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Estudios sobre la epístola a los Gálatas


person Autor: Henri ROSSIER 17

(Fuente autorizada: biblecentre.org)


«Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres» (Juan 8:36).

1 - Introducción

Si se preguntara, a los que se preocupan por el tema, cuántas religiones(*1) existen en el mundo, no hay duda de que redactarían una extensa lista que, partiendo de todas las desviaciones de la Revelación primitiva, conducirían, al final, a la religión judía y al cristianismo. Pero, en realidad, en el mundo solamente han existido dos religiones, y estas están en abierta oposición la una contra la otra. La primera es la religión de la carne, la segunda la religión del Espíritu, el don de Dios hecho a la fe en una salvación gratuita. La primera de estas religiones es tan antigua en la tierra como el pecado del hombre; y la segunda lo es tanto como la Redención, lo cual hace que las hallemos a ambas en el origen de nuestra historia. Desde el principio están personificadas en las acciones de dos hombres: Caín y Abel. Solo precisamos considerarlos un momento para descubrir los caracteres de sus religiones y ver que son irreconciliables. Empecemos por Caín:

Su religión, que es la de la carne, ofrece tres rasgos distintivos:

1) Pretende que el hombre caído es capaz de lograr una justicia que lo haga agradable a Dios. Piensa que haciendo el bien –pues esta religión no duda de que el hombre, a pesar de su caída, sea capaz de hacerlo– Dios podrá recibirlo y reconocerlo como justo. Notamos inmediatamente que este principio ignora dos cosas: la justicia de Dios que necesariamente debe condenar al pecador, y la justicia de Dios que le es ofrecida en Cristo para justificarle.

2) El segundo rasgo distintivo de la religión de la carne es que ignora totalmente el estado de ruina del hombre, como es fácil comprobarlo mediante el primer rasgo que hemos expuesto. Esta religión busca el bien en el hombre para presentarlo a Dios. Para ella, el hombre es pecador, sin duda; loco sería quien lo negara, pero no está, en su opinión, irremediablemente perdido, pues un objeto perdido –es preciso convenir en ello– no sirve para nada.

3) El tercer rasgo distintivo de la religión de la carne es que ignora el estado del mundo. No sabe que el mundo, a los ojos de Dios, es una cosa maldita que no puede probar nada más y sobre la cual el juicio definitivo ya ha sido pronunciado.

(*1) Por «religión» aquí solo se habla de las distintas maneras por las cuales los hombres intentan agradar a Dios y relacionarse con Él.

 

Estas tres ignorancias (de Dios, del hombre y del mundo) se conjugan en Caín. Él, hombre injusto, piensa que Dios debe mirar a su ofrenda y recibirla, según un principio de justicia, en virtud de sus abnegados esfuerzos. Él, separado de Dios por el pecado, tiene bastante confianza en sí mismo como para presentarse ante Dios con los resultados de su trabajo. Él, como maldito, viene a ofrecer a Dios los frutos de una tierra maldita, como si este mundo pudiera ser ante Dios lo que era antes de la caída.

En contraste con la religión de Caín, hallamos la de Abel, la que no tiene con la primera ningún rasgo en común. No se basa sobre el hombre, al cual estima un pecador perdido, ni sobre la energía y los recursos que él puede ofrecer, sino sobre un sacrificio –preparado por Dios mismo en otro tiempo para cubrir al hombre y a la mujer culpables (Gén. 3:21)–, sobre la gracia que lo presenta, sobre la fe que capta el valor de ese sacrificio, que lo ofrece a Dios y permite al pecador acercarse a Él plenamente justificado de todo pecado. He aquí lo que hallamos en la base de la religión del Espíritu, que se mueve entre las cosas invisibles, única base reconocida por Dios, sin que ni el hombre ni la carne tengan intervención alguna, tal como la epístola que deseamos considerar nos lo prueba superabundantemente, sin que tengamos necesidad de extendemos más sobre ello.

1.1 - Lo que la ley demostró al hombre

Pero dirán ustedes: Entre estos dos contrastes absolutos, ¿no es posible introducir un tercer elemento que los concilie? ¿No sancionó Dios la religión de la carne al dar la ley al pueblo de Israel? Es cierto que Dios ha dado una religión al hombre en la carne, pero ¿con qué fin? Precisamente para sacar a plena luz lo que es la carne del hombre, colocada aun en las mejores condiciones culturales. Si la ley no hubiera sido dada por medio de Moisés, nunca habría sido probada la ruina del hombre, nunca habría sido demostrada su incapacidad para conseguir una justicia ante Dios, nunca habría sido establecida la fe como único medio de ser justificado, nunca habría sido puesto de manifiesto el estado desesperado del hombre y del mundo –el cual, después de haber infringido la ley, rechazó a Cristo, único medio de salvación–, nunca habría sido proclamada la necesidad de nacer y ser vivificado por el Espíritu, pues la carne de nada sirve (Juan 3:5; 6:63).

La ley era perfecta, santa, buena, divina en su naturaleza, justa en todas sus exigencias; no había en ella ni traza de pecado, pero la carne del hombre al que le fue dada la convertía en un instrumento inútil como medio de acercarse a Dios y de obtener una justicia ante Él. La ley «era débil por la carne» (Rom. 8:3). La ley, pues, es dada no como regla para la carne, sino «para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios» (Rom. 3:19), para dar al hombre el conocimiento del pecado y declararle infinitamente pecador, para producir la ira, para hacerle morir; en una palabra, para matar al viejo hombre y no para salvarle. Ahora bien; esta era la inmensa verdad que se trataba de probar y que no podía serlo por ningún otro medio que no fuera colocando al hombre bajo la ley. He aquí por qué la ley no supone anticipadamente que el hombre está perdido –sino que viene a probarlo– ni incapaz de una justicia, sino que le concede el medio de mostrar si posee esta capacidad: «Haz esto, y vivirás» (Lucas 10:28). He aquí también por qué ella no descubre de golpe el estado del mundo. Este estado no puede ser probado sino por medio de la larga historia de un pueblo puesto en el terreno legal, en presencia de todos los llamados de Dios y finalmente en presencia de un Salvador.

1.2 - ¿Perfeccionamiento del creyente por medio de la Ley? ¡Imposible!

Hemos considerado la simple religión de la carne en Caín y después la ley, la religión de Dios dada a la carne en el pueblo judío. Pero queda aun una tercera forma de religión de la carne, una verdadera obra de Satanás para engañar al hombre, religión de la cual la epístola a los Gálatas nos habla a todo lo largo de ella. El lazo en que los gálatas corrían peligro de caer, y en el cual de una forma parcial habían ya caído, era el comienzo de esa nueva forma de religión de la carne, la cual posteriormente se desarrolló bajo el nombre de cristiandad. Desde su conversión, los gálatas –así como todos los creyentes del período de la gracia– habían recibido el Espíritu en virtud de la fe: fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa (Efe. 1:13). Su religión no era, pues, la de la carne, sino la del Espíritu. Habían sido liberados de la esclavitud del pecado para ser introducidos en la plena libertad de los hijos de Dios. Por la fe habían recibido a Cristo como su Salvador. Eran salvos por gracia. La fe en Cristo había sido el punto de partida para poseer todos sus privilegios. Eran hijos de Dios que gozaban de la libertad de la gracia, y la gloria de su Salvador les estaba asegurada para el porvenir. Pero esta escena, tan bella como sencilla, pronto cambió. Maestros judaizantes, adversarios encarnizados de una gracia sin mezclas, habían llegado para enseñarles que debían añadir algo a lo que habían recibido mediante el ministerio de Pablo. Estas asambleas, salidas de los gentiles, no se daban cuenta de que lo que se les proponía era añadir la religión de la carne a la del Espíritu. «¿Habiendo comenzado por el Espíritu» –dice el apóstol– «ahora vais a acabar por la carne?» (Gál. 3:3). Estos maestros judaizantes no contradecían la gracia, pero hablaban de perfeccionar al creyente por medio de la ley. Esto representaba, al mismo tiempo, un medio para quedar ligados al antiguo orden de cosas, de no romper con la carne, de retener la ley como regla de vida y de no dar la espalda al mundo. La ley, dada por Dios, se convertía en instrumento de Satanás para apartar al creyente de Dios y de Cristo. ¡Unas pocas observancias ceremoniales no eran gran cosa! Los cristianos surgidos de entre los judíos, ¿no habían hecho estas cosas, y las seguían haciendo? ¿Guardar algunas fiestas? ¿Dónde estaba el mal? ¿En la circuncisión? ¿No se trataba de un asunto de fraternidad más estrecha para identificarse más íntimamente con los hermanos judíos? Sin duda que no se trataba del «nada añadir» ni del «nada quitar» que caracterizaba al cristianismo de los colosenses y les mostraba que todo estaba en Cristo y que Cristo era todo; ¡pero la diferencia era tan insignificante! ¿Para qué perder el tiempo discutiendo estas cosas?

En realidad, esta mezcla destruía la misma base del cristianismo. Venía a ser la base de un sistema nuevo, el cual, después de haber restablecido al viejo hombre, no aceptaba más su completa condenación, ni la muerte, ni la crucifixión de la carne, ni el anonadamiento de la justicia humana, ni la condenación definitiva del mundo.

Este sistema, tan modesto en sus primeras manifestaciones, floreció después; es la religión de la actualidad; él la abandonará incluso muy pronto para volcarla en la más completa incredulidad, pues estamos en vísperas de la apostasía. Pero actualmente jamás hallamos en los sistemas de religión humana el fin de las tres cosas mencionadas al principio de estas páginas como características de la religión de la carne: el fin del hombre y su justicia, el fin de la carne y el fin del mundo, pues, cuando un cristiano fiel ha comprendido la trascendencia de ello, no puede hacer otra cosa que salir de esos sistemas.

La religión del Espíritu conoce estas cosas y se separa de ellas, pues se basa en un conocimiento muy distinto: «Si alguno está en Cristo, nueva creación es: las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas» (2 Cor. 5:17). Por eso nuestra epístola, en pleno acuerdo con aquella a los Romanos, está llena de estos temas: la justicia divina; el hombre puesto enteramente de lado; la ley sin fuerza; el mundo juzgado, tu nuevo y segundo hombre introducido, Cristo, con el cual el primer hombre no tiene punto alguno de contacto, si no es para sus necesidades.

Si procuramos resumir lo que acabamos de exponer, hallamos estas cuatro verdades que el Evangelio nos presenta:

1) El fin del viejo hombre para introducir el nuevo. Esto es absolutamente definitivo y completo. Ante Dios solo permanece el último.

2) El fin de la carne. Estoy crucificado. Solo el Espíritu tiene valor ante Dios. «Los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos» (Gál. 5:24).

3) El fin de la ley, en el sentido de no dirigirse a la carne más que para reprimirla, no tiene ya más razón de ser para obtener una justicia: «El fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree» (Rom. 10:4).

4) El fin del mundo. Somos retirados del presente siglo malo; pero el cielo y la gloria nos pertenecen con Jesús (Gál. 6:14).

Ahora bien, no reconocer estas verdades era el abandono del cristianismo, y he aquí por qué la Epístola a los Gálatas es la única que no empieza por ningún testimonio de afecto, aunque exprese los profundos dolores de un amor lleno de angustia, el que llega hasta a poner en duda la presencia de la vida divina en los gálatas (4:19).

2 - Capítulos 1 - 2:10

«Pablo, apóstol (no de parte de los hombres, ni mediante hombre, sino por Jesucristo y por Dios Padre, que lo resucitó de entre los muertos), y todos los hermanos que están conmigo, a las iglesias de Galacia: Gracia y paz a vosotros de Dios nuestro Padre, y del Señor Jesucristo; quien se dio a sí mismo por nuestros pecados, para librarnos del presente siglo malo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (v. 1-5).

2.1 - ¿Cuál es el pensamiento de Dios respecto del hombre?

Todo el capítulo al que pertenecen los versículos citados gira en tomo a esta cuestión capital: ¿Cuál es el pensamiento de Dios respecto al hombre? Este pensamiento lo ha expresado muchas veces en su Palabra. Para probarlo es suficiente citar un solo pasaje: «Dejaos del hombre, cuyo aliento está en su nariz; porque ¿de qué es él estimado?» (ls. 2:22). Pero aquí, correspondiendo a todo el tema de esta epístola, el apóstol trata del hombre en relación con el ministerio cristiano. Ahora bien; hay un verdadero y un falso ministerio: «El verdadero ministerio –como lo ha dicho un hermano– es de Dios, de Él y para Él; el falso ministerio es del hombre, por el hombre y para el hombre».

