format_list_numbered Índice general

La esperanza actual de la Iglesia


person Autor: John Nelson DARBY 45

flag Tema: El arrebato de los santos

(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)


1 - Prefacio del traductor

La Iglesia de Dios: ¿Cuál fue su origen? ¿cuál es su naturaleza, y cuál es su destino? ¿Qué propósitos tiene Dios para con ella? ¿Cuál es su relación o distinción con Israel? ¿Qué implica de la segunda venida de Cristo? ¿Qué es la primera resurrección? Estos y otros temas son tratados con profundidad y esmero en esta serie de conferencias que fueron pronunciadas por John N. Darby en 1840, hace pues ya 180 años, en la ciudad de Ginebra. Las conferencias tuvieron un enorme impacto, y el libro producto de las mismas hizo época, dirigiendo los pensamientos de muchos creyentes a las enseñanzas de la Escritura acerca de la verdadera naturaleza y vocación de la Iglesia, y su esperanza. Por fin la lengua castellana tiene a su disposición esta obra fundamental, breve en exten­sión, pero con un con­tenido verdadera­mente vital para la en­señan­za de la verdadera esperanza de la Iglesia.

Estas conferencias poseen una calidad muy especial, de gran profundidad doctrinal y práctica a la vez. Este libro es un clásico en el estudio de la esperanza de la Iglesia, en el estudio del llamamiento de Israel y de su futuro, así como en el estudio de la actuación y futuro de las naciones, exponiendo de una manera luminosa los principios de la Palabra de Dios acerca de estas cuestiones.

Su resultado es que impulsa al creyente a ajustar su vida a las realidades de la vocación con que ha sido llamado. Presenta con un peculiar apremio la gran realidad del Dios soberano de la historia, del Dios fiel a sus promesas, del Dios que mandará a Jesucristo, como Rey de reyes y Señor de los que gobiernan, para recoger a su Iglesia, juzgar a las naciones, y recoger y salvar al remanente de Israel, y a cumplir todas las promesas dadas a Abraham, Isaac, Jacob y David.

En esta obra también se muestra, frente a aquella actitud que quisiera desprestigiar su estudio, la vital necesidad de considerar atentamente la palabra profética, «a la cual hacéis bien en estar atentos (como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro) hasta que el día amanezca y el lucero de la mañana se levante en vuestros corazones» (2 Pe. 1:19), a fin de mantener­nos más y más cerca de Aquel que dijo: «Yo soy la raíz y la posteridad de David, «la estrella resplan­deciente de la mañana…» «Sí, vengo pronto. Amén; ¡ven, Señor Jesús!» (Apoc. 22:16, 20).

2 - Primera conferencia (2 Pedro 1) – Introducción

El cristiano debe tratar de conocer no solo la salvación que es en Cristo, sino también todos los frutos de esta salvación. No solo debe asegurarse de que está en la casa de su Padre, sino también gozar de los privilegios de la casa.

Dios nos llamó «por su gloria y excelencia» (2 Pe. 1:3).

Dios nos da, en la gloria de Cristo y de la Iglesia, un porvenir que él mismo ha llenado con sus designios, y el estudio de esta preciosa verdad ocupa nuestros pensamientos de la manera más útil; y desde luego este es uno de los objetivos que él se ha propuesto al comunicarnos la profecía, la cual nos da, al revelar­nos sus intenciones en calidad de amigos de él (Juan 15:15; Efe. 1:9), el participar en los pensamientos que le ocupan a él. No podía darnos él una prenda más entrañable de su amor y confianza (Gén. 18:17), ni nada que pudiera tener para nuestras almas una eficacia más santifica­dora. En efecto, si el carácter de los hombres se manifiesta en los objetivos que persiguen, nuestra conducta en el presente estará mar­cada por el porvenir de nuestra esperanza; tendrá necesariamente su reflejo y color. Los que solo ambicionan posición, los que no sueñan más que en las riquezas, los que buscan su felicidad en los placeres del mundo, actúan cada uno de ellos según lo que tienen en sus corazones; sus vidas respectivas están gobernadas por los objetos en los que han depositado sus afectos. Lo mismo sucede con la Iglesia. Si los fieles comprendieran su vocación, la cual es la participa­ción en una gloria venidera plenamente celestial, ¿que sucedería? Vivirían aquí abajo como extran­jeros y peregrinos. Al conocer las profecías tocantes a esta tierra, comprenderían mejor la naturaleza de las promesas dadas a los judíos, las distinguirían de las promesas que nos atañen a nosotros los cristianos; juzgarían el espíritu del siglo, y se librarían de las preocupaciones humanas, y de in­quietudes siempre funestas para la vida cristiana; aprenderían a apoyarse en Aquel que lo ha dispuesto todo, que conoce el fin de las cosas desde el principio, y a entregarse totalmente a la esperanza que les ha sido dada, y a la observancia de los deberes que se derivan de ella.

Se dice generalmente que el verdadero empleo de las profecías es mostrar la divinidad de la Biblia por medio de las que ya se han cumplido. Y es verdad que es uno de los usos que se pueden hacer, pero no es el objeto especial por el que fueron dadas. Han sido dadas no al mundo, sino a la Iglesia, para comuni­carle los pensamientos de Dios, y para servirle de guía y antorcha antes de la llegada de los aconteci­mientos que anuncian, o en el transcurso de estos acontecimientos. ¿Que diríamos de alguien que solo empleara las confidencias de un entrañable amigo para convencerse más tarde de que ha dicho la verdad? ¡Ay de nosotros! ¿Hasta dónde hemos lle­gado? ¿Hemos perdido hasta tal punto el senti­miento de nuestros privilegios y de la bondad de Dios? Entonces, ¿no hay nada para la Iglesia en todas estas santas revelaciones? Porque, desde luego, no es la Iglesia la que debe preguntarse si Dios, su amigo celestial, ha dicho la verdad.

Pero aún hay más: la mayoría de las profecías, y, en cierto sentido, se puede decir que todas ellas, se cumplen al final de la dispensación con la que tenemos que ver; ahora bien, cuando llegue el cumplimiento de las mismas será demasiado tarde para convencerse de su veracidad, o para emplearlas para convencer a otros; el juicio abrumador que caerá sobre los que dudan será su demostración bien evidente. Tomemos un ejemplo de las predic­ciones del Señor. ¿A qué buen fin serviría la advertencia del Señor de que huyeran en tal o cual circunstancia, si no comprendían por adelantado lo que él decía, ni creían por adelantado en la veracidad de su palabra? Era precisamente este conocimiento y esta fe lo que los distinguía de todos sus compatriotas incrédulos. Y lo mismo sucede con la Iglesia: los juicios de Dios caerán sobre las naciones; la Iglesia ha sido adver­tida de ello; gracias a la enseñanza del Espíritu Santo, ella lo com­prende, lo cree, y escapa a las desventuras que han de sobrevenir.

Pero se objetará: estas son ideas puramente especulativas. ¡Ardid de Satanás! Si yo, elevándome por encima del presente, por encima del sentimiento de mis necesidades y circunstancias momentáneas; si, saliendo del dominio de los seres materiales, me proyecto al porvenir, a este campo entregado a la inteligencia humana, todo será vago y sin influen­cias, a no ser que lo llene o bien con mis pensa­mientos, o bien con los pensamientos de Dios. ¡Mis pensamientos! Mis pensamientos son mera especulación. Los pensa­mientos de Dios: es la pro­fecía la que los expone y desarrolla; por cuanto la profecía es la revelación de los pensamientos y de los consejos de Dios acerca del porvenir. ¿Quién hay que tenga el nombre de cristiano y que no se goce de la perspectiva de que «la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar»? Pues bien, ¡he aquí una profecía! Si nos preguntamos: ¿y cómo se cumplirá? No es de boca del hombre que debe salir la respuesta; la palabra de la misma profecía nos instruye acerca de esta cuestión, y acalla las imaginaciones y la vanagloria de nuestros orgullosos corazones.

En efecto, aunque la comunión de Dios nos solaza y nos santifica; aunque esta comunión, que debe ser eterna, nos ha sido ya dada, Dios ha querido actuar en nuestros corazones por medio de esperanzas positivas, y ha sido necesario que nos las comunicara para que fueran eficaces, y para que nuestro porvenir no fuera vago, ni lleno de fábulas ingeniosamente imaginadas. ¡Ah, alabado sea el Dios de gracia y de bondad! Nuestro porvenir no es ni vago ni lleno de fábulas ingeniosa­mente imaginadas. «Porque», dice el apóstol, queriendo alentar la piedad, la virtud, el amor fraternal y la caridad en las almas de los fieles, y hacer que pudieran en todo momento tener memoria de estas cosas, «no os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo con ingeniosas fábulas, sino que fuimos testigos visuales de su majestad. Porque él recibió de parte de Dios Padre honra y gloria, cuando una voz vino a él desde la magnífica gloria: Este es mi amado Hijo, en quien me complazco. Y nosotros oímos esta voz venida del cielo, estando con él en el santo monte. Tenemos más firme la palabra profética, a la cual hacéis bien en estar atentos (como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro) hasta que el día amanezca y el lucero de la mañana se levante en vuestros corazones; sabiendo primero esto: Ninguna profecía de la Escritura se puede interpretar por cuenta propia. Porque jamás la profecía fue traída por voluntad del hombre, sino que hombres de Dios hablaron guiados por el Espíritu Santo» (2 Pe. 1:16-21).

Al estudiar los rasgos más generales de la profecía, examinaremos estos tres grandes temas: la Iglesia, las naciones y los judíos.

Al proseguir este estudio, hallaremos, según la medida de la luz que nos ha sido dada, un resultado de lo más grato, esto es, el pleno desarrollo de las perfecciones de Dios según los dos nombres o caracteres bajo los que se ha revelado en sus relaciones con nosotros. A los judíos se reveló como Jehová (Éx. 6:3); a la Iglesia, como Padre. Como consecuencia, Jesús es presentado a los judíos en calidad de Mesías, centro de las promesas y de las bendiciones de Jehová hacia su nación; a la Iglesia se aparece como el Hijo de Dios, reuniendo consigo a sus «muchos» hermanos, y compar­tiendo con nosotros sus títulos y privilegios. Somos «hijos de Dios», «miembros de su familia» y «cohere­deros del Primo­génito», el cual es la expresión de toda la gloria de su Padre. En la consumación de los siglos, cuando Dios reunirá todas las cosas en Cristo, entonces se verificará el pleno sentido del nombre bajo el que se reveló a Abraham, de aquel nombre bajo el que fue adorado por Melquisedec, el tipo de sacerdote regio, que será el centro como la certidumbre de la ben­dición de la tierra y de los cielos reunidos –del nombre de «el Altísimo, poseedor de los cielos y de la tierra».

3 - Segunda conferencia (Efesios 1) – La Iglesia y su gloria

De los tres objetos que indiqué en nuestra primera conferencia como tema de nuestro estudio, el primero que consideraremos es el de la Iglesia y su gloria. Nos introduce, como hemos dicho, a lo que pertenece al Padre, el carácter bajo el que Dios se nos ha revelado, y de donde derivan para la Iglesia los frutos de la gracia y de todas las circunstancias de su estado en la gloria, como se derivaban para Israel del nombre de Jehová. Y ahora podemos agregar otro principio destacado en la Epístola a los Efesios, y estre­cha­mente relacionado con nuestro tema principal: que el Padre ha dado la Iglesia a Cristo como su Esposa, de manera que ella partici­pará plenamente en toda su gloria. Al adoptarnos como hijos suyos, el Padre nos ha asociado a los derechos y a la gloria del Hijo, el primogénito entre muchos her­manos. Como Esposa de Jesús, nos gozamos en todos los privilegios que le pertenecen, en virtud de su incom­parable amor.

El Padre ama al Hijo, y ha puesto todas las cosas en su mano. He aquí el primer gran principio que deseo presentar. Y de la manera en que el Hijo ha glorificado al Padre, así el Padre glorifica al Hijo.

Un segundo principio es que nosotros partici­paremos de la gloria del Hijo, como está dicho (Juan 17:22): «La gloria que me has dado, yo les he dado». Y ello para que el mundo sepa que el Padre nos ama como ama al mismo Jesús. Al vernos en la misma gloria, el mundo quedará convencido de que nosotros somos objeto del mismo amor; y la gloria que tendremos en el día postrero será simplemente la manifestación de esta preciosa y asombrosa verdad.

Así, la esperanza de la Iglesia no es solo la de ser salva, la de escapar de la ira de Dios, sino la de tener la gloria del mismo Hijo. Lo que constituye la consuma­ción de su gozo es ser amada por el Padre y por Jesús; y, después, como consecuencia de este amor, ser glorificada. Además, le plació al Padre comunicar el pleno conocimiento de estas riquezas, y darnos las arras por la presencia del Espíritu Santo en todos los salvados.

Antes de desarrollar estas ideas mediante otros testimonios de la Palabra de Dios, ideas que no hemos derivado más que de esa fuente, hagamos algunas observaciones acerca del capítulo que hemos leído.

Ya desde las primeras líneas, Dios se nos presenta como Padre, y en las relaciones ya indicadas.

Él es «nuestro Padre» (v. 2), y el Padre «del Señor Jesucristo».

Hasta el versículo 8 inclusive, el apóstol expone la salvación. Dios nos ha «predestinado para ser adop­tados para él… para alabanza de la gloria de su gracia»; y esta salvación está efectuada de una manera real: «Tenemos redención por medio de su sangre».

En los versículos 8-10 vemos que esta gracia de la salvación nos introduce por su poder real, por el Espíritu Santo, en el conocimiento del determinado propósito de Dios en cuanto a la gloria de Cristo: esto es una prueba conmovedora, como hemos dicho ya, del amor de Dios, que nos trata como amigos, y que tranquiliza nuestra alma de una manera inefable, al permitirnos ver a dónde llegarán todos los esfuerzos y toda la agitación de los hombres de este mundo. He aquí el determinado propósito de Dios: Dios reunirá todas las cosas en Cristo, así las que están en los cielos, como las que están en la tierra.

3.1 - La participación de la Iglesia en la gloria

A continuación, tenemos desde el versículo 11, nuestra participación, todavía futura, en la gloria así dispuesta; y además se nos da el sello del Espíritu mientras esperamos esta gloria. «En él, en quien también fuimos hechos herederos… a fin de que fuésemos para ala­banza de su gloria». Antes del versículo 8 se trataba de «la alabanza de la gloria de su gracia»; ahora se trata de «la alabanza de su gloria» (v. 12); y luego, «habiendo creído en él, fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, quien es las arras de nuestra herencia, para redención de la posesión adquirida, para alabanza de su gloria» (v. 14). El resto del capítulo es una oración del apóstol para que los fieles comprendan su esperanza, y el poder de la resurrección y de la exaltación de Cristo, con quien está unida la Iglesia, y que este poder de él actúa en ellos.

Esta posición de la Iglesia rescatada, que goza de la redención, y que espera asimismo la redención de la herencia, tiene su tipo perfecto en Israel. Este pueblo, rescatado de Egipto, no entró en el acto en Canaán, sino en el desierto, mientras que la tierra de Canaán seguía en poder de los cananeos. La reden­ción de Israel había sido consumada, pero no la redención de la herencia. Los herederos habían sido redimidos, pero la herencia no había sido aún liberada de manos de los enemigos. «Y estas cosas», dice el apóstol, «les acontecieron [a los israelitas] como ejemplo, y fueron escritas para advertirnos a nosotros [a la Iglesia], para quienes el fin de los siglos ha llegado» (1 Cor. 10:11).

Cristo espera el momento en el que tomará la Iglesia para sí, para que todo le sea sujetado, sujetado no solo por derecho, sino también de hecho, en aquel momento solemne en el que Jehová pondrá a todos sus enemigos por estrado de sus pies. Y hasta que no llegue este momento, guardado en secreto en la profundidad de los consejos divinos, él se ha sentado a la diestra de la Majestad en las alturas.

Cristo tomará la herencia de todas las cosas como hombre, a fin de que la Iglesia, redimida por su sangre, pueda heredar todas las cosas con él, coheredera purificada de una herencia que él mismo habrá purificado.

Recordemos, pues, estos dos principios:

1. Cristo, en los consejos de Dios, posee todas las cosas.

2. En su calidad de Esposa de Cristo, la Iglesia participa en todo lo que él tiene, en todo lo que él es, excepto su eterna divinidad, aunque, en cierto sentido, somos hechos partícipes de la naturaleza divina (2 Pe. 1:4).

3.2 - Cristo es heredero de todo

Pasemos a los pasajes que desarrollan los pensa­mientos que hemos estado contemplando. Se nos dice que todas las cosas son para Cristo. Él ha sido constituido «heredero de todo» (Hebr. 1:2). Todas las cosas son de derecho suyas, por cuanto él es el Creador (Col. 1:15-18). Observemos en este pasaje dos primacías de Cristo: Él, desde el principio, es llamado «primogénito [esto es, cabeza] de toda creación», luego, «primogénito de entre los muertos», cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Esta es una distinción que arroja mucha luz sobre nuestro tema. Todas las cosas han sido creadas por él y también para él. Y también las poseerá como hombre, el segundo Adán, a quien Dios ha querido, en sus consejos, sujetar todas las cosas.

Esto es lo que leemos en el Salmo 8, y que es aplicado a Cristo (Hebr. 2:6), y que es de hecho la piedra angular de la doctrina del apóstol acerca de esta cuestión. La Escritura cita tres veces este salmo en las epístolas, en los pasajes que presentan la idea principal de la sujeción de todas las cosas al Hombre Cristo, bajo tres aspectos distintos, cada uno de ellos importante para nosotros.

1. Según Hebreos 2:6, la profecía no está aún cumplida, pero la Iglesia tiene, en el cumplimiento parcial de lo anunciado en este pasaje, la prenda de su cumplimiento total. Todas las cosas no han sido todavía sujetadas a Jesús; pero, mientras tanto, Jesús ya ha sido coronado de gloria y honra, lo que es una cierta prenda de que lo restante se cumplirá a su tiempo. Bajo la actual dispensación, cuyo objeto es el recogimiento de los coherederos, no le están sujetas todas las cosas; pero él está glorificado, y los fieles reconocen sus derechos. Tenemos entonces en Hebreos 2:1 la aplicación del pasaje citado del Salmo 8:5-6, y se nos advierte de que todavía no se ha dado la sujeción de todas las cosas al segundo Adán.

2. En Efesios 1:20-23 vemos igualmente a Jesús exaltado, elevado soberanamente a la diestra de la Majestad en las alturas, y también se pone ante nosotros la sujeción de todas las cosas a sus pies, pero como teniendo por efecto la introducción de la Iglesia dentro de esta misma gloria. Jesús nos es presentado dentro de esta gloria como Cabeza de la Iglesia, que es su Cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo; esta es otra verdad en la que hemos insistido.

3. Luego se nos muestra, en 1 Corintios 15, la glorificación de Jesús y la sujeción de todas las cosas a él, aunque desde otra perspectiva, es decir, como teniendo que darse en la resurrección, en base de cuyo poder Jesús ha sido declarado el postrer Adán, y como un reino que él poseerá como hombre, y que deberá entregar a Dios Padre. Luego él mismo, como postrer Adán, se sujetará a Aquel que le sujetó todas las cosas –en lugar de reinar como Hombre, como lo habrá estado haciendo hasta entonces, sobre todas las cosas: todas, naturalmente, menos sobre Aquel que las ha sujetado a él.

Vemos pues que se trata de una sujeción de todas las cosas a Cristo que es aún futura, de un dominio que compartirá con la Iglesia en tanto que ella es su Cuerpo, y que tendrá lugar, como consecuencia, cuando tenga lugar la resurrección de este mismo Cuerpo, de la Iglesia; se trata, en fin, de un poder que él entregará a Dios Padre, en el tiempo decretado, para que Dios sea todo en todos.

Cristo, glorificado ahora personalmente, mientras espera el recogimiento de su Iglesia, está sentado en el trono de Dios, esperando hasta que quede completada, hasta que llegue el momento en que él sea investido de su poder regio, y que Jehová ponga a sus enemigos por estrado de sus pies.

