Índice general
¿Por qué y cómo nos reunimos?
Éxodo 20:24 – Salmo 133:1-3
: Autor Philippe CALAME 1
: TemaLa iglesia local y las reuniones
(Fuente autorizada: creced.ch)
«En todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré» (Éx. 20:24).
«¡Mirad cuán bueno y cuán delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía!… porque allí envía Jehová bendición, y vida eterna» (Sal. 133:1-3).
En estos pasajes, la bendición está ligada a un lugar, lugar elegido por Dios; y allí es experimentada como buena y agradable por los hermanos que habitan juntos y en armonía. Este principio divino del lugar se encuentra en toda la Escritura. En Mateo 18:20 se promete la presencia del Señor a aquellos que están congregados en su nombre; en Juan 20:19 se hace efectiva en el lugar en que los discípulos están reunidos: «Vino Jesús, y puesto en medio…». ¡Qué gozo para los discípulos! ¿Qué podría haber que fuese más precioso que estar allí donde el Señor se encuentra, que rodearle ya, aquí en la tierra, a Él, el jefe de la Iglesia, nuestro Esposo?
El libro de los Hechos comienza por una escena muy conmovedora: el Señor Jesús está en medio de sus discípulos. Les habla de las cosas en relación con el reino de Dios. Les enseña, les recuerda la promesa del Padre, concerniente al Espíritu Santo que ellos recibirán pocos días más tarde en Jerusalén; los discípulos le hacen preguntas y así se realiza la comunión. Después de haberles revelado el poder con el que serían investidos (Lucas 24:49), les muestra la misión que tendrán en lo sucesivo (Hec. 1:8). Están todos reunidos alrededor de Jesús y juntos van a asistir a esta escena única: Cristo, levantado de la tierra ante sus ojos y recibido por una nube. Cualquier discípulo que hubiese estado ausente, habría sufrido una pérdida irreparable. Si nosotros descuidamos una reunión en la que Jesús esté presente, además de la pena que le causamos, perdemos una parte de bendición, la que no será jamás renovada. Podrían ser estímulos, consolaciones o la enseñanza acerca de algo que nos tortura y que fue considerado en esa reunión… y no estuvimos allí para recibirlo. ¡Qué pérdida! ¿No hubiera sido mejor ser de los discípulos presentes, para estar con él, para escucharle hablar? Ya no está sobre la tierra, pero nos promete su presencia cuando los suyos se congregan.
Solo la fe puede apropiarse de esta promesa: «Bienaventurados los que no vieron, y creyeron» (Juan 20:29). Si se anunciara que la semana próxima el Señor estará en nuestra ciudad, o en nuestra comunidad, ¿no nos prepararíamos todos cuidadosamente para el encuentro con aquel a quien llamamos Señor? ¿Si se dijera que la semana anterior el Señor estuvo entre nosotros… y no hubiésemos acudido a su encuentro? ¡Qué momentos inolvidables! ¡Cuánto entusiasmo hubo y cuántas respuestas dio a nuestras necesidades! ¿Cuál sería entonces nuestra reacción? Ahora bien, el caminar del cristiano no es por vista, sino por fe (2 Cor. 5:7), y por la fe el Señor estuvo realmente allí la última semana, y allí estará la próxima. ¿Podría ser que no gozáramos del Señor en las reuniones de la iglesia? Entonces nos faltaría fe en cuanto a su presencia.
En Hechos 1:9 el Señor acaba de dejar la tierra y los discípulos están solos en medio de un mundo cuya maldad han experimentado con horror. Tienen necesidad de reencontrarse para considerar los extraordinarios acontecimientos ocurridos acerca de su Señor y para orar juntos (Hec. 1:13-14). Perseveran con las mujeres en oración. ¡Cuántos motivos de acción de gracias y qué necesidad de manifestarlo! El mundo en el que nosotros vivimos es el mismo que aquel en el cual vivió nuestro Señor Jesucristo y del cual Satanás es siempre el jefe. El mundo actual es el mismo que, en el paroxismo de su odio, condenó a muerte al Santo y al Justo. No lo olvidemos, amados hermanos y hermanas, a fin de que semejante mundo no tenga ningún atractivo para nuestros corazones. Se volverá para nosotros una «tierra seca y árida donde no hay aguas», por lo que naturalmente, tendríamos sed: «Mi alma tiene sed de ti» (Sal. 63:1). Esta ardiente necesidad se hará sentir para el alma regenerada, deseosa de estar más cerca de su Salvador, allí donde su presencia es prometida. «Anhela mi alma y aun ardientemente desea los atrios de Jehová» (Sal. 84:2). «Tu nombre y tu memoria son el deseo de nuestra alma» (Is. 26:8). ¿Nos regocijamos con el solo pensamiento de estar juntos alrededor de Cristo?
