Índice general
Las dispensaciones
: Autor Jacques-André MONARD 13
: TemaLas diferentes dispensaciones
(Fuente autorizada: creced.ch)
0 - Prólogo
En el lenguaje cristiano, llamamos comúnmente dispensaciones o economías a los diferentes períodos de la historia de la humanidad. No son las épocas distinguidas por los grandes acontecimientos que retienen la atención del mundo, sino los períodos caracterizados por las revelaciones que Dios hizo a los hombres y por las disposiciones que tomó para con ellos en su soberana administración.
La revelación de Dios ha sido progresiva. No significa ello que la inteligencia del hombre, en el transcurso del tiempo, haya hecho progresos que le permiten comprender siempre mejor quién es Dios; sino, más bien, que quiso Dios comunicar su voluntad, sus pensamientos, sus designios, por etapas sucesivas, dependiendo la revelación de cada etapa a la vez de la conducta del hombre respecto a la revelación precedente y de los designios soberanos de Dios.
Las comunicaciones divinas pusieron a los hombres que las recibieron –ya sea Adán, Noé, Abraham, el pueblo de Israel, u otros– en una particular posición de responsabilidad. Y la historia bíblica nos muestra, en cada caso, cómo el hombre cumplió con su responsabilidad. Mal, la mayoría de las veces. Pero a la historia decepcionante del hombre responde la revelación gloriosa de la gracia de Dios, la cual “sobreabundó” cuando el pecado abundó (Romanos 5:20).
Hoy, el conjunto de la revelación de Dios está entre nuestras manos. ¿Cómo podemos hacer buen uso de lo que ha sido comunicado a otros en los tiempos precedentes? Sin duda, recibiendo por fe todo lo que la Palabra de Dios nos dice, pero también comprendiendo las diferencias entre las diversas condiciones en las cuales se encontraban los hombres a los cuales Dios se dirigió. Eso evitará que caigamos en deplorables equivocaciones, especialmente cuando se aplican a los cristianos elementos caducos del sistema legal instituido en otro tiempo por Dios en Israel, y que seamos privados así de las plenas bendiciones del cristianismo. Otro error también sería dejar simplemente de lado el Antiguo Testamento, en lugar de leerlo a la luz del Nuevo.
Este tema es inmenso, puesto que se trata de toda la revelación de Dios, de lo que el hombre hizo de ella y de los caminos de Dios para con él a lo largo del tiempo. Por ello, sólo hemos podido esbozar algunas líneas generales. Las abundantes referencias bíblicas introducidas en el texto permitirán al lector, no sólo comprobar lo que se expone, sino ampliar sus conocimientos acudiendo a la fuente, y fundar así sus convicciones en la misma Palabra de Dios.
Plan de la obra
- Introducción
- Esbozo de las diversas dispensaciones
- El pueblo de Israel, los gentiles y la Iglesia
- Los pactos
- El reino de Dios
- La ley y la gracia
- El gobierno de Dios
- Conclusión
Como lo vemos, este escrito no está elaborado como una presentación cronológica de las dispensaciones. Para ayudar al lector a comprender mejor las analogías y los contrastes que hay entre las diversas dispensaciones, ha parecido preferible dividir la obra en grandes temas, que, tomados por separado, abarcan un muy largo período de la historia del hombre. Así, cada capítulo proporciona una visión general de varias dispensaciones, de lo que Dios ha querido revelar, y de las disposiciones que él ha tomado.
Esta estructura implica necesariamente ciertas repeticiones.
El cuadro expositivo añadido ayudará a tener una visión de conjunto de las dispensaciones.
1 - Introducción
1.1 - Una correcta aplicación de las Escrituras
La lectura de la Palabra de Dios a menudo nos coloca ante situaciones que nos parecen muy alejadas de nuestras circunstancias actuales. Ante nosotros tenemos hombres de épocas muy antiguas, que vivieron en civilizaciones muy diferentes de la nuestra. Pues bien, puede surgir la siguiente pregunta en nuestra mente: ¿En qué medida lo que les es dicho, lo que se les pide, lo que les ocurre, nos concierne a nosotros? En realidad, se trata de una pregunta fundamental.
Hablando a los corintios de los acontecimientos que habían conocido los israelitas cerca de quince siglos atrás, cuando salieron de Egipto, el apóstol Pablo dice: “Estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros” (1 Corintios 10:11). En el Antiguo Testamento hay relatos históricos, como también prescripciones que conciernen al servicio divino, que tienen para nosotros el valor de ejemplos. Éstos son figuras de las cosas que estaban por venir. Es una forma de enseñanza de extremada riqueza que Dios ha querido darnos.
A propósito de una ordenanza del Deuteronomio concerniente a los bueyes, Pablo pregunta: “¿Tiene Dios cuidado de los bueyes, o lo dice enteramente por nosotros?” Y responde: “Pues por nosotros se escribió” (1 Corintios 9:9-10). Aquí vemos el doble alcance de una enseñanza que, primeramente, parecía no tener nada que ver con nosotros. En su significado primario, la instrucción: “No pondrás bozal al buey que trilla”, manifiesta la bondad de Dios para con sus criaturas, aunque fuesen animales. Pero el apóstol, conducido por el Espíritu de Dios, hace una aplicación de esta enseñanza al siervo del Evangelio: “Así también ordenó el Señor a los que anuncian el evangelio, que vivan del evangelio” (v. 14).
El mismo apóstol dice: “Las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza” (Romanos 15:4). Y “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia…” (2 Timoteo 3:16). Así pues, no hay ninguna duda de que toda la Biblia, tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo, es para nosotros.
Por otro lado, también es evidente que, durante el curso de los siglos a lo largo de los cuales Dios se ha revelado, hay cosas que han cambiado. Por ejemplo, leemos en la epístola a los Hebreos: “Queda, pues, abrogado el mandamiento anterior a causa de su debilidad e ineficacia (pues nada perfeccionó la ley), y de la introducción de una mejor esperanza, por la cual nos acercamos a Dios” (7:18-19). Y en la epístola a los Gálatas: “La ley ha sido nuestro ayo, para llevarnos a Cristo, a fin de que fuésemos justificados por la fe. Pero venida la fe, ya no estamos bajo ayo” (3:24-25).
Mientras leemos la Biblia, necesitamos discernimiento espiritual para saber si sus enseñanzas nos conciernen directamente o no. Y en ese último caso, se trata de saber cuál es la correcta aplicación que podemos hacer de ella. Se hace la pregunta incluso referente al plan de la vida práctica; no es un asunto de doctrina abstracta.
En el Éxodo, la ordenanza del día de reposo (el sábado) es llamado “pacto perpetuo” (31:16). ¿Deberían los cristianos guardar el sábado? La respuesta no es nada difícil de descubrir; basta leer atentamente el pasaje de arriba. “Guardarán, pues, el día de reposo los hijos de Israel, celebrándolo por sus generaciones por pacto perpetuo. Señal es para siempre entre mí y los hijos de Israel” (v. 16-17). El sábado concierne a Israel.
Hay preguntas un poco más difíciles. Cuando tuvo lugar el despertar en el tiempo de Nehemías, encontramos que después de una lectura asidua del libro de la ley (8:18), los israelitas hicieron una promesa que firmaron. Juraron que andarían en la ley de Dios y que cumplirían todos sus mandamientos, y se impusieron una contribución para la obra de la casa de Dios (9:38; 10:1, 28-32). ¿Tenemos que seguir su ejemplo? Que tuvieron la aprobación de Dios en eso, sería muy difícil de poner en duda. Pero la historia de Israel nos muestra con abundantes pruebas que todas las promesas que el hombre ha hecho, no pudo cumplirlas. El hecho de que un pueblo bajo la ley se imponga obligaciones, era conforme al espíritu de la ley. Pero esta forma de actuar de ningún modo corresponde al espíritu del cristianismo. En cambio, podemos hacer una útil aplicación de ese pasaje en lo que concierne a nosotros. Encontramos un estímulo para guardar los mandamientos del Señor y tener en el corazón la casa de Dios.
Después de una apremiante exhortación a la oración, el Señor Jesús dice: “¿Cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lucas 11:13). ¿Significa esto que deberíamos pedir el Espíritu Santo? Si tenemos conciencia de que, en la época cristiana (a partir del día de Pentecostés), aquellos que han creído han sido sellados con el Espíritu Santo y que él mora en ellos (Efesios 1:13; Romanos 8:11), es evidente que ¡no tenemos que pedir lo que ya poseemos! En cambio, podemos pedir siempre a Dios que seamos llenos del Espíritu, es decir que estemos en un estado de corazón en el cual el Espíritu Santo sea libre de obrar (Efesios 5:18).
Dios promete a Josué: “No te dejaré, ni te desampararé” (Josué 1:5). Ahora bien, la epístola a los Hebreos nos dice expresamente que esta promesa es también para nosotros: “Contentos con lo que tenéis ahora; porque él dijo: No te desampararé, ni te dejaré; de manera que podemos decir confiadamente: El Señor es mi ayudador; no temeré” (13:5-6). Este pasaje nos anima pues a apoderarnos de las promesas que encontramos en el Antiguo Testamento, aunque ellas hayan sido dirigidas a otros, y en circunstancias que no son las nuestras. No obstante, no sería correcto que nos apropiemos de las promesas que evocan una larga vida, o riquezas, o el aplastamiento de nuestros enemigos.
Frente a estas declaraciones del Antiguo Testamento, entre las cuales hemos de tomar algunas literalmente y otras transponer o incluso no apropiárnoslas, podríamos sentirnos superados y exclamar: Pero ¿cómo puedo saber lo que es verdaderamente para mí? Felizmente, tenemos que tratar con un Dios que desea enseñarnos; y si él nos ha dado su Palabra, ella está entre sus manos para actuar en nosotros según su beneplácito (compárese con Isaías 55:10-11). Ella es “la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:23). “Actúa en nosotros los creyentes” (1 Tesalonicenses 2:13). Podemos, pues, contar con él para que nos ilumine por su Espíritu y por su misma Palabra, a fin de que hagamos una correcta aplicación. Por otra parte, no debemos permanecer como niños. Dios quiere que “vayamos adelante a la perfección” (Hebreos 6:1), que crezcamos en el conocimiento de sus pensamientos.
1.2 - ¿Qué es una dispensación?
Es de gran utilidad para cada cristiano tener una comprensión clara del desarrollo de las revelaciones que Dios hizo a los hombres en el transcurso del tiempo, y del carácter de las relaciones que él estableció con aquellos a los cuales se ha revelado. En otras palabras, hay que conocer algo de las dispensaciones[1].
[1] N. del E. «La palabra dispensación generalmente es utilizada para designar un determinado estado de cosas, establecido por la autoridad de Dios, durante un período dado» (J. N. Darby).
Esa palabra puede designar tanto las disposiciones que Dios toma en su administración, como los períodos durante los cuales él toma esas disposiciones. La dispensación de la ley, por ejemplo, es la condición en la cual se encontraba el pueblo de Israel por el hecho de que había recibido la ley de Moisés y de que estaba bajo la autoridad de esa ley; y es también la época que va desde Moisés hasta la venida de Jesucristo a la tierra.
Para conocer las dispensaciones –al menos en sus grandes líneas– es necesario –como Pablo le decía a Timoteo– “usar bien la palabra de verdad” (literalmente: dividir rectamente; 2 Timoteo 2:15, nota V.M.).
Dios se ha revelado a los hombres para la bendición de ellos y para manifestar los diferentes aspectos de Su gloria. Pero se ha revelado de forma progresiva. En cada dispensación, el hombre fue puesto a prueba, y el resultado de esas pruebas fue el fracaso en toda la línea. Pero a medida que el hombre manifestaba el fondo de su naturaleza, Dios sacaba de sus tesoros nuevas riquezas. El estudio del plan de Dios en la revelación que él ha hecho de sí mismo es una fuente de particular enriquecimiento. Ella nos hace crecer en el conocimiento de Dios y del Señor Jesucristo.
1.3 - La palabra «dispensación»
En la versión Reina Valera que utilizamos aquí, la palabra dispensación aparece dos veces (Efesios 1:10 y 3:9). Este término es la traducción del vocablo griego «oikonomia», de donde deriva la palabra española «economía», la cual también es traducida en esta versión por los términos «administración» y «mayordomía». Aparece en Efesios 1:10, con el sentido preciso de dispensación o economía. Ese pasaje habla del propósito eterno de Dios en cuanto a la “dispensación del cumplimiento de los tiempos”. Se trata de las disposiciones que Dios, quien gobierna todo en los sucesivos períodos, ha previsto para el Milenio, tiempo que termina, o completa, a todos los demás.
La palabra «oikonomia» también se encuentra en Efesios 3:2 y 9 y en Colosenses 1:25. En estos pasajes es cuestión del “misterio” de la Iglesia, el que Dios, en su soberanía, había escondido por completo en todos los tiempos precedentes, y que reveló en el tiempo oportuno por medio del apóstol Pablo. Esos versículos evocan a la vez la administración de Dios y aquella que él había confiado a Pablo. Además, es difícil distinguirlas una de la otra. En 1 Corintios 4:1-2, Pablo se presenta como un “administrador (o ecónomo– oikonomos) de los misterios de Dios”. Y “se requiere de los administradores, que cada uno sea hallado fiel”. La palabra «oikonomia» también se encuentra en Lucas 16:2, 3, 4, que nuestra versión traduce por “mayordomía”, en la cual se pone en evidencia el pensamiento de una gestión confiada a un administrador quien deberá dar cuenta.
Como términos técnicos para designar lo que es el objeto de nuestro estudio, las palabras dispensación y economía son equivalentes. La ventaja de la primera, aunque no pertenezca al lenguaje corriente, es que evoca la idea de dispensar, es decir de conceder, otorgar o distribuir. Así, las dispensaciones de Dios es lo que Dios dispensa, en su soberana administración.
1.4 - La revelación progresiva de Dios
“Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Hebreos 1:1-2).
Este versículo indica un eje de mucha importancia en las comunicaciones divinas: Es la venida del Señor Jesús a la tierra. Todo lo que precede era en alguna manera un crepúsculo del cual la luz creciente anunciaba la salida del sol. “El pueblo asentado en tinieblas vio gran luz; y a los asentados en región de sombra de muerte, luz les resplandeció” (Mateo 4:16; cita de Isaías 9:2).
El Antiguo Testamento –el crepúsculo– fue escrito en hebreo, la lengua de Israel, por autores pertenecientes en su totalidad a ese pueblo. Era una revelación de Dios a Israel, aunque podamos beneficiarnos mucho hoy de ella. El Nuevo Testamento –la plena revelación de Dios– fue escrito en griego, la lengua más difundida en los países civilizados de esa época[2], y el Señor ordenó a sus discípulos que anunciasen el Evangelio a toda la creación. Las comunicaciones hechas por el Señor y sus discípulos tienen un alcance universal.
[2] Dios preparó eso al conducir a Alejandro Magno, fundador del tercer gran imperio de las naciones, a imponer el griego como la lengua oficial del imperio.
El Antiguo Testamento nos presenta cuatro grandes períodos:
- En el Génesis, los primeros 11 capítulos: Los tiempos que precedieron al llamamiento de Abraham. De manera general, los gentiles (las naciones) están sin Dios y caen en la corrupción y la idolatría. No obstante, hay algunas comunicaciones de Dios a hombres de fe.
- En el Génesis, desde el capítulo 12: La época de los patriarcas. Dios está en relación con la familia de Abraham, a quien se reveló e hizo promesas.
- En todo el resto del Antiguo Testamento: La época de la ley. Dios está en relación con Israel, a quien rescató de la esclavitud y escogió para que fuese su pueblo. Por medio del ministerio de Moisés, primero, y después de los profetas, Dios revela a ese pueblo lo que Él es, y cuáles son sus designios. Particularmente, anuncia la venida del Mesías. Por la experiencia hecha con Israel, aprendemos lo que es el hombre y, muy felizmente, lo que es Dios.
- En los profetas: La época de la bendición futura. Esta situación es relatada con gran cantidad de detalles, pero la cronología de los acontecimientos no es siempre fácil de discernir. Una parte de esos eventos se cumplió en el momento de la primera venida de Cristo, el resto se cumplirá en su segunda venida. Es la restauración de Israel a través de la prueba del fuego del refinador, y luego la bendición milenaria. Las profecías del Antiguo Testamento esencialmente siempre tienen a Israel en vista y la bendición particular de ese pueblo, el cual guardará en el futuro su lugar aparte.
Por su lado, el Nuevo Testamento nos presenta tres períodos:
- En los evangelios: El de la vida del Señor en la tierra. El Mesías es presentado a Israel. Es la prueba suprema del hombre, la demostración de su incurable estado. Al mismo tiempo, es la demostración maravillosa del amor de Dios quien da a su Hijo para rescatar a los hombres perdidos.
- En el libro de los Hechos y en las epístolas: El tiempo de la Iglesia. Es la revelación de un misterio que había estado escondido hasta entonces. De manera general, no es el cumplimiento de las profecías del Antiguo Testamento, sino una forma de paréntesis en los designios de Dios. El pueblo de Israel como tal es momentáneamente puesto de lado y el Evangelio es predicado a las naciones.
- En el Apocalipsis y en otros pasajes: Los tiempos futuros. Las bendiciones futuras se cumplen después de los terribles juicios que alcanzan a toda la tierra. Esas bendiciones incluyen todo lo que ha sido prometido a Israel, pero tienen un mayor alcance. Sólo el Nuevo Testamento nos revela que el reinado de Cristo sobre la tierra tendrá un fin, y que será seguido de la eternidad.
1.5 - La responsabilidad del hombre
Desde siempre y en todos los lugares, los hombres han sido responsables ante Dios según la medida de lo que Dios les había revelado de sí mismo, de sus pensamientos y de su voluntad, y según la naturaleza de las relaciones que había establecido con ellos. El Señor establece el principio: “Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor, no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Mas el que sin conocerla hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco; porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará; y al que mucho se le haya confiado, más se le pedirá” (Lucas 12:47-48). El esclavo es juzgado –según su conducta– porque está en la relación de esclavo con el señor. Además, si ha “conocido la voluntad de su señor”, es decir si ha recibido una comunicación positiva de éste, su responsabilidad es mayor. No haber recibido tal comunicación disminuye la responsabilidad, pero no la elimina.
Todo hombre, como criatura de Dios dotado de inteligencia, ya es responsable ante su Creador. “Porque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas, de modo que no tienen excusa” (Romanos 1:20). Además, desde la caída, el hombre posee una conciencia, que le da cierto conocimiento del bien y del mal y, por consiguiente, cierta responsabilidad. Se dice de los paganos: “…dando testimonio su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos” (Romanos 2:15).
En cada etapa de las comunicaciones divinas, los hombres que las recibieron fueron puestos en una auténtica relación con Dios. Cada una de esas relaciones implica una correspondiente responsabilidad. El llamamiento de Abraham lo puso, a él y a sus descendientes, en una privilegiada relación con Dios. Lo mismo fue respecto del pueblo de Israel, cuando Dios lo llamó, lo liberó y lo trajo a él. Lo mismo es también respecto de los cristianos, que son “participantes del llamamiento celestial” (Hebreos 3:1). Estas relaciones constituyen la base de la responsabilidad de aquellos con los cuales Dios las ha establecido, y tanto más cuanto que los privilegios que ellas conllevan son grandes.
Entre los pueblos donde hay un conocimiento del verdadero Dios (especialmente Israel, además de las naciones cristianizadas), resulta una responsabilidad particular de lo que se puede llamar la herencia espiritual. Heredamos de nuestros padres (en un sentido amplio) no sólo bienes materiales, educación e instrucción, sino además lo que nos han transmitido del conocimiento que ellos tenían de Dios. Eso implica una responsabilidad en la medida en que nos haya sido transmitido, y que debemos también comunicar.