De los pasajes citados surge una distinción suma­mente importante, y será necesario destacarla: Además de la reconciliación de la Iglesia tenemos la reconcilia­ción de todas las cosas. Ya habrá sido entrevista en la lectura de la Escritura con la que hemos comenzado nuestra reunión. Hemos visto que el determinado propósito de Dios es reunir todas las cosas en Cristo; que la reconciliación de la Iglesia nos es presentada, en los versículos que preceden al versículo 8, como una cosa ya cumplida, y su gloria como una cosa futura, de la que solo tenemos por ahora las arras por la presencia del Espíritu Santo en nosotros después de haber creído. Pero vemos, en el capítulo 8 de la Epístola a los Romanos, que la liberación de la creación tiene que tener lugar en la época de la manifestación de los hijos de Dios. En cuanto a nuestro tiempo presente, o sea, mientras Cristo está sentado a la diestra de Dios, todo está en un estado de desdicha; toda la creación permanece encadenada en corrupción.

Es cierto que estamos redimidos, y también que ya se ha dado el precio de la redención por la creación, y además que hemos recibido las primicias del Espíritu Santo como las arras de la gloria; pero todo esto en espera de que el Dios Fuerte ejercite su poder, y que reine y sea el poseedor de hecho, como lo es de derecho, de los cielos y de la tierra. Unidos por nuestros cuerpos a la creación caída, así como por el Espíritu lo somos a Cristo, tenemos, de un lado, la certidumbre de ser hijos aceptados, hechos aptos en el Amado, y el gozo de la herencia en esperanza por el Espíritu, que es las arras; pero, por otro lado, por el mismo Espíritu, emitimos los suspiros y los gemidos de la creación, de cuyas miserias participamos por este cuerpo mortal.

Todo está en desorden, pero conocemos a Aquel que nos ha rescatado, y que nos ha hecho herederos de todas las cosas, que nos ha iniciado en el amor del Padre. Nos regocijamos de estos privilegios, pero, comprendiendo asimismo la bendi­ción que se exten­derá sobre la herencia cuando Cristo la venga a tomar y nosotros aparezcamos en gloria, sintiendo al mismo tiempo el triste estado en que se encuentra actualmente esta herencia, servimos, por el Espíritu, de canal para estos gemidos que suben ante el trono del Dios de misericordia.

El pasaje ya citado en parte de la Epístola a los Colosenses constata esta distinción de manera muy clara. Se dice: «Y mediante él reconciliar todas las cosas consigo, sean cosas de la tierra, ya sean las de los cielos, haciendo la paz por medio de la sangre de su cruz. Y a vosotros [los fieles]… ahora os ha recon­ciliado en el cuerpo de su carne, mediante la muerte» (1:20-22). La Iglesia está ya reconciliada. Las cosas de los cielos y de la tierra serán reconciliadas posteriormente, según la eficacia de su sangre ya derramada. El orden de las ceremonias en el gran día de la Expiación expresaba tipológicamente esta reconciliación, pero con una especial relación, cuando se trata de los detalles, con la parte que los judíos tendrán en estas bendiciones.

Vemos claramente en Colosenses 1:16 cuáles son las cosas que quedan comprendidas dentro de esta recon­cilia­ción: «Todas las cosas fueron creadas por medio de él y para él». Todas las cosas que él ha creado como Dios las heredará como restaurador de todas las cosas. Si hubiera, por así decirlo, tan solo una brizna de hierba que no quedara sujeta al poder de Cristo en bendición, Satanás habría conquistado alguna cosa perteneciente a Cristo, a sus derechos y a su heren­cia. Y ahora será el juicio el que vindicará todo el legítimo derecho de Cristo.

Además, Cristo, cuando venga, será la fuente de gozo para todas las inteligencias creadas, gozo reflejado y exaltado por la bendición que se extenderá a toda la creación, por cuanto el gozo de ver la dicha de otros, y también la procedente de la liberación de toda la creación de la esclavitud de la corrupción, es una parte divina de nuestro regocijo; participaremos de esta dicha con el Dios de toda bondad.

3.3 - La posición celestial de la Iglesia

En cuanto a nosotros, será en los «lugares celestiales» que hallaremos nuestro lugar. Las bendiciones espirituales en los lugares celestiales que ya incluso ahora disfrutamos en esperanza, aunque estorbados de muchas maneras, serán desde aquel día, para nosotros, cosas naturales, esto es: nuestro estado permanente y normal, si puedo decirlo así. Pero la tierra no dejará de sentir los efectos de esto mismo. Los poderes espirituales de maldad en lugares celestiales (Efe. 6:12) serán reem­plazados por Cristo y su Iglesia, dejando de ser las causas continuas y fecundas de las desdichas de un mundo sujeto a su poder por el pecado. Bien al contrario, la Iglesia, con Cristo, reflejando la gloria de la que participará, y gozando de la presencia de Aquel que es para ella la fuente y la plenitud, resplandecerá sobre el mundo en bendición; y las naciones que hayan sido salvas caminarán bajo su luz. Y ella, «ayuda idónea» (Gén. 2:18), semejante a él en su gloria, llena de los pensamientos de su Esposo, y gozando de su amor, será el instru­mento libre y digno de sus bendiciones, así como también la demostra­ción vibrante de la eficacia de las mismas. Por cuanto Dios ha hecho estas cosas «para mostrar en los siglos venideros la inmensa riqueza de su gracia, en su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Efe. 2:7). La tierra gozará de los frutos de la victoria y de la fidelidad del postrer Adán, y será el magnífico testimonio a la vista de los principados y de las potes­tades, como es ahora, por el caos provocado por el pecado, testimonio de la debilidad, de la ruina y de la iniquidad del primer Adán. Y, sin duda alguna, el gozo más excelente, el gozo supremo, será la comunión del Esposo y del Padre; pero ser testimonio de su bondad, y tener parte y ser instrumento de ella para con un mundo caído es desde luego gustar de los gozos divinos; por cuanto Dios es amor.

Queridos amigos, es esta tierra en la que moramos la que Dios ha querido tomar para hacer de ella el escenario de la manifestación de su carácter y de sus obras de gracia. Es en esta tierra que el pecado entró y se arraigó; aquí es que Satanás ha exhibido su energía para el mal; aquí es que el Hijo de Dios fue humillado, donde murió y resucitó; es sobre esta tierra que el pecado y la gracia han surtido todos sus efectos; es sobre esta tierra donde el pecado abundó, y donde la gracia ha sobreabundado. Si Cristo está ahora escondido en el cielo, es sobre esta tierra que será revelado; es sobre ella que los ángeles han llegado a comprender mejor las profundidades del amor de Dios; sobre ella que aprenderán los resultados de este amor, cuando se manifiesten gloriosamente. Sobre esta tierra donde el Hijo del hombre fue humillado, el Hijo del hombre será glorificado. Si esta tierra es por ella misma poca cosa, lo que Dios ha hecho y lo que Dios hará no son poca cosa para él. Para nosotros (esto es, la Iglesia), los lugares celestiales son la ciudad donde morare­mos, por cuanto nosotros somos los coherederos (y no la herencia); nosotros somos herederos de Dios y coherederos de Cristo, pero la herencia es necesaria para la gloria de Cristo, así como los coherederos son el objeto de su amor más entrañable, sus her­manos, su Esposa.

Así, queridos amigos os he expuesto, reconozco, que de manera breve y débil, el destino de la Iglesia. Solo el Espíritu puede hacernos sentir toda la dulzura de la comunión del amor de Dios, y la excelencia de la gloria que nos ha sido dada. Pero, al menos, os he señalado suficientes pasajes de la Palabra para llevaros a comprender –con la ayuda del Espíritu Santo, la cual impetro para todos vosotros como para mí mismo– los pensamientos que quería compar­tiros esta tarde. El resultado evidente es que estamos viviendo durante el tiempo en el que los herederos están siendo recogidos, y que hay una dispensación venidera cuya instauración veremos cuando vuelva el Salvador: aquella en la que los herederos gozarán de la herencia de todas las cosas; en la que todas las cosas quedarán sometidas a Cristo y a su Iglesia unida a él y revelada con él. Lo que seguirá a con­tinua­ción no es ahora nuestro objeto: me estoy refiriendo al último período, en el que Dios será todo en todos, y donde Cristo mismo, como Hombre, quedará sujeto a Dios, y cabeza de una familia eternamente bendecida, en la comunión del Dios que la ha amado, y que tendrá su tabernáculo en medio de ella: Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, eterna­mente bendito. Amén.

Es ocupándose de estos temas que por el Espíritu la llenan de esperanza que la Iglesia será separada del mundo y se revestirá del carácter que le es propio como la Esposa comprometida de Cristo, a quien le debe todos sus afectos y todos sus pensamientos.

4 - Tercera conferencia (Hechos 1) – La segunda venida de Cristo

Deseo ahora hablaros acerca de la venida de Cristo. Hay muchas cuestiones que se relacionan con este importantísimo hecho, como, por ejemplo, el reinado del anticristo; pero esta tarde me centraré en el acontecimiento mismo de la venida del Señor.

He comenzado esta sesión leyendo Hechos 1, por cuanto la promesa del regreso del Señor nos es presentada como la única esperanza de los dis­cípulos, y el primer tema que debía fijar la atención de los mismos, cuando seguían en vano con su mirada al Señor en su ascensión, que iba a quedar escondido en Dios.

En este capítulo hay tres cosas a observar con motivo de la ascensión del Señor. La primera es que los discípulos deseaban saber cuándo y cómo iba Dios a restaurar el reino a Israel. Ahora bien, Jesús no les dijo que este reino no sería restaurado, sino más bien lo contrario; les dice solo que la época de esta restauración no está revelada. La segunda es que el Espíritu Santo vendría; y la tercera es que mientras los discípulos estaban con la vista fijada en el cielo, se les aparecieron dos ángeles, que les dijeron: «¿Por qué estáis mirando al cielo? Este Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, volverá del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (v. 11). Sí; tenían que esperar el regreso de Cristo.

Si estudiamos la historia de la Iglesia, la veremos decaer en precisamente la misma proporción en la que pierde de vista el regreso del Señor, y en que la espera del Salvador desaparece de los corazones. Al olvidar esta verdad se debilita, se vuelve mundana. Pero quiero demostraros, sin querer apartarme del ámbito de la Palabra, sino mediante ella, cómo este pensamiento del regreso de Cristo dominaba la inteligencia, sostenía la esperanza e inspiraba la conducta de los apóstoles. Y lo haré mediante citas textuales de diversos libros del Nuevo Testamento.

Hechos 3:19-21: «Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados, para que vengan tiempos de alivio de la presencia del Señor, y para que él envíe a Jesucristo…». El Espíritu Santo ha venido; él ha permanecido con la Iglesia; pero los tiempos de refrigerio vendrán «de la presencia del Señor», cuando él enviará a Jesu­cristo. Es imposible aplicar este pasaje al Espíritu Santo, por cuanto él ya había descendido entonces, y era él quien decía, por boca del apóstol: «A quien es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas…». Y, de hecho, el Espíritu Santo no ha restaurado todas las cosas. En base de este pasaje, el propósito atribuido al que debe venir no es el de juzgar a los muertos, ni que el mundo sea quemado y destruido; su propósito es, ante todo, «la restauración de todas las cosas de qué habló Dios por boca de sus santos profetas».

4.1 - Escrituras que hablan de la venida del Señor

Os cito estos pasajes para que comprendáis qué es lo que yo entiendo por la venida del Señor; no tenemos aquí el juicio de los muertos, ni el gran Trono Blanco; de lo que se trata es del regreso personal de Jesucristo, presente y visible, cuando será enviado del cielo. Si comparamos estos versículos con el pasaje en Apocalipsis 20, veréis con claridad que la venida de Jesucristo y el juicio de los muertos son dos acontecimientos distintos; que cuando tenga lugar el juicio de los muertos no se habla de que Cristo vuelva del cielo a la tierra, porque se dice que entonces el cielo y la tierra huirán de delante de Su rostro.

El Señor volverá a la tierra.

Veamos ahora como ya desde el principio él mismo, y luego el Espíritu Santo por medio de los apóstoles, dirigen constantemente nuestra atención a este regreso personal.

Mateo 24:27-30: «Entonces se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo». Desde luego, la expedición de Tito contra Jerusalén no fue la venida del Señor en las nubes del cielo. Tampoco se trata del juicio de los muertos ante el tribunal del gran Trono Blanco. En este tiempo ya no hay tierra, mientras que en el tiempo del pasaje citado están presentes las naciones de la tierra, y se trata de un acontecimiento que tiene que ver con esta tierra. «Y se lamentarán todas las tribus de la tierra». No se trata de un milenio como consecuencia de la aplicación del poder del Espíritu Santo; son las tribus de la tierra que se lamentarán cuando verán al Señor Jesús. Versículo 33: «Así también… cuando veáis todas estas cosas, sabed que él está cerca, a las puertas».

Mateo 24:42-51. La fidelidad de la Iglesia dependería de la atención continua que diera a esta verdad del regreso de Cristo. Desde el momento en que comienza a decir «Mi señor tarda», comienza a dominar de manera tiránica y a volverse mundana. «Estad vosotros también preparados», dice Jesús, «porque… el Hijo del hombre [no la muerte] vendrá…».

Mateo 25:1-13. La espera del regreso de Cristo es la medida exacta, el termómetro, por así decirlo, de la vida de la Iglesia. Así como el siervo se volvió infiel en el momento en que dijo, «Mi Señor tarda», así también sucedió con las diez vírgenes, porque se dice que todas se durmieron. Además, no era ni al Espíritu Santo, ni a la muerte, que tenían las vírgenes que esperar con fidelidad, porque ni la muerte ni el Espíritu Santo son el Esposo de la Iglesia. Todas las vírgenes se encontraron en la misma situación; las prudentes (los santos verda­deros), lo mismo que las insensatas que carecían del aceite del Espíritu Santo, se durmieron juntas, olvidando el regreso inminente de Cristo.

En Marcos 13 tenemos casi lo mismo. El versículo 26 nos impide aplicar este pasaje a la invasión de los romanos; y cuando en el versículo 29 se dice: «Está cerca, a las puertas», no se está hablando del juicio de los muertos, ni del gran Trono Blanco. En la época del gran Trono Blanco no habrá casas a las que pueda hacerse referencia.

Solo aparecen cuatro pasajes en el Nuevo Testamento que se refieran al gozo del alma de los que han muerto en el Señor. El primero es cuando el ladrón le dice al Señor: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino». Aquí él estaba pensando en la venida de Jesús en gloria, que era una verdad con la que los judíos estaban familiarizados. Y el Señor le respondió: Para esto no tienes que esperar a que vuelva: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lucas 23:42). El segundo pasaje es el referente a Esteban, que dijo: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hec. 7:59). El tercero es aquel en el que Pablo dice: «Ausentes del cuerpo, presentes con el Señor» (2 Cor. 5:8). El cuarto, en Filipenses 1:22-23, donde el apóstol dice: «No sé lo que debo escoger… tengo el deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es mucho mejor» (Fil. 1:22-23). En efecto, es muchísimo mejor esperar la gloria estando presente con Cristo en el cielo, que quedándonos aquí abajo; no que vayamos a la gloria cuando partimos, sino que dejamos el pecado, quedamos al abrigo del pecado, y gozamos del Señor sin pecar. Sí, este es un estado muchísimo mejor, pero es asimismo un estado de espera, como el estado en que está el mismo Cristo, sentado a la diestra del Padre, y esperando lo que falta.

Lucas 12:35: «Estén ceñidos vuestros lomos y encendidas vuestras lámparas…». Aquí nos encontramos otra vez con la parábola del siervo infiel. Pero aquí el Señor añade que el siervo «que supo la voluntad de su señor y no se preparó (aquí tenemos a la cristiandad)… recibirá muchos azotes. Pero el que no la sabía (aquí tenemos a los paganos), e hizo cosas dignas de azotes, será castigado con pocos» (v. 47-48). Todos serán juzgados, pero la cristiandad está en un estado infinitamente peor que el de los judíos o el de los paganos.

Lucas 17:30: «Lo mismo sucederá el día en que el Hijo del hombre se revele».

Lucas 21:27: «Entonces verán al Hijo del hombre viniendo en una nube, con poder y gran gloria». La higuera, de la que el Señor habla en este contexto, es de manera especial el símbolo de la nación judía. «Velad y orad», añade Él, «en todo tiempo para que logréis escapar de todas estas cosas… y manteneros en pie delante del Hijo del hombre» (21:36). Estos dos capítulos de Lucas, esto es, el 17 y el 21, lo mismo que Mateo 24 y Marcos 13, tienen que ver con los judíos. A estos se puede añadir Lucas 19, donde los siervos llamados y los enemigos que rechazaron al noble son bien claramente los servidores de Cristo y la nación judía (véanse los v. 12-13, 27).

Juan 14:2-3: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas… voy a prepararos un lugar… Vendré otra vez». El Señor mismo vendrá a tomar la Iglesia, a fin de que la Iglesia esté donde él está.

Hechos 1:11: «Este Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, volverá del mismo modo…».

Hechos 3:20. Aquí tenemos la predicación del apóstol a los israelitas: Convertíos, y Jesús volverá. Vosotros habéis dado muerte al Príncipe de la vida, habéis negado al Santo y al Justo; Dios lo ha resucitado. Arrepentíos, y él volverá. Pero no quisieron convertirse. Durante tres años Jesús había estado buscando en vano fruto en la higuera. Y, bien al contrario, los viñadores dieron muerte al Hijo de Aquel que los había establecido sobre la viña. El Hijo de Dios, Jesús, pidió para ellos el perdón, desde la cruz, de donde su voz es todopoderosa, diciendo: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lucas 23:34). Mientras tanto, el Espíritu Santo, por boca del apóstol, responde a la intercesión de Jesús: «Sé que por ignorancia lo hicisteis»: arrepentíos, enton­ces, y él volverá: «Arrepentíos… para que vengan tiempos de alivio de la presencia del Señor…» (Hec. 3:17, 19). Pero sabemos que se resistieron obstinadamente al Espíritu Santo (Hec. 7:51).

Hechos 3:20-21: «para que él envíe a Jesucristo, que previamente os fue designado; a quien es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas de que habló Dios por boca de sus santos profetas desde la antigüedad».

Aquí tenemos el gran fin de todos los consejos de Dios. Tal como hemos visto antes el secreto de su voluntad, que Dios reunirá todas las cosas en Cristo, vemos aquí que él ha hablado de esto mismo, en lo que toca a las cosas terrenales, por boca de sus santos profetas. ¿Y cómo se cumplirán estas cosas? ¿Por el derramamiento del Espíritu Santo? No, porque se dice que esto tendrá lugar cuando envíe a Jesús. Sin duda alguna, yo creo que el Espíritu Santo será derramado, y de manera especial sobre los judíos; pero, en el pasaje que estamos contem­plando, este acontecimiento tendrá lugar por la presencia de Jesús. No es del cielo de lo que se trata aquí. No puede haber una revelación más explícita de que las cosas de las que hablaron los profetas tendrán su cumplimiento cuando Jesús sea enviado. No sé cómo se puede esquivar el sentido y la sencillez de esta declaración.

Vemos la caída, la ruina del hombre; vemos también a toda la creación sujeta a la servidumbre de la corrupción. La Esposa desea que el Esposo sea manifestado. No es el Espíritu Santo el que res­taurará la creación ni el que es heredero de todas las cosas: es Jesús. Cuando Jesús sea manifestado en gloria, el mundo lo verá, mientras que al Espíritu Santo no lo puede ver.

Toda rodilla se doblará al nombre de Jesús. La obra del Espíritu Santo no es la de restaurar todas las cosas aquí abajo, sino la de anunciar a Jesús que ha de volver. Una vez más, es el Espíritu Santo quien dijo, por boca de Pedro: «A quien es necesario que el cielo reciba». ¿Que reciba a quién?… No al Espíritu Santo; él ya había descen­dido; y a nosotros nos toca creerle.

Paso ahora a las epístolas, para ver también en ellas cómo la venida del Salvador era la esperanza constante y viva de la Iglesia.

Vemos claramente en Romanos 8:19-22 a toda la creación en suspenso, hasta el momento de su manifestación; compárese con Juan 14:1-3 y Colosenses 3:1, 4.

También en 1 Corintios 1:7: «De manera que no os falta ningún don, esperando la revelación de nuestro Señor Jesucristo».

Efesios 1:10. De este pasaje ya hemos hablado. Por cuanto en el juicio final ya habrán desaparecido los cielos y la tierra, es antes de esta época que Dios reunirá todas las cosas en Cristo.

Filipenses 3:20-21: «Porque nuestra ciudadanía está en los cielos; de donde también esperamos al Salvador, el Señor Jesucristo; el cual transformará nuestro cuerpo de humillación en semejanza de su cuerpo glorioso».

