Las reuniones de oración
: Autor Henri ROSSIER 17
: TemaLa iglesia local y las reuniones
Querido hermano,
Al dirigirme a usted con unas palabras sobre las “Reuniones de Oración”, creo que agrego pocos detalles a lo que ha podido leer en nuestras publicaciones en varias ocasiones. En primer lugar, quisiera subrayar que la oración en común es la primera manifestación de vida entre los hijos de Dios reunidos. En Hechos 1:14, incluso antes de que el Espíritu Santo fuera dado para formar la Asamblea, todos los discípulos «unánimes se dedicaban asiduamente a la oración, con las mujeres, María la madre de Jesús y con los hermanos de él». Note que no se trataba aquí, como en Mateo 18:19, de estar de acuerdo, para pedir algo especial, aunque las peticiones especiales no están de ninguna manera ausentes de la oración en común (Col. 4:3; 1 Tes. 5:25; Hebr. 13:18; 2 Tes. 3:1; Hec. 12:5, 12), sino de perseverar unánimemente en una cosa general, la oración. Por lo tanto, no es necesario tener un propósito especial para reunirse para orar.
Dios crea en nosotros individualmente, en nuestra vida diaria, necesidades traídas a nuestras almas por las circunstancias por las que pasamos y a la vez nos da la oración para poder expresarlas. Él nos trae, igualmente, cuando estamos juntos, los temas de los que le tenemos que hablar. Si esperamos en Él, él nos los provee. Como la oración individual, la oración en común sube a él para ser presentada, y su poder desciende a nuestro favor para responderla. Hay, sin embargo, una diferencia: la oración en común nunca expresa nuestras necesidades personales, aunque, por supuesto, nuestras oraciones en lo particular no se detienen ahí, y abarcan todos los temas posibles; pero es ahí donde podemos y debemos orar por nuestro estado personal, donde confesamos nuestros pecados según 1 Juan 1:9, donde buscamos la fuerza para resistir las tentaciones, para cumplir nuestro servicio diario, para glorificar al Señor en nuestro ministerio, etc.
No podemos introducir en las reuniones de oración esa parte de nuestra actividad que abarca nuestras necesidades individuales. Pero si estas necesidades son las mismas que las de nuestros hermanos, podremos expresarlas en la reunión de oración de la asamblea, con más fuerza aún por cuanto hemos hecho la experiencia por nosotros mismos. Pero, repito, lo que nos concierne individualmente no es el tema que traemos a la reunión de oración. La prueba de que no hay necesidad de un tema especial para la reunión de oración se encuentra, como lo he señalado, en Hechos 1:14.
Se ha dicho que estos santos oraron por el Espíritu Santo prometido (Lucas 24:49). No tengo ninguna duda de que lo hicieran, pero no era el único tema de sus oraciones, porque después del don del Espíritu Santo, los discípulos continuaron haciendo exactamente lo mismo: «Perseveraban… en las oraciones» (Hec. 2:42). En general, cuando se trata de perseverar en la oración, se trata de la oración en común. Además de los dos pasajes citados, mencionaré también Hechos 6:4, donde los doce apóstoles perseveraban en la oración; Romanos 12:12, donde la perseverancia en la oración es parte de la acción común en la asamblea; Colosenses 4:2-3, donde, además de la perseverancia en la oración como algo general, se añaden peticiones especiales para el apóstol. ¿Es necesario afirmar que la oración en común se practicaba habitualmente en las asambleas, ya sea en general o con un propósito especial? Además de los pasajes citados, anote de nuevo Hechos 4:24, 31; 12:5, 12; 20:36; 21:5.
Si usted me pregunta cuáles son los temas de la oración en común, cuando no tiene un propósito especial, aquí están algunos de ellos:
«Exhorto, pues, ante todo, que se hagan peticiones, oraciones, intercesiones, acciones de gracias, por todos los hombres; por los reyes y por todas las autoridades; para que vivamos tranquila y sosegadamente, con toda piedad y honestidad. Esto es bueno y agradable delante de Dios nuestro Salvador, el cual quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al pleno conocimiento de la verdad» (1 Tim. 2:1-4).
«Orando en el Espíritu mediante toda oración y petición, en todo momento, y velando para ello con toda perseverancia y súplica por todos los santos, y por mí» (Efe. 6:18-19).
«En todo, con oración y ruego, con acciones de gracias, dad a conocer vuestras demandas a Dios» (Fil. 4:6).
Puede ver por esto que el ámbito sobre el que la oración se ejerce en común, porque es de lo que estamos hablando aquí, es ilimitado. No quiero decir que el de la oración individual sea más limitado que este; pero no debemos olvidar que hay, en la oración en común, o de asamblea, una bendición y un poder especial de respuesta, por el hecho de que el Señor está en medio de los que están reunidos en (o a) su nombre. Esto es lo que hace resaltar tan maravillosamente el capítulo 4 de los Hechos (v. 24-31).
