Índice general
«Compra la verdad, y no la vendas»
Proverbios 23:23
: Autor Louis GIBERT 1
: TemaLa vida cristiana
«¿Qué es la verdad?» (Juan 18:38). Pilato, con la conciencia intranquila, habiendo hecho esta pregunta a Jesús y sin esperar su respuesta, salió para intentar desviar al pueblo de sus intenciones homicidas; todos estaban bajo el poder de Satanás, padre de mentira y homicida desde el principio (Juan 8:44). Y poco después el pueblo gritó: «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Juan 19:6).
La pregunta quedó formulada; en todos los tiempos, los sabios de la tierra han intentado en vano resolverla solo con los recursos de su mente. Esta pregunta debería atormentar cada vez más al mundo, si su jefe no lo sedujera para arrastrarlo hacia el juicio eterno.
Pero tiene una respuesta para toda alma que se inclina, por la fe, ante la triple declaración de las Escrituras:
- Jesús dijo: «Yo soy... la verdad» (Juan 14:6).
- «Tu Palabra es la verdad» (Juan 17:17).
- «El Espíritu es la verdad» (1 Juan 5:6).
Y todo aquel que cree en Jesucristo, por quien vino la verdad, es liberado del dominio de Satanás y de los engaños de los hombres (Efe. 4:14):
- conoce la verdad y esta lo libera (Juan 8:32);
- está en el Verdadero (1 Juan 5:20);
- la verdad está en él (2 Juan 2) y él está en la verdad (Juan 18:37);
- anda en la verdad (3 Juan 3);
- escucha la voz de Jesús, la voz de la verdad (Juan 10:27).
¡Qué gracia, pues, creer la verdad! Todos los que no creyeron en la verdad, sino que se complacieron en la mentira, serán condenados (2 Tes. 2:12).
1 - ¿Cómo comprar la verdad?
Esta compra excluye, no hace falta decirlo, la idea de un precio que hay que pagar, de una suma que hay que desembolsar. La plata no se pesa para comprarla (Job 28:15); ningún recurso humano permite su adquisición. Solo la fe permite poseerla, con la salvación que Dios da en Jesús, su don inefable (2 Cor. 9:15).
¿Entonces no hay que hacer ningún sacrificio para esta bienaventurada adquisición? ¡Por supuesto que sí! Primeramente un renunciamiento de todo el ser, que se somete, según la obediencia de la fe (Rom. 16:26), a la acción del Espíritu de verdad. Entonces, de su propia voluntad, Dios opera en el alma este nacimiento por la palabra de verdad (Sant. 1:18). Es la conversión.
Pensemos en el apóstol Pablo, interpelado por Cristo en el camino a Damasco. Si conocemos un poco nuestro corazón, comprenderemos el sentido de la frase del Señor: «¡Dura cosa te es dar coces contra los aguijones!» (Hec. 26:14). Pablo debía abandonar toda justicia propia que exalta al hombre, en la cual se complacía (Fil. 3:4-9).
Este es el precio que todos debemos aceptar para que nos sea posible comprar la verdad. ¡Cuántas almas tropiezan ante la necesidad de estimar como basura lo que forma el orgullo de su vida, recta a sus propios ojos! ¡Nada más que basura! ¡Qué menosprecio por su esfuerzo hacia el bien, por su conducta digna, por la consideración de los demás, en los cuales hasta ahora estaban satisfechas!
Pero, al estimarnos como basura, concordamos con el Dios justo y santo, quien nos muestra nuestro estado de muerte en nuestros delitos y pecados. Esta convicción de pecado es aún el trabajo de su gracia en nuestros corazones. Tal es la primera condición para la adquisición de la verdad. Acudimos, sin recursos propios, despojados de toda pretensión, deprovistos de todo bien según Dios; y aceptamos lo que Dios declara: «No hay justo» (Rom. 3:10).
