nosotros que creemos (leer 1 Pedro 2:4-7). El Señor viene a ser para cada uno la piedra de toque. ¿Tiene Cristo este precio para nosotros?
Isaías 29:1-24
Después de la invasión mencionada en el capítulo 28, Jerusalén aún no está libre (véase cap. 40:2). Va a soportar un nuevo asalto de parte de una formidable coalición de pueblos. Pero esta vez todos esos enemigos se desvanecerán como un sueño porque acometieron contra “Ariel” (el león de Dios), la ciudad del verdadero David. Al mismo tiempo que la liberación, Dios va a cumplir otra obra digna de Él. Y está en la conciencia misma de su pueblo (v. 18 al 24). Los oídos sordos y los ojos enceguecidos, según la profecía del capítulo 6:10, serán abiertos. Le será devuelta la inteligencia y las palabras del libro precedentemente sellado (v. 11) serán comprendidas y recibidas. Con este motivo acordémonos que la Biblia es un libro cerrado para la inteligencia natural. Hace falta el Espíritu Santo para entenderla.
El versículo 13 será citado por el Señor en Mateo 15:7-8 a los escribas y a los fariseos, porque describe el estado de ellos. Honrar al Señor con los labios en tanto que el corazón permanece muy alejado de Él, sí, en tal estado podemos encontrarnos si no nos juzgamos. Tal hipocresía puede engañar a los demás y hacernos pasar por más piadosos de lo que somos; pero no podría embaucar a Aquel que lee en nuestros corazones (Ezequiel 33:31-32).
Isaías 30:15-21; Isaías 31:4-9
Los capítulos 30 y 31 proclaman una doble desgracia sobre el pueblo rebelde porque buscó socorro de parte de Egipto. Nunca repetiremos demasiado con la Palabra de Dios: Poner su confianza en los hombres es, ante todo, una locura porque no podría estar peor colocada; es también una prueba de incredulidad puesto que desde el principio de este libro, Dios estableció que no se podía hacer caso alguno del hombre (cap. 2:22). En fin, es un ultraje a Dios, un desprecio de su poder y de su amor. ¡Como si Él fuera incapaz de protegernos y como si no fuera su agrado hacerlo! El camino de la liberación y de la fortaleza es trazado por el hermoso versículo 15 del capítulo 30: “En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza”.
Es necesario volver al Señor en lugar de ir hacia el mundo (Egipto), y permanecer en reposo en lugar de agitarse. Además, “la quietud… y la confianza” son las condiciones necesarias para recibir las directivas del Señor: “Entonces tus oídos (es personal) oirán a tus espaldas palabra que diga: Éste es el camino, andad por él; y no echéis a la mano derecha, ni tampoco torzáis a la mano izquierda” (v. 21). ¡Voz fiel, voz familiar! ¡Cuántas veces nos hemos extraviado —a la derecha o a la izquierda— porque nuestro corazón descuidó prestarle atención! (Proverbios 5:12-14).
Isaías 32:1-8; Isaías 33:17-24
No hay que buscar en estos capítulos una historia continua de acontecimientos futuros. Éstos son presentados, al contrario, como otras tantas visiones proyectadas, una por una, sobre la pantalla profética. Los mismos hechos, aislados o reagrupados, pueden aparecer varias veces bajo diferentes perspectivas. Así es como, por tercera vez, la radiante alba del reinado milenial se ofrece a nuestra admiración.
Después de la espantosa destrucción del asirio y de la del falso rey o Anticristo (cap. 30:31-33, se hace lugar al rey verdadero, Cristo, quien reinará con justicia. Precisamente, el acento está puesto ahora sobre esta justicia (cap. 32:16-17 y 33:5 y 15).
Entonces, con ojos que verán (cap. 32:3), los del pueblo que hayan podido salvarse contemplarán “al Rey en su hermosura”. Además, hallarán en él “un varón”, el cual será para ellos protección, reposo y vida del alma (cap. 32:2). Esas promesas dirigidas a Israel, ¡cuán preciosas son también para nuestros corazones, queridos hijos de Dios! Porque vivimos en el mismo mundo injusto y esperamos al mismo Señor. Es “el más hermoso de los hijos de los hombres” (Salmo 45:2). Subrayemos también el versículo 8 del capítulo 32 pensando en la nobleza moral que debía caracterizar la conducta de los que Dios hizo sentar con príncipes (1 Samuel 2:8).
Isaías 34:9-17; Isaías 35:1-10
El capítulo 34 se refiere al castigo de Edom, ese pueblo maldito, descendiente de Esaú. Será borrado por completo. En cuanto a su país, el monte de Seír, será reducido a perpetua desolación. Predicadores modernos se atreven a afirmar que Dios, en su amor, no puede condenar a ninguno. Semejante pasaje los desmiente solemnemente. En contraste, el capítulo 35 nos da una idea de lo que será la heredad de Israel (hermano de Esaú). Hasta el desierto llegará a ser un maravilloso jardín donde brillará sin nube “la gloria del Señor, la hermosura de nuestro Dios” (v. 2). Por eso, veamos el júbilo y la alegría que desbordan en este pequeño capítulo 35.
¡Pues bien! semejante perspectiva ¿no es apropiada para reanimar a los corazones más desalentados? (v. 3). Con más razón aun, así es la esperanza cristiana por excelencia: la venida del Señor para arrebatar a su Iglesia. No lo olvidemos y hablemos de ello con los demás creyentes. No hay medio más eficaz para fortalecer las manos cansadas por el servicio, así como las rodillas que han dejado de doblarse para la oración, y para animarnos a un andar sin desfallecimiento (comp. Hebreos 12:12). “Alentaos los unos a los otros con estas palabras”, recomienda también el apóstol Pablo (1 Tesalonicenses 4:18).
Hemos llegado, pues, al fin de la primera gran división profética del libro de Isaías.
Isaías 36:1-10; Isaías 36:22; Isaías 37:1-4
Los capítulos 36 a 39 intercalan entre las dos grandes divisiones proféticas del libro de Isaías un episodio histórico. Se trata del relato que conocemos por medio de 2 Reyes 18:13 a 20:21 y por 2 Crónicas 32. Dios nos lo da una tercera vez como una viviente ilustración: por una parte, la confianza en Él; por otra, sus misericordiosas respuestas a esa confianza. Inesperada en ese lugar del libro, esta hermosa historia de Ezequías está destinada a fortalecer “las manos cansadas” y afirmar “las rodillas endebles” (35:3). Por último, es una figura de la situación en la cual se hallará el remanente de Israel cuando ocurra la invasión asiria.
El enemigo, quien había sido vencedor hasta entonces, se presenta “junto al acueducto del estanque de arriba, en el camino de la heredad del Lavador”, en el mismo lugar donde el profeta y su hijo Sear-jasub habían sido enviados al encuentro de Acaz con un mensaje de gracia cuando tuvo lugar la invasión de Rezín, rey de Siria. Ante las provocaciones del nuevo invasor, Ezequías puede acordarse de la promesa hecha a su padre en ese mismo lugar: “Guarda, y repósate; no temas, ni se turbe tu corazón…” (Isaías 7:3-4).
“Éstos confían en carros, y aquéllos en caballos; mas nosotros del nombre del Señor nuestro Dios tendremos memoria” (Salmo 20:7). “Bienaventurados todos los que en él confían” (Salmo 1:12).
