Un hijo de Dios


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flag Temas: El Evangelio de la Salvación Jesucristo (el Hijo)


«De su propia voluntad él nos engendró con la palabra de verdad, para que seamos como primicias de sus criaturas» (Santiago 1:18).

«Pero por él sois vosotros en Cristo Jesús; el cual nos fue hecho sabiduría por parte de Dios, y justicia, y santificación, y redención» (1 Corintios 1:30).

1 - La felicidad de ser un hijo de Dios

Nuestra relación con Dios y con el Padre está completamente establecida, y es para siempre. Se deriva de la posición en la que nos ha colocado: somos sus hijos. Tenemos que actuar como hijos de Dios y Dios se ocupa de nosotros como sus hijos. Es evidente que aún no estamos glorificados, pero «esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso» (Fil. 3:20-21). «Amados, ahora somos hijos de Dios; y aún no ha sido manifestado lo que seremos. Pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro» (1 Juan 3:2-3). Esta esperanza mantiene nuestros corazones orientados a Cristo, donde Él está en la gloria. Fijar nuestra mirada en él allá arriba, con la esperanza de que pronto seamos como él, tiene como efecto de purificarnos ya ahora.

¿Cómo podemos tener una esperanza tan maravillosa como esta: ser semejantes a Cristo? Solo porque el Hijo de Dios, en su gracia, «por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros llegásemos a ser justicia de Dios en él» (2 Cor. 5:21). Allí, en la cruz, fue abandonado por Dios y tratado como si fuera el ser pecador que somos. Tan pronto como creamos realmente que no hay nada demasiado grande que él pueda hacer por nosotros, podemos esperar todo. No hay nada de lo que su amor pueda privarnos después de tal sacrificio de sí mismo.

J.N. Darby

En Jesús lo llamamos Padre;
Él nos llama sus queridos hijos;
Y de su gracia diaria
Sentimos los cuidados conmovedores.

De su amor, que nada altera,
Nunca nada nos privará;
Nada, ni en el cielo ni en la tierra,
De él nos separará.

(Traducción de un cántico, n° 137, 4, 5, en francés).

«La sangre os será por señal en las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros» (Éxodo 12:13).

2 - ¿Qué es un cristiano?

El cristiano no solo está protegido del juicio por la sangre del Cordero; también está liberado de este «presente siglo malo» (Gál. 1:4) por la muerte de Cristo; está asociado con él donde ahora está a la derecha de Dios. Él nos ha «bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3).

Por lo tanto, es un hombre celestial, y como tal, llamado a caminar en este mundo en todas las diversas relaciones y responsabilidades donde la buena mano de Dios lo ha colocado. No es un monje, ni un asceta, ni un soñador –que no es bueno ni para la tierra ni para el cielo. No es alguien que vive en un reino imaginario, nebuloso, abstracto; pero, en medio de las escenas y de las circunstancias de la tierra, su feliz privilegio es, por el contrario, reflejar, día a día, las gracias y las virtudes de un Cristo celestial. Por una gracia infinita, y sobre la sólida base de una completa redención, está unido a él por el poder del Espíritu Santo.

Así es el cristiano según la enseñanza del Nuevo Testamento. Su posición es completamente real, definitiva, positiva y práctica. Un niño puede entender esto, darse cuenta, mostrarlo. Un cristiano es alguien a quien se le han perdonado los pecados. Sabe que tiene vida eterna. El Espíritu Santo habita en él. Es aceptado en un Cristo resucitado y glorificado, y vinculado a él. Ha roto con el mundo, ha muerto al pecado y a la Ley. Encuentra su objeto, su alegría y su alimento espiritual en Cristo que lo amó y se entregó por él (Gál. 2:20), y cuya venida espera cada día de su vida. Este es el retrato de un cristiano según el Nuevo Testamento.

C.H. Mackintosh

Jesús es mi poderoso Salvador,
Solo en él mi alma está encantada.
Me dio la verdadera felicidad;
Quiero amarlo toda mi vida;
O ¡Jesús! ven, con tu amor
¡Ven a llenar mi corazón para siempre!

G. Guillod

(Traducción libre de un cántico).

3 - ¿Qué es un cristiano?

Agripa le dijo a Pablo: «¡Por poco me persuades a ser cristiano!» (Hechos 26:28).

El rey Agripa pensaba que convertirse en cristiano significaba adoptar el cristianismo como religión. La mayoría de la gente piensa lo mismo hoy en día, pero convertirse en cristiano significa mucho más.

En primer lugar y por encima de todo, un verdadero cristiano es un hijo de Dios a través del nuevo nacimiento: nace de Dios mismo. No es la adopción de un conjunto de verdades, sino una obra divina que crea un nuevo hombre.