Ese deber nos es formalmente recordado en el Salmo 78: “Él estableció testimonio en Jacob, y puso ley en Israel, la cual mandó a nuestros padres que la notificasen a sus hijos; para que lo sepa la generación venidera, y los hijos que nacerán; y los que se levantarán lo cuenten a sus hijos, a fin de que pongan en Dios su confianza, y no se olviden de las obras de Dios; que guarden sus mandamientos” (v. 5-7). De igual modo, se le recuerda a Timoteo la fe de su madre y de su abuela, y la enseñanza que recibió de ellas (2 Timoteo 1:5; 3:15). Respecto a esta transmisión, la Palabra subraya tanto el deber de los padres como el de los hijos (Deuteronomio 6:6-9; Proverbios 1:8-9; 6:20-23).
Cuando la imprenta no existía y la mayoría de la gente no sabía leer, ese medio de transmisión oral desempeñaba un papel primordial. En cuanto a nosotros que tenemos la Palabra de Dios completa entre nuestras manos, permanece nuestra entera responsabilidad de guardar fielmente la herencia espiritual que hemos recibido, y de transmitirla, acudiendo constantemente a sus fuentes con la actitud de los bereanos. Éstos escudriñaban “cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así” (Hechos 17:11).
1.6 - Lo que es inmutable
Cuando nos ocupamos de los cambios que han intervenido en las disposiciones que Dios ha tomado respecto de sus criaturas, recordemos que Dios mismo no cambia. Él es “el mismo”, “el Dios eterno”, aquel que dice: “Yo Jehová no cambio” (Salmo 102:27; Romanos 16:26; Malaquías 3:6). Por consiguiente, lo que es bueno y lo que es malo a los ojos de Dios es independiente de las dispensaciones. Las normas del bien y del mal son las mismas en todas las épocas.
Hay principios inmutables que podemos encontrar a través de todas las dispensaciones. Mencionemos algunos ejemplos.
- El amor divino es la fuente de todas las relaciones que Dios ha establecido con el hombre, ya se trate de los patriarcas, de Israel o de los cristianos (Deuteronomio 4:37; 7:8; Efesios 2:4). Por esta razón, Dios espera que aquellos que están en relación con él manifiesten el amor. “El cumplimiento de la ley es el amor”, como también constituye el rasgo distintivo de los discípulos de Jesús (Romanos 13:10; Juan 13:35).
- La aceptación de un hombre pecador por el Dios santo puede tener lugar únicamente sobre la base de un sacrificio ofrecido. Hace falta un sustituto que cargue con la culpabilidad del pecador ante Dios. El único verdadero Sustituto es Cristo. Antes de que viniera, los diversos sacrificios ofrecidos lo representaban a los ojos de Dios.
- En todas las épocas, si el hombre entra en una verdadera relación con Dios, es por fe. De eso testifica Hebreos 11.
- Desde el Génesis al Apocalipsis, Dios se presenta como el justo juez que “sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno” (1 Pedro 1:17). Eso también es cierto de aquellos que han sido puestos al amparo del juicio eterno y que invocan a Dios como Padre.
- Aunque puede presentar formas diferentes, el gobierno de Dios para con los hombres siempre existe. “Todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). La gracia no anula ese principio.
- El temor de Dios es, en todas las épocas, la actitud que conviene al hombre (Job 28:28; Salmo 111:10). Y si, en el cristianismo, todo el temor del juicio es descartado para los creyentes, no obstante deben servir a Dios con temor (Hebreos 12:28).
- En el Nuevo Testamento, así como en el Antiguo, Dios espera de aquellos que están en relación con él un andar en santidad, en la separación del mal. “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:15-16).
- Tanto a Israel “bajo la ley” como a nosotros mismos que estamos “bajo la gracia”, Dios se ha revelado como un Dios de misericordia (Éxodo 33:19; 34:6; Lucas 1:50; Efesios 2:4). Y el Señor nos dice: “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso” (Lucas 6:36).
- Desde los primeros días de la humanidad, Dios se hizo conocer como el Dios de la paciencia (Romanos 15:5; 1 Pedro 3:20). Todo el Antiguo Testamento es un testimonio de Su inmensa paciencia para con Israel, y todavía hoy, según “las riquezas de su benignidad, paciencia y longanimidad”, mueve a los hombres al arrepentimiento (Romanos 2:4). Por eso, espera de los suyos que manifiesten la paciencia, ya sea en su vida cristiana en general, mientras esperan al Señor, a través de sus pruebas o en sus relaciones unos con otros (Colosenses 1:11; 1 Tesalonicenses 1:3; Santiago 5:11; 1 Tesalonicenses 5:14).
2 - Esbozo de las diversas dispensaciones
Nos proponemos esbozar las sucesivas dispensaciones como las grandes etapas de la revelación de Dios a los hombres, desde la creación. Consideraremos nueve períodos característicos, conscientes de que la división del tiempo puede ser hecha de diversas maneras:
- El tiempo de la inocencia
- Desde la caída del hombre hasta el diluvio
- Desde el diluvio hasta Abraham
- La época de los patriarcas
- La ley
- El ministerio de Jesús
- La Iglesia y el período cristiano
- Los juicios futuros
- El milenio
2.1 - El tiempo de la inocencia
La Biblia nos dice muy poco acerca de la condición del hombre en el huerto de Edén. Adán y Eva transgredieron la única prohibición que Dios les había impuesto. Desde el principio, el hombre ha faltado a su responsabilidad. “Como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). Desde la caída también existe una facultad de origen divino en el hombre: la ciencia del bien y del mal (Génesis 2:9, 17; 3:5), es decir la conciencia.
Es interesante notar que la institución divina del matrimonio data de este inicio de la humanidad, y que el Señor Jesús hace referencia a ella cuando se le plantea una pregunta tocante al divorcio. Él se remite a cómo eran las cosas “al principio” (Mateo 19:3-9). La norma “y serán una sola carne” (Génesis 2:24), mencionada varias veces en la Escritura, constituye la base sobre la cual la ruptura del vínculo conyugal, la fornicación y el adulterio están prohibidos (Mateo 19:6; 1 Corintios 6:16-17).
La historia de Adán y Eva nos da un ejemplo de cada una de las dos maneras en que el Antiguo Testamento anuncia a Cristo: los símbolos y las profecías explícitas. El sueño en el cual Adán recibe de Dios una mujer, “hueso de mis huesos y carne de mi carne” (Génesis 2:23), es una imagen de la muerte de Cristo, mediante la cual él adquiere una esposa, la Iglesia; “porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos” (Efesios 5:30). Luego, después de la entrada del pecado en el mundo, y de pronunciar el juicio sobre la serpiente, Dios hace una de las más claras declaraciones proféticas concernientes a “la simiente de la mujer”, la cual es Cristo: “Ésta te herirá en la cabeza, y tú (Satanás) le herirás en el calcañar” (Génesis 3:15). En la cruz, el Señor fue herido momentáneamente en su camino, pero por ello obtuvo una victoria definitiva sobre Satanás.
2.2 - Desde la caída del hombre hasta el diluvio
Durante los tiempos que separan la entrada del pecado en el mundo y el diluvio, la Palabra nos muestra, por una parte, a la familia de Caín estableciéndose en el mundo, cruel y haciendo caso omiso de la institución divina del matrimonio (Génesis 4:19), y, por otra, una familia en la cual se comienza “a invocar el nombre de Jehová” (Génesis 4:26). En ésta se encuentran hombres de fe –Enoc y Noé– quienes caminan con Dios, y a los cuales Dios hace revelaciones personales (Génesis 5:24; 6:9-22; Judas 14-15). Pero la corrupción y la violencia se desarrollan hasta tal punto que “se arrepintió Jehová de haber hecho hombre en la tierra” (Génesis 6:6). Los hombres no escucharon al “pregonero de justicia” (2 Pedro 2:5), y entonces “vino el diluvio y se los llevó a todos” (Mateo 24:39). Se puede observar que las revelaciones que Dios hace en esta época son: el juicio que debe venir sobre los hombres impíos y el medio de escapar de este juicio. En sustancia, éstos son los primeros elementos del Evangelio que se predica hoy.
2.3 - Desde el diluvio hasta Abraham
Después del diluvio, Dios introduce algo nuevo. Para frenar la violencia que conduce al homicidio, confía el gobierno al hombre. Éste es hecho responsable de dar muerte al asesino: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” (Génesis 9:6). Dios permite al hombre comer carne, pero le prohíbe comerla con la sangre (Génesis 9:3-4), prohibición que es reiterada en la ley de Moisés (Levítico 7:26-27) y en el cristianismo (Hechos 15:20, 29).
Aparte de estos rasgos distintivos, este período es idéntico al precedente. Sin embargo, la responsabilidad de los hombres se ve incrementada por el hecho de que conocieron el juicio de Dios durante el diluvio, lo que debería llevarlos a temerle. En este período también, Dios hizo comunicaciones individuales a hombres que le temían, tales como Job, Eliú, Melquisedec. Pero, en general, la idolatría se desarrolló en la tierra y, en medio de tal estado de cosas, Dios llamó a Abraham (Josué 24:2). Para las gentes de las naciones, esta dispensación prosigue hasta el inicio del cristianismo. Su depravación moral está descrita en Romanos 1:18-32. Desde entonces, las comunicaciones divinas hechas a Abraham y a sus descendientes vienen a ocupar el centro de la escena.
2.4 - La época de los patriarcas
Todo lo que precede ocupa los once primeros capítulos del Génesis. En los capítulos 12 a 50 se nos presenta la historia de los patriarcas: Abraham, Isaac y Jacob. Dios escoge a un hombre y lo llama. Le da promesas de bendición cuyo alcance se extiende hasta el fin de los tiempos: una descendencia numerosa y un país. Más aún, de “su simiente”, la bendición se extenderá hacia todas las naciones de la tierra (Génesis 22:16-18). El “amigo de Dios” y sus descendientes viven una vida de fe como extranjeros en el país que les fue prometido. Abraham enseña fielmente “a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová” (Génesis 18:19). Por su parte, Isaac y Jacob se muestran apegados a la bendición prometida.
¿Qué clase de comunicaciones hace Dios a los patriarcas? Esencialmente, son promesas; ocasionalmente, órdenes concernientes a un acto a cumplir o a un traslado a efectuar. A estas promesas se apega su fe, a estas órdenes responde su obediencia. En estos relatos, encontramos pocas instrucciones morales directas y pocos preceptos. No obstante, Dios espera de sus siervos una conducta que esté conforme a su llamamiento. Él dice a Abraham: “Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto” (Génesis 17:1). Y la epístola a los Hebreos testifica que “Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos” (Hebreos 11:16). El relato de su fidelidad o de sus debilidades es una fuente muy rica de enseñanzas prácticas.
Fuera de esta familia privilegiada, Dios también se entera de los caminos de los hombres, y cuando el mal se agrava, su juicio gubernamental se ejerce. Así es como Sodoma y Gomorra sufrieron una completa destrucción (Génesis 19).
Pero si bien la destrucción de estas ciudades, así como el diluvio, pone en evidencia el gobierno de Dios bajo la forma de un juicio destructor, final, la historia de los patriarcas nos revela otro aspecto de este gobierno: la disciplina. Dios se entera de todas las acciones de aquellos que están en relación con él, y hace venir sobre ellos las consecuencias. Este principio de retribución se destaca particularmente en la vida de Jacob y en la historia de los hermanos de José. Esta forma de gobierno no es sólo una exigencia de un Dios que se obliga a sí mismo a ejercer la justicia; ella es la expresión de la bondad de un Dios que desea formar a los suyos, para su mayor bendición. En el Génesis, estas cosas no se nos presentan en forma de principios abstractos, sino mediante hechos.
2.5 - La ley
Jacob y su familia descienden a Egipto, en el tiempo de José. La descendencia de los patriarcas se multiplica grandemente, pero sufre la opresión y la esclavitud. Dios oye su lamento y se acuerda de las promesas hechas a Abraham, Isaac y Jacob. Hecho muy significativo, él reconoce su descendencia como siendo “su pueblo”. Por primera vez, Dios establece una relación con un pueblo. Israel debería ser, en medio de los otros pueblos, una “nación santa” y un “reino de sacerdotes”, testigo del único Dios verdadero (Éxodo 19:5-6 - V.M.). Después de su liberación de Egipto, en el Sinaí, Dios le da la ley de los diez mandamientos y numerosas ordenanzas. Comienza entonces una nueva prueba para el hombre, la cual permanecerá hasta la venida de Cristo.
La responsabilidad particular de Israel se basa, desde la salida, en dos grandes hechos. En primer lugar, este pueblo fue rescatado de la esclavitud de Egipto, libertado del poder de Faraón. Vio las maravillas de Jehová actuando en bondad hacia él y en juicio hacia sus opresores (Éxodo 19:4). En segundo lugar, en toda la solemnidad del fuego y de los truenos de Sinaí, este pueblo oyó la vozde Dios (Deuteronomio 4:33-35).
No obstante, si bien la ley expresa lo que el hombre debe ser para satisfacer las exigencias del Dios santo, no le da ninguna fuerza, ninguna capacidad, para cumplirla. El pueblo de Israel, que no conoce lo que es el hombre, exclama a una voz: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxodo 19:8; 24:3, 7). Pero apenas dada, la ley es transgredida en su primer mandamiento, en el caso del becerro de oro (Éxodo 32).
Esto provee a Dios la ocasión de introducir un nuevo elemento, muy diferente de la ley, sin el cual el hombre pecador no podría subsistir delante de él: la misericordia. “Tendré misericordia del que tendré misericordia, y seré clemente para con el que seré clemente” (Éxodo 33:19). En su soberanía, Dios “de quien quiere, tiene misericordia” (Romanos 9:18). En esto reside un misterio profundo; pero quien comprende que es objeto de esta gracia totalmente inmerecida, sólo puede darle gracias y adorarle.
En toda la historia subsiguiente, desde el desierto de Sinaí hasta Cristo, Israel sigue siendo un pueblo bajo la ley. Dios manifiesta su gobierno hacia él: le advierte, lo castiga, lo perdona, lo reprende, lo soporta. Cuanto más avanza el tiempo, más se manifiesta el estado incurable del hombre y la inmensa paciencia de Dios. Y cuando esta prueba del hombre haya demostrado que “por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:16), habrá llegado el momento para que Dios envíe a su Hijo a la tierra.
Durante la historia de Israel, tal como se nos revela en el Antiguo Testamento, Dios se manifiesta de dos maneras, para nuestra mayor instrucción. Por un lado, contemplamos sus caminos para con su pueblo, por el otro, oímos las nuevas revelaciones que él le hace.
Sus caminos son sus maneras de actuar. Se entera de la conducta de su pueblo, quien tan a menudo se aleja de él y, por los profetas, habla a su corazón para hacerle volver a él. Lo disciplina, como un padre a sus hijos. Sus caminos revelan lo que él es: un Dios santo, que no puede soportar el mal y debe corregirlo, pero, al mismo tiempo, un Dios de paciencia, tardo para la ira, quien no quiere la muerte del impío sino que se aparte de sus caminos y viva (Ezequiel 18:23). “Jehová… envió constantemente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su habitación. Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio” (2 Crónicas 36:15-16).
Sin embargo, los profetas tienen también otro ministerio. Son los canales por los cuales Dios hace nuevas revelaciones. Aunque el pueblo está todavía bajo la ley, Dios se complace en anunciar sus planes de gracia hacia él y la obra profunda que él cumplirá un día en su favor: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne” (Ezequiel 36:26). Y Su tema predilecto es la venida del Mesías.
Bajo formas más o menos veladas, este Mesías es anunciado a lo largo del Antiguo Testamento. De tal forma que Jesús podrá declarar a sus discípulos “en todas las Escrituras lo que de él decían” (Lucas 24:27). Es necesario, por cierto, que les abra las Escrituras, y que les abra el entendimiento para que puedan comprenderlas (Lucas 24:32, 45). Para crecer en el conocimiento de nuestro Salvador, el Antiguo Testamento es para nosotros una fuente inagotable. Nos presenta al Señor Jesús por diversos medios, al menos cuatro:
- por medio de personajes típicos (tales como José y David),
- por medio de instituciones levíticas (tales como los sacrificios),
- a través de experiencias vividas por los fieles (como en los Salmos),
- por medio de profecías explícitas (como Isaías 7:14; 9:6-7; 49:1-9; 53:1-12).
Podría decirse que la dispensación de la ley sufrió cierto cambio a raíz de la introducción del ministerio profético, a partir de Samuel. Los profetas tenían por misión hacer volver al pueblo a la ley, pero Dios los utilizó de forma especial para manifestar su gracia, en la medida que ello fuera posible en aquella dispensación. Su importancia moral es tal que, para caracterizarla, el Señor emplea la expresión “la ley y los profetas”. Dice: “La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de Dios es anunciado” (Lucas 16:16). Este pasaje nos muestra también el momento preciso que marca el fin de la dispensación de la ley.
2.6 - El ministerio de Jesús
Los años del ministerio de Jesús sobre la tierra constituyen un período de transición entre la dispensación de la ley y la de la gracia. Ya pertenecen al tiempo de la gracia, pero aún no al de la Iglesia, el cual sólo empieza el día de Pentecostés.
Es natural que los cristianos busquen en los evangelios, en las enseñanzas de Cristo mismo, la esencia del cristianismo. En un sentido, es correcto: las palabras y los hechos de Jesús tienen un valor insuperable para el corazón de todo verdadero creyente. Sin embargo, el Señor mismo dijo: “Aún tengo muchas cosas que deciros, pero ahora no las podéis sobrellevar. Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad” (Juan 16:12-13). El cristianismo no podía ser revelado en su plenitud antes del cumplimiento de la obra de Cristo en la cruz y su ascensión a la gloria.
El Señor vino a la tierra para cumplir lo que de él se anunciaba en el Antiguo Testamento. Todas las esperanzas de los fieles en Israel estaban concentradas en “Aquel que había de venir” y en el reino glorioso que debía instaurar (compárese con Mateo 11:3 - V.M.). El rechazo del Mesías, de hecho, era perfectamente conocido por Dios, y los profetas habían hablado de ello, pero el Señor no se presentó a Israel como el Rey rechazado. Se presentó como aquel que debía ser recibido.
Esto confiere un carácter particular al mensaje que él trajo, al menos al comienzo de su ministerio. En primer lugar, se dirigió a un pueblo que tenía esperanzas terrenales, que esperaba el reino de Dios sobre la tierra. Mientras que su rechazo se manifestaba más claramente, poco a poco hizo comprender a los suyos que no debían esperar nada en la tierra. El reino de Dios vino a ser el reino de los cielos, expresión característica de Mateo. Si bien el reino es para la tierra, el Rey estará por un tiempo oculto en los cielos. El reino adoptará una forma misteriosa, no anunciada en el Antiguo Testamento. En el evangelio de Mateo, la progresión del rechazo de Jesús es particularmente manifiesta. En Juan, al contrario, el Señor nos es presentado ya desde el primer capítulo como rechazado (Juan 1:5, 10 y 11).
El testimonio del Señor Jesús en medio de los judíos era para ellos una nueva puesta a prueba, después de la de la ley. En la parábola de la higuera, el Maestro dijo al viñador: “He aquí, hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo; córtala; ¿para qué inutiliza también la tierra?” (Lucas 13:7). La higuera es imagen de Israel. Este pueblo debía ser puesto de lado cuando hubiera demostrado que a pesar de los mejores cuidados que le fueran prodigados, era incapaz de llevar fruto para Dios. En realidad, era una prueba para el hombre en la carne. Y mientras esta prueba no estuviera acabada, todo lo que se desprendía de sus resultados no podía ser anunciado, sino sólo en un lenguaje oculto.
Muchas de las enseñanzas del Señor a sus discípulos tienen un carácter judío muy acentuado. Se nota particularmente en los discursos proféticos (Mateo 24 y 25; Marcos 13 y Lucas 21). Cuando el Señor habla de su regreso, casi siempre se trata de su venida en gloria a la tierra, y no de su venida para tomar a los suyos y llevarlos junto a él en el cielo. Aunque este mismo acontecimiento se encuentra anunciado en Juan 14:3, e incluso muy claramente, la mayoría de las veces el Señor considera su regreso en la perspectiva de las promesas hechas a Israel, todas las cuales están relacionadas con la tierra. El período de la Iglesia se inserta, como un maravilloso paréntesis, en la historia de Israel. De modo que, en el desarrollo de esta historia, la “generación” que precede inmediatamente a la apertura del paréntesis y la que le sigue inmediatamente son identificadas: “No pasará esta generación hasta que todo esto acontezca” (Lucas 21:32).