Isaías 37:5-20
Los siervos de Ezequías han obedecido a su rey al callar ante el enemigo. Luego le han contado fielmente las palabras de este último (cap. 36:21-22). Ahora cumplen ante Isaías la misión que les ha sido encomendada, poniendo en práctica el proverbio que ellos mismos copiaron (véase Proverbios 25:1 y 13). Notemos que están conducidos por Eliaquim, hijo de Hilcías, el fiel mayordomo establecido por Dios y que es una figura del Señor Jesús (cap. 22:20).
Tranquilizado una primera vez por la respuesta del profeta, he aquí que Ezequías recibe del rey de Asiria una carta cargada de amenazas para él y de menosprecio hacia Dios. En el doble sentimiento de su propia impotencia y de la ofensa hecha al Dios de Israel, el rey penetra de nuevo en el Templo, donde extiende la arrogante misiva delante de Dios. Esta vez no se contenta con una oración de Isaías (v. 4). Se dirige él mismo a Dios, diciendo: “Jehová de los Ejércitos, Dios de Israel… oye todas las palabras de Senaquerib, que ha enviado a blasfemar al Dios viviente… Ahora pues, Jehová Dios nuestro, líbranos de su mano…” Notemos sus argumentos. No hace mención de sí mismo ni del pueblo. Sólo importa la gloria de Aquel que mora “entre los querubines”. No se debía confundir “los dioses de las naciones” sojuzgadas por Asiria con “el Dios de todos los reinos de la tierra” (v. 12 y 16 – comp. también el v. 17 con Salmo 74:10 y 18).
Isaías 37:21-38
Ezequías ha experimentado el versículo 15 del capítulo 30: “En descanso y en reposo seréis salvos; en quietud y en confianza será vuestra fortaleza”. Y no ha sido confundido. La fe honra a Dios —se ha podido decir— y Dios honra a la fe. Pues bien, hoy Dios es “el mismo” (Salmo 102:27). No puede dejar de contestar a la más débil confianza de sus hijos, porque en ello se juega su gloria.
Como Ezequías se desentiende de este asunto, Dios mismo se encarga de responder a la carta del rey de Asiria de una manera que éste estaba lejos de esperar. Un único ángel de este Dios despreciado basta para matar a ciento ochenta y cinco mil combatientes de su ejército. Obligado a renunciar a su campaña, Senaquerib vuelve a Nínive, lleno de vergüenza y desilusión. Luego cae a su turno bajo los golpes de sus propios hijos. Qué contraste entre el altivo y orgulloso conquistador, que halla su perdición en el templo mismo de su ídolo, y el humilde rey de Judá, cubierto de cilicio, el que se presenta en la casa de su Dios para obtener de Él la salvación (véase Salmo 118:5).
Admiremos la gracia de Dios, quien, a esa salvación, agrega aun una señal. El conoce las necesidades de los suyos y promete proveer a su subsistencia (v. 30; Mateo 6:31-33).
Isaías 38:1-16
La fe de Ezequías obtiene aquí de parte de Dios una respuesta más grande todavía que la del capítulo anterior. La muerte se presenta, importuna visitante. La desesperación que experimenta el desdichado rey parece mostrar una cosa: no conoce la promesa que Dios había hecho por boca de Isaías, promesa que hemos leído en el capítulo 25:8: “Destruirá a la muerte para siempre; y enjugará el Señor toda lágrima de todos los rostros”. Ezequías, quien vive en el tiempo de las promesas para la tierra (Salmo 116:9), no tiene otra esperanza que la prolongación de sus días. No tiene ante él la certeza de la resurrección que los creyentes poseen hoy en día. No sabe que “morir es ganancia” porque “partir y estar con Cristo… es muchísimo mejor” (Filipenses 1:21 y 23). No obstante, Dios oye su oración, ve sus lágrimas… y se apiada. Y, esta vez también, agrega a su respuesta una señal de gracia: la sombra que retrocede sobre el reloj de sol, figura del juicio demorado.
El versículo 3 nos hace pensar en Hebreos 5:7 y en las lágrimas vertidas por el Señor Jesús en Getsemaní. ¿Quién sino Jesús podía cumplir plenamente estas palabras?
Este hermoso relato ya nos ha sido contado en 2 Reyes 20:1-11. Pero lo que hallamos sólo aquí es la conmovedora “escritura de Ezequías” que acompaña su curación.
Isaías 38:17-22; Isaías 39:1-8
La “Escritura de Ezequías” termina con acción de gracias. Él había orado para ser salvado de la muerte. Ahora ora para agradecer al que le oyó. Clamar a Dios en momentos de necesidad es, en cierto modo, nuestro «reflejo» normal de creyentes. Pero, en cambio, ¿no solemos olvidar la segunda oración, la que sigue a la provisión?
La porción de los inconversos aquí abajo se reduce a una sola palabra: “amargura” (comp. Eclesiastés 2:23). Aun cuando todo les sale bien no pueden librarse de una angustia secreta. “Mas —puede decir el redimido a su Salvador— a ti agradó librar mi vida del hoyo de corrupción; porque echaste tras tus espaldas todos mis pecados”.
“El Señor me salvará”. Si es ésta nuestra historia, no dejemos de considerar el versículo 19: “el que vive, éste te dará alabanza, como yo hoy”.
De una manera más general, es la historia de Israel que volverá a vivir como pueblo de Dios en el último día, después del perdón de todos sus pecados.
El capítulo 39 relata cómo Ezequías sucumbe a la sutil tentación del rey de Babilonia. Nos sucede lo mismo cada vez que sirve para nuestra propia gloria lo que Dios nos ha confiado para la Suya. “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías?” (1 Corintios 4:7). “Yo soy rico, y me he enriquecido…”, no es otra cosa que la pretensión insoportable de Laodicea (Apocalipsis 3:17).
Isaías 40:1-17
Los capítulos 40 a 66 forman un conjunto muy distinto, al punto que a veces han sido llamados «el segundo libro de Isaías». La primera parte tenía por tema principal la historia pasada y futura de Israel, así como la de las naciones con las cuales tuvo (y tendrá) que habérselas. En la división que abordamos, se trata esencialmente de la obra de Dios en los corazones para que miren hacia Él. Nuestra oración, al empezar esta lectura, es que tal obra se haga en cada uno de nuestros corazones. Sólo la gracia divina puede cumplirla y, por esta razón, Dios empieza por hablar de consuelo y de perdón.
Entre “las voces” que resuenan al principio de este capítulo (v. 2, 3, 6 y 9), hay una que reconocemos: la de Juan el Bautista (Juan 1:23). Los evangelios nos enseñarán de qué manera él preparó el camino del Señor Jesús. El siguiente llamado, citado en 1 Pedro 1:24-25, compara el carácter frágil y pasajero de la carne —incluso lo que puede producir de más hermoso (su flor)— con “la Palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (comp. Mateo 24:35). En fin, Jerusalén está invitada a anunciar a todos: “¡Ved aquí al Dios vuestro!” ¿Somos también mensajeros de buenas nuevas? (comp. 2 Reyes 7:9).
Isaías 40:18-31
Una gran cuestión va a ser debatida en los capítulos 40 a 48 que abordamos: la de la idolatría del pueblo. Naturalmente, ese tema empieza por puntualizar algo: ¿Quién es el Dios de la creación? (v. 12 y sig.) Antes de hablar de los falsos dioses, el profeta establece la existencia y la grandeza del Dios incomparable (v. 18 y 25; comp. Salmo 147:5). Tal es también la mejor manera de anunciar el Evangelio. Empecemos por presentar a Jesús. Pocas palabras bastarán para demostrar la vanidad de los ídolos del mundo. Cuando un niñito se ha apoderado de un objeto peligroso, antes que arrancárselo con dificultad y con riesgo de herirle, sus padres le presentarán primeramente un más hermoso objeto que le impulse a soltar el primero.
