La gracia restauradora de Dios


person Autor: Walter Thomas Prideaux WOLSTON 2

flag Tema: La certidumbre de la salvación

(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)


1 - Alejamiento del corazón (Jeremías 2; 3; 4)

En el capítulo 14 del libro de los Proverbios leemos: «De sus caminos será hastiado el necio de corazón» (o el que se aleja de Dios; V. JND francés; v. 14). En el Nuevo Testamento no encontramos la palabra alejamiento, pero sí el hecho o la acción. Supongo que para cada uno de nosotros no es necesario buscar muy lejos y descubrir esto en nuestra propia historia.

Estos capítulos de Jeremías traducen la tristeza del Señor cuando su pueblo no está cerca de él. Esta es siempre una gran realidad. ¡Nada puede satisfacer más el corazón de Jesús que tenernos cerca de él! ¡Y nada puede satisfacer el nuestro sino estar cerca del suyo!

¡Cuánta sabiduría hay en Dios cuando dice: «Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida»! (Prov. 4:23). «Cual es su pensamiento en su corazón, tal es él» (23:7). No se trata de lo que hago o de lo que digo sino de lo que soy realmente, y de eso mis afectos están ocupados. Creo que vivimos en un tiempo en el que la inteligencia va mucho más allá que los sentimientos. Ciertamente la causa secreta de la falta de poder espiritual, es el orgullo del corazón. Por eso Dios quiere la sinceridad de nuestros afectos.

Ahora consideremos estos tres capítulos de Jeremías tan interesantes. Confirman que en otro tiempo Dios tenía un pueblo al que amaba con un amor ­profundo; amor que él le demostraba continuamente (Deut. 7:7-8). También muestran de qué manera suave y hábil Dios procura ganar a su pueblo para atraerlo nuevamente hacia él después de que este se hubiese extraviado. ¡Cuán profundo es el afecto de Dios por su pueblo! Vemos también en este pueblo la imagen de lo que son nuestros propios corazones y la única manera de volver cuando nos hemos alejado de Dios.

La forma con la que Dios se ocupa de alguien que se aleja, seguramente no es la nuestra. Los caminos de Dios son hermosos y perfectos. En los días del rey Josías hubo, exteriormente, un gran despertar (2 Crón. 34 y 35). Pero Dios miraba a lo profundo y veía que era superficial. «La rebelde Judá no se volvió a mí de todo corazón, sino fingidamente, dice Jehová» (Jer. 3:10). Ese despertar no fue un despertar sincero. He aquí por qué Jeremías es elegido para traerles esta palabra.

«Vino a mí palabra de Jehová, diciendo: Anda y clama a los oídos de Jerusalén, diciendo: Así dice Jehová: Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en tierra no sembrada. Santo era Israel a Jehová, primicias de sus nuevos frutos. Todos los que le devoraban eran culpables; mal venía sobre ellos, dice Jehová» (Jer. 2:1-3). Habían pasado ochocientos cincuenta años desde que ese pueblo, por obediencia a Dios, había dado la espalda a Egipto y a sus ollas de carne, y había salido hacia Dios. Entonces era un pueblo separado para Dios, «santo… a Jehová», nos dice el versículo 3.

Nos gusta ver el afecto, la energía y el fervor que caracterizan a un recién convertido. Veamos, usted que es cristiano desde hace mucho tiempo, ¿piensa que su corazón tiene el mismo frescor como en los primeros días después de su conversión? ¡Oh, dirá usted, ahora sé mucho más! La cuestión no es esta. ¿Ama a Jesús sencillamente, encuentra en él sus delicias, posee la santidad práctica, tiene el deseo de ser solamente lo que él quiere, como al día siguiente de su conversión? Usted puede haber olvidado ese primer impulso de amor, Dios no. Él dice: «No olvidé tu primer amor». «Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí». ¿Dónde? En un desierto. Cuando los hijos de Israel atravesaron el mar Rojo, se encontraron en un desierto. ¿Qué había en el desierto? Dos cosas solamente: Dios y el suelo árido; nada más. No había pasto, no había agua ni nada para comer.

Este capítulo 2 de Jeremías se asemeja mucho al segundo capítulo de Apocalipsis en el cual el Señor dice a la iglesia en Éfeso: «Pero tengo contra ti, que has dejado tu primer amor» (Apoc. 2:4). No le dice «perdido», sino «dejado» tu primer amor. Es como si Jesús nos dijera: Algo se introdujo entre tú y yo, y todo tu afecto e interés por mí han desaparecido. Ahora puedes pasarte sin mí, pero hubo un tiempo cuando esto no era posible. ¿Cuál es el estado de nuestras almas respecto a Cristo? Pues bien, si la conciencia acusa de alguna decadencia y el corazón es consciente, es extremadamente importante escuchar esa voz.

El gran pecado de Israel era de no tener conciencia de su ruina y de su decadencia. Años atrás, Dios ya había hablado por otro profeta, Oseas, diciendo: «Efraín se ha mezclado con los demás pueblos; Efraín fue torta no volteada. Devoraron extraños su fuerza, y él no lo supo; y aun canas le han cubierto, y él no lo supo» (Oseas 7:8-9). Cuando un hombre ve cabellos grises sobre su cabeza, tiene conciencia de la acumulación de los años. Israel, es decir las diez tribus (llamadas Efraín en los profetas), ya sufría de un grave declive, pero no se daba cuenta.

Tengamos cuidado del alejamiento. El primer paso hacia esa dirección es la atención prestada a un objeto que interrumpe el disfrute del amor de Cristo. Nuestro corazón pierde la apreciación que tenía de su amor y de su gracia. Nos olvidamos de él, pero él no nos olvida. Pablo nos presenta el mismo pensamiento cuando dice: «Porque estoy celoso por vosotros, con celos de Dios; pues os he prometido a un solo esposo, para presentaros como virgen pura a Cristo. Pero temo que de algún modo, como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros pensamientos sean corrompidos y se aparten de la sencillez hacia Cristo» (2 Cor. 11:2-3). El amado apóstol teme que algo se introduzca entre el Señor y los suyos que haga a Cristo menos precioso para sus corazones. A los tesalonicenses les escribe: «Ahora vivimos, si vosotros estáis firmes en el Señor» (1 Tes. 3:8). Es como si dijese: “Si se desvían, moriré de pena”.

Estas líneas ¿están bajo los ojos de alguien que se está apartando? Que comience por reconocer: Me he alejado del Señor. Pues si nosotros no siempre lo sabemos, el Señor lo sabe y quiere atraernos. ¿Hace reproches? No. Es posible que deba reprender y castigar. Pero su Palabra restaura. Me acuerdo de tu dedicación, dice el Señor; puedes haberlo olvidado, pero me era agradable, y jamás olvidé la hora en la que viniste a mí, cuando yo era todo para ti. El Señor hablaba así y hoy ¡quizás dirige las mismas palabras a usted o a mí! ¡Él «es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos»! (Hebr. 13:8).

Cuando Israel salió de Egipto, era plenamente consciente de los cuidados y de la protección de Dios. «Así dijo Jehová: ¿Qué maldad hallaron en mí vuestros padres, que se alejaron de mí, y se fueron tras la vanidad y se hicieron vanos? Y no dijeron: ¿Dónde está Jehová, que nos hizo subir de la tierra de Egipto, que nos condujo por el desierto, por una tierra desierta y despoblada, por tierra seca y de sombra de muerte, por una tierra por la cual no pasó varón, ni allí habitó hombre?» (Jer. 2:5-6). ¡Qué argumento conmovedor hace valer aquí Dios a su pueblo! ¿Había cambiado desde ese día? Ciertamente no, no hubo cambio de su parte. El pueblo había perdido Su presencia y esta pérdida los dejaba insensibles. «Y no dijeron: ¿Dónde está Jehová, que nos hizo subir de la tierra de Egipto…?». Olvidaron la gracia de la cual fueron los objetos.

Veamos ahora el reproche de Dios. «Y os introduje en tierra de abundancia, para que comieseis su fruto y su bien; pero entrasteis y contaminasteis mi tierra, e hicisteis abominable mi heredad» (v. 7). Los había hecho salir de Egipto, e introducido en Canaán. Pero perdieron todo contacto con él, y cayeron en una idolatría grosera. «Los sacerdotes no dijeron: ¿Dónde está Jehová? y los que tenían la ley no me conocieron; y los pastores se rebelaron contra mí, y los profetas profetizaron en nombre de Baal, y anduvieron tras lo que no aprovecha» (v. 8). Tal era la deplorable condición de Israel. Sacerdotes, pastores, profetas y pueblo, todos ellos habían olvidado a Dios. ¡Es un triste cuadro de un alejamiento completo del corazón! Desgraciadamente, hoy muchos creyentes podrán reconocerse ahí.

«Por tanto, contenderé aún con vosotros, dijo Jehová, y con los hijos de vuestros hijos pleitearé. Porque pasad a las costas de Quitim y mirad; y enviad a Cedar, y considerad cuidadosamente, y ved si se ha hecho cosa semejante a esta. ¿Acaso alguna nación ha cambiado sus dioses, aunque ellos no son dioses? Sin embargo, mi pueblo ha trocado su gloria por lo que no aprovecha. Espantaos, cielos, sobre esto, y horrorizaos; desolaos en gran manera, dijo Jehová. Porque dos males ha hecho mi pueblo: me dejaron a mí, fuente de agua viva, y cavaron para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua» (v. 9-13). Las naciones –los paganos– ¿hicieron alguna vez lo que hizo mi pueblo? pregunta Dios. «Mi pueblo ha trocado su gloria por lo que no aprovecha». Usted encontrará a lo largo de toda la Escritura que lo importante es lo que aprovecha. Si hubo abandono de Dios, ¿le aprovechó?

Si los negocios del tiempo presente, los placeres, los deberes y hasta las preocupaciones legítimas a los cuales debemos hacer frente, nos disimula a Cristo, ¿nos aprovecharán? Interrogue su propio corazón. Usted dirá no, enérgicamente. «Él les dio lo que pidieron; mas envió mortandad sobre ellos» (Sal. 106:15). ¡Qué palabra sorprendente! ¿Desea poseer el mundo? Lo tendrá. Dios no exige jamás la devoción. Los dos discípulos yendo a Emaús debieron forzar al Señor para que entrara. ¡Cristo no impone jamás su compañía! Lo obligaron a entrar. «Entró, pues, para quedarse con ellos» (véase Lucas 24:13-32). Cierto, Cristo nos amó primero, pero espera ser amado recíprocamente.

Sepa lector que no hay alimento para el alma, ni paz, ni reposo lejos de Cristo. Usted puede haber hecho su camino en el mundo, haber obtenido todo lo que deseó, pero ¿a qué precio? ¿Cuál es su posición respecto al Señor, a su amor, a la comunión con él? ¿Es él su razón de vivir? Si perdió este sentimiento, su presencia sobre la tierra no tiene ningún provecho. ¿No es extraordinario que Dios llama a los cielos como testigos para contemplar a un pueblo que se alejó? (Jer. 2:12). «Me dejaron a mí, fuente de agua viva». ¡Qué hermoso título: «fuente de agua viva»! ¡Cuán maravilloso es estar en contacto con tal fuente! Dios se presenta a nosotros con todo el frescor de su gracia y la energía viviente de su amor. ¡Y nos alejamos para cavar «para sí cisternas, cisternas rotas que no retienen agua»! (v. 13).

¡Cisternas rotas! poco importa si son grandes o pequeñas. El hecho es que, si mi cisterna no es Cristo, es una cisterna rota. ¡Cuántos creyentes prueban a beber hoy en cisternas rotas! Una cisterna rota no puede retener el agua. Todo lo que no es Cristo no podrá apagar mi sed.

Este reproche es seguido por una pregunta conmovedora. «¿Es Israel siervo? ¿es esclavo? ¿Por qué ha venido a ser presa?» (v. 14). ¿Cómo puede suceder esto? «De Egipto llamé a mi hijo», dijo Dios mucho tiempo antes (Éx. 4:22-23; Oseas 11:1). Había sido esclavo, pero Dios lo liberó. «¿Por qué ha venido a ser presa?» Aquel que es libre y que siente el amor de Dios, ¿va a volver a la esclavitud?

Esa fue la condición de Israel, y como justa recompensa le tocó sufrir dolor y turbación. La causa, eran ellos mismos. ¡Que Dios nos guarde de tal alejamiento! Quienquiera que usted sea, le suplicamos que tome una posición por Cristo, y que nada se interponga entre él y usted.

Leamos el segundo capítulo de Jeremías con cuidado, como si se tratara de nosotros mismos, y notemos cómo Dios busca alcanzar tanto la conciencia como el corazón. «¿No te acarreó esto el haber dejado a Jehová tu Dios, cuando te conducía por el camino?» (Jer. 2:17). Todo lo que les sucedió era el fruto de su propia actividad. «No se engañen: Dios no puede ser burlado; porque todo lo que el hombre siembre, eso también cosechará. Porque el que siembra para su carne, de la carne cosechará corrupción; pero el que siembra para el Espíritu, del Espíritu cosechará vida eterna» (Gál. 6:7-8). No podemos echar un puñado de semilla y después obtener una cosecha diferente a la producida por esta semilla. Si sobrevienen el dolor y la prueba, preguntémonos si no es el fruto de alguna mala semilla que hemos sembrado estando alejado del Señor quizás años antes. Vuelto a él, tal vez me sorprenda de lo que estoy cosechando. Pero ¡no debo olvidar que soy yo mismo quien lo sembré!

«Ahora, pues, ¿qué tienes tú en el camino de Egipto, para que bebas agua del Nilo? ¿Y qué tienes tú en el camino de Asiria, para que bebas agua del Éufrates?» (Jer. 2:18). Después de ser liberado, ni Egipto, ni Asiria tuvieron algo que ver con Israel hasta que se alejó de Dios. Pero los corazones alejados de Dios aspiraron a malas asociaciones y recibieron su justa recompensa. Con toda certeza Dios debe decir: «Tu maldad te castigará, y tus rebeldías te condenarán; sabe, pues, y ve cuán malo y amargo es el haber dejado tú a Jehová tu Dios, y faltar mi temor en ti, dice el Señor, Jehová de los ejércitos» (v. 19). Aquí encontramos la primera mención de la palabra «rebeldía» que caracteriza el principio del libro de Jeremías (véase 3:6, 8, 11, 12, 14, 22). Pero deja la puerta abierta para el retorno, para que el corazón vuelva a Dios, pues el Señor desea tenernos bien cerca de él. ¿No aman nuestros corazones encontrarse cerca de él? Pero si estoy alejado del Señor, y su mano pesa sobre mí, ¿es él responsable? Por supuesto que no; ¡lo conozco demasiado bien para decirlo!

Si un corazón se ha alejado del Señor, esta palabra es cierta: «Faltó mi temor en ti» (2:19). Pienso que es el primer paso en el alejamiento; el sentimiento del temor del Señor se apaga progresivamente en el alma, y en ese momento comienza la decadencia. Pero para nada sirve que el que se aleja trate de restablecer las cosas del exterior. Una purificación exterior no conviene. El interior, el corazón, debe ser puesto en orden. «Aunque te laves con lejía, y amontones jabón sobre ti, la mancha de tu pecado permanecerá aún delante de mí, dijo Jehová el Señor» (v. 22). Luego muestra cómo el pueblo se parecía al «asna montés» (v. 24), y al ladrón que «se avergüenza… cuando es descubierto» (v. 26) porque cayó en una completa idolatría (v. 27). Dios conoce bien nuestros pobres corazones. Si estamos tan alejados del Señor y sobrevienen la pena y el dolor, ¿qué haremos? «En el tiempo de su calamidad dicen: Levántate, y líbranos» (v. 27). Pero el Señor tiene derecho de responder: «¿Y dónde están tus dioses que hiciste para ti? Levántense ellos, a ver si te podrán librar en el tiempo de tu aflicción» (v. 28). Que las cosas de las cuales se ocupaba lo liberen. ¡Evidentemente esto es imposible!

¡Qué pregunta conmovedora hace Dios aquí!: «¿He sido yo un desierto para Israel?» (v. 31). ¿Era estéril mi país? ¿Son estériles las cosas del cielo? ¡Qué sorprendente expresión emplea Dios hablando a su pueblo! Pero es así. Si el corazón pierde el sentimiento de la gracia, cesa de encontrar sus delicias en Cristo y el resultado inevitable es: «Nuestra alma tiene fastidio de este pan tan liviano» (Núm. 21:5).