De nuevo los creyentes «estaban todos unánimes juntos» el día de Pentecostés (Hec. 2:1) y recibieron el Espíritu Santo. Quedamos maravillados ante el poder con el cual obró entonces el Espíritu: «Y se añadieron aquel día como tres mil personas» (Hec. 2:41). Destaquemos lo que sigue, porque ahí nos parece encontrar la clave de nuestra extrema debilidad, a la vez que la razón de la fuerza que tenían los creyentes de esa época. «Y perseveraban en la doctrina de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones» (v. 42). La doctrina y la comunión nos sugieren la reunión de edificación, la que, por otra parte, puede tener la forma del estudio en común. En la reunión de adoración, el culto se asocia a la fracción del pan. La reunión de oración, completa y condiciona a la vez estos distintos encuentros dados por el Señor, sobre los cuales trataremos después.
1 - La reunión de estudio
Al respecto, se puede encontrar una ilustración en la escena en que Jesús está en el templo en medio de los doctores de la ley (Lucas 2:46-47); pero él está sentado, escucha, interroga, responde, mientras que para nosotros se trata de un coloquio de hermanos, entre hermanos y hermanas, donde se examinan las Escrituras y se busca aprender y entender. Cuando no hay nada que ofrecer, se puede aprender escuchando y preguntando. Tal reunión no es, propiamente hablando, de aquellas en las que se ejercen los dones. Se ofrece en común lo que el Señor nos ha comunicado en la lectura de la Palabra, por medio del Espíritu Santo, sobre todo si se ha meditado el tema con anterioridad. En estos coloquios se puede abordar puntos de doctrina, a veces descuidados en las reuniones de edificación. No se trata de recitar lo que hayamos leído en los estudios bíblicos, antes de la reunión, sino de ser dependientes del Espíritu Santo, para no dar sino lo que es susceptible de responder a las necesidades de la iglesia y, por tanto, de edificarla (1 Cor. 14:26).
2 - La reunión de edificación
Esta nos es descrita en 1 Corintios 14:23-35. Llama la atención desde el versículo 26, por esta expresión «cada uno de vosotros tiene». Esta reunión, no solamente concierne, pues, a un número restringido de hermanos que tuvieran particular capacidad de elocuencia, sino a «cada uno». Podríamos igualmente pensar que la edificación no se hace sino por medio de la explicación dada, a continuación de la lectura, sobre una sección de la Palabra; pero aquí, Pablo declara: «Cuando os reunís, cada uno de vosotros tiene salmo, tiene doctrina, tiene lengua, tiene revelación, tiene interpretación. Hágase todo para edificación». Los cánticos forman parte de la edificación. Los encontramos en Colosenses 3:16, donde vemos que contribuyen a la enseñanza y a la exhortación. Este versículo 26 de 1 Corintios 14 valoriza la espontaneidad y la simplicidad producidas por el Espíritu Santo. Un hermano puede orar, otro indicar un cántico, este, leer una porción de la Biblia y aquél contribuir mediante la interpretación de ese trozo. Pero, en la presencia del Señor, toda acción debe ser hecha bajo la dependencia del Espíritu Santo, no dando lugar a la precipitación y a la suficiencia. Por cierto, esta reunión es oportuna para que los dones constatados se ejerzan. «Asimismo, los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen. Y si algo le fuere revelado a otro que estuviere sentado, calle el primero» (lo que supone que aquel que habla está de pie; leer también Lucas 4:16, 20). «Porque podéis profetizar todos uno por uno, para que todos aprendan, y todos sean exhortados» (1 Cor. 14:29-31). Estamos invitados a «anhelar dones espirituales, procurando abundar en ellos para edificación de la iglesia» (v. 12).