Dios no sólo posee el poder en Sí mismo, sino que Él es la fuente de todo verdadero poder. ¡También para ustedes, jóvenes, que creen poseer aún fuerzas y capacidades personales! Recuerden estos versículos 29 a 31; han dado prueba de su eficacia al alentar a innumerables creyentes desanimados. Guárdenlos a su turno en el corazón, como un corredor prudente tiene en reserva una provisión especial para el momento de cansancio. El apóstol Pablo no se cansaba, porque tenía su mirada puesta en las realidades invisibles (2 Corintios 4:1, 16-18).
Isaías 41:1-29
Dios no sólo se ha dado a conocer en su creación. Ha mostrado igualmente que se ocupa del hombre. A las naciones, se reveló en justicia y en juicio (v. 1-4). A Israel, se manifestó en gracia. ¿No se trata de los descendientes de Jacob su siervo y de Abraham su amigo? “Son amados por causa de los padres. Porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (Romanos 11:28-29; Salmo 105:6-10).
La debilidad de ese pobre pueblo —un miserable gusano— no es un obstáculo para su bendición. Al contrario, es la condición misma para que goce de magníficas promesas (las del v. 10 en particular), promesas que también son propias para animarnos: “No temas, porque yo estoy contigo; no desmayes, porque yo soy tu Dios que te esfuerzo; siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia”. “No temas”: es la pequeña frase familiar (v. 10, 13, 14; cap. 44:2) que, Aquel que discierne nuestras perturbaciones y nuestras inquietudes, utiliza con ternura para tranquilizarnos.
El final del capítulo continúa estableciendo lo que Dios es con relación a los ídolos. Éstos son desafiados, ¿tienen el menor conocimiento del pasado o de “lo que ha de venir”? (v. 22-23). ¡Entonces que lo prueben! El Creador, el Dios que se interesa en el hombre es igualmente el Dios de todo conocimiento.
Isaías 42:1-17
La progresiva revelación que Dios hace de sí mismo va a completarse ahora maravillosamente. El capítulo 42 empieza con la presentación de una Persona: “He aquí mi Siervo…” A tal punto se trata del Señor Jesús en Isaías, que este libro ha sido llamado a veces «el evangelio del Antiguo Testamento». Ya hemos encontrado versículos que anuncian su nacimiento, luego su manifestación en Galilea (cap. 7:14; 9:1-2 y 6). Ahora somos transportados a la orilla del Jordán. La poderosa voz de Juan el Bautista ha resonado en el desierto (40:3). Entonces aparece el perfecto Siervo. Y en seguida, según la promesa que tenemos aquí, Dios pone “su Espíritu sobre él”. Bajo la apariencia de una paloma, el Espíritu Santo viene a morar sobre el Amado en quien el Padre “tiene complacencia” (v. 1; Mateo 3:17). Ungido con el Espíritu Santo y con poder, comienza entonces su incansable ministerio de gracia y de verdad (v. 1-4 citados en Mateo 12:18-21).
“A otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a esculturas” declara el Señor. Este versículo 8 permite explicar muchos castigos y humillaciones, no sólo para Israel, sino también para los cristianos de hoy en día (ver también cap. 48:11).
Isaías 42:18-25; Isaías 43:1-7
Es importante comprender a quién se dirige el Espíritu de Dios en cada parte de las Sagradas Escrituras. Muchas personas se han confundido, particularmente en la interpretación de los profetas, al aplicar a la Iglesia lo que se refiere al pueblo judío. En todos nuestros capítulos sólo se tratará de Israel y su Mesías. Pero, a la inversa, no descuidemos esos pasajes con el pretexto de que no conciernen directamente a los cristianos. Cuántas palabras conmovedoras contienen ellos, palabras que el hijo de Dios reconoce y se apropia, porque las ha oído repetidas veces en lo secreto de su corazón: “No temas, porque yo te redimí; te puse nombre, mío eres tú… Yo estaré contigo… Cuando pases por el fuego, no te quemarás…” Tal fue la experiencia de los tres amigos de Daniel (Daniel 3). Si nosotros también tenemos que atravesar el fuego de la prueba, nunca estaremos sólos; el Señor expresamente nos prometió su compañía: “el horno de fuego” es un lugar privilegiado de encuentro de Cristo con los suyos (2 Timoteo 4:17).
“Cuando pases por las aguas…” El fuego y el agua: ambos hacen falta para conseguir un buen acero, o dicho de otra manera, para forjarnos una fe bien templada.
Isaías 43:8-28
Considere el lector los magníficos nombres que Dios se da en los versículos 11 a 15: “Yo Jehová… yo soy Dios… Redentor vuestro… Santo vuestro, Creador de Israel, vuestro Rey… fuera de mí no hay quien salve”. “En ningún otro hay salvación” repetirá el apóstol Pedro en Hechos 4:12.
Pero la vida cristiana no se limita a la salvación. Dios tiene derechos sobre nosotros como sobre su pueblo terrenal: “Este pueblo he creado para mí; mis alabanzas publicará” (v. 21). Israel no reconoció esos derechos (v. 22). Pero, por desdicha, en la cristiandad actual la importancia de la alabanza y el culto está igualmente mal conocida.
“Por amor de mí mismo”: es también a causa de sí mismo que Dios borra las transgresiones. Su gloria exige nuestra santidad. Provee a esto personalmente, aunque Él sea el Dios ofendido: “Yo —dice—, yo soy el que borro tus rebeliones”. No sólo las quita, sino que de todos nuestros pecados, incluso los más horrorosos, nos enteramos que Dios no se acuerda más. ¡Qué gracia! Empero, Él agrega: “Hazme recordar… habla tú…” A nosotros, descendientes de Adán pecador, Dios nos encarga el cuidado de confesar nuestro estado, nuestras propias faltas… y al mismo tiempo de recordar la obra cumplida para expiarlos. ¿No es justamente esto “publicar sus alabanzas”?
Isaías 44:1-13
Estos capítulos nos llevan al comienzo de la historia de Israel en el libro del Éxodo. Dios había formado y separado ese pueblo para sí mismo (cap. 43:21 y 44:2). Ellos le pertenecían y Él a ellos (v. 5). Él les había dado la ley que empezaba así: “Yo soy el Señor tu Dios… No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen… No te inclinarás a ellas, ni las honrarás…” (Éxodo 20:1-5). Por la historia del pueblo sabemos hasta qué punto estos mandamientos fueron transgredidos. Mas los ídolos no son el pecado exclusivo de Israel, ni tampoco patrimonio sólo de los pueblos paganos (1 Corintios 10:14). Al hacer el inventario de los objetos que poseemos —y el de nuestros pensamientos secretos— tal vez encontremos más de un ídolo sólidamente instalado. ¡Pues bien! es por esta razón que, tan a menudo, el Espíritu de Dios es entristecido y la bendición frustrada (comp. v. 3).
Meditemos todavía las dos últimas expresiones de nuestra lectura respecto del ídolo. Está hecho “a semejanza de hombre hermoso” (comp. cap. 1:6). El ser humano se complace de sí mismo, honrando y sirviendo a las cosas creadas más bien que al que las creó (Romanos 1:25). En segundo lugar, el ídolo está hecho “para tenerlo en casa” (v. 13). Velemos muy de cerca sobre nuestro corazón, este lugar oculto de Deuteronomio 27:15, pero también sobre nuestra casa.