Vemos aquí, desde el principio, que los maestros judaizantes, esos falsos hermanos, procuraban desacreditar el apostolado de Pablo porque no había sido instituido –como el de los doce– por un Cristo que viviese en la tierra desde el bautismo de Juan hasta el momento en que, al subir al cielo, una nube le ocultó de sus ojos. Y estos creyentes habían sido convertidos precisamente por el ministerio de Pablo, pues este ministerio tenía su punto de partida en un Cristo «resucitado de los muertos» (2 Tim. 2:8). Este versículo es de la mayor importancia. El apostolado de Pablo nada tenía que ver con el Mesías judío. Un nuevo orden de cosas había sido introducido por la resurrección de Cristo, inaugurado en el camino a Damasco, revelado por Dios mismo (1:15) y puesto en actividad efectiva en Hechos 13:34. «De manera que» –dice el apóstol– «nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así» (2 Cor. 5:16). La resurrección de Cristo respondía de entrada a los peligros que corrían los gálatas, cuyo Enemigo procuraba conducir al cristianismo a la práctica de principios de la vieja creación, como si esta no hubiese sido irremisiblemente arruinada por la caída del hombre. Por el contrario (v. 4), la muerte de Cristo los había separado enteramente del «presente siglo malo», retirados para no pertenecer más a él de ninguna manera. ¿Acaso la resurrección de entre los muertos no les había introducido en un nuevo orden de cosas invisible y celestial, en el cual nada de lo viejo podía tener lugar? La resurrección, pues, imprimía desde el principio su sello sobre estos cristianos, quienes más tarde corrían el peligro de volver al mundo, y, de hecho, en alguna medida habían dado esta media vuelta.

De ahí que el capítulo 1 (ya lo consideraremos en detalle) nos hable de la manera en que el Evangelio aprecia el valor del hombre. ¡Qué derrumbe! ¡Qué divino menosprecio cuando el apóstol nos habla de ello y lo mide por el Espíritu Santo! «¿Busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios?» (1:10).

2.2 - Cristo puso fin a todo lo que es del hombre

Además de la resurrección, la cual pone fin a toda idea de una religión basada sobre el antiguo orden de cosas (cap. 1:1), tenemos esta verdad capital (que vamos a ver impresa a todo lo largo del primer capítulo y aun más allá): el hombre nada tiene que ver en el Evangelio confiado a Pablo. Es apóstol «no de hombres ni por hombre». Su apostolado es absolutamente independiente de toda influencia y de todo origen humano. Tampoco es por hombre. El hombre no ha sido en ninguna manera ni en medida alguna el instrumento de este apostolado. ¿De dónde viene, pues? ¿A quién remontarse para hallar su origen? A Jesucristo, cuando se manifestó a Saulo de Tarso en el camino a Damasco, y no antes de que Dios el Padre lo hubiera resucitado. El trabajo del apóstol, el cual había sido el medio de conversión de los gálatas, no tenía otro origen. No era preciso buscar en él algo que lo ligara de alguna manera a la tradición judía. Su punto de partida se hallaba enteramente en la nueva creación. Vemos aquí, al mismo tiempo, el perfecto acuerdo entre Dios el Padre y Dios el Hijo para proclamarlo.

En estos versículos vemos, pues, que Cristo, por su resurrección, puso fin a todo lo que es el hombre, después de haber puesto fin, por medio de su muerte, a nuestros pecados y habernos retirado del mundo, del «presente siglo malo» (v. 4). Entretanto estamos en la carne, somos del mundo. La justicia legal, el hombre en la carne y el mundo van juntos. El objetivo de Cristo, al darse a sí mismo, era muy apropiado para el estado de los gálatas. Esto ponía fin a todo lo que la ley se aplicaba. La ley permanecía, sin duda, pero no podía aplicarse al presente siglo para mejorarlo, porque profundamente era malo. Solo el sacrificio de Cristo, quien se dio por nuestros pecados, podía hacernos salir de ese estado. La ley, pues, era ineficaz sobre tales objetos. El presente siglo es, propiamente, la generación actual, el mundo actual y su curso. Véase Lucas 16:8; Romanos 12:2; 2 Timoteo 4:10; Tito 2:12, en donde el «siglo» es el presente estado de cosas en contraste con el que el Mesías debía establecer. La cuestión capital aquí (y para estos gálatas la más difícil de aceptar) es que no hay nada que esperar del hombre, es que el cristianismo ha puesto fin al hombre en todo lo que podía tener de mejor, para introducir un nuevo hombre, resucitado de entre los muertos. «Todos los hermanos» (v. 2) que estaban con Pablo daban el mismo testimonio. Ellos procedían, como él, de Dios el Padre y de un Cristo resucitado. De este origen les había venido la gracia y la paz. Esto nada tenía que ver ni con la ley ni con el Mesías. El don gratuito de Cristo nos dio esta bendita porción.

Por el sacrificio absoluto de sí mismo resolvió el problema de nuestros pecados. Su finalidad, al hacer esto, fue liberarnos «del presente siglo malo». No podíamos serlo mientras nuestros pecados subsistieran. Precisamente el pecado es el que, sin atenuante y sin mezcla con algo bueno, califica de «malo» al siglo presente, al mundo actual. La gran pregunta aplicable a los gálatas era: ¿Pertenecían o no al presente siglo malo? Nuestro mismo Dios y Padre se hallaba interesado en ello. Esto está vinculado a su voluntad y a sus designios. Es un consejo entre el Padre y el Hijo, y esto forma parte de la gloria eterna de Dios. Ante esta completa liberación debida a la voluntad de nuestro Dios y Padre, ciertamente hay motivo para decir: «a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (v. 5). El presente siglo queda abolido definitivamente para el cristiano con el pecado que se identifica con aquél; los siglos de los siglos, con su gloria, son finalmente abiertos para él.

 

«Me asombro de que tan pronto os apartéis del que os llamó por la gracia de Cristo, para seguir un evangelio diferente; no que haya otro, sino que hay algunos que os perturban y quieren pervertir el evangelio de Cristo. 8ero si incluso nosotros o un ángel del cielo os predicara un evangelio diferente del que nosotros os hemos predicado, ¡sea anatema! Como antes hemos dicho, otra vez lo repetimos: ¡Si alguien os predica un evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema! Porque ahora, ¿busco el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O busco agradar a los hombres? Si aún yo agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo» (v. 6-10).

2.3 - Sea anatema el que predicara un evangelio diferente

¿No es notable que, cuando se trata de Pablo como hombre empleado para llevar el Evangelio a los gálatas, él desaparezca? No es otro que aquel «que os llamó por la gracia de Cristo» (v. 6). Hallaremos otros ejemplos de ello en el curso de esta epístola. La gracia de Cristo había sido a la vez el instrumento y el tema presentado a los gálatas; allí no había ningún papel para el hombre. Todo era pura gracia; por eso el apóstol tenía motivos para maravillarse de que se pudiera reemplazar una cosa tan completa, tan maravillosa, por un «evangelio diferente». Esto no quiere decir otro, pues no hay dos buenas nuevas; pero el puro y simple Evangelio de la gracia de Cristo puede ser pervertido, falseado por el hombre, empleado para fines reprobables. Entre las manos del hombre, bajo la influencia de Satanás, este evangelio pervertido debía servir –y esto es lo que quería el Enemigo– para trastornar la simple fe de los gálatas. «Otro evangelio» era añadir algo al Evangelio que les había sido anunciado; y no existía ningún medio para añadir algo a la buena nueva de la gracia; esta era absolutamente perfecta en sí misma, absolutamente incondicional. Si el mismo apóstol o un ángel del cielo lo hacían, debían ser anatema, es decir, expuestos públicamente, a ojos de todos, como reprobado y maldecido por Dios mismo. El apóstol no teme pronunciar esta terrible sentencia sobre su propia cabeza o sobre la de un ángel, criatura sin pecado que, a excepción de los ángeles caídos, no había tomado parte en cosa alguna que tuviera analogía con la caída del hombre.

En el versículo 9 les vuelve a repetir: ¿Qué es lo que habían recibido? ¿Les era presentado un Evangelio tal como el que habían recibido, o un evangelio al cual le había sido añadido algo que lo alteraba? De hecho, este evangelio era la obra maestra de Satanás. Parecía contener todo el Evangelio, sin sustraer nada, pero añadía algo, poca cosa, a lo sumo uno o dos detalles, los que, después de todo, provenían de Dios, pues habían sido ordenados por Él; por ejemplo, la circuncisión. Pues bien, dice el apóstol: «como antes hemos dicho… sea anatema».

Hallamos en los versículos 8 y 9 dos lados distintos de este Evangelio: primero, lo que Pablo había anunciado; después, lo que los gálatas habían recibido. Su inteligencia podía ser incompleta, y en realidad lo era. Estos falsos maestros podían alegar con derecho que venían en ayuda de esa inteligencia limitada. Pero no; solo el Evangelio de Pablo podía completar lo que habían recibido de antemano. Toda verdad aparente, presentada de manera equívoca, era un manjar engañoso. En cambio, lo que habían recibido del apóstol venía directamente de Dios. No era ninguna obra de compromiso con los hombres. Para Pablo se trataba de satisfacer a Dios, de complacer a Cristo, de quien era siervo. Los hombres no contaban para nada, ni para complacerles ni para satisfacerles. Tenemos, pues, motivo para decir: El hombre no tiene lugar alguno en la obra de la salvación y en la predicación del Evangelio, si no por sus pecados.

 

«Porque os hago saber, hermanos, que el evangelio que he predicado, no es según el hombre. Porque ni lo recibí, ni me fue enseñado por un hombre; sino por revelación de Jesucristo» (v. 11-12).

2.4 - El Evangelio anunciado por Pablo

Aún faltaba probar que el Evangelio, predicado por Pablo, no tenía su origen en el hombre. No era según el hombre. No lo había recibido del hombre. No lo había aprendido. Si lo hubiera aprendido, el hombre se lo hubiera enseñado. Por el contrario, su origen era absolutamente divino. Le había sido revelado por Jesucristo; más aun: la revelación de Jesucristo es este Evangelio. ¿Y quién puede revelarse, si no Él mismo?

 

«Habéis oído cuál fue mi conducta anterior en el judaísmo, la furia con la que perseguía a la iglesia de Dios y la destruía; y aventajaba en el judaísmo a muchos de los contemporáneos de mi nación, siendo mucho más celoso de las tradiciones de mis padres» (v. 13-14).

2.5 - Antes perseguidor

Saulo de Tarso no era ajeno a ese evangelio según el hombre. Había empezado por ser el más eminente testigo de él en su expresión más elevada: la ley instituida por Dios. Este perseguidor del cristianismo se basaba, según este carácter, enteramente en el hombre: primero él, después su nación, sus padres y las tradiciones. Todas estas ventajas habían hecho de él un perseguidor de Cristo y de los suyos. Pero ahora la historia de este inexorable enemigo de Dios había terminado para siempre. ¿Dónde había ido a parar?

 

«Pero cuando el Dios que me separó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar a su Hijo en mí, para que yo lo predicara entre los gentiles, de inmediato no consulté con carne y sangre; ni subí a Jerusalén a ver a los que eran apóstoles antes que yo; sino que fui a Arabia, y de nuevo regresé a Damasco» (v. 15-17).

2.6 - Luego, llamado por Dios

Desde entonces todo viene de Dios y no depende para nada de una mejoría del hombre. Antes de que Saulo entrara en la escena de este mundo, el mismo Dios lo había puesto aparte desde el vientre de su madre; después Dios lo llama por su gracia y, finalmente, llega el momento en que Dios le revela a su Hijo. En el camino a Damasco acaba Pablo su historia como judío y como hombre y da la última pincelada a su retrato de enemigo inexorable de Dios.

Ahora los designios de Dios se cumplen. Pablo pasa a ser el evangelista de Cristo entre las naciones. Dios ha comenzado su historia desde el vientre de su madre, antes de que el hombre, Saulo de Tarso, hubiera escrito la suya; pero Dios le deja poner en ella la última mano. En lo sucesivo no habrá nada que añadir al retrato del hombre: su historia está acabada.

2.7 - El viejo y el nuevo hombre

Ahora se trata de hacer conocer entre las naciones a este Cristo del cual Pablo nada quería saber, y precisamente a él misino le escoge Dios con ese fin. Dios prueba aquí, y va a desarrollarlo a lo largo de esta epístola, que en el mismo individuo hay dos hombres enteramente opuestos el uno al otro: el viejo hombre y el nuevo hombre. La historia del viejo hombre, así como el relato de su final, nos es ofrecido dos veces por la misma boca de Pablo en los Hechos (cap. 21:6-16; 26:12-18). Por el contrario, la historia del nuevo hombre nos es dada aquí en detalle. Nadie, a excepción de Dios, puede determinar el momento de su nacimiento. Él lo escogió según su conveniencia; le preparó de antemano; su gracia le hizo nacer. La revelación de su Hijo, del segundo hombre, tiene lugar; y ocurre sin la participación del primero, pues aun en ese momento no respira más que amenazas y muerte. Desde entonces Pablo viene a ser el portavoz que anuncia a Cristo entre las naciones, es decir, en un medio ilimitado. El amor de Dios derrama sobre la innumerable multitud de las naciones el precioso nombre de su Unigénito. Eso es lo que ocurre, pero al menos que el viejo hombre no obstaculice. Pablo no toma consejo de la carne ni de la sangre que caracterizan al viejo hombre y que aquí no desempeñan ningún papel. Él obra tan independientemente del hombre que no sube ni siquiera a Jerusalén para ver a los doce apóstoles. Se va a Arabia, al desierto, símbolo de la ausencia de cualquier recurso humano. A continuación, el apóstol vuelve a Damasco, origen de su nueva vida y lugar de su ministerio entre las naciones.

