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La nueva y la vieja naturaleza
: Autor Frank Binford HOLE 29
: TemaLas dos naturalezas, la libertad cristiana
Muchos cristianos experimentan muchas dificultades en la vida diaria porque no tienen claro este tema. Son conscientes de que muchos deseos y emociones son extrañamente discordantes. El apóstol Santiago bien puede hacer la pregunta: «¿Una fuente hace brotar lo dulce y lo amargo de la misma abertura?» (Sant. 3:11). Pero no parecen tener ningún problema si esto se manifiesta en ellos; porque en pensamiento, en palabra y en acción muestran una extraña mezcla de bien y de mal, tanto que se quedan perplejos por ello.
Es de gran ayuda entender que el creyente tiene dos naturalezas distintas, la nueva y la vieja, una es la fuente de todo buen deseo, la otra es la fuente del mal. Una gallina estaría muy confundida si tuviera una nidada mixta de pollitos y patitos. Sus naturalezas son diferentes, así como sus comportamientos, al igual que las dos naturalezas de las que estamos hablando. ¡Muchos creyentes son como esta gallina!
Cuando el Señor Jesús habló a Nicodemo, enfatizó la necesidad de «nacer de nuevo», «nacer de agua y del Espíritu», y añadió: «Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu» (Juan 3:6). Examinemos estas importantes palabras cuidadosamente.
En primer lugar, indican claramente la existencia de dos naturalezas, cada una caracterizada por su fuente. El nombre de una es carne, porque viene de la carne; el nombre de la otra es espíritu, porque viene del Espíritu Santo de Dios.
Es entonces obvio que podemos decir con razón que la carne es la vieja naturaleza que es nuestra al nacer en este mundo, del linaje de Adán, y el espíritu es la nueva naturaleza que es nuestra, si hemos nacido del Espíritu, en el nuevo nacimiento.
Además, estas palabras marcan la diferencia entre «el espíritu» o la nueva naturaleza y «el Espíritu», es decir, el Espíritu Santo de Dios. El espíritu viene directamente del poder operativo del Espíritu Santo que viene a morar solo en aquellos en los que previamente ha operado el nuevo nacimiento, produciendo la nueva naturaleza que es «espíritu». Aún así sería un grave error confundir la nueva naturaleza con el Espíritu Santo que la produce, como tienden a hacer algunas personas.
En el nuevo nacimiento, por lo tanto, el Espíritu Santo nos implanta la nueva naturaleza, que es espíritu. Uno de los primeros resultados es el inevitable choque de esta nueva naturaleza con la vieja naturaleza que heredamos como hijos de Adán. Ambas luchan por ser dueños, cada una tirando en dirección opuesta. Mientras que el secreto de la liberación del poder de la carne dentro de nosotros no se aprenda, la dolorosa mezcla del bien y del mal se verá forzada a continuar.
En Romanos 7, se describe esta dolorosa experiencia. Si lo leemos con atención, especialmente desde el versículo 14 hasta Romanos 8:4, vemos muchas características que encajan con las experiencias que cada uno ha tenido o necesita tener.
En ese capítulo, el orador llega a una conclusión muy importante: «Sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita el bien» (v. 18). Por lo tanto, la carne es completa y desesperadamente mala, y Dios nos permite pasar por estas amargas experiencias para que podamos aprender bien esta lección. «La carne para nada aprovecha», había dicho el Salvador (Juan 6:63). «Los que viven según la carne no pueden agradar a Dios», son palabras que corroboran la historia (Rom. 8:8). Siendo así, de la carne solo puede venir el mal.
La carne puede quedar inculta, convirtiéndose en pagana, salvaje y tal vez incluso caníbal. Por el contrario, puede ser educada y muy refinada, es entonces refrenada, civilizada y cristianizada, pero es la carne, porque lo que nace de la carne es carne, no importa lo que uno haga con ella. Y, si incluso tiene una gran categoría, no hay nada bueno en ella.
¿Qué podemos hacer con una naturaleza así, una naturaleza que es solo el vehículo del pecado, y en la que el pecado habita y actúa? Respondamos a esta pregunta haciendo otra. ¿Qué ha hecho Dios con ella? ¿Cuál es Su remedio?
Romanos 8:3 da la respuesta: «Pues lo que era imposible para la Ley, ya que era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne pecaminosa, y como ofrenda por el pecado, condenó al pecado en la carne».
Desde el principio, la ley condenó fuertemente a la carne, pero no podía contenerla ni controlarla para liberarnos de su poder. Pero lo que la Ley no podía hacer, Dios lo hizo. En la cruz de Cristo, se ocupó de ella judicialmente, «condenó al pecado en la carne», es decir, condenó la esencia misma de su naturaleza en la raíz.
Romanos 8:4 da el resultado práctico. Puesto que la cruz es la condenación de la vieja naturaleza en su raíz, hemos recibido el Espíritu Santo como el poder de la nueva naturaleza, para que al caminar en el Espíritu, podamos cumplir con todos los requisitos justos de la Ley, aunque ya no estemos bajo ella como regla de vida.