Isaías 44:14-28
Para tener la conciencia limpia, el mundo mezcla fácilmente la religión con la búsqueda de sus comodidades y de sus satisfacciones (comp. Éxodo 32:6). Como aquel hombre que, con la misma madera, enciende un fuego, cuece panes, se calienta… y talla un ídolo. Esta burlona descripción basta para probar la locura de semejante culto. En lugar de adorar al que le creó, el insensato se prosterna ante un vulgar leño, un objeto inerte, salido de sus propias manos.
Los versículos 9 a 20 están llenos de la actividad del hombre. Hace esto, hace aquello. Se prodiga sin medir su fatiga y todo con una trágica ilusión, porque “de ceniza se alimenta” y no libra su alma (v. 20).
Mas, a partir del versículo 21, hallamos lo que Dios hace… “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados… yo te redimí”. Así como el viento barre en un momento el cielo más nuboso, con su poderoso soplo Dios disipa todo lo que se ha acumulado entre Él —quien es luz— y nuestra alma. Al igual que la tierra precisa de la luz del sol, nuestra alma necesita esta luz divina. El que “extendió los cielos y la tierra” y formó al hombre, hará también lo que sea necesario para la restauración de su pueblo… y para la salvación de todo aquel que cree.
Isaías 45:1-13
Dios anunció que se serviría de Ciro para cumplir su propósito (volver a leer cap. 44:28). Ese rey, que debía poner fin al cautiverio del pueblo de Israel en Babilonia, es llamado por su nombre mucho antes del comienzo de ese cautiverio. La gracia divina tenía, por decirlo así, a ese «salvador» en reserva durante toda la duración del castigo. Bajo la forma de una revelación personal a Ciro, es para Dios la oportunidad de confirmar que no hay Dios sino Él solo (comp. 1 Corintios 8:4-6 y Efesios 4:6). Dios no sólo se ha dado a conocer a los judíos sino también a las naciones de las cuales formamos parte. Mucho antes de nuestro nacimiento, antes del origen del mundo, desde los tiempos eternos, el nombre del lector y el mío han estado en su pensamiento. También se proponía cumplir mediante nosotros “todo lo que quería” en el momento conveniente… que es el momento presente (Efesios 3:8-10). ¿Respondemos, cada uno en su lugar y en su medida, a lo que Dios aguarda de nosotros? (comp. Hechos 13:36 en lo que concierne a David).
Los versículos 9 y 10, en los cuales ciertamente pensó el apóstol al escribir el pasaje de Romanos 9:20, señalan la locura de los que altercan con ese Dios creador y soberano.
Isaías 45:14-25
Lo que Dios cumplirá para el restablecimiento de su pueblo hará que todos le conozcan como el “Dios de Israel que salva” (v. 15). En contraste con los dioses que “no salvan” (v. 20 final), Él mismo declara con la mayor fuerza: “No hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí”. No sólo se dirige a la descendencia de Israel, sino a todos los hombres: “Mirad a mí y sed salvos, todos los términos de la tierra…” (v. 21-22). Este llamado aún resuena en el mundo de hoy; ¿le ha respondido usted? Reconocemos la voz de “Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1 Timoteo 2:4-5; léase también Tito 2:11). Pero para que Dios pudiese mostrarse a la vez “justo y santo”, sabemos lo que era necesario. El castigo que debía satisfacer su justicia respecto del pecado hirió a Aquel que el mismo pasaje llama: “el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por todos”. Con razón, toda rodilla se doblará ante ese gran Dios salvador y toda lengua confesará altamente a Dios (v. 23, citado en Romanos 14:11).
Isaías 46:1-13
El profeta prosigue su comparación por medio de un nuevo y pasmoso cuadro. Por un lado, varios ídolos que son aplastante carga para los que los llevan. Por otro, un Dios poderoso y fiel, el cual, al contrario, ha cargado Él mismo con su pueblo desde el principio hasta el fin de su historia “como trae el hombre a su hijo” (v. 3; Deuteronomio 1:31; 32:11-12). A esa posición privilegiada, Israel ha preferido el servicio ingrato de falsos dioses impotentes y ridículos (v. 6-7). Pero estos últimos le han hecho tropezar pesadamente, aplastándolo con su peso, y finalmente van a ser la causa de su cautiverio. Moralmente ocurre siempre así. Los más nobles ídolos de este mundo (aquí son de oro y plata en tanto que los del capítulo 44 eran sólo de madera) conducen infaliblemente a los que los sirven a su ruina final. ¡Y cuán grande es el poder que el oro ejerce sobre el corazón humano! Pero, en contraste, ¿qué nos propone el Señor Jesús?: Confiar en Él desde nuestra juventud; seguir descansando en Él de año en año a lo largo de nuestra vida; en fin, si debemos alcanzar la edad en la cual las fuerzas declinan, gozar aun de esta hermosa promesa: “Hasta la vejez yo mismo, y hasta las canas os soportaré yo; yo hice, yo llevaré, yo soportaré y guardaré” (v. 4).
Isaías 47:1-15
Se trata ahora de Babilonia. Aun antes de su entrada en la Historia, ya está anunciada su caída. Empleada por el Señor para disciplinar a su pueblo, “no le tuvo compasión”; “no puso estas cosas en su corazón” (V.M.); en fin, “no se acordó de su postrimería” (v. 7; Deuteronomio 32:29). Por boca de Daniel, Dios le había dado a conocer “lo que había de acontecer en lo porvenir” (Daniel 2:45). Y a esto, la orgullosa ciudad declaró: “Para siempre seré señora”. Pero conocemos el fin solemne y repentino “del rey de los caldeos” (Daniel 5:30), durante la trágica noche del festín de Belsasar.
En el Nuevo Testamento, Babilonia es figura de la cristiandad como Iglesia responsable. Ésta se ha cansado de ser extranjera aquí abajo y de sufrir. Ha preferido un trono a la cruz; ha olvidado la compasión, ha dominado sobre las almas, ha desconocido los derechos del Señor y ha perdido de vista Su retorno. Se acomodó con una multitud de ídolos y supersticiones (v. 12-13). Pero llegará el momento de su ruina (Apocalipsis 18). Entonces Cristo presentará al cielo y a la tierra a su verdadera Esposa: la Iglesia compuesta por todos sus redimidos llevados junto a Él antes de estos acontecimientos. ¿Usted será de ellos?
“Alabad a nuestro Dios todos sus siervos, y los que le teméis… Gocémonos y alegrémonos y démosle gloria; porque han llegado las bodas del Cordero, y su esposa se ha preparado” (Apocalipsis 19:5-7).
Isaías 48:1-8
“Los contempladores de los cielos, los que observan las estrellas” (cap. 47:13) y otros adivinos han proliferado en todos los tiempos a expensas de la credulidad popular. Pese a sus pretensiones, nadie tiene el poder de predecir el porvenir. Sólo Dios tiene el conocimiento de ello y nos revela en su Palabra lo que necesitamos saber a ese respecto (cap. 46:10; Hechos 1:7). El cumplimiento en el pasado de los acontecimientos que habían sido anunciados de antemano por medio de los profetas es una prueba más de la existencia y omnipotencia de Dios (v. 3). Las primeras cosas, declaradas desde hacía tiempo, han ocurrido (v. 5; véase Juan 13:19). Esto prueba que las cosas nuevas son y serán también la obra de Dios (v. 6; Mateo 13:52). Hoy está al alcance de todos, y en particular de los judíos, el indagar las Escrituras para cerciorarse de ello. Con antelación de muchos siglos, el rechazo de su Mesías ha sido anunciado claramente por el más grande de sus profetas, precisamente en los capítulos que estamos leyendo. Por desdicha, no sólo Israel sino el hombre en general es verdaderamente obstinado; “barra de hierro” es su cerviz; su frente es “de bronce” (v. 4); su oído está cerrado (v. 8). Por encima de todo es “duro de corazón” (cap. 46:12).
