Índice general
El creyente y sus dos naturalezas
La lucha interior de cada creyente recién convertido
: Autor Biblicom 49 (MT+JMD)
: TemaLas dos naturalezas, la libertad cristiana
Cuando llegamos a conocer al Señor Jesús como nuestro Salvador, se apodera de nosotros un gozo profundo. Pero, tarde o temprano, nos preocupa comprobar que todavía cometemos pecados. Es posible que incluso lleguemos a hacernos esta pregunta angustiosa: ¿Estoy realmente salvado? Inevitablemente, tratamos de hacer esfuerzos para mejorarnos... ¡Es un fracaso!
Debemos descubrir que por la conversión, la naturaleza pecaminosa que poseemos no ha sido quitada o mejorada. Por otro lado, hemos recibido una nueva naturaleza, una naturaleza divina, que no puede pecar, y a través de la cual podemos caminar en santidad, amar según Dios y disfrutar de nuestra relación como hijos con Dios.
Cuando hemos comprendido que es la vieja naturaleza la que hace su propia voluntad, debemos descubrir que para evitar que peque, debe ser mantenida en la muerte y esto solo puede hacerse con la ayuda del Señor, mediante el Espíritu Santo que mora en nosotros. Debemos considerarla muerta y no seguir «escuchándola».
La vieja naturaleza todavía está ahí y todavía puede, desgraciadamente, pecar. Pero Dios nos ha dado un recurso, la confesión de los pecados, para ser perdonados y recuperar el disfrute de nuestra relación con él.
Cuando este trabajo ha sido hecho en nuestras almas, volvemos a encontrar gozo, la paz inunda nuestros corazones y podemos caminar por el Espíritu. ¡Hemos aprendido a estar emancipados de la esclavitud del pecado y así verdaderamente libres (Juan 8:36)!
En las siguientes líneas, desarrollaremos estas diferentes etapas del trabajo realizado en el alma.
1 - El descubrimiento de ambas naturalezas
En el momento en que creemos que el Señor Jesús murió por nosotros, un gozo sin igual llena nuestros corazones. Sabemos que nuestros pecados han sido perdonados y borrados, que poseemos vida eterna, y que somos salvos. Pero pronto descubrimos que a pesar de nuestro amor por el Señor y nuestro deseo de agradarle, todavía obramos mal y tenemos malos pensamientos. ¡Solo podemos estar desconcertados por ello! Incluso podemos llegar a dudar de nuestra salvación. Esto nos hace sufrir mucho moralmente.
Tal período de duda ofrece a Satanás la oportunidad de atacarnos sugiriendo que somos hipócritas, que profesamos ser lo que no somos, e incluso que debemos enfrentarnos a la evidencia, ¡nunca nos hemos convertido de verdad! Habiendo experimentado el gozo de la conversión, ¡este pensamiento es aún más angustioso para nosotros!
La Palabra de Dios es formal: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Juan 3:36). Esta verdad no está vinculada con lo que somos o con lo que hacemos o pensamos. La Palabra es también formal cuando dice acerca del creyente: «no practica el pecado... y no puede pecar» (1 Juan 3:9); «es el que vence al mundo» (1 Juan 5:5); «el maligno no le toca» (1 Juan 5:18).
Viendo que nuestra experiencia muestra lo contrario –pecamos, el mundo es victorioso sobre nosotros, y somos derrotados por el enemigo– razonamos e incluso podemos concluir: no soy un autentico creyente.
Pero en realidad, solo los creyentes tienen tales ejercicios de alma, porque quieren responder a los pensamientos de Dios, lo que no es el caso de los no convertidos: porque «no hay temor de Dios delante de sus ojos» (Romanos 3:18). Dios permite estas ansiedades para que obren para el bien de nuestras almas.
Dios quiere enseñarnos que el mal que hacemos resulta de la naturaleza pecaminosa que siempre está en nosotros. De hecho, cuando creemos en el Señor Jesús, recibimos una nueva naturaleza, sin pecado, pero guardamos la «vieja» naturaleza que recibimos cuando nacemos en esta tierra. Nunca se dice en la Palabra de Dios que esta vieja naturaleza nos ha sido quitada.