A esta “generación” precisamente el Señor enseña la oración conocida con el nombre de la oración dominical (Mateo 6:9-13). Sin duda, esta oración está llena de instrucción para nosotros, así como aquellas que encontramos en el Antiguo Testamento, pero está poco adaptada a la dispensación cristiana. En ésta, el principio mismo de una oración aprendida y recitada no está de acuerdo con el recurso del Espíritu Santo por el cual podemos orar, y quien nos conduce a expresar nuestras necesidades específicas (Efesios 6:18; Judas 20).
El desconcierto de los discípulos en el momento de la crucifixión muestra claramente que todavía no habían comprendido el plan de Dios. “Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel” (Lucas 24:21). Y aun después de la resurrección, preguntan: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (Hechos 1:6). Las cosas no serán claras para ellos sino hasta después del descenso del Espíritu Santo.
Se puede decir, un poco paradójicamente, que los evangelios no constituyen todo el Evangelio. En aquellos, vemos al Señor Jesús, el Hijo de Dios, hecho hombre en la tierra, trayendo la gracia y la verdad. Por una parte, lleno de compasión hacia sus criaturas perdidas, les revela el corazón de Dios y obra en gracia y en bondad. Por otra parte, como la luz divina, manifiesta el verdadero estado de todo hombre, tanto el del fariseo orgulloso de su propia justicia como el del mayor pecador. Señala que todos están perdidos, que tienen necesidad de un Salvador, y que él es quien salva. Hace un llamamiento a la fe de aquellos a quienes se dirige, y da la vida eterna a aquel que cree en él. Todo esto es el Evangelio, y las epístolas completan este mensaje.
La venida de Cristo al mundo, su vida, su muerte, su resurrección y su ascensión a la gloria son hechos que constituyen el fundamento del Evangelio predicado por los apóstoles. Su predicación es en primer lugar la proclamación de estos grandes hechos, corroborados por numerosos testigos (véase Hechos 2:32; 4:20; 5:32; 13:31; 1 Corintios 15:1-8). El Espíritu de Dios, por medio de ellos, expone todo lo que resulta de la venida y de la obra de Cristo. En las epístolas se encuentran la enseñanza completa concerniente a la ruina del hombre, a la seguridad de la salvación, a las dos naturalezas, a nuestra muerte con Cristo, a la liberación, a la acción del Espíritu Santo, al llamamiento celestial, etc.
2.7 - La Iglesia y el período cristiano
El Señor había hablado de la Iglesia como de una cosa futura: “Edificaré mi iglesia” (Mateo 16:18). Ésta comenzó a existir el día de Pentecostés, en el momento de la venida del Espíritu Santo a la tierra. La presencia del Hijo del hombre glorificado en el cielo, y la del Espíritu Santo en la tierra que une a los creyentes a Cristo en el cielo, confieren al cristianismo su carácter particular.
Más tarde volveremos a considerar el asunto de la Iglesia, y las diferencias características entre esta dispensación y aquellas que la rodean. Diremos aquí unas palabras sobre las revelaciones divinas que tienen lugar en este período.
El Señor Jesús, acabamos de recordar, tenía todavía muchas cosas que decir a sus discípulos, pero ellos no podían sobrellevarlas entonces. Antes de su muerte, su resurrección y su ascensión a la gloria, estas cosas no podían ser reveladas. No podían ser entendidas sino por la acción del Espíritu Santo en aquellos que iban a recibirlo (Juan 16:12-13). Para los creyentes, poseer el Espíritu es un privilegio inestimable. “El Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios… Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido” (1 Corintios 2:10-12).
A aquel que “habiendo… sido antes un blasfemo, perseguidor e injuriador” (1 Timoteo 1:13), le fue otorgado un servicio especial en cuanto a “la administración de la gracia de Dios” (Efesios 3:2). Un misterio, que en otras generaciones no se había dado a conocer, fue revelado por el Espíritu a los apóstoles y profetas del Nuevo Testamento (3:5). Y muy particularmente al apóstol Pablo. “A mí, que soy menos que el más pequeño de todos los santos, me fue dada esta gracia de anunciar entre los gentiles (las naciones) el evangelio de las inescrutables riquezas de Cristo” (3:8).
Las epístolas de Pablo desarrollan estas riquezas. No es posible exponerlas aquí, sino que subrayaremos dos hechos importantes al respecto.
- Con lo que fue comunicado a los apóstoles, especialmente a Pablo, concluye el ciclo de las revelaciones de Dios a los hombres. Pablo habla de la administración que le ha sido concedida, “para que anuncie cumplidamente la palabra de Dios” (Colosenses 1:25). ¡Toda pretensión de nuevas revelaciones no es más que una impostura!
- Si bien el Señor Jesús aún no podía exponer todos los elementos de la verdad cristiana, no obstante puso su sello de antemano en la mayoría de ellos, mencionándolos brevemente. Y nos alienta mucho poder comprobarlo. Citemos algunos ejemplos.
- La venida del Señor para arrebatar a sí mismo a los suyos se desarrolla en las epístolas de Pablo (en particular: 1 Corintios 15:51-58; 1 Tesalonicenses 4:13-18); pero el Señor Jesús dijo lo esencial en Juan 14:3: “Si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis”.
- La doctrina de la Iglesia está presentada en las epístolas, pero el Señor hizo claras alusiones en Mateo 16 y 18.
- La introducción de las naciones en los privilegios que derivan de las promesas hechas a Israel sólo tuvo lugar después de la revelación hecha a Pedro en Hechos 10. Y la posición especial de este pueblo durante la época de la Iglesia está expuesta en las epístolas. Pero el Señor, quien no obstante no era “enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, ya había aludido a ello. Había dicho: “Vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham e Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera” (Mateo 8:11-12).
- La unión del creyente con Cristo, largamente comentada en las epístolas, ya el Señor la había descrito en cierto sentido, con las siguientes palabras: “En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros” (Juan 14:20).
2.8 - Los juicios futuros
Los creyentes de la época actual –a los cuales serán unidos los creyentes de todos los tiempos pasados, resucitados por el poder del Señor Jesús– serán arrebatados al cielo cuando él regrese. Desde ese momento, no habrá más cristianos en la tierra, ni Iglesia, sino lo que quede de sus formas exteriores: una profesión sin vida –la gran Babilonia– sobre la cual el juicio más severo va a caer (Apocalipsis 17 y 18). En los capítulos 2 y 3 del Apocalipsis, se bosqueja proféticamente la historia de la Iglesia por medio de las cartas a las siete iglesias de Asia. Son “las cosas que… son” (1:19). A partir del capítulo 4, tenemos las cosas “que han de ser después de estas” (1:19; 4:1), es decir, los terribles juicios que caerán sobre toda la tierra. Aquellos que fueron puestos en contacto con la verdad, cuya responsabilidad es particularmente grande, son el objeto de un juicio extremadamente severo: “Por esto Dios les envía un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad, sino que se complacieron en la injusticia” (2 Tesalonicenses 2:11-12). Tal será el destino de las naciones llamadas cristianizadas.
Pero en medio de los dolores inimaginables de este período, el Apocalipsis nos muestra la presencia de un remanente judío fiel, que es perseguido y que suspira por la liberación. Sus sufrimientos culminarán con el período de tres años y medio llamado la gran tribulación (Mateo 24:21), en el cual la prueba alcanzará una intensidad sin igual en la tierra. Con estas tribulaciones, Dios producirá un trabajo de conciencia en muchos corazones y los llevará a arrepentirse (Ezequiel 36:24-32; Oseas 2:14-23; Zacarías 12:8-14). Cuando este trabajo haya acabado, Dios reanudará sus relaciones con Israel, al que nuevamente llamará “pueblo mío” (Oseas 2:23).
Numerosas profecías del Antiguo y del Nuevo Testamento conciernen a este período. Es el caso de los Salmos, de los cuales muchos presentan los sentimientos, las congojas y las súplicas de los fieles, e incluso sus llamamientos a la venganza. Es también el caso (al menos en buena parte) de los discursos proféticos del Señor en los tres primeros evangelios. Es claro que todo esto está fuera del terreno cristiano, aunque podamos encontrar instrucción en ellos.
El Evangelio del reino, que el Señor había anunciado a Israel al principio de su ministerio, será proclamado nuevamente, pero esta vez a todas las naciones, para anunciar el advenimiento del reino milenario (Marcos 13:10). Este Evangelio es llamado el Evangelio eterno en Apocalipsis 14:6. Muchos lo recibirán en su corazón (Isaías 2:3-4; Zacarías 8:22-23). Pero, de grado o por fuerza, todo hombre tendrá que inclinarse ante el Dios Todopoderoso, Creador y Juez, y darle gloria.
2.9 - El milenio
Cuando la tierra haya sido purificada por los juicios, cuando todo lo que es opuesto a Dios haya sido barrido, vendrán “tiempos de refrigerio”, “los tiempos de la restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:19, 21).
Efectivamente, donde se encuentra la mayor información referente a este reino de justicia y de paz es en el Antiguo Testamento. El Apocalipsis, que fija su duración en mil años, nos dice que durante este tiempo Satanás estará atado, en prisión, imposibilitado de engañar (Apocalipsis 20:1-3, 7).
Pero no olvidemos que este reinado milenario es el reinado de Cristo en la tierra. Este gran hecho se evidencia en los pasajes de las epístolas que hablan del milenio. Esta última dispensación, la epístola a los Efesios la denomina el cumplimiento de los tiempos. Es el tiempo del cumplimiento de todos los designios y caminos de Dios, para la gloria de su Hijo. Dios nos dio “a conocer el misterio de su voluntad, según su beneplácito, el cual se había propuesto en sí mismo, de reunir todas las cosas en Cristo, en la dispensación del cumplimiento de los tiempos, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Efesios 1:9-10). Actualmente, todavía no vemos que todas las cosas estén sujetas a Cristo (Hebreos 2:8), aunque, en un sentido, sí lo están (Efesios 1:22). Glorificado y exaltado, Cristo es “cabeza sobre todas las cosas” y ha sido dado como tal a la Iglesia, la cual es su cuerpo. La existencia del mal en la tierra (y en el cielo, puesto que Satanás se encuentra todavía allí), la existencia de voluntades humanas opuestas a la de Dios, son elementos de desorden que impiden la realización de la unidad perfecta bajo la mano de Cristo. Pero Dios quiere reunir en uno todas las cosas, en los cielos y en la tierra, en una armonía y un orden perfectos. Y eso tendrá lugar mediante la sujeción de todas las cosas a Cristo.
Ahora bien, en él “asimismo tuvimos herencia”, añade el apóstol (v. 11). Es el privilegio inestimable de la Iglesia. Aquellos que están unidos a Cristo como miembros de su cuerpo, son introducidos en Su relación con Su Dios y Padre, y estarán asociados a Él en Su posición gloriosa de cabeza sobre todas las cosas. Reinarán con él (Apocalipsis 5:10). De este modo, Aquel que fue objeto de menosprecio en esta tierra de pecado será honrado como es digno.
Al final de esta última y gloriosa dispensación, Cristo entregará el reino a Dios el Padre (1 Corintios 15:24). Un pasaje del Apocalipsis nos describe brevemente los últimos acontecimientos que sucederán sobre la tierra: “Cuando los mil años se cumplan, Satanás será suelto de su prisión, y saldrá a engañar a las naciones…” (véase Apocalipsis 20:7-10). El reinado de justicia y de paz no habrá cambiado el corazón del hombre, y todos los que fingían someterse a él (Salmo 18:44) se dejarán engañar por Satanás en la rebelión contra Cristo y “los santos”. Pero el juicio de Dios no tardará en consumirlos. “El primer cielo y la primera tierra” desaparecerán y darán lugar a “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:7, 10, 13; Apocalipsis 21:1).
El estado eterno que seguirá, en realidad, no puede ser considerado como una dispensación. En este estado de gloria y de perfección, el hombre no estará más en una condición de responsabilidad delante de Dios como depositario de una revelación particular de su parte.
3 - El pueblo de Israel, los gentiles y la iglesia
El apóstol Pablo distingue claramente a estas tres categorías de personas cuando dice: “No seáis tropiezo ni a judíos, ni a gentiles (o naciones), ni a la iglesia de Dios” (1 Corintios 10:32). Ahora vamos a considerar los caracteres distintivos, sus relaciones y algunos elementos de su historia.
3.1 - Etapas de la historia de Israel bajo la ley
En nuestro esbozo de las sucesivas y diversas dispensaciones, en el capítulo precedente, consideramos la dispensación de la ley sólo de manera global. Ahora bien, este período de quince siglos es extremadamente rico en comunicaciones divinas y en eventos. Procuraremos precisar los grandes rasgos.
- Israel está cuarenta años en el desierto, bajo la dirección de Moisés. Se construye el tabernáculo, y Dios mora en medio de su pueblo. Se instituye el culto, según sus detalladas instrucciones. El lazo entre Dios y su pueblo se mantiene por medio del sacerdocio. La travesía del desierto –con todas sus dificultades– es una prueba del hombre, al mismo tiempo que una manifestación de los cuidados y de la gracia de Dios para con los suyos (Deuteronomio 8). La murmuración, la incredulidad y la infidelidad del pueblo marcan las páginas que nos presentan este período, del Éxodo al Deuteronomio. Por otro lado, todas las instituciones levíticas son figuras de cosas mejores que Dios tiene previsto para el tiempo de la venida de Cristo. Éstas son “la sombra de los bienes venideros” (Colosenses 2:17; Hebreos 10:1), “figura y sombra de las cosas celestiales” (Hebreos 8:5).
- Bajo la conducta de Josué, sucesor de Moisés, Israel logra la conquista de Canaán, país que Dios había prometido a Abraham y a sus hijos. El tabernáculo es erigido en Silo y el sacerdocio continúa siendo el lazo oficial del pueblo con Dios. La fidelidad de Israel es puesta a prueba de una nueva forma. ¿Tendrá el pueblo la energía necesaria para conquistar realmente el país que Dios le entregó? (Josué 1:3). Y ¿sabrán ellos permanecer “apartados de todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra”? (Éxodo 33:16). ¡Ay, la incompleta conquista del país abre la puerta a la cohabitación con las naciones idólatras! Y las consecuencias son desastrosas: “Los hijos de Israel habitaban entre los cananeos… Y tomaron de sus hijas por mujeres, y dieron sus hijas a los hijos de ellos, y sirvieron a sus dioses” (Jueces 3:5-6).
- En el período de los jueces, la historia de Israel se desarrolla según un triste ciclo: El pueblo abandona a Dios y se pliega a los ídolos; Dios lo entrega en las manos de sus enemigos para disciplinarlo; en su angustia, el pueblo grita a Dios; éste usa de misericordia para con su pueblo y les da un juez para liberarlos. Luego, el país descansa algunos años, y el ciclo vuelve a empezar (compárese con Jueces 2:16-19). De forma general, la función del juez como conductor del pueblo es muy limitada; Israel está bajo el gobierno directo de Dios, según esta palabra pronunciada más tarde: “Jehová vuestro Dios era vuestro rey” (1 Samuel 12:12). Pero en realidad: “En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía” (Jueces 17:6; 21:25).
- La vida de Samuel constituye la transición entre el período de los jueces y el de la realeza. Además, señala el advenimiento del ministerio de los profetas. Samuel es a la vez el último de los jueces (1 Samuel 7:15-17; Hechos 13:20) y el primero de los profetas (Hechos 3:24). Hasta entonces, el sumo sacerdote era el representante del pueblo ante Dios, el arca era el testimonio de la presencia de Dios en medio del pueblo, y los sacrificios, el medio de mantener las relaciones que él había establecido. En el momento en el cual aparece Samuel, el sacerdocio muestra su completa decadencia moral, en la persona de Elí y de sus hijos; los mismos sacerdotes conducen al pueblo a la transgresión (1 Samuel 2:12-36). Entonces, sin ser formalmente suprimido, el sacerdocio es confinado a un segundo plano. El arca de Jehová es cautivada por los filisteos por cierto tiempo y el santuario de Silo, donde Jehová había morado desde la entrada en Canaán, es destruido (Jeremías 7:12). Desde entonces, los profetas constituyen el verdadero lazo entre Dios y su pueblo.
- Samuel, el profeta, es quien establece la monarquía en Israel. El pueblo no estará más bajo el gobierno directo de Dios, sino bajo el del rey que Él ha establecido. Pedir un rey era el resultado de una falta de fe y de un deseo mundano del pueblo, y esto equivalía a rechazar a Dios (1 Samuel 8:5, 7; 12:12). Pero, por otra parte, Dios, por ese medio, iba a llevar a cabo sus designios con relación a la gloria de su Hijo (1 Crónicas 17:7-14; Salmo 2:6). La relación entre los reyes y los profetas es digna de ser notada: los reyes son instituidos por los profetas (cuando las cosas son normales), y los profetas ejercen sobre los reyes una autoridad que proviene de Dios. Tres reyes reinan sobre todo Israel: Saúl –el rey según el corazón del hombre–, luego David y Salomón –figuras del Mesías estableciendo su dominio universal y su reinado de justicia y de paz–. El gran acontecimiento del reinado de Salomón es la construcción del templo de Dios en Jerusalén. Es el lugar que Dios escogió para hacer habitar su nombre, el lugar del cual es dicho: En “... esta casa… estarán mis ojos y mi corazón todos los días” (1 Reyes 9:3).
- Pero la infidelidad de Salomón trae la división del reino (1 Reyes 11). Las dos tribus que quedan bajo la autoridad de la familia de David (el reino de Judá) conocen algunos despertares espirituales, particularmente bajo Ezequías y bajo Josías, mientras que las otras diez tribus (el reino de Israel), inmersas desde el principio en la idolatría, siguen un creciente camino de apostasía. Después de dos siglos y medio de existencia, el reino de Israel se termina, y las diez tribus son deportadas a Asiria por Salmanasar (2 Reyes 17). En cuanto al reino de Judá, subsiste un siglo más; luego, las dos tribus son deportadas a Babilonia por Nabucodonosor (2 Reyes 25; 2 Crónicas 36); y finalmente, sólo es cuestión de Judá.
- La cautividad en Babilonia dura setenta años (Daniel 9:2; Jeremías 29:10). Es el tiempo de la humillación y de la miseria para el pueblo de Dios. Jerusalén está en ruinas, el templo está destruido, el arca ha desaparecido. Según la profecía de Oseas: “Muchos días estarán los hijos de Israel sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin estatua, sin efod y sin terafines” (3:4); es decir, sin rey, ni verdadero Dios, ni falso dios. Comienza el tiempo en el cual Israel es declarado “Lo-ammi” (no pueblo mío). Ese tiempo debe durar hasta la restauración de Israel, al fin de los días (Oseas 1:6-11; 2:14-23). Pero la misericordia de Dios va a otorgar una restauración parcial a Israel –o, más precisamente, a Judá– después del cumplimiento de los setenta años.
- Después de la caída del Imperio babilónico, un edicto de Ciro, rey de Persia, invita a todos los israelitas dispersos entre los gentiles (las naciones) a volver a su tierra para reconstruir la casa de Jehová, el Dios de los cielos, en Jerusalén (Esdras 1:1-4). Cerca de cuarenta y dos mil personas, la mayoría de la tribu de Judá, responden al llamamiento, reconstruyen el templo y, algunos decenios más tarde, reconstruyen la muralla y la ciudad. Ese regreso de la cautividad es un cumplimiento parcial de las profecías que conciernen a la restauración de Israel. Ello permite la venida y la presentación del Mesías al pueblo, algunos siglos más tarde. Al comienzo, este regreso es un impulso de corazón y de fe en hombres piadosos de los cuales Dios ha despertado el espíritu (Esdras 1:5). Pero este impulso degenera progresivamente, y acaba en el formalismo y el fariseísmo que caracteriza a los judíos religiosos cuando el Señor Jesús aparece en la tierra. Tres libros históricos describen este último período de Israel bajo la ley: Esdras, Nehemías y Ester. Y tres profetas datan de esta época: Hageo, Zacarías y Malaquías.