Por lo tanto, Dios condenó a la carne, la vieja naturaleza, en la cruz de Cristo. Pero, ¿qué podemos hacer con ella? Podemos aceptar con gratitud lo que Dios ha hecho y ahora tratarla nosotros mismos como condenada. Esto es lo que el apóstol Pablo sugiere cuando dice: «Porque nosotros somos la circuncisión, los que damos culto por el Espíritu de Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne» (Fil. 3:3).
Cuando leemos este versículo que comienza tan perentoriamente con: «Somos», uno se inclina a preguntar, «¿Somos?» ¿Soy realmente consciente del verdadero carácter de la carne –que no hay nada bueno en ella y que ha sido condenada por Dios en la cruz– que no tengo confianza ninguna en ella, incluso bajo sus más bellas manifestaciones? Toda la cuestión depende de eso. No es fácil llegar a este concepto. ¡Cuántas experiencias dolorosas se viven, cuántos fracasos desgarradores se conocen! Porque la carne, como un Sansón que se niega a ser atado, siempre rompe las siete cuerdas frescas de los esfuerzos piadosos, y las nuevas cuerdas –tan cuidadosamente tejidas– de los buenos propósitos. Pero una vez que se logra, la batalla llega a su fin.
La ruptura de nuestra confianza en la carne es en gran medida la ruptura del poder de la carne sobre nosotros. Inmediatamente desviamos la mirada lejos de nosotros mismos y de nuestros esfuerzos, para buscar un Libertador que encontramos en el Señor Jesucristo, que se ha apoderado de nosotros por su Espíritu. El Espíritu es el poder; no solo detiene la actividad de la vieja naturaleza (cf. Gál. 5:16), sino que anima, desarrolla y controla la nueva (cf. Rom. 8:2, 4-5, 10).
Tengamos en cuenta que la nueva naturaleza no tiene poder en sí misma, como muestra Romanos 7. La nueva naturaleza, por sí misma, da aspiraciones y deseos que son buenos, pero para tener el poder de cumplirlos, se debe estar sometido a Cristo y a su Espíritu. Esta conducta por el Espíritu es en gran parte el resultado de aceptar de todo corazón la condenación de la vieja naturaleza por parte de Dios en la cruz de Cristo.
1 - Algunas personas tienen una buena naturaleza y son religiosas casi desde el nacimiento; ¿necesitan la nueva naturaleza de la que usted habla?
Por supuesto. Aquel a quien el Señor Jesús le dijo esas memorables palabras: «A menos que el hombre nazca de nuevo», era exactamente ese tipo de persona. Moralmente, socialmente y religiosamente todo estaba a su favor, pero el Señor le habla abiertamente, no solo declarando una verdad abstracta (Juan 3:3), sino diciéndole la misma verdad en una forma concreta y muy personal: «Os es necesario nacer de arriba» (v. 7).
Esto resuelve el asunto. Después de todo, una carne “bien nacida” y religiosa sigue siendo la carne; ella no hará nada por Dios.
2 - Existe la idea generalizada de que cada persona tiene una chispa de bien en sí, que solo necesita desarrollarse a través de la oración y el autocontrol. ¿Esto, es escritural?
Es completamente anti escritural. Podríamos citar muchos pasajes, pero solo citaremos dos.
En Romanos 3:9-19 tenemos una imagen completa de la humanidad en sus rasgos morales. El apóstol Pablo saca sus alegaciones de los escritos del Antiguo Testamento. Primero vienen las declaraciones generales (v. 10-12), luego las afirmaciones precisas e incisivas con detalles horribles (v. 13-18), pero no se dice nada sobre esa latente “chispa de bien”. ¡Qué falsas serían estas declaraciones, si fuera realmente así! El Dios que no puede mentir describe a sus criaturas y no menciona esta supuesta chispa del bien. La deducción es obvia. No la hay.
En Génesis 6:5, dice: «Y vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal».
El apóstol Pablo presenta la misma verdad en términos diferentes cuando dice: «Sé que en mí (es decir, en mi carne), no habita el bien» (Rom. 7:18) –ni siquiera una chispa de bien.
Para los que creen la Biblia, estas pruebas son bastante concluyentes. No hay nada más que añadir.
3 - ¿Se deshace una persona de la vieja naturaleza en el nuevo nacimiento, o debe entenderse que una persona convertida tiene a la vez la vieja y la nueva?
La vieja naturaleza no se erradica en el nuevo nacimiento, o no leeríamos: «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros» (1 Juan 1:8).
Ni tampoco se cambia en nueva naturaleza. El nuevo nacimiento no es como la legendaria piedra filosofal, que transforma cada objeto que toca en oro fino. Juan 3:6, ya citado, lo prueba.
Ambas naturalezas están en el creyente como dos naturalezas están en un árbol frutal cultivado. De hecho, el proceso de “injerto” es una buena ilustración del problema en cuestión. El tronco silvestre, en el que se inserta el injerto elegido, es condenado. Se corta con un cuchillo para que el injerto tome. Además, tan pronto como se hace el injerto, el jardinero ya no lo reconoce como un árbol silvestre, sino que lo llama por el nombre de la variedad con la que se ha injertado.