Entonces también se hace oír la voz de Jesús: «Venid a mí... y yo os daré descanso» (Mat. 11:28). En ese momento Dios puede decirnos: «Dame, hijo mío, tu corazón» (Prov. 23:26). Es como una segunda condición que él pone; y si bien es lo único, esto deja a un lado todo el atractivo que el mundo presenta a nuestros corazones, porque agrega: «Y miren tus ojos por mis caminos».
Dar su corazón… A menudo se usa esta expresión de los Proverbios para hablar de la conversión. Pero una verdadera conversión no es solamente la adhesión a una enseñanza bíblica; no puede desprenderse de un simple acercamiento del corazón producido por el Evangelio. No, porque dar el corazón a Dios, al Salvador, implica lo que el Señor dijo al joven rico: «Vende cuanto tienes… y ven, sígueme» (Marcos 10:21). Es el renunciamiento a lo que hasta ahora ha dominado el corazón; es la obediencia a la verdad. Así uno compra la verdad; todo el ser es asido por Cristo y, desde entonces, desea apegarse a él, aceptando también la carga de su oprobio y del desprecio del mundo.
Dar su corazón es más que la intención de alimentar la imaginación o de progresar en la ciencia religiosa. Si no damos verdaderamente todo nuestro corazón a Jesús, para conocer en él la verdad y andar en la verdad, podemos estar seguros de alinearnos entre los que siempre aprenden sin llegar jamás al conocimiento de la verdad (2 Tim. 3:7). Es un estado de alma engañoso y lleno de peligros.
2 - ¡No vender la verdad!
Pero Proverbios 23:23 también presenta un deber en cuanto a la verdad: «No la vendas».
Esta orden, ¿se refiere únicamente al hecho de que el Señor dijo: «Gratuitamente recibisteis, dad gratuitamente» (Mat. 10:8), y: «Más dichoso es dar que recibir»? (Hec. 20:35). El apóstol predicaba «el evangelio gratuitamente» (1 Cor. 9:18). ¿Acaso era para cerrar la boca a los incrédulos, inclinados a decir: “El cristianismo es una religión de dinero; siempre se nos pide dar, incluso para tener un lugar en el cielo.”?
No, pues sería anular lo que Dios dijo y repite: «Venid… los que no tienen dinero… Venid, comprad sin dinero y sin precio» (Is. 55:1). La salvación es el don de Dios en Jesús, quien es, él mismo, el don de Dios.
¿Cuál es, pues, el sentido de esta orden relacionada con la verdad: «No la vendas»?
En el campo de las cosas terrenales uno no se desprende, ni siquiera por un gran precio, de aquello que quiere mucho; a menudo el corazón se apega incluso a los objetos materiales como si estos tuvieran un alma. Se evocan muchos recuerdos, el querido pasado tiene tanto valor para el corazón…
¿Vender la verdad? Instintivamente, el fiel se niega a hacerlo. Sin embargo, tengamos cuidado, porque hay tantas maneras de manifestar que la verdad, después de todo, no nos es tan preciosa como lo afirmamos con palabras.
Recordemos a este respecto los más humillantes ejemplos de la Palabra: Esaú vendió su primogenitura por un plato de lentejas. ¿Aquel momento de cansancio producido por las faenas de la caza, qué le importaban las promesas hechas a Abraham y la espera de «la ciudad que tiene [los] cimientos»? Perdió todo derecho a la bendición, por lo cual fue desechado, aunque la buscó con lágrimas (Hebr. 11:10; 12:16-17). Judas, en quien Satanás iba a entrar, ya había concluido con los hombres religiosos y los jefes del pueblo, el innoble trato: por treinta piezas de plata vendió al Justo (Amós 2:6) y entregó la sangre inocente. Por trescientos denarios hubiera vendido el perfume de María, que era de un valor incalculable para el corazón del Salvador.
