Las sendas antiguas


person Autor: Jean MÜLLER 2

flag Tema: La vida cristiana

(Fuente: ediciones-biblicas.ch)


«Así dijo Jehová: Paraos en los caminos, y mirad, y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino, y andad por él, y hallaréis descanso para vuestra alma» (Jer. 6:16).

«Pero tú, persevera en lo que aprendiste y fuiste persuadido, sabiendo de quién lo aprendiste» (2 Tim. 3:14)

 

 

Vivimos en los últimos tiempos donde los peligros acechan a los que caminan con Dios. La desobediencia e ignorancia, a veces involuntaria, nos privan mucho de las bendiciones y privilegios de la Asamblea. Cuando el creyente hace lo que le parece bien en su propia opinión, causa una inevitable pérdida del testimonio de la Asamblea aquí en la tierra, y consecuentemente, la mano del Señor rica en bendiciones no permanece sobre ella (Jueces 21:25; 1 Tim. 3:15).

Las siguientes líneas nos van a recordar las cosas que hemos aprendido, con el deseo de llamarnos a caminar juntos por el viejo sendero asiéndonos del gozo de Cristo para el descanso de nuestras almas.

1 - La autoridad de la Palabra de Dios

La Palabra inspirada es la expresión completa de los pensamientos de Dios. Tiene su autoridad absoluta. Es la norma para la vida del creyente, tanto personal como de Asamblea. Es la Palabra de la gracia de Dios por la cual él nos edifica (Hec. 20:32).

La obediencia a su Palabra es el único modo de que Dios nos bendiga; y aunque haya una porción de las Escrituras que no responda a un problema en particular, en sujeción a su Palabra y aplicando sus consejos a nuestros corazones y mentes aprenderemos a conocer su voluntad (Prov. 2:10).

2 - Las dos naturalezas del creyente

Todo ser humano que nace en este mundo nace pecador (Rom. 5:12; Sal. 51:5).

El mal no radica en la naturaleza humana con sus facultades como tal, ni en la razón misma de que sea pecador. El veredicto que viene de las manos del Creador es: «muy bueno» (Gén. 1:31); mas como descendiente de Adán, en el hombre solo se halla corrupción y miseria (Is. 1:6; Rom. 3:10-18). Dios mismo ha declarado este estado irremisible (Is. 2:22; Efe. 2:12).

Creyendo en la persona de Cristo y en su obra, el creyente recibe el don de la vida eterna de parte de Dios, a saber, Cristo mismo (1 Juan 5:11, 20). Al ser despojado del viejo hombre, el creyente es revestido del nuevo hombre (Efe. 4:22-24). Se convierte en un hijo de Dios, y como tal, es llevado dentro de la familia del Padre (Juan 1:12). Desde este momento, el creyente (alma, cuerpo y espíritu) con sus plenas facultades, viene a ser la morada de dos naturalezas: una que es «espiritual» y otra que es «carnal» (Juan 3:36).

La existencia mutua de estas dos naturalezas en el creyente, causa un conflicto interno entre la carne y el espíritu, y el creyente negligente producirá «las obras de la carne» antes que «el fruto del espíritu» (Gál. 5:19, 23).

3 - La Casa de Dios en la tierra y el Cuerpo de Cristo

Cada creyente nacido de nuevo y sellado por el Espíritu Santo es una piedra viva en la Casa de Dios, al mismo tiempo que un miembro del Cuerpo de Cristo (1 Pe. 2:5; Rom. 12:5). El Cuerpo de Cristo no puede ser dividido. A diferencia de ello, los planes que Dios tenía desde el principio para su Casa aquí en la tierra se han deshecho a causa de la infidelidad del hombre. La cristiandad se ha transformado en una casa grande donde solamente «conoce el Señor a los que son suyos» (2 Tim. 2:19).

La característica principal de la Casa de Dios, el templo del Espíritu Santo, es la santidad (1 Cor. 3:16; Sal. 93:5; 1 Pe. 1:15-16). Ahora bien, lo que es santo no quitará lo inmundo y lo que es inmundo siempre contaminará lo que es santo (Hageo 2:12-13). La levadura, figura del mal moral o doctrinal, leuda toda la masa (1 Cor. 5:6; Gál. 5:9).