3.2 - Israel en medio de los gentiles
La simple lectura de las Escrituras muestra que la mayor parte de las revelaciones de Dios a los hombres se hizo por conducto de Israel. “Les ha sido confiada la palabra de Dios” (Romanos 3:2), dice el apóstol Pablo hablando del Antiguo Testamento. Una parte importante del Nuevo Testamento también nos sitúa en el marco de Israel: los cuatro evangelios nos presentan el ministerio del Señor Jesús entre los judíos. Los Hechos nos muestran la predicación del Evangelio “al judío primeramente, y también al griego” (Romanos 1:16); esta expresión caracteriza tanto la estructura del libro como el orden seguido por los apóstoles en su ministerio (Hechos 13:46). Además, algunas epístolas se dirigen expresamente a judíos: la epístola a los Hebreos, la epístola de Santiago, y las dos epístolas de Pedro.
Esto llama nuestra atención sobre el lugar singular del pueblo judío entre todas las demás naciones. Este privilegiado lugar resulta de la libre elección de Dios. “Por cuanto él amó a tus padres, escogió a su descendencia después de ello, y te sacó de Egipto” (Deuteronomio 4:37).
Es importante recalcar que el pacto de Dios con Abraham era unilateral e incondicional. Sólo Dios se comprometió, y lo hizo con la mayor solemnidad (Génesis 15). Abraham creyó a Dios, y su fe le fue contada por justicia (v. 6). Este pacto colocó a los patriarcas y a sus descendientes, por un período de casi cuatro cientos años, en un terreno que no es de ninguna manera el de la ley, sino en un terreno muy parecido al de la gracia que conocemos nosotros. La fe de Abraham es, por decirlo así, el prototipo de la fe cristiana (Romanos 4:11-12).
La relación de Dios con Israel como pueblo empieza después de la liberación de Egipto. Es el tema del libro del Éxodo. “He visto la aflicción de mi pueblo que está en Egipto… y he descendido para librarlos… y sacarlos de aquella tierra… a tierra que fluye leche y miel” (Éxodo 3:7-8). “Os tomaré por mi pueblo, y seré vuestro Dios” (6:7). Desde entonces, un pueblo de la tierra viene a ser el pueblo de Dios. Ninguna otra nación jamás tendrá ese privilegio.
Israel recibe la ley en el Sinaí (Éxodo 20), y el primer pacto de Dios con el pueblo se concluye, pacto bilateral y condicional (Éxodo 19:5; 24:3-8; Hebreos 9:19-20). Israel está rodeado de todos los cuidados de Dios durante su marcha a través del desierto; luego, bajo la dirección de Josué, entra en el país prometido. Pero, desde el principio, es la historia decepcionante del hombre incapaz de guardar los mandamientos de Dios, que nunca está a la altura de las dádivas que recibe de Él. Es la historia de la idolatría inveterada por la cual provoca a ira al Dios de su pacto. Dios intervendrá varias veces con castigos, con el propósito de restablecer a su pueblo. Pero ya sea bajo los jueces o durante la monarquía, los despertares serán de corta duración. Durante siglos, los profetas buscarán traer de nuevo al pueblo a Dios, alternando advertencias y estímulos, reproches y promesas, hasta que “no hubo ya remedio” (2 Crónicas 36:16).
No se le había pedido a Israel que tuviese una actividad misionera para con los gentiles. Este pueblo bien debía testimoniar de la existencia del único Dios verdadero entre los paganos, pero éstos estaban “sin esperanza y sin Dios” (Efesios 2:12). El mismo Señor Jesús no fue “enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel” y a ellas solamente envió a sus discípulos al principio de su ministerio (Mateo 15:24; 10:5-6).
Durante milenios, Dios “ha dejado a todas las gentes (naciones) andar en sus propios caminos” (Hechos 14:16). Pero “los tiempos de esta ignorancia” se terminaron cuando el Señor Jesús resucitado dijo a sus discípulos: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). Y leemos en los Hechos: “Dios, habiendo pasado por alto los tiempos de esta ignorancia, ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan” (17:30). El apóstol Pablo fue el pionero de la predicación del Evangelio entre los gentiles (Romanos 16:25-26; Gálatas 2:7; Efesios 2:11-13; 3:8…).
Es verdad que Dios “no se dejó a sí mismo sin testimonio”, manifestando ante los ojos de todos los hombres las señales de su bondad y de su potestad (Hechos 14:17). Todos son responsables al menos según esta medida (Romanos 1:20-21). Pedro dice “que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia” (Hechos 10:34-35). ¿Serán muchos los que fueron llevados a temer a Dios por el testimonio de la creación, y sin las revelaciones que él hizo por intermedio de Israel? Sólo Dios lo sabe.
3.3 - La Iglesia, aparte de Israel y de los gentiles
Desde el día de Pentecostés (Hechos 2:1), hay en la tierra un nuevo pueblo de Dios. Es la Iglesia o Asamblea. “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo” (1 Corintios 12:13). Ese día, los discípulos de Jesús –había entonces alrededor de ciento veinte en Jerusalén (Hechos 1:15)– fueron unidos en un solo cuerpo por el Espíritu Santo. Desde entonces, todos los que creen en Jesús son tomados ya del pueblo judío o de la nación gentil a la cual pertenecían (compárese con Hechos 26:17), para formar parte de la Iglesia (la palabra Iglesia deriva de un término que significa: «llamado fuera de»). “Dios visitó… a los gentiles, para tomar de ellos pueblo para su nombre” (Hechos 15:14). La epístola a los Efesios nos dice que “de ambos pueblos” (Israel y los gentiles), Cristo “hizo uno, derribando la pared intermedia de separación” (la barrera de origen divino que separaba a Israel de todos los gentiles o de las naciones). Desde entonces, sea cual fuere su origen, todos los creyentes juntos constituyen “un solo cuerpo” (Efesios 2:14-16).
Todo lo que concierne a la Iglesia era un misterio que Dios había escondido en los tiempos pasados, aunque eso formaba parte de su eterno propósito. En el momento oportuno, Dios lo declaró a todos, “para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora dada a conocer por medio de la iglesia” (3:2-12). El instrumento particular escogido por Dios para revelar este misterio, es el apóstol Pablo (1 Corintios 3:10; Colosenses 1:25). En el mismo momento de su conversión, mediante la pregunta: “¿por qué me persigues?” (Hechos 9:4), Pablo aprende que los discípulos de Jesús están unidos a Él formando parte de su cuerpo. Más tarde, se le concederá el privilegio de desarrollar las verdades gloriosas que conciernen a la Iglesia.
Los privilegios distintivos de la Iglesia resultan de su unión con Cristo. La posición que Él ocupa determina la posición de ella, ya sea ante Dios o ante el mundo.
De la misma manera, los privilegios distintivos de los cristianos (es decir de los creyentes que forman parte de la Iglesia) resultan de la posición de ellos en Cristo. Él es eternamente el Hijo del Padre, e introduce a aquellos que están “en Cristo” en la misma relación que él mantiene con Dios. Dios “nos hizo aceptos en el Amado” (Efesios 1:6). Él “nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (2:6). De esto deriva una plenitud de bendiciones espirituales.
Entre los dos pueblos de Dios, en la dispensación de la ley y en la dispensación actual, hay más contrastes que analogías. Se formaba parte del primero por nacimiento, se entra en el segundo por el nuevo nacimiento. Las bendiciones prometidas a Israel eran materiales y terrenales, los cristianos son bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3). Israel poseía un país, la Iglesia está constituida por personas extranjeras en la tierra, porque han sido moralmente “librados del presente siglo malo” (Gálatas 1:4).
3.4 - Los tiempos de los gentiles
Se trata de un período característico que comenzó mucho antes de la primera venida de Cristo a la tierra y que todavía hoy no ha terminado. Es el período durante el cual el pueblo de Israel está colocado bajo la sujeción de los gentiles. El Señor indica que Jerusalén “será hollada por los gentiles, hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan” (Lucas 21:24).
Este tiempo comenzó en el momento en que, en su gobierno para con Israel, Dios debió entregar a su pueblo a manos de los gentiles. El templo fue destruido, como también la muralla de Jerusalén. La ciudad fue quemada, sus tesoros arrebatados, y el pueblo que había escapado a la espada fue llevado cautivo a Babilonia. La sentencia “Lo-ammi”, es decir “no pueblo mío”, anunciada un siglo antes por Oseas, entró en vigor.
Los tiempos de los gentiles se terminarán cuando el remanente judío fiel, reconstituido a través de los terribles juicios apocalípticos, entre en la bendición del Milenio. Israel será nuevamente reconocido como el pueblo de Dios. “Y diré a Lo-ammi: Tú eres pueblo mío, y él dirá: Dios mío” (véase Oseas 1:9; 2:23).
Cuando se introdujeron los tiempos de los gentiles, Dios es llamado con el nombre característico de Dios de los cielos. Lo encontramos varias veces en los libros de Esdras, Nehemías y Daniel. En el momento en que Israel atravesó el Jordán para tomar posesión del país de Canaán, Dios se manifestó como el “Señor de toda la tierra” (Josué 3:11). Ahora que el trono de David, que era “el trono de Jehová” (según 1 Crónicas 28:5 y 29:23), estaba derribado, Dios, por decirlo así, se retiró a los cielos, por algún tiempo.
Los cuatro grandes imperios de los gentiles (babilónico, medo-persa, griego y romano) se sucedieron. El imperio romano actualmente experimenta un largo eclipse (correspondiendo más o menos al tiempo de la Iglesia). Pero se reconstituirá (Apocalipsis 13). Luego los tiempos de los gentiles terminarán, y Cristo establecerá su reino glorioso (Apocalipsis 19:11-21). “El Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido” (Daniel 2:44)[3].
[3] Las profecías del Antiguo Testamento no hablan de la desaparición temporal y de la reaparición del imperio romano, ni de los eventos que se sitúan entre los dos. En cambio, dan muchos detalles en cuanto a lo que precede y lo que sigue.
3.5 - El gobierno confiado al hombre
Con relación al gobierno confiado al hombre en la tierra en el curso del tiempo, podemos observar las siguientes etapas:
- En un sentido, fue confiado a Adán (aunque en ese momento fuese el único hombre en el mundo). En efecto, Dios le dijo: “Llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Génesis 1:28).
- De manera más formal, el gobierno fue confiado a Noé, después del diluvio, cuando Dios instituyó la pena de muerte para el homicida (Génesis 9:2-6).
- Un verdadero gobierno de origen divino fue establecido cuando Dios instituyó su trono en Israel, con David y Salomón, aunque esto fuese sobre una limitada parte de la tierra (compárese 1 Crónicas 28:5 con 29:23, citados antes). Pero esta situación se terminó cuando Judá fue deportado a Babilonia.
- En ese momento, Dios instituyó un gobierno universal de la tierra, y lo ha confiado a los gentiles o naciones. Esto es precisamente lo que señala el comienzo de los tiempos de los gentiles. Las palabras que Daniel dirige a Nabucodonosor cuando le interpretó su primer sueño recuerdan a aquellas que le fueron dichas a Adán: “Tú, oh rey, eres rey de reyes; porque el Dios del cielo te ha dado reino, poder, fuerza y majestad. Y dondequiera que habitan hijos de hombres, bestias del campo y aves del cielo, él los ha entregado en tu mano, y te ha dado el dominio sobre todo” (Daniel 2:37-38). No obstante, lo mismo que Adán, Noé o Salomón, los soberanos de las naciones no pudieron desempeñar fielmente su cargo.
- Es la razón por la cual el primer hombre, sea quien fuere, tiene que ser reemplazado por el segundo hombre. Y allí donde el primero habrá manifestado sólo infidelidad y ruina, el segundo cumplirá perfectamente todos los designios de Dios. De él habla el Salmo 8: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra. Le hiciste señorear sobre las obras de tus manos; todo lo pusiste debajo de sus pies: Ovejas y bueyes, todo ello, y asimismo las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces del mar; todo cuanto pasa por los senderos del mar” (v. 4-8). Estas palabras, también, recuerdan lo que fue dicho a Adán.
3.6 - El remanente judío al comienzo del cristianismo
Los profetas del Antiguo Testamento nos hablan del remanente de Israel, el cual desempeñará un importante papel en los últimos días (Isaías 4:2-4; 10:20-23; 11:11-12; Sofonías 3:12-13…). Éstos son los sobrevivientes o los escapados de la espada (Isaías 4:2; Jeremías 31:2). En un tiempo en el cual la gran multitud de Israel se habrá apartado de Dios y será el objeto de su juicio, éstos son aquellos a los cuales Dios habrá tocado el corazón y a quienes habrá traído al arrepentimiento. Dios los reconocerá como su pueblo, y después de las tribulaciones, entrarán en las bendiciones del Milenio.
Al principio, la Iglesia cristiana estaba compuesta sólo de creyentes judíos. Ahora bien, la Escritura los considera como el remanente judío en ese momento. Más tarde, creyentes de entre los gentiles fueron traídos a la fe, de manera que el remanente judío se fusionó en la Iglesia.
En Hechos 2, el apóstol Pedro termina su primera predicación a los judíos que lo escuchaban, diciéndoles: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados” (v. 38). Recibirían entonces “el don del Espíritu Santo”, porque añade, “para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos” (alusión a las promesas hechas a Israel), “y para todos los que están lejos” (alusión a los gentiles que debían participar de las bendiciones de Israel) (v. 39). Pedro continúa diciéndoles: “Sed salvos de esta perversa generación” (v. 40). El juicio divino estaba suspendido sobre la nación judía; y fue ejecutado por medio de la destrucción de Jerusalén en el año 70. Los judíos que habían recibido a Jesús debían separarse de la nación culpable, disociarse de ella, y mostrarlo siendo bautizados para Cristo. Ahora pertenecerían a otra esfera. Al final de este capítulo 2, leemos: “Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos” (v. 47). Como lo indica una nota a este versículo, los que son añadidos a la asamblea cristiana, son «los salvos», es decir, aquellos a quienes Dios salva en el momento en que la nación judía apóstata es juzgada. No hay duda de que, en todo el tiempo del cristianismo, los que creen en el Señor Jesús son añadidos a la Iglesia, pero este versículo 47 nos presenta este hecho en relación con los que constituían el remanente de Israel en ese momento.
El apóstol Pedro dirige sus epístolas a los creyentes judíos que estaban en “la dispersión”. (Había judíos dispersos en toda la tierra desde la deportación a Babilonia, y algunos de ellos habían recibido el Evangelio.) Pedro les dice: “Vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia” (1 Pedro 2:10). Es una evidente alusión a la profecía de Oseas. A causa de sus pecados, Israel cayó bajo la sentencia “Lo-ruhama” y “Lo-ammi” (no compadecida y no pueblo mío) (Oseas 1:6-9). Pero este oráculo también anunciaba la restauración: “En el lugar en donde les fue dicho: Vosotros no sois pueblo mío, les será dicho: Sois hijos del Dios viviente” (1:10) y “tendré misericordia de Lo-ruhama; y diré a Lo-ammi: Tú eres pueblo mío, y él dirá: Dios mío” (2:23). Pedro aplica pues a los judíos creyentes de su época las profecías que conciernen al remanente judío de los últimos tiempos.
El apóstol Pablo hace lo mismo. A la pregunta: “¿Ha desechado Dios a su pueblo?” (Romanos 11:1), él da una respuesta detallada en ese mismo capítulo. Por una parte, en un día futuro, “vendrá de Sion el Libertador” y “apartará de Jacob la impiedad”, “porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios” (v. 26, 29). Y, por otra parte, en los días en los cuales Pablo escribía, los judíos que, individualmente, aceptaban el Evangelio se beneficiaban de las bendiciones espirituales que el Mesías había de traer. Éstos, pues, constituían el remanente de Israel. “Así también aun en este tiempo –dice el apóstol– ha quedado un remanente escogido por gracia” (v. 5).
Así pues, podemos admirar la sabiduría de Dios quien enlazó maravillosamente el cumplimiento de sus anteriores promesas acerca de los fieles en Israel con la introducción de esta nueva entidad que era la Iglesia cristiana.
Sin embargo, los judíos que habían creído en Jesús tuvieron mucha dificultad para liberarse del judaísmo. Se apegaban con razón a las promesas del Antiguo Testamento, pero equivocadamente a las ordenanzas y a las ceremonias levíticas. Los vemos que todavía van al templo de Jerusalén (Hechos 2:46; 3:1; 5:42). Estaban todos “celosos por la ley”, vivían observando “las costumbres”, circuncidaban a sus hijos, e incluso ofrecían sacrificios (Hechos 21:20-26). Aparentemente su mayor dificultad consistía en renunciar a la idea de diferencia entre su raza y todas las demás. Ahora bien, el cristianismo borraba esta diferencia (Hechos 10 y 11; Gálatas 3:28; Colosenses 3:11). La paciente gracia de Dios soportó un tiempo esta mezcla de cristianismo y judaísmo, mientras que sólo se limitase a esta situación y no fuese enseñado como doctrina[4]. Mediante su exhortación a salir a Cristo “fuera del campamento”, la epístola a los Hebreos insta a los israelitas a abandonar resueltamente el campamento judío, el sistema religioso que tenía su centro en Jerusalén (Hebreos 13:13).
[4] Esta diferencia es importante. El mismo Pablo circuncidó a Timoteo “por causa de los judíos que había en aquellos lugares” (Hechos 16:3). A los judíos, se hizo “como judío, para ganar a los judíos; a los que estaban sujetos a la ley… como sujeto a la ley, para ganar a los que estaban sujetos a la ley” (1 Corintios 9:20). Pero cuando aparecen algunos que exigen que los cristianos sean circuncidados y que guarden la ley, les resiste con gran energía, diciendo que ellos “quieren pervertir el evangelio de Cristo” (Gálatas 1:7; 2:4; 5:2-4, 12). Véase también Hechos 15.
3.7 - Israel puesto de lado
La Palabra nos lo muestra bajo dos aspectos:
- Ante todo, a nivel del gobierno de la tierra, Israel es puesto de lado mientras perdure el período denominado “los tiempos de los gentiles”. A partir de la deportación de Babilonia, no hay más realeza en Israel.
- No obstante, desde el principio de ese tiempo hasta la venida de Cristo como hombre a la tierra, las relaciones de Dios con su pueblo no estaban completamente rotas. Después de los setenta años de cautividad en Babilonia, Dios trajo a un remanente de Judá a su país. Produjo un notable despertar espiritual que está descrito en los libros de Esdras y Nehemías. Luego, gracia suprema, envió a su Hijo. El Mesías se presentó a Israel para ser recibido, si ese pueblo lo quisiere. Durante todo este período, Israel bien se hallaba en una posición de sujeción a los gentiles, pero a pesar del decreto de “Lo-ammi”, Dios todavía se ocupaba de él. La larga prueba del hombre que debía ser efectuada con Israel todavía no había terminado.
Finalmente, después del rechazo del Hijo de Dios, seguido del rechazo del testimonio del Espíritu Santo en los primeros días del cristianismo, Israel fue completamente puesto de lado. Pablo y Bernabé dicen a los judíos de Antioquía de Pisidia: “A vosotros a la verdad era necesario que se os hablase primero la palabra de Dios; mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles” (Hechos 13:46).
En Romanos 11, el apóstol explica: “Por su transgresión vino la salvación a los gentiles, para pro-vocarles a celos” (v. 11). “Ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles” (v. 25), es decir hasta que hayan entrado en las bendiciones del cristianismo todos los creyentes de entre los gentiles (naciones). Durante el período de la Iglesia, Israel es puesto de lado como pueblo de manera total. Individualmente, algunas almas pueden ser salvas, pero para todos los que han sido “bautizados en Cristo… no hay judío ni griego” (Gálatas 3:27-28). Y Pablo, dirigiéndose a los gentiles, añade: “Si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abraham sois, y herederos según la promesa” (v. 29). Juan el Bautista lo había dicho: “Dios puede levantar hijos a Abraham aun de estas piedras” (Lucas 3:8).
3.8 - Los primeros tiempos de la Iglesia
La lectura del libro de los Hechos y de las epístolas nos hace ver que al principio de la historia de la Iglesia, muchas cosas eran muy diferentes de lo que vemos hoy.