Colosenses 3:4: «Cuando Cristo, quien es nuestra vida, sea manifestado, entonces vosotros también seréis mani­festados con él en gloria».

Las dos Epístolas a los Tesalonicenses giran enteramente en torno a este tema.

1 Tesalonicenses. Todo tiene lugar con vista a la venida de Cristo; todo lo que dice Pablo de su gozo y de su obra tiene relación con ella.

Ya en primer lugar, la conversión misma tiene relación con esta verdad (1:10). Los fieles de Tesalónica, que habían servido de ejemplo a los de Macedonia y de Acaya, y cuya fe era tan célebre que no había necesidad de decirles nada, se habían vuelto «de los ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y para esperar de los cielos a su Hijo, al que ha resucitado de entre los muertos, a Jesús quien nos libra de la ira venidera». Es de destacar que esta iglesia, una de las más florecientes de aquellas a las que los apóstoles escribieron, sea precisamente la que el Señor escoge para revelar con mayores detalles las circunstancias de su venida. «La comunión íntima de Jehová es con los que le temen» (Sal. 25:14).

Así era la fe de los tesalonicenses: por todo el mundo se hablaba de la misma, esto es, que esperaban a Jesús de los cielos. Y a nosotros nos toca tener esta misma fe que tenían los tesaloni­censes. Y es necesario esperar al Señor, como ellos lo hacían, antes del período de los mil años. Y, desde luego, ellos no estaban diciendo: Pasarán mil años antes que el Señor vuelva. «Porque ¿cuál es nuestra esperanza…? ¿No lo sois vosotros delante de nuestro Señor Jesucristo en su venida?» (1 Tes. 2:19).

Capítulo 3:13: «Para fortalecer vuestros corazones, sin reproche en santidad delante de nuestro Dios y Padre, en la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos». Esta es la idea dominante de los pensamientos y de los afectos del apóstol.

Capítulo 4:13-18. Es destacable que la única consolación que el apóstol ofrece a los que estaban alrededor de un lecho de muerte de un fiel es su regreso con Jesús y su mutuo reencuentro. La costumbre, es decir: “¡Oh, consuélate, se ha ido a la gloria, y pronto le seguiremos!”. Pero no es este el pensamiento del apóstol; bien al contrario, la consolación que les da a los que compartían los últimos momentos de los fieles es: Consolaos: Dios los volverá a traer. Es preciso que tenga lugar un enorme cambio en los sentimientos habituales de los cristianos, porque la única consolación que el apóstol ofrece es considerada hoy día como una insensatez. Los fieles de Tesalónica estaban hasta tal punto impregnados del pensamiento del regreso de Cristo que no se imaginaban poder morir antes de tal acontecimiento; y cuando uno de ellos partía, sus amigos se afligían temiendo que no estaría presente en aquel feliz momento. Pero Pablo los tranquiliza diciéndoles que «Dios traerá con él a los que durmieron en Jesús». Podemos comprender, por medio de este ejemplo, cómo la Iglesia ha puesto a un lado la esperanza que llenaba el espíritu de los primeros fieles; hasta qué punto nos hemos alejado del pensamiento apostólico que hemos puesto en su lugar la idea de un estado intermedio de bienaven­turanza (el alma separada del cuerpo), un estado que sin duda es cierto, y superior desde luego a nuestro estado sobre la tierra, pero vago, y que es además un estado de espera. El mismo Jesús espera, y los santos muertos esperan.

No deseo en absoluto debilitar la verdad de este estado intermedio de bienaventuranza; el apóstol habla así del mismo (2 Cor. 5:2-6): «Porque en esta tienda gemimos, anhelando ser revestidos de nuestra habitación celestial; de forma que, siendo vestidos, no seremos hallados desnudos. Porque nosotros, los que estamos en esta tienda, gemimos agobiados, porque no queremos ser desvestidos, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida… Por eso siempre estamos confiados», etc. Es decir: Si el cuerpo mortal no queda absorbido por la vida (no es transmutado), la confianza que tengo no queda interrumpida en el momento de la muerte; ya he recibido la vida de Cristo en mi alma, y no podrá dejar de ser. Puede llegar el momento en que yo fallezca, pero la vida de mi alma no queda por ello afectada; ya tengo la vida de Cristo; y si parto, será para estar con él.

Otra observación todavía acerca de 1 Tesaloni­censes 4:15-17: «Nosotros los que vivimos, los que quedemos hasta el advenimiento del Señor… seremos arrebatados con ellos en las nubes para el encuentro del Señor en el aire; y así estaremos siempre con el Señor».

Si el apóstol hubiera estado hablando y esperando “un milenio del Espíritu Santo” antes de la venida de Jesús, ¿cómo habría podido decir?: Los que vivimos, los que hayamos quedado aún para la venida de Cristo. Para él se trataba, entonces, de una continua espera de la venida de Cristo, de la que no sabía el momento, pero que tenía motivos de esperar. ¿Acaso estaba engañado en esto? No, en absoluto; tan solo esperaba; y esta espera tenía el buen fruto de que lo mantenía en perfecta separación del mundo. Si esperáramos de un día para el otro la llegada del Señor, ¿dónde quedarían todos estos planes que se hacen para la familia, para la casa, para lisonjear la soberbia de la vida, para enriquecerse? Lo que forma nuestro carácter es la naturaleza de nuestra esperanza, y, cuando venga el Señor, Pablo gozará de los frutos de su espera. La esperanza que lo animaba produjo sus hermosos frutos; fue debido a esta esperanza que dijo: «Todo vuestro ser: espíritu, alma y cuerpo, sea conservado irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1 Tes. 5:23).

1 Tesalonicenses 5:2-4. Obsérvese que este día no ha de sorprender a los creyentes como ladrón.

2 Tesalonicenses 1:9-10; 2:3-10. En lugar de un mundo bendecido por un milenio sin la presencia de Jesús, observamos al hombre de pecado yendo de mal en peor, hasta que es destruido por la manifestación de la venida de Cristo. Esto consti­tuye evidente­mente una prueba de que este “milenio del Espíritu” a solas es falso, por cuanto el misterio de iniquidad, que ya comenzó en tiempos del apóstol Pablo, debía proseguir hasta que se manifestara el hombre de pecado, que será destruido por la manifestación del mismo Cristo en su venida, con el espíritu de su boca. Y en un estado de cosas así, ¿dónde queda lugar para tal milenio?

1 Timoteo 6:14-16: Guarda «el mandamiento sin mácula, sin reproche, hasta la aparición de nuestro Señor Jesucristo, la cual mostrará a su tiempo el bendito y único Soberano, el Rey de reyes y Señor de señores, el único que posee inmortalidad, que habita en una luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver, a quien sea el honor y el poder eterno. Amén».

2 Timoteo 4:1: «Te requiero delante de Dios y de Cristo Jesús que juzgará a vivos y muertos, y por su aparición y por su reino».

Tito 2:11-13. La gracia ha aparecido, mostrándo­nos la forma de vivir, primero, y luego la esperanza de la gloria. La aparición de la gracia ya ha tenido lugar; y ella nos enseña a esperar la manifestación gloriosa.

Hebreos 9:28: «Así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos, y aparecerá la segunda vez, sin relación con el pecado, para salvación de los que le esperan». Como Sumo Sacerdote, una vez haya terminado su obra intercesora, saldrá del santuario. Véase asimismo Levítico 9:22-24.

Santiago 5:9: «El juez está a la puerta».

2 Pedro 1:16-21: «Porque no os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo con ingeniosas fábulas, sino que fuimos testigos visuales de su majestad. Porque él recibió de parte de Dios Padre honra y gloria, cuando una voz vino a él desde la magnífica gloria: Este es mi amado Hijo, en quien me complazco. Y nosotros oímos esta voz venida del cielo, estando con él en el santo monte. Tenemos más firme la palabra profética, a la cual hacéis bien en estar atentos (como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro) hasta que el día amanezca y el lucero de la mañana se levante en vuestros corazones; sabiendo primero esto: Ninguna profecía de la Escritura se puede interpretar por cuenta propia. Porque jamás la profecía fue traída por voluntad del hombre, sino que hombres de Dios hablaron guiados por el Espíritu Santo».

Así, la transfiguración fue como un espécimen, una muestra de la venida de Jesús en gloria.

1 Juan 3:2-3: «Sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es». No seremos semejantes a él hasta que aparezca. Antes no. «Y todo el que tiene esta esperanza en él se purifica, así como él es puro». Sabiendo que cuando Jesús aparezca seré seme­jante a él, tengo ya que asemejarme, desde ahora, todo lo posible a Jesús. ¡Qué grande es la poderosa eficacia de esta verdad del regreso de Cristo, y qué prácticos son los efectos que se desprenden de esta esperanza! Esta esperanza nos es la medida de la santidad, así como es su motivo.

También los que están en el cielo (Apoc. 5:10) dicen en sus cánticos: «Reinarán sobre la tierra», y este es el lenguaje de los fieles que ya están en las alturas alrededor del trono. Dicen: Reinarán, no reinan. Ellos mismos están en estado de espera, como el mismo Jesucristo; esperando lo que queda, hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies.

Estudiemos también la parábola de la cizaña y del trigo (Mat. 13). La cizaña, esto es, el mal que Satanás ha hecho allí donde se ha sembrado el trigo, tiene que crecer hasta la siega, que es el fin de esta dispensación. El mal que él ha provocado mediante herejías, falsas doctrinas, falsas religiones, todo este mal ha de seguir, crecer y madurar. Esta cizaña tiene que aumentar, y multiplicarse en el campo del Señor hasta la siega. Esta es una revelación positiva, que contradice de manera formal la idea de un “milenio del Espíritu Santo” sin un regreso del Señor.

Así, hemos visto que la venida de Cristo está unida a todos los pensamientos, a todos los motivos de consolación y de gozo, y a la santificación de la Iglesia, incluso en el lecho de muerte, y que Cristo traerá consigo a los que hayan abandonado el cuerpo. Hemos visto también, por una parte, que la venida del Señor será el medio de la restauración de todas las cosas, y, por otra parte, que el mal ha de crecer en el campo del Señor hasta el momento de la siega.

Que el Señor aplique estas verdades a nuestros corazones, queridos amigos, por un lado, para apartar­nos de las cosas de este mundo, y por el otro para atraernos a su venida, a él mismo de manera personal, a fin de que nos purifiquemos, así como él es puro. Desde luego, nada hay más práctico que estas verdades, nada más apropiado para separar­nos de un mundo que ha de ser juzgado, al mismo tiempo que para fortalecer nuestra comunión con Aquel que ha de venir para juzgar. Nada mejor que esto para mostrarnos cuál debe ser nuestra purifica­ción, y para provocarla en nosotros; nada que pueda consolarnos de tal manera, y reanimar­nos e identifi­car­nos con Aquel que padeció por nosotros, a fin de que los que ahora sufrimos reinemos luego con él, coherederos en gloria. Es cosa cierta que, si esperáramos al Señor a diario, se daría entre nosotros una renuncia abnegada que no se ve demasiado entre los cristianos actuales. ¡Que nadie diga: «Mi Señor tarda»!

5 - Cuarta conferencia (Lucas 20:27-44) – La primera resurrección, o la resurrección de los justos

El tema que me he propuesto presentaros esta tarde es el de la resurrección, y de manera particular la resurrección de los justos como totalmente distinta de la de los malvados.

Hemos hablado de Cristo, el heredero de todas las cosas; de la Iglesia, coheredera con él, y de la venida de Cristo antes de los mil años para reinar, acontecimiento este que no debe ser confundido con el día de la resurrección de los malvados y del juicio que tendrá lugar ante el gran Trono Blanco, el cual no tendrá lugar más que después del milenio. Ahora veremos que la Iglesia participará en esta venida de Cristo; esto es lo que se lleva a cabo mediante la primera resurrección.

5.1 - La primera resurrección es de entre los muertos

No tengo necesidad de hablaros de la resurrección de Jesús como sello de su misión; esta cuestión la considero como una verdad admitida; para este primer punto será suficiente citar Romanos 1:4, donde el apóstol nos dice que Jesucristo ha sido «designado Hijo de Dios con poder, conforme al Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos». La resurrección fue el gran hecho que demostró que Jesús es el Hijo de Dios; pero fue, asimismo, por otra parte, el gran tema de la predicación de los apóstoles, la base de sus epístolas y de todo el Nuevo Testamento.

Digamos de entrada, queridos amigos, que la dificultad acerca de estas cuestiones que tratamos no proviene de que la Palabra de Dios no sea sencilla, clara y convincente, sino de que, con la mayor frecuencia, nuestras ideas preconcebidas nos privan de su sentido natural. La dificultad reside en las maneras de pensar formadas al margen de las Sagradas Escrituras; uno introduce sus pensa­mientos en esta Palabra en lugar de derivarlos de ella; entonces se encuentran inconsisten­cias e incompatibilidades en lo que se nos presenta, y ni suponemos que estas incompatibilidades se deben únicamente a ideas humanas preconcebidas.

La doctrina de la resurrección es importante desde más de una perspectiva. Conecta nuestras esperan­zas con Cristo y con toda la Iglesia; en resumen, con los consejos de Dios en Cristo; nos hace comprender que somos totalmente liberados en él, por nuestra partici­pa­ción en una vida en la cual, estando unidos con él por el vínculo del Espíritu, encontramos la fuerza para glorificarle desde ahora mismo, por el poder de este mismo Espíritu. Esta doctrina establece nuestra esperanza de la manera más sólida; en definitiva, expresa toda nuestra salvación en el sentido de que nos introduce en una nueva creación, mediante la que el poder de Dios nos pone, en el postrer Adán, más allá de la esfera del pecado, de Satanás y de la muerte. El alma, al partir, va a Jesús, pero no está glorificada. La Palabra de Dios nos habla de hombres glorificados, de cuerpos glorificados, jamás de almas glorificadas. Pero, como ya he dicho, los prejuicios y las enseñanzas de los hombres han tomado el lugar de la Palabra de Dios, y la expectativa de la resurrección ha dejado de ser el estado normal de la Iglesia.

 

La resurrección era la base de la predicación de los apóstoles

Hechos 1:21-22: «Es necesario, pues, que de estos hombres… uno de ellos nos acompañe como testigo de su resurrección». He aquí el tema constante de su testimonio. Veamos ahora los términos mismos de este testimonio.

Hechos 2:24: «A él Dios resucitó…». Igualmente, en el versículo 32: «A este Jesús lo ha resucitado Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos».

Hechos 3:15: «Y matasteis al Autor de la vida, a quien Dios ha resucitado de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos».

Hechos 4:2. Vemos que esta doctrina de la resurrección era reconocida como la doctrina públicamente predicada por los apóstoles, doctrina que no se centra en que el alma irá al cielo al morir, sino en el hecho de que los muertos revivirán.

Así como los fariseos fueron los que más se habían opuesto al Señor mientras estaba sobre la tierra, es decir, los falsos justos opuestos al verdadero Justo, vemos cómo después de su muerte Satanás suscita a los saduceos, que eran enemigos de la doctrina de la resurrección (Hec. 4:1; 5:17).

Hechos 10:38, 40-41. Pedro da testimonio de esta misma verdad fundamental ante el centurión Cornelio y sus amigos. Pablo la predicó de la misma manera a los judíos de Antioquía de Pisidia (Hec. 13:34), diciéndoles: Dios os da las misericordias fieles de David en que él ha resucitado a Jesucristo de entre los muertos.

5.2 - La resurrección del cuerpo

Hechos 17:18, 31. El apóstol anunció esta doctrina en medio de los sabios gentiles, y esta doctrina fue piedra de tropiezo para la sabiduría carnal de los mismos. Sócrates y otros filósofos creían desde luego en la inmortalidad; pero cuando aquellos sabios y otros curiosos oyeron hablar de la resurrección del cuerpo, se burlaron. Un incrédulo puede discurrir acerca de la inmortalidad, pero si oye hablar de la resurrección del cuerpo, lo convierte en objeto de burla. ¿Por qué? Porque por medio de la inmor­talidad del alma se puede exaltar a sí mismo, puede resaltar su propia impor­tancia. Se trata de algo que tiene que ver con el hombre tal cual es. ¡Pero que el polvo resucite! ¡Hacer un ser vivo y glorioso es una gloria que solo pertenece a Dios, una obra de la que Dios, y solo Dios, es capaz! Porque si Dios, que reduce al polvo todos los elementos de nuestro cuerpo, puede volverlos a reunir y hacer de ellos un hombre vivo, ¡desde luego tiene poder para todo!

Pasemos ahora a Hechos 23:6. No importa aquí si el apóstol tuvo razón o no al apelar a los prejuicios de los fariseos; lo importante es que afirma de manera directa que era por la predicación de esta doctrina que había sido sometido a juicio. En 24:15 él expone la misma verdad; en 26:8 la presenta al rey Agripa como el tema objeto de discusión; lo mismo tenemos en el versículo 23.

Se ve por estos pasajes que la resurrección era constantemente la base de la predicación de los apóstoles y la esperanza de los fieles.

5.3 - La resurrección especial de los justos

Pasamos ahora a la segunda parte de nuestro tema: la resurrección de la Iglesia por sí, o la resurrección especial de los justos.

«Habrá –según nos dice el apóstol– una resurrec­ción, tanto de justos como de injustos» (Hec. 24:15); pero la resurrección de los justos y de la Iglesia es algo totalmente aparte, que no tiene punto de contacto con la de los malvados, no teniendo lugar ni al mismo momento que la de estos últimos ni en base del mismo principio; por cuanto, aunque ambas tienen que ser efecto del mismo poder, hay en la resurrección de los justos un principio particular, esto es, la morada del Espíritu Santo en ellos, lo cual es ajeno a la resurrección de los malvados.

Observemos que el poder de la resurrección abarca la vida, la justificación, la confianza y la gloria de la Iglesia. El mismo Dios nos es presentado bajo el nombre de el Dios que resucita a los muertos, quien introduce su poder en las últimas profundidades de los efectos de nuestro pecado, dentro del dominio de la muerte, para hacer salir a los hombres por el poder de una vida que desde aquel momento los pone fuera del alcance de todas las funestas consecuencias del pecado; una vida según Dios.

Romanos 4:23-25. Es en el Dios «que levantó de entre los muertos a Jesús» que somos llamados a creer; es la resurrección de Jesús que es el poder, la eficacia, de nuestra justificación. Esta es la verdad que nos presenta este pasaje. Nuestra unión con Jesús resucitado es lo que hace que seamos aceptados por Dios. Tenemos que considerarnos ya como más allá de la tumba.

Esta es la razón por la que la fe de Abraham era una fe justificadora: él no consideró su cuerpo ya muerto, sino que creyó en un Dios «que Dios podía resucitarle [a Isaac] aun de entre los muertos» (Hebr. 11:19); es por esto que su fe le fue contada como justicia. La resurrección de Jesús fue la gran demostración y, al mismo tiempo, por lo que respecta a todos sus efectos morales, el estableci­miento de esta verdad, que el objeto de nuestra fe es que Dios resucita a los muertos. Vemos esta verdad claramente expresada en la epístola de Pedro (1 Pe. 1:21). Y esto nos es aplicado a nosotros mismos por nuestra unión con el Señor.

Colosenses 2:12: «Sepultados con él en el bautismo, en quien también fuisteis resucitados mediante la fe en la operación de Dios que le resucitó de entre los muertos». La Iglesia, así, está ya ahora resucitada, porque Cristo ha resucitado como cabeza de ella. La resurrección de la Iglesia no es una resurrección cuyo propósito sea el juicio; es sencillamente la consecuencia de su unión con Cristo, que ha sufrido el juicio por ella.

Vemos así dentro de este pasaje cómo estas verdades están unidas. La resurrección de la Iglesia es algo especial, porque la Iglesia participa en la resurrección de Cristo; resucitamos no solo por el hecho de que Jesús nos llamará fuera de la tumba, sino porque somos uno con Él. Es por esto también que al participar de la fe somos ya resucitados con Cristo, resucitados en cuanto al alma, aunque no lo seamos aún de hecho en cuanto al cuerpo. La justificación de la Iglesia es que está resucitada con Cristo.