Nuestra nueva naturaleza es una «naturaleza divina» (2 Pedro 1:4). Esto corresponde al nuevo nacimiento que el Señor enseña a Nicodemo: «Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es» (Juan 3:6); estas dos naturalezas son distintas.
Para tratar de entender mejor estas nociones, tomemos la imagen del injerto de un árbol silvestre que producía malos frutos. El árbol silvestre es talado para dejar solo el tronco, luego se colocan los injertos seleccionados. Los injertos producirán ramas que darán solo los frutos de la variedad deseada. Este árbol ya no se conoce como «salvaje», sino que se le llamará por el nombre de la variedad injertada, aunque todavía tiene una «parte silvestre». El árbol salvaje representa al hombre en su estado natural; es el viejo hombre, antes de nacer de Dios. El injerto representa la nueva vida que el Espíritu ha producido en él a través de la Palabra de Dios; es el nuevo hombre.
En sus epístolas, el apóstol Juan generalmente habla de las cosas de una manera absoluta. Así como un árbol injertado solo se considera bajo el nombre de la variedad injertada, así Juan sólo considera al creyente en relación con la nueva naturaleza, con la vida divina que posee uno como nacido de Dios.
Por eso dice: «Todo aquel que es nacido de Dios… no puede pecar» (1 Juan 3:9).
Tenemos, pues, dos naturalezas: la que nace de la carne y la que nace del Espíritu. Seamos claros que el significado del término «carne» que usamos aquí se refiere a la naturaleza moral pecaminosa del hombre, como en el versículo «el deseo de la carne es contra el Espíritu» (Gálatas 5:17), y no el cuerpo físico como en el versículo «Dios fue manifestado en carne» (1 Timoteo 3:16).
El pecado es el principio maligno que tiene poder sobre la vieja naturaleza. Los pecados son las acciones, palabras y pensamientos malos, que vienen de esta naturaleza corrupta. Los pecados son como los frutos que un árbol (el pecado) produce. Para quitar los frutos no hay que simplemente arrancarlos, porque otros volverán a crecer, hay que cortar el árbol (juzgar y condenar el pecado).
2 - La incurabilidad de la antigua naturaleza
Puesto que queremos agradar a Dios, trataremos de mejorar nuestra vieja naturaleza tratando de someternos a la ley de Dios, o trataremos de frenarla, imponiéndonos reglas restrictivas a nosotros mismos. En ambos casos, nuestros esfuerzos serán vanos y pronto lo veremos.
Es la experiencia de un creyente, descrita en Romanos 7: «Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago» y «no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago» (Romanos 7:15, 19). Ve que el mal que aborrece viene del pecado que mora en él (Romanos 7:17). De hecho, la naturaleza pecaminosa que aún permanece en el creyente es la fuente de todos los malos pensamientos, malos sentimientos, malas pasiones y acciones, todo lo que la nueva naturaleza detesta. Experimenta que no tiene fuerzas para mejorar su vieja naturaleza, que sigue siendo tan mala como antes de su conversión y que no puede agradar a Dios (Romanos 8:8).
Esto es absolutamente normal. Debemos aprender que la vieja naturaleza, la carne, no puede ser mejorada ni purificada. «Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden» (Romanos 8:7). Si Dios había puesto al pueblo de Israel bajo la Ley, era para mostrarle al hombre que es un pecador. La Ley mostraba los requisitos perfectos de Dios pero no daba la fuerza para obedecerle. El hombre la transgredió tan pronto como fue dada. La Ley tiene un lado positivo, hace que el hombre se dé cuenta de que es un pecador, y hace nacer en él el deseo de ser libre del pecado. Asimismo, la presencia de la vida divina en nosotros nos hace conscientes de la decadencia de la vieja naturaleza sin darnos la fuerza para mejorarla. Es como un traje nuevo que cubre un traje viejo roto: ¡el nuevo no arregla el viejo!
Debemos, pues, aprender esta importante lección: «Yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien» (Romanos 7:18). Es difícil aprenderla, por lo que somos, pero debe ser aprendida para que tengamos paz, a pesar de la presencia de la antigua naturaleza siempre activa, y tener victoria sobre ella.
Si la vieja naturaleza no puede ser mejorada, ¿deberíamos resignarnos? No, ¡por supuesto! Vamos a ver cómo impedirle que se manifieste.