Isaías 48:9-22
¡“Por amor de mi nombre… Por mí, por amor de mí mismo, lo haré”! Demasiado a menudo olvidamos ese gran motivo de las intervenciones de Dios. Al adoptar a Israel como su pueblo —y a nosotros los creyentes como sus hijos e hijas— por decirlo así, Dios se ha comprometido personalmente, lo mismo que un padre se siente comprometido por los actos de sus hijos frente a extraños. Según el caso, somos liberados, limpiados… o castigados a causa de la gloria del Padre de quien somos los hijos (véase Josué 7:9 final). Pero Dios aún tiene otro motivo para enseñarnos y disciplinarnos: nuestro provecho (v. 17; Hebreos 12:10).
La paz del corazón, “como un río” calmo y poderoso, fluye de la obediencia del creyente (v. 18). Esto se entiende: en la corriente de la voluntad de Dios no se conoce ni la agitación ni el borboteo propios del torrente en la montaña. Uno realiza el versículo 3 del capítulo 26: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado”. Notemos que sólo después de ordenar a los suyos que guarden sus mandamientos y su Palabra el Señor les da su paz (Juan 14:15-27). ¡Preciosa paz la de los redimidos del Señor! Es desconocida por los malos (v. 22).
Isaías 49:1-13
A esta altura del libro, marcada por una importante división, está probado que Israel ha sido un siervo infiel. Por eso Dios lo sustituye por Cristo, el verdadero Israel (v. 3), siervo obediente en quien Él se gloriará. Pero, a primera vista, el trabajo del Señor podía parecerle inútil (v. 4). No sólo Israel no había sido congregado, sino que había rechazado a su Mesías. Y, sin embargo, los versículos 5 y 6, como también el versículo 11 del capítulo 53, nos aseguran que, pese a ese aparente fracaso, Cristo “verá el fruto de la aflicción (o trabajo) de su alma”. Los hijos de Dios dispersos, hoy son congregados para constituir la familia celestial (Juan 11:51-52). El rechazo del Señor por su pueblo ha permitido que Dios extendiera su salvación “hasta lo postrero de la tierra”.
¿No es maravilloso ese diálogo entre Dios y “su santo siervo Jesús”? (Hechos 4:27, V.M.) Al dirigirse “al despreciado de los hombres (comp. cap. 53:3), al abominado de la nación, al siervo de los gobernantes” (v. 7, V.M.), —pero quien es de un precio infinito para su corazón—, Dios le promete que pronto las cosas se invertirán: Cuando aparezca en su gloria magnífica, los que dominan tendrán que honrarle e inclinarse ante Él. Reyes “se levantarán”, como uno se levanta a la llegada de alguien más elevado, y “príncipes, y se postrarán” (comp. Filipenses 2:6-11).
Isaías 49:14-26
Al ocurrir la primera venida del Señor, Israel no había sido congregado (v. 5). Pero la hora de esa reunión sonará. No solamente Judá y Benjamín, sino también las diez tribus, hoy dispersas, tomarán el camino del retorno. Convergerán de todos los horizontes, sí, hasta de la lejana China, ya que Dios habrá sabido preservar milagrosamente su unidad racial durante más de veinte siglos. Gloriosa visión: Jerusalén junta por fin a sus hijos bajo sus alas, lo que el Señor tanto quiso hacer, mientras estaba aquí abajo. No obstante, ellos no quisieron (Lucas 13:34). Como una inmensa reunión de familia, los hijos y las hijas de Jacob, separados por tanto tiempo, acuden, se reconocen y se alegran conjuntamente. Entonces, se cumplirá la profecía del salmo 133.
De esa escena terrenal, nuestro pensamiento se eleva hacia la gran reunión celestial. De todos los redimidos del Señor, de los que Él ha recibido de su Padre, no faltará ninguno. Cada oveja está desde ya al abrigo en Su mano y tiene su nombre como esculpido sobre las palmas de esas manos que fueron traspasadas (v. 16; Juan 10:28 y 17:12). Los cautivos del hombre fuerte le han sido arrancados para siempre por medio de la victoria de la cruz (v. 25; Lucas 11:21-22).
Isaías 50:1-11
En vano han resonado los llamados de Dios. “Oídme” ha repetido Él sin cesar (cap. 44:1; 46:3, 12; 48:1, 12; 49:1). Pero, ¡ay! ya sea la voz de Juan el Bautista (cap. 40:3) o la del Mesías mismo… “nadie respondió” (v. 2). Se puede pensar en lo afligido que habrá estado el Señor Jesús por esa indiferencia, la que también caracteriza a los hombres de hoy en día. Él venía con “lengua de sabios”: la del amor (Juan 7:46). Pero nadie la quiso comprender ni siquiera escuchar. “Nunca lo habías oído… no se abrió antes tu oído” (cap. 48:8). Sin embargo, ¡qué ejemplo les daba Él! Cada mañana hallaba a ese Hombre obediente prestando oídos a las palabras de su Padre, atento a la expresión de su voluntad para la jornada. Si el Señor Jesús experimentaba esa necesidad, ¡cuánto más deberíamos sentirla nosotros!
Luego, la indiferencia hacia Jesús se cambió en odio. El versículo 6 nos recuerda los ultrajes que debió soportar. Pero, pese a saber lo que le aguardaba, no se volvió atrás; puso su rostro como un pedernal para ir a Jerusalén (v. 5 y 7; Lucas 9:51).
En lo que nos concierne, escuchemos el llamado del versículo 10: “¿Quién hay entre vosotros que teme al Señor, y oye la voz de su siervo”? Nosotros, los que somos hijos de luz, no nos dejemos encandilar por las pasajeras teas encendidas, por medio de las cuales el mundo busca alumbrarse (v. 11).
Isaías 51:1-11
En el versículo 12 del capítulo 46, Dios se había dirigido a los que estaban alejados de la justicia. Ahora su gracia habla a los que siguen la justicia (v. 1) y la conocen (v. 7). En un mundo injusto, están expuestos a sufrir por esa justicia y necesitan ser alentados: “No temáis afrenta de hombre, ni desmayéis por sus ultrajes” (v. 7). Cristo fue el primero en soportar esa afrenta y esos ultrajes de parte del hombre (cap. 50:6). Por eso Él nos es dejado como modelo, a fin de que sigamos sus pisadas (1 Pedro 2:20-24; 3:14).
A semejanza del Señor Jesús, quien podía decir: “Tu ley está en medio de mi corazón” (Salmo 40:8), Dios puede hablar aquí de un pueblo ¡en cuyo corazón está su ley! ¿Podría Él señalarnos de igual manera? Queridos amigos: ¿mora la palabra de Cristo “en abundancia” en nosotros? (Colosenses 3:16; Juan 15:7).
La oración del versículo 9 hace un llamado al poderoso brazo de Dios (cap. 53:1) que, otrora, había derribado a Egipto y hendido las magníficas aguas. Una vez más, Él arrancará a Israel de su cautiverio. Como en la orilla del mar Rojo, el Espíritu pondrá entonces cantos de triunfo en la boca de “los redimidos” y colocará sobre sus cabezas “gozo perpetuo” (v. 11; comp. cap. 35:10).