La presencia de los apóstoles confería a ese tiempo un carácter particular. Estaban investidos de autoridad de parte del Señor para mantener el orden en la casa de Dios, y hacían señales características de la misión que les pertenecía (2 Corintios 12:12; 13:10). Mediante sus manos, los enfermos eran curados, los muertos eran resucitados (Hechos 2:43; 5:12; 9:32-43; 19:12; 20:12). Ahora los apóstoles ya no están, y el Señor no les dio sucesores.
Además, el Nuevo Testamento todavía no estaba escrito, y lo iba siendo sólo poco a poco. En consecuencia, los cristianos de entonces estaban menos dotados que nosotros. Pero Dios proveía a lo que les faltaba mediante revelaciones, no sólo por medio de los apóstoles, sino, parece ser, por medio de simples creyentes (1 Corintios 14:26, 30).
En cuanto al estado práctico, en cambio, vemos iglesias en un estado infinitamente mejor que el de hoy. Andaban en el temor del Señor, ponían en práctica la unidad, la paz y la comunión, y prosperaban por la acción del Espíritu Santo (Hechos 2:42; 4:32; 5:12; 9:31). ¡Que Dios haga arder en nosotros el deseo de seguir su ejemplo!
Pero si bien no cabe duda de que el estado moral y espiritual de estos creyentes es de desear, se suscita la cuestión de saber si también debemos desear el desarrollo de poderes milagrosos que los caracterizaba: sanidades, revelaciones, lenguas, etc. Encontramos un elemento de respuesta en este hecho notable: numerosas veces en las Escrituras, cuando Dios introduce una nueva situación, lo hace de manera gloriosa.
- Cuando concluyó la construcción del tabernáculo, Dios puso el sello de su aprobación sobre lo que se había hecho, por medio de una excepcional manifestación de su presencia: “La gloria de Jehová llenó el tabernáculo”, de manera que el mismo Moisés no podía entrar en el interior (Éxodo 40:34).
- Cuando Aarón y sus hijos fueron establecidos en sus funciones sacerdotales, “la gloria de Jehová se apareció a todo el pueblo. Y salió fuego de delante de Jehová, y consumió el holocausto con las grosuras sobre el altar; y viéndolo todo el pueblo, alabaron, y se postraron sobre sus rostros” (Levítico 9:23-24). Esto no volvió a producirse, hasta que un nuevo santuario de Jehová fuese inaugurado.
- En efecto, cuando Salomón hubo terminado el templo de Jehová en Jerusalén, Dios testimonió explícitamente que él había puesto “la memoria de su nombre” (Éxodo 20:24). “Descendió fuego de los cielos, y consumió el holocausto y las víctimas; y la gloria de Jehová llenó la casa. Y no podían entrar los sacerdotes en la casa de Jehová… Cuando vieron todos los hijos de Israel descender el fuego… se postraron sobre sus rostros en el pavimento” (2 Crónicas 7:1-3).
- Bajo otro aspecto, podemos ver de qué manera fueron inauguradas las conquistas del país de Canaán por los israelitas. La primera conquista, la de Jericó, está señalada de manera absolutamente excepcional: “Por la fe cayeron los muros de Jericó después de rodearlos siete días” (Hebreos 11:30; compárese con Josué 6). En el momento de las siguientes conquistas, Dios todavía condujo a su pueblo a la victoria, pero no de manera que pusiera su gran poder en tanta evidencia. Si primero hacía falta establecer de manera indubitable que Dios estaba en medio de su pueblo y combatía por él, se necesitaba también que los hijos de Israel “conociesen la guerra” (Jueces 3:2).
- Cuando el Señor Jesús se presentó como el Mesías de Israel, dio públicamente las pruebas de su gloria personal. Según las profecías del Antiguo Testamento, debía ser manifestado como el Dios que perdona las iniquidades y que sana las enfermedades (Salmo 103:3), como Aquel que sacia de pan a sus pobres (Salmo 132:15). En efecto, lo vemos sanar a una multitud de enfermos y alimentar una muchedumbre. Pero no hizo más que dos repartos milagrosos de pan. Y cuando los hombres lo buscan con el único propósito de comer, rehúsa satisfacerlos (Juan 6:26).
- De la misma manera, la gloriosa dispensación de la Iglesia fue inaugurada con un extraordinario despliegue de poder. Dios puso así su sello sobre la nueva situación que introducían la elevación de Cristo en la gloria y el descenso del Espíritu Santo a la tierra. Este testimonio divino fue dado una vez al principio.
El poder de Dios, es verdad, siempre es el mismo. Y Dios es soberano para intervenir como él quiere y cuando quiere. Pero pretender que las señales características del principio de esta dispensación se manifiesten a todo lo largo de ella, no está en armonía con la enseñanza general de las Escrituras.
4 - Los pactos
En las Escrituras encontramos varios pactos establecidos por Dios con el hombre.
El primero es el que Dios hizo con Noé y sus hijos, después del diluvio. Dios se comprometió a no destruir más la tierra con un diluvio, y como señal de compromiso, puso el arco en las nubes (Génesis 9:8-17).
Todos los demás pactos conciernen a Abraham o a su descendencia terrenal (Romanos 9:4; Efesios 2:12). Tres pactos sucesivos caracterizan los designios de Dios para con esta privilegiada familia:
- el pacto hecho con Abraham,
- el antiguo pacto, hecho con Israel en el Sinaí, cuando fue liberado de Egipto,
- el nuevo pacto, prometido a Israel para un tiempo todavía futuro.
La relación de Dios, o del Señor Jesús, con los creyentes de la época actual no es un pacto; en la Escritura no se llama así.
4.1 - El pacto con Abraham
Empezó con el llamamiento de Abraham, cuando todavía estaba en Ur de los caldeos (Génesis 12:1-3). El pacto en sí es formalmente establecido en el capítulo 15 del Génesis (v. 18). Es confirmado en el capítulo 17 (v. 1-22) y es ampliado en el capítulo 22 (v. 15-18). La circuncisión es la señal del pacto. Este pacto tiene el carácter de una promesa de Dios, de una promesa incondicional (Gálatas 3:15-17). Además, es un pacto perpetuo (Génesis 17:7, 13, 19; Salmo 105:10). El que será concretado más tarde en el Sinaí con el pueblo de Israel es una continuación –con esenciales diferencias–, pero no puede anular el primero. La Escritura expresamente lo subraya en Gálatas 3:17: “El pacto previamente ratificado por Dios para con Cristo, la ley que vino cuatrocientos treinta años después, no lo abroga, para invalidar la promesa”.
En su predicación del Evangelio a los judíos, en Hechos 3, Pedro considera a sus oyentes como los “hijos… del pacto” que Dios estableció con Abraham (v. 25). Las bendiciones que Cristo les trae son pues el cumplimiento de las promesas divinas hechas al patriarca.
4.2 - El antiguo pacto
Interviene al comienzo de la historia de Israel como pueblo, inmediatamente después de su liberación de Egipto. Está estrechamente unido a la ley: los diez mandamientos son llamados “las palabras del pacto” (Éxodo 34:28). Tenemos el relato de su institución formal en Éxodo 24:1-8. Moisés lee los mandamientos de Dios al pueblo, el cual se compromete a obedecer. Son ofrecidos sacrificios y se hace aspersión de la sangre sobre el pueblo. Es “la sangre del pacto” (v. 8; compárese con Hebreos 9:18-20). Esta señal de muerte evoca la sanción penal que va unida a la transgresión de la ley.
Este pacto es esencialmente diferente del precedente, porque es un compromiso bilateral. La bendición del pueblo ahora es condicional. Dios dice: “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos…” (Éxodo 19:5). E Israel, después de haber oído los mandamientos, responde a una sola voz: “Haremos todas las palabras que Jehová ha dicho” (24:3).
A lo largo de su historia, se le recordará al pueblo este pacto mediante la voz de los profetas. Reyes piadosos, tales que Ezequías y Josías, lo renovarán haciendo que el pueblo se comprometa (2 Crónicas 29:10; 34:31-32). Esdras y Nehemías harán lo mismo, estableciendo un escrito y firmándolo (Nehemías 9:38 y capítulo siguiente). ¡Pena perdida! Nueve siglos de prueba de este pueblo pondrá en evidencia la total incapacidad del hombre para guardar la ley divina. También manifestarán, para nuestra consolación, la inmensa paciencia de Dios.
Finalmente, esta paciencia llega a su término, y Dios rechaza a su pueblo. Pero en la misma época en que esto tiene lugar, cuando Jerusalén es destruida y lo que queda del pueblo es llevado cautivo a Babilonia, Dios anuncia por boca de Jeremías que Él establecerá un nuevo pacto con Israel, de un carácter totalmente diferente del primero.
4.3 - El nuevo pacto
“He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos” (Jeremías 31:31-34). Este capital pasaje, citado en su totalidad en Hebreos 8 y comentado en el siguiente capítulo, pone el acento en el hecho de que el nuevo pacto es establecido sobre una base diferente del antiguo.
Primero, es un pacto con un solo contratante, como el que Dios hizo con Abraham. Pero va más lejos.
Está fundamentado en la misma obra de Dios en los corazones: “Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (v. 33). Bajo el primer pacto, así como en la familia de Abraham, la relación con Dios podía ser sólo exterior. El pueblo de Israel ha podido contar –al menos en ciertas épocas– una multitud de personas de las cuales el corazón estaba alejado de Dios, mientras que sólo unos pocos tenían fe y le temían. En los gloriosos tiempos que anuncia el profeta, no será así: “No enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande” (v. 34). En ese día, “la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar” (Isaías 11:9).
Además, el nuevo pacto está fundado, como lo indica Hebreos 9:14-17, en la muerte de Cristo en la cruz; su sangre es la “sangre del nuevo pacto[5]” (Marcos 14:24). Sobre esta base, Dios podrá otorgar a los suyos pleno perdón: “Perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado” (Jeremías 31:34).
[5] Nada tiene de sorprendente el hecho de que el Señor emplee una expresión concerniente a Israel. En los versículos precedentes, celebra la Pascua con sus discípulos, y en el versículo siguiente, habla del reino de Dios. Las enseñanzas del Señor en los evangelios, sobre todo en los tres primeros, tienen lugar esencialmente en un ambiente judío.
Las bendiciones que traerá este pacto son moralmente muy próximas al Evangelio de la gracia tal como lo conocemos, pero el nuevo pacto en sí será hecho con Israel, como lo precisan los pasajes de Jeremías 31:31 y de Hebreos 8:8 “Haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá”, “estableceré con la casa de Israel y la casa de Judá un nuevo pacto”. Con la Iglesia jamás es cuestión de pacto. Los que hoy creen en Jesús son tomados o bien de entre los judíos o de entre los gentiles para constituir la Iglesia. Individualmente se benefician de las bendiciones espirituales del nuevo pacto, pero de ninguna manera de las bendiciones terrenales que éste traerá.
Estas bendiciones son enteramente futuras. Aunque la sangre del nuevo pacto haya sido derramada, la relación actual de Israel con Dios es la de un pueblo puesto de lado por algún tiempo. Este pueblo es todavía “Lo-ammi” (compárese Oseas 1:9 con 2:23). “El entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado. Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos. Pero cuando se conviertan al Señor, el velo se quitará” (2 Corintios 3:14-16)[6].
[6] En el versículo 6 del mismo capítulo, el apóstol Pablo se intitula ministro de un nuevo pacto. En el versículo 14 habla de la lectura del antiguo pacto. Es interesante notar que en el original griego, como lo señala una nota en Hebreos 9:16, pacto y testamento son la misma palabra. Así, este pasaje de 2 Corintios 3, como el de Hebreos 9, pueden haber sido el motivo que dio origen a los nombres Antiguo y Nuevo Testamento. ¡Lo que ciertamente no quiere decir que tengamos que identificar estas dos partes de la Biblia con el antiguo y el nuevo pacto!
El profeta Ezequiel, casi contemporáneo de Jeremías, también habla del nuevo pacto: “Haré con ellos pacto de paz, pacto perpetuo será con ellos” (37:26). En esta parte de su libro, anuncia el regreso de Israel a su tierra (34:13), su restablecimiento como pueblo de Dios (34:30), la obra de Dios en sus corazones, quitando “el corazón de piedra” y dando “un corazón de carne” (36:26); anuncia el reinado del Mesías (34:23; 37:24) y el santuario de Dios de nuevo en medio de Israel, y eso para siempre (37:26). Estos pasajes muestran claramente que el nuevo pacto será realmente efectivo sólo en un día futuro, incluso si la “sangre del nuevo pacto” ya fue derramada.
Recordemos que las bendiciones de la Iglesia, o de los que la componen, superan a las del nuevo pacto. La unión de los creyentes con Cristo por medio del Espíritu Santo, tal como está descrita especialmente en la epístola a los Efesios, es un privilegio exclusivo de los creyentes. Además, los creyentes de la época actual son extranjeros en la tierra, siguen a un Salvador rechazado y despreciado por el mundo. El remanente de Israel que heredará el reino milenario, como los gentiles que participarán en él, de ninguna manera serán extranjeros. En una tierra purificada por los juicios, serán los súbditos de un Cristo glorificado de quien la autoridad será reconocida por todos.
4.4 - Los tres pactos y sus relaciones
Los tres pactos que acabamos de considerar corresponden a tres dispensaciones de Dios para con Israel o sus ascendientes directos: la de los patriarcas, la de la ley y la del Milenio. A pesar de las grandes diferencias entre esos pactos y estas dispensaciones, discernimos en la sucesión de los pactos el desarrollo de los maravillosos designios de Dios. Vistos en conjunto, nos presentan la exclusión y la bendición, que sumerge sus raíces en las promesas hechas a Abraham, que se manifiesta en el curso de la historia pasada de Israel, a pesar de sus infidelidades, y que prospera plenamente en el Milenio. En varios pasajes de la Escritura, el pacto de Dios con Abraham se presenta como el origen de todas las bendiciones de Israel, ya se trate de la liberación de Egipto y de su introducción en el país prometido o de su futura restauración.
Así es como leemos al principio del Éxodo: “Oyó Dios el gemido de ellos, y se acordó de su pacto con Abraham, Isaac y Jacob. Y miró Dios a los hijos de Israel, y los reconoció Dios” (2:24-25). “Asimismo yo he oído el gemido de los hijos de Israel, a quienes hacen servir los egipcios, y me he acordado de mi pacto” (6:5).
Ya en Levítico 26, después de la descripción del fracaso de Israel sobre el terreno de la responsabilidad, se anuncia la restauración final del pueblo. Y Dios enlaza ésta a las promesas hechas a los patriarcas: “Entonces yo me acordaré de mi pacto con Jacob, y asimismo de mi pacto con Isaac, y también de mi pacto con Abraham me acordaré, y haré memoria de la tierra” (v. 42). De la misma manera, leemos en un profeta: “Cumplirás la verdad a Jacob, y a Abraham la misericordia, que juraste a nuestros padres desde tiempos antiguos” (Miqueas 7:20). Véase también Lucas 1:72.
Pero esta restauración final del pueblo, es decir las bendiciones del nuevo pacto, también se vinculan con el antiguo pacto. No, seguramente, con la responsabilidad del hombre bajo la ley, sino con la manifestación de la bondad de Dios para con los que él había rescatado y de los cuales ha querido hacer su pueblo. “Aun con todo esto, estando ellos en tierra de sus enemigos, yo no los desecharé, ni los abominaré para consumirlos, invalidando mi pacto con ellos; porque yo Jehová soy su Dios. Antes me acordaré de ellos por el pacto antiguo, cuando los saqué de la tierra de Egipto a los ojos de las naciones, para ser su Dios” (Levítico 26:44-45). “Antes yo tendré memoria de mi pacto que concerté contigo en los días de tu juventud, y estableceré contigo un pacto sempiterno” (Ezequiel 16:60).
Del lado del pueblo, es el fracaso: “Traspasaron las leyes, falsearon el derecho, quebrantaron el pacto sempiterno” (Isaías 24:5); pero del lado de Dios, es el triunfo de la gracia: “Porque los montes se moverán, y los collados temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo Jehová, el que tiene misericordia de ti” (54:10).
4.5 - El pacto con David
Sin embargo, la bendición final de Israel es inseparable de lo que Dios llama: mi pacto con David.
Históricamente, este pacto se nos presenta en 2 Samuel 7 (o también en 1 Crónicas 17). El rey lo recuerda en sus “palabras postreras”: “Él ha hecho conmigo pacto perpetuo, ordenado en todas las cosas, y será guardado, aunque todavía no haga él florecer” (2 Samuel 23:5). Es un pacto de carácter incondicional, como aquel que Dios hizo con Abraham: “Hice pacto con mi escogido; juré a David mi siervo, diciendo: Para siempre confirmaré tu descendencia, y edificaré tu trono por todas las generaciones… Yo también le pondré por primogénito, el más excelso de los reyes de la tierra. Para siempre le conservaré mi misericordia, y mi pacto será firme con él… Si dejaren sus hijos mi ley, y no anduvieren en mis juicios… entonces castigaré con vara su rebelión… No olvidaré mi pacto, ni mudaré lo que ha salido de mis labios” (Salmo 89:3-4, 27-34).
Los descendientes de David que se han sucedido sobre el trono han contribuido, salvo raras excepciones, al fracaso de Israel; no han traído la bendición prometida, ¡muy por lo contrario! Pero no será lo mismo con la “vara” que saldrá “del tronco de Isaí”, cuando Jehová “juntará los desterrados de Israel, y reunirá los esparcidos de Judá de los cuatro confines de la tierra” (Isaías 11:1-12; léase todo este pasaje). Por medio del Mesías llegará la bendición a Israel: “Haré con vosotros pacto eterno, las misericordias firmes a David” (Isaías 55:3). Más de una vez, los profetas recuerdan este pacto con David, inseparable del nuevo pacto: “En aquellos días y en aquel tiempo haré brotar a David un Renuevo de justicia, y hará juicio y justicia en la tierra” (Jeremías 33:15 –véase también v. 16-26). “Y levantaré sobre ellas a un pastor, y él las apacentará; a mi siervo David, él las apacentará, y él les será por pastor. Yo Jehová les seré por Dios, y mi siervo David príncipe en medio de ellos… Y estableceré con ellos pacto de paz” (Ezequiel 34:23-25; véase también 37:24-27).
5 - El reino de Dios
5.1 - Introducción
Dios, por el hecho de ser Dios, el Creador, posee el dominio sobre todas las cosas. A cada instante, todo lo tiene entre sus manos. En ese sentido, a veces es llamado Rey, y su dominio reino (compárese con Salmo 22:28; 103:19; Daniel 4:3, 34, 37). Pero las palabras reino de Dios evocan algo que no ha existido en todo tiempo. Estaba en los designios de Dios establecer su dominio sobre la tierra, de manera que fuese reconocido pública y oficialmente. Y en las manos del Hijo del hombre él quiere ponerlo, según el Salmo 8. El reino de Dios es el cumplimiento de ese deseo.
Las expresiones “reino de Dios”[7], “reino de los cielos”, “mi reino”, etc. son frecuentes en el Nuevo Testamento, y particularmente en boca del Señor. La aparente diversidad de sentido puede producir en nosotros algún desconcierto. Cuando leemos: “El que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Marcos 10:15), nuestros pensamientos se centran en el cielo. Cuando leemos las parábolas de Mateo 13: “El reino de los cielos es semejante al grano de mostaza… a la levadura… a un tesoro escondido… a un mercader que busca buenas perlas”, nuestros pensamientos se vuelven hacia el estado actual de la cristiandad o hacia la Iglesia. Cuando oímos al Señor decir a sus discípulos: “Yo, pues, os asigno un reino, como mi Padre me lo asignó a mí, para que… os sentéis en tronos juzgando a las doce tribus de Israel” (Lucas 22:29-30), pensamos en el Milenio.