Agrega: «¿Se olvida la virgen de su atavío, o la desposada de sus galas? Pero mi pueblo se ha olvidado de mí por innumerables días» (Jer. 2:32). ¿Qué cosas Dios hizo cada día? Había velado sobre su pueblo y cuidado de él. Bendito sea su nombre, ¡pensó continuamente en ellos! Nosotros lo hemos olvidado tal vez, pero él no nos olvida jamás. Estamos esculpidos en las palmas mismas de sus manos (véase Is. 49:16), y su única preocupación para con los que se alejaron es su restauración.

En el capítulo 3 de Jeremías, Dios toma otra imagen y compara el pecado de su pueblo con la prostitución. Aunque su pecado sea tan grave como eso, leemos: «Mas ¡vuélvete a mí! dice Jehová» (v. 1), porque su deseo de restaurar a Israel es muy grande. Después se comparan los hechos de Judá e Israel. Dios prefiere la realidad del estado de nuestro corazón antes que fingir y profesar una proximidad inexistente. Había rebelión y alejamiento manifiesto de parte de las diez tribus (Israel). Pero ¿qué hizo Judá? «No tuvo temor la rebelde Judá» (v. 8). «Judá no se volvió a mí de todo corazón, sino fingidamente, dice Jehová» (v. 10). Tenemos aquí una gran lección, queridos hermanos y hermanas. El Señor quiere solamente la realidad. En los días del rey Josías se había producido un despertar. Podríamos pensar que el pueblo se había vuelto verdaderamente a Dios, pero lo hizo simplemente bajo la influencia de Josías. ¡Fue hecho con falsedad! Que el Señor nos guarde de tener solo la apariencia de piedad, negando su eficacia (2 Tim. 3:5).

Admiremos la manera con que Dios trabaja para volver a traer las diez tribus infieles. «Y me dijo Jehová: Ha resultado justa la rebelde Israel en comparación con la desleal Judá. Ve y clama estas palabras hacia el norte, y di: Vuélvete, oh rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo, dice Jehová, no guardaré para siempre el enojo. Reconoce, pues, tu maldad…» (Jer. 3:11-13).

Tal vez usted se pregunte: ¿Cómo puedo volver? Es cierto que Dios habló a mi alma por medio de su Palabra: he bebido de cisternas rotas (véase 2:13). Pero ¿cómo tengo que volver? He aquí la respuesta: «Reconoce, pues, tu maldad». Hay solo un camino para volver, ¿cuál es? La confesión. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (1 Juan 1:9). ¡Cuán tierno es este llamamiento!: «Convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová, porque yo soy vuestro esposo» (Jer. 3:14). Por parte de Dios las relaciones no están cortadas. Note los alientos de los versículos 14 y 15: «Os tomaré… os introduciré… y os daré pastores…». Desde el versículo 16 al 20 se nos muestra cómo Dios terminará por ganar y restaurar a Israel como pueblo: las diez tribus y Judá. El versículo 21 revela el estado moral que precede a la restauración, es decir el «llanto de los ruegos». Luego viene otro llamamiento conmovedor: «Convertíos, hijos rebeldes, y sanaré vuestras rebeliones». ¿Quién puede resistir a este llamamiento? ¿Qué alma desdichada podrá decir: ¿Cómo puedo volver? ¿Qué camino seguir? Considere este versículo: «Convertíos, hijos rebeldes, y sanaré vuestras rebeliones». Note el efecto de este llamamiento: «He aquí nosotros venimos a ti, porque tú eres Jehová nuestro Dios» (v. 22). ¡Hemos decidido venir! Aquellos que obedecen a este llamamiento para volver, responden: «Venimos a ti, porque tú eres Jehová nuestro Dios». Si esta respuesta esperada no es dada, ¿sabe usted lo que sucederá? Las cosas irán de mal en peor. Si no prestamos atención a la palabra de reprensión, llegaremos al versículo 6 del capítulo 5: «Sus rebeliones se han multiplicado, se han aumentado sus deslealtades». ¡Cuán solemne es!

Y no es todo, porque el pecado no juzgado abre la puerta a un mal más grave aún. En Jeremías 8:5 Dios pregunta: «¿Por qué es este pueblo de Jerusalén rebelde con rebeldía perpetua? Abrazaron el engaño, y no han querido volverse». Si no escucho la palabra para volver, caeré en esta condición terrible de una rebeldía perpetua. «Mirad hermanos, no sea que haya en alguno de vosotros un corazón malo de incredulidad, que le haga abandonar al Dios vivo… para que ninguno de vosotros se endurezca por el engaño del pecado» (Hebr. 3:12-13).

Existe solamente una manera de ser sacado de ese terrible camino de decadencia: reconocer sinceramente nuestro propio estado y mirar simplemente a Dios para ser liberado. Podemos expresarnos así: «Aunque nuestras iniquidades testifican contra nosotros, oh Jehová, actúa por amor de tu nombre; porque nuestras rebeliones se han multiplicado, contra ti hemos pecado» (Jer. 14:7). No pienso que los que hablen así ya estén restaurados, sino que esta oración revela los ejercicios que llevan al camino de la restauración.

Ahora leamos el último capítulo de Oseas. Aquí Dios nos presenta con otras palabras la manera en que el alma vuelve a él. «Vuelve, oh Israel, a Jehová tu Dios; porque por tu pecado has caído» (v. 1). He aquí un nuevo llamamiento de Dios con su conmovedora invitación. Hasta le dicta lo que debe decirle: «Llevad con vosotros palabras de súplica, y volved a Jehová, y decidle: Quita toda iniquidad, y acepta el bien, y te ofreceremos la ofrenda de nuestros labios» (v. 2). Tal es la forma de hablar de alguien que vuelve teniendo el sentimiento de la gracia. «No nos librará el asirio; no montaremos en caballos, ni nunca más diremos a la obra de nuestras manos: Dioses nuestros; porque en ti el huérfano alcanzará misericordia» (v. 3). El sentimiento de la gracia y de la misericordia hace volver el alma a Dios. ¿Y cuál es ahora la respuesta de Dios? «Yo sanaré su rebelión, los amaré de pura gracia; porque mi ira se apartó de ellos» (v. 4). ¿Puede haber algo más bendito? ¿Qué podría animar más a un alma a volver al Señor? Es la victoria del amor sobre la falta de amor.

Luego siguen los efectos de la restauración. «Yo seré a Israel como rocío; él florecerá como lirio, y extenderá sus raíces como el Líbano. Se extenderán sus ramas, y será su gloria como la del olivo, y perfumará como el Líbano. Volverán y se sentarán bajo su sombra; serán vivificados como trigo, y florecerán como la vid; su olor será como de vino del Líbano. Efraín dirá: ¿Qué más tendré ya con los ídolos? Yo lo oiré, y miraré; yo seré a él como la haya verde; de mí será hallado tu fruto» (v. 5-8).

Hermano que se alejó, no suponga que, al abandonar al Señor, todo se terminó para usted y que no puede ser restaurado. No; si vuelve, días mejores han sido preparados para usted. El propósito de Dios es conducirnos a un estado práctico mejor del que hemos perdido al alejarnos. De esto resulta que gustamos mucho más la gracia, tenemos más confianza en el Señor y desconfiamos más de nosotros mismos. «Serán vivificados como trigo, y florecerán como la vid; su olor será como de vino del Líbano»: estas son imágenes maravillosas de la prosperidad y frescor de un alma restaurada. Cuando es restaurada, dice como Efraín: «¿Qué más tendré ya con los ídolos?» Y Dios responde: «Yo lo oiré, y miraré». Efraín agrega: «yo seré a él como abeto verde» (V.M.). El abeto es uno de los árboles más hermosos, verde todo el año. Es la figura de aquel que tiene el sentimiento continuo del favor de Dios, y del amor del Señor. Pero Dios precisa: «De mí será hallado tu fruto». En el versículo 8 tenemos un diálogo que expresa el arrepentimiento consciente de que la bendición proviene enteramente de Dios.

Oseas puede terminar su libro con estas palabras: «¿Quién es sabio para que entienda esto, y prudente para que lo sepa? Porque los caminos de Jehová son rectos, y los justos andarán por ellos; mas los rebeldes caerán en ellos» (v. 9).

Nos dé Dios a todos tomar en cuenta su Palabra y considerar que sus caminos son caminos de ternura, en especial para aquellos que se alejaron. Amigo, si tal es su caso, sea severo con usted mismo, pero recuerde que el corazón de Dios está lleno del amor más fiel y solo busca que seas restaurado para él.

Ven, de todo bien la fuente,
Ven, eterno Salvador,
Ven, ayúdame a cantarte
Dignos cantos de loor.

Tú, Señor, por mí moriste;
Quiero yo por ti vivir:
Sólo tú eres mi esperanza,
Sólo tú mi porvenir.

(Triste estaba y extraviado,
Cuando Cristo me buscó;
De la muerte por salvarme
Él su sangre derramó.

En su muerte de cariño
Vida, paz, perdón hallé;
Y por él la vida eterna
En el cielo gozaré.)

De tu gracia, ¡oh bien Amado!,
Cada día soy deudor;
Más y más a ti me atraes
Por los lazos de tu amor.

Ven, de todo bien la fuente,
Fuente de mi salvación:
Doy a ti mis alabanzas,
Doy a ti mi corazón.

2 - Apartándose del camino (Lucas 22:31-62)

No cabe duda de que ningún creyente que se aleja es feliz. Y el Señor quiere que seamos profundamente felices. Si usted no lo es, es porque no está en buen estado. Hay algo que no está bien, y cuanto antes lo solucione, mejor. Tal vez usted sabe de qué se trata, y es consciente del peligro que hay en persistir en un mal estado de alma. Si no se corrige, empeorará. Es, pues, muy importante que el que se alejó sepa cuál es el camino de la restauración.

No hay nadie que al oír hablar de alejamiento no diga: “¡Que Dios me guarde!” Sin embargo, es bastante fácil alejarse sin percatarse de ello. La decadencia en el corazón no es algo inmediato. Sansón era un hombre notable, en un sentido no hubo otro que se le asemeje en el Antiguo Testamento. Veamos su historia: Nazareo, separado para Dios, no había hazaña que no pudiese realizar. ¿Cuál era su secreto? Era sostenido por Dios, y mientras permaneciese separado, Dios lo guardaba y lo fortalecía. Pero luego sus afectos se desviaron de Dios; su corazón fue tomado por una mujer que terminó traicionándolo. ¿Cuál fue su primer paso en el descenso? Perdió su separación. Lo que el diablo desea ante todo es obligarnos a frecuentar el mundo. Desde el momento en que usted o yo dejamos de estar separados del mundo y de sus caminos, la decadencia comienza en nuestra alma. Es tan seguro como el ocaso del sol en el cielo al atardecer.

La mujer con la cual Sansón vivía intentó arrancarle el secreto de su fuerza. «Y aconteció que, presionándole ella cada día con sus palabras e importunándole, su alma fue reducida a mortal angustia. Le descubrió, pues, todo su corazón» (Jueces 16:16-17). Terminó por decirle que su fuerza estaba en relación con su cabellera. Era nazareo… «Y los principales de los filisteos vinieron a ella, trayendo en su mano el dinero. Y ella hizo que él se durmiese sobre sus rodillas, y llamó a un hombre, quien le rapó las siete guedejas de su cabeza; y ella comenzó a afligirlo, pues su fuerza se apartó de él. Y le dijo: ¡Sansón, los filisteos sobre ti! Y luego que despertó él de su sueño, se dijo: Esta vez saldré como las otras y me escaparé. Pero él no sabía que Dios ya se había apartado de él. Los filisteos le echaron mano, le sacaron los ojos y lo llevaron a Gaza; y lo ataron con cadenas para que moliese en la cárcel» (v. 18-21).

Con el corte de su cabellera lo primero que Sansón perdió fue su separación. Luego su fuerza. Y por último perdió su libertad. Esta vez fue realmente cautivo. ¿No había sido ya atado antes? Sí, y con cuerdas nuevas, pero fueron como un hilo (v. 11-12). Había perdido su separación, y ahora que su fuerza se había ido, perdía su libertad, para perder pronto su vista y finalmente la vida. Si usted pierde su separación, pronto perderá su fuerza, su libertad, su vista y su vida como testigo. Sansón es el triste ejemplo de un hombre que sufrió una caída vertical. Es la imagen moral de un cristiano que se comprometió con el mundo y fue despojado de todo lo relacionado con el servicio de Cristo. ¡Que Dios nos guarde, porque la historia de Sansón es de extrema solemnidad!

Pero vamos a Pedro. Es hermoso ver de qué manera ese discípulo fue restaurado. Este capítulo 22 de Lucas nos habla del instante en el que cayó externamente. En la historia de Pedro hay cuatro puntos destacados sobre los cuales quiero llamar la atención: su conversión, su consagración, su caída, su restauración. Este querido apóstol ocupaba un lugar notable. Tenía un gran corazón y mostraba una gran devoción. ¡Hasta caminó sobre las aguas! ¡Pero se hundió, diría usted! Lo sé, pero antes de hundirse caminó sobre las aguas. El afecto por Cristo lo hizo salir de la barca y andar sobre el mar; pero el afecto por Cristo no nos garantiza la seguridad si no fijamos continuamente los ojos en él. ¡Esto es de suma importancia!

En el capítulo primero del evangelio de Juan tenemos el relato de la conversión de Pedro, cuando encontró a Jesús por primera vez. El Señor cambió su nombre. «Jesús le miró, y dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; te llamarás Cefas (que se traduce por Pedro)» (Juan 1:42). Allí se convirtió, pero no se consagró a Cristo.

Nosotros también nos convertimos, y cada uno puede decir: soy creyente y sé que soy salvo. Pero ¿estamos comprometidos realmente a seguir a Cristo? Si no, nos parecemos mucho a Pedro cuando estaba entre el capítulo primero de Juan y el quinto de Lucas. En el pasaje de Lucas vemos al Señor buscando un lugar desde el cual pudiese hablar a la multitud, y para ello se subió a la barca de Pedro. El Señor fue el mejor predicador del mundo, y no habrá otro semejante a él, muy simple y práctico. «Y él tomando la palabra, les enseñaba» (Mat. 5:2). Se dirigía a la multitud que estaba en la orilla del lago y, por el hecho de que les hablaba desde la barca, todos podían verlo y oírlo.

En esta ocasión les presentó la hermosa parábola del sembrador y la semilla (véase Mat. 13:1-8 y Marcos 4:1-8). Ese día la verdad penetró en el corazón de Pedro. ¡Qué escena extraordinaria habrá sido! Vemos a Pedro sentado en su barca y escuchando toda esa maravillosa enseñanza. Pertenecía a Cristo, pero hasta ahora no lo había seguido. Entonces, al terminar de hablar, el Señor, que no quiere ser deudor de nadie, hace como si dijese a Pedro: voy a recompensarte por el préstamo de tu barca: «Boga mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Respondiendo Simón, le dijo: Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu palabra echaré la red» (Lucas 5:4-5). Sacaron tantos peces que la red se rompía y tuvieron que llamar a los vecinos para que les ayudasen. «Vinieron y llenaron ambas barcas, de tal manera que se iban hundiendo» (v. 7). En su vida Pedro no había hecho jamás tal pesca y cuando lo vio «cayó de rodillas ante Jesús, y dijo: Apártate de mí, Señor, ¡porque soy hombre pecador!» (v. 8).

¿Qué causó esta mención de su pecado? Tal como estaba, su alma recibió una revelación de la gloria de la persona de su Maestro: Dios y al mismo tiempo Hombre. Pienso que se llenó de confusión pensando en lo que había sido su camino personal desde su encuentro inicial con el Señor. Ese día Pedro aprendió su primera gran lección. La luz de Dios brilló en su alma. Y aunque diga: «Apártate de mí, Señor, ¡porque soy hombre pecador!», apenas alcanza la orilla, deja todo y sigue a Jesús. Entonces se consagra a él y comienza a seguirlo.

A veces sucede que las personas se vuelven al Señor cuando les ha ido mal en las cosas de la tierra. En tales circunstancias, alguien dirá fácilmente: Pienso que ahora me consagraré a él. Pero Pedro se hallaba en las condiciones más favorables cuando lo dejó todo para comenzar a seguir al Señor. Cristo llenaba su corazón, y la gloria de su persona eclipsaba todo aquí abajo. Dejó todo y siguió a Jesús. ¿Hubo un punto de inflexión similar en su vida o en la mía? No hay pregunta más importante que podamos hacernos.