El cristiano que desea permanecer fiel a su Señor es llamado a salir hacia Él, fuera del campamento, y también a separarse de los vasos de deshonra (Hebr. 13:13; 2 Tim. 2:20). Al igual que el mantenerse alejado de los falsos maestros esto también supone la separación de aquellos que se contaminan al asociarse con ellos, y los que invocan el nombre del Señor con corazón limpio querrán entonces reunirse juntos, obteniendo la promesa de que Él está en medio de ellos (Mat. 18:20).

4 - La asamblea local: su naturaleza y responsabilidad

Jesucristo es la fuente de donde mana la vida y la actividad de los santos, en virtud de la obra del Espíritu Santo para la edificación del Cuerpo, a saber, la Asamblea. Todos los creyentes son miembros los unos de los otros y son exhortados a «guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Efe. 4:3).

La esfera colectiva de los santos se desarrolla en la asamblea local. Allí se adora al Padre y las oraciones de los suyos le son presentadas. La asamblea también recibe su alimento espiritual de Cristo: los dones. Si toda actividad es llevada a cabo en un espíritu independiente de la asamblea, no producirá a la larga ninguna bendición, aunque al principio pueda parecer que sí.

Asimismo, la Asamblea obtiene la prerrogativa de atar y desatar en la tierra (Mat. 18:18). La decisión de una asamblea tomada en el Nombre del Señor en cierto lugar por aquellos que se reúnen alrededor de Él, es ratificada en el cielo. Toda asamblea representando el Cuerpo de Cristo reconoce este principio a simple vista. La consistencia en esta práctica por parte de las asambleas constituye una verdad fundamental, partiendo de la misma base de su existencia.

5 - Los dos ministerios del Evangelio y de la Asamblea

Durante el periodo de la dispensación de la gracia, Dios continúa separando del mundo un pueblo para su Nombre. El propósito de Cristo es el de edificar su Cuerpo. A tal efecto, cada miembro recibe la gracia según la medida del don de Cristo (Efe. 4:7). Existen, en especial, los evangelistas, que introducen nuevas almas en la Asamblea, y los pastores y maestros que trabajan para el perfeccionamiento de los santos (Efe. 4:11-12). Finalmente, encontramos la edificación del Cuerpo en amor (Efe. 4:16).

El apóstol Pablo era un ministro del Evangelio y de la Asamblea (Col. 1:23, 25). Sus dos ministerios se realizaron en total armonía para que el propósito de Dios se cumpliera; y ahora se nos invita a cooperar juntos en el doble aspecto de esta obra «según la actividad de cada miembro» (Efe. 4:16).

6 - La disciplina en la Asamblea

La responsabilidad de la Asamblea es ejercida por la Palabra de Dios en su círculo interior, donde los derechos del Señor son perfectamente reconocidos. La autoridad que el Señor ha encomendado a su Asamblea en la tierra debe ejercerse con temor, con la convicción de que él dará su consentimiento y aprobación.

Las decisiones de una asamblea no son infalibles, aun cuando «por muchos» sean tomadas (2 Cor. 2:6). El que piensa que ha sido mal tratado debiera fielmente encomendar al Señor su camino (Sal. 37:5-6). La paciencia, humildad y un espíritu de mansedumbre son necesarios para todos, y si nuestra fe no decae el Señor no tardará en dar su respuesta (2 Cor. 10:6).

La asamblea que se niega a juzgar un mal a través de la disciplina, pierde su carácter de Asamblea de Dios. Por otra parte, está la gracia, que puede restaurar a las almas y levantarlas de su caída; y la disciplina, que como su nombre indica lleva el propósito de curar las heridas, es precisamente la prerrogativa del amor.

La Palabra nos enseña a ser moderados en lo que al juzgar se refiere. El vocablo «transgresor» o «impío», debe utilizarse únicamente para describir el carácter de un hermano que persiste en un mal moral o doctrinal serio. La mesa de los demonios es la expresión de la idolatría y no se puede vincular a ninguna reunión de hermanos (1 Cor. 10:21). El apóstol utiliza la expresión refiriéndose a lo que es sacrificado a los ídolos para destacar un principio relevante y general: participar en la comunión de una mesa es participar en todo lo que está relacionado con ella. De ahí que muchos creyentes andan en error eclesiástico, sin así mostrar el carácter de impíos y menos aún, el de participar en la mesa de los demonios, pero con los cuales no podemos tener comunión a la mesa del Señor.