 

«Luego, después de tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas, y permanecí con él quince días. Y no vi a ningún otro apóstol, sino a Jacobo, el hermano del Señor. En cuanto a lo que os escribo, os aseguro delante de Dios que no miento. Después fui a las regiones de Siria y de Cilicia; y personalmente era desconocido por las iglesias de Judea que están en Cristo; solo oían decir: Aquel que antes nos perseguía, ahora predica la fe que antes destruía. Y glorificaban a Dios en mí». (v. 18-24)

2.8 - Preparación y principios del ministerio de Pablo

Fue preciso que pasaran aun tres años para que Pablo subiera a Jerusalén. En su conversión, la cual le separó de golpe de sus lazos judaicos, todo es súbito, y nada parecido hallamos en todo su ministerio. Este último le es enseñado lentamente y a lo largo de las jornadas del desierto. Siempre sucede así. La vocación del ministerio es súbita y recibe su prueba inmediata. Tal fue el caso de Saulo de Tarso desde su conversión: «Enseguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que este era el Hijo de Dios» (Hec. 9:20), pero la preparación para el ministerio dura a menudo tanto más cuanto mayor alcance y poder tiene ese servicio. ¡Cuán diferente es el ministerio de como lo interpreta el mundo cristiano! En fin, Pablo sube a Jerusalén. No va a unirse a los que eran apóstoles antes que él, ni a extraer de ellos los elementos de su ministerio, sino que permanece quince días con Pedro para conocerle. No ve a ninguno de los otros apóstoles, salvo a Jacobo, hermano del Señor. ¿Por qué pone tanta insistencia en declarar que no miente? Porque es preciso probar que en todo esto ni el hombre, ni las reglas dadas al hombre, ni la intervención de la ley tienen cabida. Su ministerio tenía un origen distinto del de los doce, caracterizado en Hechos 1:21-22. Desde Jerusalén el apóstol se traslada a Siria y Cilicia, territorio enteramente gentil, donde su actividad no nos es descrita porque no forma parte del fin especial para el cual él fue llamado. Este fin no fue plenamente manifestado hasta que Bernabé y Saulo son puestos aparte para la obra a la cual el Espíritu Santo los llamó y parten de Antioquía para llevarla a cabo (Hec. 13:14). Durante su estancia en Siria y Cilicia, Pablo era desconocido, incluso de vista, para las asambleas de Judea. Estas oían decir solamente que este perseguidor de otro tiempo predicaba ahora el Evangelio y anunciaba la fe que antes destruía en la persona de sus representantes; y glorificaban a Dios a causa de él. No era Pablo, sino Dios quien estaba ante los ojos de esos cristianos que se reunían después de haber salido del judaísmo. A sus ojos, Pablo anunciaba como buena nueva la fe, el conjunto de las verdades cristianas logradas por la muerte y la resurrección de Cristo. La consecuencia de su falta de relación personal con el apóstol consistía en que les era quitada toda ocasión de glorificar a Pablo, a quien nunca habían visto, y que quedaba probado también que en él no había ni atisbos de regreso al judaísmo del cual un Cristo glorioso le había arrancado súbitamente y para siempre.

2.9 - La preeminencia de Cristo en la predicación

Para terminar nuestros comentarios sobre este primer capítulo, nos parece útil resumir el papel que Dios reconoce al hombre en el ministerio del Evangelio. Este papel –cosa profundamente humillante– es absolutamente nulo. El ministerio no es de parte de los hombres, como si ellos fuesen la fuente, el medio o el instrumento de él; no es por el hombre, pues no hay necesidad de su intervención, ni de ser reconocido por él (v. 1); no se dirige al hombre para satisfacerlo o complacerlo (v. 10). La predicación de Pablo no era según el hombre, ni aprendida en la escuela del hombre (v. 11-12). El hombre eminente –el mismo Pablo– había sido puesto de lado para que le sustituyera Cristo, pero Cristo revelado en él, en un hombre nuevo, unido a Él, en un hombre en Cristo.

Para mostrar que Dios rehúsa cualquier lugar al hombre en esta epístola, citaremos aún Gálatas 2:6, 16; 5:24 y 6:7, 14.

 

«Catorce años después subí otra vez a Jerusalén, con Bernabé, llevando conmigo también a Tito. Subí según una revelación, y en privado expuse a los que tenían alta reputación el evangelio que predico entre los gentiles; temiendo correr, o haber corrido en vano. Pero incluso Tito, que estaba conmigo, siendo griego, no fue obligado a ser circuncidado; y esto a pesar de los falsos hermanos que se introducían furtivamente para espiar nuestra libertad que tenemos en Cristo Jesús, para reducirnos a esclavitud; a los cuales ni por un momento cedimos a someternos, para que la verdad del evangelio permanezca con vosotros. Pero por parte de aquellos que eran considerados prominentes (lo que eran hace un tiempo, nada me importa; Dios no se fija en las apariencias), digo, que los que eran considerados prominentes, nada añadieron. Al contrario, al ver que el evangelio de la incircuncisión me ha sido confiado, como a Pedro el de la circuncisión; (porque el que actuó en Pedro para el apostolado de la circuncisión, actuó también en mí para con los gentiles), y reconociendo la gracia que me fue dada, Jacobo, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas, me dieron a mí y a Bernabé la mano derecha de comunión, para que fuésemos a los gentiles, y ellos a la circuncisión. Solo nos pidieron que nos acordásemos de los pobres; lo que, en efecto, fui diligente en hacer» (2:1-10).

2.10 - «Dios no hace acepción de personas»

Para terminar el tema del papel que el hombre desempeña cuando se trata de la obra de Dios, queda por saber si los hombres de reputación podían o debían tener alguna parte en ella. El apóstol lo niega de la manera más positiva: «Pero de los que tenían reputación de ser algo (lo que hayan sido en otro tiempo nada me importa), a mí, pues, los de reputación nada nuevo me comunicaron». Esos falsos hermanos habían querido insinuar a los gálatas que el evangelio de Pablo le había sido sugerido por los hermanos judíos de relevancia. El apóstol rechaza indignado tal suposición. Precisamente ha demostrado hasta aquí que la verdad que predica nada tiene que ver con el hombre, excepto para salvarlo y retirarlo del presente siglo. La consideración es una impresión humana que se impone, sea por el mérito, sea por las cualidades de los que nos rodean. No tiene ningún valor a los ojos de Dios, pues «Dios no hace acepción de personas» (v. 6), y «lo que hayan sido en otro tiempo» al apóstol nada le importaba, como así tampoco los que eran de reputación nada extra le habían comunicado. Esto estaba en contradicción directa con los principios del judaísmo, el cual, como puede verse en los evangelios y en los Hechos, atribuía a este elemento un papel muy particular en las cosas de Dios. Al dirigirse a ellos, el apóstol no tenía la intención de hacerse aprobar, sino que deseaba apartar todos los obstáculos que la ignorancia de estas gentes de consideración –pero depositarias de la confianza del público– podían levantar contra su evangelio. En esto, como en todas las cosas, era Dios quien dirigía a su siervo para hacerle obrar con sabiduría. Se lo ve de una manera particular en el caso de Tito. Este último, pese a ser griego y no estar circuncidado, no fue obligado en Jerusalén a circuncidarse (v. 3). Esto quitaba todo pretexto a los «falsos hermanos introducidos a escondidas, que entraban para espiar nuestra libertad que tenemos en Cristo Jesús, para reducimos a esclavitud». Su carácter, su falsedad, su finalidad, su odio contra la libertad cristiana son, en pocas palabras, plenamente sometidas a la luz; y he aquí lo que los gálatas estaban en trance de cambiar en perjuicio de la plena libertad del ministerio del Espíritu.

Los apóstoles Jacobo (Santiago), Cefas y Juan comprendían bien todo esto. Ellos no eran simplemente reputados como los demás, sino «considerados como columnas». Estos tres testigos… pertenecían al fundamento sobre el cual el Señor había edificado su Asamblea. No podían obrar de manera diferente a Pablo y Bernabé, so pena de destruir la obra misma a la cual habían sido llamados. Por eso el mismo Señor acreditaba y bendecía su obra, de suerte que fuera una entre los judíos y las naciones.

Nótese que en Pablo no hay ninguna intención de atribuirse papel alguno. Dice: «los apóstoles Jacobo, Cefas y Juan nos dieron a mí y a Bernabé la diestra en señal de compañerismo». Y él mostrará (v. 13) que el mismo Bernabé fue arrastrado por la simulación de un apóstol (Pedro) y de los otros judíos, pero en manera alguna procura empequeñecer el papel que, de entrada, Dios dio a este último en la anunciación del Evangelio a las naciones.

3 - Capítulo 2:11-21

«Pero cuando Cefas vino a Antioquía, me enfrenté con él, porque su conducta era condenable. Porque antes de que llegaran algunos de parte de Jacobo, comía con los gentiles; pero cuando llegaron, se retraía y se separaba de ellos, por temor a los de la circuncisión. Y los otros judíos participaban en este disimulo con él; de forma que incluso Bernabé fue arrastrado con ellos» (v. 11-13).

3.1 - La libertad del Evangelio y la esclavitud de la Ley

Entramos aquí en el meollo mismo de la cuestión relativa al Evangelio. ¿Implica este, como el apóstol lo afirma a los gálatas, una ruptura completa con los principios consagrados en otro tiempo por la ley de Moisés? O más bien, ¿no era preciso reconocer, como los falsos maestros lo pretendían, que estos principios podían admitirse con la condición de que no contradijeran las verdades aportadas por el Evangelio? Tal era la cuestión. Nótese bien que lo que se suscitó en Antioquía en apariencia no era una cuestión capital. ¿Acaso no podía uno asociarse, en la comida tomada en común, a hermanos con los que se compartiera de forma más completa la manera de ver? ¿Es que no debían usar de deferencia los unos hacia los otros y soportarse mutuamente? Pues bien, para lograr sus fines, el Enemigo toma un camino encubierto y con suma habilidad logra introducir en él a Pedro, el apóstol más capaz de ejercer influencia entre los hermanos y hacerse escuchar.

Cuando hubo llegado a Antioquía, Pedro, siguiendo el camino de la libertad cristiana que no hacía diferencia entre judíos y gentiles, comió con los hermanos salidos de las naciones, pero, cuando algunos hermanos vinieron de Jerusalén de parte de Jacobo, entonces se retiró de esta comida que se hacía colectivamente. Por este hecho era de condenar. Si no hubiera sido condenado abiertamente por su acto, Pablo no habría podido obrar en público en relación con él como lo hizo, pues obrar de otra manera hubiese sido caer a su vez en la simulación de los falsos hermanos. Aquí no había lugar a equívocos. El mismo Pedro, después de haber andado en la libertad del Evangelio, volvía, por miedo a la opinión y al qué dirán de los judíos, a la esclavitud de la ley. ¡Qué motivo para un apóstol! ¿No había procedido igualmente en otro tiempo (recuerdo este profundamente humillante para él) con relación a Cristo, en el patio del sumo sacerdote? Y este miedo de la opinión de los hombres ¿no le había conducido acaso a negar al Señor mismo? En suma, un acto tan simple y de tan poca trascendencia como la elección de sus comensales traía resultados que conducían a negar el Evangelio: temor del hombre, retorno al yugo del cual la gracia había liberado al cristiano, disimulo erigido en sistema entre los hermanos, falta de rectitud en el andar, lazo y escándalo puesto ante los pies de los hermanos, arrastrando en su simulación aun a Bernabé, compañero de Pablo, en tantas ocasiones apóstol de la libertad cristiana, tales eran –en las manos de Satanás– las causas y los frutos de un acto tan poco importante en apariencia.

3.2 - La esclavitud del mundo

¿Nosotros mismos no debemos velar estrictamente a este respecto sobre nuestros actos? Si actualmente nos hallamos menos en peligro que en otro tiempo de volver al yugo de la ley, bajo el cual, de hecho, no hemos estado nunca, ¿no estaríamos más en peligro que en otro tiempo de volver al mundo del cual la gracia de Dios nos liberó completamente? La Epístola a los Gálatas nos dará más adelante la ocasión de volver sobre este peligro.

 

«Pero cuando vi que no andaban rectamente conforme a la verdad del evangelio, dije a Cefas delante de todos: Si tú, siendo judío, vives como un gentil y no como un judío, ¿cómo obligas a los gentiles a vivir como si fueran judíos? Nosotros, siendo judíos por naturaleza, no pecadores de entre los gentiles, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino mediante la fe en Cristo Jesús, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús, para ser justificados por la fe de Cristo, y no por las obras de la ley; porque por las obras de la ley nadie será justificado. Pero si buscando ser justificados en Cristo, nosotros mismos somos hallados pecadores, ¿es Cristo entonces ministro del pecado? De ninguna manera. Porque si vuelvo a edificar lo que destruí, yo mismo me hago transgresor» (v. 14-18).