Es interesante ver cómo Pedro ocupa un lugar de primer plano en los evangelios, precisamente a causa del afecto de su alma por el Señor, afecto unido a una energía que a menudo lo hacía errar debido a su confianza en sí mismo.

Sabemos hasta dónde lo llevó esta confianza en sí mismo. En el capítulo 22 de Lucas el Señor fue traicionado y sabía que iba a morir. Cuando reunió a sus discípulos en el aposento alto y les dio una expresión suprema de su amor en el partimiento del pan, les anunció que uno de ellos lo habría de entregar. Pedro no sabía quién sería, y le hizo señas a Juan para que le preguntara. Y Juan, recostado en el pecho del Señor le preguntó. Todos sabemos por experiencia que no hay nada mejor que mantenerse cerca de Cristo. No podemos estar en una intimidad demasiado grande con el Señor, y no hay nada que desee tanto como tenernos cerca de él. No había ninguna nube entre Jesús y Juan, y este hizo la pregunta: «Señor, ¿quién es?» (Juan 13:23-25).

Después de la cena, el Señor declaró: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando hayas vuelto a mí, fortalece a tus hermanos» (Lucas 22:31-32). Esto es muy llamativo. Es esencial para cada uno de nosotros acordarse de que el Enemigo nos persigue siempre.

La manera en que el Señor advierte a Pedro es llamativa. Dice: «Satanás os ha reclamado para zarandearos como el trigo». Nótelo bien, es trigo. Tal vez usted diga: Yo ya fui zarandeado. Y bien, algo es seguro: ¡si usted no fuese trigo, no hubiese sido zarandeado! Si usted fuese solo el cascabillo, el diablo lo dejaría tranquilo. No molesta jamás a sus propios sujetos, los deja en paz. Solo a los creyentes no cesa de atacarlos. El pecado en un pecador es malo, pero el pecado en un creyente lo es incomparablemente más, porque pecamos contra Cristo y la luz. Por eso el pecado es mucho más malo en mi vida, siendo creyente, que cuando era un pobre pecador perdido. Así, no desespere si Satanás lo zarandea. La confianza en sí mismo fue el secreto de la caída de Pedro, y es también la causa más frecuente de nuestras caídas. Entonces vale la pena que la confianza en nosotros mismos sea quebrantada. ¡Dios quiera que sea así!

Pero el Señor continúa: «Pero yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca». Deberíamos también orar así en favor de los siervos del Señor. Oren por los que están en la primera línea de batalla. El diablo está siempre listo para hacerlos tropezar. Antes que Pedro fuese tentado Jesús había orado. «Yo he rogado por ti». ¡Estas palabras nos procuran mucho alivio! La intercesión del Señor a favor de nosotros es de un precio inestimable y puede animar mucho nuestros corazones. No obstante, no dejemos de ser vigilantes y de orar.

En la oración que el Señor enseñó a sus discípulos, encontramos estas palabras: «Y no nos pongas a prueba» (Mat. 6:13). Deberíamos hacer a menudo este pedido. Cuando el Señor se encontraba en presencia de una dificultad, siempre oraba. Lo encontramos en oración en muchas ocasiones diferentes en el evangelio de Lucas. Así también en nuestro capítulo 22 (v. 41). La hora del dolor supremo llegó para él, y se le rechazaba como Mesías. Por lo cual declara: «Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (v. 53). Entonces era más que necesario aferrarse firmemente a Dios. Oraba por sí mismo, pero primero dice a su débil discípulo: «Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando hayas vuelto a mí, fortalece a tus hermanos» (v. 32). La fe puede desfallecer, y sin duda que cuando Pedro abrió los ojos y descubrió lo que había hecho, quedó sumido en gran desesperación. Pero el amor había orado por él, y fue protegido de remordimientos y del suicidio como Judas. Allá arriba el Señor siempre intercede por nosotros. Murió para purificarnos, y vive para conservarnos puros. No dice que no seremos tentados, sino: «Por tanto, el que piensa estar firme, mire que no caiga. No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea común a los hombres; pero fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados más allá de lo que podáis soportar; pero con la tentación también dará la salida, para que podáis soportarla» (1 Cor. 10:12-13).

A veces oímos: Si voy a tal lugar, ¿no seré protegido? Sé que no debo ir, pero si voy, ¿no me guardará Dios? Si usted ignora las advertencias de su conciencia y de la Palabra de Dios, seguramente que caerá. ¿No me guardará el Señor? No, en absoluto. ¿Piensa usted que Dios guardaría a alguien que está en un camino de desobediencia? Si Pedro había prestado oído a la palabra que el Señor le dijo, hubiese evitado su terrible caída.

Ahora escuchemos la respuesta de Pedro. ¡Hubiésemos querido encontrar a un Pedro tembloroso! Pero: «Señor», dijo, «estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte» (Lucas 22:33). ¡Qué respuesta! ¡Este hombre ya había caído! Su caída no fue cuando negó efectivamente al Señor. Es aquí donde ya cayó. Estaba ocupado por su propio afecto. Sin duda amaba al Señor, pero en vez de estar simplemente ocupado en Cristo y de apegarse a él pensando: Señor, si no me guardas caeré; él confiaba en sí mismo. El Señor le advirtió, y nos advierte por su medio. «Él contestó: Te digo, Pedro, que el gallo no cantará hoy sin que hayas negado tres veces que me conoces» (v. 34).

Sigamos al Señor al monte de los Olivos. Entramos en el huerto y allí, el Señor está entregado a la oración. Dijo a los discípulos: «Orad, para que no entréis en tentación» (v. 40) y más todavía: «Sentaos aquí, hasta que yo vaya allá y ore» (Mat. 26:36). Cuando volvió, los encontró durmiendo (v. 45). Cuando debían haber estado orando, dormían. ¿Oro yo mucho? ¿Oran ustedes mucho? La oración es el secreto de la victoria para el alma. «Velad y orad» (Marcos 14:38), dice también el Señor. Aquí en vez de orar, durmieron. Esto muestra la debilidad de la carne. ¡Qué corazones son los nuestros! Somos capaces de dormir en presencia de su gloria (véase Lucas 9:32), e igualmente somos capaces de dormir en presencia de sus sufrimientos. «El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil» (Marcos 14:38), es el comentario lleno de gracia que el Señor hizo.

Entonces vino la hora de la tentación para Pedro, cuando un gentío apareció dirigido por Judas. Los discípulos le dijeron: «Señor, ¿heriremos con la espada?» y sin esperar la respuesta, «uno de ellos hirió al siervo del sumo sacerdote, y le cortó la oreja derecha» (Lucas 22:49-50). Ese «uno de ellos» era Pedro, y este acto atrajo la atención sobre él. Cuando entró en la casa del sumo sacerdote, el pariente del hombre herido reconoció al hombre que había sacado la espada (Juan 18:10, 26). Es probable que Pedro se sintiera muy devoto y creyó hacer algo bueno. ¡Ah queridos hermanos, lo que necesitamos es recibir la palabra del Señor! Noten la respuesta de Jesús a la actuación de Pedro: «Soportad aún esto. Y tocándole la oreja, le curó» (Lucas 22:51).

Luego prendieron a Jesús y lo ataron (Juan 18:12). ¿Hemos notado cuál fue la última acción del Señor antes de ser atado? Curó la oreja. ¡Precioso Salvador! El último movimiento de su mano libre fue curar la oreja ensangrentada que su pobre discípulo había cortado. «Entonces lo arrestaron, se lo llevaron y lo introdujeron en la casa del sumo sacerdote, y Pedro lo seguía de lejos» (Lucas 22:54). ¡Pobre Pedro! Cuando tendría que haber desconfiado de sí mismo, confió en sí mismo; cuando tendría que haber orado, dormía; cuando tendría que haber permanecido tranquilo, usó una espada; cuando tendría que haber estado separado, estaba sentado cerca del fuego con gente del mundo; cuando tendría que haber estado cerca de Cristo, lo seguía de lejos. Consecuencia lógica: cuando habría tenido que dar testimonio de su Señor, lo negó. En efecto, ¡pobre Pedro! Pero ¡cuánto nos parecemos a él!

¿Dónde estaba Juan durante ese tiempo? Otro pasaje dice que entró con Jesús. Primero «todos los discípulos, dejándole, huyeron» (Mat. 26:56). Al Señor lo dejaron solo. Luego, Juan encontró el coraje necesario y volvió. Pedro siguió de lejos. ¿Seguimos al Señor de lejos? Si tal es el caso, no seremos protegidos. ¿Y qué de Juan? Nadie lo interpeló. No, estaba muy cerca de Cristo. Aquel que sigue de lejos solo, tropezará.

«Cuando encendieron un fuego en medio del patio y se sentaron juntos, Pedro se sentó en medio» (Lucas 22:55). Luego, negó a su Señor tres veces, tal como el Señor se lo había predicho. Y cuando lo hubo hecho las tres veces, «Volviéndose el Señor, miró a Pedro. Y recordó Pedro la palabra del Señor, que le había dicho: Antes de que cante el gallo, hoy me negarás tres veces. Y saliendo de allí, lloró amargamente» (v. 61-62). ¿Cómo el Señor vuelve a traer nuestros corazones hacia él? A veces con una mirada. Se dio vuelta, miró a Pedro. ¿Qué clase de mirada era esa? ¿Una mirada de enojo o de reproche? ¡No! creo que era una mirada del amor decepcionado, de un corazón roto. Era como decir: Dices que no me conoces, Pedro, pero yo te conozco y te amo. Nada cambió mi amor para contigo. Esta mirada quebró el corazón del pobre Pedro, y «saliendo de allí, lloró amargamente».

Sin duda que el momento más terrible en la vida de Pedro fue aquel en el que vio a su Señor crucificado. ¿Qué es lo que entonces podía sostener el corazón de este hombre? ¡La oración y la mirada de Cristo! Si no hubiese oído estas palabras: «Yo he rogado por ti», y visto esta mirada, tal vez hubiese seguido el camino de Judas. El remordimiento nos pone en manos de Satanás, pero el arrepentimiento conduce a estar realmente quebrantado delante de Dios. No habrá jamás restauración sin arrepentimiento. Pedro tenía el sentimiento del amor que el Señor tenía por él. Sabía que el Señor lo amaba. Judas no lo supo jamás. Si hubiese conocido el amor de Cristo, no se hubiese ahorcado.

Alguien podría decir: “Esto se parece mucho a mi vida y a mi historia. Hace algunos años, yo era un cristiano feliz, enérgico, pero por cierta razón me alejé del Señor, me he deslizado al mundo, perdí mi gozo y mi paz, y estoy agobiado porque mi camino fue una deshonra a Cristo”. Querido amigo, ve a llorar en secreto y llegará el momento en que sus lágrimas se secarán. Si usted tiene el sentimiento de haber sido amado, y de ser siempre amado por él, todo volverá a su lugar. La palabra que Dios dirigió a Israel: «Me he acordado de ti, de la fidelidad de tu juventud» (Jer. 2:2) es también suya. Ellos lo habían olvidado desde mucho tiempo, pero él jamás los había olvidado. ¿Hay un corazón que se alejó? Querido amigo, no quede así, vuelva al Señor. No pierda ni una hora más. Pedro tuvo que esperar tres días para ser restaurado, mientras que la palabra del Señor y su mirada obraban en su alma. Pedro se acordó de que Jesús había orado por él y que su última mirada expresaba una gracia tal que le quebró el corazón.

Pedro tuvo una restauración privada y otra pública. En Lucas 24:34 se hace mención de su restauración privada y en Juan 21 nos es relatada su restauración pública. La evidencia clara de su restauración aparece en Hechos 2. Primeramente, el Señor lo encuentra solo. Los detalles de este encuentro nadie más los sabe. Nada le aportaría a usted saber cómo el Señor se ocupó de mí cuando mi alma se alejó, y no me haría ningún bien a mí saber cómo el Señor se ocupó de usted. La manera en que él se ocupa de cada uno de nosotros varía según nuestro estado interior y debe quedar en lo secreto. Un velo es puesto sobre la escena. Pero sabemos que Pedro fue realmente devuelto al Señor. ¿Cómo lo sabemos? Juan 21:7 da la respuesta. En esta ocasión, sus hermanos fueron más lentos que Pedro para llegar hasta el Señor. No esperó a que la barca llegase a la orilla; se echó al mar en su prisa por acercarse al Señor. Es como si dijera: Ocúpense de los peces, déjenme ir al Señor. Esta actitud me confirma que este hombre estaba restaurado.

Pero el Señor también lo restaura públicamente. Creo que no encontrarán nunca un creyente que verdaderamente hiciera bien a otro si no fuera primero vaciado de su propia confianza y quebrantado delante del Señor, en consecuencia, verdaderamente en regla con el Señor. En esta condición el Señor podrá servirse de él. Vemos a un Pedro restaurado, gozando de la comunión y en compañía de los apóstoles en Juan 21, luego lo vemos en Hechos 2 que predica la Palabra y es empleado poderosamente por el Señor. Me imagino que, cuando el diablo vio a Pedro predicar como está relatado en el capítulo 2 de los Hechos, le habría gustado haberlo dejado en paz en el patio del sumo sacerdote. ¿Por qué? Porque el hecho de haber sido quebrantado lo había formado como siervo, y en la primera mitad de los Hechos oímos hablar mucho más de Pedro que de los demás discípulos. Había sido levantado y restaurado. En verdad ¡no hay nada como la gracia! La gracia nos salvó cuando éramos pecadores, y la gracia nos protegió y nos protege como creyentes. Y cuando lleguemos a la gloria, ¿qué veremos? ¿Qué diremos? ¡Que todo fue gracia!

Como consecuencia, cuanto más profundo es el sentimiento de la gracia del Señor en nuestras almas, más se regocijarán nuestros corazones en él.

¡Oh! Guárdanos siempre en tu amor,
¡Cordero fiel de Dios!,
Junto a tu seno herido ayer,
Y escuchando en paz tu voz.
Tan solo así podremos seguridad tener
Del enemigo fuerte, su red y mal hacer,
Y la concupiscencia en nos—

La carne enferma” está—
Tu gracia solo es la que aún
Socorrer, limpiar podrá.

Solo escondiéndonos en ti
Hay plena protección;
En ti debemos solo estar:
Tú eres nuestra salvación.
Tu brazo la victoria consigue al derrotar
Al enemigo odioso, su fuerza aniquilar.
Tu fiel amor es el sostén
Al débil corazón,
Sea en cualquiera pena o mal,
En la prueba o tentación.

Muy pronto en gozo eternal
Contigo en clara luz,
Tu santo rostro al contemplar,
Te loaremos, ¡oh Jesús!
Tu gloria y hermosura, tu incomparable amor,
Sin fin serán el tema de santos en fulgor.
¡Oh! Guárdanos siempre en tu amor,
¡Cordero fiel de Dios!,
Junto a tu seno herido ayer,
Y escuchando en paz tu voz.

3 - Ministerio de restauración (Juan 21:1-25)

Lucas hace una breve referencia al primer encuentro de Pedro con el Señor resucitado. Cuando los dos discípulos que venían de Emaús entraron en donde estaban reunidos los apóstoles, recibieron de estos la confirmación de lo que ellos mismos fueron testigos: «Verdaderamente resucitó el Señor, y Simón lo ha visto» (Lucas 24:34). Dónde, cuándo y en qué circunstancias esta entrevista tuvo lugar no nos es dicho. Dios se complació en correr un velo sobre la escena en la cual el Maestro, inimitable en gracia, atrajo hacia sí el corazón de su siervo en falta; siervo que, en un momento de debilidad, había herido su amor como solo el amor puede ser herido. Estamos seguros de que Pedro fue restaurado plenamente a partir de ese momento, pero todavía en secreto.

Evidentemente habían pasado unos días entre la escena relatada en Lucas 24 y la de Juan 21, puesto que dice: «Esta es la tercera vez que Jesús apareció a los discípulos después de haber resucitado de entre los muertos» (v. 14).

En la primera de las tres veces (Juan 20:19-23) tenemos particularmente lo que se refiere a la Iglesia. Puertas cerradas, una iglesia adentro, y el Señor en medio. Dicho de otra manera, notemos que la Iglesia es llamada a estar aquí abajo separada para él y en su compañía.