3 - El cuidado del Señor
Esta lucha interior por la que pasamos es desalentadora. Nos lleva a gritar: «¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Romanos 7:24). El «quién» ¡es el Señor! Por lo tanto, mirémoslo con la certeza de que él es por nosotros y con nosotros. Él mismo se preocupa por nosotros, como por cada creyente que ha redimido con su sangre. Desde el día en que le pertenecemos, nos acompaña durante todo nuestro camino. Estamos seguros de su amor: dio su vida para adquirirnos. ¡Qué precio! Nunca nos abandonará; nos sostendrá e incluso nos llevará cuando sea necesario; siempre tiene los ojos puestos en nosotros.
No solo está cerca de nosotros, sino que también está en el cielo como nuestro gran sumo sacerdote que intercede por nosotros y puede salvar plenamente a los que se acercan a Dios por medio de él (Hebreos 7:25). Además, él está cerca del Padre como nuestro abogado (1 Juan 2:1, 2), y se encarga de abogar por nuestra causa.
Así que, mirémosle, permanezcamos junto a él y confiemos en él. Él está con nosotros para sostenernos en nuestras luchas internas y para liberarnos. Escuchemos lo que el Señor quiere enseñarnos.
4 - Crucificados con Cristo
En Romanos 6, leemos: «sabiendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él» (v. 6). Esto significa que lo que éramos –nuestro estado antes de nuestra conversión– fue crucificado con Cristo. Nuestro viejo hombre fue juzgado y condenado en la muerte de Cristo, quien estuvo en la cruz por nosotros.
Por la fe, aceptamos esta condenación y decimos: «Mi viejo hombre fue crucificado con Cristo», murió a los ojos de Dios.
Ahora estamos asociados con Cristo resucitado y glorificado: esta es nuestra nueva posición ante Dios. Dios ha terminado con nuestro viejo hombre, él ya no nos considera en esta naturaleza pecaminosa sino en la vida de resurrección de Cristo. Somos «aceptos en el Amado» (Efesios 1:6). Esta nueva posición se traduce prácticamente de la siguiente manera: «habiéndoos despojado del viejo hombre con sus hechos, y revestido del nuevo» (Colosenses 3:9-10). Dios ahora nos ve en el nuevo hombre. La fe en esta verdad nos ayudará a tener control sobre el pecado que mora en nosotros, para que no pequemos.
El que llevó nuestra condenación, dijo: «Consumado es» (Juan 19:30); nada queda por condenar. «Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Romanos 8:1). Si Satanás viene a poner nuestros pecados ante nosotros, no buscaremos negarlos o excusarlos, sino que aseguraremos nuestros corazones recordando que: «Cristo murió por nuestros pecados» (1 Corintios 15:3).
Si quiere inquietarnos con el pensamiento de nuestra naturaleza pecaminosa, diremos: «Yo también estoy muerto» porque «con Cristo estoy juntamente crucificado» (Gálatas 2:20).
Así que no tenemos que tratar de hacer desaparecer la naturaleza pecaminosa que está en nosotros. Debemos simplemente aceptar que Dios la ha condenado en la cruz. Tener conciencia de ello nos ayudará a terminar con la vieja naturaleza, y a dejar de preocuparnos por ella.
5 - Tenerse por muerto al pecado y entregarse a Dios
Darnos cuenta de que hemos sido crucificados con Cristo, y que somos muerto con él, es un primer paso. Ahora, debemos considerarnos constantemente muertos, o tenernos por muertos: «consideraos muertos al pecado» (Romanos 6:11).
La carne, que Dios ha condenado, ya no tiene ningún derecho legítimo sobre nosotros. No le debemos nada: no tenemos deuda con la carne «para que vivamos conforme a la carne» (Romanos 8:12). Está siempre en nosotros, pero debemos negarnos a escucharla u obedecerla cuando nos incita a pensar o a hacer cosas que desagradan a Dios. Debemos tratarla como a una persona ajena que no tiene órdenes que darnos.
Así es como prácticamente podemos permanecer como muertos al pecado y vivos para Dios. De esta manera no dejaremos que el pecado gobierne sobre nosotros. «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus concupiscencias» (Romanos 6:12).
