Cristo, el agua que quita la sed y el pan que alimenta

Juan 7:37 – 1 Reyes 19:1-19


person Autor: Henri ROSSIER 17

flag Tema: Jesucristo (el Hijo)


1 - El agua que quita la sed – Juan 7:37

«En el último día, el gran día de la fiesta, Jesús se puso en pie y clamó, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva. Pero esto lo dijo respecto del Espíritu, que los que creían en él recibirían; pues el Espíritu Santo no había sido dado todavía por cuanto Jesús no había sido aún glorificado» (Juan 7:37-39).

En este pasaje, el Señor se revela como la Roca de la que brota el agua que necesitamos, el agua puesta a disposición de todos los que tienen sed. Mientras uno apaga su sed, esta agua produce efectos maravillosos, y el Señor lo anuncia, para que todos los que tienen sed vengan a beber de la Roca que es Cristo. Pero para que el agua pueda fluir eficazmente, se necesitaba el don del Espíritu Santo, y leemos que el Espíritu aún no estaba porque Jesús aún no había sido glorificado. Ahora poseemos el Espíritu Santo, ¿qué nos queda por hacer? Venir a Jesús para beber. Esto se aplica a todas las necesidades del alma. Un inconverso puede, bajo la poderosa eficacia del Espíritu de Dios, venir a Cristo para beber y así recibir la vida: Quien beba de esta agua no volverá a tener sed.

Pero aquí se nos habla de manera especial a nosotros los cristianos, que ya hemos recibido al Señor Jesús como nuestra vida eterna. También para nosotros surge la pregunta: ¿Tenemos sed? ¿Hay un profundo deseo en nuestros corazones que nada puede satisfacer excepto él? ¿Sentimos la necesidad de venir a él para que la fuente de la vida sea mantenida en nuestras almas? ¿O somos de los que cruzan el desierto de este mundo sin sentir sed? Ocurre con demasiada frecuencia que el alma del cristiano no siente un verdadero deseo de entrar en contacto con el Señor Jesús, la Fuente de agua viva. Si esto es así, el alma se marchita como una planta que sufre de sequía y termina pereciendo, y si no llega tan lejos, solo se necesitan unas pocas gotas de agua viva para que la planta recupere alguna apariencia de salud; y con perseverancia, recobrará su vigor original.

Recuerdo haber estado en una iglesia con un amigo. Cuando llegamos, nos sentíamos tan desesperados por el estado de los hermanos que estaban en ella que el que me acompañaba me sugirió que nos fuéramos inmediatamente. “No, le dije, al contrario, debemos quedarnos. Esta sequía necesita agua”. De hecho, fue suficiente presentar a Cristo para que una nueva vida se manifestara en esta iglesia. Lo que es cierto para una iglesia es también cierto para cada cristiano. Podemos juzgar nuestro estado y el de los cristianos que nos rodean por la sed que tenemos de Cristo. Poseemos el Espíritu Santo, y desde el momento que nos conectamos con la fuente, la bendición fluye en todas las direcciones. ¡Todo está ahí! Este es el secreto de la vida cristiana.

A menudo sucede que cuando nos ocupamos de la Palabra, encontremos poco interés en ella; se comprende que falta algo: la comunión. El alma no ha estado en contacto con la fuente, es decir, con la persona de Cristo; no ha sentido la necesidad de venir a él para recibir la comunicación viva de su pensamiento. Se puede gemir desde este estado, pero gemir no lo es todo. Tener sed es tener sed de Cristo, de Cristo mismo y no de lo que le rodea. Hay cosas muy interesantes alrededor de Cristo, pero no quitan la sed. «Si alguno tiene sed, venga a mí y beba».

He aquí el primer punto. Encontramos el segundo en la historia de Elías.

2 - El pan que alimenta – 1 Reyes 19:1-18

«Acab dio a Jezabel la nueva de todo lo que Elías había hecho, y de cómo había matado a espada a todos los profetas. Entonces envió Jezabel a Elías un mensajero, diciendo: Así me hagan los dioses, y aun me añadan, si mañana a estas horas yo no he puesto tu persona como la de uno de ellos. Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida, y vino a Beerseba, que está en Judá, y dejó allí a su criado. Y él se fue por el desierto un día de camino, y vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres. Y echándose debajo del enebro, se quedó dormido; y he aquí luego un ángel le tocó, y le dijo: Levántate, come. Entonces él miró, y he aquí a su cabecera una torta cocida sobre las ascuas, y una vasija de agua; y comió y bebió, y volvió a dormirse. Y volviendo el ángel de Jehová la segunda vez, lo tocó, diciendo: Levántate y come, porque largo camino te resta. Se levantó, pues, y comió y bebió; y fortalecido con aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios.