Isaías 51:12-23
“Yo, yo soy vuestro consolador” (v. 12). Cuántos creyentes al pasar por la prueba han hecho la experiencia de que no hay verdadero consuelo fuera de Dios. En verdad Él es “Dios de toda consolación” (2 Corintios 1:3). Pero, a veces, somos como el salmista cuando declara: “Mi alma rehusaba consuelo” (Salmo 77:2). Los conmovedores llamados de Dios a su pueblo han quedado sin eco. No hubo “nadie que respondiera” salvo un débil remanente que seguía la justicia (cap. 50:2; 66:4). Ahora, un grito redoblado y apremiante se hace oír: “Despierta, despierta, levántate… vístete tu ropa hermosa…” (v. 17 y cap. 52:1). Se trata de sacudir a Jerusalén de su sueño porque el Mesías va a aparecer. El capítulo 53 nos mostrará la acogida que le fue reservada cuando vino por primera vez. Rechazado, Cristo volvió a subir a la gloria. Pero hoy estamos en vísperas de su retorno. Y Jesús nos hace recordar su promesa: “He aquí yo vengo pronto”. Él se presenta a sí mismo: “Yo soy… la estrella resplandeciente de la mañana” (Apocalipsis 22:12, 16, 17 y 20). Despierta y llena de esperanza, la Esposa dice conjuntamente con el Espíritu: “Ven”. ¡Que cada cual le haga eco en su corazón y también le conteste: “Amén; sí, ven, Señor Jesús”!
Isaías 52:1-15
Hasta el versículo 6 se trata de los rescatados. El Redentor nos es presentado a partir del versículo 7. El Espíritu Santo tiene sobre la tierra una tarea primordial: dirigir las miradas de los creyentes hacia Cristo y sus sufrimientos. Todas las exhortaciones de escuchar, despertarse y apartarse convergen del mismo modo aquí hacia la presentación de una persona: Cristo, el Mesías de Israel. Él es el Mensajero que trae buenas nuevas de paz, de felicidad y de salvación (v. 7). Es igualmente el Siervo que obra sabiamente y por eso será prosperado (v. 13). Aquí tenemos ante nosotros, en resumen, sus palabras y sus obras. El capítulo 53 nos dará a conocer sus sufrimientos.
En verdad, hay de qué asombrarse y sorprenderse al meditar en la indescriptible humillación del Hijo de Dios (v. 14 completado con el v. 3 del cap. 53). Su aspecto “desfigurado” testimoniaba contra el mundo impío acerca de lo que le costaba al Hombre perfecto el atravesarlo. Por eso, es con justicia que Dios ahora le ha exaltado, engrandecido y “puesto muy en alto”, en espera de que Él aparezca en gloria. Entonces los reyes cerrarán la boca al verle. Los redimidos, al contrario, no callarán jamás. Como esos atalayas del versículo 8, después del cansancio de la larga vigilia mencionada en el salmo 130:6, elevarán la voz con canto de triunfo, porque Le verán “ojo a ojo”.
Isaías 53:1-12
Ésta es la misteriosa página que el funcionario de Candace, reina de los etíopes, leía en su carro. Y “Felipe… comenzando desde esta escritura, le anunció el evangelio de Jesús” (Hechos 8:35). Ahí está, también para nosotros, el comienzo de todo conocimiento: Jesús el Salvador. Cada uno de nosotros se apartó por su propio camino de desobediencia (v. 6). Pero, para salvarnos, el Cordero de Dios siguió el camino de la perfecta obediencia y de la entera sumisión. En ese camino fue despreciado, desechado, angustiado, afligido y al fin “cortado de la tierra” por los hombres (v. 3, 7, 8). Pero también fue herido, molido y sujeto a padecimiento por Dios mismo. ¿Quién jamás sondeará lo infinito de esta expresión: “Jehová quiso quebrantarlo”? Nuestras enfermedades y nuestros dolores (v. 4), nuestras rebeliones y nuestras transgresiones (v. 5), nuestro pecado bajo todas sus formas —de las más sutiles a las más groseras— con sus terribles consecuencias, tal ha sido la indeciblemente pesada carga que tomó sobre sí “el varón de dolores”.
¡Éste fue, oh nuestro Salvador, el trabajo de tu alma! Pero, más allá de la muerte a la cual te entregaste a ti mismo, gustas, de ahí en adelante y para siempre, del fruto mismo de tu padecimiento, del inefable gozo del amor correspondido (Hebreos 12:2).
Isaías 54:1-17
Al estar cumplida la obra descrita en el capítulo 53, los creyentes están invitados a regocijarse y a cantar. El versículo 10 declaraba: “Cuando haya puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje”. Jesús mismo lo confirmará: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto” (Juan 12:24). El capítulo 54 nos hace entrever esa rica cosecha. Se trata de Israel, simiente terrenal; pero el Nuevo Testamento habla también de los hijos de la familia celestial: “la Jerusalén de arriba” (véase Gálatas 4:26-27). Usted, que lee estos capítulos, ¿también es uno de esos “frutos” de la aflicción (o del trabajo) de Su alma?
Para acoger a sus hijos e hijas, se invita a Jerusalén, mucho tiempo viuda y estéril, a ensancharse y a extenderse; a causa de la obra cumplida en la cruz, Dios puede tener compasión de ella y reunirla. La ira ha sido “por un breve momento”, pero la misericordia será “eterna” (v. 7, 8; Salmo 30:5).
“Todos tus hijos serán enseñados por Dios” promete el versículo 13, citado en Juan 6:45. La obra del Señor para con nosotros comprende dos grandes partes: Él ha llevado nuestras iniquidades y enseña la justicia a muchos (cap. 53:11). No olvidemos ese segundo lado y, si le hemos traído la carga de nuestros pecados, dejémonos ahora enseñar por Él. Así podremos llevar el fruto de la justicia para Su gloria (2 Corintios 9:10).
Isaías 55:1-13
Como de la roca herida en el desierto (cap. 48:21), un río de vida y de bendición emana de la obra de la cruz. ¡Inagotable fuente ofrecida a todo aquel que tiene sed! Aquí se trata del llamado del profeta, pero el Señor Jesús se expresa del mismo modo: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Juan 7:37; véase también ese “todo aquel” de la gracia en los cap. 3:15 y 16; 11:26 y 12:46 del mismo evangelio). Dos cosas caracterizan la gran salvación de Dios: por una parte, ella es gratuita. Los hombres trabajan considerablemente y gastan fortunas “en lo que no sacia”, mientras que el más excelente de los bienes se obtiene “sin dinero y sin precio”. Dios ha hecho todos los gastos (comp. cap. 52:3).
En segundo lugar, la salvación debe ser aceptada ahora. “Buscad a Jehová mientras puede ser hallado” (v. 6). Dios está cercano; Él perdona ampliamente… pero ¡apresúrese! Llega el momento en el cual no será más accesible (Juan 7:34; 8:21).
Consideremos aún lo que está dicho en este hermoso capítulo acerca de los pensamientos de amor y de los inescrutables caminos de Dios (v. 8, 9; véase también Romanos 11:33 a 36). Y respecto de su Palabra: ella no volverá a mí vacía, promete el versículo 11. ¿Ha producido ella ese efecto en el corazón de usted?