Estos dones descritos en Efesios 4:12 son dados «a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo». En consecuencia, si descuidamos tales reuniones, no podríamos llegar al estado de hombres perfectos. Aun leyendo la Biblia en casa, nuestros progresos serían limitados. Tenemos necesidad de los dones del Espíritu, porque «todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir edificándose en amor» (Efe. 4:16). “Estos dones constituyen la provisión de Cristo para la edificación de sus santos y para el llamado de las almas; y la verdadera sabiduría de los santos consiste en discernir los dones allí donde Cristo los ha puesto y de reconocerlos en el lugar que ha asignado en su cuerpo, a cada uno de ellos. Reconocerlos de esta manera, es reconocer a Cristo; rehusar de hacerlo es, a la vez, engañarnos a nosotros mismos y deshonrar al Señor” (W.T.).
Podríamos pensar que escuchar una meditación en casa –ya que en nuestra época es posible grabarla– es tan provechoso como oírla en la reunión de la iglesia. Esto sería olvidar que cuando la iglesia está reunida, el Señor está allí. Su presencia ¿no es el bien supremo? Ella produce en el alma un efecto bendito e irreemplazable. «En todo lugar donde yo hiciere que esté la memoria de mi nombre, vendré a ti y te bendeciré» (Éx. 20:24).
Recordemos igualmente que no nos reunimos solamente a invitación del Señor, lo que nos dejaría elegir libremente si aceptamos o no, o bien nos autorizaría a rehusar por un motivo secundario. No, nosotros respondemos a una convocación del Señor. Si la invitación nos coloca en una relación de amor, la convocación introduce la noción de autoridad, a la cual debemos someternos. Cuando recibimos una convocación, son necesarias razones serias para no aceptarla. Los hijos de Israel estaban convidados a las santas convocaciones (Lev. 23:2-4, 7-8, 21, 35, 37). El Señor también había convocado a los suyos para después de la resurrección. «Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado» (Mat. 28:16).
Estos propósitos no conciernen, evidentemente, a todos aquellos cuyas circunstancias no les permiten ir a las reuniones y cuyo corazón «ardientemente desea los atrios de Jehová» (Sal. 84:2). Para ellos una bendición particular les es dirigida: Yo «les seré por un pequeño santuario» (Ez. 11:16).
Consideremos ahora 1 Corintios 14:32: «Y los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas». Podría ocurrir que un hermano, consciente de tener un don reconocido por la iglesia, lo ejerciera más allá de su medida y así impidiera el ejercicio de otros dones. Esto sería olvidar que «hay diversidad de dones» (1 Cor. 12:4) y que uno solo no puede dar el alimento completo del cual tiene necesidad el cuerpo de Cristo. El discernimiento y la sabiduría de lo alto son necesarios, a fin de que todo se haga «para edificación… decentemente y con orden» (1 Cor. 14:26, 40).
No se viene a la reunión de edificación para almacenar conocimientos en su espíritu, sino para conocer mejor al Padre y al Hijo y discernir mejor lo que se espera de nosotros. Este propósito es logrado si, después de la reunión, sentimos un vivo deseo de sondear las Escrituras, de conformar nuestras vidas al divino modelo, de compartir nuestra felicidad con nuestros hermanos y de hacerla conocer a aquellos que perecen.
¿Podríamos estar decepcionados por el mensaje recibido? ¿Se ha orado bastante, antes de la reunión, para que todo se haga para edificación y se ha orado lo suficiente, durante la reunión, a favor de los hermanos empleados por Dios para esta edificación? Queridas hermanas, vuestras oraciones son importantísimas, indispensables. Si los hermanos ejercen un servicio público para el culto y la oración, si deben ser la boca de la iglesia para la edificación y deben hablar «como los oráculos de Dios» (1 Pe. 4:11; V.M.), tienen necesidad de vuestras oraciones y de las de todos los santos. No basta asistir a una reunión de la asamblea, sino que se participa en ella, aun las hermanas que son invitadas al silencio (1 Cor. 14:34-35). Si esto fuera mejor vivido, nuestras reuniones serían más felices, y sobre todo, no habría murmuraciones, porque estaríamos unidos, realizando que somos un solo cuerpo, confiando en el Señor que permanece y es el Jefe, aun en tiempos de extrema debilidad.
Oremos para que los dones se ejerzan libremente, con sujeción al poder del Espíritu Santo; recibámosles sin discriminación y en particular el de profecía, que habla a la conciencia, poniendo a veces el dedo sobre situaciones que habríamos preferido dejar en la sombra, pudiendo provocar en nosotros reacciones de impaciencia y de rebeldía. «No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno» (1 Tes. 5:19-21).