En segundo lugar, un verdadero cristiano es alguien que ha recibido el perdón completo de sus pecados. En Cristo «tenemos la redención por medio de su sangre, el perdón de los pecados, según las riquezas de su gracia» (Efe. 1:7). «No hay, pues, ahora ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús» (Rom. 8:1).

En tercer lugar, el creyente está justificado. Es más que el perdón. Un hombre puede ser perdonado por un crimen, pero sigue siendo un criminal ante la ley y la sociedad. Pero Dios nos ha elegido en Cristo «para que seamos santos e irreprochables delante de él, en amor» (Efe. 1:4-5). Un día nos presentará «sin mancha ante él, con gran alegría» (Judas 24).

En cuarto lugar, un verdadero cristiano está sellado con el Espíritu Santo que habita en él y produce el fruto de Esprit; le hace capaz de hacer morir las obras de la carne.

En quinto lugar, cada cristiano es miembro de la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo, su esposa por la que se entregó a sí mismo.

En sexto lugar, un cristiano es un ciudadano del cielo. Debe comportarse de manera consecuente, esperando al Señor que viene del cielo y que «transformará nuestro cuerpo de humillación en la semejanza de su cuerpo glorioso» (Fil. 3:21).

En verdad, un cristiano es «bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo» (Efe. 1:3).

A.M. Behnam

4 - Del estado de esclavo al de hijo

Aunque salvados por la gracia, los gálatas retomaron la Ley como su regla de conducta. No es en absoluto sorprendente, por lo tanto, que Pablo, considerando los principios y las grandes consecuencias que esto implicaba, les hiciera reproches vehementes y súplicas apremiantes. ¿No se les proclamó Jesucristo con el mayor celo e incluso como crucificado ante sus ojos? ¿Iban a intercambiar la bendición y el gozo de conocer al Hijo de Dios que se había entregado por ellos por las duras exigencias de una ley que no daba, y no podía dar nada más? ¿Dejarían de mirar un poco los amargos sufrimientos que Cristo había experimentado en la cruz? ¿Fingirían ignorar que, en este mundo, aquellos que afirmaban mantener la Ley de la manera más estricta habían derramado todo su desprecio, insultos e injurias sobre el Hijo de Dios? ¿Serían insensibles a su llamado de tierna compasión expresado desde la cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34), y a su desgarrador grito de dolor y angustia: «¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?» (Sal. 22:1).

Nada, en verdad, puede ser más trágico que alejarse de Cristo. En ningún otro lugar hay un rayo de esperanza; es elegir la oscuridad en lugar de la luz, la muerte en lugar de la vida.

Los gálatas no habían llegado a ese punto –y Dios no permitirá que un creyente llegue a esta extremidad–, pero la más mínima distancia de corazón a propósito de Cristo es peligrosa. Así, cuando la Ley ocupaba tal lugar en sus ojos, fue el lugar de Cristo que ella ocupaba.

L.M. Grant

Jesús, con tu amor ven a llenar nuestra alma,
Y haz que noche y día arda con tu llama.
Precioso Redentor, ahora en el cielo,
Somete nuestro corazón a tu grato imperio;
Que solo por ti, Señor, late, suspire.

H. Guillaumet - E. Guers

(Traducción del cántico, n° 68,1, en francés).

«De manera que la ley ha sido nuestro conductor hacia Cristo, para que por la fe fuésemos justificados. Pero ahora que ha venido la fe, ya no estamos bajo el conductor; porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Gálatas 3:24-26).

El maestro, con todo lo que enseña, es solo un medio para alcanzar un fin. Por supuesto, debe hacer un esfuerzo dinámico y serio para poner a sus estudiantes en el camino recto; pero si ellos siempre permanecen sujetos a él, si siempre dependen de él para todo, habrá fracasado completamente en su misión. Su enseñanza debería hacerlos autónomos; ya no deberían necesitar su ayuda.

Este es el verdadero papel de la Ley: lleva a Cristo. Ella un maestro influyente para aquellos que la escuchan con honestidad, ya que les enseñará cuán profunda es su necesidad de Cristo. Ella conducirá al alma al sentimiento de ruina causada por el pecado, y por lo tanto a la necesidad de Alguien que sea capaz de purificar del pecado: el Señor Jesucristo. No que la Ley nos lleve literalmente a Cristo, pero, como esta traducción precisa deja claro, «hacia Cristo». De hecho, su culminación es Cristo: se aparta de sí misma para llevarnos a Cristo que, una vez revelado, se convierte en el objeto de la fe que justifica.