3.3 - La simulación de Pedro

Pablo nos da aquí el resumen de su discurso. Al llegar a Antioquía, Pedro había vivido como un gentil y no como los judíos; al abandonar esta actitud a la llegada de los judíos que venían de parte de Jacobo, constreñía a los gentiles a judaizar, restablecía el sistema de distinciones legales y, en consecuencia, el de las obras de la ley, sobre el principio de las cuales ninguna carne podía ser justificada. Pero, lo que era aun peor en virtud de la confianza que le dispensaban los gentiles, en virtud de las llaves que el Señor le había confiado para abrirles el reino de los cielos, estos iban a dejarse conducir por él a un sistema de justificación basado en las obras de la ley, en lugar del principio de la fe en Cristo y de la remisión de pecados por esta fe (Hec. 10:43). Este simple acto de Pedro ponía, pues, en entredicho el fundamento de la vida cristiana que había predicado y la justificación por la fe. Si los gálatas volvían a las costumbres de la ley para procurar allegarse a Cristo mediante la justificación por ella, entonces el propio Cristo era un ministro de pecado y su doctrina había hecho de ellos, así como del apóstol, unos transgresores. ¿Podía ser esto así? ¡De ninguna manera! ¿Era posible admitir semejante enormidad, que el ministerio de Cristo tuviese al pecado por objeto?

 

«Porque yo mediante la ley he muerto a la ley, a fin de vivir para Dios. Con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y se dio a sí mismo por mí. No anulo la gracia de Dios; porque si la justicia fuese mediante la ley, entonces en vano murió Cristo» (v. 19-21).

3.4 - El ministerio de Pablo

En contraste absoluto con el ministerio de la ley, Pablo va a describimos, en los versículos 19 a 21, su propio ministerio y los tesoros que en él halló para sí mismo. Dos cosas distinguen al cristiano:

  1. una vida enteramente nueva;
  2. la posesión del Espíritu Santo (cap. 3).

Detengámonos ahora en el primero de estos puntos. Nótese que aquí todo es personal. No son principios abstractos, sino cosas que han sido vividas y realizadas por el apóstol. «Yo por la ley soy muerto para la ley» –dice– «a fin de vivir para Dios». Pablo había hallado a Cristo después de Su resurrección; allí había aprendido que la ley le condenaba absolutamente. Él, el hombre justo bajo la ley, había rechazado a Cristo venido en gracia. La ley, pues, le condenaba a muerte. Esta sentencia había sido ejecutada, pero no sobre él, quien, de no haber sido así, estaría perdido para siempre. Había sido ejecutada sobre otro, es a saber, sobre Cristo. En esto estribaba el secreto de su liberación. La ley había condenado a muerte a Cristo. Ella había ejercido su oficio (dar muerte a Pablo) en la persona de otro, de manera que, en adelante, nada podía contra él. Un hombre guillotinado nada tiene ya que ver con la ley que le ejecutó. Ha quedado liberado de la ley por la muerte (v. 19-20); así también es liberado del pecado por la muerte, pues la muerte es la condenación absoluta y definitiva; en fin, por la muerte ha sido liberado –como lo veremos más adelante– de la carne (Gál. 5:24) y del mundo (Gál. 6:14).

3.5 - Cristo murió por mí

Un nuevo hombre ha surgido así. Por el juicio que Él llevó y sufrió por mí, Cristo puso fin a todas estas cosas, y lo hizo por mí. Ahora ya no vive más para estas cosas; las dejó por medio de la muerte, así como yo también. Vive para Dios, pero a fin de que yo viva también para Dios. Una vida de resurrección ha empezado para mí. Esta vida tiene a Dios por objeto; aquí se trata sobre todo de la ley. La ley dio muerte a Cristo, pues está escrito: «Maldito todo el que es colgado en un madero» (cap. 3:13). Por cierto, que ella nada halló que condenar en Él; no halló ninguna causa de maldición; solamente encontró la perfección más absoluta; pero halló un hecho: fuera de toda otra causa, la maldición estaba pronunciada por la Palabra sobre aquel que ocupase este lugar sobre el madero (Deut. 21:23). Y fue allí donde Él estuvo por nosotros con todo su horror. Todas las causas de maldición pronunciadas contra nosotros, Él las llevó por gracia, haciéndolas suyas. La ley no omitió ninguna; las enumeró todas. «Yo por la ley soy muerto», pero muerto para la ley. Ella no puede nada contra mí, lo mismo que nada puede contra Cristo. «Yo por la ley soy muerto para la ley». Tengo, pues, la muerte tras de mí, pero ¿por qué? «A fin de que viva para Dios». Quien ocupó mi lugar, murió. ¿Dónde está el mío? En su muerte. Pero Cristo no está más en la muerte. ¿Dónde está? Resucitado, en el cielo y en la gloria. Vive para Dios. Yo, asimismo, vivo para Dios, esperando ocupar el mismo lugar que Cristo, pues aún me hallo en la tierra, pero muerto en cuanto a mi vieja vida y viviendo una vida nueva, una vida de resurrección.

3.6 - Cristo vive en mí

Esta vida está en mí: Cristo vive en mí. En lo sucesivo mi vida no podrá jamás ser separada de la suya. Esta vida no es evidente; se la ve por sus efectos. Ante ella creemos a menudo que uno tiene aún que ver con la vieja vida, y más adelante ya veremos por qué. Pero es una vida completamente nueva. Un elemento completamente nuevo la pone en acción: la fe. Anteriormente, sin la fe, yo tenía una semejanza de vida, una apariencia solamente, pues esta vida a ojos de Dios era la muerte. Ahora es una gran realidad. Es una vida de fe vinculada con el Hijo de Dios y no con el primer Adán. Es una vida de amor, de un amor por mí que le llevó hasta el sacrificio de sí mismo. Al morir por la ley, soy muerto para la ley. Al vivir en la fe, no soy yo quien vive, sino Cristo quien vive en mí. No hay duda de que vivo en la carne y de que así será entretanto estoy en este mundo, pues la carne no está muerta, pero ya puedo tenerme por muerto según la carne, así como me tengo por muerto para la ley, pues la carne no es el motivo determinante de mi vida. Esta verdad tan importante volveremos a tenerla presente más adelante.

Por el amor he aprendido a conocer al Hijo de Dios. Él se dio a sí mismo por mí. ¿Qué le obligaba a hacerlo si no era el amor? Murió por mí: es la víctima que lleva en la cruz toda mi condición, todas mis maldades y sus infinitas consecuencias, toda la maldición que se relaciona con ellas, todo lo que se resume en esta frase: «Ha sido hecho pecado».

Por cierto, que al hablar así, Pablo no anulaba la gracia de Dios. ¿No ha sido ella, acaso, la que nos hizo alcanzar la justicia? (Rom. 3:22). Si fuera la ley la que nos la consiguió, Cristo hubiese muerto por nada. ¡Su muerte no habría tenido ninguna finalidad!

3.7 - La Ley solo puede condenar

Para terminar, resumamos en algunas palabras, antes de pasar al capítulo 3, lo que estos primeros capítulos nos han enseñado acerca de la ley. La ley no da la liberación, ni la vida, ni el poder, ni un objeto como motivo de nuestro andar; no puede volver inocente al culpable; no puede ser una ayuda para él. Lo único que puede hacer es condenarle y matarle.

Pero aquel que, por la fe, recibió la vida, vive para Dios. No vive para sí. «Cristo vive en mí», dice el apóstol. Es en mí un manantial de vida, de comunión, de gozo divino, de santos afectos, de luz y de fuerza. Vivo aún en la carne, estoy aún en el cuerpo, pero con la facultad de entregarme por entero a Dios como vivo de entre los muertos, y mis miembros a Dios como instrumentos de justicia (Rom. 6:13). En cuanto a mi conducta en este mundo, vivo en la fe del Hijo de Dios y hallo en Él un motivo supremo para vivir así: «Él me amó».

El cristiano, pues, está muerto para la ley (v. 19), al pecado (Rom. 6:11), al mundo (Gál. 6:14), a los rudimentos del mundo (Col. 2:19-20). Si buscamos la descripción completa de un creyente liberado de la ley, vemos que él está en Cristo; que Cristo vive en él (Gál. 2:20) y en él se revela (Gál. 1:16); que Cristo está ante él como su Objeto.

Entonces los afectos entran en juego: «el cual me amó y se dio a sí mismo por mí».

3.8 - El valor de la muerte del Salvador

Cuán incompletamente nos damos cuenta de la finalidad de nuestro amado Salvador cuando murió por nosotros:

1) Se dio a sí mismo por nuestros pecados para liberarnos del presente siglo malo (Gál. 1:4; 1 Cor. 15:3).

2) Él me amó y se dio a sí mismo por mí (Gál. 2:20). «Dios muestra su amor para con nosotros, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom. 5:8).

3) Él murió para redimirnos de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (Gál. 3:13).

4) Murió por todos, para que no vivamos mas para nosotros mismos, en el egoísmo, sino para Él (2 Cor. 5:15).

5) Padeció una sola vez por los pecados… para llevarnos a Dios (1 Pe. 3:18; Éx. 19:4).

6) Murió «no solamente por la nación, sino también para congregar en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Juan 11:52).

7) «Llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero para que nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia» (1 Pe. 2:24).

8) «Se dio a sí mismo por nosotros para redimimos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras» (Tito 2:14).

9) «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la Palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una Iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante; sino que fuese santa y sin mancha» (Efe. 5:25-28).

4 - Capítulo 3

«¡Oh gálatas insensatos! ¿Quién os fascinó a vosotros, ante cuyos ojos fue presentado Jesucristo como crucificado? Solo esto quiero saber de vosotros: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por el oír con fe? ¿Tan insensatos sois? ¿Habiendo comenzado por el Espíritu, ahora os perfeccionáis por la carne? ¿Tantas cosas habéis padecido en vano? Si de veras fue en vano» (v. 1-4).

Después de los dos capítulos de prefacio que terminan en los versículos 19 a 21 del capítulo 2 con la magnífica descripción de un cristiano individualmente liberado, entramos, en los capítulos 3 y 4, en la exposición doctrinal de nuestra epístola.

Esta exposición empieza por poner ante nuestros ojos el estado lamentable en el cual, bajo la influencia de una falsa enseñanza, habían caído estas asambleas de Galacia. ¡Con qué términos, casi violentos de tanta angustia, describe el apóstol ese estado moral! ¡Es que la ruina era inminente! Satanás lograba quitar la cruz de delante de los ojos de estas asambleas, la cruz de la cual el apóstol, al hablar de sí mismo, acababa de decir: «Con Cristo estoy juntamente crucificado». ¿Quién había podido engañarlos hasta tal punto? ¿Quién les había podido inculcar una locura semejante? El término, «fascinó» nos muestra claramente cuál es la fuente satánica de este intento: ¿Acaso Jesús no había sido descrito como crucificado ante sus ojos? ¿Acaso cada vez que nos sentamos a la Mesa del Señor no anunciamos su muerte en la cruz hasta que Él venga?

4.1 - Empezando con el Espíritu, ¿acabando por la carne?

¿Habían, pues, abandonado la cruz, ese fundamento mismo de su salvación, del cual acababa de mostrarles (2:20-21) que es el fin de toda la existencia del hombre en la carne? Mucho más aun, ¿es que acaso su nueva vida, caracterizada por el don del Espíritu Santo había tenido su origen en las obras de la ley: Haz esto y vivirás? No, ellos habían recibido el Espíritu Santo como se lo recibe siempre: por la fe cuya predicación había llegado a sus oídos: «habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa» (Efe. 1:13). ¿Podía el Espíritu tener concierto alguno con la carne? ¡Imposible! La cruz había terminado con ella. Por la fe, el creyente había recibido una nueva vida en la cual no tenía cabida nada que fuera de la carne. Entonces, ¿en lo sucesivo precisarían interesarse en ella para ser hechos perfectos? La sustancia de esta epístola va a darnos la respuesta sobre cuestión tan importante. En el capítulo 2:16, el apóstol comienza por establecer que, sobre el principio de las obras de ley ninguna carne será justificada. A continuación, nos muestra que el cristiano, en tanto está aquí abajo, sostiene un continuo combate contra la carne y que, ocupado en este menester, el Espíritu puede lograr a cada instante la victoria y así la fe sobreponerse a la carne (2:20). He aquí por qué en nuestro pasaje muestra la locura de acabar por la carne lo que fue empezado por el Espíritu. El Espíritu ¿tenía algo en común con la carne? De ninguna manera: es la ley la que tiene que ver con ella. La ley fue dada a la carne como medio para justificarse ante Dios. Parece una ironía que, habiendo comenzado por el Espíritu –el cual comunica una vida nueva y celestial– se trate de retornar a la carne, la cual no comunica otra cosa más que condenación.

¿Adónde les había conducido la vida del Espíritu desde un principio? Al sufrimiento, y ahora, al volver a la ley, resultaba que estos sufrimientos habían sido vanos.

«El que os suministra el Espíritu, y hace milagros entre vosotros, ¿lo hace por obras de la ley, o por el oír con fe? Como Abraham creyó a Dios, y le fue contado por justicia. Sabed por tanto que los que son de la fe, esos son hijos de Abraham. Y previendo la Escritura que Dios justificaría a los gentiles por la fe, anunció de antemano la buena nueva a Abraham: «En ti serán bendecidas todas las naciones.» Así que los que son de la fe son bendecidos con el creyente Abraham» (v. 5-9).