El don de profecía es fundamental; el apóstol Pablo insiste particularmente en 1 Corintios 14:1, 3: «Procurad los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis… Pero el que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación».
3 - La reunión de culto y la fracción del pan
Es el momento en que la adoración asciende hacia Dios. La iglesia se prosterna delante de Dios por lo que él es en sí mismo y por lo que ha hecho por su Iglesia. Esta se acuerda de Cristo y de su obra, y entonces bendice. Dios, que busca adoradores, no espera de nosotros sacrificios de animales, sino una ofrenda espiritual presentada «en espíritu y en verdad» (Juan 4:23). El Espíritu Santo es la persona cuyo poder produce en nosotros «sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Pe. 2:5). El objeto del culto es Cristo. Si él no llena nuestras vidas, si no le conocemos íntimamente, estaremos impedidos de hablar de él al Padre.
3.1 - ¿Cómo ofrecer culto? Preparación para el culto
El Antiguo Testamento, y en particular la lectura del Levítico, nos hace descubrir el pensamiento de Dios sobre la adoración. El ejemplo tan citado de Deuteronomio 26 es igualmente muy instructivo. En primer lugar, era necesario entrar en el país, poseerlo y habitarlo: no solo formar parte del pueblo, o sea, tener la nueva vida, sino también realizar nuestra posición en Cristo (Efe. 2:6; Col. 3:1-3). Esta posición consiste en estar sentado en los lugares celestiales con Cristo Jesús; debemos buscar continuamente las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, poner la mira en las cosas de arriba. En seguida, era preciso tomar de las primicias de todos los frutos de la tierra dada por Jehová y ponerlos en una canasta (véase Deut. 26:2). Es un trabajo de preparación para el culto que pide vigilancia, a fin de conocer el momento preciso de su madurez, y esfuerzo y tiempo para buscarlos y recogerlos con cuidado, de modo de no malograrlos al recogerlos o al ponerlos en la canasta. Un culto se prepara mediante el cuidado de todos los detalles de nuestra vida.
¿Cómo nos preparamos para el culto? ¿Por medio de una vida de comunión con Cristo, enteramente consagrada cada día, ejerciendo un constante juicio de nosotros mismos, o solamente con una oración, hecha justo antes de la reunión, para confesar los defectos y faltas de la semana?
María ungió los pies de Jesús, con perfume de nardo puro de mucho precio. A Judas, que la criticaba, le dijo el Señor, tomando su defensa: «Déjala; para el día de mi sepultura ha guardado esto» (Juan 12:3-8). María amaba a Jesús y había aprendido a conocerle al oír su palabra en las circunstancias difíciles por las que atravesaba (Lucas 10:39; Juan 11:32). María había apartado para él ese perfume de gran precio. Y ahora, discerniendo que era el momento favorable, se lo ofrece a Jesús. Preciosa imagen de un corazón prevenido para adorar en el momento oportuno y como conviene.
En Levítico 23 son descriptos las fiestas solemnes de Jehová, que eran fechas fijas para que el pueblo se acercara a Dios. Un pensamiento se relaciona con esta preparación. En el versículo 14, leemos: «Estatuto perpetuo es por vuestras edades en dondequiera que habitéis». De generación en generación, en cada casa se debía pensar en estas convocaciones, a fin de prepararse para ellas. En nuestros hogares nos preparamos para el culto. Toda la familia se encuentra allí unida para la oración, para cantar cánticos y para la lectura de la Palabra de Dios; descubre así, día tras día, las maravillas del país en el cual Cristo es todo. Por eso se regocija y adora.
Los hijos de Coré, autores del Salmo 45, habían preparado algo para Jehová: «Rebosa mi corazón palabra buena; dirijo al rey mi canto; mi lengua es pluma de escribiente muy ligero» (Sal. 45:1). Nosotros, cuando juntamos con todo lo que hemos recogido o compuesto, vamos «al lugar que Jehová nuestro Dios ha escogido para hacer habitar allí su nombre» (Deut. 26:2). Allí, en la presencia del Señor y en el orden que él dispone, adoramos. «Alegraos, oh justos, en Jehová; en los rectos es hermosa la alabanza. ¡Dad gracias a Jehová con el arpa; con salterio de diez cuerdas tañedle a él! Cantadle cántico nuevo; hacedlo bien, tañendo con júbilo» (Sal. 33:1-3, véase VM). Nuestra alabanza ¿no se hace más que sobre una sola cuerda, en la tristeza y la indiferencia, entrañando un sonido monótono, sin sabor para Dios, o al contrario, mejor que la alabanza de Israel es la armonía que de nuestros corazones se eleva hacia Él como un concierto?