Es la misma fe la que se expresa en Efesios 1:18 y siguientes, y 2:4-6. Pablo nunca dice: “Me siento satisfecho con ser salvo”; él sabía muy bien que es la esperanza la que vuelve activa al alma, la que mueve los afectos, que anima y dirige al hombre entero, y él deseaba que la Iglesia tuviera el corazón lleno de esta esperanza. Nunca debemos tener suficiente con decir: “Estoy salvado”; esto no es suficiente para el amor de Dios, que no se queda satisfecho si no somos partícipes de toda la gloria de su Hijo. Y desde luego nosotros no debemos mostrarnos indiferentes a su voluntad.

Efesios 2:6 nos muestra la misma verdad. La presencia del Espíritu Santo en la Iglesia es lo que caracteriza nuestra posición delante de Dios. Así como el Espíritu da testimonio de que somos hijos de Dios, siendo nuestro Consolador, ayudándonos en nuestras debilidades, y haciéndonos capaces de servir a Dios, igualmente es a causa del Espíritu Santo que está en nosotros que seremos resucitados, y es también esto lo que hace que el principio de la resurrección de la Iglesia sea totalmente distinto del de la resurrección de los malvados. Nuestra resurrec­ción es la consecuencia de la morada en nosotros del Espíritu Santo (Rom. 8:11); se trata de una diferencia bien esencial. El mundo no recibe al = el Espíritu Santo, porque el mundo ni le ve ni le conoce (Juan 14:27). En cambio, nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo (1 Cor. 6:19), y como nuestra alma es llenada, o al menos debe serlo, por la gloria de Cristo, así nuestro cuerpo, que es templo del Espíritu Santo, será resucitado según el poder del Espíritu Santo que mora en nosotros, para participar de la gloria; esto no se puede decir de los malvados.

Es la resurrección la cual, habiéndonos introdu­cido en el mundo del postrer Adán, y como ya participantes desde ahora de esta vida, nos introducirá de hecho en un mundo nuevo donde él será la Cabeza y la gloria, puesto que él lo ha adquirido y reinará allí como Hombre resucitado.

Observemos también que en los pasajes en los que se trata de la resurrección, ninguno nos habla de una resurrección simultánea de los malvados y de los justos, y que los que tratan de la resurrección de los justos hablan de ella como de una resurrección distinta.

5.4 - La resurrección de los justos y de los injustos no tendrán lugar al mismo tiempo

Todos resucitarán. Habrá una resurrección de los justos y una de los injustos, pero no tendrán lugar al mismo tiempo. Citaré sucesivamente los pasajes que se relacionan con esta cuestión.

Sabemos que será cuando venga Cristo que nosotros resucitaremos (Fil. 3:20-21; 1 Cor. 15:23).

La idea de una resurrección de los justos era conocida por los discípulos del Salvador, y nos es presentada como tal por el Espíritu Santo, Lucas 14:14: «Serás recompensado en la resurrección de los justos».

Estoy totalmente convencido de que la manera en que la esperanza de los cristianos se liga exclusivamente a la inmortalidad del alma no tiene su fuente en el Evangelio, sino al contrario que proviene de los platonistas, y que fue precisamente a partir de esta misma época, en la que se renegó de la venida de Cristo en el seno de la Iglesia, o al menos a partir de que se comenzó a perder de vista, que la doctrina de la inmortalidad del alma comenzó a tomar el puesto de la doctrina de la resurrección. Fue en el siglo de Orígenes. No hay necesidad de decir que no tengo duda alguna acerca de la existencia eterna del alma; solo hago la observación de que esta idea tomó el puesto de la doctrina de la resurrección del creyente –y que por consiguiente su muerte tomó el puesto de su resurrección como el momento de su gozo y de su gloria.

Pero vayamos a las pruebas directas, y leamos Lucas 20:35-36: «Los que serán tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo y la resurrección de entre los muertos». Así, la resurrección mencionada aquí pertenece solo a los que serán considerados dignos. «Los que serán tenidos por dignos de alcanzar aquel siglo», esto es, aquel mundo de gozo, el reino de Cristo. Por tanto, esta resurrección de entre los muertos pertenece a este período, y no solo a la eternidad. «No pueden ya morir; porque… son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección». Los malvados serán resucitados para ser juzgados, pero estos serán resucitados porque han sido hechos dignos de obtener la resurrección que Dios ha obtenido. Vemos en el pasaje citado la prueba de una resurrección que solo atañe a los hijos de Dios: son hijos de Dios, por ser hijos de la resurrección. Ser hijo de Dios y tener parte en esta resurrección es el título y la herencia de las mismas personas.

Juan 5:25-29: «En verdad, en verdad os digo, que viene la hora, y ahora es, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que oyen vivirán. Pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así también ha dado al Hijo que tenga vida en sí mismo; y le ha dado potestad de ejecutar juicio, por cuanto es el Hijo del hombre. No os maravilléis de esto; porque viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y saldrán; los que hicieron bien, para resurrección de vida, y los que hicieron mal, para resurrección de condenación». Se usa este pasaje para oponerlo a la resurrección de los justos como aparte de la de los injustos; pero veremos que enuncia, y además explica y fortifica, las pruebas de la verdad que estamos considerando.

Se presentan dos actos de Cristo como los dos atributos de su gloria, el uno que consiste en vivificar; el otro, en juzgar. Él da vida a todos los que quiere, y le ha sido encomendado todo juicio, a fin de que todos, incluso los malvados, honren al Hijo como honran al Padre. Jesús fue ultrajado aquí en la tierra. ¡Pues bien! Dios el Padre provee para que los derechos de la gloria de su Hijo sean reconocidos. Él da vida a los que él quiere, a su alma primero, y luego a su cuerpo. Estos le glorifican gustosamente. En cuanto a los malvados, la manera de vindicar la gloria de Cristo con respecto a ellos es la de juzgarlos. En la obra de vivificación, el Padre y el Hijo actúan de consuno, porque los vivificados deben estar en comunión con el Padre y con el Hijo. Pero, en cuanto al juicio, el Padre no juzga a nadie, porque no es el Padre quien ha sido ultrajado, sino el Hijo. Los malvados honrarán a Jesucristo mal que les pese, cuando sean juzgados. ¿Cuándo se cumplirán estas cosas? Para los malvados, en el tiempo del juicio, tanto de los vivos como de los muertos, ante el gran Trono Blanco. Para los hijos de Dios se cumplirán cuando sus cuerpos participen de la vida comunicada a sus almas, en la vida del mismo Cristo, cuando tenga lugar la resurrección de los justos. La resurrección, para ellos, no es una resurrección de juicio, sino sencillamente, volviendo otra vez sobre ello, el acto del poder vivificador de Jesús para con los hijos de Dios, que ha operado ya en cuanto a sus almas, y que, cuando llegue el tiempo señalado por Dios, operará asimismo en cuanto a sus cuerpos. «Los que hicieron bien», dice nuestro texto, «para resurrección de vida; y los que hicieron mal, para resurrección de condenación».

A esto se objeta que Jesús dijo (v. 28): «Viene la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz»: Así, los malvados y los justos evidentemente han de resucitar juntos. Pero, tres versículos antes, se dice (v. 25): «Viene la hora, y ahora es, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y los que oyen vivirán». La hora comprende aquí todo el espacio de tiempo transcurrido desde la venida del Salvador, y, bajo esta palabra, se encierran dos estados de cosas bien distintos, siendo que los muertos oyeron la voz del Hijo del hombre mientras vivía en la tierra, y que la están oyendo después de veinte siglos. Así, lo que aquí se nos expone es esto: vendrá la hora para la vivificación del alma; es una hora que ya ha durado casi veinte siglos; y también vendrá la hora para el juicio.

El término hora tiene el mismo sentido en los dos pasajes. Esto es, que hay un tiempo de vivificación y un tiempo de juicio; hay un período durante el que las almas son vivificadas, y un período en el que los cuerpos serán resucitados. La resurrección, así, es solo la aplicación del poder vivificador de Jesucristo a mi cuerpo. Yo seré resucitado porque ya he sido vivificado en mi alma. La resurrección es la coronación de toda la obra, por cuanto soy hijo de Dios, por cuanto el Espíritu mora en mí, por cuanto, por lo que a mi alma respecta, ya he resucitado con Cristo.

Hay una resurrección de vida que pertenece a los que ya habrán sido vivificados en sus almas, y una resurrección de juicio, para aquellos que habrán rechazado a Jesús.

5.5 - La relación entre la venida de Cristo y la resurrección de los muertos

1 Corintios 15:23. En este pasaje vemos claramente la relación entre la venida de Cristo y la resurrección de los muertos, y el orden de la resurrección nos es expuesto de manera sumamente explícita. Cristo es las «primicias de los que durmieron» (v. 20); «de los que durmieron», y no de los malvados. Los que son de Cristo resucitarán en su venida; después de esto vendrá el fin, el tiempo en el que él entregará el reino a Dios Padre. Cuando él llegue, tomará el reino, pero al final lo entregará. La aparición de Cristo tendrá lugar antes del fin; y tendrá lugar para destrucción de los malvados; vendrá para purificar su reino. Cristo, las primicias; luego los que son de Cristo, en su venida. Luego el fin.

1 Tesalonicenses 4. Cuando venga Cristo, él traerá también consigo a los creyentes, y los que murieron en Cristo resucitarán primero. Este es el cumpli­miento de nuestras esperanzas. Es el fruto de nuestra justifica­ción, y la consecuencia de la morada del Espíritu Santo en nosotros.

Los justos que hayan pasado por la muerte resucitarán primero; luego, los justos aún vivientes serán transformados, e irán juntos al encuentro del Señor en el aire. Esto es algo que pertenece exclusivamente a los fieles, a los que, viviendo o durmiendo, están en Cristo, y que desde este momento estarán para siempre con el Señor.

Filipenses 3:10-11: «Para conocerle a él [a Jesucristo], y el poder de su resurrección… si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos».

¿Para qué hablar de esta manera, si fuera cierto que tanto los buenos como los malos han de resucitar juntos y de la misma manera? Esta resurrección de entre los muertos es precisamente esta «primera resurrección» (Apoc. 20:5-6), que Pablo tenía constantemente delante de sí. Con esto venía a decir: “Consiento en perderlo todo, en sufrirlo todo, si, cueste lo que cueste, alcanzo la resurrección de los justos: este es todo mi deseo”.

Evidentemente, «la resurrección de entre los muertos» (Lucas 20:35; Hec. 4:2; Rom. 1:4; Fil. 3:11) era algo que tocaba exclusivamente a la Iglesia. Ella podía decir, como el apóstol: «Prosigo hacia la meta, al premio del celestial llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Fil. 3:14).

5.6 - El intervalo entre la resurrección de los fieles y la resurrección de los pecadores

En cuanto al período o intervalo que se interpone entre la resurrección de los fieles y la resurrección de los pecadores, se trata de una circunstancia que es realmente independiente del principio como tal, esto es, de la distinción entre ambas resurrecciones. Nuestra fe sobre este punto tiene que depender exclusivamente de una revelación dada, que no tiene otra importancia que el que así lo ha querido Dios para su gloria. Este periodo solo se menciona en el Apocalipsis bajo la mención de mil años. Entre las dos resurrecciones transcurren mil años. Así el único punto en el que cito este libro es en cuanto al período de tiempo del reinado del Hijo del hombre sobre la tierra. Este pasaje se encuentra en Apocalipsis 20:4: «Y vi tronos…».

El mundo sabrá entonces que nos ha sido otorgada la gracia, que hemos sido amados como el mismo Jesús ha sido amado por el Padre.

Si la primera resurrección, la de los justos, no hubiera de ser tomada literalmente, ¿por qué habría de serlo la de los malvados? Como objeto de nuestra esperanza y fuente de nuestra consolación y gozo, sería bien poco saber que todos resucitarán, incluyendo a los injustos; pero lo precioso, y esencial, es saber que la resurrección de los fieles será la consumación de su dicha; que por medio de ella Dios cumplirá su amor para con nosotros; que después de haber dado vida a nuestras almas, dará vida a nuestros cuerpos, y sacará, del polvo de la tierra, una forma apropiada a la vida que nos ha sido dada de parte de Dios. Nunca vemos en la Palabra de Dios la mención de espíritus glorificados, sino siempre de cuerpos glorificados. Tenemos la gloria de Dios, y la gloria de los que serán resucitados.

Es mi deseo, queridos amigos, que el conocimiento de esta verdad, por el poder de Cristo, del que depende todo su cumplimiento, nos vivifique en nuestros corazones para hacernos perfectos. Por cuanto este conocimiento, en toda su extensión, es lo que las Escrituras llaman «la perfección». Cristo fue así hecho perfecto en cuanto a su estado y posición delante de Dios; también nosotros somos ahora per­fectos por la fe, reconociendo que somos resucitados con él, como lo seremos más adelante en cuanto a nuestros cuerpos. Que vuestro cuerpo, alma y espíritu sean guardados irreprensibles hasta la venida de nuestro muy Amado; que esta verdad de la resurrección de la Iglesia quede atada, en nuestros espíritus, a todas las preciosas verdades de nuestra salvación consumada en Cristo, ¡y que se cumpla por la plenitud de nuestra salvación en cuanto a nuestros mismos cuerpos!

6 - Quinta conferencia (Daniel 2) – El progreso del mal sobre la tierra

Hemos hablado hasta aquí de la unión de Cristo y de la Iglesia, hecha semejante a él; de la venida misma de Cristo y de la resurrección de la Iglesia, por la que ella tiene parte en esta gloria de Cristo como coheredera.

El tema que nos ocupará esta tarde no está igualmente lleno de gozo y de felicidad, pero es necesario que conozcamos el testimonio que da Dios acerca del mal que hay en el hombre. Espero, queridos amigos, que la consecuencia será la de volvernos sinceramente serios. La contemplación del progreso del mal, y del juicio que este mal atraerá, tiene como efecto, de entrada, llevarnos a evitar este mal; luego, convencernos del poder de Dios, el único que lo puede eliminar. «Mirad que no rechacéis al que habla», etc. (Hebr. 12:25-29). Veamos pues el pensa­miento del apóstol acerca del gran cambio que tendrá lugar cuando sea destruido el poder del mal.

Lo que os quiero presentar esta tarde será para mostraros que, en lugar de esperar un progreso continuado del bien, tenemos que esperar, bien al contrario, un progreso del mal; y que la esperanza de que la tierra vaya a quedar llena del conocimiento del Señor antes que él ejerza su juicio y la consumación de este juicio sobre la tierra constituye una esperanza falsa.

Tenemos que esperar que el mal progrese, hasta que se vuelva tan flagrante que demande que el Señor lo juzgue.

Primero, os mostraré que el Nuevo Testamento nos presenta constantemente que el mal va creciendo hasta el fin, y que Satanás lo impulsará hasta que el Señor destruya su poder. En segundo lugar, trataré de exponeros el carácter que asumirá este mal, en cuanto a su forma externa, como poder secular. En otras palabras: lo que tengo que deciros puede quedar reducido a estos dos encabezamientos:

Primero: La apostasía que tiene lugar dentro de la misma cristiandad.

Segundo: La formación, caída y ruina del poder mundano del anticristo, en el sentido de un poder visible.

6.1 - La parábola de la cizaña

Comenzaré por Mateo 13:36, la parábola de la cizaña. Sabéis que nos presenta esta circunstancia: que mientras los hombres dormían, el enemigo sembró cizaña dentro del campo del padre de familia; y que, al preguntarle los siervos si tenían que arrancar la cizaña, les responde que no, que el trigo y la cizaña tienen que crecer juntos hasta la siega. Esta es, entonces, la sentencia del Señor: que el mal que ha hecho Satanás dentro del campo donde ha estado sembrada la semilla buena de la Palabra permanece y madura hasta el fin. Se trata de una declaración explícita de que los esfuerzos de los cristianos no servirán de nada para quitar el mal, que permanecerá hasta el día del juicio. «Dejadlos crecer juntos hasta la siega» (v. 30). «La siega» es el fin del siglo, esto es, de la actual dispensación.

Lo que está en acción actualmente en el reino de Dios es la gracia, no el juicio; no estamos para juzgar el mundo. Incluso si pudiéramos decir con certeza de alguien que es hijo de Satanás, por este mismo hecho quedaría fuera de nuestra jurisdicción. Tenemos que ver con la gracia; esto es, no puedo tocar el mal que Satanás ha producido, pero puedo actuar como instrumento de la gracia, por cuanto Dios nos permite sembrar buena semilla.

Así, la cizaña no son simplemente hombres malvados, o los paganos, por cuanto estos últimos no han estado sembrados entre el trigo. La cizaña es todo mal concreto sembrado por el enemigo después que Jesucristo ha sembrado la buena semilla. Lo que yo puedo llamar herejía, corrupción de la verdad, quedará entonces hasta la siega; el mal que Satanás ha producido mediante la religión corrom­pida se mantendrá hasta el fin; todos nuestros esfuerzos tienen que tender no a la destrucción de la cizaña, sino a recoger a los hijos de Dios, a reunir a los coherederos de Jesucristo.

6.2 - Los postreros tiempos

1 Timoteo 4:1: «Pero el Espíritu dice claramente que en los últimos tiempos algunos se apartarán de la fe, prestando atención a espíritus engañosos y a enseñanzas de demonios, mintiendo con hipocresía…».

No puede esperarse el progreso universal del Evangelio propiamente dicho. Podrá haber, y desde luego habrá lo necesario para la reunión de los miembros de la familia de Dios; pero lo que debemos esperar es lo que está encerrado en estas palabras como cuadro de los últimos tiempos: que «algunos apostatarán de la fe» (comp. 2 Pe. 2:1-3).

2 Timoteo 3:1-5: «Pero debes saber que en los últimos días vendrán tiempos difíciles…». ¿Debemos acaso atenernos a lo que nos digan los hombres? No, sino a lo que nos dice Dios. Observemos el lenguaje que emplea Jeremías con Hananías (Jer. 28:6 ss.). Se nos responderá que el conocimiento de Jehová llenará la tierra como las aguas cubren el fondo del mar. Y yo creo que indudablemente el conocimiento de Jehová llenará la tierra, pero no es de esto de lo que estamos tratando aquí. La cuestión es esta: ¿Cómo se cumplirá esto? Yo respondo que mediante los juicios de Dios. «Luego que hay juicios tuyos en la tierra, los moradores del mundo aprenden justicia» (Is. 26:9).

Volvamos a nuestro pasaje en 2 Timoteo: «Porque los hombres serán egoístas…» (3:2). No se trata de paganos, sino de cristianos, de cristianos nominales; porque se dice de estos hombres que «teniendo apariencia de piedad», negarán «el poder de ella». Los caracteres que indica el apóstol como pertenecientes a los que profesan el cristianismo son los mismos que los de los paganos, tal como se les describe en el más bajo nivel de su envilecimiento al comienzo de la Epístola a los Romanos, y en términos muy parecidos. Y se añade, acerca de estos hombres de los postreros días, que «irán de mal en peor» (3:13).

Vemos la misma expectativa del mal en 2 Timoteo 4:1‑4: «Te requiero delante de Dios», etc.

Algo que debemos destacar es que la cizaña ya había estado sembrada en los tiempos de los mismos apóstoles, lo que es cosa buena para nosotros. Si tal cosa hubiera venido con posterioridad, no tendría­mos el testimonio de la Palabra a este respecto para advertir­nos, para dirigirnos cuando llegaran estos aconteci­mientos peligrosos, y para comunicarnos la perfecta luz de Dios acerca de esta situación.

1 Pedro 4:17: «Porque llegó el tiempo de comenzar el juicio por la casa de Dios». Comparemos estas palabras con Hechos 20:28-31: «Cuidad por vosotros mismos y por todo el rebaño sobre el que el Espíritu Santo os ha puesto por supervisores, para pastorear la iglesia de Dios, la que adquirió con su propia sangre. Yo sé que después de mi partida entrarán entre vosotros lobos voraces, que no perdonarán el rebaño. Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres hablando cosas perversas, con el fin de arrastrar a los discípulos tras de sí. Por lo tanto velad, recordando que durante tres años no cesé de amonestar con lágrimas día y noche a cada uno». Esta situación ya comenzó en vida de los apóstoles.

1 Juan 2:18. Vemos por este pasaje que «la última hora» no significa el tiempo de Jesús, sino el tiempo del anticristo. Ha habido precursores del anticristo. Lo que caracteriza a los últimos tiempos no es el Evangelio extendido por toda la tierra, sino la presencia del anticristo.