Y allí se metió en una cueva, donde pasó la noche. Y vino a él palabra de Jehová, el cual le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías? Él respondió: He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida… Y le dijo Jehová: Ve, vuélvete por tu camino, por el desierto de Damasco; y llegarás, y… a Eliseo hijo de Safat, de Abel-mehola, ungirás para que sea profeta en tu lugar… Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron» (1 Reyes 19:1-18).

¿Qué le faltaba al profeta, ese hombre tan enérgico, que no conocía el miedo, que podía presentarse ante Acab, que podía desafiar a Jezabel? En cierto momento, este héroe de la fe lo dejó todo, y, ante la amenaza de una mujer, huyó al desierto y quiso morir. Se duerme bajo un enebro y un ángel lo despierta. A su lado encuentra agua y un pastel cocido sobre las ascuas, la comida que el ángel le había preparado (v. 6). Elías se levanta y come, y la fuerza vuelve a él.

Tenemos aquí una imagen muy hermosa de la Palabra. El profeta encuentra recursos que el mismo Dios pone en sus manos. Las usa, pero vuelve a acostarse y a dormirse. Hay que despertarlo una segunda vez. «Levántate, come», repite el mensajero celestial. Elías se sacude del sueño y vuelve a comer. ¡Qué lección para nosotros que siempre necesitamos ser exhortados de nuevo a alimentarnos de la palabra de Dios! El alimento preparado en el desierto es el único medio que sea dado a Elías para que pueda encontrar a Jehová. Fue en este alimento donde encontró la fuerza para caminar cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, la montaña de Dios. Sin él, nunca habría llegado allí, y sin embargo este hombre pertenecía al Señor desde hacía mucho tiempo.

Esto es lo que quisiera señalar aquí. Desde el momento que debemos encontrarnos en relación directa con Dios, no tenemos otro medio para hacerlo que este alimento celestial: la palabra de Dios. Es necesario que seamos despertados para volver a esta Palabra, y alimentarnos de ella para sacar de ella las fuerzas que necesitamos. No solo debemos hacerlo porque encontramos este alimento bueno, sino porque es indispensable para nosotros; solo en ella encontraremos la fuerza para llegar al final del viaje en presencia de Dios.

Elías emprende su viaje. Recorre un largo camino y ¿qué encuentra allí? A Dios. Pero lo que le preocupa en primer lugar, es el propio valor de sí mismo: «Me dejaron solo para dar testimonio de ti». Conocemos la respuesta divina. Tenía una alta opinión de sí mismo y eso es lo primero que debe caer. Observad esto: Si tenemos una alta opinión de nosotros mismos, normalmente tenemos una muy baja opinión de los demás. Elías viene a hacerse el acusador del pueblo de Dios. Entonces Jehová le quita su ministerio y le encarga de confiarlo a otro. Aprende que él no es necesario para Dios, y que Dios lo juzga de manera muy diferente a como él se juzga a sí mismo. No le dijo Dios: “Hay siete mil hombres a los que no conoces, pero yo sí los conozco”.

En presencia de Dios, Elías aprende muchas cosas que solo podría aprender allí y nunca habría llegado a Horeb si no hubiera comido el alimento divino. Para nosotros, cuando estamos en la presencia de Dios nos encontramos primero con el juicio, el juicio sobre lo que pensamos de nosotros mismos y lo que pensamos de los demás. Después de eso, ¿qué queda? Una cosa: la gracia.

Elías oye una voz suave y sutil; todo el juicio había pasado en el gran viento, en el terremoto y en el fuego y ahora el profeta sale a la entrada de la cueva para encontrarse con un Dios de gracia.

Como conclusión podemos decir que en Cristo encontramos el agua que quita nuestra sed y el pan que alimenta nuestras almas. Es a través del conocimiento de nuestro amado Salvador que podemos encontrar el camino que nos llevará a Horeb en la presencia del Dios de la gracia.


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