Estos son los solemnes descarríos del incrédulo o del corazón manchado con la horrible lepra del amor al dinero. Los creyentes igualmente estamos expuestos a faltar, aunque en menor grado; y esto sería un real menosprecio de la verdad y de las riquezas que ella contiene en Jesús. Podemos estar inclinados a venderla, como al por menor, por ejemplo, desconociendo el valor de congregarnos en torno al Señor, menospreciando su día santo al andar en nuestros propios caminos (Is. 58:13-14), buscando distracciones y goces mundanos en lugar de los beneficios de su Presencia en medio de los suyos. «Sin dejar de congregarnos», exhorta el apóstol (Hebr. 10:25).
Temamos que nuestros corazones se aparten de la verdad que está en Cristo Jesús. Manifestar indiferencia a su respecto o abandonar aunque sea una parte, sería vender la verdad. Mantengamos nuestras almas purificadas «por la obediencia a la verdad» (1 Pe. 1:22).
«Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón» (Prov. 4:23). Querido hermano o hermana no olvide esta exhortación. Si usted verdaderamente ha entregado su corazón al Señor, ¿lo dejaría atar uniéndose, sea a los incrédulos –lo que sería la peor manera de vender la verdad en vez de estarle sumiso– sea incluso a cristianos quienes lo llevarían fuera del sendero de la fe trazado por Dios en medio de la confusión que reina en la cristiandad profesa?
¡Cuántas vidas malogradas existen por falta de la comunión en Dios y con Dios, y cuántos ejercicios dolorosos en el hogar, día tras día! ¡Que el Señor lo guarde!; no venda la verdad a la cual usted debe estar sumiso, cuando la Palabra le ordena que no se una «en yugo desigual».
Además, para nosotros, hoy en día, es grande el peligro de conceder a la verdad menos precio del que tuvo para los que nos precedieron en el camino de la fe. Aquellos, por su fidelidad, trabajaron para edificar «un muro» (Neh. 7) para salvaguardar sus almas y las nuestras. En su tiempo compraron la verdad, poniendo el conocimiento de la verdad según Dios por encima de los lazos, aunque muy estrechos, que los unían a otros cristianos.
Con verdadero dolor en el corazón, esos creyentes fieles se apartaron de la cristiandad profesa, por obediencia al Señor, para hallarlo fuera del campamento y seguirle en el camino de Su propio testimonio.
Nos corresponde cerrar las brechas en este muro que hemos dejado abrir en lo concerniente a nuestra seguridad espiritual, en cuanto a ese testimonio que debemos dar del Señor. Todos tenemos que velar sobre nuestras almas. No vendamos la verdad que era tan preciosa para aquellos fieles creyentes, cuando el Espíritu de Dios, hacia el año 1820 (principio de un despertar espiritual que duró varias décadas), comenzó a sacarla a la luz, después de tantos siglos de tinieblas y tantos años de sueño espiritual para aquellos a quienes la Reforma, no obstante, había esclarecido.
Podemos comprender un poco que sus corazones fueran asidos por la verdad, al comprobar lo poco que quedaba de la verdadera enseñanza evangélica a principios del siglo diecinueve. ¡Qué pobreza espiritual en lo que era predicado: un evangelio privado de toda su divina sustancia, carente de la predicación de la cruz! ¡Esas almas despertadas tenían hambre de la Palabra de Dios y sed de la verdad!
Entonces, Dios suscitó a hermanos piadosos, espíritus esclarecidos mediante los cuales él obraba, apartándolos de toda organización humana, consagrándolos al bien del rebaño, presentando a Cristo como alimento. Entonces todas las verdades que emanan de su obra y conciernen a su persona, en la espera de su regreso, fueron recibidas con gozo y diligencia por esos corazones cuyo caminar en la senda de la verdad era un testimonio que se daba de Cristo, nuestro Señor. Y todavía nos beneficiamos de esta fidelidad.
No cedamos a un pesimismo que olvidaría la gracia del Dios fiel. Quizás nos oprime el sentimiento de los esfuerzos redoblados del Adversario para perjudicarnos y consumar la ruina de la cual cada uno somos responsables. Por lo tanto, pongamos cada vez más atención en el mandato divino: «Compra la verdad, y no la vendas».