6.3 - La apostasía

Judas. Esta epístola es propiamente un tratado sobre la apostasía, y encontramos en el versículo 4 una sucinta descripción de su carácter. Su autor anuncia que encuentra necesario exhortar a los creyentes a que contiendan por lo que ya habían recibido; que entre ellos se deslizaban, ya entonces, gentes que propiciaban la apostasía; y que ello debía proseguir hasta el juicio de Jesucristo; porque vemos que después de haber descrito su carácter con mayor detalle, añade, en el versículo 15, que es esta misma clase la que será objeto del juicio del Señor cuando él regrese; esto es, que el mal, que se ha manifestado en la Iglesia desde el principio, tiene que persistir hasta la venida de Cristo. En el versículo 11 tenemos las tres clases de apostasía, y a los hombres caracteri­zados por su espíritu: la apostasía natural, la apostasía eclesiás­tica, y la rebelión abierta, sobre la que caerá el juicio. Tenemos en primer lugar el carácter de Caín: la apostasía de la naturaleza, odio, injusticia; en segundo lugar, el carácter de Balaam: enseñar el mal por recompensa; se trata de una apostasía eclesiás­tica; y, en tercer lugar, el carácter de Coré, esto es, de aquel que se levanta contra los derechos del sacerdocio y de la realeza, la realeza de Cristo en los tipos de Moisés y Aarón.

¡Ay! Lo que reunirá al mundo no será el Evangelio, sino el mal. «Y vi salir de la boca del dragón, y de la boca de la bestia, y de la boca del falso profeta, tres espíritus inmundos…», etc. (Apoc. 16:13-14). Se puede discutir para decidir a quién se aplican los rasgos de estos tres espíritus inmundos, pero desde luego que no es al Evangelio, sino al mal.

Pero se nos dirá que se ve la desaparición del poder de la cristiandad corrompida por medio del juicio, y se pretende que la destrucción de su influencia dará lugar al Evangelio. Pero el Espíritu dice: «Los diez cuernos [reyes] que viste y la bestia [el imperio Romano], estos odiarán a la ramera [el poder eclesiástico], la dejarán desolada y desnuda, comerán sus carnes y la quemarán con fuego. Porque Dios ha puesto en sus corazones ejecutar su designio, de Él, que se pongan de acuerdo y den su reino a la bestia, hasta que se cumplan las palabras de Dios» (Apoc. 17:16-17). Esto es lo que los cristianos desearían: la destrucción de la influencia de la ramera sobre el mundo. Pero, ¿acaso si se destruyera su poder exterior, pasarían los reinos a ser reinos de Jesucristo? Al contrario, los reyes darán su poder a la bestia. La gran ramera ha dominado por mucho tiempo a la bestia. Al final le serán arrebatados su dominio y riquezas, pero solo para que los diez cuernos diesen su poder a la bestia, a fin de que se disipase toda incertidumbre, y para que su voluntad y carácter blasfemos se manifestasen totalmente en su última apostasía. Y el poder de la corrupción y de la seducción dará paso al poder de la rebelión abierta contra Dios.

2 Tesalonicenses 2:3-12: «Ese día no vendrá [este día del Señor] sin que venga primero la apostasía y sea revelado el hombre de pecado, el hijo de perdición, el cual se opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios».

En el pasaje citado tenemos lo que tiene que llegar antes que venga el día del Señor. Y tenemos que tomar las cosas tal como nos las dice la Palabra de Dios. Los cristianos, habiendo visto en las Escrituras la promesa de que la tierra ha de ser llena del conocimiento de Jehová, han dicho: “Bien, pues la llenaremos de este conocimiento”. Pero en las Escrituras este logro se atribuye a la gloria de Cristo.

El aliento de su boca, mediante el que el Señor destruirá al hombre de pecado, no es el Evangelio, sino la fuerza y el poder de Cristo en juicio. Véase Isaías 11:4: «Con el espíritu de sus labios matará al impío»; Isaías 30:33: «El soplo de Jehová» enciende el juicio.

Veremos que este anticristo reunirá los caracteres de maldad que han aparecido desde el comienzo. En primer lugar, el hombre en Edén quiso hacer su propia voluntad; en segundo lugar, quiso exaltarse como Dios; en tercer lugar, se puso bajo el dominio de Satanás. Ahora bien, estas son las tres cosas que veremos aparecer en el anticristo: toda la energía humana exaltándose contra Dios. Esto es lo que sucederá al final bajo la última forma del imperio Romano, o la cuarta bestia. Es el fruto madurado del corazón humano, que es en sí mismo un anticristo.

6.4 - La cuarta bestia

Sabéis que han existido tres bestias sucesivas: el imperio de Babilonia; luego el imperio de Persia; a continuación, el imperio de Grecia, o especialmente el de Alejandro, y que el cuarto es el imperio Romano. Pero este último tiene un carácter totalmente peculiar.

Sabéis que, al comienzo, o más bien antes del comienzo de estas cuatro monarquías, el trono de Dios sobre la tierra estaba en Jerusalén. Jehová manifestaba su presencia por encima del arca donde estaba su ley, en su templo, de manera sensible. Pero al comienzo del período actual, que es el de los gentiles, el trono del Señor fue quitado de Jerusalén. Veréis esto descrito bien claramente en los capítulos 1-11 del profeta Ezequiel. La gloria del Señor que había visto el profeta junto al río Quebar, en el primer capítulo, la ve salir de Jerusalén en el undécimo, de la casa, 10:18-19; y de la ciudad, 11:23. Es un hecho destacable que la gloria del Señor haya abandonado su trono terrenal. Además, al mismo tiempo este poder terreno fue transferido de Jerusalén a los gentiles (el gobierno de los hombres). Esto es lo que vemos en Daniel 2:26-38: «Este es el sueño; también la interpretación de él diremos en presencia del rey. Tú, oh rey, eres rey de reyes; porque el Dios del cielo te ha dado reino, poder, fuerza y majestad…».

Veréis que, por la destrucción del último rey de los judíos, el dominio humano pasó a los gentiles en persona de Nabucodonosor. Este rey comenzó estableciendo una falsa religión por la fuerza; hizo una estatua para que todo el mundo la adorara, y se enorgulleció; es por esto que se volvió como una bestia durante siete años. Es decir que, en lugar de comportarse como hombre, humilde delante de Dios, como delante de Aquel que le había dado el poder, por un lado, se exaltó a sí mismo, y por otro se dedicó a devastar el mundo para satisfacer su voluntad.

Dejando de momento a un lado las monarquías segunda y tercera, que de momento no tienen una importancia tan directa, y siguiendo el carácter de la cuarta, descubriremos algunos rasgos dignos de atención. Los judíos se encuentran bajo el dominio de las naciones desde los tiempos de Nabucodonosor hasta el día de hoy. Es cierto que hubo un regreso de este pueblo del cautiverio, pero sin que cesara de estar bajo el poder de los gentiles; y desde luego el trono de Dios no fue restaurado. Y si Dios permitió que los judíos regre­saran temporalmente a su país, ello se debe a que quiso que Su Hijo apareciera al principio de la cuarta monarquía. Y, en efecto, es precisamente en el momento en el que la cuarta monarquía, bajo su forma imperial, se había convertido en el poder mundial, que les fue presentado el Hijo de Dios, el legítimo Rey de los judíos y de los gentiles. ¿Y qué es lo que ellos hicieron? Lo crucificaron.

Los principales sacerdotes, que eran los representantes de la religión terrenal dada por Dios, y Poncio Pilato, el representante del poder terrenal, se unieron para rechazar y dar muerte al Hijo de Dios. Así tenemos a la cuarta monarquía culpable de rechazar los derechos del Mesías. Los judíos, como veremos de manera detallada en una posterior conferencia, son echados a un lado, y es entonces que tiene lugar el llamamiento de la Iglesia para los lugares celestiales. Pero por lo que respecta al estado de la Iglesia sobre la tierra, la hemos visto alterada por la semilla del Maligno, y por la apostasía que resulta de la misma; hemos visto a continuación que la corrupción de la cristiandad dará lugar a una rebelión más abierta y pronunciada, la de la misma bestia: esto es, de esta misma cuarta monarquía, bajo una forma nueva y última que está todavía por venir. Esto es lo que dará lugar a su juicio: «Estuve mirando hasta que fueron puestos tronos, y se sentó un Anciano de días, cuyo vestido era blanco como la nieve, y el pelo de su cabeza como lana limpia; su trono era llama de fuego, y las ruedas del mismo, fuego ardiente. Un río de fuego procedía y salía de delante de él; millares de millares le servían, y millones de millones asistían delante de él; el Juez se sentó, y los libros fueron abiertos. Yo entonces miraba a causa del sonido de las grandes palabras que hablaba el cuerno; miraba hasta que mataron a la bestia, y su cuerpo fue destrozado y entregado para ser quemado en el fuego» (Dan 7:9-11). «Miraba yo en la visión de la noche, y he aquí con las nubes del cielo venía uno como un hijo de hombre, que vino hasta el Anciano de días, y le hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieran; su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino uno que no será destruido» (v. 13-14).

Aquí tenemos, pues, el reino dado al Hijo del hombre una vez que la cuarta bestia sea destruida. Sin embargo, este juicio y esta destrucción de la cuarta monarquía no han llegado todavía. Como prueba citaré Daniel 2:34-35: «Estabas mirando, hasta que una piedra fue cortada, no con mano, e hirió a la imagen en sus pies de hierro y de barro cocido, y los desmenuzó. Entonces fueron desmenu­zados también el hierro, el barro cocido, el bronce, la plata y el oro, y fueron como tamo de las eras de verano, y se los llevó el viento sin que de ellos quedara rastro alguno. Mas la piedra que hirió a la imagen fue hecha un gran monte que llenó toda la tierra». Esto es, que antes que la piedra cortada no por mano se extienda y llene toda la tierra, destruye por completo a la estatua; oro, plata, bronce, hierro y tierra son barridas como el tamo por el viento. Desde luego, esto no está cumplido en absoluto. Con la acción de la piedra lo que se consigue no es un cambio de carácter de la estatua; se trata de un golpe, de un golpe repentino; es un golpe que quebranta, que destruye, y que no deja ni rastros de la existencia de la imagen, tal como lo dice aquí: «Sin que de ellos quedara rastro alguno». El imperio Romano, los pies, y, junto con los pies, todo el resto, desaparece. Con este solo golpe queda todo pul­verizado, destruido, aniquilado, y, después de este juicio, la piedra que golpea la imagen llega a ser un monte que llena toda la tierra.

Queridos amigos, ¿acaso el cristianismo golpeó la cuarta monarquía cuando comenzó a extenderse? Al contrario, el imperio Romano siguió existiendo, y llegó a cristianizarse; además, los pies de la estatua no existían en este tiempo. El acto de destrucción señalado mediante la caída de la piedra contra los pies de la imagen no representa en absoluto la gracia del Evangelio, ni tiene relación alguna con la obra que efectúa el Evangelio. Además, no es hasta después de la destrucción total de la estatua que comienza a crecer la piedra, es decir, que el conocimiento de la gloria del Señor, que tiene que llenar toda la tierra, no comenzará a extenderse hasta después que la cuarta bestia sea juzgada y destruida.

Queda una dificultad que se puede presentar en la historia de esta bestia. Se puede alegar que el imperio Romano no existe en la actualidad. Pero esto es una prueba adicional de lo que estamos diciendo. Apocalipsis 17:7-8: «La bestia que viste, era, y no es», esto es, que el imperio Romano dejó de existir en tanto que imperio; pero, ¿qué sigue de ello? Que «está para subir del abismo y va a la destrucción. Y los moradores de la tierra, los que no tienen escrito el nombre en el libro de la vida desde la fundación del mundo, se asombrarán». La bestia existía; luego deja de existir; luego saldrá del abismo. Tendrá un carácter propiamente diabólico, siendo la expresión del poder de Satanás.

Así, lo que aprendemos de manera general acerca del carácter de esta bestia es que, (1) desde su inicio el imperio Romano ha sido culpable del rechaza­miento de Jesús como Rey de la tierra; (2) que posteriormente, en el seno de esta cuarta monar­quía, aparece un cuerno pequeño que habla grandes cosas; y, finalmente, (3) que esta cuarta bestia, después de haber dejado de existir durante un tiempo, saldrá del abismo para existir una vez más, y ser luego destruida, a causa de las grandes palabras proferidas por el cuerno pequeño. Esto se relaciona con 2 Tesalonicenses 2:9, en cuanto a la venida del hombre de pecado, que es «la obra de Satanás, con todo poder, y señales, y prodigios de mentira». La destrucción de este hombre se encuentra en el versículo 8.

Hay aún otra descripción de la última cabeza de la bestia (véase Apoc. 17:11), que es la bestia misma.

6.5 - El anticristo

Daniel 11:36, etc. La relación entre este pasaje y 2 Tesalonicenses 2:9 está reconocida. Vemos en ambos pasajes la misma exaltación de sí mismo contra Dios. Esta última epístola añade el poder de Satanás, por cuanto el Inicuo es presentado en su carácter de apostasía e iniquidad, mientras que en Daniel 9 aparece en su carácter terrenal y regio. En cuanto al tercer carácter de iniquidad que hemos observado, aparece con claridad la voluntad humana: «El rey hará su voluntad».

Deseo observaros también lo que está descrito en Juan 5:43. La nación judía recibirá a aquel que vendrá en su propio nombre. Vemos pues como la iniquidad del corazón humano llega a su punto culminante bajo la última cabeza de la cuarta monarquía.

En Isaías 14:13-15 tenemos la descripción del mismo bajo el título de rey de Babilonia: «Tú que decías…». Son precisamente todos los privilegios y todos los derechos de Cristo los que este rey se atribuye a sí mismo. «Subiré al cielo»; esto es lo que hizo Cristo. «En lo alto, junto a las estrellas de Dios, levantaré mi trono»; el trono de Cristo está por encima de las potestades. «El monte del testimonio… a los lados del norte» es el palacio del gran Rey, el Rey de Israel en Jerusalén. «Sobre las alturas de las nubes subiré, y seré semejante al Altísimo». Cristo ha de venir con las nubes; él es la imagen del Dios invisible. «Mas tú derribado eres hasta el Seol, a los lados del abismo».

6.6 - El progreso del mal no impide la presentación del Evangelio

Esta tarde me temo que he herido muchas ideas queridas, queridas para los hijos de Dios; me refiero a la esperanza de que el Evangelio se vaya a expandir por toda la tierra durante la actual dispensación. Era precisamente la tarea de la Iglesia de Cristo pro­clamar por todas partes la gloria de Cristo; pero en realidad, si nos expresamos en conformidad a la Palabra, veremos en acción todo lo que es eficaz y poderoso en el mundo, pero sin tener a Dios en cuenta. Se exhibirán de una manera asombrosa todos los medios humanos, todas las facultades, y todos los talentos y conocimientos del hombre. Todo lo que pueda seducir el corazón y dominar el espíritu, todo lo que existiera de recursos dentro del carácter y naturaleza del hombre, pero sin con­ciencia alguna, asombrará al mundo, y lo atraerá tras las huellas del anticristo, haciéndole reconocer a la bestia, porque la tendencia natural del hombre es la auto glorificación, exaltarse contra Dios, y no el servicio a Cristo, ni humillarse bajo Él. «Cualquiera que se exaltare, será humillado» (Mat. 23:12; Lucas 14:11; 18:14).

Pero se nos dirá que esto significa desalentar todas las empresas que pudiéramos mover para la propagación del Evangelio sobre la tierra, si todo lo que van a conseguir es este resultado. Pero la verdad es que, si se conciben falsas esperanzas, ya estamos engañados. En efecto, si se esperan grandes cosas, no es muy alentador ver todas las esperanzas frustradas. Es bien cierto que esta perspectiva del progreso del mal parece ofrecer bien poco aliento para nuestros esfuerzos: pero esto se debe a que nuestras esperanzas se han basado en nuestras propias ideas. Sin embargo, el verdadero efecto de estas perspectivas es exactamente el contrario. ¿Acaso el hecho de que Dios le dijera a Noé que iba a destruir el mundo, y de que Noé estuviera totalmente convencido de la inminencia del juicio de Dios, le impidió predicar a sus contemporáneos? Bien al contrario, esto es lo que le impulsó a ganar a aquellos que tuvieran oídos para oír. La convicción de que el falso cristianismo se mostrará más y más refinado y corrompido en el mundo debería dar aún más energía y acción para el amor de aquel que cree; y la proximidad de los juicios de Dios, en lugar de paralizar nuestros esfuerzos, nos impulsará con tanta más fuerza, más energía, más fidelidad, para presentar el Evangelio, que es el único medio para evitar a los hombres los justos juicios que les amenazan.

Cuando digo que la cizaña continuará creciendo, en lugar de disminuir, ¿digo acaso con ello que no pueda aumentar también el trigo? Naturalmente que sí puede aumentar. Si el mal ha de empeorar con vistas al juicio, Dios da al mismo tiempo eficacia al testimonio que debe separar el bien. Creo que siempre es así como procede Dios. Si viéramos la conversión de tres mil almas en Ginebra en un solo día, habría quien diría: Llega el milenio; el Evangelio va a extenderse por toda la tierra. Bueno, pues puede que al año siguiente no haya más de trescientos convertidos. ¿Qué es lo que demostró la conversión de miles de personas en Jerusalén, sino que Dios iba a juzgar aquella ciudad, y que de aquella generación perversa sacó a los que debían ser salvos? Todas las veces que veamos crecer el mal, y a Dios actuando para apartar a los que creen, se trata solo de una señal de que el juicio de Dios está cercano. No se puede negar: Dios actúa de manera patente en nuestros tiempos, y debemos darle gracias de todo corazón; y esto me demuestra tanto más que se acerca el momento en el que Dios arrebatará a los suyos del mundo.

Hay dos señales de inminencia del juicio: Una es que el mal aumenta, que la impiedad crece, que todos los recursos del hombre se desarrollan de una manera maravillosa; la otra, que los cristianos se retiran de este estado de cosas. En todo caso, nada hay que nos impida trabajar en la obra de Dios. Veo que se hace el bien, que se extiende y profundiza, y que Dios separa a sus hijos del mal; por otra parte, veo como todos los principios del Maligno se desarrollan de manera clara; veo en la palabra de Dios una declaración expresa de que la actual dispensación llegará a su fin, y que el mal llegará a su culminación, hasta que el Inicuo sea destruido por la venida de Cristo.

Romanos 11:22. Aquí tenemos, para concluir, la advertencia que nos da el Señor: «Mira, pues, la bondad y la severidad de Dios; severidad para con los que cayeron; la bondad de Dios contigo, si permaneces en esa bondad; de otra manera tú también serás desgajado».

¿Se ha mantenido la Iglesia en esta bondad de Dios? La cristiandad está totalmente corrompida, los gentiles se han mostrado infieles a las dispensaciones de Dios en favor de ellos. ¿Puede la dispensación gentil ser restaurada? No, es imposible. Así como la dispensación judía fue cortada, también lo será la dispensación cristiana. ¡Que Dios nos dé la gracia de mantenernos firmes en nuestra esperanza y de apoyarnos en su fidelidad, que jamás fallará!

7 - Sexta conferencia (Daniel 7:15-28) – Los dos caracteres del mal: Apostasía eclesiástica y apostasía civil

Hasta ahora, queridos amigos, hemos estado hablando de la bienaventuranza que pertenece a la Iglesia, excepto que, en nuestra última conferencia, hemos seguido el progreso que hará el mal sobre la tierra hasta el fin. Este mal presenta un doble carácter, acerca de lo cual me propongo hablar todavía, por cuanto las relaciones que existen entre el poder del mal y los juicios que lo acompañan son de especial interés para los hijos de Dios. Cuando el mal llegue a su punto culminante, Dios lo destruirá.

Los versículos que he leído para comenzar son la interpretación que el ángel le da a Daniel de la visión que este profeta vio de las dos bestias; y, tal como siempre sucede en la interpretación de las profecías simbólicas, encierran rasgos nuevos. Aquí, por ejemplo, en la explicación dada a Daniel, se añade todo lo que sucederá a los santos; pero de todos modos lo que he leído de Daniel 7:15-28, así como todo el capítulo, se relaciona con la bestia que se exalta, y que se eleva contra el Dios Todopoderoso.

Ya os he dicho, queridos amigos, que hay dos caracteres del mal que se desarrollan sobre la tierra. El primero es la apostasía eclesiástica, y el segundo es la apostasía del mismo poder civil.