Isaías 56:1-12; Isaías 57:1-21
Estos dos capítulos evocan un sombrío momento de la futura historia de Israel. La masa del pueblo extraviada por ciegos centinelas (v. 10) se irá en pos del Anticristo (el rey del cap. 57:9). Durante ese tiempo, Dios seguirá con la mirada a los fieles que respeten sus días de reposo y los alentará con sus promesas. En ese momento, el templo estará destruido después de haber sido profanado. Pero volverá a tomar su nombre y su carácter de “casa de oración” para alegría de ese remanente. Además, estará abierto a todos los pueblos (cap. 56:7). En lo que nos concierne, a nosotros los creyentes, en todo momento tenemos acceso a Dios para la oración y la alabanza. ¿Lo aprovechamos?
Los versículos 1 y 2 del capítulo 57 nos revelan el verdadero significado de la muerte de un justo y de los hombres de bondad. Así Dios los protege de los castigos que prepara para los demás hombres (véase 1 Reyes 14:12, 13). “Produciré fruto de labios” dice Dios (v. 19). Hebreos 13:15 nos muestra que se trata del “sacrificio de alabanza”. Está dirigido a Dios, pero Él mismo es quien lo produce mediante su Espíritu en el corazón de los suyos.
Finalmente, el versículo 20 bosqueja un rápido cuadro de la malsana agitación de los impíos con sus consecuencias. El apóstol Judas lo completa al comparar éstos a las “fieras ondas del mar, que espuman su propia vergüenza” (v. 13).
Isaías 58:1-14
Esta nueva y gran división del libro empieza mostrándonos al pueblo que ayuna y se aflige. Ya que Dios mira precisamente al que es quebrantado y humilde de espíritu (cap. 57:15 y 66:2), es dable preguntarse qué es lo que Él halla de criticable en esto. Los versículos 3 a 7 nos lo enseñan: Dios no se contenta con simples formas religiosas exteriores ni piadosas declaraciones; no tienen nada que ver con el fruto de labios que Él mismo produce. Por la boca de otro profeta, nos pregunta a todos directamente: “¿Habéis ayunado para mí?” (Zacarías 7:5). Pero, ¡ay! detrás de una hermosa fachada de piedad, ¡cuántas cosas pueden hallarse!: la búsqueda de nuestro propio gusto, aun durante el santo día del Señor, la dureza y el egoísmo, las contiendas y las querellas (v. 3-4), los juicios y las críticas (“el dedo amenazador”) así como el raudal de vanas palabras (v. 9 y 13).
Las verdaderas exigencias de Dios son éstas: En primer lugar, que rompamos con las costumbres pecaminosas, esas ligaduras que nos retienen bajo el poder del Enemigo (v. 6; Daniel 4:27). Luego, que practiquemos el amor en todas las oportunidades que se nos presenten (v. 7, 10). ¡Cuán hermosas promesas están ligadas a semejante andar!
Isaías 59:1-21
Las iniquidades del pueblo constituyen una pantalla impenetrable entre Dios y él. Impiden a Dios aceptar algún servicio religioso. Pero, en el sentido inverso, Él no puede intervenir a favor de los suyos mientras este muro exista. Quizás es también la razón por la cual nuestras oraciones quedan a veces sin respuesta (Proverbios 15:8, 29).
La abrumadora lista de todos los pecados acumulados por el pueblo es puesta ante él en los versículos 3 a 8, a fin de ayudarle a tomar conciencia de ellos. Algunos son recordados en Romanos 3:10-18 para establecer indiscutiblemente la maldad de toda la raza humana.
En el versículo 9 son los fieles del remanente quienes toman la palabra. Reconocen con humillación la justicia del cuadro que acaba de ser expuesto. “Conocemos nuestros pecados” declaran ellos al agregar aún una lista de faltas a las que el profeta había enunciado (v. 12-15). En pocas palabras, ese remanente muestra hasta qué punto es “quebrantado y humilde de espíritu” (cap. 57:15). Por eso, según su promesa, Dios podrá ahora consolarle, “vivificarle” por su Espíritu y hacerle justicia por medio del Mesías, su Redentor y su Liberador, el cual también será el de las naciones (v. 20; Romanos 11:26).
Isaías 60:1-22
Cosa notable, la expresión del versículo 1: “la gloria del Señor ha nacido sobre ti” viene a ser: “Te alumbrará Cristo” en la cita de Efesios 5:14. La gloria de Dios se identifica, pues, con la persona de su Hijo (véase 2 Corintios 4:6). Esta gloria está ligada al lugar donde Él mora: “Yo honraré el lugar de mis pies” (v. 13). La “Sion del Santo de Israel” (v. 14) tiene su pareja en la Jerusalén celestial del capítulo 21 del Apocalipsis. Compárense respectivamente los versículos 19, 3 y 11 de nuestro capítulo con Apocalipsis 21:23-26.
Como en el capítulo 49, la gran congregación de Israel es evocada aquí en una conmovedora y espléndida descripción. ¡Esta visión, esta promesa sostendrá a los creyentes del remanente en medio de sus tribulaciones! En cuanto a nosotros, cristianos, a veces desalentados, levantemos la vista y consideremos por la fe al pueblo de Dios, como otrora Abraham fue invitado a hacerlo (Génesis 15:5). No estamos solos. Una innumerable multitud de peregrinos camina con nosotros hacia la ciudad celestial. El cansancio y el sufrimiento, a menudo, han aminorado sus pasos. Pero, mírenlos: sus rostros resplandecen. Sus corazones se maravillan y se ensanchan en vista de afectos eternos (v. 5).
Isaías 61:1-11
El comienzo de este capítulo tiene un interés muy particular. Es el pasaje que el Señor Jesús escogió para leer y meditar en la sinagoga de Nazaret (Lucas 4:16-21). Pero notemos un detalle de la mayor importancia: Jesús interrumpió su lectura en medio de la frase, antes de la mención del día de la venganza. Sólo la primera parte de su ministerio (el de la gracia) se había cumplido “delante de ellos” (es decir, los judíos). Lo que sigue, a saber, el juicio, estaba suspendido y lo está todavía hoy. Allí donde nuestro texto tiene sólo una coma, Dios ha hallado el medio de intercalar ya casi dos mil años de paciencia.
Empero, esa venganza no es tampoco la última palabra de la frase. Está seguida de consolación y de gozo para los fieles del remanente. Como Job, al final, poseerán el doble (v. 7), esta doble fertilidad ya anunciada por el nombre de Efraín (Génesis 41:52, V.M., nota). “Tendrán perpetuo gozo” (v. 7).
En contestación a estas promesas, la voz del redimido se eleva, diciendo: “En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia… el Señor hará brotar justicia y alabanza delante de todas las naciones” (v. 10-11). El creyente de hoy ¿no estará motivado de la misma manera para alabar al Señor y regocijarse en Él?
Isaías 62:1-12
Jerusalén, la desamparada, la mujer estéril y desolada, la viuda del capítulo 54, llegará a ser la Desposada (v. 4), la Deseada, no desamparada (v. 12). El Señor, su Esposo, podrá regocijarse de nuevo respecto de ella. Mientras tanto, vigilantes guardas están colocados sobre los muros con una consigna: “Los que recordáis de Jehová (sus promesas), no toméis vosotros descanso” (v. 6, V.M.) Fieles a esta consigna, los creyentes judíos, en el tiempo del fin, clamarán a Dios: “Acuérdate de tu congregación, la que adquiriste desde tiempos antiguos, la que redimiste…” (Salmo 74:2).