La semana siguiente (Juan 20:24-29), cuando Tomás está con ellos, Jesús aparece otra vez. La bendición futura de los judíos es realmente prefigurada. Tomás no quiere creer hasta que haya visto al Señor. Los judíos no creerán en él hasta que lo vean viniendo en gloria.

Luego, la tercera escena (Juan 21:1-11) nos presenta de manera figurativa la reunión de las naciones, durante el milenio. Tenemos representadas en estas tres escenas la Iglesia de Dios, los judíos y las naciones. Esta tercera aparición viene a ser la hermosa ocasión de la restauración pública de Pedro. Cuando un siervo se ha alejado públicamente, el Señor debe restaurarlo públicamente.

Antes de que el Señor fuera visto por la compañía de los discípulos, el ángel les había dirigido estas palabras por medio de las mujeres: «va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. Os lo he dicho» (Mat. 28:7). Mientras se apresuran a llevar su mensaje, las mujeres son encontradas por el Señor mismo que les dice: «No temáis; id, anunciad a mis hermanos, que vayan a Galilea; allí me verán» (v. 10). Sus discípulos deben dejar Jerusalén, el lugar de la religión establecida, e ir a Galilea, región despreciada, fuera de Judea.

Y ahora, obedientes al mandamiento del Señor, están en Galilea, en lugares bien conocidos por ellos, con las antiguas barcas y las viejas redes (véase Marcos 1:16-20; Lucas 5:1-11). ¿Qué hacen allí? Deben esperar la venida de su Señor, pero ¡vemos en qué están ocupados!

Nada nos pone más a prueba que la espera. La mayor prueba que revela el estado de nuestro corazón es el tiempo. ¿Y qué hacían estos hombres? ¿Esperaban realmente? No, ¡pescaban! Y Simón era el líder. Pensaban que estaban ocupando bien su tiempo. «Voy a pescar», dice Simón. «Vamos nosotros también contigo» (Juan 21:3), responden los demás. Es sorprendente ver cómo un hijo de Dios puede incitar a otros. Todos tenemos una influencia más o menos consciente sobre los demás, ya sea para bien o para mal. No se necesita hablar. Hay algo más fuerte que las palabras, y es nuestra vida. Lo que un hombre tiene en mente, es infinitamente más importante que lo que expresa.

El «voy a pescar» de Pedro incita a los otros seis discípulos a ir al mar, pero «aquella noche no pescaron nada» (v. 3). En Mateo 4:19-20 el Señor les había dicho: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Ellos, dejando al instante las redes, lo siguieron». Habían abandonado las barcas y sus redes, lo habían dejado todo para seguir a Jesús. Y «cuando ya iba amaneciendo, Jesús se presentó en la playa» (Juan 21:4), pero no lo reconocen. ¿Por qué? Porque aunque haya poca distancia entre Cristo y yo, aunque haya tan poca actividad de mi voluntad, ya es suficiente para que mi vista sea tan corta que ya no reconozco más al Señor, aun cuando él se acerca a mí. Estaban solamente a 200 codos de él, a solo unos 100 metros de la orilla, y sin embargo no sabían quién era. Pienso que esa es la razón por la que el Señor nos indica la distancia. Queridos amigos, si debo ser útil al Señor, necesito estar más cerca de él. «Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos» (Sal. 32:8); es así como Dios dirige a los suyos. No pueden seguir los movimientos de mis ojos si están en el otro extremo de una gran sala. Pueden seguirlos si están cerca de mí. «Sobre ti fijaré mis ojos», es una manera muy afectuosa del Señor para decirnos: quédate cerca de mí.

Entonces Jesús les dice: «¿Muchachos, tenéis algo de comer? Le respondieron: No» (Juan 21:5). Solo pudieron responder con un frío «no», ni siquiera: No, Señor. ¡Oh, esta respuesta dura, seca, que sale a veces de la boca de un creyente! Sí, es así cómo podemos volvernos rudos, desatentos, cuando estamos lejos de Cristo. Pero, ustedes dirán, no sabían que era el Señor. ¡No es una excusa! Esta falta de cortesía no cambia su actitud, y les dice: «Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar a causa de la gran cantidad de peces» (v. 6).

Juan tiene inmediatamente los ojos abiertos. «¡Es el Señor! Y Pedro, al oír que era el Señor, se ciñó su túnica (porque estaba desnudo), y se echó al mar» (v. 7). Deseaba acercarse al Señor. Antes, al haber sido llamado, había caminado sobre las aguas para ir a su encuentro (Mat. 14:28-29). Esta vez, no espera una invitación. Parece decir: Yo sé que le gustaría tenerme a su lado. Y en un instante está cerca de Jesús. Si no hubiese estado todo en orden en su conciencia, así como en sus afectos, se habría retraído. Esta acción nos muestra que todo estaba en orden en él. Todo había sido perdonado, y Jesús había hablado de paz a su corazón turbado. Entonces, al tener conciencia de que es el Señor, decide que puede acercarse a él.

«Pero los otros discípulos vinieron en la barca, porque no estaban lejos de tierra, sino como a unos doscientos codos, arrastrando la red llena de pescados. Cuando desembarcaron a tierra, vieron allí unas brasas puestas con un pescado sobre ellas, y pan» (Juan 21:8-9). Estas brasas debieron hablar a la conciencia de Pedro. Le recordaban el fuego en el patio del sumo sacerdote donde negó al Señor. Se calentaba cerca del fuego del mundo, y obviamente, si puedo decirlo así, se quemó los dedos. Muy amados, si ustedes y yo nos comprometemos, aunque sea en una pequeña medida con el mundo, el sufrimiento y el dolor serán inevitables.

Ahora el Señor les pide que traigan de los peces que habían pescado. «Subió Simón Pedro, y sacó a tierra la red, llena de grandes peces, ciento cincuenta y tres; y aunque había tantos, sin embargo no se rompió la red» (v. 11). Es una hermosa figura de lo que sucederá en el milenio. En Lucas 5:1-7 la red se rompía. Aquí la red no se rompe, imagen de la perfección de todo lo que Cristo introducirá.

Cuando traen los peces a tierra, el Señor agrega: «Venid a desayunar». Había comenzado por preparar lo que era necesario para el cuerpo, que es seguramente una imagen de lo que él da para el alma. Provee el alimento necesario y dispensa exactamente lo que necesitamos. Y veamos esta hermosa invitación: «Venid a desayunar, y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿Quién eres tú?, sabiendo que era el Señor» (Juan 21:12). ¿Por qué el Espíritu de Dios dice esto? Creo que es para manifestar el deseo que cada uno de ellos tenía de estar seguro de que era su Señor. No puedo alejarme de Cristo sin que esto produzca efectos desastrosos en mi alma; estoy como en una nebulosa, habiendo perdido la nitidez de la visión espiritual.

«Vino entonces Jesús y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado» (v. 13). Es el dueño de la cena. El anfitrión que recibe. Hace que todos sus invitados se sientan perfectamente cómodos. En la ocasión en que dio de comer, para no olvidar a nadie, los hizo recostar a «todos por grupos sobre la hierba verde… de cien, y de cincuenta» (Marcos 6:39-40), y en Juan 6:10 se hace notar que «había mucha hierba en aquel sitio». La manera en que Cristo responde a las necesidades es siempre perfecta en ternura, en cuidados, en atenciones delicadas. No falta nada.

Después de que hubieron comido, el Señor se ocupó de Pedro. No lo hizo mientras tenía frío y hambre. Nos alimentará y reanimará primero si después debe corregirnos. «Venid a desayunar» les dijo. Ahora estaban cerca de un buen fuego, pues habían pasado toda la noche fuera, mojados, y seguramente tenían hambre y frío. Era necesario que fuesen alimentados y calentados. Esta es la naturaleza del servicio divino, el servicio del amor. Por eso leemos: «Nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, así como Cristo a la iglesia» (Efe. 5:29). Tales son los cuidados del Señor para con nosotros.

Pero si me he apartado del Señor, solo cuando me ha llevado a su lado, y he conocido el efecto de su ministerio de restauración, cuya gracia quebranta el corazón, puede hacerme todas las preguntas que le plazcan y mi corazón podrá responderle. Es lo que Pedro necesitaba.

«Cuando, pues, hubieron desayunado, dijo Jesús a Simón Pedro: ¿Simón, hijo de Jonás, me amas más que estos?» (Juan 21:15). Pedro había dicho con audacia: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré» (Mat. 26:33). Ahora responde: «¡Sí, Señor, tú sabes que te quiero!» (te tengo afecto, traducción literal). Es verdad, y el Señor lo acepta. El fruto de su gracia era perfectamente visible para él, y le dijo: «Apacienta mis corderos» (v. 15).

Luego Jesús pregunta una segunda vez: «¿Simón, hijo de Jonás, me amas?» (v. 16). Vemos que en cada oportunidad la pregunta es algo distinta, al igual que la misión. La primera era: «¿Me amas más que estos?». La segunda simplemente: «¿Me amas?» sin que sea cuestión de compararse con otros, de los que había pensando diferenciarse. Pedro responde otra vez: «¡Sí, Señor, tú sabes que te quiero!» (te tengo afecto, traducción literal). Entonces, el Señor le dice: «Pastorea mis ovejas». Cerca del momento de su partida, el Señor confía a los cuidados de Pedro aquellos que le eran muy queridos. Esto muestra la confianza de Cristo en este hombre, ahora quebrantado.

«Le dijo por tercera vez: ¿Simón, hijo de Jonás, me quieres? Pedro se contristó de que le dijera por tercera vez: ¿Me quieres?, y le dijo: ¡Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero! Le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas» (v. 17). Hay que notar que aquí el Señor modifica su pregunta cambiando la palabra que expresa el amor. En las dos primeras preguntas, empleó «agapas me». Pedro responde cada vez «philo se». La palabra griega que el Señor emplea es la que habla del amor divino, el cual nunca falla; la palabra que usa Pedro expresa el afecto fraternal hacia el Señor, que a menudo falla, como en su propio caso. La tercera vez, el Señor termina por usar también el término de Pedro y dice: «phileis me», es decir: «¿Me tienes afecto?» (traducción literal). «Pedro se entristeció de que le dijera la tercera vez: ¿Me quieres (me tienes afecto)?» Podríamos decir que él responde: Observando lo que fue mi conducta, algunos podrían dudar, pero «tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero». Abre, por decirlo así, las puertas de su corazón para que la mirada de Cristo pueda alcanzar lo más profundo. Reconoce que era necesario un discernimiento divino para descubrir algún amor para Cristo en aquel que pretendía amarle más que todos los demás.

Los otros apóstoles hubiesen podido pensar que Pedro era un hipócrita. No fue el caso. La confianza en sí mismo causó la caída de Pedro y aquí el Señor llega hasta esta raíz. No habla de su falta, sino de lo que la produjo, y no deja descansar su conciencia hasta que realmente Pedro juzgue la causa misma. La confianza en sí mismo de Simón Pedro fue reducida a la nada. Pero para llegar allí, Dios lo deja hacer una caída que no olvidará jamás. «Guardados por el poder de Dios mediante la fe» (1 Pe. 1:5), parece ser su divisa de aquí en adelante. Recorramos sus epístolas; las encontraremos impregnadas de este triste episodio de su historia. Su confianza en sí mismo se esfumó y dejó lugar a una simple confianza en Cristo, confianza que el Señor comprueba y en la que se agrada. Cuando Pedro dice: «tú lo sabes todo», Jesús le responde: «Apacienta mis ovejas». Es como si le dijese: Pedro, me voy, pero ahora pongo en tus manos lo más precioso que tengo en la tierra. El Señor muestra su plena confianza en el afecto de Pedro al decirle: «Apacienta mis corderos… Pastorea mis ovejas… Apacienta mis ovejas». Todo muestra que estaba plenamente restaurado a los ojos del Señor, y que también había recuperado la confianza de sus hermanos. El día en que Pedro negó al Señor y huyó, seguramente los demás discípulos sintieron que la deshonra alcanzó al conjunto. Me temo que, a veces, también estemos muy afectados por la falta de un hermano, porque nos sentimos deshonrados. Pero ¿somos lo suficientemente conscientes de que es el Señor el que ha sido deshonrado? Es mucho más importante que sintamos esto. Aquí el Señor restaura completamente a Pedro. Entonces comienza su misión de cuidar durante la ausencia del Señor a aquellos que eran muy queridos al corazón de Cristo.

Pero hay una gracia aún más profunda de parte del Señor para con su querido siervo. Pedro había tenido una ocasión maravillosa para dar testimonio de Cristo, y no lo hizo. Tal vez había salvado su vida, pero al precio de la negación de aquel al que verdaderamente amaba. Luego era normal que estuviese inconsolable por haber fallado en esta ocasión única. El Señor parece decirle: Pedro, has tenido una oportunidad para dar testimonio de mí y has fallado; voy a darte otra, y aún más: no te esquivarás. «En verdad, en verdad te digo: Cuando eras joven, tú mismo te ceñías, y andabas por donde querías; pero cuando seas viejo, extenderás tus manos, y otro te ceñirá, y te llevará a donde tú no quieres. Esto dijo dando a entender con qué clase de muerte glorificaría a Dios. Y cuando hubo dicho esto, le dijo: ¡Sígueme!» (v. 18-19). El Señor quería darle una nueva ocasión en la que podría ser un testigo para él, y esta vez, su gracia lo sostendría. Lo que no pudo hacer por su propia voluntad, lo hará por la voluntad de su Dios. Había afirmado que estaba listo para morir por su Señor con su propia fuerza. Vendría el día en que moriría por su Señor, pero fortificado y sostenido por Dios.

No hay nada comparable a la gracia. Que nuestros corazones sean fortalecidos en la gracia infalible de Cristo. «Porque es bueno afirmar el corazón por la gracia» (Hebr. 13:9, VM). Pablo podía decir con razón a su hijo en la fe: «Fortalécete en la gracia que es en Cristo Jesús» (2 Tim. 2:1). Y aunque a menudo hemos ofendido, decepcionado y entristecido a esta gracia, ella está siempre allí como una provisión inagotable, ¡bendito sea Dios!

Es importante repetir que esas palabras del Señor fueron dirigidas a Pedro en presencia de sus hermanos. Fue restaurado públicamente. Lo que sea que hayan pensado al respecto, era evidente que el Señor se ocupaba mucho de él. Somos muy lentos para confiar en un hermano que cayó. No es así de Cristo. Si un siervo cae, decimos fácilmente: Nunca más podré tener confianza en él. ¿Por qué? Porque sentimos muy poco lo que es la gracia en nuestra propia alma.

Además, Dios puede tener confianza en nosotros solo cuando hemos sido quebrantados. Si estudiamos la vida de Pedro, vemos que este hombre fue preparado precisamente por el quebrantamiento de su «yo». Dios está obligado a rebajar el resorte de la confianza en sí mismo de muchos creyentes, porque quiere la realidad en ellos; y tarde o temprano, manifestará lo que no es verdadero. Luego él los levanta, los hace avanzar, y los hace instrumentos de su gracia como nunca antes lo fueron.

Esta escena termina con la conmovedora palabra que el Señor dirige a Pedro: «Sígueme» (v. 19). «Volviéndose Pedro, vio al discípulo a quien Jesús amaba que venía detrás; el mismo que también en la cena se recostó sobre el pecho, y le dijo: Señor, ¿quién es aquel que te entrega? Viendo, pues, Pedro a este, preguntó a Jesús: Señor, ¿y qué de este? Jesús le dijo: Si quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿qué a ti? ¡Sígueme tú!» (v. 20-22). Juan hacía espontáneamente lo que el Señor había ordenado a Pedro. Este, curioso acerca del futuro de su compañero, pregunta: «Señor, ¿y qué de este?» ¡Cuánta tendencia tenemos en descuidar lo que se nos pide a nosotros para ocuparnos de lo que concierne a los demás, a sus servicios y a sus caminos! El Señor le intima a no ocuparse de lo que sucederá a su hermano. «Jesús le dijo: Si quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿qué a ti? Sígueme tú». Es la última palabra de Jesús que nos deja el evangelio de Juan.

¡Quiera Dios ayudarnos a ser más conscientes de la inmensidad de su gracia! Y si un hermano cayó, tengamos a pecho su restauración. Porque si el Señor lo levanta y lo restaura, puede hacer de él un instrumento muy útil. Llama la atención el lugar inminente que Pedro ocupa en el libro de los Hechos. Como siervo, fue verdaderamente sostenido por la gracia. El Señor se sirvió de la amarga y terrible caída de Pedro para enseñarle a seguirlo a él. Permaneciendo cerca de él estaremos seguros.