[7] En Mateo vemos al Señor empleando la expresión “reino de los cielos”, y en otro evangelio “reino de Dios”. Esto basta para indicar que el sentido general de estas expresiones es el mismo. Diremos algo más tarde referente a lo que distingue su empleo
Las cosas se aclaran cuando comprendemos que el reino de Dios está íntimamente unido a la venida de Cristo a la tierra. Según las profecías del Antiguo Testamento, es la época que debe ser introducida por la venida del Mesías para Israel, y por la dominación universal del Hijo del hombre. Esta época está caracterizada por la autoridad de Dios establecida y reconocida oficialmente en la tierra y por una abundancia de bendiciones.
Cuando viene la primera vez, el Señor Jesús proclama que el tiempo se ha cumplido y que el reino de Dios se ha acercado. Pero he aquí que el Rey es rechazado y crucificado. Un nuevo estado de cosas, que no había sido revelado en el Antiguo Testamento, se introduce entonces. El reino se establece de manera misteriosa y transitoria, con el Rey en el cielo y sus súbditos en la tierra. Durante ese tiempo, los derechos del Rey son reconocidos sólo por los que lo han recibido mediante la fe, y ellos mismos son extranjeros en la tierra. Los judíos pierden por un tiempo sus particulares privilegios y la salvación se ofrece a todos los gentiles. La Iglesia se constituye.
Después del tiempo de la Iglesia, por medio de la segunda venida de Cristo –su venida con potestad y gloria– los designios de Dios que conciernen al reino se cumplen totalmente.
El tema del reino está pues estrechamente vinculado con el de las dispensaciones.
- Durante la dispensación de la ley, el reino es anunciado como algo futuro.
- Durante la vida del Señor en la tierra, el reino es ofrecido, pero rechazado: “No queremos que éste reine sobre nosotros” (Lucas 19:14). El pleno establecimiento del reino es pospuesto.
- Durante el tiempo de la Iglesia, el reino existe, pero de forma misteriosa. Israel como pueblo es puesto de lado por un tiempo, y el Evangelio es predicado a todas las naciones.
- Cuando llegue el Milenio, el reino se establecerá en gloria. Es el tiempo de la “restauración de todas las cosas, de que habló Dios por boca de sus santos profetas que han sido desde tiempo antiguo” (Hechos 3:21), la gloriosa respuesta de Dios a la introducción del pecado en el mundo.
5.2 - El reino es anunciado en el Antiguo Testamento
Después del primer rey de Israel –Saúl, el rey según el corazón del hombre– Dios escoge a David, “un varón conforme a su corazón” (1 Samuel 13:14), y le da la realeza sobre su pueblo. Obra con él según su soberana gracia. No sólo colma a David de sus cuidados, sino que además hace un pacto con él –un pacto incondicional, como el que había hecho con Abraham–. Le dice: “Cuando tus días sean cumplidos, y duermas con tus padres, yo levantaré después de ti a uno de tu linaje… y afirmaré su reino. Él edificará casa a mi nombre, y yo afirmaré para siempre el trono de su reino. Yo le seré a él padre, y él me será a mí hijo… Y será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente” (2 Samuel 7:12-16). Salomón bien tuvo el privilegio de heredar el trono de David y de edificar una casa para Dios, pero el final de su reinado fue un fracaso. Y sus descendientes tan sólo reinaron durante algunos siglos.
En Cristo, el Hijo de Dios, las promesas hechas a David se cumplirán a la perfección. En el relato de 1 Crónicas 17, paralelo al de 2 Samuel 7, Dios no sólo dice tu reino (el de David) y su reino (el del hijo de David), sino mi reino (v. 14). El reino de David y el de su hijo se identifican con el “reino de Jehová” (compárese con 1 Crónicas 28:5).
El profeta Daniel nos conduce más lejos. Primero, por la interpretación del sueño de la gran estatua con los pies de hierro y de barro cocido, nos muestra a todas las autoridades terrenales definitivamente barridas ante aquella que Dios establecerá: “En los días de estos reyes el Dios del cielo levantará un reino que no será jamás destruido, ni será el reino dejado a otro pueblo; desmenuzará y consumirá a todos estos reinos, pero él permanecerá para siempre” (Daniel 2:44). Luego, en el capítulo 7, el profeta nos presenta a “uno como un hijo de hombre” que se acerca al “Anciano de días” y que recibe “dominio, gloria y reino” para que todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvan. “Su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (v. 13-14). El que reina aquí, ya no es el Hijo de David (aunque sea la misma persona), sino el Hijo del Hombre. El alcance de su dominio, ya no es más Israel y las naciones vecinas, sino toda la tierra. El mismo capítulo 7 nos muestra además a “santos” que reciben y que poseen el reino (v. 18, 22, 27).
El Antiguo Testamento no va más allá de ese glorioso reino, y para describirlo utiliza las expresiones “hasta el siglo”, “eterno”, “para siempre”, “no será jamás destruido”. Ese reino no tendrá fin, en el sentido de que nada en la tierra podrá detener su curso. Sabemos por el Nuevo Testamento que durará mil años (Apocalipsis 20:1-7), de donde recibe su nombre de Milenio.
Numerosas profecías describen este reino de justicia y de paz bajo el cetro del Mesías (véase, entre otros pasajes, Salmo 101, Isaías 2:2-4 y 11:1-10, Jeremías 32:37 a 33:18, Ezequiel 40 a 48). Es la bendición final de la tierra, introducida por el juicio de todo lo que se opone a Dios. De hecho, el Antiguo Testamento enlaza todo lo que Dios puede tener en reserva para sus santos –la bendición, la vida, la felicidad, la gloria– con este reino que él establecerá en la tierra.
5.3 - La predicación del reino en los evangelios
Lo que precede explica el sentido general que la expresión reino de Dios tiene todavía en el Nuevo Testamento. En ese sentido general, las expresiones “entrar en el reino”, “heredar la vida eterna” y “ser salvo” son prácticamente equivalentes. Lo vemos, por ejemplo, en la historia del joven rico. Se informa para saber lo que debe hacer a fin de “tener la vida eterna”; el Señor le habla de “entrar en la vida”, luego explica a los discípulos la dificultad para un rico de entrar “en el reino de Dios”; los discípulos se preguntan entonces ¿quien puede “ser salvo”?; en su conclusión, el Señor habla de heredar “la vida eterna” (Mateo 19:16-17, 23-25, 29).
En las epístolas, la expresión “heredar el reino de Dios” también se emplea en el mismo sentido (compárese con 1 Corintios 6:9-10; Gálatas 5:21).
Cuando el Señor Jesús vino a la tierra, el Imperio Romano (representado por los pies de la estatua del capítulo 2 de Daniel) tenía el poder universal. Todo estaba preparado para que, “cortada una piedra, no con mano”, desmenuzara la estatua y llegara a ser “un gran monte que llenó toda la tierra” (v. 45, 35), es decir para que Cristo estableciera su reino.
El ángel anuncia a María: “Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1:32-33). Su venida es prevista primero para Israel.
Cuando Jesús llega, Juan el Bautista, luego el propio Señor, y al final sus discípulos, proclaman el mensaje: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 3:2; 4:17; 10:7). En el Sermón del monte, el Señor explica los principios morales del reino (Mateo 5 a 7). Luego va por “todas las ciudades y aldeas, enseñando… y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia” (9:35).
5.4 - El rechazo del Rey
Pero muy pronto la hostilidad de los judíos se manifiesta, hostilidad que, por otra parte, es sólo la del hombre hacia Dios. “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella” (Juan 1:5). Al paciente trabajo de amor del Señor, a su incomparable bondad para con los desventurados, responde la dureza del corazón humano. ¿Por qué? Porque “los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Juan 3:19).
El evangelio de Mateo, en particular, nos muestra el historial de este rechazo. A causa de éste, a partir del capítulo 13, el Señor expone por medio de parábolas lo que él llama “los misterios del reino de los cielos” (13:11). Con el rechazo del Rey, el reino toma una forma especial, que no había sido revelada anteriormente. Las enseñanzas de Cristo van a ser recibidas por unos y rechazadas por otros, de manera que el mundo va a ser semejante a un campo en el cual la cizaña está mezclada con la buena semilla (v. 37-38).
El Rey será escondido por algún tiempo en los cielos, tema de fe para los suyos. “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra”, dice él (28:18); pero esta potestad será reconocida sólo por aquellos que lo hayan recibido como su Salvador personal. La expresión “reino de los cielos” evoca este carácter peculiar del reino del cual el Rey está en el cielo, mientras que sus súbditos están en un mundo que, de manera general, lo rechaza y los rechaza. Ya en el Sermón del monte, el Señor habla de la recompensa celestial y futura de aquellos que actualmente son perseguidos por causa de la justicia o por causa de él: “Vuestro galardón es grande en los cielos”, dice él (5:10-12). Este mundo tratará a los discípulos del reino como trató al Señor. Debemos saber que “es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22).
5.5 - La puerta del reino abierta a las naciones
Sin embargo, a causa del rechazo del Mesías por los judíos, “vino la salvación a los gentiles” (Romanos 11:11). A partir del día de Pentecostés, las Buenas Nuevas son proclamadas en todas las lenguas. Son para todos; también son para los que en otro tiempo estaban “sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Efesios 2:12). Pedro, quien había recibido del Señor “las llaves del reino de los cielos” (Mateo 16:19), las utiliza en favor de los gentiles cuando Cornelio y los suyos son públicamente unidos a los creyentes judíos (Hechos 10). Y el libro de los Hechos nos muestra en detalle cómo Dios “había abierto la puerta de la fe a los gentiles” (14:27).
Desde Pentecostés, todos los que creen son tomados del pueblo judío o de los gentiles a los cuales pertenecían, para constituir la Iglesia de Dios. Pero al mismo tiempo, son discípulos del reino. El apóstol Pablo dice a los ancianos de Éfeso que él pasó entre ellos “predicando el reino de Dios” (Hechos 20:25). Es uno de los aspectos de su predicación (compárese con v. 21, 24, 27). A los cristianos de Roma, les enseña que “el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17). Al esperar el regreso del Señor, debemos andar “como es digno de Dios, que os llamó a su reino y gloria” (1 Tesalonicenses 2:12).
La Iglesia y el reino son dos cosas diferentes, pero todos los que forman parte de la Iglesia pertenecen al reino. Así, los caracteres morales que deben llevar los discípulos del reino, según lo que el Señor Jesús ya enseñó en los evangelios, deben ser vistos en nosotros.
Señalemos una característica diferencia entre el reino y la Iglesia. En el reino tal como está descrito en la segunda parábola de Mateo 13, la cizaña y la buena semilla deben “crecer juntamente lo uno y lo otro hasta la siega” (v. 30), es decir hasta “el fin del siglo” (v. 39). Esto es así porque “el campo es el mundo” (v. 38). El dominio del Rey no es reivindicado sobre el mundo durante todo este período. En la Iglesia, es muy diferente. El mal y “el perverso” deben ser quitados de la iglesia, “porque el templo de Dios… santo es” (1 Corintios 5:7, 13 y 3:17). Durante el tiempo de la Iglesia, evocado por las siete iglesias de Asia, el Hijo del hombre aparece como juez de aquellos que invocan su nombre (Apocalipsis 1:13). Más tarde, el mismo Hijo del hombre aparece en el cielo y mete su “hoz, y siega… la tierra” porque “la hora de segar ha llegado” (14:15).
5.6 - Instauración del reino de Dios
Podemos distinguir tres etapas:
- “Preguntado por los fariseos, cuándo había de venir el reino de Dios”, el Señor les respondió: “El reino de Dios está entre vosotros” (Lucas 17:20-21). Éste estaba allí en la persona del Rey. Como también lo dijo: “Si yo por el Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mateo 12:28).
- El reino en sí ha sido instaurado –bajo la forma misteriosa en que lo presentan las parábolas de Mateo– después de la ascensión del Señor Jesús a la gloria. Esto se halla confirmado por Daniel 7:13-14 donde vemos al Hijo del hombre acercarse al Anciano de días y recibir el reino. Igualmente, en Hebreos 2, Jesús es “coronado de gloria y de honra”, Dios “todo lo sujetó bajo sus pies”, “pero todavía no vemos que todas las cosas le sean sujetas” (v. 7-8).
- Bajo su forma completa y gloriosa, el reino aparecerá sólo después de los juicios que nos describe el Apocalipsis, en los capítulos 6 a 19. El Imperio Romano habrá sido reconstituido, después de un largo eclipse, para permitir el cumplimiento exacto de la profecía de Daniel 2. La instauración del reino es presentada de manera breve en los versículos 1 a 6 de Apocalipsis 20. Durante los mil años que durará, Satanás permanecerá atado, con la imposibilidad de seducir a los hombres.
Este estado de felicidad y de bendición incomparables abarcará no sólo la parte terrenal que el Antiguo Testamento describe abundantemente, sino una parte celestial de la cual la Escritura dice pocas cosas. Los creyentes que atravesarán las tribulaciones sin dejar sus vidas –es decir el remanente de Israel y los gentiles que habrán recibido el evangelio del reino (Marcos 13:10)– vivirán este período sobre la tierra. En cambio, los fieles que dejarán sus vidas “por causa del testimonio de Jesús y por la palabra de Dios”, participarán de “la primera resurrección” (Apocalipsis 20:4-5). Con los creyentes que hayan sido arrebatados al cielo en el momento del regreso del Señor, constituirán la parte celestial del reino. Sin duda que de ellos habla el Señor cuando dice: “Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre” (Mateo 13:43). El apóstol Pablo dice: “El Señor me librará de toda obra mala, y me preservará para su reino celestial” (2 Timoteo 4:18).
Ya hoy, Cristo ha sido “exaltado hasta lo sumo”, y ha recibido “un nombre que es sobre todo nombre”. Pero en aquel día, se doblará ante él “toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra” y “toda lengua confesará que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Filipenses 2:8-11).
5.7 - El reino entregado al Dios y Padre
Todos los reinos de la tierra han tenido su período de gloria, y luego de decadencia. Han pasado y dejado lugar a otros reinos, manifestando Dios así su juicio para con los que los gobiernan (compárese con Daniel 5:26-28; 7:11-12). Pero muy diferente será el reino de Cristo. Después de haber evocado los grandes imperios de los gentiles, Daniel, hablando del reino dado al Hijo del hombre dice: “Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido” (7:14).
En un sentido, ese reino es eterno. Aquellos que entran “en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:11) con seguridad estarán en él para siempre. Y la gloria de Cristo manifestada en el reino no podrá tener fin.
No obstante, la Escritura nos muestra los eventos que deben llegar “cuando los mil años se cumplan” (Apocalipsis 20:7 y siguientes). En relación con el tema de la resurrección, el apóstol Pablo evoca el momento en que Cristo entregará el reino al Dios y Padre (1 Corintios 15:24-28). Este pasaje nos muestra el reino como una administración confiada por Dios a Cristo, el Hombre de sus consejos. Al confiarle el reino, Dios le sujeta todas las cosas, según la profecía del Salmo 8. Ahora bien, no sólo se trata de una dominación de principio, sino de una dominación efectiva. Así, “preciso es que él reine hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies” (1 Corintios 15:25). Y “el postrer enemigo que será destruido es la muerte” (v. 26). La muerte será obligada a restituir todas sus presas, y ella misma será lanzada al lago de fuego (Apocalipsis 20:14). Y cuando Cristo haya acabado la labor que Dios le habrá confiado, “cuando haya suprimido todo dominio, toda autoridad y potencia” (1 Corintios 15:24), cuando “todas las cosas le estén sujetas” (v. 28), entonces entregará el reino a Dios el Padre, en un estado de perfección.
“Entonces también el Hijo mismo se sujetará al que le sujetó a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (v. 28). Como hombre, el Señor Jesús conserva por la eternidad un lugar de sujeción a Dios, el que había tomado cuando vino a esta tierra. Sin embargo, es el lugar de la gloria suprema y no más el de la humillación[8].
[8] «El gobierno mediador del hombre habrá desaparecido, será absorbido por la supremacía de Dios a la cual no habrá más oposición… Aquí, Cristo nos es presentado depositando esta autoridad que le ha sido conferida, y entrando en la posición normal de la humanidad, en la posición de un ser sometido a Aquel que le había sometido todo. Pero a través de todo, la naturaleza divina de Cristo jamás cambia, ni tampoco su naturaleza humana, con esta diferencia: que la humillación habrá sido cambiada por la gloria. Pero entonces Dios será todo en todos, y el gobierno especial del hombre en la persona de Jesús –gobierno al cual la Iglesia está asociada– será desleído en la supremacía inmutable de Dios, en la relación final y normal de Dios con su criatura» (J. N. Darby).
5.8 - Observación respecto del “reino de los cielos”
La expresión reino de Dios es general; ella podría aplicarse –al parecer– en todos los contextos. En cambio, la expresión reino de los cielos tiene un carácter dispensacional muy marcado, al igual que el evangelio de Mateo en el cual se encuentra. Pues en efecto, ella se halla sólo en este evangelio, donde casi siempre es utilizada. Ahora bien, la relación de Cristo, el Mesías, el Rey, con el pueblo de Israel y su rechazo, son particularmente vistos en Mateo.
Se ha descrito el reino de Dios como la esfera moral en la cual se reconocen los derechos de Dios. En cuanto al reino de los cielos, es la tierra bajo el gobierno del cielo, donde el Rey está escondido. Cuando el Señor estaba en la tierra, el reino de Dios estaba aquí abajo, en un sentido moral o espiritual. Pero el reino de los cielos era entonces una cosa futura. Fue establecido sólo cuando el Hijo del hombre fue elevado en la gloria. Esto explica porqué el Señor emplea la expresión “reino de Dios” en lugar de “reino de los cielos” en pasajes como: “ha llegado a vosotros el reino de Dios” (Mateo 12:28) o “el reino de Dios será quitado de vosotros” (21:43).
6 - La ley y la gracia
6.1 - Dos dispensaciones
“Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.” (Juan 1:17)
Más de la mitad de la Biblia fue escrita durante la dispensación de la ley, y lleva los caracteres de este período. Ahora bien, nosotros estamos en otra dispensación. ¿Significa esto que lo que fue escrito en tiempos precedentes no es para nosotros? Para el Señor y los apóstoles, el Antiguo Testamento, por las numerosas citas que hacen de él, era de autoridad absoluta –la Escritura– la que “no puede ser quebrantada” (Juan 10:35). Jesús dice que él no vino para abrogar la ley o los profetas, sino para cumplirlos (Mateo 5:17). Y a la pregunta: “¿Por la fe invalidamos la ley?”, responde Pablo: “En ninguna manera, sino que confirmamos la ley” (Romanos 3:31).
Por una parte –el Señor y los apóstoles insisten con fuerza– hay grandes contrastes entre las dos dispensaciones y, por otra, hay una maravillosa unidad en el conjunto de la Palabra de Dios. Podemos beneficiarnos completamente de lo que Dios reveló en otro tiempo, a condición que dejemos brillar la luz del Nuevo Testamento sobre las páginas del Antiguo. La confusión entre las dispensaciones de la ley y de la gracia, en el curso de la historia de la Iglesia, ha sido la fuente de muchos males.
6.2 - Cosas caducas
Las normas del bien y del mal resultan de la relación del hombre con su Creador, y son independientes de las dispensaciones. Temer a Dios, someterse a él, obrar con rectitud, no mentir, no matar a su prójimo, no robarle, ser fiel a su cónyuge, honrar a los padres… son éstos los deberes del hombre para con Dios, tanto antes como después de la ley, y durante esta dispensación. Obrar de manera contraria, es pecar.
La ley dada a Israel enuncia estos deberes de manera muy detallada y añade reglas de orden ceremonial (por ejemplo: respecto a los sacrificios, las fiestas, los animales impuros). Por medio del pacto del Sinaí, el pueblo de Israel estaba en una relación particular con Dios, en la cual la obediencia a la ley aseguraba su bendición, y la desobediencia, su maldición.
No obstante, si bien las prescripciones morales de la ley proceden de principios divinos que están fuera del tiempo, sus prescripciones ceremoniales eran aplicables sólo para esa dispensación. Las vemos formalmente puestas de lado en el Nuevo Testamento, por la misma autoridad de Dios que las había dado. Veamos tres ejemplos:
- El capítulo 10 de los Hechos nos relata una visión del apóstol Pedro, en la cual aprende que la distinción entre los animales puros e impuros ya no existe, y que el cristianismo borra los privilegios particulares del pueblo judío respecto a las demás naciones. Desde entonces, el Evangelio va a ser predicado a todas las naciones.