4.2 - El ejemplo de Abraham

Es notable, como lo hemos señalado en el capítulo 1:6, que la personalidad del apóstol desaparece cuando Dios nos habla de lo que obró por medio de él entre los gálatas. Cuanto más elevados son los dones, menos lugar hay para el hombre, y aquí aun se verifica a ese respecto la enseñanza del capítulo 1 sobre el hombre. Los gálatas habían recibido el Espíritu y esta gracia continuaba entre ellos a través de dones milagrosos. ¿De dónde provenía esto? De la fe y no de las obras de la ley. Abraham es el ejemplo de ello. Él creyó a Dios y esto le fue imputado a justicia. Abraham tuvo su hijo sobre este principio. Mucho más, la buena nueva de la bendición de las naciones no dependía de otro principio y ella fue anunciada a Abraham y a su linaje en virtud de la fe. Notemos de paso, en relación con los ataques recientes de los racionalistas contra la Palabra, que la presciencia absoluta de Dios es atribuida aquí a la Escritura, a la cual estos incrédulos no le conceden más que un valor secundario.

 

«Porque todos los que son de las obras de la ley están bajo maldición; porque está escrito: «¡Maldito todo el que no persevera en todo lo que está escrito en el libro de la ley, para hacerlo!» Y que por ley nadie es justificado ante Dios, es evidente, porque: «El justo vivirá por la fe;» pero la ley no es por fe, sino: «El que haga estas cosas, vivirá por ellas.» Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho maldición por nosotros –porque está escrito: «Maldito todo el que es colgado en un madero–,» para que en Jesucristo llegara la bendición de Abraham a los gentiles, a fin de que recibiésemos la promesa del Espíritu mediante la fe» (v. 10-14).

4.3 - Cristo nos redimió de la maldición de la ley

Ahora bien; en lugar de situarnos bajo la bendición –como lo hace la fe», la ley nos sitúa bajo la maldición, pues la ley no es «creer» sino «hacer» (Deut. 27:26); por eso no hay monte Gerizim, sino únicamente el monte Ebal para el pueblo cuando pasó el Jordán. Por eso tampoco se trata en Habacuc 2:4 de «hacer», sino de empezar por la justicia y la vida de la fe. En Levítico 18:5, así como en Deuteronomio, primero se trata de «hacer», después de «vivir». Pero para nosotros hay más que esto: «Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición». El único hombre que merecía bendición, este fue hecho lo que no era, es decir, maldición por nosotros, sin motivo alguno. Sabemos que su amor le hizo cargar con nuestros pecados y hacer caer sobre Él el juicio de Dios para liberarnos de ese juicio, pero aquí, a fin de hacer resaltar la completa ausencia de cualquier motivo para merecer el juicio que le afligió, la Escritura cita solo este pasaje: «Maldito por Dios es el colgado» (Deut. 21:23). Entonces el bendito resultado no se hace esperar: la bendición de Abraham alcanza a las naciones en el Cristo Jesús y nosotros recibimos por la fe el Espíritu de la promesa.

4.4 - Dos grandes verdades: la fe y el Espíritu

Hemos visto que la justicia de la fe les estaba confirmada a los gálatas por el don del Espíritu Santo. Pero, en primer lugar, el hecho de que este don les había sido acordado no podía ser puesto en duda ni un solo instante y nadie soñaba con contradecirlo; por eso este capítulo está lleno de estas dos grandes verdades: la fe y el Espíritu.

 

«Hermanos, hablo según normas humanas: Cuando un pacto, incluso el de un hombre, ha sido confirmado, nadie puede anularlo ni añadirle. Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su descendencia. No dice: A las descendencias, como si hablara de muchos, sino hablando de uno solo: «A tu descendencia,» que es Cristo. Y esto digo: La ley que llegó cuatrocientos treinta años más tarde, no anula un pacto previamente ratificado por Dios, para invalidar la promesa. Porque si la herencia es por una ley, ya no es por la promesa; pero Dios la concedió a Abraham mediante la promesa. ¿Por qué, pues, la ley? Fue añadida a causa de las transgresiones, hasta que llegara la descendencia a quien fue hecha la promesa; y fue dada mediante ángeles, por mano de un mediador. Y un mediador no es de uno solo; pero Dios es uno» (v. 15-20).

 

Ahora las bendiciones de Abraham, la fe, las promesas nos conducen a la alianza y la alianza a Cristo. ¿Qué lugar tiene la ley en todo esto? Ninguno. Las promesas le fueron hechas a Abraham. Estas promesas son el fruto de la alianza de Dios con él. Son confirmadas a la simiente de Abraham, la cual es Cristo. La ley, sobrevenida cuatrocientos treinta años después, en nada cambia las promesas hechas a Cristo, simiente de Abraham. De manera que todo el sistema de la ley no elimina ni cambia nada de los propósitos determinados por Dios en cuanto al sistema de la gracia.

Lo mismo ocurre con la heredad (hablamos de la «heredad de las naciones»). Había sido dada a Abraham por promesa y no sobre el principio de la ley. Por lo demás, esta última jamás dio cosa alguna; siempre exigió.

4.5 - La finalidad de la ley

La finalidad de la ley es otra. Ha sido –y esto notadlo bien– no dada, sino añadida a todo un sistema que existía por sí mismo, sin ella. Pero ella tenía un objetivo: el mal, el pecado. Fue establecida para hacerlo resaltar, pues ella cambiaba el pecado en trasgresión positiva: «Fue añadida a causa de las transgresiones», las cuales conducían a juicio al pecador convicto. Todo esto hasta el advenimiento de Jesucristo, simiente depositaria de las promesas dadas por gracia a los pecadores. La ley tenía un carácter que las promesas no habían tenido nunca. Era un sistema ordenado por los ángeles. No tenía, como la gracia y la promesa, su origen directo en Dios. Era, si se puede decir así, un sistema secundario con un fin especial que no estaba establecido para la eternidad. Moisés, quien la dio al pueblo, era mediador entre este y Dios. Dios se obligaba, a condición de la obediencia del pueblo, a sostener y a bendecir a este último. El mediador, por su parte, se obligaba, de parte de Dios, a bendecir al pueblo y de parte del pueblo a obedecer a Dios. Este sistema era absolutamente condicional. El sistema opuesto, el de la gracia, introducía al Dios de las promesas únicamente (v. 20), dándolo todo, no pidiendo nada, y esto ¿por qué? A causa de Cristo, sobre quien toda bendición está establecida eternamente.

 

«Entonces, ¿la ley se opone a las promesas? ¡De ninguna manera! Porque si hubiera sido dada una ley capaz de dar vida, la justicia sería ciertamente por la ley. Pero la Escritura encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes. Pero antes de que llegara la fe, estábamos guardados bajo la ley, encerrados para la fe que debía ser revelada. De manera que la ley ha sido nuestro conductor hacia Cristo, para que por la fe fuésemos justificados. Pero ahora que ha venido la fe, ya no estamos bajo el conductor; porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. No hay judío ni griego; no hay siervo ni libre; no hay varón ni hembra; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, entonces sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa» (v. 21-29).

4.6 - La ley prueba la completa perdición del hombre

¿Hay algún antagonismo esencial entre la ley y las promesas? De ninguna manera. Aquí el apóstol introduce la vida, enteramente aparte de la ley, y muestra qué propósitos tenía Dios al dar la ley. No el de hacer vivir, pues la ley no tenía ese poder, sino el de mostrar por la Escritura que todas las cosas estaban confinadas bajo el pecado. Sin la ley que prohibía el pecado, nunca hubiese sido posible probar la completa perdición del hombre. Habrían existido a cada instante casos aparentemente fuera de control o dudosos. Con la ley, eso no ocurría. Desde entonces, al hombre no le quedaba más que un medio: la fe, la cual hace suya la promesa incondicional ofrecida a todos sobre el principio de la gracia.

En el versículo 23, el apóstol se dirige a los judíos. No menciona a los gálatas, sino a aquellos a los cuales la ley les había sido dada. Los gálatas habían sido encerrados, como todas las cosas, bajo pecado (v. 22); pero los judíos estaban guardados bajo la ley, encerrados en ella, en vista de la revelación que el principio de la fe debía reportarles. Desde este punto de vista, la ley era su conductor, el ayo (Ayo o preceptor: persona encargada de la educación de un niño) al cual ha sido confiado el niño de corta edad hasta que el Cristo venga, trayendo una justificación nueva: la de la fe en Cristo.

4.7 - Desligados de la ley y uno en Cristo

Mas, habiendo venido la fe, los judíos no estaban ya bajo la tutela del ayo, pues, como lo dice el apóstol, todos –tanto los gálatas gentiles como los judíos– estaban desligándose de la tutela de la ley y dejando la niñez, hechos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.

Todo había cambiado. Estos gálatas no habían sido bautizados por Moisés (1 Cor. 10:2), sino por Jesucristo. El alcance de su bautismo tenía por objeto a Cristo y no a Moisés; no habían sido bautizados «en la nube y en el mar». Ellos habían sido revestidos de Cristo. Ya no era cuestión de judío ni de griego. Toda distinción (siervo, libre, varón, mujer) había desaparecido; todos eran uno en Cristo Jesús. Estos gálatas en lo sucesivo eran de Cristo y, en consecuencia, simiente de Abraham, herederos según la promesa acordada a la fe.

En este pasaje, toda pretensión de conducir a los gálatas a la ley ha desaparecido por entero. Solo queda Cristo.

5 - Capítulo 4

«Pero digo: Mientras que el heredero es menor de edad, en nada difiere de un siervo, aunque es señor de todo; sino que está bajo tutores y administradores, hasta el tiempo señalado por el padre. Así también nosotros, cuando éramos menores de edad, estábamos esclavizados bajo los elementos del mundo. Pero cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre! Así que ya no eres siervo, sino hijo; y si hijo, también heredero mediante Dios. Pero en otro tiempo, no conociendo a Dios, vosotros estabais sometidos a los que por naturaleza no son dioses. Mientras que ahora, conociendo a Dios, o más bien, siendo conocidos por Dios, ¿cómo os volvéis de nuevo a los débiles y pobres elementos, a los que otra vez queréis servir? Guardáis días, meses, estaciones y años; ¡Temo por vosotros, que quizás haya trabajado en vano por vosotros!» (v. 1-11).

 

Aquí el apóstol nos muestra, tal como lo hemos señalado en la introducción, la incompatibilidad absoluta de la religión de la carne con la religión del Espíritu. Los principios de la primera son exactamente los mismos en el judaísmo que en el paganismo; los principios de la segunda están basados en la fe y en la gracia, habiendo sido definitivamente condenada la carne en la cruz de Cristo. Por lo demás, el Espíritu de Dios volverá sobre este tema cuando trate, en el capítulo 5, las exhortaciones que se desprenden de la doctrina expuesta en los capítulos 3 y 4.

El apóstol hace resaltar ahora los puntos de contacto entre la religión del judío bajo la ley y la del gentil inmerso aún en la idolatría. En primer lugar, ¿qué eran los creyentes judíos antes de que fuesen unidos en un solo cuerpo con los gentiles y recibiesen el don del Espíritu Santo? Ellos (todos los discípulos) antes de la resurrección y del don del Espíritu en Pentecostés eran aún de muy corta edad, como también los demás creyentes judíos bajo la ley, antes de la formación de la Iglesia. Aunque destinados a ser los herederos de todo, no diferían en nada de un siervo. Su dignidad futura estaba oculta. Esperaban el tiempo, fijado por el Padre, en el cual Él les declararía herederos.

¡Qué contraste entre este pasaje y la descripción de un creyente liberado en los versículos 27-29 del capítulo Y ¡Querían haceros volver a ser niños que «en nada difieren del siervo», a vosotros, hijos de Dios, «revestidos de Cristo»! No se trata aquí de menospreciar los privilegios judíos que Dios acordó a su pueblo, sino que nos es mostrado que lo que este pueblo poseía era un tiempo de espera con otra finalidad que la de conseguirle una justicia.

5.1 - Tres principios extraños a Dios

Ahora bien; los judíos también estaban antes sometidos «bajo los rudimentos del mundo». Estos rudimentos eran los mismos en un judío que en un idólatra, el cual, siendo esclavo de sus ídolos, tenía los mismos principios para que le fueran propicios.

He aquí esos rudimentos: Hacía falta observar ciertos días y ciertas fiestas con aquella finalidad; a continuación, había que abstenerse de ciertas cosas (Col. 2:21). Estas dos prescripciones partían de nociones enteramente extrañas a la mente de Dios, pero que Él admitía para convencer al hombre de su estado de pecado. Estaban edificadas sobre tres principios: 1) El hombre es perfectible. Se puede corregir y mejorarse porque en él existe el bien. 2) Puede, por lo tanto, acercarse a Dios y lograr una justicia que Dios pueda aceptar. 3) El mundo no es condenado.