No podemos terminar sin citar las propias palabras de este muy amado siervo restaurado: «Por lo cual, consolidad vuestros pensamientos, sed sobrios y poned perfectamente vuestra esperanza en la gracia que os es otorgada en la revelación de Jesucristo; como hijos obedientes, no os conforméis a los malos deseos que teníais antes, en el tiempo de vuestra ignorancia; sino, como el que os llamó es santo, sed santos vosotros también en toda vuestra conducta; porque está escrito: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis como Padre al que sin acepción de personas juzga según la obra de cada cual, conducíos con temor en el tiempo de vuestra peregrinación» (1 Pe. 1:13-17).

El día en el que caigo es siempre el día en que dejé de temer caer. Mientras tema caer, no caeré. Entonces, que el Señor mantenga en cada uno de nosotros el temor de deshonrar su hermoso Nombre que llevamos al seguirle en el camino.

Jesús, tu amor por mí es ilimitado,
¡Cuán dulce, libre y pleno en devoción!
Mi ser entero queda extasiado;
Pensando en ti, ya me arde el corazón.
Mas, Salvador, lamento cuán instable
Me siento dentro de mi débil ser;
Como infantil capricho tan variable
Mi pobre mente vaga por doquier.

Mas es tu amor, cual tú, siempre invariable,
Y me hace a ti volver, ¡oh fiel Señor!,
Regocijándome en la paz estable
Que tengo bajo el manto de tu amor.
Si, por tener afectos más constantes,
Vivir pudiera mi alma en gratitud,
Mirar tus glorias, aun las más brillantes,
Podría mi ojo ungido de virtud.

Tus perfecciones célicas ya en calma
Conocería así yo aún mejor,
Y adorándote con gozo mi alma,
Creciendo iría yo en tu dulce amor.
Bueno es tener seguridad constante,
Si cruzan nubes entre mí y el fulgor
Del sol… fundidas luego, eterno Amante,
Como antes, brillas en tu resplandor.

A mi alma guarda junto a tu seno,
Y si te huyese, infiel, mi buen Pastor,
Hazme oír tu llamamiento tierno,
Volviendo presto a ti, mi Protector;
Mejor será, entonces, apreciado
Tu gran favor en mi alma y en redor;
Probado así, coronarás, mi Amado,
Mis esperanzas en tu hogar de amor.

4 - Confesión y purificación (Números 19)

Es interesante considerar en las Escrituras cuáles son los recursos de Dios en relación con todo lo que podría interrumpir la comunión de los suyos con él, especialmente en esta figura de la «vaca alazana».

El Génesis es el libro de la creación, el Éxodo el de la redención. El Levítico nos enseña de qué manera nos acercamos a Dios. Y el libro de los Números presenta la travesía del desierto, en el cual el pueblo puede contraer la suciedad.

Nuestro capítulo muestra cómo es restaurada un alma que, de algún modo, contrajo la suciedad. El pecado es siempre la actividad de la voluntad de la criatura. Si la voluntad es activa, provoca el pecado, y la comunión con Dios se interrumpe. Los israelitas debían tomar una vaca alazana, perfecta, sobre la cual no se hubiera puesto yugo. Es Cristo el que nos es presentado claramente. El yugo del pecado jamás reposó sobre él. Ese terrible yugo desgraciadamente pesó demasiado sobre nosotros.

Una vez establecida la perfección del sacrificio, ¿qué era necesario hacer? «Y la daréis a Eleazar el sacerdote, y él la sacará fuera del campamento, y la hará degollar en su presencia» (v. 3). La vaca alazana es una figura de Cristo, al igual que lo es el sacerdote; por eso no la degüella él mismo. Sin embargo, interviene la muerte. La única manera en que puedo volver a Dios, si me deslicé lejos de él, es aplicando a mi alma, en el poder del Espíritu Santo, la verdad maravillosa de la muerte del Señor Jesucristo. La vaca era degollada, y el sacerdote rociaba la sangre siete veces delante del tabernáculo (v. 4). Se nos presenta aquí la grandeza de la expiación. Ya sea cuestión de quitar mis pecados o de acercarme a Dios, es siempre por medio de la sangre. Por eso también en esta ocasión, en la cual tenemos la base de la restauración de un creyente que se alejó de Dios, encontramos obligatoriamente la mención de la sangre.

Pero esta vez debemos notar que la sangre no es para nosotros. Nunca puede haber nueva aplicación de la sangre de Cristo. Aquí la sangre se rocía siete veces delante del tabernáculo y no sobre la persona contaminada. Dicho de otra manera, esa sangre es puesta bajo la mirada de Dios. Él se acuerda siempre del valor de la muerte expiatoria de su Hijo amado.

Entonces, cuando usted y yo hemos seguido nuestro propio camino y contraído la suciedad, ¿de qué manera volveremos a Dios? ¡Oh!, me dirá usted, ¡volveré como un pobre pecador y seré lavado de nuevo en la sangre de Cristo! No, usted no volverá jamás de esa manera, porque no es la manera de Dios. Y el hecho de desconocer esto tuvo como consecuencia que numerosos hijos descarriados quedaran mucho tiempo alejados de la gracia que restaura. Usted debe volver como creyente, como hijo, pero desobediente, que hizo su propia voluntad. Y deberá volver de la manera que Dios lo requiere. «Y Eleazar el sacerdote tomará de la sangre con su dedo, y rociará hacia la parte delantera del tabernáculo de reunión con la sangre de ella siete veces; y hará quemar la vaca ante sus ojos; su cuero y su carne y su sangre, con su estiércol, hará quemar» (v. 4-5). No es una manera agradable, estoy de acuerdo. Sin embargo, es la manera de Dios.

Observemos el ritual, porque está lleno de instrucción. Todo el animal es consumido. Todo soporta el fuego del juicio. El sacerdote toma «madera de cedro, e hisopo, y escarlata, y lo echa en medio del fuego en que arde la vaca» (v. 6). La víctima es degollada y luego reducida a cenizas. Es una figura notable de todo lo que el Señor Jesucristo atravesó sobre la cruz, donde fue hecho pecado, ¡él, que no conoció pecado! La vaca alazana reducida a cenizas ilustra lo que merecía el primer hombre, y lo que recibió sobre la cruz en la persona de Cristo. Allí todo fue consumido en la muerte. Todo lo que yo soy desaparece ante los ojos de Dios, ¡en la muerte! La madera de cedro, que en la Escritura siempre representa lo que es grande, noble y majestuoso, es quemada también con la vaca.

¿Y qué es el hisopo? Un pequeño manojo verde. En el reino vegetal es lo opuesto al cedro, algo muy insignificante. Salomón «disertó sobre los árboles, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que nace en la pared» (1 Reyes 4:33). No negamos que haya en el hombre rasgos de nobleza, pero reconocemos aún más fácilmente lo que hay de vil en él. ¿Puede usted ver una paja en mi ojo? Sí, pero usted no siempre ve la viga que hay en el suyo. Todos somos capaces de discernir las faltas en los demás, es muy fácil. ¿Qué aprendo aquí? Que ya sea grande y majestuoso, o despreciable e inútil, todo debe terminar en el fuego que consume la vaca. El hisopo tiene un lugar importante en la Escritura. El día de la Pascua, se mojaba un manojo de hisopo en la sangre del cordero y se untaba el dintel y los postes de las puertas (Éx. 12:22). Para la purificación del leproso se mojaba el hisopo en la sangre de la avecilla muerta sobre las aguas corrientes (Lev. 14:6-8). Aquí, se quema el hisopo. David en la angustia de su alma pide: «Purifícame con hisopo, y seré limpio» (Sal. 51:7). Y todavía en el momento de los mayores sufrimientos de nuestro Señor en la cruz: «Había allí una vasija llena de vinagre; y ellos empaparon una esponja en el vinagre y, poniéndola sobre un hisopo, se la acercaron a la boca» (Juan 19:29). El hisopo, en la Escritura, tiene un significado notable relacionado con la pequeñez del hombre, mientras que la escarlata habla de la gloria del hombre.

Ya sea que se trate de lo que es despreciable o de lo que es grande, o incluso de todo aquello en que el hombre pueda glorificarse, gracias a Dios, todo desaparece. Solo un hombre es aceptado por Dios, y es el Hombre que está en la gloria de Dios. El primer hombre con todas sus glorias vanas y su insignificancia es eliminado en el juicio. Lo vuelvo a repetir, no niego que haya en el hombre cualidades hermosas en sí, pero estas no tienen valor en la presencia de Dios. El primer hombre es absolutamente puesto de lado.

Es importante comprender esto de manera inteligente y poder decir con Pablo: «Sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien» (Rom. 7:18), y luego aprender, enseñado por la gracia, esta lección fundamental: «Con Cristo estoy crucificado; y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál. 2:20). Si dirijo mi mirada hacia la cruz, veo cómo allí desaparece el hombre que practicaba el pecado. Es una inmensa ganancia saber que todo desaparece en el fuego en que arde la vaca.

Luego el sacerdote, y también el que quemó la vaca, debía lavar sus vestidos (Núm. 19:7-8). Entonces «un hombre limpio recogerá las cenizas de la vaca y las pondrá fuera del campamento en lugar limpio, y las guardará la congregación de los hijos de Israel para el agua de purificación; es una expiación» (v. 9). Las cenizas de la vaca traen a la memoria lo que sucedió. Ellas son todo lo que queda de esta maravillosa víctima.

Todo fue consumido en el fuego del juicio. Mediante estas cenizas, como imagen, el Espíritu de Dios recuerda lo que le costó a Cristo purificarnos, la obra sin la cual, después de una caída, no conoceríamos lo que es realmente la purificación.

No se puede tocar nada del primer hombre sin ser contaminado. «El que tocare cadáver de cualquier persona será inmundo siete días» (v. 11). ¡Entonces, a lo largo de mis ocupaciones diarias entro en contacto con muchas cosas susceptibles de ensuciarme! Es lo que se supone aquí. «Al tercer día se purificará con aquella agua, y al séptimo día será limpio; y si al tercer día no se purificare, no será limpio al séptimo día» (v. 12). Dios no nos autoriza a ser negligentes con el pecado. El hombre contaminado debía purificarse al tercer día y al séptimo día (v. 19-20). Esta doble purificación muestra que la restauración no es instantánea. Si mi alma se alejó del Señor, ella no vuelve enseguida. Dios me da el tiempo para pesar lo que fue mi desliz.

«Todo aquel que tocare cadáver de cualquier persona, y no se purificare, el tabernáculo de Jehová contaminó, y aquella persona será cortada de Israel; por cuanto el agua de la purificación no fue rociada sobre él, inmundo será, y su inmundicia será sobre él» (v. 13). Si caigo en el mal, si no lo juzgo y no me purifico, perjudico a otros.

En este caso, un hombre negligente «el tabernáculo de Jehová contaminó». Si ando con lo que está mal, contamino a mis hermanos. Soy parte de la Iglesia, no lo perdamos de vista. ¡Deberíamos andar cuidadosamente, pensando en los demás! Pero el versículo 13 va más lejos: «…aquella persona será cortada de Israel; por cuanto el agua de la purificación no fue rociada sobre él». Esa persona moría. Para nosotros no es la muerte, sino que aquel que es impuro no está más en comunión. Ya no participa del gozo del conjunto. Está fuera moral y prácticamente. ¿Por qué? Porque existe una manera de ponerse en orden, y no se aprovecha de ella. Es despreocupado.

«Esta es la ley para cuando alguno muera en la tienda: cualquiera que entre en la tienda, y todo el que esté en ella, será inmundo siete días. Y toda vasija abierta, cuya tapa no esté bien ajustada, será inmunda; y cualquiera que tocare algún muerto a espada sobre la faz del campo, o algún cadáver, o hueso humano, o sepulcro, siete días será inmundo» (v. 14-16). El contacto con el mal bajo cualquier forma nos es pernicioso e interrumpe la comunión. Es muy importante mantener una tapa sobre la vasija abierta. ¿Qué significa esto? Es necesaria la sobriedad, la prudencia. Si usted va, camina y mantiene contacto con los negligentes y los impíos, va a descubrir pronto que perdió la comunión. Este mundo tiene una atmósfera contaminada, y si la vasija no está cubierta o bien tapada, contrae la suciedad. Necesitamos que Cristo cubra nuestros ojos y llene nuestro corazón cada hora del día. No podemos ni siquiera ir a ayudar a alguien que cayó en el pecado sin contaminarnos. El hecho de oír el mal, hasta para juzgarlo, nos afecta. Así como aquel que tocaba un hueso humano o un sepulcro, era inmundo siete días.

«Y para el inmundo tomarán de la ceniza de la vaca quemada de la expiación, y echarán sobre ella agua corriente en un recipiente; y un hombre limpio tomará hisopo, y lo mojará en el agua, y rociará sobre la tienda, sobre todos los muebles, sobre las personas que allí estuvieren, y sobre aquel que hubiere tocado el hueso, o el asesinado, o el muerto, o el sepulcro. Y el limpio rociará sobre el inmundo al tercero y al séptimo día; y cuando lo haya purificado al día séptimo, él lavará luego sus vestidos, y a sí mismo se lavará con agua, y será limpio a la noche» (v. 17-19). Notemos que un hombre limpio debía rociar sobre el hombre inmundo al tercero y al séptimo día. ¿Qué quiere decir? Cada aspersión presenta una etapa diferente en el curso de la restauración del alma. Al tercer día me tomo muy en serio el hecho de haberme complacido en las cosas que le costaron a Cristo los sufrimientos indecibles de la cruz. Esto está acompañado de la confesión completa y sincera del pecado a Dios. El alma está llena de horror diciendo: He pecado contra la gracia. Pero al mismo tiempo se produce un sentimiento de gran tristeza porque, en definitiva, yo no sufriré por mi pecado y no me será tomado en cuenta, porque Cristo ya sufrió por esto. Encontré mi placer en todo lo que le costó las angustias de la cruz. Él cargó el pecado y lo llevó con sus consecuencias. El alma pasa por ejercicios penosos, ¡cuánto más profundos son, mejor es!

No aprendemos todo esto al día siguiente que se cometió el pecado. No, Dios me da tres días para ver las consecuencias sobre mi alma por el hecho de haber seguido mi propio camino. Las cenizas evocan la muerte de Cristo. El agua viva se refiere a la energía del Espíritu Santo que me hace recordar lo que Cristo atravesó. Dice: Cristo murió por usted, llevó el juicio de Dios por usted, conoció el desamparo a causa de ese pecado en el cual se complació. Entonces se produce en el creyente el sentimiento de ser una criatura miserable, causado por el hecho de haberse complacido en lo que hizo sufrir a su Salvador. Llega el séptimo día. Ahora surge el sentimiento de la gracia que sobreabunda. No hay más dudas: estoy perfectamente purificado por la obra que Jesús cumplió en su amor para conmigo. La gracia que me encontró como pecador, se ocupó de mí como creyente. La aspersión tuvo lugar al tercer día y al séptimo día, el alma es declarada pura y es consciente de serlo.

Entonces se produce un cambio práctico en el alma. Ella no solo puede decir: estoy perfectamente purificada, sino también: mi pecado no ha cambiado su amor para conmigo. ¡Siempre me ama! Su muerte es siempre eficaz para purificar. Es desastroso perder el gozo de su amor y el aliento que el Espíritu Santo quiere darnos. Pagamos terriblemente caro por nuestro propio placer. Pero, ¡el gozo de la restauración es inmenso! Parece que el sentimiento de haber pecado tan gravemente contra la gracia es la primera parte de la purificación, al «tercer día». La plena restauración se realiza al «séptimo día». El espíritu es limpiado de toda la suciedad del pecado por la gracia que sobreabunda. Primero tengo un gran pesar por haber pecado contra la gracia y luego siento que fui perdonado porque esta gracia no cambió (Rom. 6).