- La circuncisión era la señal externa del lugar especial de Israel como pueblo de Dios. La cuestión de saber si se necesitaba continuar practicándola levantó grandes discusiones entre los cristianos judíos del comienzo (compárese con Hechos 15). Y si, por una parte, Dios fue paciente para con los judíos que tenían dificultad de desprenderse de estos ritos, por otra parte condujo al apóstol Pablo a que se opusiera con energía a aquellos que querían obligar a los cristianos a ser circuncidados. Es el tema de la epístola a los Gálatas. “Si os circuncidáis, de nada os aprovechará Cristo” (Gálatas 5:2).
- La epístola a los Hebreos fue escrita para mostrar a los judíos que todo el sistema de la ley –particularmente el sacerdocio y los sacrificios– fue puesto de lado. Se trataba de ordenanzas carnales, “impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas” (Hebreos 9:10). Pero habiendo venido Cristo, tenemos en él el único sacrificio capaz de quitar los pecados (10:12, 14), y el perfecto sacerdote que “nos convenía” (7:25-26). Así, “queda, pues, abrogado el mandamiento anterior a causa de su debilidad e ineficacia (pues nada perfeccionó la ley)” (7:18-19).
No se puede deducir de todo esto, como algunos pensaron que se podía hacer, que una parte de la ley –que llamamos ley ceremonial– es caduca, mientras que la otra parte –que llamamos la ley moral– está todavía vigente en el cristianismo. El sistema de la ley forma un todo, y de ese sistema nos libera la gracia: “No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). Volveremos a tratar ese tema.
6.3 - Dos principios de justificación
La diferencia esencial entre la dispensación de la ley y la dispensación de la gracia concierne al medio por el cual el hombre puede ser justificado delante de Dios.
6.3.1 - El principio de la ley
De manera general, el Antiguo Testamento –a partir del momento en que Israel está bajo la ley– nos presenta un Dios que da la bendición y la vida… pero bajo condición de obediencia[9].
[9] Bendición y vida también son elementos básicos del cristianismo, pero estas palabras tienen entonces un alcance bastante diferente.
En el libro del Levítico, Dios advierte a su pueblo: “Guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos” (18:5). En el libro del Deuteronomio, ordena a su pueblo amarlo, andar en sus caminos, guardar sus mandamientos, y añade: “para que vivas y seas multiplicado, y Jehová tu Dios te bendiga en la tierra a la cual entras para tomar posesión de ella” (30:16). Y más adelante: “Os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú y tu descendencia; amando a Jehová tu Dios, atendiendo a su voz, y siguiéndole a él; porque él es vida para ti, y prolongación de tus días” (v. 19-20).
En cuanto a la justicia, Moisés dice: “Tendremos justicia cuando cuidemos de poner por obra todos estos mandamientos delante de Jehová” (Deuteronomio 6:25).
¿Han podido los israelitas adquirir por ese medio la vida, la bendición, la justicia? Por cierto que no, pero la clara respuesta a esta pregunta sólo se dio cuando el Señor Jesús vino. Entretanto que, aquellos que anduvieron en el temor de Dios y respetando sus mandamientos, aquellos que confiaron en Dios, son llamados justos. Éstos son aquellos que Dios bendice (Salmo 5:12; Proverbios 10:6), los que él cuida (Salmo 34:15, 17, 19), los que él reconoce como sus “santos” y sus “siervos” (Salmo 34:9, 22).
6.3.2 - El principio de la fe
“Porque de la justicia que es por la ley Moisés escribe así: El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas” (Romanos 10:5). Y en gran contraste con esto, el apóstol Pablo describe “la justicia que es por la fe” (v. 6). Estas dos justicias están fundadas sobre principios muy diferentes: por un lado la ley y las obras que ella demanda, por el otro la fe en Cristo y la obra que él hizo.
En una de sus predicaciones a los judíos, el apóstol Pablo dice: “Sabed, pues… que por medio de él (Jesús) se os anuncia perdón de pecados, y que de todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser justificados, en él es justificado todo aquel que cree” (Hechos 13:38-39).
Los cristianos de Galacia –los cuales no eran judíos– habían recibido el Evangelio mediante el ministerio del apóstol Pablo. Poco tiempo después, bajo la influencia de maestros judaizantes, estaban en gran peligro de abandonar el verdadero terreno de la gracia, mezclando con ella elementos de la ley. Muy inquieto respecto de ellos, el apóstol Pablo les escribe: “El hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo… por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gálatas 2:16). “¡Oh gálatas insensatos! ¿quién os fascinó?” (3:1). “Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas” (3:10).
¡La ley no puede contentarse con una obediencia parcial o aproximada! Pero “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición” (3:13).
En la epístola a los Romanos, el apóstol, en primer lugar, establece la culpabilidad de todas las clases de seres humanos; luego desarrolla el plan maravilloso de la salvación de Dios. “Ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas[10]; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo” (Romanos 3:21-22). “Aparte de la ley”, sin que las obras de la ley sean reclamadas al hombre, sin que él traiga algo de sus méritos, si cree en Jesús, Dios lo justifica. Y Dios es justo haciéndolo (v. 26), porque justifica sobre la base de la obra expiatoria hecha por Cristo en la cruz. Así, somos “justificados gratuitamente por su gracia” (v. 24). El apóstol insiste en el contraste entre el principio de las obras y el principio de la fe: “Al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (4:5). “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios…” (5:1-3).
[10] “La ley y… los profetas” –aquí: los relatos del Antiguo Testamento– ya antes habían dado testimonio, aunque de manera más o menos velada, del hecho que Dios justificaría a los creyentes sobre un principio diferente del de la ley.
El apóstol Pablo tenía un continuo dolor en su corazón pensando en los israelitas, sus hermanos según la carne, que no eran salvos (Romanos 9:1-3). Les da testimonio de que tenían “celo de Dios, pero no conforme a ciencia” (10:2). En los países de profesión cristiana, ¡cuántas personas están hoy en la misma situación! En efecto, prosigue el apóstol, “ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree” (10:3-4). Aquellos que buscan establecer su propia justicia –teniendo como base sus buenas obras o sus propios méritos– son, con respecto a la justicia de Dios, a la vez ignorantes e insumisos. Ignoran las exigencias de esta justicia, que no puede pasar por alto la falta más insignificante; y no se someten al único medio de salvación que Dios ofrece.
6.4 - La bendición y la vida
Nos hemos detenido en la inmensa diferencia que hay entre la ley y la gracia en cuanto al medio de obtener la bendición y la vida; en el primer caso, la obediencia a los mandamientos de Dios, en el otro, la fe en Cristo. Pero todavía hay otra diferencia. Ésta se encuentra en lo que representan las palabras bendición y vida, respectivamente.
Las bendiciones prometidas a Israel eran sobre todo terrenales: riqueza, paz, prosperidad material (Deuteronomio 28:1-14; 30:15). En cambio, las bendiciones cristianas son esencialmente espirituales (Efesios 1:3). En esta tierra, donde Jesús fue rechazado, el creyente fiel debe contar con un lugar que se parezca al de su Señor. Sus tesoros están en el cielo, no en la tierra.
De la misma manera, la vida que Dios prometió a aquellos que guardaban la ley, no fue revelada como la vida eterna, sino como una larga vida sobre la tierra (Éxodo 20:12; Deuteronomio 30:20; Proverbios 3:2). El Nuevo Testamento nos presenta la vida eterna en estrecha relación con el Hijo de Dios: “Éste es el verdadero Dios, y la vida eterna”. “Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:20, 11-12). Sin duda, Dios hará que los creyentes del Antiguo Testamento se beneficien de la obra de Cristo, pero no podía revelarlo claramente antes de su venida a la tierra. Estos creyentes también han recibido la vida divina, no por obediencia a la ley, sino sobre el principio de la fe.
6.5 - La justicia
También hay una gran diferencia entre el alcance de la palabra justicia en el Antiguo Testamento y en el Nuevo. Los libros de los Salmos y de los Proverbios, particularmente, hablan con frecuencia del justo (en contraste con el malo, el impío, el pecador, el burlador, etc.). Estas palabras justo y justicia se refieren en general a un estado práctico de temor de Dios y de confianza en él, del cual resulta un andar lejos del mal. Se trata de justicia práctica.
Por su lado, el Nuevo Testamento insiste con fuerza sobre el hecho que “no hay justo, ni aun uno… por cuanto todos pecaron” (Romanos 3:10, 23). Pero “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios” (1 Pedro 3:18). Aquellos que, a causa de sus pecados, eran “injustos” son declarados “justos” por Dios mismo. Son “justificados”, justificados gratuitamente por su gracia. No se trata sólo de justicia, sino de “justificación”.
Ya no es más cuestión de su propia justicia, de aquella que las obras podrían –o más bien no podrían– procurarles. Es cuestión de una justicia que les es “contada” por Dios, el Juez justo, a causa de la fe de ellos (Romanos 4:5, 11). Tenemos el modelo de esto en Abraham, quien, antes de la ley: “Creyó Abraham a Dios, y le fue contado por justicia” (4:3).
Bajo la ley, se trataba de la justicia del hombre. Bajo la gracia, se trata de la justicia de Dios. En la cruz, el Señor Jesús fue nuestro sustituto ante el Dios justo y santo. Respondió ante él respecto de todos los pecados cometidos por nosotros, y a la vez puso fin a la fuente corrupta de la cual provenían: fue hecho “pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Corintios 5:21). Él “nos ha sido hecho por Dios sabiduría, justificación, santificación y redención” (1 Corintios 1:30). Hacer que Cristo sufriera todo el juicio que merecíamos nosotros, fue un acto de justicia de parte de Dios. También fue un acto de su justicia resucitar y exaltar a la gloria a Aquel que lo había glorificado plenamente en su muerte en la cruz. Y es todavía un acto de justicia de Dios declarar justos a aquellos que creen en Jesús, a aquellos por los que murió.
Así, somos salvos sobre el fundamento de la justicia de Dios, y no sobre el de una derogación de su justicia (que además sería imposible).
6.6 - ¿Por qué pues la ley?
La ley no podía “vivificar” (Gálatas 3:21). “Era débil por la carne” (Romanos 8:3); aplicada a la carne, ésta no podía traer ningún buen resultado. En sí misma, era buena (Romanos 7:12), como correcta expresión de las exigencias de Dios para con el hombre natural, pero demandaba el bien de parte de aquellos que eran incapaces de cumplirlo, y ella prohibía el mal a aquellos que no podían dejar de practicarlo. Comprendemos así por qué se hace esta pregunta: “¿Para qué sirve la ley?” (Gálatas 3:19).
Encontramos la respuesta en la epístola a los Gálatas y a los Romanos. La ley “fue añadida a causa de las transgresiones” (Gálatas 3:19), es decir «con el propósito de hacer resaltar el mal por medio de las transgresiones» (nota de la versión francesa de J. N. Darby). Ella “se introdujo para que el pecado abundase; mas cuando el pecado abundó, sobreabundó la gracia” (Romanos 5:20). Los dos términos “añadido” e “introdujo” evocan el hecho de que después de la época de los patriarcas, en la cual las promesas de Dios aseguraban sus dones a aquellos en quienes había fe(compárese con Gálatas 3:18), complació a Dios introducir por algún tiempo algo nuevo, que era la ley.
La función de la ley era hacer conocer el pecado: “por medio de la ley es el conocimiento del pecado”; “yo no conocí el pecado sino por la ley” (Romanos 3:20; 7:7).
La ley era una prueba para el hombre, de su na-turaleza corrupta, de lo que el apóstol Pablo llama “el pecado” en Romanos 7. Era necesario para el pecado “mostrarse pecado”; hacía falta que “por el mandamiento”, llegase a ser “sobremanera pecaminoso” (v. 13). La ley era pues una experiencia que Dios hacía con el hombre –con Israel en representación de la humanidad– para manifestar su irremediable estado de perdición. Ella era necesaria para el hombre, no para Dios, quien conocía todo de antemano.
6.7 - La gracia de Dios durante la dispensación de la ley
¡Si Dios no hubiese manifestado su gracia a lo largo de la dispensación de la ley, el pueblo de Israel no habría podido subsistir un solo día! Veamos algunos testimonios de esta gracia en el Antiguo Testamento.
- La elaboración del becerro de oro, en el mismo momento en que la ley era dada, atrajo sobre el pueblo un juicio total y definitivo. Pero en respuesta a la intercesión de Moisés, Dios ejerció la misericordia –y al mismo tiempo que el juicio– para con el pueblo que era llamado por su nombre (Éxodo 32 a 34). Es notable ver que Moisés, el legislador, tenía un profundo conocimiento de la gracia y de la bondad de Dios. ¡Cuántas veces lo vemos recurrir a la misericordia divina a lo largo de los cuarenta años de la travesía del desierto! (véase por ejemplo Números 14:17-20). Dios declara que habría destruido a su pueblo, “de no haberse interpuesto Moisés su escogido delante de él, a fin de apartar su indignación” (Salmo 106:23). Aparte de la intervención de Moisés, Dios tenía además otras razones para usar de misericordia para con su pueblo. Cumplía las promesas que él había hecho a Abraham, Isaac y Jacob (Deuteronomio 9:5). También debía tener en cuenta su gloria ante las naciones que sabían que él era el Dios de Israel (Ezequiel 20:9, 14, 22). Poco antes de la entrada de Israel en Canaán, oímos al conductor recordar al pueblo sobre qué base va a recibir el país: “Por tanto, sabe que no es por tu justicia que Jehová tu Dios te da esta buena tierra para tomarla; porque pueblo duro de cerviz eres tú” (Deuteronomio 9:6). Este pueblo estaba bajo la ley, pero no “por las obras de la ley” heredaba la bendición.
- La institución de los sacrificios era, en sí misma, una manifestación de la gracia de Dios. Cuando un hombre había pecado, debía traer al altar un animal sin defecto, poner la mano sobre la cabeza de éste como señal de identificación, y degollarlo. “Y le hará el sacerdote expiación de su pecado que habrá cometido, y será perdonado” (Levítico 4:35). También debía confesar su pecado (5:5). Hoy sabemos que “la sangre de los toros y de los machos cabríos no puede quitar los pecados” (Hebreos 10:4). Pero los sacrificios eran imágenes de la obra de Cristo, y Dios los tenía en cuenta a causa del valor que representaban. El gran principio de la sustitución (el hecho de que alguien ocupe el lugar del culpable bajo el juicio de Dios) también era puesto ante las conciencias, en espera de la manifestación del “Cordero de Dios”.
- Al leer los salmos de David, estamos sorprendidos al ver que, por la enseñanza del Espíritu Santo, su fe se elevaba muy por encima del sistema de la ley. En el Salmo 51, donde confiesa su grave falta, comprende que Dios espera del pecador algo más profundo que un sacrificio por el pecado. “Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría; no quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (v. 16-17). El arrepentimiento es puesto ante nosotros con una claridad que se acerca a la del Nuevo Testamento. Y, como lo enfatiza el apóstol Pablo, “David habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo: Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos. Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado” (Romanos 4:6-8, citando Salmo 32:1-2). Este pasaje del salmo demuestra claramente que David fue justificado sobre el principio de la fe, y no sobre el de obras. Incluso podemos afirmar que nadie, durante la dispensación de la ley, fue justificado de otra manera que por la fe. Esto resulta de la declaración del apóstol: “Que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él” (Romanos 3:20; compárese con Gálatas 2:16). “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6).
- Cuanto más avanza el tiempo en la historia de Israel, más las tinieblas morales del hombre se acentúan, y más clara y precisa también se torna la revelación divina. Los profetas anuncian el estado irremediable del hombre –la ruina del pueblo así como la de los individuos– pero al mismo tiempo proclaman los conmovedores llamamientos de un Dios que perdona. “Vuélvete, oh rebelde Israel, dice Jehová; no haré caer mi ira sobre ti, porque misericordioso soy yo, dice Jehová, no guardaré para siempre el enojo. Reconoce, pues, tu maldad, porque contra Jehová tu Dios has prevaricado” (Jeremías 3:12-13). “Convertíos, hijos rebeldes, y sanaré vuestras rebeliones” (3:22). “Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo, y no me acordaré de tus pecados” (Isaías 43:25). “Deje el impío su camino, y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá de él misericordia, y al Dios nuestro, el cual será amplio en perdonar” (55:7). Arrepentimiento, perdón: éstos son ya elementos del Evangelio que pronto será predicado por todas las naciones. Y todavía más lejos que esto, mirando al futuro que se aproximaba, los profetas hablan de Aquel que sufriría a causa de los pecados del pueblo, y que llevaría sus iniquidades (Isaías 53:6, 8, 11).
6.8 - No bajo la ley, sino bajo la gracia
Muchos cristianos desde el tiempo de los apóstoles, si bien comprenden que no pueden ser justificados ante Dios por la ley, consideran, no obstante, a ésta como su regla de vida. ¿A esto nos llama Dios acaso? ¡No! Varios pasajes lo establecen con claridad. Y primero éste: “No estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). De ninguna manera estamos bajo la autoridad de la ley. Estamos bajo el maravilloso régimen de la gracia de Dios.
“La ley no fue dada para el justo, sino para los transgresores y desobedientes, para los impíos y pecadores…” (1 Timoteo 1:9). La ley expresa las exigencias de Dios respecto del hombre natural, y sirve para demostrar su estado de perdición. Pero ella no es la motivación del justo para su andar en un camino de justicia.
“Porque el pecado no se enseñoreará de vosotros; pues no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia” (Romanos 6:14). Este pasaje nos enseña una cosa muy humillante: que si estuviésemos bajo la ley, seríamos esclavos del pecado. ¿Por qué? Porque una contención impuesta a la carne –prohibición u obligación– estimula la oposición de ésta. “El pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia”, y “me engañó” (7:8, 11). “Las pasiones pecaminosas… eran por la ley” (7:5). “El poder del pecado” es “la ley” (1 Corintios 15:56). “Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden” (Romanos 8:7).
En Romanos 7, el apóstol Pablo expresa con la mayor fuerza la ruptura que intervino entre la ley y el creyente. (Las cosas son consideradas desde el punto de vista de alguien que estaba bajo la ley.) De la misma manera que la muerte de un cónyuge pone fin a la relación del matrimonio, la muerte de Cristo puso fin a toda relación entre la ley y el creyente. ¿Cómo? Estamos muertos con Cristo. Así, con respecto a la ley, somos muertos. Ya no tiene ella más autoridad sobre nosotros. “Porque yo por la ley soy muerto para la ley” (Gálatas 2:19). A los cristianos que se ponían bajo un sistema de preceptos, el apóstol pregunta: “Pues si habéis muerto con Cristo en cuanto a los rudimentos del mundo, ¿por qué, como si vivieseis en el mundo, os sometéis a preceptos tales como: No manejes, ni gustes, ni aun toques…?” (Colosenses 2:20-21). En la imagen matrimonial de Romanos 7, Pablo considera a la ley como el viejo marido, y a Cristo como el nuevo. No se puede estar en relación con los dos a la vez.
En la cristiandad se afianzó la noción de que estamos muertos a la ley ceremonial –la circuncisión, las fiestas judías, los sacrificios… habiendo sido puestos de lado– pero que no estamos muertos a la ley moral. Se ha concluido que esta ley, si bien no es el medio de nuestra justificación, es al menos nuestra regla de vida. A esto podemos responder, con la Escritura, que la ley es un todo inseparable: “Otra vez testifico a todo hombre que se circuncida, que está obligado a guardar toda la ley” (Gálatas 5:3). Poner a los cristianos bajo una parte de la ley, ya sea de sus ceremonias o de sus instrucciones morales, es ponerlos bajo la ley y hacerles abandonar a Cristo (compárese v. 2 con v. 4). En otra parte, el apóstol escribe: “Habéis muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo, para que seáis de otro… a fin de que llevemos fruto para Dios” (Romanos 7:4). Estamos muertos “a la ley” y no a una parte de la ley. Además, si el apóstol habla de “llevar fruto para Dios”, es cuestión de nuestro caminar práctico. Se puede llevar tal fruto sólo si estamos totalmente liberados del yugo de la ley.