5.2 - Recibiendo la posición de hijos

Ahora bien; el cristiano está muerto con Cristo a todos los rudimentos del mundo. A todo esto, hallamos una respuesta en el estado cristiano tal como lo describe el capítulo 5:1-5. Llegó un momento en el cual este estado provisional llegó a su fin de manera evidente: «El cumplimiento del tiempo» llegó por el envío, de parte de Dios, de «su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción de hijos». Esta expresión «recibir la adopción» tiene un alcance que va mucho más allá de las bendiciones judías. (En una nota extraída de la traducción crítica del Nuevo Testamento, por J.N. Darby, se dice así: “La adopción es la recepción de la posición de hijos como don. Recibir tiene aquí una fuerza particular; es la palabra griega «apolambano», véase también Col. 3:24 y 2 Juan 8. Judíos o gentiles recibían esta posición como un don de otro –pues el judío estaba en la servidumbre bajo la ley y el gentil no tenía derecho a nada–, es decir, lo recibían de Dios mismo, gratuitamente”). De ahí la palabra «recibiésemos». Judíos y gentiles recibían la posición de hijos como don gratuito de Dios, pues el judío estaba bajo la ley en una posición de siervo, y el gentil no tenía derecho alguno a la bendición. Desde el momento en que judíos y gentiles son hechos hijos por la fe en la obra de Cristo, es establecido el gozo de esta relación. Dios envía el Espíritu de su Hijo a nuestros corazones y esta relación es tan íntima y completa que, de la misma manera que nuestro Señor, podemos exclamar: ¡Abba, Padre! (véase también Rom. 8:15). No somos librados a nuestra apreciación personal –la que podría engañamos–, sino que el Espíritu en nosotros, el cual es un Espíritu de adopción, da testimonio de que somos hijos de Dios. De suerte que ya no somos siervos, como los judíos, sino que todos –judíos y gentiles– somos hechos hijos y también herederos, y esto es Dios quien lo hace.

5.3 - ¿Existen otros recursos más que la fe en Cristo?

En el versículo 8, el apóstol vuelve a los gentiles. Vosotros, gálatas –les dice–, en vuestra ignorancia de Dios, en otro tiempo servíais a los que por naturaleza no son dioses (2 Crón. 13:9). Podían tener una religión, un sacerdocio, más o menos conocimiento de los pensamientos de Dios, como lo vemos en el caso de Jeroboam y las diez tribus y, sin embargo, no por eso estaban menos sujetos a los ídolos, lo cual no podía decirse de un judío. Solo que estos gentiles, gálatas, al convertirse habían conocido a Dios, o más bien, como su conocimiento era muy imperfecto, habían sido conocidos por Dios y le pertenecían como hijos. ¿Cómo, pues, volvían a los débiles y pobres rudimentos a los cuales querían sujetarse de nuevo? El hecho es que, como idólatras, poseían los mismos débiles y pobres rudimentos religiosos del mundo que los judíos. Quienes los conducían a estos rudimentos eran esos falsos hermanos salidos del judaísmo. Observaban días, meses y años a los cuales habían obedecido en otro tiempo, y retornaban a su condición original, de suerte que el apóstol temía que su trabajo hubiese sido completamente inútil entre ellos. Ahora bien; es muy importante notar que los principios de la cristiandad actual, cuando no son la negación de la Palabra de Dios, preludio de la apostasía final, no difieren en nada de los rudimentos del mundo, tales como el judaísmo o el paganismo nos los evidencian en esta epístola. ¿Dónde vemos afirmar que no existe restauración alguna para el hombre porque es un ser perdido; que en él –es decir, en su carne– no habita el bien; que ni él ni el mundo pueden mejorar; que todos los esfuerzos que hagan para acercarse a Dios son inútiles; que hacer ciertas cosas o abstenerse de ellas no acerca a Dios; que la fe en un Cristo muerto y resucitado es nuestro único recurso? En cuanto se llega a esta conclusión –no de palabras, sino de hecho–, uno abandona sus vanos esfuerzos, a fin de ser hecho justicia de Dios en Cristo. Toda la religión de la cristiandad que nos rodea está edificada sobre estos principios. Todas las «obras de justicia» no tienen otro origen. Para el hombre, lo mismo que para el hijo pródigo, hace falta una palabra divina que le enseñe que está perdido, o más bien aun que está muerto (Lucas 15:24). Un hombre muerto no hace esfuerzos para volver a la vida, sino que goza de la vida completamente nueva que la gracia le ofrece en Cristo.

 

«Os ruego, hermanos, que os identifiquéis conmigo, como yo me identifiqué con vosotros. No me habéis hecho ningún agravio. Pero sabéis que con debilidad corporal os anuncié el evangelio la primera vez; y lo que para vosotros era una prueba en mi carne, no lo despreciasteis ni rechazasteis; sino que me recibisteis como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús. ¿Dónde está aquel sentimiento vuestro de felicidad? Porque os testifico que si hubiera sido posible, os habríais sacado los ojos y me los habríais dado. ¿Es que me he hecho vuestro enemigo al deciros la verdad? El celo que ellos tienen por vosotros no es para vuestro bien; sino que os quieren alejar de mí, para que tengáis celo por ellos. Bien está que siempre estéis celosos por lo que es bueno, y no solamente mientras yo estoy presente con vosotros. Hijos míos, por los que de nuevo siento dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros, quisiera estar con vosotros ahora y cambiar de lenguaje; porque estoy perplejo en cuanto a vosotros» (v. 12-20).

5.4 - ¿Tan fácilmente arrastrados de la verdad?

El apóstol les suplica ahora que sean como él, judío que había abandonado todos sus privilegios judíos como pérdida y aun como estiércol a fin de ganar a Cristo (Fil. 3:8). Despojado voluntariamente de todo aquello de lo cual un judío hubiera podido jactarse, se había asemejado a ellos, quienes habían salido del paganismo sin tener derecho a nada. Ningún agravio le habían hecho al considerarlo despojado de todo, pues esas cosas ningún valor tenían para él. Lo que habían recibido de la carne era su flaqueza. He aquí lo que les había traído como hombre. Su prueba en la carne hacía de él un pobre ser débil y desagradable. No había pretendido que esto fuera de otra manera y lo había aceptado como querido y dispensado por Dios, cuyo poder se perfecciona en la debilidad (2 Cor. 12:8-10).

Experiencia saludable para él y para ellos también, ya que se hallaban bajo la impresión santificante de la prueba por la que pasaba el apóstol. Cuando estaban bajo esta influencia, en lugar de menospreciar o rechazar con desagrado la prueba que el apóstol soportaba en su carne, le habían recibido como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús y se habrían arrancado sus propios ojos para dárselos. (A menudo quedo sorprendido al ver a creyentes que –cuando se trata para ellos de asuntos tales como el hombre y Cristo, la ley y la gracia, la carne y el mundo, sus relaciones con Dios y su salvación eterna– se complacen en mantener discusiones ociosas y estériles sobre la naturaleza de la prueba que afectaba la carne de Pablo. La Palabra de Dios no ha juzgado útil revelárnoslo; y, en cambio, no quiere que ignoremos nada de los asuntos vitales tratados en esta epístola sobre las relaciones de los creyentes con el hombre, con la carne, con la ley y con el mundo. Por su actitud de curiosos, estos creyentes se condenan a sí mismos).

Él les había dicho la verdad sobre el estado del hombre, sobre el estado de cada uno de nosotros, sobre la carne, sobre el mundo, sobre Cristo –el único recurso– y he aquí que estas gentes les persuadían de que no poseían la verdad. ¿Con qué objeto? Querían excluirlos de toda comunicación con el apóstol, a fin de acapararles y de hacerles celosos respecto de ellos, quienes no eran otra cosa que falsos hermanos. Pero en el versículo 18 añade: ¿Lo que habéis recibido de mí, no permanecerá más allá de mi presencia entre vosotros? Apenas me ausento, desaparece vuestro celo por el bien y volvéis a la esclavitud de la cual el Espíritu os había arrancado.

Volver a las observancias y a las abstenciones de la ley, era obrar como si Cristo aún no hubiese sido formado en ellos. El apóstol estaba de nuevo como en trabajo de parto por ellos, quienes estaban en las tinieblas y Cristo no había resplandecido aún en ellos. Vemos aquí lo que estas doctrinas, aparentemente exteriores y sin importancia, significaban para aquellos que parecían haber conocido la verdad.

 

«Decidme, los que queréis estar bajo la ley, ¿no oís la ley? Porque está escrito que Abraham tuvo dos hijos, uno de la sirvienta, y uno de la mujer libre. Pero el de la sirvienta nació según la carne; y el de la mujer libre nació mediante la promesa. Estas cosas tienen un sentido figurado; porque estas mujeres son dos pactos; uno, del monte Sinaí, que engendra para servidumbre, el cual es Agar. (Agar representa el monte Sinaí en Arabia, y corresponde a la actual Jerusalén, porque está en servidumbre con sus hijos). Pero la Jerusalén celestial es libre; la cual es nuestra madre. Porque está escrito: «Alégrate, estéril, tú que no das a luz; prorrumpe en júbilo y clama, tú que no tienes dolores de parto; porque más son los hijos de la desolada, que de la que tiene marido.» Y vosotros, hermanos, como Isaac, sois hijos de la promesa. Pero como entonces el que nació según la carne persiguió al que nació según el Espíritu, así también sucede ahora. Pero ¿qué dice la Escritura? «Echa fuera a la sirvienta y a su hijo; porque no heredará el hijo de la sirvienta con el hijo de la mujer libre.» Por lo cual, hermanos, no somos hijos de la sirvienta, sino de la mujer libre» (v. 21-31).

5.5 - La ausencia de vigilancia nos expone a caídas

La exhortación se hace cada vez más apremiante y muestra a estos gálatas la locura de los que procuran seducirles y su propia locura escuchándolos. Se les había persuadido de que a cualquier precio era necesario estar bajo la ley y habían expresado esa voluntad, pensando que estos dos sistemas –la ley y la promesa– eran conciliables. Ni siquiera habían escuchado lo que la ley proclamaba en voz alta.

¿No había tenido dos hijos Abraham? El uno, hijo de la sierva, había nacido según la carne. Es algo muy distinto de la verdad, emitida precedentemente, de que el creyente tiene la carne en él y que tiene pruebas en la carne (v. 13-14). Esto sucederá hasta el fin; pero no tiene su origen en la carne, como Ismael, hijo de Agar. Sin duda, al tener la carne en él, podría andar, vivir, comportarse según ella, aun habiendo sido completamente liberado de su esclavitud; por eso todas estas cosas exigen de parte del creyente una continua vigilancia, la ausencia de la cual nos expone a caídas que deshonran a nuestro Dios Salvador. Así, pues, aunque hemos sido completamente liberados de la esclavitud de la carne, tenemos que velar continuamente para no darle ninguna ocasión de manifestarse y obrar, pues hemos nacido, no de la sierva, sino de la libre. El mismo Abraham, imagen de lo que somos, tuvo de la mujer libre un hijo, Isaac, nacido conforme a la promesa. Y la promesa nada tiene que ver con la carne. Sara era estéril; era preciso, pues, que la vida de Isaac proviniese únicamente del Espíritu y de la fidelidad de Dios acerca de sus promesas.

5.6 - Los hijos de la esclavitud y los de la promesa

El apóstol insiste en la alegoría presentada por estas dos mujeres, Agar y Sara. Son dos alianzas; la primera, Agar, el monte Sinaí, engendrado para servidumbre. Ahora bien; Agar es el monte Sinaí, el que corresponde a la Jerusalén de estos tiempos, pues la Jerusalén actual está en servidumbre con sus hijos. Pero hay una Jerusalén de lo alto; no es la Jerusalén celestial o Iglesia, sino una segunda alianza, de origen celestial, la cual no tiene ninguna relación con Sinaí. Esta mujer libre es nuestra madre. Ella, la nueva alianza, nos ha concebido. Hemos salido de ella, de la libre alianza de la gracia. Sara, mujer de Abraham, concibió a Isaac según la promesa. Como Sara era estéril, nosotros nunca habríamos sido sus hijos sin que interviniera la promesa. Y, al igual que Isaac, somos hijos de promesa y esta mujer libre es nuestra madre, pues está escrito en Isaías 54:1: «Regocíjate, oh estéril, la que no daba a luz, levanta canción y da voces de júbilo, la que nunca estuvo de parto, porque más son los hijos de la desamparada que los de la casada, ha dicho Jehová». En este pasaje, la mujer estéril no concebía, no había estado nunca en trabajos de parto, a semejanza de Sara antes de que la promesa le fuera hecha, mas los hijos de la desolada, de la Jerusalén culpable y abandonada por Dios, son más numerosos que los hijos de la que tiene marido, de la Jerusalén reconocida bajo la primera alianza como esposa de Jehová a condición de obediencia, condición que el había dejado de cumplir desde el primer paso dado bajo la ley. Lo Ammi había sido pronunciado sobre la Jerusalén culpable bajo la ley (Oseas 1:9). Ahora no había para ella más recurso que la promesa. La ley había sido absolutamente quebrantada. La sierva y los hijos de la esclavitud habían sido desechados. No quedaba más recurso que ser hijo de la promesa; por eso la puerta se hallaba ahora abierta para los gentiles. Pero, lamentablemente, la característica de aquellos que llevaban a los gálatas a la ley era perseguir a los que habían nacido según la carne. Tal es el único papel de la carne en toda esta religión y seguirá siendo el único hasta el fin. Por eso ¿qué dice la Escritura ?: «Echa a esta sierva y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con Isaac mi hijo» (Gén. 21:10-12). No hay herencia común para ellos. Los que habían sido atraídos por el ministerio del apóstol no tenían nada en común con aquellos de quienes habla este pasaje, pues todos ellos eran hijos de la mujer libre, mientras que los otros habían sido engendrados en la esclavitud.