Es importante entender esto: si he herido el amor del Señor, este amor, aunque entristecido, sigue siendo el mismo. Pero pierdo el gozo de este hasta el día en que me juzgue a mí mismo y me arrepienta. Es lo que hizo Pedro, no lo dudo. Imagino ver a Pedro «al tercer día» en Marcos 16:7, donde el autor de este evangelio –justamente un siervo que faltó como tal (Hec. 13:13; 15:37-38)–, es el único en relatar las palabras dirigidas a Pedro, y también en Lucas 24:34 donde el Señor lo encuentra solo. Lo encontramos al «séptimo día» en Juan 21:15-19, descansando plenamente en el amor de su Señor.

Notemos que el hombre purificado lava sus vestidos (Núm. 19:19). ¿Qué significa esto? Cambia completamente su camino, se libera de lo que fue para él una trampa. Es lavado prácticamente por la Palabra.

Relacionemos ahora esta imagen de la vaca alazana con algunos versículos del Nuevo Testamento. «Si decimos que tenemos comunión con él y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad; pero si andamos en la luz, como él está en la luz, tenemos comunión unos con otros, y la sangre de Jesús su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:6-7).

Comprende, joven cristiano que, aunque seas convertido y la sangre de Cristo te haya lavado de todos tus pecados, esta verdad permanece: que el pecado está siempre en ti. La carne está en nosotros. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos» (v. 8). Si yo digo: no tengo pecados (en plural), podría ser perfectamente cierto momentáneamente. Pero si digo: no tengo pecado (mi naturaleza), me engaño a mí mismo. Es lo que algunos perfeccionistas fueron llevados a decir. Pero es un error evidente.

Por otra parte, ¿debo estar siempre agobiado por el peso de mis pecados? Dios responde: «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados y limpiarnos de toda iniquidad» (v. 9). Usted es así purificado prácticamente por la confesión hecha a Dios y no a los hombres. Si algo pesa sobre su conciencia, es necesario confesarlo. “Dios sabe todo al respecto”, dirá. Es muy cierto, pero todo estará en orden cuando se lo haya confesado. Luego viene el sentimiento de lo que es la gracia, pero solo cuando le haya dicho todo al Señor, habrá orden entre Dios y usted.

Sé que muchas personas siguen su camino durante años sintiéndose infelices y miserables. Sin gozo, sin manifestar algo. Si es su caso, permítame suplicarle que no se vaya a dormir esta noche sin antes haber confesado todo a Dios. Si quiere ser feliz y útil, no debe guardar nada en su conciencia. No ha habido reservas de parte de Dios, que no la haya tampoco de parte nuestra.

«Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis. Y si alguno peca, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo» (1 Juan 2:1). ¡Palabras admirables! El Abogado es Jesús mismo; me restaura en mi relación con el Padre. Si pequé y me alejé, no puedo volver a Dios como un pecador. Es necesario que vuelva al Padre como hijo, hijo desobediente, pero hijo a pesar de todo. Es precioso ver que, antes de la caída de Pedro, Cristo ya había orado por él. Oh, amados, ¡cuánto nos ama! Guardemos este pensamiento en el fondo de nuestro corazón, y entonces nos irá bien.

«Él es la propiciación por nuestros pecados; y no solo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (v. 2). Aquí es donde realmente tenemos las cenizas de la vaca alazana. Si he pecado, Cristo orará por mí, y el Espíritu de Dios me lo hará sentir. Es él, el otro Consolador, quien, en fiel amor hacia mi alma, ha interrumpido la comunión. Cuando discierne lo que ha producido la nube entre usted y el Señor, debe juzgarlo y confesarlo. Y cuando lo confiesa, él perdona. Estará más cerca de él que antes. Así es su gracia.

Evidentemente, si he hecho daño a mi hermano o a mi vecino, es necesario que vaya a pedir perdón. Seré restaurado solo cuando haya puesto las cosas en orden. No solamente debo estar en orden con Dios, sino también con mi prójimo si pequé contra él, porque Dios desea «limpiarnos de toda maldad». Notemos que, si estamos peleados con un hermano o una hermana, los mandatos que nuestro Señor nos da a usted y a mí en este sentido son claros (véase Lev. 6; Mat. 18:15-22). Sé muy bien que jamás podré progresar espiritualmente a menos que sea sincero y tenga todo en orden con Dios, por un lado, y con mis hermanos por el otro. Qué notable es el testimonio de Pablo: «En esto también me esfuerzo, para tener siempre una conciencia sin ofensa para con Dios y los hombres» (Hec. 24:16).

Volvamos un instante a la restauración de Pedro. Me parece que tenemos el tercer día en Lucas 24. Veo que, al tercer día, el día de la resurrección, el Señor se une a los dos discípulos que van a Emaús y camina con ellos. Es interesante ver cómo el Señor se da a conocer a los suyos después de la resurrección. El primer corazón que encuentra y que llena es el de María; luego los de sus compañeros. María encontraba sus delicias en él y a él le hacía falta de manera indefinible. El corazón del que se ocupa después fue el de alguien que se había alejado de él: justamente el de Pedro. Parecería que los dos discípulos que iban a Emaús lo encontraron después. Dicen: «¿No ardía nuestro corazón en nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos abría las Escrituras?» (v. 32). Nunca habían escuchado en sus vidas un discurso como el que les dio durante ese transcurso de unos doce kilómetros. Nuestros propios corazones se regocijan y desbordan cuando un siervo del Señor nos abre las Escrituras en el poder del Espíritu. ¡Imaginemos lo que sería si oyéramos al mismo Señor declararnos «en todas las Escrituras las cosas que a él se refieren»! (v. 27).

Cuando «llegaron a la aldea adonde iban, y él intentó ir más lejos. Pero ellos insistieron, diciéndole: Quédate con nosotros» (v. 28-29). Él nunca impone su compañía. Pero cuando llegaron a la casa, y el Señor hizo como que iba más lejos, dijeron: «Quédate con nosotros». Lo obligan. Infunden en él la presión que siempre ejerce el amor. Tienen tal gozo de su presencia que no pueden prescindir de él. No saben quién es, pero han descubierto que él sabe más sobre el que aman que cualquier persona que hayan conocido antes. Por eso lo obligan a quedarse. Entonces entra, parte el pan y se revela a ellos. Ahora saben quién es, y puede entonces desaparecer de delante de ellos.

«Y levantándose al instante, volvieron a Jerusalén y hallaron reunidos a los once y a los que estaban con ellos; los cuales decían: Verdaderamente resucitó el Señor, y Simón lo ha visto» (v. 33-34). Vuelven a Jerusalén. Unos momentos antes era demasiado tarde para seguir el viaje; ahora, llenos de gozo, no les parece que es demasiado tarde para dar marcha atrás. Anduvieron doce kilómetros y no es nada hacerlos en sentido contrario para llevar las noticias de su encuentro con Jesús y compartirlo con los demás discípulos. Cuando llegan, encuentran a los once reunidos y a los que están con ellos. No es solo la compañía de los apóstoles, es la compañía de los discípulos en general. «Verdaderamente resucitó el Señor», dicen, «y Simón lo ha visto». Recordemos que era el tercer día. Y no dudemos de que Pedro comenzara a apreciar el valor de las cenizas y del agua corriente en esta única entrevista. Ignoramos lo que el Señor le dijo, pero sabemos que Pedro fue restaurado.

Había encontrado al Señor y oído palabras de su boca. Dios puso un velo sobre esta escena. Sin duda fue el Señor quien buscó a Pedro. Hallaremos en el versículo 12 de este mismo capítulo que Pedro se había ido «maravillado de lo que había sucedido». Podemos estar seguros de que, antes de terminar el día, estaba aún más maravillado al ver que su Señor había venido a buscarlo, que todo estaba perdonado y que había sido restaurado para gozar del afecto de su Señor. A pesar de su falta descubría en el corazón de su Maestro un amor tan grande que nada lo sobrepasaba.

Si usted lee con cuidado las epístolas de Pedro, encontrará varios versículos en los que hace alusión a su caída. Por ejemplo: «Porque erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Guardián de vuestras almas» (1 Pe. 2:25). ¿No había sido él una oveja descarriada? Sí, pero Jesús, el Pastor y Obispo de su alma, lo restauró.

Ya nos hemos ocupado de lo que llamamos la restauración pública de Pedro, y vimos cómo el Señor restauró a su querido discípulo y le confió tiernamente una misión. Admirable ejemplo de cómo restaura a aquellos que se han deslizado lejos de él. Pero si antes no hubo un encuentro personal con el Señor, el trabajo no estará cumplido. Usted puede escuchar todo lo que quiera de la gracia y el amor del Señor, pero no conocerá jamás una verdadera restauración hasta que se halle a solas con él y ponga las cosas en orden con él.

Quiera el Señor despertar en nuestros corazones la respuesta de amor que Su amor merece.

5 - Ministerio preventivo (Juan 13)

Este capítulo contiene dos puntos sobre los cuales es sumamente importante tener claridad, pues creo que no hay algo de lo que sepamos menos, como hijos de Dios, que de estas dos verdades:

1. El lebrillo lleno de agua, y

2. estar recostado sobre el pecho de Jesús.

El «lebrillo» (v. 5) para el lavamiento de los pies es la expresión del servicio que restablece el gozo de la paz del corazón. Y, como consecuencia, el creyente toma su lugar, como Juan aquí, «recostado sobre el pecho de Jesús» (v. 23).

¿Conocemos personalmente, como hijos de Dios, la intimidad de Cristo expresada en el hecho de estar recostado a su lado? Esto nunca será una realidad si no comprendemos la perfección del amor del Señor para con nosotros, y la necesidad del juicio de nosotros mismos llevado a cabo por la Palabra y por su intercesión.

Ya hemos tratado sobre el ministerio o servicio de restauración del Señor. Lo que presenta el capítulo 13 del evangelio de Juan tiene más bien un carácter preventivo. Si realmente comprendí cuánto el Señor quiere tenerme y guardarme cerca de él, no me alejaría. El desvío no ocurriría jamás.

Este capítulo comienza por recordarnos cómo es el amor de Jesús. «Habiendo amado a los suyos» (v. 1). Estas palabras son muy preciosas. No las encontramos muy a menudo, pero nada es más dulce que cultivar este pensamiento: le pertenezco, para él tengo valor; en un mundo donde no hubo lugar para él, donde Cristo no tuvo nada suyo, tiene algo que ama.

Para comprender mejor este ministerio de Cristo, podemos dividirlo en tres partes: su servicio en el pasado, en el presente y en el futuro. Lo vemos claramente en Efesios 5:25-27: «Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (se refiere al pasado); «para santificarla, purificándola con el lavamiento de agua por la Palabra» (se refiere a su actividad presente); «para presentarse a sí mismo la iglesia gloriosa, que no tenga mancha, ni arruga, ni nada semejante» (se refiere al futuro).

Es maravilloso pensar que vino para ser siervo. «Ni aun el Hijo del hombre vino para ser servido, sino para servir» (Marcos 10:45). Como lo dijo a sus discípulos: «Yo estoy entre vosotros como el que sirve» (Lucas 22:27).

Tres pasajes del Antiguo Testamento se relacionan maravillosamente con este ministerio de Cristo: Salmo 40:6-8; Isaías 50:3-8; Éxodo 21:2-6. Comencemos por el Salmo 40: «Sacrificio y ofrenda no te agrada; has abierto mis oídos; holocausto y expiación no has demandado. Entonces dije: He aquí, vengo… El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado» (v. 6-8). ¿Cómo se entiende el hecho de que los oídos de nuestro Señor Jesucristo hayan sido «abiertos»? Es muy simple. Antes, nunca había escuchado como un esclavo; había creado, ordenado, gobernado y legislado, pero nunca había escuchado con oídos a la manera de los hombres.

Hebreos 10 deja muy en claro el significado de esta expresión: «Sacrificio y ofrenda no quisiste; pero un cuerpo me preparaste» (v. 5). Al escribir a los hebreos, Dios, por su Espíritu, conduce al autor a citar el texto griego antes que el hebreo, para hacernos comprender que el Hijo tomó un cuerpo para escuchar. ¿Cuál es el valor del oído? No ve, ni actúa, ni piensa; solo recibe comunicaciones del exterior. «He aquí que vengo», dice a Dios, «un cuerpo me preparaste»; y en este cuerpo, el Hijo eterno del Padre vino para hacer lo que ningún hombre jamás hizo: escuchar los mandamientos de Dios y hacer su voluntad.

Tomemos el segundo pasaje: Isaías 50, otra etapa de la historia bendita de ese siervo perfecto. Era una persona divina, aquel que tenía todo poder en su mano, que sostiene «todas las cosas con la palabra de su poder» (Hebr. 1:3), y lo oímos decir: «Visto de oscuridad los cielos, y hago como cilicio su cubierta» (Is. 50:3). Aquí tenemos su deidad puesta en evidencia, mientras que el versículo siguiente lo presenta como un hombre dependiente. «Jehová el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado; despertará mañana tras mañana, despertará mi oído para que oiga como los sabios» (v. 4). En la Escritura no se nos muestra a nadie, salvo a Dios, despertando a Jesús. Excepcionalmente sus discípulos lo hicieron una vez de manera brusca cuando no lo debieran haber hecho (véase Marcos 4:38).

La voz tan conocida del Padre lo despertaba y recibía sus directivas cotidianas. El Salmo 40 nos presenta su nacimiento. En Isaías tenemos su vida. Empezaba por recibir las comunicaciones de Dios relativas a su camino. Conocía el sentir completo de la perfección absoluta de los caminos de Dios para con él, y no se volvía atrás (v. 5).

Los versículos que siguen revelan su perfecta sumisión y sus recursos en un camino de prueba indecible. «Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás. Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que me mesaban la barba; no escondí mi rostro de injurias y de esputos. Porque Jehová el Señor me ayudará, por tanto, no me avergoncé; por eso puse mi rostro como un pedernal, y sé que no seré avergonzado. Cercano está de mí el que me salva» (Is. 50:5-8).

Si la historia de nuestras almas fuera relatada con sinceridad, veríamos que buena parte de los ejercicios, dificultades y angustias que atravesamos son debidos al temor de eventos penosos que nunca nos acontecen. El Señor Jesús vio todo el camino de antemano y fue directo a la meta. ¡Cuántas veces nos rebelamos y nos desviamos de lo que hemos visto aparecer a lo lejos! ¡Qué contraste con lo que vemos aquí! Además, cuando hemos querido servir al Señor, ¡cuántas veces estuvimos mortificados debido a nuestra incapacidad! Tal vez hemos tratado de ayudar espiritualmente a personas, creyentes o incrédulas, pero en vano. ¿Por qué? Simplemente porque no estábamos suficientemente cerca del Señor. ¿Por qué Jesús podía ayudar siempre a las almas? Porque estaba siempre cerca de su Padre; las palabras que pronunciaba venían del Padre. Toda la historia de Cristo fue caracterizada por una dependencia absoluta, perfecta. Siempre tenía la “palabra dicha como convenía”, la que estaba adecuada a cada persona que encontraba, y Dios era siempre glorificado, porque la palabra necesaria era dada cuando y como convenía.

Consideremos la escena conmovedora de Juan 11. Las hermanas, Marta y María, avisan a Jesús que su hermano está moribundo. Están seguras de que estas palabras: «Señor, el que amas está enfermo» (v. 3), lo harían venir inmediatamente. Supongamos que un mensajero viene diciéndole que alguien a quien usted ama mucho está enfermo, ¿qué haría usted? Seguro que tomaría el primer medio de transporte. Iría tan rápido como pudiera, evidentemente. Pero el Señor no hizo esto. El amor hace siempre lo que conviene a su objeto. Estamos de acuerdo que a menudo no conocemos bastante el pensamiento del Señor para actuar de la mejor manera. Cuando el Señor «se quedó dos días todavía en el mismo lugar donde estaba» (v. 6) ¿qué pensaron los discípulos? Seguramente les extrañó. Sabían que Jesús estaba muy apegado a esta familia de Betania, pero su actitud dejaba suponer lo contrario. No comprendían ni su actitud ni lo que dijo, y encontraron sorprendente que no fuera inmediatamente a Betania. En cuanto a las hermanas, ellas esperan, velan… y él no viene. ¿No hemos a menudo esperado una respuesta a un mensaje que le hemos enviado? ¿Qué dice cada una de ellas cuando él llega? «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano» (v. 21, 32), si te hubieses apurado, si no hubieses tardado tanto, esto no hubiera sucedido. Esto se asemeja mucho al idioma de la incredulidad.