En primer lugar, el estado de apostasía de la iglesia, contemplada en su responsabilidad externa, ya ha llegado en principio. Y este principio tendrá una manifestación más abierta posteriormente. Por otro lado, el poder civil se levantará contra Aquel a quien pertenece el gobierno, contra Cristo, a quien Dios establecerá como Rey sobre la tierra. Y esta revuelta procederá de la cuarta bestia (el imperio Romano).

Antes de entrar directamente en nuestro tema para hoy, deseo hacer algunas observaciones acerca de Mateo 25, texto al que volveremos cuando nos refiramos a las naciones; porque todos los pueblos de la tierra que existirán al final de los tiempos estarán o bien sometidos a Cristo, y por ello salvos, o bien en rebelión, y en consecuencia destruidos. Pero, para deshacer las dudas acerca del tema de este capítulo, es necesario decir algunas palabras. Generalmente se cree que el juicio del que se habla en este capítulo es el juicio final, el juicio general. Esto es un error. Este es el juicio de las naciones vivas sobre esta tierra, y no el de los muertos. Es por eso que no lo mencioné al hablar de la resurrección de los muertos. Insisto: en este capítulo de Mateo no se trata de la resurrección; se trata del juicio de los gentiles. En los capítulos 24 y 25 se ve el juicio de los judíos, que sobrevendrá a los judíos; luego el que llegará a los creyentes; finalmente el que vendrá sobre los gentiles. Este es el juicio de los vivos, y no el de los muertos.

Así, insisto, es el juicio de los vivos. Esto es cuando leemos: «Serán reunidas ante él todas las naciones; y él apartará a los unos de los otros, como el pastor aparta las ovejas de las cabras» (Mat. 25:32). Lo que da pie para creer que se trata del juicio de los muertos es que se dice de los malvados que irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna. Pero esto solo quiere decir que el juicio de los vivos será inapelable, como el de los muertos. Desde luego, cuando Dios juzgue a los vivos, su juicio enviará a unos a las penas eternas, y a otros a la vida eterna. El juicio de los vivos es tan cierto como el de los muertos. Ya hablaremos de esto en su momento.

7.1 - La relación de la apostasía eclesiástica con la apostasía del poder civil

En la última conferencia hablé principalmente de la cizaña y de la apostasía eclesiástica, del progreso del mal en relación con la revelación, y de lo que ha sucedido en la esfera de la Iglesia sobre la tierra. Ahora examinaremos la apostasía del poder civil en su forma exterior, y el juicio que le sobrevendrá de parte de Dios. Porque su cólera caerá sobre este poder civil. Si el mal eclesiástico desaparece hacia el fin en cierta manera en su carácter de poder secular y en su forma exterior, y si el mal civil es exaltado, el mal eclesiástico no por ello permanece menos vivaz; lo único es que no goza de la supremacía; esa es la diferencia. En otros términos, no se trata en absoluto de que el poder eclesiástico se haya mejorado a sí mismo; lo único que sucede es que no es ejercido de la misma manera; pero su influencia es por ello tanto más perniciosa. Ya no tenemos un poder eclesiástico disponiendo del brazo secular, montado sobre la bestia, y dominándola; asimismo, adopta una forma más misteriosa, y en conse­cuencia más peligrosa. La influencia oculta de este poder prosigue, pero queda privada de su esplendor exterior; porque por su orgullo los hombres comienzan ahora a levantarse y a unirse contra Dios, preparando el camino para el hijo de perdición.

Aunque la maldad eclesiástica sea siempre la peor de todas, sin embargo, como estamos diciendo, tendrá lugar y se manifestará la apostasía civil. Sabéis que todo poder civil proviene de Dios. Ahora bien, de la misma manera que la Iglesia pierde su sentido y carácter propios por su rebelión contra Dios, también el gobierno civil se encuentra en estado de rebelión y apostasía cuando, en lugar de someterse a Dios, se eleva contra el Dios que le ha dado su autoridad.

Siendo el Espíritu de Dios la verdadera fuerza de la Iglesia, la rebelión de la Iglesia comienza cuando, en lugar de someterse a Cristo, no obedece más que la voluntad y el poder del hombre, apoyándose sobre el hombre, renunciando a la verdad para seguir la mentira. Cristo es la Cabeza; el Espíritu Santo es el único poder por medio del que actúa la Iglesia, y cuando la Iglesia no está dirigida por el Espíritu Santo, y no está, en este sentido, verdaderamente sujeta a Cristo, la cristiandad es moralmente apóstata. Ahora bien, el poder civil se encontrará, al final de la actual dispensación, en este mismo estado de rebelión, y es necesario recordar que la apostasía en el orden civil es más externa y destacada que en la Iglesia. Esto tendrá lugar en el seno de la cristian­dad, y parece además que el mal eclesiástico será la fuente y el principal motor. Esto es lo que siempre ha sucedido.

Cuando Absalom se rebeló contra David, tuvo un consejero, Ahitofel (2 Sam. 15). La fuente primera de esta rebelión era indudable­mente Satanás, pero Ahitofel dirigió la conspiración contra el rey. Cuando Datán y Abiram, simples israelitas, se rebelaron contra Moisés, se le llamó a esto la rebelión del levita Coré, que era quien los había seducido. Igualmente, Dios acusa a los sacerdotes y a los profetas, en el reino de Judá, por la iniquidad del pueblo, por cuanto son sus malvados consejos los que ha seguido el poder civil. ¿Y qué ha llegado a suceder dentro de la cristiandad? Que aquellos que hubieran debido edificar la Iglesia, representar la sabiduría de Dios, y recordar al gobierno sus deberes para con Dios, están ellos mismos en rebelión contra Dios, habiendo ocultado la verdad, y habiendo adoptado una forma que ha seducido al mundo, instruyendo también al poder civil en los mismos extravíos.

Habrá una rebelión, pues, de este poder civil, pero el poder eclesiástico será su alma.

7.2 - La bestia con un falso profeta

¿Qué encontramos en Armagedón? A un falso profeta que se une a la bestia. De principio a fin, siempre hay una bestia, y con la bestia encontramos un falso profeta. Es el uno o el otro quien conduce la rebelión. Pero al fin la bestia toma la dirección, como capaz de actuar más directa y libremente; y por ello es la bestia la que es finalmente el objeto directo del juicio. Esto es lo que vemos en el capítulo 7 de Daniel.

A partir del momento en que la bestia, o el poder civil de la cuarta monarquía, se rebele contra Dios, esta monarquía entrará en relación con los judíos, y esto es lo que nos vuelve a llevar a la historia de este pueblo. Ya sabéis, queridos amigos, que cuando la cuarta bestia apareció en la escena de este mundo, había judíos en Jerusalén; sabéis que Cristo fue presentado como Rey de los judíos a la cuarta bestia, representada por Poncio Pilato, que le rechazó en este carácter que Él jamás perderá. Al fin de esta era se producirá el mismo hecho: los judíos, que habrán vuelto a su país, aunque sin haberse convertido, se encontrarán relacionados con la cuarta bestia. Habrá santos entre ellos, y esta cuarta bestia, y de manera particular aquel que la repre­sentará en Palestina, se exaltará contra Dios, poniéndose en oposición directa contra los derechos de Cristo como Rey de los judíos. Esta oposición a Cristo se elevará, ciertamente, mucho más alto que en otras ocasiones, por cuanto se arrogará los derechos de Cristo como Rey de los judíos, y será entonces que Cristo, viniendo del cielo, destruirá a la bestia junto con el anticristo, tomará el remanente de los judíos como su pueblo terrenal, y pondrá a todas las naciones debajo de sus pies.

Con esto comprenderéis que hay muchas cosas que se aplican a los santos, esto es, al residuo fiel de entre los judíos, que no es de aplicación a la Iglesia. Por ejemplo, sabemos que durante el tiempo de la apostasía eclesiástica se han dado muchas persecu­ciones contra los fieles. Pero en los últimos tiempos, cuando se tratará de la persecución contra los santos, tendrá lugar contra el residuo de los judíos, cuya sangre será derramada como agua.

Si se toma la historia de la bestia de una manera muy general, sea ya en la época de Tiberio Augusto y de los otros emperadores, o si se examina a la bestia no en su carácter pagano, sino bajo la influencia del cristianismo corrompido de la Edad Media, se ve que ha habido, también en cada una de estas épocas, persecuciones contra los santos; y podemos también decir de ellas que han perseguido y dado muerte a los santos. Pero, cuando llegue el momento en el que el poder civil levante abiertamente la bandera de la rebelión, en el momento en que estos hechos proféticos se realicen de manera plena, será sobre los judíos sobre quienes recaerán las persecu­ciones. En el momento en que se trata de los derechos de Cristo como Rey de los judíos, son los judíos los que aparecen en escena, por cuanto los judíos son el pueblo terrenal de Dios. Pero, ¿qué sucederá enton­ces con la Iglesia? Estará totalmente fuera de la escena durante el tiempo de estas últimas persecuciones.

Antes que citemos los capítulos de la Escritura que tratan del Inicuo, esto es, del poder apóstata civil, que ha tomado el puesto del poder eclesiástico apóstata, cabe insistir de nuevo en este principio: Que la revuelta del mal eclesiástico no es menos peligrosa porque no sea ella quien tenga el poder. Bien al revés, repetimos que este poder es el secreto consejero de todo el mal. El único cambio que tenemos aquí es que el poder eclesiástico deja de tener el dominio exterior; esto es lo que induce al error. Por el hecho de que no se pueda ver de manera manifiesta su poder de quitar reyes, se ha llegado a creer que todo este poder eclesiástico ha desapare­cido enteramente. No se ha prestado atención a lo que los hijos de Dios deben ver en la Palabra de Dios, esto es, que la existencia moral de este poder sobrevivirá a la destrucción de su influencia política, y que será precisamente esta la que conducirá al poder político propiamente dicho a la rebelión contra Dios, y al final a la destrucción de este mal eclesiástico. No quiero decir que no sea la voluntad del hombre la que, por sí misma, conduzca a la bestia a su perdición. Creo que es verdaderamente así; pero, en el ínterin, es la apostasía eclesiástica la que se ha arrogado el poder de Dios, la que ha cerrado la puerta a la manifestación de la voluntad de Dios, y, por medio de sus corrupciones y maquinaciones, atrae a los mora­dores de la tierra a reconocer y adorar a la bestia.

Paso a los pasajes que tienen que ver con lo que hemos estado diciendo.

De entrada, el final del capítulo 7 de Daniel, donde tenemos la cuarta bestia. A continuación, Apo­ca­lip­sis 16, y especialmente 17, donde encon­tramos dos cosas distintas: la gran ramera, o Babilonia, y la bestia. En el capítulo 17, tenemos a la mujer vestida de púrpura (poder cuyo principal elemento es el eclesiástico); está montada sobre la bestia (el poder civil). Después de esto, «los diez cuernos… odiarán a la ramera (el poder ecle­siás­tico), la dejarán desolada y desnuda, comerán sus carnes y la quemarán con fuego; porque Dios ha puesto en sus corazones… den su reino a la bestia» (v. 16-17).

Examinemos ahora los pasajes que tratan de las fuentes del mal, y de manera más particular el de aquel poder en rebelión contra Dios, de la cuarta monarquía, y veamos la forma que tomará esta revuelta.

El capítulo 12 de Apocalipsis muestra la fuente de este poder: el gran dragón escarlata. Aquí se nos admite, por así decirlo, detrás de las bambalinas, y vemos también el poder de Satanás deseando destruir a Aquel que ha de regir a todas las naciones con cetro de hierro: a Cristo; y en Cristo y con Cristo, a la Iglesia. Este es propiamente el poder de Satanás, y la gran lucha. La Palabra de Dios contrapone al Padre con el mundo, a la carne con el Espíritu, y a Satanás con el Hijo de Dios; aquí tenemos al gran dragón, o Satanás, que quiere devorar a Aquel que ha de regir a las naciones con cetro de hierro; pero es en el cielo que lo vemos. Luego, en el versículo 9, es arrojado de allí, un acontecimiento que todavía no ha tenido lugar.

Aquí surge una dificultad para ciertas mentes. Por el hecho de que Satanás es expulsado de la conciencia, lo que es verdad, suponen que es echado también del cielo. Es perfectamente cierto que Satanás no tiene poder sobre nuestra conciencia, si hemos comprendido el valor de la sangre de Cristo. También es cierto que, aunque nuestras conciencias hayan sido purificadas, Cristo intercede por nosotros en el cielo, donde Satanás acusa a los hijos de Dios. Vemos, en Efesios 6:12, que las huestes espirituales de maldad están en los lugares celestiales; así, habrá una batalla en el cielo, la cual será el efecto no de un acto de intercesión ni de sacerdocio, sino de poder; que será llevada a cabo, quizá, con la ayuda de los ángeles, pero que será en todo caso una obra de poder. Al mismo tiempo, si bien Satanás será arrojado del cielo, lo será sobre la tierra; pero no estará aún encadenado para ser lanzado al abismo, y los frutos de su maldad no habrán llegado aún al colmo; así, él descenderá «con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo».

Satanás, lanzado del cielo a la tierra, actuará por medio del imperio Romano. Apocalipsis describe lo que aparecerá en escena como instrumentos providenciales mediante los que asegurará su poder sobre la tierra. «Vi una bestia que subía del mar, que tenía diez cuernos y siete cabezas» (13:1). Aquí tenemos los instrumentos terrenales. Esta bestia reunirá las características de las otras tres bestias.

Vemos aquí que el poder del dragón se establece en el imperio Romano, en la bestia con siete cabezas y diez cuernos.

«Vi una de sus cabezas como si hubiera sufrido una herida mortal» (13:3), esto es, una de las formas de gobierno del imperio Romano destruida. Pero al final su herida mortal fue sanada, y la forma destruida, restablecida. Además, si com­paramos los caracteres y las acciones del cuerno pequeño de la misma bestia de Daniel, veremos que el cuerno pequeño, esto es, este pequeño cuerno de Daniel «que hablaba grandes cosas» (7:8), y que destruye a tres de los otros diez cuernos, veremos, digo, que imprime todo su carácter a la misma bestia; esta viene a ser su expresión moral delante de Dios. Así, podríamos decir, por ejemplo, que Napoleón era el imperio francés, por cuanto él representaba toda la fuerza de este imperio. Esta bestia será el poder civil, el imperio Romano apóstata, o en rebelión abierta contra Dios.

Pero hay además otra bestia (que no es el imperio Romano), que «ejercía toda la autoridad de la primera bestia en su presencia» (13:12). En los versículos 11-14 se dice: «Y engaña a los moradores de la tierra». Aquí tenemos algo que se parece al poder de Cristo, y que más tarde revestirá, en medio de los judíos, la forma del cristianismo; pero, tal como comprende el apóstol, es de Satanás.

Así, es la segunda bestia la que seducirá a los moradores de la tierra, haciendo que sigan a la primera, esto es, al poder civil, al imperio Romano.

La bestia había recibido un golpe mortal. Esto es lo que ya le sucedió a la forma imperial del imperio Romano. Pero su herida ha de quedar totalmente sanada. Vemos aquí que la bestia pierde su carácter imperial durante un tiempo, y que su herida queda luego sanada, y es cuando queda así restablecida que toda la tierra, asombrada, va en pos de ella.

Así, todavía se ha de volver a ver la bestia imperial sobre la tierra, y por toda la tierra será admirada. Pero también hemos visto que la segunda bestia seduce a los moradores de la tierra mediante los prodigios que lleva a cabo. Y esta segunda bestia aparecerá al final no manifestando el carácter de una bestia, sino el de un falso profeta; esto es, perderá todo su poder secular. No será ya una bestia rapaz y voraz; su carácter quedará totalmente cambiado, y se verá al falso profeta, que será reconocido como la segunda bestia por la perfecta semejanza de su carácter como aquel que ha hecho las cosas que ha hecho la segunda bestia, pero que aparece al final bajo esta nueva forma (comp. Apoc. 13:14 con 19:20).

Si contemplamos la faceta moral de los aconteci­mientos ya cumplidos, sabemos quién ha ejercido todo el poder delante del poder civil; pero sigue habiendo un poder seductor, que hará prodigios de todo tipo, y que seducirá a los moradores de la tierra.

Veremos más adelante las consecuencias de todo esto. Mientras tanto, recapitulemos lo dicho. El capítulo 12 nos presenta al dragón en el cielo como el origen, la causa primera, de toda esta rebelión; el 13 nos muestra, como agente providencial visible, al imperio Romano bajo la forma imperial. Esta bestia ha quedado herida de muerte, pero su herida mortal ha sido sanada; hay también en su presencia otro poder que seduce a los moradores de la tierra, y cuando la herida de la primera bestia queda sanada, todo el mundo, lleno de admira­ción, va en pos de ella. Añadamos aquí la circunstancia del capítulo 19, que la segunda bestia deja de ser bestia, y aparece al final como falso profeta.

En el capítulo 17 se da una descripción de la primera bestia que nos da otros detalles que la atañen. Versículos 7 y 8: «Y el ángel me dijo: ¿Por qué te asombras? Yo te diré el misterio de la mujer y de la bestia que la lleva, que tiene las siete cabezas y los diez cuernos. La bestia que viste era y no es, y está para subir del abismo y va a la destrucción. Y los moradores de la tierra, los que no tienen escrito el nombre en el libro de la vida desde la fundación del mundo, se asombrarán al ver la bestia que era, y que no es, y que será».

La bestia «está para subir del abismo», esto es, viene a ser de manera positiva el poder de Satanás al final; y esto es precisamente lo que sucederá cuando Satanás, echado del cielo (acontecimiento que tendrá lugar cuando la Iglesia hubiera sido arrebatada al cielo), llegará con gran ira a la tierra. Entonces, bajo su influencia, la bestia (el imperio Romano) que era, y no es, y que reaparece, retoma su fuerza y su forma, esto es, que el poder civil, en lugar de someterse a Dios, asume de manera total el carácter de Satanás, y se manifiesta, en conformidad al carácter de Satanás y por su instigación, en rebelión abierta contra el poder de Dios.

Para buscar todas las marcas mediante las que se puede reconocer esta última forma de la bestia, se tiene que esperar hasta la aparición en el mundo de la cabeza imperial del imperio Romano, el octavo rey de Apocalipsis 17:11. Esto es lo que tiene que suceder para que tenga lugar su destrucción.

Cuando el imperio Romano existía bajo su forma pagana, no tenía diez reyes; pero cuando esta bestia existirá de nuevo (recordemos siempre que se trata del imperio Romano), diez reyes le darán su poder; no se trata de que diez reyes tomen su lugar. Además, es después de su destrucción que será reavivada, esto es, no se trata de la bestia pagana, no se trata de la historia de la Baja Edad Media, ni que ciertos reyes bárbaros (si es que se pudiera encontrar que eran diez) hayan tomado el puesto del Imperio. Será la que «y será»; esto es, la herida mortal será sanada, y reaparecerá la bestia imperial.

Los diez reyes «entregarán su poder y su autoridad a la bestia», esto es, habrá una cabeza imperial, o emperador, y diez reyes que le darán su poder; los reinos seguirán existiendo, pero se tratará de una confederación de reinos. Solo a modo de ilustración, puedo mencionar que hemos visto en la historia a los reinos de España, Holanda, Westfalia, etc., bajo Napoleón.

Ha existido la bestia, y puede que hubiera diez reyes, pero nunca se ha dado el caso de diez reyes dando su poder a la bestia que no era, y que existiera de nuevo.

«Las siete cabezas son siete montes» (17:9). Tenemos constantemente al imperio Romano. «Y son siete reyes; cinco cayeron; uno es», haciendo mención a la cabeza imperial que existía en tiempos de Juan; «y el otro aún no ha venido; y cuando venga, debe permanecer por poco tiempo. Y la bestia que era y no es, ella misma es la octava» cabeza (por cuanto los siete reyes han pasado); «y es de entre las siete, y se va a la destrucción», es decir, habrá una octava cabeza, que reunirá todo el poder de la bestia, que será la misma bestia, y que, aún siendo una cabeza aparte, es uno de los siete. Es la cabeza imperial, pero sobre una nueva forma; porque hay diez reyes que darán su poder a esta octava bestia, y es en esta forma que irá a su perdición. Es precisamente aquí que se relaciona la venida de Cristo y de la Iglesia con el tema que tratamos (Apoc. 19, y 2 Tes. 2).