Antes de terminar el capítulo 4, añadiremos un pensamiento destinado a hacer más comprensible este difícil pasaje: la Jerusalén de lo alto no es –como ya lo hemos dicho– la Jerusalén celestial, sino la Jerusalén fundada sobre la gracia de origen divino y no sobre la ley. Lo mismo ocurre en Apocalipsis 12 con la mujer, Israel según los propósitos de Dios, vista en lo alto y concibiendo al Mesías. Tal será, por lo demás, la futura Jerusalén durante el milenio, lo cual es mostrado en la porción de Isaías 54. Este también muestra que los hijos le son nacidos a la Jerusalén desamparada durante su esterilidad. Ella será restablecida bajo la gracia, vendrá a ser, pues, la mujer libre, nuestra madre, pero sus hijos le nacen durante su abandono bajo la ley.

6 - Capítulo 5

«Cristo nos hizo libres(*2) para la libertad; manteneos firmes y no os sometáis de nuevo al yugo de servidumbre. Os digo yo, Pablo: si os circuncidáis, Cristo no os servirá de nada. Y de nuevo declaro a todo hombre circuncidado, que está obligado a cumplir toda la ley. Os habéis separado de Cristo, todos vosotros que os justificáis por la ley; habéis caído de la gracia. Pues nosotros por el Espíritu, en virtud de la fe, aguardamos la esperanza de la justicia. Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale algo, ni la incircuncisión, sino la fe que obra por el amor. Corríais bien, ¿quién os estorbó para que no obedecieseis a la verdad? Esta persuasión no proviene del que os llama. Un poco de levadura fermenta toda la masa. En cuanto a vosotros, confío en el Señor que no pensaréis en ninguna otra cosa; y el que os perturba tendrá su castigo, quienquiera que sea» (v. 1-10).

(*2) «Cristo nos hizo libres». La palabra griega «eleutheró» puede también traducirse por libertar, liberar, librar, emancipar, es decir, poner a uno en libertad, sacarle de la esclavitud o sujeción. Véase Juan 8:32, 36; Romanos 6:18, 22; 8:2, 21.

6.1 - Muertos con Él a la ley, al pecado y al mundo

Estos versículos me parecen ser la conclusión de todo lo que les precede. El punto capital es que Cristo nos ha liberado. Esta liberación no solo se refiere al yugo de la ley, sino también al del pecado. Pero es raro encontrar cristianos que experimenten tal liberación. La mayoría de ellos se limitan a conocer el valor de la muerte de Cristo, de su sangre derramada en la cruz, para borrar los pecados a los ojos de Dios, de suerte que nunca más sean obstáculo entre Él y nosotros. ¡Preciosa seguridad que nos da un acceso en justicia ante la faz de nuestro Dios! Pero la liberación, tal como nos la presenta la epístola a los Romanos y la que estudiamos ahora, va mucho más allá. Está basada no solamente en el hecho de que Cristo murió por nosotros, sino que nosotros estamos muertos con Él, muertos a la ley que agotó sobre Cristo crucificado todo su poder de condenación; muertos al pecado en la carne, pues este juicio fue ejecutado sobre Cristo cuando fue hecho pecado por nosotros y nosotros fuimos crucificados con Él; muertos, en fin al mundo, como lo veremos más adelante, cuando el mundo fue definitivamente juzgado por la resurrección de Cristo, a quien ese mundo había dado muerte.

6.2 - La circuncisión opuesta a la libertad

En lo sucesivo, y ante todo, la religión de la carne ha perdido su razón de ser, toda religión basada sobre los privilegios del hombre –de la que el apóstol ha comenzado a desembarazarnos definitivamente en los dos primeros capítulos– no tiene ningún valor. La emancipación nos ha situado en la libertad. Así la verdadera libertad nos ha sido conseguida: libertad de entregarnos a Dios (Rom. 6:13; 11:1). No nos hallamos bajo una obligación cualquiera frente al pecado en la carne; este no tiene ningún derecho sobre nosotros. Es una exhortación a permanecer fieles al principio que nos ha sido mostrado en el capítulo precedente: no somos hijos de la sierva, sino de la mujer libre. Pablo exhorta a estos gálatas a resistir con firmeza al Enemigo, el cual quería reducirlos de nuevo a la esclavitud. ¿De qué forma? Induciéndolos a hacerse circuncidar. Este acto, en apariencia insignificante para los cristianos y que el Enemigo procuraba hacerles creer que era una simple formalidad o una prueba de condescendencia hacia sus hermanos judíos, les privaba de todo el beneficio de Cristo, de suerte que Cristo no les era de ningún provecho. La circuncisión era el compromiso solemne de cumplir toda la ley; situaba al gentil bajo la obligación de cargar un yugo que jamás hombre alguno, empezando por el judío, había podido llevar. Veamos ahora lo que los gálatas, esos gentiles, habrían ganado con eso. Por la circuncisión se separarían de todo el beneficio que hay en Cristo. Para ellos no habría más libertad, sino obligación, bajo amenaza de muerte, de cumplir toda la ley. Justificación por la ley y, en consecuencia, abandono de la gracia, pues las dos cosas no pueden subsistir juntas. ¿Cuál era, pues, el estado cristiano? El régimen más diametralmente opuesto al de la ley: «Pues nosotros por el Espíritu aguardamos por fe la esperanza de la justicia» (v. 5).

6.3 - El régimen de la libertad

En tanto la ley es un régimen que tiene por base la carne, en el cual se nace según la carne y que conduce al juicio, el que, además, persigue a lo que es nacido del Espíritu reteniendo al hombre bajo un yugo de servidumbre, el régimen de la gracia tiene su origen en Cristo. Se resume íntegramente en Su obra y en Su persona adorable. Es el régimen de la libertad. Nada tiene que ver con el hombre pecador, con el viejo hombre, cuya condenación definitiva y muerte proclama. Pone fin a la carne, la cual solo engendra la esclavitud, la esterilidad y el juicio, de lo cual es preciso ser liberado por la cruz, por la muerte de Cristo.

Ahora bien; en el versículo 5 tenemos el principio y el fin de todo este nuevo orden de cosas que el cristianismo nos ofrece. En primer lugar, la fe, la cual pone enteramente de lado todo otro medio de salvación. En segundo lugar, el Espíritu, el Espíritu Santo de la promesa con el cual somos sellados después de haber creído. En tercer lugar, la justicia divina que poseemos para siempre por la gracia: «Justificados, pues, por la fe» (Rom. 5:1). ¿Qué puede ser más completo, más independiente del hombre, más exclusivamente dependiente de Dios que un estado semejante? Pero aun esta justicia tiene una esperanza, y esta esperanza de la justicia es la gloria, la gloria de Dios, la gloria del mismo Cristo. «Nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom. 5:2). Añadimos a ello, como en este mismo pasaje de Romanos 5, el favor o la en que nos hallamos actualmente. Tal es el cristianismo, y podríamos agregar: en su más simple expresión, pues el versículo 5 de nuestro capítulo no va más allá de las consecuencias de la justificación por la fe, tal como nos son presentadas en Romanos 5:1-2, aun antes de que el asunto de la liberación sea abordado en los capítulos 6 al 8 de esta misma epístola a los Romanos. Pero, de hecho, la liberación de la ley es el tema capital de la Epístola a los Gálatas y este tema tiene como consecuencia la muerte del viejo hombre, la condenación de la carne en la cruz de Cristo y la muerte al mundo. La Epístola a los Romanos nos presenta el combate que conduce a la liberación; no así la de los Gálatas, la cual nos habla más bien de las consecuencias de la no-liberación. Aquí, como en Romanos 5:1-11, podemos decir: ¿Qué nos falta? ¿Se puede añadir o a nuestra liberación? La incircuncisión o la circuncisión ¿tienen algún valor para los que poseen a Cristo Jesús? ¡No! En el Cristo Jesús, la sola cosa eficaz es la fe que obra por el amor (v. 6). La fe nos introduce en lo que el amor nos ha preparado: el gozo del favor de Dios. Este mismo amor hace de nosotros, como lo vamos a ver, siervos los unos de los otros.

 

«Hermanos, si yo aún predico la circuncisión, entonces, ¿por qué soy aún perseguido? Si fuera así, el escándalo de la cruz se habría acabado. ¡Ojalá que se mutilaran los que os perturban!» (v. 11-12).

 

Es de suponer que, según ciertos antecedentes (Hec. 16:3), los falsos hermanos decían que Pablo ocasionalmente predicaba aún la circuncisión. Si esto era así ¿por qué era perseguido aun por los judíos? Hemos visto en el capítulo 4:29 que era lo único que les esperaba a los que eran nacidos del Espíritu. ¿Pablo no era el mejor ejemplo de ello? Perseguidor en la carne, perseguido desde el momento en que había recibido el Espíritu Santo (Hec. 9:17-23). ¿Y no era aún así? El escándalo de la cruz ¿había sido eliminado para el apóstol, o aún permanecía por completo sobre él? El apóstol quería que esas gentes que trastornaban las almas bajo pretexto de santidad llegasen al extremo de hacerse eunucos para obtener más. ¡Veríamos adónde les conduciría esta mutilación!

 

«Porque vosotros, hermanos, fuisteis llamados a libertad; solo que no uséis la libertad para dar oportunidad a la carne, sino servíos mediante el amor unos a otros. Porque toda la ley en esta sola palabra queda cumplida: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» Pero si os mordéis y os devoráis unos a otros, ¡tened cuidado que no seáis destruidos los unos por los otros!» (v. 13-15).

6.4 - Crucificar la carne, manifestar el amor

Entramos aquí, insensiblemente, en el tercer gran tema de esta epístola. El primero trató de lo que es el hombre a ojos de Dios; el segundo nos mostró lo que es la ley. Instituida por Dios acerca del hombre, no puede hacer otra cosa que condenarle. El tercero trata de la carne en contraste con el Espíritu y nos conduce, poco a poco, a ver la condenación absoluta y definitiva de la carne, así como la del mundo que es su dominio (6:14).

En estos versículos el apóstol se vuelve ahora hacia sus queridos gálatas y les muestra que el inmenso favor que les ha sido concedido por la liberación, es decir, la libertad (v. 1, 13), les obliga a una vida práctica que la ley no podía darles jamás.

Si estaban establecidos en la libertad, no era para usar de ella como ocasión para la carne. Va a mostrarles que los que son de Cristo han crucificado la carne (v. 24). Esta libertad de manera alguna debía servir de pretexto para la carne –de lo cual los creyentes legalistas y mundanos han acusado siempre a los cristianos realmente liberados–, sino que, al contrario, debía conducirlos a la manifestación del amor en el servicio a favor de la familia de Dios. Lo que la ley ordenaba –es a saber, el amor– el Espíritu de Dios lo cumplía. A ello apuntaba todo bajo el régimen de la gracia. En el versículo 15, teniendo la gracia en nosotros, es perfecta y tristemente posible que nos mordamos y nos devoremos los unos a los otros. ¿Cuál será la consecuencia? El derrumbe absoluto del testimonio que nos ha sido confiado.

 

«Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no deis satisfacción a los deseos de la carne. Porque lo que desea la carne es contrario al Espíritu, y lo que desea el Espíritu es contrario a la carne; pues estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que deseáis. Pero si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (v. 16-18).

6.5 - Andar en el Espíritu

Los versículos 16 a 26 tratan acerca de las consecuencias prácticas de la liberación. ¿Cómo, teniendo en nosotros la carne, podemos andar de tal manera que Cristo no sea deshonrado? El tema es difícil. Por eso el apóstol insiste más sobre esto que sobre el mundo (6:14) y aun que sobre el hombre (v. 1-2). En el versículo 5 había mostrado que el resultado de la fe era la posesión del Espíritu y finalmente la gloria. En el versículo 16 nos dice que el resultado de esta posesión del Espíritu, la cual hace de nosotros hijos de Dios, es hacernos andar en el Espíritu. El andar sigue inmediatamente a la posesión de la vida por el Espíritu. Desde el momento en que ando por el Espíritu, la concupiscencia de la carne es imposible. Una de estas dos cosas excluye a la otra: son y serán siempre antagónicas y estarán en lucha la una contra la otra «para que no hagáis lo que quisiereis». Además de estos dos principios (la carne y el Espíritu) tenemos al individuo, el hombre que contiene ambos principios, de manera que él puede sucumbir o salir airoso en la lucha empeñada. Por eso los falsos maestros pretendían y pretenden aún que la ley es la ayuda que precisamos para no sucumbir. ¡Grave error! El Espíritu y la ley son antagonistas. «Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la ley».

 

«Y evidentes son las obras de la carne, que son: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, peleas, celos, iras, rivalidades, divisiones, sectas, envidias, borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; sobre las cuales os advierto de antemano, como os lo he dicho antes, que los que hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios» (v. 19-21).