7 - La Cena del Señor y la Mesa del Señor

La Cena del Señor es el memorial de su muerte mientras él está ausente (1 Cor. 11:26). El corazón de cada creyente debiera sentir la necesidad de respuesta a la conmovedora invitación del Salvador. El participar del un pan (tipo de la muerte de Cristo, como hombre, en su cuerpo dado por nosotros) es la expresión terrena de la unidad del Cuerpo de Cristo (1 Cor. 10:17).

La Cena del Señor (el memorial) y la Mesa del Señor (la comunión) tienen su distinción en la Escritura, aun cuando están íntimamente relacionados. Cuando respondemos al deseo del Señor de participar de su Cena, significa el reconocimiento de sus derechos sobre nuestras vidas (1 Cor. 11:27-32) y sobre su Mesa en la asamblea. Allí es donde los creyentes se someten a la disciplina en sus variadas formas: se someten en práctica «unos a otros en el temor de Cristo» (Efe. 5:21).

8 - La Mesa del Señor y la unidad del Espíritu

La acción colectiva que los santos realizan al tomar parte en la Cena del Señor alrededor de su Mesa en la asamblea, no es más que la expresión local de la totalidad del Cuerpo de Cristo.

El Señor nos ofrece el privilegio de recibir a su Mesa a cada creyente que camine en la verdad y en la doctrina de Cristo, y quien desee participar de la Cena deberá conocer el camino que va a emprender y el carácter del testimonio colectivo. Al partir el pan se entra en la esfera de la disciplina de la Asamblea.

La misma verdad de la unidad del Cuerpo conlleva otras consecuencias prácticas:

1. Ningún creyente puede decidir por sí mismo el poder tomar parte en la Cena afirmándose en la base de su propia responsabilidad, como si él mismo pudiera juzgar su estado. No es libre de partir el pan solo, sin la compañía de hermanos de su clase. Un hermano, él solo, no tiene la autoridad para decidir quiénes pueden o no participar de la Cena del Señor.

2. El recibir o no a un creyente que visita la asamblea por un tiempo a la Mesa del Señor, es una decisión que ella misma debe tomar con sumo cuidado, y con la firme convicción de considerar la opinión general de los hermanos. No debe existir nunca en nadie la intención deliberada de un estado independiente que desea ir allí donde le parece.

3. Para acabar, la asamblea reunida en el nombre del Señor no recibirá a nadie que presente su propio testimonio para acceder al partimiento del pan. La carta de recomendación tiene aún su medio escritural para conservar la comunión práctica entre las asambleas (2 Cor. 3:1).

9 - El bienestar de la grey de Dios

La separación del mal sigue siendo el principio divino de unidad en tiempos de declive espiritual, y se efectúa alrededor de Cristo. En los tiempos del profeta Nehemías había la necesidad de apuntalar y poner murallas alrededor de Jerusalén; los guardas estaban sobre los muros (Is. 62:6). Mientras nos esforzamos en realizar esta separación con humillación y dolor no dejemos de pensar en el bienestar de la grey de Dios.

¡Que podamos ser el ejemplo de esa gracia que trae nuestros corazones cerca de Cristo y lleva hasta él el deseo de nuestras almas mientras esperamos su venida!

10 - El llamado a nuestros corazones

Amados hermanos, el Señor nos ha tenido a bien revelar sus pensamientos, referente a la vocación celestial de su Iglesia, y también en relación a su testimonio en su marcha sobre la tierra. Tenemos el encargo juntos, de guardar estas verdades (2 Tim. 1:14). A pesar de lo que se dijo en tiempos del profeta Malaquías, no es por demás servir a Dios en temor y andar afligidos en presencia de Él (Mal. 3:14)

¿Hemos abandonado nuestro «primer amor» que es Cristo? (Apoc. 2:4). Él nos llama al arrepentimiento para que «afirmemos las cosas que están», en guardar su Palabra y no negar su Nombre (Apoc. 3:2, 8). Todos juntos, hagamos caso a su voz con el corazón frágil, humilde y contrito (2 Crón. 34:27; Sal. 51:17). Permanezcamos confiados en los recursos de la gracia del Señor y en la autosuficiencia de su nombre.

 

«No traspases los linderos antiguos que pusieron tus padres» (Prov. 22:28)

«Si fueren destruidos los fundamentos, ¿qué ha de hacer el justo?» (Sal. 11:3).


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