Así es para nosotros: ambas naturalezas están ahí, pero Dios solo reconoce la nueva. En cuanto a nosotros, habiendo recibido el Espíritu Santo, no estamos «en la carne, sino en el Espíritu» (Rom. 8:9).
4 - Si la vieja naturaleza sigue ahí, seguramente debemos hacer algo al respecto. ¿Cómo debemos tratarla?
Por supuesto, no debemos ser insensibles a su presencia, ni indiferentes a sus acciones en nosotros, pero al mismo tiempo, ninguna resolución o esfuerzo humano contra ella nos servirá.
Nuestra sabiduría es alinearnos con los pensamientos de Dios y tratarla como él la trata. Reconozcamos que ahora somos identificados con la nueva naturaleza y que tenemos el derecho de negar la vieja naturaleza. «Ya no soy yo quien obra así, sino el pecado que habita en mí» (Rom. 7:17). Es la nueva naturaleza que es nuestra verdadera identidad, así como un árbol injertado se identifica con el injerto tan pronto como se hace efectivo.
Dicho esto, es sencillo de manejarla. El jardinero vigila de cerca su árbol injertado. Si el viejo tronco silvestre trata de imponerse y los brotes crecen desde la raíz, los corta sin piedad tan pronto como aparecen. Así, apliquemos la cruz de Cristo como un cuchillo afilado sobre la vieja naturaleza pecaminosa y sus malos frutos.
«Mortificad, pues, vuestros miembros terrenales» (Col. 3:5). Las palabras en itálicas corresponden bastante bien a los brotes del tronco silvestre. El final del versículo 5 y los versículos 8 y 9 aclaran lo que son. Mortificadlas –dad muerte a cada manifestación.
Esto requiere energía espiritual, coraje, una disposición del corazón que no están en nosotros. Debemos simplemente mirar al Señor Jesús y entregarnos sin reservas al cuidado de su Espíritu.
«Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis» (Rom. 8:13).
5 - ¿Es por una gran acción de nuestra propia voluntad que finalmente obtenemos el poder victorioso del Espíritu, o es entregándonos a Dios?
Dejemos que las Escrituras respondan por sí mismas:
«Ofreceos vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros como instrumentos de justicia» (Rom. 6:13).
«Presentad vuestros miembros como esclavos a la justicia, para santificación» (Rom. 6:19).
«Pero ahora, habiendo sido liberados del pecado, y hechos esclavos de Dios, tenéis vuestro fruto para santificación, y al final, vida eterna» (Rom. 6:22).
Si el poder necesario se obtuviera por una acción de nuestra propia voluntad, sería como un último intento desesperado de conseguir un poco de crédito para la carne en algún lugar, en lugar de condenarla totalmente y dar gloria a Dios.
6 - ¿La nueva naturaleza del creyente logra alguna vez un crecimiento perfecto que lo haga impermeable a los deseos de la vieja naturaleza?
2 Corintios 12 muestra muy claramente que este no es el caso. En este capítulo leemos que el apóstol Pablo, un cristiano privilegiado si es que alguna vez lo hubo, fue elevado al tercer cielo –a la inmediata presencia de Dios. Después de escuchar cosas extraordinarias que ningún lenguaje humano puede expresar, tuvo que reanudar su vida ordinaria en la tierra. Se dice que Dios le dio entonces una espina en la carne –una enfermedad especial– para que no se jactase, por lo extraordinario de las revelaciones.
El cristianismo de Pablo tenía un nivel extraordinario. Sin embargo, a pesar de una estancia temporal en el tercer cielo, no estaba en sí mismo al abrigo del orgullo inherente a la vieja naturaleza. Si él no lo estaba, nosotros tampoco.
7 - ¿Hay algún indicio que nos ayude a distinguir entre los deseos e incentivos que vienen de la vieja naturaleza de los que vienen de la nueva?
Tener indicios nos dispensaría de buscar en la Palabra de Dios y nos impediría arrodillarnos continuamente en oración con un corazón ejercitado.
Es la Palabra de Dios que es «viva y eficaz, más cortante que toda espada de dos filos». Solo ella puede discernir los pensamientos y las intenciones del corazón (Hebr. 4:12), y el trono de la gracia está siempre disponible para que podamos encontrar gracia y ayuda en el momento adecuado (Hebr. 4:16). Es el Sumo Sacerdote de Dios quien honra este trono.
La Palabra de Dios y la oración son, por lo tanto, absolutamente necesarias si queremos distinguir y desentrañar los pensamientos y deseos que encontramos en nuestro interior.
Siendo así, una cosa puede sin embargo ayudarnos. Recordemos que, así como la brújula de un navegante es fiel al norte, así la nueva naturaleza es fiel a Dios y la vieja naturaleza es fiel al “yo”. Todo lo que tiene a Cristo como objeto viene de una, y todo lo que tiene al “yo” como objeto viene de la otra.
Mil preguntas complicadas se resolverían preguntando: “¿Qué motivo secreto me hace actuar en tal o cual cosa? ¿La gloria de Cristo o mi propia gloria?”