Amigos creyentes: cada uno de nosotros ha sido colocado igualmente por el Señor en tal o cual lugar y ha recibido una misión que cabe en dos palabras: “Velad y orad” (Mateo 26:41; 1 Pedro 4:7). Nuestras oraciones son aguardadas allá arriba y ricas respuestas les están preparadas. ¿No tenemos también importantes temas que recordarle al corazón de nuestro Padre celestial? Por ejemplo: su Iglesia universal con su «expresión» en nuestra ciudad o nuestra aldea. No callemos, ya que hoy tenemos el privilegio de formar parte de los que hacen recordar al Señor. Cosa muy conmovedora, Dios habla como si nuestras oraciones le fuesen necesarias para recordar sus promesas. ¡Qué condescendencia!
Isaías 63:1-14
¿Quién es y de dónde viene el que surge aquí, espléndido y temible? ¿Por qué sus vestidos están manchados con sangre? ¡Ay, es el ejecutor de ese terrible “día de la venganza” (Lucas 21:22), quien vuelve, su tarea cumplida! (v. 4; cap. 61:2). Los pueblos, en su suprema rebelión, se habrán concentrado sobre el territorio de Edom, alistados para el asalto final contra Dios y contra los suyos (véase cap. 34:6). Pero será para ser aplastados allí, de la misma manera que, otrora, los vendimiadores pisaban la uva en el lagar.
Tal vez tengamos dificultad para reconocer en ese implacable Justiciero a nuestro bondadoso Salvador. Es que su servicio para la gloria de Dios comparte estos dos caracteres. Él estuvo solo en la cruz; aquí está solo para el juicio (v. 3). “Hermoso” (v. 1), obra “con el brazo de su gloria” (v. 12). Se hace “un nombre glorioso” (v. 14) y habita en “gloriosa morada” (v. 15). “En tu gloria sé prosperado, cabalga sobre palabra de verdad, de humildad y de justicia…” como está dicho en el versículo 4 del Salmo 45, a propósito de ese mismo juicio.
Una nueva y última división del libro empieza en el versículo 7 con el recuerdo de las misericordias y las alabanzas del Señor. No faltemos a ese deber, cada uno por su propia cuenta.
Isaías 63:15-19; Isaías 64:1-12
Los fieles del remanente han recordado la grandeza de los beneficios con los cuales el Señor había colmado en otro tiempo a su pueblo (cap. 63:7). Toda vez que ha dado semejantes pruebas de su amor, ¿podría Él desampararlos hoy? Apelan, pues, al corazón de ese Dios compasivo, el cual es su Padre, diciéndole: “Mira desde el cielo…” Pero esto aún no les basta. “Oh, si rompieses los cielos, y descendieras…” exclaman ellos. Es lo que Cristo hizo una primera vez para nuestra salvación. Pero volverá a bajar más tarde para liberar a los suyos que pasan por la prueba y para consumir a sus enemigos (Salmo 18:9; 144:5).
El versículo 6 compara “todas nuestras justicias con un trapo de inmundicias”. Entendemos que se haga eso con nuestros pecados; pero, ¿con nuestras justicias? ¡En verdad, así es! Todo lo que hayamos podido hacer de bueno y de justo antes de nuestra conversión se parece a harapos que confirman nuestra miseria en lugar de cubrirla. Pero el Señor reemplaza esos trapos de inmundicia por vestiduras de salvación y manto de justicia (cap. 61:10; Zacarías 3:1-5).
Formados como el barro sobre el torno del alfarero (v. 8) no tenemos nada que hacer valer en cuanto a la vil materia de la cual hemos sido sacados (Salmo 100:3). Sólo cuenta el trabajo del divino Obrero que se aplica en hacer de nosotros utensilios “para honra” (2 Timoteo 2:20-21).
Isaías 65:1-12
“Fui hallado por los que no me buscaban…” escribe Isaías “resueltamente”. Es la expresión que emplea el apóstol Pablo al citar a los romanos nuestro versículo 1 (cap. 10:20). Bajo el dictado del Espíritu, el profeta abre aquí claramente, en efecto, la puerta a las naciones que no buscaban a Dios ni invocaban su nombre (cap. 49:6). En verdad, era una declaración atrevida, por no decir revolucionaria, a los oídos de los israelitas tan celosos de sus privilegios. Formaba parte de esas cosas nunca oídas, las que son mencionadas en el capítulo precedente.
La confesión y las súplicas del pobre remanente terminaban con la angustiada pregunta: “¿Callarás, y nos afligirás sobremanera?” (cap. 64:12). No, nunca es en vano que un corazón arrepentido se vuelva hacia el Señor: “Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Salmo 51:17). ¿Lo sabe por experiencia el lector?
Dios, pues, no callará. Toma la palabra y, prácticamente, va a conservarla hasta el final del libro. Empero, antes de revelar lo que preparó para los que esperan en Él, o sea sus escogidos y sus siervos (v. 9, 10; cap. 64:4) debe pronunciar la condenación definitiva, no sólo de las naciones enemigas de Israel, sino también de la masa del “pueblo rebelde” y apóstata.
Isaías 65:13-25
Los fieles israelitas durante mucho tiempo serán confundidos con el conjunto del pueblo que haya seguido al Anticristo. Pero cuando llegue el momento, Dios sabrá distinguir y recompensar a sus siervos. Entonces, olvidarán sus sufrimientos y “cantarán por júbilo del corazón” (v. 14).
Y nosotros, hijos de Dios, a quienes actualmente el mundo rechaza como rechazó al Señor, seremos manifestados por Él y con Él en su gloriosa venida (1 Juan 3:1-2). ¿Sería nuestro gozo menor?
Dios creará nuevos cielos y una nueva tierra. No se trata todavía del reemplazo del universo actual por nuevos elementos según 2 Pedro 3:7-13 y Apocalipsis 21:1. Pero durante el reino de los mil años, tanto el cielo librado de la presencia de Satanás como la tierra sujeta al Señor, se hallarán en un estado nuevo. La creación conocerá la liberación (Romanos 8:22). La vida humana será prolongada; la edad de cien años llegará a ser la de la plena juventud y la muerte sólo será un excepcional castigo (Proverbios 2:22; Salmo 37:9). Aun en los animales, los crueles instintos habrán desaparecido (v. 25). La naturaleza tendrá entonces su pleno desarrollo y responderá a los designios iniciales de Dios en cuanto a su espléndida creación.
Isaías 66:10-24
Jerusalén será motivo de gozo para los fieles del pueblo: “Gozaos con ella, todos los que la amáis” (v. 10). A ellos se dirige el Salmo 122: “Pedid por la paz de Jerusalén; sean prosperados los que te aman” (v. 6). Como una respuesta a esa oración, la paz se extenderá sobre la ciudad, punto de partida del conocimiento de la gloria de Dios para todas las naciones de la tierra.
Hoy en día, el Señor no está menos atento a las oraciones de los que aman a su Iglesia (2 Corintios 11:28). Pidámosle que ella sea guardada en la paz y que manifieste la gloria de Cristo aquí abajo.
Aun en medio de la felicidad milenaria, es necesario que subsista un testimonio visible del castigo terrenal de los inicuos. Allí habrá un solemne espectáculo para recordarlo, como el “muy grande montón de piedras” sobre la tumba de Absalón (2 Samuel 18:17).
Así termina el hermoso libro de Isaías. De todas las profecías, ella es la más vasta, la citada más a menudo en el Nuevo Testamento (unas 60 veces) y es la que más lugar da al Señor Jesús en sus sufrimientos y en sus glorias.