Los discípulos tampoco lo comprenden cuando va. «Y después de esto dijo a sus discípulos: Vamos otra vez a Judea. Le dijeron los discípulos: Rabí, hace poco que los judíos intentaron apedrearte ¿y vas allá otra vez? Jesús respondió: ¿No hay doce horas en el día? Si alguno anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo. Pero si alguno anda de noche, tropieza, porque la luz no está en él. Estas cosas dijo él; y después de esto les dijo: Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy para despertarle del sueño» (v. 7-11). ¿Qué significan los versículos 9 y 10? Apliquémoslos a Cristo y también a nuestro propio camino. Él veía la luz porque andaba de día. Supongamos que hubiese ido dos días antes. Habría andado de noche porque no había recibido la orden para ir. Para él esto era una imposibilidad. Cuando fue era porque había recibido la palabra para esto. Andaba de día. Así no se equivocaba jamás. Es lo que deseo para mi corazón y para todos los creyentes: esta proximidad con el Señor, para que andemos tan cerca de él que, al tener que ir a tal o cual lugar pongamos nuestra mano en la suya para no ir en el momento inoportuno ni en la dirección equivocada. Jamás olvidemos que siempre hay una dirección correcta y otra errónea.

¿Qué puso en evidencia el hecho de que Cristo se quedara en el mismo lugar esos dos días? Varias cosas: Marta supo que su hermano resucitaría. Luego encontramos esas dos palabras que fueron de gran aliento para muchos corazones delante de una tumba abierta: «Jesús lloró» (v. 35). Y sobre todo brilló la gloria de Dios y se manifestó el poder de Cristo sobre la muerte. Fue un siervo perfecto y jamás hizo un movimiento sin haber recibido la orden para hacerlo. El deber de un siervo es esperar por así decirlo, que suene la campanilla de su amo, y luego saber lo que este desea y hacerlo. Cristo fue un siervo perfecto.

Tomemos ahora el tercer pasaje: Éxodo 21:2-6. No dudo de que en esta oreja horadada con lesna se represente la muerte de Cristo. Pero también tenemos lo que lo caracterizó de una manera bendita a lo largo de toda su senda: una sumisión absoluta y completa a Dios.

Como hombre, amaba a su Señor, a su Dios; amaba a su esposa, a sus hijos, a aquellos que, colectivamente, estaban unidos a él; no quería salir libre. Cristo amó a la Iglesia. Este pensamiento forma el alma y une el corazón al Señor. El afecto por él, que responde al de su Señor, es muy importante. Usted puede ser un hombre muy religioso, pero sin este afecto, será un cristiano muy pobre. ¡Usted podrá ser tan brillante como un bloque de hielo… pero también tan frío como este!

Hoy se da mucha importancia a la inteligencia, aun cuando somos considerablemente ignorantes. Creemos tener más conocimientos de los que en realidad tenemos. Entonces cuando las dificultades afloran, o surgen cuestiones de doctrina, nos sorprende descubrir cuán fácilmente los creyentes quedan desconcertados. ¿Qué es lo que guardará a un alma? ¿La inteligencia? ¡No! ¡El afecto! ¡Más exactamente, la conciencia de Su amor por nosotros! Sin esto la profesión cristiana es lo más lamentable que puede existir. Si nuestro corazón no goza del amor del Señor, somos verdaderamente miserables.

El siervo hebreo amaba a su señor (imagen del amor de Cristo por Dios), a su mujer y a sus hijos (que representan a la Iglesia). Él no quería separarse de ellos. La oreja horadada indicaba esto: imagen conmovedora de su muerte. Así, en relación con la oreja y el servicio de amor de Cristo, el Salmo 40 presenta su nacimiento, Isaías 50 su vida y Éxodo 21 su muerte.

Guardemos este pensamiento en nuestro corazón: el Señor no quiere que nos apartemos de él, no solo en la eternidad, sino también en la actualidad. Por eso se empeña en quitar toda partícula de polvo de la tierra, y toda impureza que separaría nuestra alma de él; quiere así tenernos tan cerca de sí que no seríamos felices si hubiera la más mínima distancia. Es Juan 13. Tal es nuestro lugar hoy, mañana y eternamente.

El punto de partida del cristianismo es un nuevo hombre en una nueva posición, en la gloria. No es el primer Adán en el estado de inocencia, ni bajo la culpabilidad, ni en la muerte ni en cualquier otro estado. Este hombre desapareció; ahora estoy «en Cristo» (véase 2 Cor. 5:17), una condición nueva que jamás había conocido antes. ¿Goza usted de la verdadera libertad de alma? A veces oímos decir: “Estoy muy turbado con respecto a mí mismo, estoy tan desilusionado; mis esfuerzos no dan ningún resultado”. Usted está trayendo todo al «yo». ¿Por qué el hombre de Romanos 7 es tan miserable? Porque habla cuarenta veces de sí mismo antes de hablar por primera vez de Cristo. ¿No aprendió a conocer lo suficientemente su miseria? Eso creo. Mire a Cristo; vea lo que es para Dios. ¿Dónde está el cristiano? Allí, en Cristo, delante de Dios; cualquier harapo o vestigio de ese viejo «yo» no aparece más. Si esta certeza no es producida en su alma por el Espíritu Santo, usted no vive todavía la vida de un cristiano.

El hombre ocupa ahora una maravillosa posición de favor en Cristo delante de Dios, en aquel que es nuestra vida, nuestra sabiduría, nuestra justicia, nuestro todo. No existía un lazo de verdadera unión con el Señor hasta que él murió y resucitó. No se podía hablar de nuestra posición antes que el Señor resucitase. Estudie el evangelio de Juan con este pensamiento, y verá que en los capítulos 1 a 12 él dice a menudo: «mi Padre», en los capítulos 13 a 19 «el Padre», y en el capítulo 20: «vuestro Padre». Es el evangelio del Padre desde el principio hasta el final. En el capítulo 13 lleva a los discípulos, por así decirlo, a un estado de transición. En el capítulo 20, toda la verdad es puesta en evidencia cuando dice: «a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (v. 17). Nos establece en una relación indisoluble consigo mismo, en la misma posición que él ocupa.

Así como en Génesis 2:7 Dios sopló en el hombre aliento de vida y fue este un ser viviente, así también en Juan 20:22 el Señor ya resucitado de entre los muertos sopla en sus discípulos su vida y su naturaleza. Les había anunciado antes: «porque yo vivo, vosotros también viviréis» (14:19). ¿Cómo puede estar un alma «en Cristo»? Por el Espíritu Santo, evidentemente. Delante de Dios estoy «en Cristo», quien es mi vida, y el Espíritu Santo viene a morar en mí para que yo me apropie y haga realidad todas estas verdades; porque «el Espíritu es la verdad» (1 Juan 5:6). Está escrito también que «el Espíritu es vida» (véase Rom. 8:10-11).

Al establecerme en la misma posición que él ocupa delante de Dios –ese es mi lugar–, Cristo, por su ministerio, hizo entrar mi corazón en el gozo inteligente de esta posición. Juan 13 desarrolla lo que el amor hace por su objeto.

En Mateo 26:17 los discípulos vienen al Señor para saber dónde deben preparar la pascua, pero no se especifica quién hace la pregunta. En Marcos 14:13 dice que él envía a dos discípulos y Lucas 22:8-9 precisa que esos dos discípulos son Pedro y Juan. Juan, con su acostumbrada reserva, no menciona nada sobre los que la prepararon, pero cuando todo estuvo listo para que se sienten a la mesa, solo él relata: Él nos lavó los pies y nos hizo aptos para gozar de su comunión. Luego, animado por el conocimiento de tal amor, se recuesta «sobre el pecho de Jesús» (Juan 13:23).

Juan 13 ilustra la diferencia entre el servicio de Cristo como sacerdote y como abogado. El sacerdocio nos mantiene delante de Dios en el gozo de nuestra posición según todo el valor y la eficacia del sacrificio en virtud del cual soy llevado a Dios. El servicio de abogado tiene relación con el Padre; es introducido para hacerme volver a gozar de esa relación. El sacerdocio es preventivo. El servicio de abogado se ejerce después de la caída en vista de la restauración. Todo es perfecto amor.

En este capítulo 13 de Juan, Cristo desciende, se humilla en gracia, y se propone lavar los pies de los que ama. Para Pedro tal humillación por parte de su Maestro es inconcebible: «Jamás me lavarás los pies» (v. 8). El Señor responde: Pedro, no podrás entrar en mis pensamientos y disfrutarlos si no me dejas hacer como quiero: «Si no te lavo, no tienes parte conmigo». Entonces Pedro dice: «Señor, no solo mis pies, sino también mis manos y mi cabeza» (v. 9). Pero esto tampoco conviene. «El que se ha bañado no tiene necesidad de lavarse más que los pies, ya que está todo limpio» (v. 10). Es la respuesta del amor. No puede soportar ninguna mancha en el que ama. Esto no quiere decir que el amor es ciego. No, el verdadero amor, al contrario, tiene una vista aguda. Ve las manchas y se ocupa de quitarlas. Nada es más agradable que pensar en su amor mientras está ocupado en lavar nuestros pies.

Cuando un hermano nos ayuda y nos dice una palabra de aliento, ¿de dónde viene esto? del Señor en la gloria, sirviéndose, por así decirlo, del lebrillo y del agua. El medio usado no tiene ninguna importancia. Poco importa la naturaleza del conducto que trae el agua, metálico o arcilla, con tal que el agua llegue con su virtud purificadora y refrescante. Si esta noche usted recibe un poco de aliento, ¿de dónde viene? de Su corazón, desde la gloria.

Una segunda lección de gran importancia se nos da en Juan 13. Para ser inteligente y conocer el pensamiento del Señor es necesario estar cerca de Él. Es lo que Juan nos enseña con su propia actitud. Solo Judas sabía quién iba a entregar al Señor, y cuando él dice: «En verdad, en verdad os digo, que uno de vosotros me va a entregar. Los discípulos se miraban unos a otros, sin saber de quién hablaba» (v. 21-22). ¡Cuánto nos parecemos a ellos! Cuando el nivel espiritual es bajo, hay frialdad en una iglesia, sucede que nos miramos unos a otros. No hay nada mejor que la mesa del Señor para poner en evidencia el estado de los corazones. ¿Desea usted acercarse a la mesa del Señor? Haga ese solemne paso solo si desea realmente andar con el Señor. Todo es puesto en evidencia allí. Todo se manifiesta. Fácilmente decimos: ¡Qué bueno es acercarse a la mesa del Señor! Pero es algo muy grave si no desea verdaderamente estar allí para el Señor. Todo se manifiesta porque él está allí.

Después de haberse mirado unos a otros, las conciencias de los discípulos fueron trabajadas. Se miraron a sí mismos y entonces cada uno preguntó: «¿Acaso soy yo, Señor?» (Mat. 26:22; Marcos 14:19). Pero no hubo respuesta. Pedro, con todo su amor, carecía de inteligencia espiritual. Quería saber quién era el traidor, pero no tenía la capacidad de formular la pregunta correctamente. ¿Por qué no preguntó al Señor mismo quién lo traicionaría? Porque sentía lo que a menudo hemos sentido nosotros mismos: que otro estaba más cerca del Maestro que él. Entonces hizo señas a este otro para que preguntara: ¿Quién es? «Estaba recostado sobre el pecho de Jesús uno de sus discípulos, a quien Jesús amaba. Simón Pedro le hizo señas para que preguntase de quién hablaba. Él entonces, recostándose sobre el pecho de Jesús, le dijo: Señor, ¿quién es?» (Juan 13:23-25). La intimidad es el resultado del afecto, y es el origen de una verdadera inteligencia.

Pedro no estaba en la intimidad de Cristo como aquel que estaba recostado a su lado. No podemos dudar de que este es Juan, porque se nombra siempre así: El «discípulo, a quien Jesús amaba». Creía en el amor del Señor por él, se deleitaba en él y permanecía siempre cerca de la fuente. Era como decir: Sé que me ama; quiere que yo aprecie su amor y nada le agrada tanto como mi presencia lo más cerca posible de él.

¿Sabe lo que yo aprecio de mis amigos? Que ellos aman mi compañía. Juan actuó según este principio con el Señor; y, queridos hermanos, quisiera decirles: Cultiven esta proximidad a Cristo. Cultiven en su alma ese sentimiento de que, si se alejan de él, por poco que sea, él sufre, y su deseo es que se vuelvan y que se acerquen de nuevo a él.

Pero el servicio de amor de ese precioso Señor no termina con lo que Juan 13 nos presenta. Sigue hasta el fin. En Lucas 12, capítulo que se ocupa primero de temores y preocupaciones, tenemos el tercer aspecto del ministerio de Cristo. ¿Cómo quita el miedo del hombre? Con un temor más grande, el temor de Dios. ¿Cómo aleja la preocupación? Con la certeza de los cuidados de Dios. Dice: Ahora pueden pensar libremente en mí. Aquí abajo todo se arruina (v. 33). La polilla, el orín y el ladrón lo echan todo a perder (Mat. 6:19-20).

¿Tiene un tesoro en los cielos? Puede que diga: “Traté de hacer de Cristo mi tesoro”. ¿Descubrió que Cristo tiene un tesoro inestimable aquí en la tierra? Si va y pregunta a Juan ¿dónde está el tesoro de Cristo?, le respondería: Preferiría no decirle su nombre, pero sé de quién se trata. Es el discípulo que Él ama. Cuando usted descubra que él tiene un tesoro en la tierra y que ese tesoro es usted, entonces podrá decir verdaderamente: “Él es mi tesoro en el cielo”. Es la reciprocidad del amor. Usted no puede rechazarlo.

Cuando el sentimiento del amor de Cristo y de lo que él sufrió por usted sea manifestado en su corazón, usted se entregará a él enteramente. Pero no lo será antes de que descubra que usted es su tesoro; solo en ese momento él será el suyo. No tendrá que hacer ningún esfuerzo. Y si él es su tesoro ¿no quisiera verlo? Ciertamente. Pero ¿cuándo quisiera usted que el Señor venga? ¿Esta noche? ¡Ahora mismo! ¿Verdad? ¿Está listo? ¿Lo espera?… ¿Listo para abrirle en seguida?

Como médico a veces voy a una casa, llamo, pero tengo que esperar un momento antes de que me abran. ¿Por qué? Me doy cuenta de que arreglaron un poco la casa antes de mi visita. ¿Tiene usted también que poner algo en orden antes que el Señor venga? ¿O está listo para que él venga en este mismo instante? ¿Podría abrirle en seguida?

Los temores han desaparecido, las preocupaciones fueron echadas sobre él. El corazón mira hacia arriba. Somos dejados en este mundo para ser luces para Cristo. ¿Lo somos en nuestros negocios, en casa, en nuestro vecindario, esperando al Señor en esta oscura tierra, manchada por el pecado? ¿Mira hacia arriba, ahora, mientras espera al Señor, deseando recibirlo cuando venga?

Vea el versículo 37 de ese capítulo 12 de Lucas: «¡Bienaventurados aquellos siervos a los que, llegando el señor, encuentre velando! En verdad os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa y, acercándose, les servirá». ¿Cuál es el alcance de estas palabras: «acercándose, les servirá»? Cuando nos haya llevado a la gloria, no dejará jamás de ser aquel que nos sirve. Nos servirá para siempre. ¡Qué amor! Se revistió de humanidad para servirnos. Nunca dejará de ser un hombre. Así lo conoceremos siempre en la gloria.

«Padre, deseo que donde yo estoy, también estén conmigo aquellos que me has dado, para que vean mi gloria que me has dado» (Juan 17:24). Esto fue parte de su oración. Pero más profundo que la gloria es el amor que nos lleva allí. Todavía no estamos en la gloria, pero ya estamos en el amor que nos introducirá allá. La exhortación del Espíritu es: «Conservaos en el amor de Dios» (Judas 21). Que, «arraigados y cimentados en amor, seáis capaces de comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que sobrepasa a todo conocimiento» (Efe. 3:17-19). Tal era la ferviente oración del apóstol por los creyentes.

¡Quiera el Señor darnos a conocer lo que es permanecer en el gozo constante de este amor, a causa de su nombre!

6 - Los espinos y los abrojos, o la apostasía (Hebreos 6)

Este capítulo es uno de los tres principales pasajes del Nuevo Testamento de los que Satanás se sirve continuamente para atormentar a los hijos de Dios y hundirlos en la angustia. Los otros dos en los que pienso son Juan 15:2 y Hebreos 10:26.