6.6 - Rechazar las obras de la carne

La ley –y esto muestra su origen divino– se opone a todas las obras de la carne que son manifiestas. Ella no excluye a ninguna, pues a su lista el apóstol le añade: «y cosas semejantes a estas». Ella jamás proporciona el medio de resistir a esas cosas, sino que las condena. Estas obras son la corrupción de costumbres, la idolatría pagana, el odio y la violencia, las intrigas y las divisiones, los crímenes y la corrupción de la carne. A estas cosas –señaladas por la ley como lo vemos en el Antiguo Testamento, «y cosas semejantes a estas»– Dios responde excluyendo de su reino a las personas que las practican. Ellas no tienen ningún derecho a subsistir en la esfera de las bendiciones divinas, incluso en la tierra. El Espíritu no tiene ninguna relación con todo esto.

 

«Pero el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio propio; contra tales cosas no hay ley. Y los que son de Cristo Jesús, han crucificado la carne con las pasiones y los deseos. Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu. No seamos vanagloriosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros» (v. 22-26).

6.7 - El fruto del Espíritu

El Espíritu nada tiene de común con las obras de la carne. Su fruto es otro; él forma un bloque en el cual todo está íntimamente relacionado. Contra su fruto no hay ley que valga. En primer lugar, están sus resultados en nosotros con relación a Dios, en número de 3: amor, gozo y paz; después en relación con el hombre, en número de 5: paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre; por último, con relación a nosotros, un solo resultado: la templanza. Contra tales cosas no hay ley. Esta no puede oponérseles; sin duda alguna puede reconocerlas, pero no producirlas.

6.8 - Vivir en el Espíritu

Ahora bien; los que son de Cristo han crucificado la carne con las pasiones y las concupiscencias. Aquí la muerte y la mortificación son consideradas a la vez como el resultado de la energía divina en nosotros (2:20-21; Col. 3:5-7). El apóstol concluye en el versículo 25: «Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu». El Espíritu es vida, nos da la vida a fin de que andemos por medio de ella, pues estas dos cosas son inseparables (v. 16).

El versículo 26 parece establecer el vínculo con el capítulo siguiente, el que nos habla del mundo. Además de todos los frutos de la carne, existe en el hombre el deseo de hacerse un lugar, de adquirir renombre en el mundo. Es lo que el apóstol llama aquí vanagloria. La vanidad, la cual nos pone en antagonismo los unos contra los otros, pone en juego también los sentimientos de envidia y de celo contra el prójimo. De hecho, el tema del antagonismo entre la carne y el Espíritu continúa aun aquí, y en parte en el capítulo siguiente.

7 - Capítulo 6

«Hermanos, si alguien es sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restaurad a esa persona con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado» (v. 1).

7.1 - Relaciones mutuas

Los versículos 1 al 10 de nuestro capítulo contienen conclusiones prácticas sacadas de toda la doctrina de esta epístola. Los dos primeros capítulos nos mostraron el caso que debía hacerse del hombre en la obra de Dios. La sentencia de muerte estaba pronunciada contra él. Solamente el segundo hombre, Cristo, podía subsistir ante Dios, así como todos los que, habiendo nacido del Espíritu, pertenecían a este segundo hombre. Pero el nuevo hombre, teniendo aún la carne o el viejo hombre, puede dejarse sorprender por alguna falta, recaer en algún acto que solo puede ser atribuido al viejo hombre o a la carne. Aquellos a los cuales el apóstol se dirige, son hombres espirituales, los que, en su andar, buscan el fruto del Espíritu y no han caído por haber olvidado el carácter del nuevo hombre. ¿Qué deben hacer? Mantener erguido ese hombre, pero no con un espíritu legalista que solo puede condenar sin remisión. El espíritu del hombre espiritual es un espíritu de dulzura. Sabe que él también puede ser tentado y caer como aquél. Esto lo hace estar vigilante sobre sí, le preserva del orgullo y de la caída. Así, viviendo por el Espíritu, anda también por el Espíritu.

 

«Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumpliréis así la ley de Cristo. Porque si alguno piensa ser algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo. Pero que cada cual someta a prueba su propia obra, y entonces tendrá motivo de gloria solo consigo, y no con otro; porque cada cual llevará su propia carga» (v. 2-5).

7.2 - Llevar las cargas de otros

La exhortación se dirige ahora a los que eran espirituales, no en cuanto a su actitud hacia los que habían cometido alguna falta, sino en cuanto a sus relaciones mutuas. Debían llevar los unos las cargas de los otros. Solo el amor podía conducirlos en ese camino, cada cual olvidando su carga para llevar la de su hermano. ¿No era este, acaso, el ejemplo que en perfección les había dado la adorable persona de Cristo? Si hacían esto, la ley de Cristo se cumplía en ellos. ¿Había acaso necesidad de añadir otra ley? La carga era llevada y continuaba siéndolo. ¿Así se comportaban con los gálatas aquellos que querían conducirlos a la ley o bien eran de los que cargaban a los demás, pero ellos ni con un dedo tocaban esa carga? (Lucas 11:46). Ahora bien; que cada cual pruebe –o más bien discierna– su propia obra (véase Rom. 12:2; Fil. 1:10; Efe. 5:10). Estas gentes ¿habían trabajado para el Señor? Tendrían de qué gloriarse si hubiesen sido los instrumentos de una obra hecha para Cristo, pero ¿podían hacerlo? Como no eran nada, pensaban ser algo y se engañaban a sí mismos. Sin duda alguna que no podían gloriarse de lo que hacían en ese momento, pues era otro quien había hecho la obra entre los gálatas. Y por cierto no era la carga de sus hermanos lo que soñaban llevar. Pero cada uno de ellos llevará su propia carga cuando su responsabilidad sea examinada.

 

«Y el que es enseñado en la Palabra, que haga partícipe de todo lo bueno a aquel que le enseña» (v. 6).

7.3 - «Digno es el obrero de su salario» (1 Timoteo 5:18)

Este pasaje, que parece presentarse un poco abruptamente y sin ligazón con lo que le precede, introduce, quizá con doble finalidad, una verdad indiscutible. Por una parte, nuestros corazones egoístas, aun recibiendo gustosamente la enseñanza de la Palabra, están ocupados con más facilidad en los intereses propios que en el de los obreros enviados por el Señor y estarían dispuestos a restringir la liberalidad hacia aquellos que nos enseñan. Esta forma de obrar ¿responde acaso a lo que nos es dicho aquí: «haga partícipe de toda cosa buena al que lo instruye»? Es mucho decir. El asunto de la hospitalidad, del alimento, de la vestimenta, es enfocado a fondo por semejante frase, sin excluir, por supuesto, la ayuda pecuniaria.

Pero esta frase podría también hacer alusión, de forma disimulada, a las pretensiones de los maestros judaizantes que habrían podido jactarse ante los gálatas de no buscar los bienes temporales y de no tener, al enseñar, otra finalidad que el perfeccionamiento de los gentiles, en contraste con Pablo, quien, aun habiendo recibido gracia y apostolado para obediencia a la fe entre las naciones, los exhortaba a la liberalidad.

Bajo la apariencia de un desinterés, esos falsos hermanos tenían, como puede verse en esta epístola, otra finalidad que el dinero: deseaban lograr personas adictas a ellos, ganarse adeptos excluyendo al apóstol.

 

«No se engañen: Dios no puede ser burlado; porque todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará. Porque el que siembra para su carne, de la carne cosechará corrupción; pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna. No nos cansemos de hacer el bien; porque a su tiempo cosecharemos, si no desfallecemos. Así que, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe» (v. 7-10).

7.4 - Sembrar espiritualmente, segar vida eterna

Este pasaje vuelve al tema capital e inmutable de la epístola. La religión de la carne no puede absolutamente conciliarse con la del Espíritu. La alianza entre las dos es imposible; son dos terrenos enteramente separados. Querer confundirlos o reunirlos es querer engañarse a sí mismo; más aun, es «burlarse de Dios». Para aquel que siembra para su carne, solamente hay una cosecha posible: la corrupción; y esta epístola, en su integridad, nos muestra que la religión que se intentaba imponer a los gálatas no era otra cosa que la religión de la carne. ¿A qué conducía? Ya lo hemos visto a todo lo largo de esta epístola. Pero ¿adónde conducía el camino opuesto? «El que siembra para el Espíritu, del Espíritu segará vida eterna». Y ¡qué es la vida eterna sino una vida espiritual y divina que responde a la naturaleza de Dios, que es capaz de conocerle y de gozar de Él, una vida que se resume en el conocimiento de una persona: ¡Cristo! Ninguna mezcla es posible en la siembra y la siega de la carne. Preferir esta última siega a la del Espíritu, a la felicidad sin límite de la comunión con Cristo y al goce de la vida de Dios, era burlarse de Él. Y aun esta vida eterna debía mostrarse no solamente en la comunión con Cristo, sino además haciendo el bien. No desfallezcamos en esta siembra y a su tiempo segaremos; no olvidemos que, si bien somos exhortados a hacer bien sobre todo a «la familia de la fe», también tenemos oportunidad de socorrer y animar con nuestras simpatías a todos los que, sin pertenecer a esa familia, atraviesan por las miserias y los sufrimientos de este pobre mundo, encorvado bajo las consecuencias del pecado. ¡Cuán propia era la exhortación dirigida a los gálatas para liberarles del yugo que se procuraba imponerles y conducirles al gozo de la verdadera felicidad y la plena libertad de la gracia!

 

«Mirad, os escribo de mi propia mano esta larga carta. Todos los que quieren tener buena apariencia en la carne, esos os obligan a ser circuncidados; pero es solo para que ellos no sean perseguidos a causa de la cruz de Cristo. Porque ni los mismos que se circuncidan guardan la ley; pero quieren que os circuncidéis para gloriarse en vuestra carne. Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me ha sido crucificado, y yo al mundo. Porque ni la circuncisión es algo, ni la incircuncisión, sino la nueva creación. Y a todos los que viven según esta regla, paz sobre ellos y misericordia, y sobre el Israel de Dios» (v. 11-16).

7.5 - La solicitud de Pablo

El apóstol muestra aquí toda su solicitud por estas queridas asambleas cuyos peligros consideraba perfectamente. De su propia mano no había escrito una carta entera a ninguna otra asamblea. Discierne los motivos de los que querían hacerlos circuncidar: evitar que se vieran sometidos a la persecución a causa de la cruz de Cristo. Hemos visto, a todo lo largo de esta epístola, que la cruz de Cristo pone fin al hombre y a la carne. ¿A qué viene entonces la ley? «Soy muerto para la ley». «Los que son de Cristo han crucificado la carne» (cap. 5:24). Pero los que constreñían a los gálatas a circuncidarse tampoco guardaban la ley. Entonces ¿por qué la circuncisión? Sacan provecho de ella a fin de gloriarse en su carne. El hecho es que retrocedían ante el oprobio de Cristo y se alistaban en la religión que conserva las formas judaicas porque no podían resolverse a tener una mala apariencia ni a repudiar enteramente la carne como una cosa que solamente merece la cruz.

7.6 - Pablo se gloriaba solo en la cruz de Cristo

Aun delante de los paganos era una gloria pertenecer a una religión que reconocía a un solo Dios, pero no a una religión que condenaba al mundo. Al judío en la carne le era una ofensa, aun más que al gentil, porque esta religión le hacía perder la gloria de la que había sido investido ante los demás a causa del conocimiento del único Dios verdadero. Pero, si estaban crucificados con Cristo ¿dónde hallar ocasión para gloriarse? Ahora bien; el apóstol exclama: «Lejos esté de mí (cuando los demás tienen este deseo) gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo». He aquí la palabra final. Esta epístola es la cruz aplicada a todo lo que es del hombre y de la carne. Pero añade aún otra frase que lo completa y domina todo: «la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al inundo» (v. 14). Esta frase final concuerda con la del principio: «El cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para libramos del presente siglo malo» (cap. 1:4). ¿Qué es lo que queda después de esto? El hombre ha desaparecido en la condenación con todo lo que es del mundo. La ley, cuando se trata del creyente, no halla a quién dirigirse. Nada subsiste de lo que guarda relación con la antigua creación; solo queda lo que es de la nueva. «Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión vale nada, ni la incircuncisión, sino una nueva creación». Esta lo es todo. En el versículo 16, el apóstol invoca la paz y la misericordia sobre todos los que anden según esta regla, la de la nueva creación. En la misma bendición abarca también al Israel de Dios. Son los israelitas que ahora creen en el Evangelio y que tienen con toda razón la aprobación de Dios, todo su favor.

 

«En adelante, que nadie me moleste; porque llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. Hermanos, la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vuestro espíritu. Amén» (v. 17-18).

7.7 - Las marcas del Señor Jesús

En lo sucesivo, el apóstol no quiere nuevas molestias en relación con este asunto. Todo está dicho. En cuanto a él, muestra en su cuerpo lo que la verdad que él proclama en voz alta reporta a los fieles. ¡A ver si los adversarios muestran sobre sus cuerpos las mismas señales! Son las marcas del Señor Jesús. Serán vistas, como testigos, eternamente en Su propio cuerpo.

7.8 - La gracia del Señor Jesucristo

«La gracia (¡qué bien concuerda esta expresión con el contenido de la epístola!) de nuestro Señor Jesucristo (lo único que desea) sea con vuestro espíritu» (ya que la carne no tiene ninguna bendición que esperar de la gracia). Este grande amor abarca a todos los que son de Él.


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