“El culto puede tener lugar sin la celebración de la cena” (La Iglesia o Asamblea de Dios, A.G., página 62), pero la cena del Señor no puede conmemorarse sin adoración, como lo dice un cántico:
La copa y este pan,
Que tu mano nos brinda,
De gracia pura y digna,
Es prenda cierta y fiel.
En su silente lenguaje
Dicen, en sus edades,
Al salvo por la cruz
Tu amor, oh Jesús.
No encontramos instrucciones particulares acerca del desarrollo del culto, salvo que debe ser celebrado «en espíritu y en verdad». Nuestros corazones podrían a veces, quizás sin darse cuenta, dejarse llevar en el curso de la celebración por ritos o costumbres alejadas de la dirección del Espíritu Santo. La distribución de la cena no es señal del fin de un culto, sino que se sitúa en un momento de intensa adoración que debería impulsar a nuestros corazones a hacer subir hacia Dios una alabanza todavía más viva.
3.2 - Obstáculos para la presentación del culto
Podría haber obstáculos para presentar el culto. Dios espera la alabanza de nuestro corazón. ¿No debería dirigirnos, a veces, el reproche hecho a Israel: «Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí» (Is. 29:13)?
• El pecado. Si no hemos confesado los pecados cometidos en el curso de nuestra marcha cristiana, si somos «inmundos», no podremos adorar (Núm. 9:10-11). Probémonos a nosotros mismos delante de Dios, a fin de poder adorar (1 Cor. 11:28).
• La propia voluntad. Si pecamos como lo hicieron Nadab y Abiú al ofrecer fuego extraño (Lev. 10:1), esto no sería una adoración «en verdad», es decir, con entera dependencia a la Palabra y con obediencia absoluta a Aquel que es la verdad (Juan 4:24; 17:17).
Las tradiciones o las costumbres podrían obstaculizar la acción del Espíritu Santo; la alabanza entonces sufriría perjuicio.
• La mundanalidad. Si somos cristianos mundanos, carnales, no podremos «adorar a Dios en espíritu» (Fil. 3:3; V.M.).
• La preocupación. Si estamos cargados, fatigados, cansados del camino, no nos miremos a nosotros mismos, a las débiles fuerzas que nos quedan; depositemos nuestras cargas en Aquel que quiere llevarlas y no pensemos sino en él.
Si, al contrario, estamos llenos de nosotros mismos, un poco como los discípulos que disputaban entre ellos sobre quién de ellos sería el mayor (Lucas 22:24) y pensando en nuestra propia capacidad, la persona del Señor, entonces, estará velada.
Si estamos ocupados más allá de la medida en que lo requiere el servicio que hemos recibido del Señor, si nos agitamos sin cesar para cumplirlo, olvidando al que nos lo ha confiado, no podremos tomar tiempo para sentarnos a sus pies, derramar un perfume de gran precio para él. No seamos preocupados con muchos quehaceres (Lucas 10:40-42).
• Los conflictos entre hermanos. Si la comunión entre hermanos y hermanas no se realiza –si hay querellas, si en la iglesia los hermanos no se aman, se critican, si hay amargura– nuestros pensamientos no estarán plenamente ocupados del Señor Jesús; el Espíritu Santo estará contristado y nosotros no podremos adorar como conviene (Efe. 4:30-32).
• La indiferencia. Podría ser que delante de los símbolos de la muerte de nuestro Señor Jesucristo, permanezcamos indiferentes. «Yo os he amado, dice Jehová; y dijisteis: ¿En qué nos amaste?» (Mal. 1:2). «¿No os conmueve a cuantos pasáis por el camino? Mirad, y ved si hay dolor como mi dolor que me ha venido» (Lam. 1:12). Para el israelita que no estaba de viaje y era limpio, es decir que no había pecado, y aun así se abstenía de celebrar la Pascua sin motivo válido, la Palabra declara: «La tal persona será cortada de entre su pueblo; por cuanto no ofreció a su tiempo la ofrenda de Jehová, el tal hombre llevará su pecado» (Núm. 9:13). La indiferencia era un pecado, una ofensa para el Señor. Es cierto que nosotros ya no estamos bajo la ley, pero ¿no sería igualmente grave que privásemos a nuestro Padre de la alabanza que él espera de aquellos a quienes ha buscado para que sean sus adoradores?