La ley pide. Cristo da. A los que viven de Su vida, Él les da el poder hacer más de lo que la ley pedía. Esto se transformará en una realidad práctica en la medida que nos consideremos nosotros mismos por muertos, y nos dejemos conducir por el Espíritu, la potestad de nuestra nueva vida: “para que la justicia de la ley se cumpliese en nosotros, que no andamos conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Romanos 8:4).
Tenemos una nueva naturaleza que ama la voluntad de Dios y que se complace en cumplirla. “Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres” (Gálatas 5:1). En la práctica de esta libertad, podemos caminar siguiendo las pisadas de Cristo. Ahora bien, con toda seguridad, su vida de abnegación era mucho más que la mera obediencia a la ley. “En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos” (1 Juan 3:16). “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (2:6).
No obstante, el apóstol Pablo nos hace una advertencia: “A libertad fuisteis llamados; solamente que no uséis la libertad como ocasión para la carne” (Gálatas 5:13). Bajo pretexto de libertad, bajo pretexto de que ya no estamos más sometidos a la ley –lo cual es verdad– podríamos dar rienda suelta a la carne. ¡Tengamos cuidado! ¡No nos imaginemos que lo que antes era el mal pueda ser hoy el bien!
6.9 - El Señor Jesús y la ley
“Cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley” (Gálatas 4:4-5).
Hombre perfecto, cumplió plenamente la ley. Pero, en su absoluta obediencia y abnegación a la voluntad de su Padre, hizo mucho más de lo que pedía la ley.
Cuando presenta los principios morales del reino de los cielos, muestra que la medida divina es más elevada que la ley. Repite varias veces: “Oísteis que fue dicho a los antiguos… Pero yo os digo…” (Mateo 5:21 y siguientes). Si bien ciertos puntos que menciona se refieren más bien a la tradición de los judíos, otros hacen claramente alusión a la ley. Además, advierte solemnemente a aquel que se atreva a quebrantar “uno de estos mandamientos muy pequeños” de la ley, y “así enseñe a los hombres” (5:19).
En su enseñanza y en su andar, el Señor honró perfectamente la ley. No obstante, no tiene, como los profetas, el propósito de volver a traer al pueblo a la ley. Pone en evidencia la incapacidad del hombre para obtener la vida por medio de sus obras, y la inutilidad de la ley para traer la bendición. Vemos esto, por ejemplo, en la parábola del buen samaritano. Un intérprete de la ley se acerca a Jesús, y le pregunta –para probarlo–: “Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?” (Lucas 10:25). El Señor lo deja en su opinión y le pregunta: “¿Qué está escrito en la ley?” Habiendo respondido el hombre muy correctamente, el Señor le dice: “Haz esto, y vivirás” (v. 26, 28). Pero el doctor de la ley tiene conciencia de no poder alcanzar la medida, y pregunta: “¿Y quién es mi prójimo?” (v. 29). El Señor le responde con la muy conocida parábola, que no sólo resuelve la cuestión de saber quién es el prójimo, sino que muestra que el hombre necesita un Salvador que lo tome completamente a su cargo, la ley –representada por el sacerdote y el levita– que no le era de ninguna ayuda.
En una entrevista con un escriba que no estaba “lejos del reino de Dios”, el Señor resume la ley de la misma manera que el intérprete de la ley en Lucas 10: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón… y… amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Marcos 12:28-34). “Como a ti mismo”, era la medida de la ley. El Señor se entregó a sí mismo por nosotros. ¡De qué manera esta medida sobrepasa a la de la ley!
6.10 - El legalismo
Si bien las parábolas del Señor Jesús se distinguían con frecuencia por la gracia, le oímos sin embargo expresarse con gran severidad cuando se dirige a los jefes religiosos de los judíos –escribas, doctores de la ley, fariseos– quienes utilizaban su pretendida observancia de la ley para alimentar su propio orgullo.
El fariseo de la parábola de Lucas 18 se enaltece de ayunar dos veces por semana, y de dar diezmos de todo lo que gana (v. 12). Guardar días de ayuno, dar diezmos de su renta, son mandamientos relativamente fáciles de observar, ¡mucho más fáciles que amar verdaderamente a Dios o a su prójimo! Al observar escrupulosamente ciertos mandamientos, y desatendiendo otros, podemos –muy fácilmente– darnos la ilusión de ser justos, y ser tentados a dar esta imagen también a aquellos que nos rodean. Este estado el Señor lo denuncia con vehemencia en su solemne requerimiento de Mateo 23. “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto era necesario hacer, sin dejar de hacer aquello” (v. 23).
El Señor distingue cosas más importantes de otras que son de menor valor. ¡Qué lección para nosotros! Él no dice que se debían poner de lado las menos importantes, sino que pide que se dé prioridad a aquellas que son las más importantes. Y siempre son aquellas que más profundamente nos comprometen.
Tenemos lo externo y lo interno, “lo de fuera” y “lo de dentro” (v. 25-28), lo que los hombres ven y lo que sólo Dios ve. “Así también vosotros por fuera, a la verdad, os mostráis justos a los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad” (v. 28). ¡Cuán aborrecible es este apego a las formas exteriores mientras que el corazón no es recto ante Dios!
Este estado de espíritu –que llamamos legalismo– conduce a añadir mandamientos humanos a la Palabra de Dios, y así a deformarla y anularla. El Señor dirige este reproche a los judíos: “Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, cuando dijo: Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas, mandamientos de hombres” (Mateo 15:7-9).
El libro de los Hechos y las epístolas ponen ante nosotros otra forma de legalismo: la que dio origen a la transición de la dispensación de la ley a la de la gracia. Es comprensible que los judíos, vinculados desde su infancia con su ley, con sus ordenanzas, con sus privilegios, hayan tenido dificultad para abandonar el sistema judaico. Y Dios usó de gran paciencia para con ellos. Pero eso fue la ocasión para que, por medio del apóstol Pablo, se dieran para todos los tiempos las instrucciones necesarias para que seamos guardados de ponernos, de una u otra forma, bajo el yugo de la ley, y ser privados de nuestra libertad en Cristo. Dios quiera que nos mantengamos firmes en esta libertad, sin usarla “como ocasión para la carne” (Gálatas 5:1, 13).
El afecto de un corazón humilde y amante de la letra como también del espíritu de las Escrituras nada tiene en común con el legalismo. Escudriñándolas sentados a los pies del Señor, podemos aprender a conocer lo que a él le agrada, para andar de una manera digna de él.
7 - El gobierno de Dios
Después de habernos ocupado de la ley, no es fuera de propósito que desarrollemos en una pequeña medida el tema del gobierno de Dios, el cual ocupa un lugar importante en todas las Escrituras. Consideraremos el gobierno directo de Dios para con sus criaturas, y no tanto, como en el capítulo 3, la institución de un gobierno público sobre la tierra, que Dios confió, según las épocas, a Israel o a los gentiles.
Dios conoce todas las acciones de los hombres; las considera y las retribuye según su justicia. “Porque el Dios de todo saber es Jehová, y a él toca el pesar las acciones” (1 Samuel 2:3). “Ciertamente el justo será recompensado en la tierra; ¡cuánto más el impío y el pecador!” (Proverbios 11:31). “Dios traerá toda obra a juicio, juntamente con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala” (Eclesiastés 12:14). “Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras” (Jeremías 17:10). Y en el Nuevo Testamento: “Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7). Es un principio válido en todas las dispensaciones.
La retribución divina tiene un aspecto actual y un aspecto futuro. Las acciones de los hombres producen sus consecuencias durante la vida de éstos, y ellas también producirán consecuencias en el día del juicio. Se utiliza el término «gobierno de Dios» para designar el principio de retribución actual, es decir durante el curso de nuestro paso por esta tierra. Dios obra como gobernador con una perfecta justicia. El apóstol Pedro dice que los gobernadores son enviados de Dios “para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien” (1 Pedro 2:14). Pero sea cual fuere la manera en que cumplen con su obra, Dios está por encima de todo y ejerce su gobierno según su sabiduría, su perfecto conocimiento y su soberanía.
7.1 - El gobierno durante las dispensaciones
En el libro del Génesis, es decir antes de la ley, ya vemos este gobierno de Dios, ya sea con respecto al mundo (en Babel, en Sodoma y en Gomorra), o con respecto a los patriarcas. El principio de que se siega lo que se sembró se pone notablemente en evidencia en la historia de Jacob, así como en la de sus hijos.
La ley tiene cierta relación con el gobierno de Dios. No por el hecho de formular las exigencias de Dios respecto al hombre (lo cual nada tiene que ver con el gobierno), sino por el hecho de anunciar expresamente las consecuencias de la obediencia o de la desobediencia. Ella promete la vida y la bendición a aquel que la guarda, la muerte y la maldición a aquel que la desprecia. El gobierno de Dios está pues implícitamente comprendido en el principio de la ley: «haz esto, y vivirás». Los mandamientos, las instrucciones y las advertencias dadas a Israel –así como toda la bondad que Dios había testimoniado a este pueblo que él había escogido– aumentaban su responsabilidad y lo ponían, según los mismos términos de la ley, bajo su gobierno directo.
El cristianismo, a pesar de la revelación de la gracia, mantiene con toda su fuerza el principio del gobierno de Dios. “Si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; sabiendo que fuisteis rescatados… con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pedro 1:17-19). Nuestra salvación está asegurada. Conocemos a Dios como Padre, pero también es aquel que juzga según la obra de cada uno. Nuestros privilegios infinitamente más elevados que los que gozó el pueblo de Israel, así como la obra de salvación efectuada por nosotros, nos hacen aún más responsables. Y si Dios decía a Israel, al que había tomado por pueblo suyo: “Sed santos, porque yo soy santo” (1 Pedro 1:16), ¡cuánta más razón tiene de decirlo a aquellos que ha santificado con la sangre de Cristo! Por eso el apóstol Pedro dice antes: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (v. 15). No se trata de que debamos lograr méritos o una determinada posición por un andar en obediencia y fidelidad. Se trata de andar en la obediencia y en la fidelidad porque Dios nos ha puesto, por la obra de Cristo, en una posición de santidad y ha hecho de nosotros sus hijos.
Según el principio de la ley, la vida y la bendición eran la retribución –según el gobierno de Dios– de la justicia práctica. Según el principio de la gracia, la vida y la bendición son el don de Dios a aquel que cree; pero Dios espera que aquellos que ha justificado, anden en justicia práctica, y que su andar produzca sus resultados presentes y futuros. “No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos” (Gálatas 6:9). Según 1 Pedro 4:17, el gobierno de Dios empieza por aquellos que pertenecen a su casa, mientras que aquellos que no obedecen al Evangelio serán más tarde los objetos de este gobierno.
El milenio será el perfecto establecimiento del gobierno de Dios en la tierra, ejercido por Cristo. “De mañana destruiré a todos los impíos de la tierra, para exterminar de la ciudad de Jehová a todos los que hagan iniquidad” (Salmo 101:8).
7.2 - El gobierno y la gracia
Si bien el principio del gobierno de Dios es simple de comprender, la manera en que Dios lo ejerce a menudo escapa a nuestra comprensión. Los caminos de Dios para con los hombres no sólo incluyen su gobierno. Se caracterizan por varios principios, teniendo cada uno su fuente en lo que Dios es en sí mismo. Justo y santo, debe juzgar y retribuir con justicia. Dios es amor, y debe usar de gracia y de paciencia. En su sabiduría, sabe cómo unir elementos que pueden parecernos irreconciliables. “¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!” (Romanos 11:33).
“Por cuanto no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos dispuesto para hacer el mal” (Eclesiastés 8:11). La paciencia de Dios está presente en todos sus caminos para con el hombre, y éste raras veces saca provecho de ello. Ella “esperaba” ya “en los días de Noé” (1 Pedro 3:20), y espera todavía hoy, entretanto la bondad de Dios guía a los hombres al arrepentimiento. Pero aquellos que la menosprecian, “atesoran para sí mismos ira para el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios, el cual pagará a cada uno conforme a sus obras” (Romanos 2:4-6).
Y no sólo vemos la paciencia de Dios manifestada continuamente en sus caminos, sino también su gracia. Desde el principio de la historia del pueblo de Israel, se manifiesta como “¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad… que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado, y que de ningún modo tendrá por inocente al malvado” (Éxodo 34:6-7). Algunos siglos más tarde, el salmista reconoce: “No ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados” (Salmo 103:10).
7.3 - ¿Cuándo tiene lugar la retribución?
“Vi yo al impío sumamente enaltecido, y que se extendía como laurel verde. Pero él pasó, y he aquí ya no estaba; lo busqué, y no fue hallado” (Salmo 37:35-36). Aquí se ejecuta la retribución bajo los ojos de aquel que se expresa. En otros pasajes, se la presenta como futura; ella intervendrá en el día en que Dios tomará en sus manos sus derechos sobre la tierra: “Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí. Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz” (v. 10-11). Dios decide soberanamente si su juicio debe ejecutarse ahora o más tarde. En la perspectiva del Antiguo Testamento, se trata de todas maneras de un juicio en relación con la tierra, la vida y la bendición no siendo reveladas más allá del milenio.
En el Nuevo Testamento, la retribución es considerada la mayoría de las veces en relación con la venida del Señor: “Porque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras” (Mateo 16:27). “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra” (Apocalipsis 22:12). El apóstol Pablo habla a menudo del día de la retribución: “Así que, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; y entonces cada uno recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5; compárese con 2 Corintios 5:10). El pensamiento de la retribución está asociado a la venida del Señor en gloria (1 Tesalonicenses 3:13; 2 Tesalonicenses 1:10), mientras que su venida para tomar a los suyos con él, se relaciona más bien con el pensamiento de la liberación final (1 Tesalonicenses 1:10; 4:16-18).
En ciertos pasajes, el hecho de la retribución es puesto en evidencia sin que se precise el momento en que se llevará a cabo. Por ejemplo, respecto a la limosna, el Señor dice: “Tu Padre que ve en lo secreto, te recompensará” (Mateo 6:4; V.M.). No dice cuándo. Asimismo, el apóstol Pablo escribe: “El que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará” (2 Corintios 9:6). En otros pasajes, la retribución es evidentemente para el tiempo durante el cual estamos en la tierra: “Con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido” (Mateo 7:2). A veces también se mencionan las dos etapas: “No hay ninguno que haya dejado casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mí y del evangelio, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo; casas, hermanos, hermanas, madres, hijos, y tierras, con persecuciones; y en el siglo venidero la vida eterna” (Marcos 10:29-30).
7.4 - ¿Quién es el que retribuye?
En el Antiguo Testamento, esta función pertenecía a Jehová, al “Dios de retribuciones”; es él quien “dará la paga” (Jeremías 51:56). “Dará al hombre según sus obras” (Proverbios 24:12). No obstante, muchas veces utiliza instrumentos humanos, quienes, sin siquiera saberlo, obran de parte de Él (véase por ejemplo Jueces 1:7; 2 Samuel 16:11; Isaías 10:5-7).
En el Nuevo Testamento, el juicio final se presenta como perteneciendo a Jesucristo. “El Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo… y también le dio autoridad de hacer juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre” (Juan 5:22, 27; compárese con Hechos 17:31; Romanos 2:16). En cambio, el gobierno sobre los hijos de Dios se ejerce por parte del Padre: “Si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor” (1 Pedro 1:17).
7.5 - Gobierno y disciplina paterna
La disciplina paterna, tal como la presenta Hebreos 12:4-11, es el conjunto de los cuidados dispensados por nuestro Padre “para que participemos de su santidad” (v. 10). Entre la disciplina y el gobierno, hay elementos comunes así como diferencias. El gobierno es una consecuencia del pasado, la disciplina se efectúa con vistas al futuro. Además, el gobierno puede ser motivo de gozo o de tristeza, según lo que hayamos sembrado “para la carne” o “para el Espíritu”. En cambio, “ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo” (Hebreos 12:11). Un acto de gobierno, cuando resulta del mal que hicimos, es una disciplina de la cual el Padre se sirve para nuestro bien. Pero hay actos de disciplina de Dios que no son de ninguna manera una retribución de malas acciones.
Ya vemos eso en el Antiguo Testamento. Los amigos de Job se equivocaron gravemente confundiendo los caminos de Dios en disciplina con sus caminos en gobierno. Para ellos, las desgracias de Job podían ser sólo el juicio divino motivado por las faltas encubiertas del patriarca (Job 4:7-8). En realidad, Job estaba en la escuela de Dios. Tenía que aprender grandes lecciones, y sus pruebas eran enviadas por Dios con el propósito de enseñárselas. Cuando el resultado fue alcanzado “quitó Jehová la aflicción de Job” y “bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero” (42:10, 12).
8 - Conclusión
8.1 - Cosas nuevas y cosas viejas
“Todo escriba admitido como discípulo en el reino de los cielos, es semejante a un padre de familias, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas” (Mateo 13:52, V.M.). Aquí, el Señor evoca el servicio del discípulo que, conociendo las riquezas tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, puede sacar de uno y del otro abundante alimento para el pueblo de Dios. Es un estímulo a leer y a escudriñar las Escrituras que habían sido dadas a los judíos.
Sin embargo, todo lo que hemos considerado hasta aquí y que concierne a:
- la revelación progresiva que Dios ha dado de sus pensamientos y de sus planes,
- y a los cambios que han intervenido en sus relaciones con los hombres, todo esto nos llama a la prudencia en el momento de la lectura, y mucho más en el de la exposición del Antiguo Testamento.
8.2 - Explicaciones y aplicaciones
En el momento de esta notable lectura del libro de la ley que el remanente de Judá que había venido de Babilonia efectuaba en la plaza pública, “desde el alba hasta el mediodía, en presencia de hombres y mujeres y de todos los que podían entender”, vemos lo que significa una explicación. Los levitas “hacían entender al pueblo la ley”, “y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura” (Nehemías 8:1-8).
He aquí una primera preocupación necesaria ante un pasaje de la Palabra: ¿Cuál es su sentido, su primer sentido? ¿A quién se dirige Dios? ¿Qué dice?
Sin embargo, si nos limitamos a explicar la Palabra, podríamos pasar por alto las enseñanzas que ella tiene para nosotros. Si decimos (incluso con razón): esto concierne a Israel, aquello concierne a Josué, David o Timoteo, y no nos sentimos identificados con lo que se dice, sufriremos una inmensa pérdida. Más que eso, cerramos nuestros oídos mientras Dios nos habla.
Los escritores del Nuevo Testamento constantemente sacan aplicaciones de los textos del Antiguo. Hacen analogías entre antiguas y actuales situaciones y sacan conclusiones para aquellos a quienes se dirigen. El autor de la epístola a los Hebreos, por ejemplo, después de presentarnos una “grande nube de testigos”, en el capítulo 11, nos alienta diciéndonos: “Por tanto, nosotros también… corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús…” (12:1-2). Más aún, emplea una palabra que Dios dijo a Josué: “No te desampararé, ni te dejaré”, y la aplica sin ninguna reserva a aquellos a los que escribe, como si Dios mismo se la hubiese dirigido (13:5). Y está bien así, ¡esta palabra está dirigida por Dios a cada uno de los suyos!
Las aplicaciones que podemos hacer, y que debemos hacer, del texto bíblico pueden ser consideradas bajo dos aspectos:
- Por lo que de nosotros depende, deben ser hechas con inteligencia. No debemos aplicarnos declaraciones que están en contradicción con la dispensación en la que vivimos. Por eso se necesita conocer algo de las dispensaciones.
- Por otro lado, ¡recordemos que la Escritura está más en las manos de Dios que en las nuestras! Cuando la leemos, es Él quien habla, y nosotros los que escuchamos. Él obra en nuestros corazones y en nuestras conciencias. Ella es “viva y eficaz” (Hebreos 4:12). Es un “martillo” o una “espada” en su mano (Jeremías 23:29; Salmo 149:6). Como la lluvia que él envía del cielo, “hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Isaías 55:11). Y eso, a pesar de nuestras insuficiencias.
“Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad.” (2 Timoteo 2:15)