Pero Dios sabe que, si no nos preocupamos por el bien, no podemos resistir al mal, por eso se dice inmediatamente: «ni tampoco presentéis vuestros miembros al pecado como instrumentos de iniquidad, sino presentaos vosotros mismos a Dios… y vuestros miembros a Dios como instrumentos de justicia» (Romanos 6:13). Esto significa que todos nuestros miembros: lengua, pies, ojos… que eran «instrumentos de iniquidad» al servicio del pecado, deben convertirse en «instrumentos de justicia» para servir al Señor a quien pertenecemos: «No sois vuestros, porque habéis sido comprados por precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo» (1 Corintios 6:19, 20).
Considerando el precio al cual el Señor nos ha redimido, nuestros corazones desearán servirlo fielmente y no seremos tentados en servir a la carne, porque no podemos hacer dos cosas opuestas simultáneamente. Por lo tanto, estemos ocupados de él y de las cosas que lo conciernen.
6 - Alimentar a la nueva naturaleza
La vida divina que nos ha sido dada, para ser sostenida, necesita ser «alimentada» de Cristo, de lo contrario se debilitará. Es la Biblia la que nos lo da a conocer. «Alimentémonos» de él leyendo y meditando lo que hemos leído, para asimilarlo. No basta con ver algo del Señor, hay que meditarlo también, y considerar cuidadosamente su persona (Hebreos 3:1), lo que nos llevará a contemplarlo con admiración (2 Corintios 3:18).
Pablo es un ejemplo para nosotros. Estimaba todas las cosas de este mundo como basura para ganar a Cristo, para conocerlo (Filipenses 3:8-10), por lo que podía ser inducido a decir: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí» (Gálatas 2:20). La persona del Señor Jesús lo ocupaba continuamente, lo que le llevaba a reflejar a Cristo en su vida. Este privilegio no está reservado a Pablo, es nuestro y de todos los que siguen su ejemplo.
7 - No alimentar a la vieja naturaleza
Tenemos que considerar a la vieja naturaleza, la carne, como muerta, pero ella está ahí y solo quiere vivir. Por eso no se nos insta simplemente a considerar a la carne como muerta, sino que se nos llama a hacerla morir: «Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros» (Colosenses 3:5). «Haced morir» no significa que debamos tratar de suprimir la carne matándola; hemos visto que estos esfuerzos son vanos, pero significa que debemos dejarla marchitar (o dejarla morir). ¿Cómo hacer esto?
Sabemos que cualquier organismo vivo muere si no es alimentado. Lo mismo sucede con esta vieja naturaleza que se alimenta de «las cosas de la carne» (Romanos 8:5). Para mortificarla, debemos simplemente privarla de lo que la alimenta: «no proveáis para los deseos de la carne» (Romanos 13:14).
Sin embargo, notemos el orden en que las exhortaciones de Colosenses 3 son dadas. En primer lugar, debemos fortalecer la nueva naturaleza alimentándola con Cristo, pensando en las cosas de arriba (Colosenses 3:2), estando ocupados con las cosas que son puras, justas (Filipenses 4:8, 9), estando ocupados con las «cosas del Espíritu» (Romanos 8:5).
Tratar de hacer morir la vieja naturaleza, si no alimentamos a la nueva naturaleza, conducirá al fracaso tarde o temprano. Anhelemos, «como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada» de la Palabra, para crecer espiritualmente (1 Pedro 2:2), y velemos por todo lo que hacemos, decimos, leemos y pensamos, haciéndolo todo como para el Señor y rechacemos todo lo que alimenta la carne.
En cuanto a esta mortificación de la carne, notemos que no es el Espíritu Santo quien «hace morir las acciones de la carne» (Romanos 8:13); el apóstol dice: «si por el Espíritu hacéis morir…». Tenemos la responsabilidad de ello, pero como no hay ningún poder en nosotros, no podemos enfrentarnos con esta responsabilidad sino mediante el del poder del Espíritu Santo.
8 - El poder en el Espíritu Santo
El poder para mantener a la vieja naturaleza en la muerte se encuentra por lo tanto en el Espíritu Santo. Él mora en nosotros y nos dará la fuerza para hacerlo (Efesios 3:16).
¿Cómo obtener su ayuda, puesto que la Palabra de Dios nunca nos dice que pidamos ayuda al Espíritu Santo? Lo obtenemos apoyándonos en el Señor a quien le pedimos que nos ayude mediante el poder del Espíritu que está en nosotros. Es importante estar cerca del Señor y pedirle su ayuda en todas las circunstancias. Dependemos de él, nos hemos convertido en su propiedad personal.