Numerosos obstáculos impiden nuestra adoración. Humillémonos ante tal estado de cosas y podremos, con corazón unánime, celebrar a nuestro Dios, nuestro Padre.
4 - La reunión de oración
La iglesia reunida se dirige a Dios para darle gracias y para manifestar sus necesidades, mediante las oraciones, las súplicas y la intercesión. Consideremos algunos caracteres al respecto.
4.1 - Un común acuerdo
El hermano que ora es la voz de la iglesia. Expresa, de hecho, las necesidades de la iglesia. Esto necesita un acuerdo. El ser escuchado está bajo dependencia: «Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos» (Mat. 18:19).
Los creyentes, al principio del libro de los Hechos, eran «de un corazón y un alma» (Hec. 4:32), «perseveraban unánimes en oración» (Hec. 1:14; 2:46; 4:24).
¿Realizamos este acuerdo en nuestras reuniones de oración? Podría ser que hubiera cuestiones respecto de las cuales no tenemos el mismo sentimiento.
Oremos para que el Señor nos revele su pensamiento, pero no provoquemos a nuestros hermanos orando en la iglesia por un motivo acerca del cual sabemos con certeza que hay desacuerdo; ellos se verían impedidos de decir el amén, por lo que esta oración no podría ser escuchada. Ciertas necesidades que nosotros sentimos muy en lo íntimo, no deben ser expresadas en voz alta en las reuniones de oración. Son tema de oración particular.
4.2 - Perseverancia, insistencia
Los primeros cristianos perseveraban en oración (Hec. 1:14; 2:42). Por desgracia, nuestras reuniones de oración son frecuentemente dejadas de lado; sin embargo, a ellas está conectada la promesa del Señor: «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). ¿Acaso el Señor ha prometido su presencia solamente en las reuniones dominicales? ¿O es que abandonamos las reuniones de oración por carecer de motivos de gratitud y no tener nada que pedir? ¿Estaría nuestro corazón a tal punto inmerso en la tibieza? (Apoc. 3:15-17).
En Filipos tenían la costumbre de orar a la orilla del río: «Salimos fuera de la puerta, junto al río, donde solía hacerse la oración» (Hec. 16:13).
Si hay malas costumbres y tradiciones que pueden instalarse entre nosotros, hay también buenas costumbres, como la asiduidad a las reuniones de oración. Una iglesia con buena salud espiritual se caracteriza por la asistencia del más grande número de hermanos y hermanas a estas reuniones. Se nos ha dicho esto frecuentemente, y muchas veces por escrito; no olvidemos que el secreto de la fuerza está en la oración.
4.3 - La precisión, la oportunidad
Otra característica parece brillar por su ausencia. Está escrito: «Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos» (Mat. 18:19). La necesidad está ahí, muy precisa, y no se trata de una oración general, vaga, larga, sino de un poder que ejerce la iglesia. Un ejemplo se encuentra en Hechos 12:5. Pedro estaba en prisión y «la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él».
4.4 - La fe, la confianza de la fe
«Y todo lo que pidiereis en oración, creyendo, lo recibiréis» (Mat. 21:22). «Porque clamaron a Dios en la guerra, y les fue favorable, porque esperaron en él» (1 Crón. 5:20).
Para poder orar, tenemos que tener conciencia de nuestras necesidades. Las discerniremos si seguimos una vida de intimidad con el Padre y con el Hijo. Las experimentaremos de tal manera que nuestras oraciones serán inmediatas, vivaces y cada hermano presentará un aspecto de estas necesidades. Todos perseveraremos de común acuerdo, poniendo toda nuestra confianza en el Señor. ¡Cuántas maravillas nos hará él contemplar y cuántos motivos tendremos para elevar nuestras acciones de gracias!
Nosotros vamos a estar toda la eternidad con el Señor. Por su gran amor, ya en la tierra nos convoca a preciosos encuentros con él, donde está la bendición de Dios. En la epístola a los Hebreos, Dios mismo nos habla con más fuerza a medida que vemos aproximarse el día. «Y considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre» (Hebr. 10:24-25).
¿Dónde está el tesoro de nuestro corazón? ¿Por qué y cómo nos reunimos?