Ahora que Cristo ha venido, la fe ha venido –la fe es la energía independiente de todo excepto de Dios, conocida en Cristo. ¿Por qué entonces imponer restricciones legales a alguien que ha aprendido lo que es caminar por la fe individual en Dios? El maestro ya no es necesario.

Apreciamos un maestro lleno de bondad y fidelidad,
Estudiar su sabiduría es también nuestra sabiduría:
Pero cuando el momento de obtener el diploma llegó,
¿Seguiríamos necesitando todo el tiempo su servicio?

L.M. Grant

(Traducción libre de un cántico).

«El fin de la ley es Cristo para justicia, a todo el que cree» (Romanos 10:4).

«Cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a los que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió el Espíritu de su Hijo en nuestros corazones, clamando: ¡Abba, Padre!» (Gálatas 4:4-6).

Los creyentes del Antiguo Testamento son considerados aquí como niños pequeños, bajo la autoridad de tutores y administradores, hasta que completen su formación (véase Gál. 4:1-3).

El cumplimiento del tiempo es el momento que Dios ha fijado para que cambien su estatus. Ha enviado a su propio Hijo para realizar esta obra infinita, para que las almas pasen de la condición de niños en el aprendizaje a la libertad y dignidad de los hijos que se han convertido en adultos. Esto solo pudo hacerse a través del sufrimiento y de la muerte del Señor Jesús en la cruz. Fue allí donde redimió a los que de hecho eran como esclavos, sin diferir en nada de los siervos que los formaban. Porque los formadores estaban esclavizados a las limitaciones de la Ley de la que ahora estamos liberados por la gran obra de redención realizada por el Señor Jesús.

Por eso, la redención ha transformado al niño en «hijo». Ahora se le considera como habiendo alcanzado la madurez en virtud de la redención que es en Cristo Jesús. Ya no es un esclavo, sino hijo; ya no está sometido a las restricciones legales, sino que es llevado a una tierra de libertad, de dignidad y de confianza.

Esto no implica solo la sumisión, como la de un niño a la voluntad de su padre, sino el discernimiento de esa voluntad que es «buena, agradable y perfecta» (Rom. 12:2), y su plena aceptación en el corazón. Este es el verdadero carácter del cristianismo en contraste con el judaísmo. El creyente se introduce así en una esfera de comprensión adulta, y los bienes de su Padre le son confiados. ¡Qué precio tiene esta relación filial, y qué maravillosa es la gracia que la ha concedido!

L.M. Grant

5 - ¡Abba, Padre!

«Porque no habéis recibido espíritu de servidumbre para estar otra vez con temor; pero habéis recibido Espíritu de adopción, por el cual clamamos: Abba, Padre» (Romanos 8:15).

A principios de este año, volvamos a este nombre, que es realmente el comienzo de todo el lenguaje cristiano. «Abba» es el lenguaje del niño, y sin embargo hay un significado aquí que el creyente más avanzado aún no ha comprendido completamente. Es notable que este término haya quedado sin traducir en nuestro idioma. Se encuentra en nuestra Biblia tal como el Señor lo expresó cuando oró en el huerto de Getsemaní (Marcos 14:36) y que, en su temor y gran angustia (v. 34), «su sudor llegó a ser como grandes gotas de sangre que caían sobre la tierra» (Lucas 22:44). Esta palabra aramea, Abba, queda ahí para nosotros (véase Gál. 4:6); podemos oírla como de la boca del mismo Señor Jesús, cuando la pronunció dirigiéndose a su Padre.

Por una gracia inconcebible, hemos sido traídos a esta relación, y podemos pronunciar este nombre, Abba, cuando nos dirigimos a Dios en nuestras oraciones. El nombre expresa para nosotros el carácter de una relación. No es una relación en la que tengamos temor. No nos quedamos a distancia, sino que nos acercamos. Este nombre implica una santa intimidad unida a un profundo respeto. Habla de un amor atento que nos atrae y nos une indisolublemente a Aquel que lleva ese nombre, un amor que crea en nosotros una confianza y una sumisión cada vez mayores.

A través de los sufrimientos que muchos hijos de Dios sienten profundamente hoy en día, este nombre es extremadamente grato y bendito. En este espíritu podemos decir que «sabemos que todas las cosas cooperan juntas para el bien de los que aman a Dios» (Rom. 8:28). Entonces nos apoyaremos en él en el conocimiento de su perfecto amor y de su cuidado por nosotros; sea lo que sea que nos suceda, la sumisión a la voluntad de Dios y la confianza en su amor impregnarán nuestras vidas, hasta que «los sufrimientos del tiempo presente» den paso a «la gloria que debe sernos revelada» (Rom. 8:18), a nosotros que somos los hijos amados del Padre, los herederos de Dios (Rom. 8:17).

J.T. Mawson


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