El Espíritu Santo en el creyente es como un hombre fuerte que vive en una casa donde ya hay un mal inquilino (nuestra vieja naturaleza) que busca tomar el control, y donde el hombre fuerte ayuda al dueño a mantener inactivo al mal inquilino. Si estamos ocupados con el Señor y las cosas de arriba, el Espíritu Santo podrá controlar nuestras vidas y evitar que esta mala naturaleza se manifieste. Podremos caminar de acuerdo con los deseos de la nueva naturaleza y no según los de la carne.
La carne siempre querrá manifestarse. Dice: «Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis» (Gálatas 5:17). Este pasaje de la Epístola a los Gálatas (v. 16 a 25) nos muestra cómo podemos, aunque todavía tenemos la carne en nosotros, caminar de tal manera que Cristo sea glorificado: los deseos de la carne no son quitados de nuestros corazones, sino que son juzgados y «neutralizados». Si somos guiados por el Espíritu, es imposible que cumplamos los deseos de la carne. Entonces seremos felices y estaremos en paz.
Desafortunadamente, sabemos que todos ofendemos muchas veces (Santiago 3:2). Pero recordemos que en todo caso, el Señor intercede por nosotros (Romanos 8:34) y el Espíritu Santo intercede por nosotros, aunque no sabemos qué pedir (Romanos 8:26). ¡Qué gran privilegio tenemos!
9 - Confesión y juicio de sí mismo
Así que a veces pecamos, porque la vieja naturaleza siempre busca manifestarse. En el ejemplo del árbol injertado que hemos visto antes, siempre pueden nacer ramas del tronco por debajo del injerto, por lo tanto en la parte correspondiente a la vieja naturaleza. Si dejamos que se desarrollen, siempre producirán malos frutos, y desviarán la savia en detrimento de las ramas injertadas. Por lo tanto, es imperativo cortarlas tan pronto como aparezcan.
Si estas «ramas» crecen, es porque hemos escuchado la carne y cedido a sus deseos; no la hemos considerado como muerta. Recordemos que el pensamiento precede a la acción y es en el origen donde debemos actuar: para hacer «morir las obras de la carne», debemos juzgar en nosotros cada mal pensamiento; si no es juzgado, inevitablemente conduce a una acción de la carne. La única manera de recuperar el gozo de nuestros vínculos con el Señor es juzgarnos a nosotros mismos ante él y confesarle nuestras faltas. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9). Al juzgarnos a nosotros mismos, nos ponemos del lado del Señor contra nosotros mismos. Dice también: «El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia» (Proverbios 28:13). Mediante la confesión, juzgamos los pecados que hemos cometido, por el juicio de sí mismos, juzgamos la naturaleza que los produjo.
Es importante guardar una conciencia sin reproche ante Dios y ante los hombres. Para ello, la lectura de la Palabra de Dios es esencial. Su luz nos ilumina, pone de relieve nuestras faltas, y la necesidad de confesarlas. Este es el lavado del agua, por la Palabra, que nos purifica (Efesios 5:26; Juan 13:5-10).
El Señor nos dice: «Si me amáis, guardad mis mandamientos», «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama», «El que me ama, mi palabra guardará» (Juan 14:15, 21, 23).
Es estando ocupados de Aquel que nos amó y se entregó por nosotros (Efesios 5:2), que podemos ser victoriosos, que conocemos la liberación y probamos la paz.
En resumen, conocemos la liberación, si realmente nos damos cuenta de que:
- todavía tenemos la vieja naturaleza en nosotros,
- nuestro viejo hombre fue crucificado con Cristo,
- la naturaleza pecaminosa fue condenada por Dios en la cruz,
- debemos considerarnos muertos al pecado y librarnos a Dios,
- el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros es nuestra fuerza,
- debemos mantener una buena conciencia mediante la confesión y el juicio de nosotros mismos.
Cuando hemos experimentado que somos liberados del poder de Satanás, del poder del mundo, pero también del poder de la carne, este tercer enemigo del creyente, entonces conocemos una plena libertad y podemos seguir a nuestro divino maestro en paz y con gozo consumado.
«Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36).