Como he dicho antes, la oración en común es la primera manifestación de vida en la asamblea; precede incluso a la realización del culto, como en Hechos 1:14. Pero, además de su cumplimiento, tiene un resultado infinitamente precioso: produce la actividad en el servicio de la Palabra, ya sea en la asamblea o fuera de ella. Esto es de suma importancia: un hermano que no ora en la asamblea es incapaz de un servicio público; una asamblea que no ora es caracterizada por la inactividad; la inercia se apodera de ella; los dones no pueden ser ejercidos; el celo por el Evangelio no la posee; pronto cae en un sueño más parecido a la muerte que a la vida. Apelo a la experiencia de los santos: tal asamblea está afectada de incapacidad.
En Marcos 9:28, los discípulos, que permanecieron al pie de la montaña, se quejaron de su incapacidad de expulsar a un espíritu inmundo (v. 25) y, sin embargo, se les había confiado autoridad sobre los espíritus inmundos (6:7), e inmediatamente habían expulsado a muchos demonios (6:13). ¿Por qué tal incapacidad en este caso en particular? ¿Ya no poseían el poder conferido? No se les había quitado, pero les faltaban tres cosas para ponerlo en práctica: la fe (comp. Mat. 17:20), la oración y el ayuno (Marcos 9:29). Su incapacidad era aún más humillante cuando otros, que no caminaban con ellos, podían ejercer este poder y expulsar demonios en el nombre de Cristo (9:38). Los discípulos seguían al Señor y ocupaban una posición privilegiada que otros no conocían, ¡y fueron esos otros los que hicieron los milagros! Cito este hecho para mostrar las causas de nuestra falta de resultados en la obra.
Lo que falta es la fe; el ayuno que niega a dar de comer a la naturaleza pecaminosa; y finalmente la oración, tema especial en el que insisto aquí. La oración, que es nuestro único recurso, es la expresión de la confianza en Dios, el Todopoderoso y, por tanto, de la desconfianza en nosotros mismos; es también la expresión de la dependencia de Dios, sin el cual nada podemos hacer. Todo esto explica porqué, sin oración, una asamblea de cristianos está incapacitada. En Marcos 11:24-26, encontramos la alianza de la oración con la fe. Basta la fe para recibir todo lo que pedimos por medio de la oración: «Creed que lo habéis recibido, y lo tendréis». Encontramos entonces, en este mismo pasaje que, sin la comunión mutua, la oración no tendría ningún efecto. Ya he refutado más arriba la alegación de que las reuniones de oración solo deben celebrarse para un propósito especial; pero voy más lejos: digo que estas reuniones deben ser un hábito y tener lugar a una hora y en un lugar fijados de antemano, sin perjuicio de las reuniones convocadas para un tema en particular. Había, para los judíos, la «hora de la oración», y los apóstoles fueron allí (Hec. 3:1; 16:13), reconociendo así la legitimidad de esta institución. Era, sin duda, una práctica instituida bajo la ley, pero ¿no deberíamos también ser celosos de participar en algo que ahora pertenece al régimen de la gracia, y donde la libertad del Espíritu puede manifestarse plenamente?
Anote bien que, al decir todas estas cosas, voluntariamente ignoro el tema tan importante de la oración individual. Esta última se menciona continuamente en las Escrituras y es parte de la vida de los creyentes bajo el Antiguo Pacto y en el Nuevo Testamento. Es inútil citar aquí pasajes de la historia de Israel para hablar de las «oraciones de David», de las recomendadas por el mismo Señor a sus discípulos judíos y de aquellas a las que los santos son continuamente exhortados en las epístolas. De esto el Señor, como en todas las cosas, fue el ejemplo perfecto. Ya solo el evangelio de Lucas contiene trece oraciones de nuestro Salvador. Sin embargo, la oración en común ya se encuentra en el Antiguo Testamento (véase, por ejemplo, Nehemías 4:9; 1 Reyes 8:44; 2 Crónicas 7:14). Pero lo que me gustaría enfatizar es que la oración en asamblea es un deber y una prerrogativa de las asambleas bajo el régimen de la gracia. Perderlo, es saber muy poco sobre la vida de la asamblea. Apenas formada, ora, así como rinde culto, y estos son los dos secretos de su fuerza y de su gozo.