Debo todavía citaros Daniel 11:36-45: «Y el rey hará su voluntad…» (comp. con 2 Tes. 2:3-4 y siguientes). Vemos en Daniel 11 que no se trata ya de una cuestión de supremacía eclesiástica; en este capítulo lo que tenemos son guerras entre potencias civiles en Oriente. Con el versículo 36 comienza la historia del anticristo, del rey que «hará su voluntad», como hemos visto que igualmente hacía el cuerno pequeño y que, finalmente, tras diversos incidentes, se dirige a Jerusalén, a su fin. Es un rey como otro, uno de los reyes de la tierra, pero que ejerce su poder dentro de la Tierra Santa. No se trata aquí de una forma de cristianismo, o del misterio de iniquidad; en Tesaloni­censes todo esto es anterior a la manifestación del Inicuo; se ve que el rey deja totalmente a un lado las cuestiones eclesiásticas; se trata de un rey de esta tierra que es objeto de un ataque por parte de los reyes del sur y del norte.

Hagamos una observación acerca de 2 Tesaloni­censes 2, para nuestra consolación en medio de este triste curso de acontecimientos. «Os rogamos, hermanos, respecto a la venida de nuestro Señor Jesucristo y a nuestra reunión con él, que no os dejéis alterar fácilmente en vuestro modo de pensar, ni os alarméis» (v. 1-2). Los que aman la verdad escaparán enteramente de este poder mentiroso al que, en cambio, serán entregados, por el juicio de Dios, los que no habrán recibido el amor a la verdad, sino que se compla­cieron en la iniquidad. Este es el mal que se avecina, y el mundo debería ser advertido de ello, para que algunos sean saludablemente atemorizados ante ello, y sean conducidos a considerar seriamente la verdad de Dios. ¿Y para qué se anuncia esto a los hijos de Dios? Para que obtengan la mayor consolación, y para que sean apartados de todo lo que conduce a este mismo fin. He dicho que no nos encontraremos inmersos en esta catástrofe, por ello, advertidos de los juicios que ten­drán lugar en esta terrible crisis, seamos llevados a desligarnos, desde ahora, de las causas que, por su misma naturaleza y debido a la justicia de Dios, atraen tan grande juicio.

El apóstol había hablado mucho de estas cosas en la asamblea de los tesalonicenses, y les había enseñado a esperar la venida del Señor. Ahora bien, ¿qué hizo entonces Satanás? Trató de aterrorizar a los fieles, diciéndoles que el día del Señor ya había llegado. No, les dice el apóstol: Os conjuro por la venida del Señor y por nuestra reunión con él, que tiene que preceder a este día, os conmino a que no os dejéis inquietar como si este día ya hubiera llegado. Este día caerá sobre el Inicuo, no sobre vosotros, porque vosotros ya estaréis con Cristo, y le acompañaréis personalmente en este gran día en que él volverá.

Ya ha llegado el día, decían los engañadores, el día ya está aquí. No, responde el apóstol, por cuanto este día no llegará hasta que vosotros los fieles hayáis sido arrebatados en las nubes, y sea revelado el Inicuo.

Estas consolaciones nos son confirmadas en el segundo pasaje citado: Este hombre vendrá «con todo engaño de injusticia para los que se pierden, porque no aceptaron el amor de la verdad» (v. 10).

Añadiré solo que tenemos en este capítulo la descripción del carácter moral de la iniquidad sin freno del Inicuo, y del poder de Satanás. En el capítulo 11 de Daniel tenemos la descripción del carácter externo del Inicuo.

Esta tarde, queridos amigos, he intentado exponeros algo que no es probablemente fácil de considerar en estos temas; he tratado de resaltar la distinción y la unión a la vez del poder civil y del eclesiástico, así como la distinción y unión a la vez de la rebelión eclesiástica y de la civil. Las dos cosas están estrechamente ligadas, por cuanto vemos que la segunda bestia ejerce toda la autoridad de la primera bestia delante de ella, y que el falso profeta, que es esta segunda bestia, es lanzado al lago de fuego junto con la primera.

Observamos asimismo que este hecho se conecta con el de la presencia de los judíos en Jerusalén, en cuyas cercanías la bestia hallará su fin, aconteci­miento que dará fin a la actual dispensa­ción, manifestándose el poder de Cristo sobre la tierra; eso nos llevará a ver la unión de Cristo con el remanente de los judíos, y, después de esto, el sometimiento de todas las naciones bajo su cetro.

Solo nos hemos referido a la cuarta bestia. Hay dos puntos dignos de consideración en la historia de Israel: primero, las naciones coligadas contra Israel, cuando este pueblo estaba reconocido por Dios, y, en segundo lugar, las naciones que la llevaron en cautividad. Hasta ahora solo hemos estado tratando de los tiempos «de los gentiles», el período durante el que la realeza está transferida de los judíos a los gentiles, esto es, a las cuatro bestias de Daniel. Ezequiel, por su parte, habla de las naciones antes de estas cuatro bestias y después de ellas, pero nunca de los tiempos «de los gentiles» mismos.

Es durante este período que incluye la historia de estas cuatro bestias que aparece el cristianismo, y que tiene lugar la rebelión moral. El poder eclesiástico, como hemos visto, ha servido de instru­mento para llegar a este resultado. Se ha puesto en lugar de Dios, quitando la fe, y al mismo tiempo repugnando a la razón; ha echado a un lado la religión natural pretextando los derechos de la revelación, y ello para corromper y pervertir esta misma revelación, para que los hombres no pudieran tener otro objeto que ellos mismos. Este poder, habiendo jugado un tal papel en el drama de la iniquidad perpetrado por el enemigo de nuestras almas y de nuestro Señor, sucumbirá también bajo la malicia y la violencia de la voluntad humana emancipada por ella. Tan incapaz, por sus pre­tensiones de religión, de servir abiertamente a Satanás como lo es de servir de manera sincera a Dios, incapaz, en una palabra, de toda verdad, se convertirá en el cobarde consejero de una iniquidad de la que no puede convertirse el autor. Provocará crímenes que no osará consumar, y de los que el poder civil vendrá a ser la cabeza activa y el ejecutor.

Queridos amigos: Cuando la conciencia natural es más recta que las formas religiosas, todo ha acabado para la Iglesia. Se encuentra ya próxima a su fin, y el candelero le será arrebatado allí donde solo sirve como el instrumento de la mayor iniquidad que jamás haya podido imaginar el mundo. Como se dice comúnmente, la corrupción de lo más bueno es la peor de las corrupciones. En cuanto al anticristo propiamente dicho, él negará que Jesús sea el Cristo, y negará al Padre y al Hijo (1 Juan 2:22); no confesará que Jesucristo ha venido en carne (2 Juan 7); lo negará todo: al Padre y al Hijo, a Jesús el Mesías, a Jesús venido como verdadero hombre. Hemos visto el carácter del anticristo, sus acciones, su forma, la fuente de su poder. Hemos visto quien le dará el trono. Ya lo hemos visto: será una especie de imitación satánica de lo que Dios ha hecho: el Padre le ha dado el trono al Hijo, y el Espíritu actúa según el poder del Hijo en la Iglesia delante de Él; igualmente el dragón (Satanás) dará su trono a la bestia, y una gran autoridad, y la segunda bestia (un poder espiritual, el verdadero anticristo, el falso profeta) ejercerá toda la autoridad de la primera (el poder civil) delante de ella (Apoc. 13:12).

El juicio decidirá, queridos amigos, en tal estado de cosas. Que Dios nos haga atentos al verdadero carácter y fin del orgullo humano. La fuerza de su voluntad puede emplear y poner en acción todos los medios que Dios le ha otorgado, los cuales son enormes; y los resultados, hasta allá donde Dios le deje actuar en Su paciencia, serán asimismo grandes. Pero es el hombre quien será el centro de todo; no aparece para nada el sentimiento de su responsa­bilidad para con Dios; en realidad, Dios queda deshonrado y degradado; en todo esto está ausente el fin más elevado, más digno que el hombre se pueda proponer: Dios. En suma, queridos amigos, se trata, de comienzo a fin, del mismo principio y de la misma fuente de pecado. Tenemos pues al hombre actuando por su propia voluntad para satisfacer sus concupiscencias, ávido de conocimientos para sí mismo, exaltándose para ser como Dios, desobediente, y por ello mismo actuando bajo la influencia y por la energía de Satanás: Este es el carácter del anticristo; esta es la historia de Adán desde su primera caída, desde su primer pecado.

Tenemos el comienzo y la consumación del mismo mal, cuya evidencia y contraste aparecieron en la muerte de nuestro amado y perfecto Salvador, que obró la expiación por nosotros. Que sea bendito eternamente su nombre de gracia y de gloria, ¡y que él grabe estas cosas en nuestros corazones! Con toda seguridad, él preservará a su Iglesia de todos los males que se ciernen sobre el mundo, por cuanto su Iglesia está unida a él.

8 - Séptima conferencia (Salmo 82) – El juicio de las naciones que vienen a ser la herencia de Cristo y de la Iglesia

El último versículo de este salmo contiene el tema que nos va a ocupar esta tarde: «Levántate, oh Dios, juzga la tierra; porque tú heredarás todas las naciones». Es Dios quien juzgará la tierra, y, después de este juicio, tomará todas las naciones como su posesión.

Hemos hablado de Cristo, heredero de todas las cosas, con la Iglesia como coheredera; después, del adveni­miento de Cristo, que será cuando tomará todas las cosas; y de la resurrección de la Iglesia, que será cuando la Iglesia resucitada compartirá con él esta herencia. Las almas de los santos que han dormido, dichosas con él, esperan la resurrección de sus cuerpos, para gozar de la plenitud de la bendición y de la gloria. Es por esta razón que un cristiano puede desear la muerte, porque por ella queda liberado de toda aflicción y de todo dolor; pero lo que espera es la resurrección para la consuma­ción de su gloria. Hemos hablado asimismo del progreso del mal, y hemos demostrado que lejos de que el mundo vaya a ser convertido por la predicación del Evangelio, la cizaña debe crecer y madurar hasta el momento de la siega. Y en nuestra última conferencia hemos visto como el mal llega a su expresión culminante en la bestia que va a perdición, en la apostasía del poder civil de la cuarta monarquía, y en el falso profeta que ejerce su poder delante de ella, y que es destruido junto con ella.

Hemos visto que hay dos bestias, y que la segunda se transforma en el falso profeta (comp. Apoc. 13 con el final del cap. 19).

Ahora la escena se extiende un tanto, y veremos no solo la destrucción de la cuarta bestia, sino también el juicio de todas las naciones. Todas las razas humanas que existen sobre la tierra, que tuvieron su formación después de la división de los hijos de Noé, se encontrarán por fin reunidas y juzgadas por Dios; todo lo altanero, orgulloso, será abatido por su poder y gloria a fin de que Dios, en plena bendición, goce del reino, y que tenga la herencia de todas las naciones.

En nuestra última reunión traté la parte más difícil, aquel punto en el que se encuentran las dos dispensa­ciones, y donde el mal causado por la apostasía de la dispensación actual demanda la intervención de Dios y, como consecuencia, el juicio que da fin a esta dispensa­ción. Me he referido en especial a la apostasía del anticristo, porque es en efecto la consumación misma de la apostasía. Pero en el momento en que tiene lugar este aconteci­miento tiene lugar también el juicio de todas las naciones. Dios no juzga solo la última rebelión del anticristo o de la bestia, sino que, habiendo dado paso a Su poder, habiendo llegado el momento de su ira, juzga a todas las naciones.

8.1 - El reino de Cristo

Esto es lo que leemos en Apocalipsis 11:15-18: «Y el séptimo ángel tocó la trompeta; y hubo grandes voces en el cielo, que decían: El reino del mundo de nuestro Señor y de su Cristo ha llegado; y reinará por los siglos de los siglos. Y los veinticuatro ancianos que estaban sentados sobre sus tronos delante de Dios se postraron sobre sus rostros y adoraron a Dios, diciendo: Te damos gracias, Señor Dios Todopoderoso, el que eres y que eras, porque has tomado tu gran poder y reinas. Las naciones se enfurecieron, pero ha llegado tu ira y el tiempo de juzgar a los muertos, y de recompensar a tus siervos los profetas, a los santos y a los que temen tu nombre, a los pequeños y a los grandes, y de destruir a los que destruyen la tierra». Sigamos los pasajes que hablan de este mismo tema.

Hemos visto que el Señor Jesús, el Mesías, el verdadero Rey de toda la tierra, se presentó a la cuarta bestia y a los judíos, esto es: al imperio Romano y a los judíos; a los gentiles en la persona de Poncio Pilato, y a los judíos en la persona del sumo sacerdote. Se presentó al mundo y a los suyos, y fue rechazado. Pero veremos que hay un sentido más amplio en el que se dice que las naciones se airaron, y que la ira de Dios cae sobre ellas por medio del juicio entregado en manos de su Hijo.

En el Salmo 2 vemos ambas cosas. Primero, que el Hijo es ungido Rey sobre Sion, el santo monte de Dios, y que como herencia recibe las naciones; en Sion está su trono, pero su herencia son las naciones. En segundo lugar, su manera de tratar estas naciones, totalmente opuesta al Evangelio: «Los quebrantarás con vara de hierro; como vasija de alfarero los desmenuzarás» (v. 9). El cetro de Cristo, si queremos emplearlo como figura en el lenguaje del Evangelio, es un cetro de bondad y de amor; es todo lo que hay de más dulce y bondadoso en su amor; no se trata en absoluto de un cetro de hierro. Pero aquí es con referencia a los reyes de la tierra. Por tanto, ¡oh reyes!, honrad al Hijo. El decreto de Dios es que su Hijo sea ungido; esto es, que Dios ha querido poner a Jesús como rey de toda la tierra, y él invita a los reyes de la tierra a que se le sometan. Les dice: He dicho en mi ira: Doy la herencia de las naciones a Cristo; él os quebrantará con vara de hierro, os desmenuzará; por tanto, someteos a él, a mi Hijo, Rey en Sion. Estos reyes siguen sin embargo sus propios consejos; ya han tomado partido en base de la sabiduría humana, y no es en Cristo, Rey en Sion, en quien piensan. ¡Id a hablarles de Cristo, Rey en Sion, y os tendrán por locos! Sin embargo, Dios lo ha decretado con toda certidumbre, y de manera irrevocable, y lo hará, mal que les pese a los reyes de la tierra; él establecerá a Cristo como Rey en Sion, y le dará las naciones como herencia, y como posesión los confines de la tierra. «Y él estará», dice por boca de Miqueas, «y… será engrandecido hasta los fines de la tierra» (5:4).

8.2 - Cristo, el Juez entre los jueces

Vemos, cuando nació Cristo, cómo se desató el odio ante la menor apariencia de su condición regia. Desde que se oyó decir: Hay un rey, se buscó su desaparición. Pero, ¿es que acaso las naciones escucharán la invitación que se les hace de someterse a él? Encon­tramos la respuesta en el Salmo 82. Será preciso que estos jueces (estos dioses, “elohim”) de la tierra den cuenta de su conducta. «Yo dije: Vosotros sois dioses» (v. 6), porque el mismo Dios los había puesto con autoridad sobre la tierra, y porque las autoridades que hay han sido puestas por Dios; pero Dios las puede juzgar. No son los cristianos los que usan este lenguaje, sino Aquel que tiene derecho de juzgar a aquellos que él ha constituido como jueces, y de destituir a estos poderes subalternos, a fin de manifestar su gran poder y de actuar como Rey.

Vemos aún (Sal. 9:1-7) que el lugar donde tendrá lugar este juicio es la tierra de Israel, y que el Señor se revelará por este acto de su poder. «Reprendiste a las naciones, destruiste al malo (al anticristo)… Las ciudades que derribaste, su memoria pereció con ellas» (v. 5-6). El final del Salmo 5:15‑20 no es el lenguaje del Evangelio, sino la demanda profética, la justa demanda de juicio; esto es lo que explica los Salmos, en los cuales los cristianos encuentran a veces tan grandes dificul­tades, por no haber comprendido la diferencia de las dispensa­ciones. Convertir al malvado, concederle la gracia, esto es el Evangelio; pero aquí tenemos algo total­mente distinto, porque aquí no se trata del Evangelio. Una vez que el Evangelio haya corrido su curso, Cristo reclama el juicio contra el mundo. No es ya Cristo a la diestra del Padre para enviar el Espíritu Santo y reunir a sus coherederos, sino Cristo demandando justicia, por su Espíritu, generalmente por boca de los humildes y de los abatidos de la nación judía, contra el hombre orgulloso y violento. Si Dios no ejecutara el juicio, el mal no haría otra cosa que empeorar, sin que hubiera respiro alguno para los fieles de Dios. Dios no ejecuta este juicio sino hasta que el mal alcanza su punto culminante. El anticristo y las naciones se levantarán contra Dios y contra su Cristo, y será necesario que la tierra sea liberada de estos enemigos, para dar lugar al reino del mismo Dios. No es David quien pide el dominio sobre sus enemigos, sino Cristo quien demanda el juicio, por cuanto ha llegado el momento.

En el Salmo 10 vemos esta misma verdad. Jehová es el Rey, y las naciones han sido exterminadas (v. 15-16).

He deseado, queridos amigos, haceros observar como principio general que, en estos salmos, donde tenemos el terrible juicio de Dios sobre la maldad de las naciones, él actúa como juez en medio de los jueces.

8.3 - El juicio se aplicará a todas las naciones

Un pasaje, Isaías 2:12-22, nos presenta todavía el gran día de Dios sobre la tierra: «Porque el día de Jehová de los ejércitos vendrá sobre todo soberbio y altivo, sobre todo enaltecido, y será abatido… cuando él se levante para castigar la tierra». No tenemos aquí el juicio de los muertos, sino el de la tierra.

Para una mejor comprensión de que este juicio se aplicará a todas las naciones, y que es por medio de esto que Dios quiere llenar la tierra del conocimiento de su nombre, citaré Sofonías 3:8: «Por tanto, esperadme, dice Jehová, hasta el día que me levante para juzgaros; porque mi determinación es reunir las naciones, juntar los reinos, para derramar sobre ellos mi enojo, todo el ardor de mi ira; por el fuego de mi celo será consumida toda la tierra». El propósito del Señor es reunir a los reinos, para derramar sobre ellos su indignación. Este será un día terrible. Así, en cuanto a nuestra expectación de que el conocimiento de Jehová llenará la tierra, vemos cuándo sucederá eso en el versículo 9. Eso vendrá después que él haya ejecutado el juicio, y destruido a los malvados. Este pasaje constituye la más explícita revelación de ello.

Siguiendo con esto, vemos que esta misma verdad, de que el conocimiento de Dios se extenderá por toda la tierra como efecto de sus juicios, se nos presenta en Isaías 26:9-11: «Luego que hay juicios tuyos en la tierra, los moradores del mundo aprenden justicia». Y se añade: «Se mostrará piedad al malvado, y no aprenderá justicia». ¿Es este acaso el efecto de la gracia?

Es cosa cierta que el propósito del Señor es reunir a los reinos, para derramar sobre ellos su indignación y todo el ardor de su ira. Será un día terrible, un día que el mundo debiera estar esperando.

Otro pasaje que sustenta esta misma verdad es el que aparece en el Salmo 110: «Jehová dijo a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies». Jesús está sentado a la diestra del Padre, hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies. Hasta entonces, él actúa por medio de su Espíritu para reunir a los cristianos, habiendo enviado al Espíritu Santo, el consolador aquí en la tierra, para convencer de pecado, de justicia y de juicio; pero Dios pondrá un día a los enemigos de Cristo por estrado de sus pies. Es por esto que Jesús dijo que «de aquel día o de la hora, nadie sabe… ni el Hijo, sino solo el Padre» (Marcos 13:32). Está escrito que él tiene que heredar todas las cosas. Esto es lo que ha sido profetizado acerca del Hijo: Jehová me ha dicho: «Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies». No se trata del año ni del día, sino que estaré sentado a la diestra de Dios «hasta que», es decir, hasta el momento en que el Padre cumplirá este propósito; por cuanto el Señor Jesús, siempre Dios bendito eternamente, recibe el reino como Hombre-Mediador. Veamos el cumplimiento de este decreto: «Jehová enviará desde Sion la vara de tu poder…». Vemos que el término de esta dispensación está muy claramente marcado. Cristo está sentado a la diestra de Dios, hasta que Dios ponga a sus enemigos por estrado de sus pies. Después de esto, le dice: «Domina en medio de tus enemigos». Esto es lo que Dios ha de cumplir cuando el Señor, en aquel momento en que vaya a obrar en poder, «quebrantará a los reyes en el día de su ira. Juzgará entre las naciones, las llenará de cadáveres; quebrantará las cabezas en muchas tierras».