No describe la condición de alguien verdaderamente convertido que simplemente se apartó, sino que se refiere a un apóstata, a alguien que abandonó toda la verdad. Si usted es un hijo de Dios, sigue siendo hijo, aunque esté en buen o mal estado espiritual. Si está en buen estado, goza de la comunión con Dios. Si está en mal estado, perdió el gozo, pero siempre sigue siendo un hijo, aunque sea desobediente. Mientras que los que están descritos en los distintos pasajes mencionados aquí, jamás pasaron por el nuevo nacimiento.

Notemos que esto se introduce aquí como un paréntesis que comienza en el capítulo 5:11. Luego en el capítulo 7 el autor prosigue su tema: «Porque este Melquisedec…». Entonces debemos enlazar los últimos cuatro versículos del capítulo 5 con el capítulo 6 para comprender bien la continuidad del pensamiento. La epístola se dirige a judíos que profesan el cristianismo. En efecto, había en medio de ellos verdaderos creyentes que tenían un brillante testimonio, pero la carta estaba destinada a todos aquellos que habían sido educados en la religión tradicional del judaísmo. El cristianismo había sido introducido y todo había cambiado. Formas, ceremonias, mandamientos exteriores; todo esto había sido reemplazado por el conocimiento del Hijo de Dios –un Hombre vivo a la diestra de Dios– y por la fe que encuentra en esta Persona viva –Jesucristo el Señor– su todo para el presente y para la eternidad. El cristianismo, como consecuencia, es un sistema celestial: tiene que ver con el cielo. El judaísmo era para la tierra; era un sistema terrenal.

Satanás se esfuerza constantemente en desviar los pensamientos del hombre hacia la tierra; quiere que los corazones estén ocupados con todo lo que no tenga que ver con un Cristo vivo en la gloria de Dios. Al contrario, el propósito del Espíritu Santo es atraer nuestros corazones hacia este Hombre vivo, ese Cristo de Dios en la gloria, y así desligarlos de todo lo que es terrenal y carnal.

El peligro que amenazaba a los judíos convertidos era el de abandonar, a causa de la persecución, al Cristo celestial y volver al ritual terrenal que Dios había puesto de lado. El judaísmo recibió el golpe mortal en la cruz de Cristo. Allí fue su fin, viniendo a ser como un cuerpo muerto a los ojos de Dios. Y ¿qué hace Dios? Envía al general romano Tito, y luego a Trajano, para barrerlo y hacerlo desaparecer de la escena. El tiempo de las ceremonias exteriores pasó, y el Espíritu de Dios atrae a aquellos que formaban el antiguo pueblo de Dios hacia Cristo en la gloria. En el capítulo 5 el autor reprocha a los hebreos por ser niños, en vez de ser hombres maduros (v. 12-14). En 1 Corintios 3, cuando escribe a los griegos, imbuidos de filosofía, Pablo dice: «Os di a beber leche, no alimento sólido; porque no lo podíais soportar, y ni aun ahora lo podéis» (v. 2).

Lo que impedía el crecimiento de los corintios era mayormente la filosofía. Lo que impedía crecer a los hebreos era la religión tradicional. Sabemos qué freno constituye esto todavía hoy. Si Dios nos hizo salir para reunirnos alrededor de su Hijo, y en su nombre, si nos mostró cuál es su pensamiento en cuanto a la Iglesia de Dios, lo debemos solamente a su soberana gracia.

El alimento sólido es para los hombres maduros. Hemos visto que el autor pone en contraste el cristianismo, espiritual y celestial, con el judaísmo, sistema terrenal y ahora carnal. Este último, aunque establecido por Dios en su origen, llegó a ser tal porque Cristo vino y fue rechazado; a partir de aquel momento nada más tiene Dios que decir al hombre en la carne. Todo debe ser celestial, relacionado con el Hombre que está a la diestra de Dios. Por eso, en esta epístola, un niño es quien está todavía asociado a lo que simplemente llama a los sentidos y que no está únicamente en relación con un Cristo vivo, allí donde se encuentra.

«Por tanto, dejando los rudimentos de la doctrina de Cristo, sigamos adelante hacia la perfección» (Hebr. 6:1). La expresión «los rudimentos de la doctrina de Cristo» hace alusión al judaísmo, a su origen divino, y a Cristo, Mesías, jefe y centro de todo esto. Cuando se dio muerte al Mesías, el judaísmo terminó completamente delante de Dios. Por tanto, el Espíritu dice que se debe quitar lo que es terrenal y avanzar hacia la perfección. Cuando habla de perfección en esta epístola, el apóstol se refiere a Cristo en la gloria celestial.

La palabra «perfecto» es empleada de distintas maneras en la Escritura. Debemos conocer el alcance del pasaje para comprender de qué manera se utiliza. Por ejemplo, a Abraham se le dice que ande delante de Dios y sea perfecto (Gén. 17:1). Su perfección debía ser una dependencia absoluta del Dios que lo había llamado a salir para ser un peregrino. La perfección de Israel consistía en no tener nada que ver con los ídolos. No fueron perfectos: cayeron en la idolatría.

Nuestra perfección consiste en ser siempre semejantes a nuestro Padre, en ser siempre misericordiosos. Él «hace que su sol se levante sobre malos y buenos» (Mat. 5:44-45). Dos veces se menciona la perfección en el capítulo 3 de la epístola a los Filipenses: primero en el versículo 12, en el cual Pablo dice: «No… que ya sea perfecto». Aquí «perfecto» significa ser semejante a Cristo en la gloria, y concluye: «no considero que lo haya alcanzado» (v. 13). Pero unos versículos más adelante, dice: «Así que, todos los que hemos alcanzado la madurez espiritual» (v. 15). Aquí el hecho de ser perfecto se refiere al objeto del corazón, a tener nuestra alma levantada a Cristo, adonde él está ahora en el cielo, quitándola completamente de la tierra, unidos a él allí donde se encuentra, y haciéndonos semejantes a él allí.

Todo lo que tenemos en los dos primeros versículos de Hebreos 6 es parte del judaísmo y muy conocido por los judíos. Era necesario que hubiese «el arrepentimiento de obras muertas». Seguramente algunos tenían «la fe en Dios» (v. 1). En cuanto a los «bautismos» sabemos que se trata de los numerosos lavados del ritual judío; los sacerdotes debían lavar sus manos y pies; las víctimas debían ser lavadas antes de ser ofrecidas; aquellos que estaban sucios debían lavar sus vestidos como sus cuerpos, etc. En cuanto a la «imposición de manos», se conocía en el judaísmo la imposición de manos del sacerdote, y la imposición de manos del adorador sobre la cabeza de la víctima. «La resurrección de los muertos» (v. 2) era conocida perfectamente entre los judíos. No así la resurrección de entre los muertos, porque es doctrina del Nuevo Testamento. En el judaísmo, había cierto nivel de conocimiento; pero el velo no había sido rasgado. Cristo no había muerto y el hombre no se consideraba enteramente arruinado. Pero ahora Cristo vino, entró en la muerte y ha resucitado de entre los muertos. El corazón entonces está unido a él allí arriba, en la gloria del cielo. El próximo evento anhelado es su retorno para resucitar a los suyos de entre los muertos. Su resurrección es el modelo y la garantía de la de ellos.

Entonces, dice el autor, poniendo de lado esos rudimentos («principios» V.M.) –y también el «del juicio eterno» (v. 2), porque todo judío creía en él– vayamos adelante a la perfección. No hay que detenerse en esas cosas ahora, dice, sino ir adelante y aprender que el juicio, el juicio eterno que merecen, ya fue sufrido por otro. Y como ya recayó sobre él, no vendrán a juicio, están al otro lado de la muerte y del juicio.

Los versículos 1 y 2 se relacionan con el judaísmo, y los versículos 4 y 5 con el cristianismo puramente profeso. Digo profeso porque faltan dos cosas que constituyen la esencia misma del cristianismo viviente. Aquí no hay ninguna mención a la vida divina, ni tampoco a la posesión del Espíritu Santo, como sello de Dios. Pero me dirán que una vez «fueron iluminados»; ¿no quiere decir esto que son convertidos? ¡No! En Juan 1:9 se dice del Señor Jesús: «La verdadera luz es la que, viniendo al mundo, alumbra a todo hombre». ¿Se convirtió todo hombre? Absolutamente no, pero todo hombre que viene al mundo es introducido en el lugar donde brilla la luz. ¿Echa mano todo hombre de la luz, aunque brille? Sabemos que no. El sol brilla sobre esta tierra día tras día, y derrama su luz ampliamente. Pero un ciego ¿es consciente de esto? No, y el sol no deja de brillar por eso. Alguien es iluminado cuando la luz llega a él. Es así con las buenas nuevas del Evangelio. Son anunciadas al hombre sin que necesariamente las reciba o se convierta por ellas.

«Y gustaron del don celestial» (v. 4). ¿Significa esto que son realmente convertidos? No necesariamente. Pueden haberse mostrado emocionados y conmovidos de una manera sentimental. Cuántas personas han asistido a una predicación del Evangelio, han oído hablar de Cristo, han estado profundamente impresionadas momentáneamente, han tenido la intención de convertirse, de seguir a Cristo, y se fueron sin ser salvas, porque no hubo un trabajo en sus conciencias. Como los oyentes del terreno en pedregales, oyen «la palabra, y la reciben con gozo» (Mat. 13:20-21), pero la abandonan a causa de algunas dificultades. Gustaron el gozo de la Palabra, sintieron que era maravilloso que Dios pudiese amar a personas como ellos. Abandonan el lugar donde recibieron una impresión momentánea, y dejan todo después de haber gustado el gozo.

«Y fueron hechos partícipes del Espíritu Santo» (v. 4). ¿Qué es ser partícipe del Espíritu Santo? El Espíritu Santo descendió como consecuencia de la muerte, resurrección y ascensión del Señor Jesucristo. Y en la tierra mora en cada creyente. Pero también mora en aquello que profesa el nombre del Señor aquí abajo, esto es, en la Casa de Dios. Por lo tanto, si alguien se encuentra en la esfera donde él actúa, en ese sentido es partícipe del Espíritu Santo. En los principios del cristianismo, cuando el autor escribía, se congregaban en el nombre del Señor, y con el Espíritu Santo en medio de ellos. Se tenía plena conciencia de la presencia del Espíritu Santo y de sus manifestaciones de poder (consideremos, por ejemplo, el don de lenguas). Él daba testimonio ante el pueblo de Dios y ante el mundo. Estaba presente con tal poder que si un extraño entraba comprobaba que Dios estaba presente. Había una atmósfera de amor y de poder que se podía sentir. Así, si un desconocido entraba y tomaba lugar allí, se encontraba en medio de una asamblea de personas donde actuaba el Espíritu Santo y, en este sentido, era partícipe del Espíritu Santo, gustando su influencia.

«Y gustaron la buena palabra de Dios» (v. 5). Aun así, no significa que la vida divina esté en tal alma. Un inconverso ¿puede admirar la Escritura? Sabemos que sí. Puede admirarla, sentir su hermosura, su profundidad, sin que su conciencia sea tocada. La Palabra de Dios le puede ser presentada y puede reconocer su valor sin ser vivificado por ella.

«Y los poderes del siglo venidero» (v. 5). El siglo venidero no es la eternidad, sino la tierra habitada en el futuro, durante el reino milenario del Señor Jesucristo. Y el poder de Satanás desaparecerá de esta escena, porque él mismo será atado en el abismo (Apoc. 20:2-3). Cuando llegue ese tiempo y Cristo reine, los cojos andarán, los ciegos verán, los enfermos serán sanados. En los primeros días de la historia de la Iglesia se conoció algo del poder de ese reino futuro. Un cojo anduvo y saltaba a la puerta del templo (Hec. 3:2-9). Un paralítico llamado Eneas se levantó e hizo su cama (9:34). Dorcas, que había muerto, volvió a la vida (v. 40-41). Traían a los enfermos en sus lechos para que la sombra de Pedro cayese sobre ellos y fuesen sanados (5:15-16); se llevaban a los enfermos los paños o delantales de Pablo y sus enfermedades se iban de ellos, y los espíritus malos salían (19:12). Tales eran los «poderes del siglo venidero». El Espíritu Santo muestra que podemos conocer todo esto y sin embargo no ser convertidos, no tener ni una chispa de vida divina. Cuando los discípulos echaban los demonios, sin duda que Judas también lo hacía; porque creía en el poder de su Maestro, aunque no tenía la vida.

En el versículo 6 de Hebreos 6, el autor afirma que aquellos que han gozado de estos privilegios y han estado bajo ese poder del Espíritu Santo y lo abandonan todo, «es imposible que… sean renovados para arrepentimiento, crucificando de nuevo por sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndolo a la ignominia pública». ¿Qué había hecho el pueblo? Había crucificado al Hijo de Dios. ¿Qué hacían estas personas? Lo que sus padres hicieron. Si usted abandona el cristianismo, abandona a este Cristo celestial, Dios dice que no tiene nada más que ofrecerle; ha empleado todos sus recursos sin resultado.

¿Por qué dice que es imposible que sean otra vez renovados para arrepentimiento? Porque el arrepentimiento siempre se produce en el alma por la Palabra de Dios, como resultado de recibir el testimonio del Espíritu de Dios. Dios no tiene otro testimonio que dar. Cuando Dios envió a su Hijo a este mundo, ¿qué hicieron los hombres? Le escupieron y le dieron muerte. ¿Qué hizo Dios? ¿Sacó la espada del juicio? No. Hizo subir a Cristo al cielo, y del cielo envió al Espíritu Santo para decir al hombre: “No has querido a mi Hijo como Cristo terrenal, ¿quieres aceptarlo ahora como Cristo celestial?”. Si el hombre rechaza esto, si rechaza a un Cristo celestial, Dios, por así decirlo, declara que no hay otro medio de producir el arrepentimiento hacia él y la fe hacia el Señor Jesucristo.

Como dijo un hermano: “Si después de haber estado bajo la influencia de la presencia del Espíritu Santo, gustado la revelación de la bondad de Dios y sentido las pruebas de su poder, si después de esto se abandona a Cristo, no queda ningún otro medio para renovar el alma y llevarla al arrepentimiento. Los tesoros celestiales ya fueron esparcidos, el hombre los desechó y los tuvo como algo sin valor; se rechazó la plena revelación de la gracia y del poder después de haberlos conocido. ¿Qué medio se puede usar ahora? Era imposible volver al judaísmo y a los primeros rudimentos de la doctrina de Cristo contenidos en él, después de que la verdad había sido revelada. Por otro lado, la nueva luz había sido conocida y rechazada. En semejante caso había solamente la carne y no la nueva vida; los espinos y abrojos crecieron como en el pasado: no hubo ningún cambio real en el estado del hombre” (J.N.D).

Una vez que hemos comprendido que el pasaje que nos ocupa es una comparación entre el poder del sistema espiritual y el judaísmo, y que se trata del abandono del primero después de haberlo conocido, toda dificultad desaparece. La posesión de la vida no está supuesta aquí, ni tampoco se aborda esta cuestión. Este pasaje no habla de la vida sino del Espíritu Santo como poder presente en el cristianismo. «Gustaron la buena palabra de Dios» (v. 5) es haber descubierto cuán preciosa es esta Palabra, y no haber sido vivificado por medio de ella. Por eso, cuando habla a los cristianos judíos, el autor espera de ellos cosas mejores y que pertenecen a la salvación, de manera que todo lo que fue enumerado podía estar presente sin que hubiese salvación; tampoco podía haber fruto, porque el fruto supone vida.

Sin embargo, el autor no aplica esas palabras a los cristianos hebreos a los cuales escribe, pues, por muy malo que haya sido el estado de ellos, habían llevado frutos, pruebas de vida; y continúa dándoles ánimo y motivos para perseverar.

Notemos que ese pasaje es una comparación entre lo que se poseía antes y después de que Cristo fuera glorificado; entre el estado y los privilegios de los profesos de esos dos períodos, sin tocar la cuestión de la conversión personal.

Si, ante el poder del Espíritu Santo y la plena revelación de la gracia, alguien abandonaba el cristianismo, apostataba de Cristo y volvía atrás, no había otro medio para ser renovado otra vez para arrepentimiento. El inspirado autor no quería volver a poner el fundamento de los primeros rudimentos en cuanto a Cristo –de cosas ya viejas–, sino que quería ir adelante para provecho de aquellos que permanecían firmes en la fe.

¡Que esta sea la porción de todos nosotros!


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