Quiero pasar aquí, querido hermano, a otro tema, y quisiera señalarle, sin repetir lo que otros ya han dicho mejor que yo, lo que podría ser contraproducente en la celebración de reuniones de oración, porque es ahí donde radica en parte nuestra debilidad y el desinterés mostrado por muchos en las reuniones de oración. En primer lugar, permítame insistir entre otras cosas en la falta de realidad en nuestras oraciones. No debemos presentar temas que no son puestos en nuestros corazones por el Espíritu Santo. A menudo utiliza comunicaciones orales o escritas que envía a la asamblea, ya sea sobre la obra o los siervos, o sobre las necesidades individuales de los santos, etc., que siempre se pueden presentar al principio o durante la reunión, y que hacen que nuestras peticiones sean relevantes.
Es posible que una reunión de oración, bajo la guía del Espíritu Santo, pueda ser dedicada a una sola necesidad individual, como en el caso del apóstol Pedro (Hec. 12:5, 12), donde no fue solo un hermano, sino toda la asamblea la que hizo fervientes oraciones por él. Lo mismo se aplicará a la obra. Si, por ejemplo, Dios presenta a la asamblea las necesidades de la obra en China, no es necesario traer a colación todos los demás países donde la obra del Evangelio continúa. Esta forma de hacer las cosas es a menudo una prueba de la falta de realidad en nuestras peticiones. Rápidamente produce fatiga y cansancio, y el poder de Dios no desciende para responder a ella. Si dijéramos: Dios no necesita nuestras oraciones para realizar su obra, responderíamos: Sin duda, pero no olvidemos que él adhiere a nosotros, es decir, a la fe que nos ha dado, el resultado producido. Le gusta concederlo como consecuencia de las obras hechas para él, porque la oración forma parte de las «buenas obras».
Cuando hay realidad, el interés de la asamblea siempre está despierto; el corazón, los deseos, los afectos estarán en juego; la respuesta será dada, y toda la asamblea volverá a la reunión de oración, porque ha experimentado, no la fatiga de peticiones estériles, sino respuestas preciosas.
En segundo lugar, insisto en el hábito, muy común entre los santos reunidos, de orar en voz tan baja que nadie más que él mismo oiga sus oraciones. ¿Es así como somos la boca de la asamblea? ¿Puede ella decir su amén a esta oración cuando no sabe lo que se ha dicho? ¿Cuántas veces esta exhortación ha sido presentada entre nosotros, pero, ¡ay! sin ningún resultado? ¿Es de extrañar que las almas que no son muy fuertes, pero que de cuyo estado nuestro amor debería tener en cuenta, se cansan y abandonan las reuniones de oración? Una tercera y muy grave falta, sobre la que no se puede dejar de insistir, aunque se haya hecho muchas veces, es la no participación de todos los hermanos en la oración.
No quiero decir en modo alguno que, en cada encuentro de oración, todos los hermanos deban orar, sino que ninguno, joven o anciano, puede quedar exento de ello. El único momento donde no se debe oír la voz de un hermano en una reunión de oración es cuando hay una falta de vida y de actividad espiritual, causada por la mundanalidad o por un estado de corazón no juzgado ante Dios, un pecado positivo. En este caso, que el hermano en cuestión guarde silencio, no guardarlo sería una hipocresía. Entonces el silencio al que este hermano se verá obligado a atarse se convertirá en un medio poderoso para juzgarse a sí mismo. Uno a menudo invoca la propia timidez para guardar silencio. ¡Razón equivocada! El Espíritu no es tímido y nos ayuda a superar esta debilidad. El Espíritu desata el corazón y la lengua. «Donde está el Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Cor. 3:17).
Estoy muy lejos, querido hermano, de haber agotado la lista de nuestras faltas; no he hablado de las interminables oraciones, de las vanas repeticiones, de los silencios angustiosos, que son frutos de la carne, de las exposiciones de doctrina en nuestras oraciones, dando la impresión de que tenemos algo que enseñar a Dios, oraciones donde parece que tenemos miedo de decir los nombres de aquellos cuyas necesidades presentamos. Todos estos temas han sido señalados por otros; pero ¿no deberíamos atribuir en parte la baja asistencia a las reuniones de oración a nuestros propios defectos, y humillarnos ante Dios para evitarlos de ahora en adelante? ¿Cómo no hablar para finalizar de las asambleas totalmente desprovistas de reuniones de oración? Me hace pensar en una figura de un hombre que finge respirar; «morirá asfixiado! Que el Señor dé a estas asambleas el juego libre de sus pulmones espirituales, sin los cuales una muerte rápida las amenaza.
Diciendo esto, no quiero olvidarme que las quejas no curan el mal. El verdadero remedio es despertarnos a la vida espiritual, y la manera de aplicar este remedio es a través de la oración misma: oración individual y oración en común; oración de fe y oración por el Espíritu. ¿No se nos dice: «Velad en oración»? (1 Pe. 4:7).
Su hermano
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 1911, página 326