Jeremías 25:28. Aquí tenemos más de este asunto que continuamente nos presenta la Palabra de Dios a nuestras almas, y lo que vemos a nuestro alrede­dor es el fin de todas las cosas: «Y si no quieren tomar la copa de tu mano para beber, les dirás tú: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Tenéis que beber». Véase también el versículo 31.

8.4 - Cristo juzgará a las naciones en Jerusalén

Hay todavía dos cosas que querría haceros observar. Primero, que es sobre todo en Jerusalén que tendrá lugar este desastre; segundo, que Dios ha designado en su Palabra a todas las naciones que participarán en ello. Veremos como todos los descendientes de Noé, de los que tenemos el catálogo en Génesis 10, van reapare­ciendo en escena en el momento de este juicio de Dios. Los encontraremos a casi todos ellos o bien bajo la bestia, o bien bajo Gog.

En cuanto a los pasajes que tratan de Jerusalén, podemos citar Joel 3:1 y 9-17; Miqueas 4:11-13; Zacarías 12:3‑11: «Y en aquel día yo pondré a Jerusalén por piedra pesada a todos los pueblos; todos los que se la cargaren serán despedazados, bien que todas las naciones se juntarán contra ella. En aquel día, dice Jehová, heriré con pánico a todo caballo, y con locura al jinete; mas sobre la casa de Judá abriré mis ojos, y a todo caballo de los pueblos heriré con ceguera. Y los capitanes de Judá dirán en su corazón: Tienen fuerza los habitantes de Jerusalén en Jehová de los ejércitos, su Dios. En aquel día pondré a los capitanes de Judá como brasero de fuego entre leña, y como antorcha ardiendo entre gavillas; y consumirán a diestra y a siniestra a todos los pueblos alrededor; y Jerusalén será otra vez habitada en su lugar, en Jerusalén. Y librará Jehová las tiendas de Judá primero, para que la gloria de la casa de David y del habitante de Jerusalén no se engrandezca sobre Judá. En aquel día Jehová defenderá al morador de Jerusalén; el que de entre ellos fuere débil, en aquel tiempo será como David; y la casa de David como Dios, como el ángel de Jehová delante de ellos. Y en aquel día yo procuraré destruir a todas las naciones que vinieren contra Jerusalén, y derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalén, espíritu de gracia y de oración, y mirarán a mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por hijo unigénito, afligiéndose por él como quien se aflige por el primogénito. En aquel día habrá gran llanto en Jerusalén, como el llanto de Hadadrimón en el valle de Meguidó». Capítulo 14:3-4: «Después saldrá Jehová, y peleará con aquellas naciones, como peleó en el día de la batalla. Y se afirmarán sus pies en aquel día sobre el monte de los Olivos, que está en frente de Jerusalén al oriente; y el monte de los Olivos se partirá por en medio, hacia el oriente y hacia el occidente, haciendo un valle muy grande; y la mitad del monte se apartará hacia el norte, y la otra mitad hacia el sur».

Se afirma, en Hechos 1, que Jesús volverá «del mismo modo que lo habéis visto subir al cielo» (v. 11), y vemos que esto será así hasta el punto de que sus pies se asentarán sobre el monte de los Olivos (comp. Ez. 11:23). En este día, sus pies se posarán sobre el monte de los Olivos, dice el Espíritu por medio de Zacarías (14:4). «Sus pies», los pies de Jehová. Aunque haya sido Varón de dolores, Jesús es Jehová, como lo es desde la eternidad.

8.5 - Los descendientes de Noé

En cuanto al segundo punto, se puede observar que las naciones, los descendientes de Noé, se encontrarán bien sea bajo la bestia, bien bajo Gog, los dos principales poderes; si consultamos Génesis 10:5, veremos allí las islas de los gentiles, divididas por sus tierras: «De estos se poblaron las costas… conforme a sus familias en sus naciones». En la enumeración de los hijos de Jafet tenemos a Gomer, Magog, Madai, Javán, Tubal, Mesec y Tiras. Entre estos pueblos encontramos a Gomer, Magog, Tubal y Mesec bajo los mismos nombres en Ezequiel 38, como seguidores de Gog; también encontramos a Peres (los persas) unido a Madai (los medos), de cuyas manos recibió este último la realeza, como vemos en Daniel 5 y otros lugares, de manera que de todas las naciones solo quedan fuera Javán y Tiras. La enumeración de Ezequiel incluye todas las naciones que comprenden a Rusia, Asia Menor, Tartaria y Persia (resumiendo, todos los pueblos que están bajo el dominio de Rusia, o que se encuentran bajo su influencia). Son descritos como bajo el dominio de Gog, príncipe de Ros (los rusos), Mesec (Moscú) y Tubal (Tobolsk).

Los hijos de Cam aparecen en Génesis 10:6. De entre ellos, Canaán fue destruido, y su país vino a ser el de Israel. Cus y Fut se encuentran bajo Gog (Ez. 38:5); los de Cus solo en parte, debido a que una parte de la familia de Cus se estableció junto al Éufrates, y otra junto al Nilo, esto es, al norte y al sur de Israel; por ello los del norte, por su posición, están en contacto directo con los partidarios de Gog. Mizraim o Egipto (por cuanto Mizraim es precisa­mente el nombre hebreo que designa a Egipto), y el resto de Cus y los libios, se encuentran en las escenas de los últimos tiempos en Daniel 11:43.

Entretanto, entre los hijos de Sem, Elam es lo mismo que el país de los persas, de los que ya hemos hablado. Asur es nombrado en el juicio que tendrá lugar en el tiempo postrero (Miq. 5; Is. 14:25; 30:30-33; en la coalición del Sal. 83; y también en otros pasajes). Arfaxad es uno de los antecesores de los israelitas. La familia de Joctán no aparece aquí; es un pueblo del Oriente. Aram, o Siria, fue desplazada por Asur, que se encuentra designado con el título de rey del norte. Lo mismo parece que sucede con Lud. Javán se encuentra en el último combate (Zac. 9:13). De entre todas las naciones, Tiras es la única, aparte de Joctán, que no se encuentra nombrada en este último juicio. Hablamos solo de la Palabra de Dios. Hay autores seculares que unen Tiras y Javán en Grecia; pero con esto nada tenemos que ver.

Hoy vemos cómo Rusia extiende su poderío precisa­mente sobre las naciones que se encuentran bajo el cetro de Gog.

8.6 - El rey del sur y el rey del norte

En el capítulo 11 de Daniel aparecen otras dos potencias a las que debemos dar nuestra atención: el rey del sur y el rey del norte. Este capítulo incluye de entrada una larga relación de acontecimientos ya cumplidos; después de ello tenemos las naves de Quitim (v. 30). Después se da una interrupción en la historia de los dos poderes. Estos reyes fueron sucesores del gran rey de Javán; uno fue el que poseyó Siria, el otro, Egipto. Lo que se disputaban en sus guerras era Siria y la Tierra Santa. En los versículos 31 y 35 tenemos a los judíos, que son dejados de lado durante mucho tiempo; se dice de ellos que «algunos de los sabios caerán para ser depurados y limpiados y emblanquecidos, hasta el tiempo determinado; porque aun para esto hay plazo». Luego viene en el versículo 36 que «Y el rey hará su voluntad»: este es el anticristo. En el versículo 41 lo tenemos en la tierra de Israel, en aquel territorio que es la causa de las diferencias entre el rey del norte y el rey del sur. «Pero al cabo del tiempo el rey del sur contenderá con él». Esto es, después de un largo intervalo, de nuevo tenemos otra vez al rey del sur en este capítulo, entrando en escena. La mayor parte de las naciones que, se nos dice, tienen que estar a los pies de Gog, deben estar ahora cayendo bajo su dominio. «Y el rey del norte se levantará contra él como una tempestad». El anticristo será objeto del ataque a la vez del rey del sur o de Egipto, y del rey del norte, el poseedor de la Turquía asiática o de Asiria. No pretendo decir quién será el rey del norte al final de los tiempos; pero vemos que las circunstancias y los personajes, descritos en estas profecías que contemplan este tiempo deter­minado, comienzan a delinearse.

Hacía ya dos mil años que no había rey del sur; pronto será establecido sobre aquella tierra. Igualmente vemos una nación desconocida, y que hoy domina precisamente aquellos países del Gog de Ezequiel. No deseo en absoluto centrar vuestra atención sobre estos acontecimientos que se están dando en nuestros tiempos. Pero es después de haber mencionado la profecía que mencionamos estas circunstancias que están sucediendo delante de nuestros ojos. Vemos igualmente cómo todas las naciones comienzan a ocuparse de Jerusalén (Zac. 12:3), y sin saber qué hacer con ella; el rey de Egipto exige todo el país para sí; el rey del norte no piensa cederlo. Se trata de Turquía, que posee actualmente el norte, o el país de Asiria. Hemos visto en nuestros días al rey del norte y al del sur combatiendo por el mismo país, tal cómo se lo disputaban hace dos mil años. Esto es precisamente lo que se anuncia en la profecía para «el tiempo determinado».

No digo que todo se manifieste ya; por ejemplo, los diez reyes no están aún en plena evidencia; el anticristo no ha aparecido aún; pero los principios que se encuen­tran en la Palabra de Dios actúan de manera visible en medio de los reinos en los que tienen que aparecer los diez cuernos; esto es, vemos como toda Europa occidental se está ocupando de Jerusalén, disponién­dose para este combate; y a Rusia preparándose por su lado, ejerciendo su poder sobre aquellos países citados en la Palabra, y cómo todos los pensamientos de los políticos del mundo se concentran sobre la escena donde tiene que haber el encuentro final delante del juicio de Dios, donde Jehová los reunirá como «gavillas en la era» (Miq. 4:12). Esta es una coincidencia muy notable. Al repasar lo que sucede a nuestro alrededor, recono­cemos cosas que aparecen en la profecía; al menos vemos aquellas naciones que van a actuar, o sobre las que Dios va a actuar, desarrollando los carac­teres que la profecía les atribuye.

Bien, queridos amigos, si os tomáis el trabajo de seguir estos capítulos que os he citado (y desde luego hay muchos más), comprenderéis el capítulo 25 de Mateo, que nos habla del Señor sentado en su trono, reuniendo a todas las naciones (es una cita de Joel 3), juzgándolas y separándolas como se separan las ovejas de las cabras.

8.7 - La posición de la Iglesia

Recordemos ahora una cosa, nosotros los cristianos, y es que estamos totalmente a cubierto del juicio. Esta tarde no he hablado de la Iglesia; pero recordemos su situación, esto es que, durante estos acontecimientos, y ya desde el presente, el puesto de la Iglesia es con Cristo, es el de acompañarlo a él. La Iglesia tiene este privilegio, esta gloria, este carácter especial, de estar unida con Cristo, y, si uno busca la Iglesia en el Antiguo Testamento, es a Jesucristo a quien encontramos. Un ejemplo destacable de esta verdad es que lo que dice Pablo de la Iglesia (Rom. 8) se encuentra en el capítulo 50 de Isaías, donde las palabras se aplican a Cristo. En aquel pasaje Cristo dice: «¿Quién de vosotros me convence de pecado?» (Juan 8:46). Al estar la Iglesia unida a él, el apóstol lo usa para mostrar la posición que tiene ella.

La unión de la Iglesia en un solo Cuerpo, sean judíos o gentiles, no fue revelada en el Antiguo Testamento; si buscamos, es a Cristo mismo a quien hallamos. Aunque haya muchas cosas en la relación de Jehová con Sion que existen también entre Dios Padre y la Iglesia, no es en Sion que debemos buscar la Iglesia. En el Antiguo Testamento, los privilegios de la Iglesia están en el mismo Cristo, en la Persona de Cristo, por cuanto la Iglesia tiene la misma porción que Cristo; ella es (ver Efe. 1:22-23) «la plenitud del que todo lo llena en todo»; consiguientemente, no podemos buscar la Iglesia en estas profecías, porque ella es el Cuerpo del mismo Cristo. Hemos visto que Cristo ha de golpear y quebrantar a las naciones; pues bien, esto también se dice de la Iglesia. La Iglesia no tiene nada que ver con todo lo que hemos estado hablando esta noche, como si estuviera sujeta a los mismos juicios (Apoc. 2:26-27). Su lugar no está entre las naciones que serán quebran­tadas, sino en ser reunida con Cristo, poseyendo los mismos privilegios que Cristo, y quebrantando las naciones con Cristo. Nada hay que sea cierto de Cristo, en cuanto al puesto que ha asumido como hombre glorioso, que no sea cierto también de la Iglesia. Es siempre maravilloso para nosotros comprender nuestro lugar, el de coherederos con Cristo, y cuanto más meditemos en ello, tanto más serán multiplicadas nuestras fuer­zas, tanto más seremos en nuestros espíritus como herederos de Dios, apartados de este mundo, de este mundo que está juzgado, así como la Iglesia está justificada. Todavía no vemos el efecto, porque la gloria aún no ha aparecido. El mundo ha sido juzgado; no vemos todavía el efecto, porque el juicio todavía no ha caído. La Iglesia no recibirá los frutos de su justificación más que en la gloria; el mundo no tiene sus frutos más que en el juicio. Sin embargo, la verdad es que la Iglesia está unida con Cristo. El mundo está juzgado, porque rechazó a Cristo. «¡Padre justo!», dijo el Salvador, «el mundo no te conoció» (17:25). Y he aquí lo que hace la gracia por nosotros. De la misma manera que la incredulidad separa de Cristo, totalmente y por la eternidad, la gracia, por la fe, nos ha unido, enteramente y para siempre, a él; y por ello mismo deberíamos bendecir a Dios.

9 - Octava conferencia (Romanos 11) – Las promesas de Jehová a Israel: La primera entrada a su tierra prometida

En Romanos 11:1 el apóstol hace esta pregunta acerca de Israel: «¿Rechazó Dios a su pueblo?» Él presenta, hasta el capítulo 8, la historia del hombre pecador, de todos nosotros, seamos judíos o gentiles; expone el Evangelio de la gracia de Dios, la reconciliación del hombre, sin diferencias entre judíos y gentiles, por la muerte y resurrección de Jesucristo. Después de haber establecido esta doctrina, demos­trando que no anulaba las promesas hechas a Israel, comienza, en el capítulo 9, la historia de las dispensa­ciones; da a conocer la manera en que Dios ha actuado para con los judíos y gentiles, y, dentro de este capítulo 11, trata acerca de esta cuestión: «¿Rechazó Dios a su pueblo?»

9.1 - ¿Ha desechado Dios a los judíos según la carne?

Hemos visto, al estudiar la historia de las cuatro bestias, así como la de la Iglesia, que los judíos han sido echados a un lado, y que ha aparecido el Evangelio en este mundo para salvación de los pecadores, sean judíos o gentiles, para revelar el misterio escondido de un pueblo celestial, y para dar a comprender a los princi­pados y potestades en lugares celestiales la multiforme sabiduría de Dios (Efe. 3:10). Un judío que se convierte ahora entra en la dispensación de la gracia; pero por ello mismo surge ahora esta pregunta: «¿Rechazó Dios a su pueblo?»

Aquí no se trata de su pueblo espiritual; se trata de su pueblo según la carne, de los suyos, de los judíos. El apóstol dice en el versículo 28: «Son enemigos por vuestra causa» por lo que respecta al Evangelio, pero en cuanto a la elección, son amados «por causa de los padres». En este capítulo 11 no se trata por tanto del Evangelio, del llamamiento de los judíos a la gracia por medio del Evangelio, aunque haya de entre este pueblo una elección para el Evangelio; se trata de los judíos como pueblo externo de Dios, de los judíos según la carne, que son enemigos en cuanto al Evangelio, pero amados a causa de los padres en lo que concierne a una elección nacional.

¿Es que Dios ha rechazado a este pueblo enemigo por lo que respecta al Evangelio? La respuesta del apóstol es: «¡De ninguna manera!»

Nosotros los cristianos nos gloriamos en este principio: que «irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios». Muy bien, es un principio escriturario, pero, ¿a quién lo aplica aquí el apóstol? No a nosotros, sino a los judíos. Es siempre muy importante tomar cada pasaje de la Palabra de Dios dentro de su contexto, y no arrancarlo del terreno en el que Dios lo ha plantado.

9.2 - La dispensación de la Iglesia

Durante la actual dispensación, Dios está llamando a un pueblo celestial; como consecuencia, deja de lado a su pueblo terrenal, los judíos. La nación judía no puede jamás entrar en la Iglesia; al contrario, «endurecimiento parcial ha acontecido a Israel hasta que entre la plenitud de los gentiles»; hasta que todos los hijos de Dios, que constituyen la Iglesia dentro de esta dispensación, sean llamados.

9.3 - Las promesas dadas a Abraham

Pero Israel será salva como nación. Vendrá de Sion el Libertador; él no ha rechazado a su pueblo. Son enemigos por causa del Evangelio, y lo serán hasta que haya entrado la plenitud de las naciones; pero el Libertador vendrá. Esta es una declaración sumaria del propósito divino con respecto a los judíos.

Desde el momento en que se puede decir de la dispensación de los gentiles que no se ha mantenido en la bondad de Dios, se puede decir que más tarde o más temprano será cortada: «bondad de Dios contigo, si permaneces en esa bondad; de otra manera tú también serás desgajado» (v. 22).

La raíz del olivo no es desde luego Israel bajo la ley; bien lejos de esto. Es Abraham, a quien le fue dirigido el llamamiento de Dios. Fue el llamamiento de un solo hombre, separado, escogido, depositario de las promesas; la elección recayó sobre Abraham, y sobre la familia de Abraham según la carne. Israel sirvió de ejemplo, como depositario de las promesas y de la manifestación de la elección de Dios; actualmente lo es la Iglesia.

A fin de que podáis comprender esta raíz de las promesas que es Abraham, diré algo acerca de la serie de dispensaciones que han sido anteriormente.

9.4 - La inocencia

El autor de estas conferencias no ha tratado en estas la dispensación de “la inocencia”. Note de Biblicom.

9.5 - La caída

Primero, tras la caída, vemos al hombre dejado a sí mismo. Aunque no carente de testimonio, no tenía ni ley ni gobierno, y la consecuencia de ello fue el mal llevado hasta el mayor grado, de manera que el mundo quedó lleno de violencia y de corrupción; por ello, Dios lo purificó mediante el diluvio.

9.6 - El gobierno dado a Noé

Después vino Noé. Tiene lugar un cambio; este cambio es que el derecho de vida y de muerte, el derecho de ejecutar venganza, es dejado en manos de los hombres: «El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada». A esto se une una bendición de la tierra, en mayor o menor grado: «Este», dijo Lamec, acerca de Noé, «nos aliviará de nuestras obras, y del trabajo de nuestras manos, a causa de la tierra que Jehová maldijo»; y Dios hizo pacto con Noé y con la creación, en testimonio de lo cual Dios dio el arco iris: «Y percibió Jehová olor grato; y dijo… no volveré más a maldecir la tierra por causa del hombre» (Gén. 8:21; 9:6, 12-13). Este es el pacto concertado con la tierra a renglón seguido del sacrificio de Noé, tipo del sacrificio de Cristo.

Diré, de pasada, que Noé fracasó en cuanto a este pacto, como siempre ha sucedido con el hombre. En lugar de sacar bendiciones de la tierra mediante la labranza, plantó una viña, embriagándose. Por su culpa, el principio del gobierno perdió también su fuerza en sus primeros elementos, y Noé, que tenía las riendas de este gobierno, vino a ser objeto de ridículo para uno de sus hijos.

9.7 - Cristo recupera todo lo que el hombre perdió

Vemos, en todas las dispensaciones, la caída inmediata del hombre; pero todo lo que la insensatez humana ha perdido bajo todas las dispensaciones será recuperado en Cristo al final: la bendición de la tierra, la prosperidad de los judíos, el gobierno del Hijo de David, el dominio del gran rey sobre los gentiles, la gloria de la Iglesia. Todo lo que ha aparecido y que ha quedado marchitado entre las manos del primer Adán, volverá a florecer en las del segundo Adán, Esposo de la Iglesia, Rey de los judíos y de toda la tierra.

Otra caída, todavía más terrible, tuvo lugar después de la que tuvo Noé. Dios había lanzado su juicio con el diluvio, y su providencia se había revelado de esta manera. Pero, ¿qué hizo Satanás? Satanás, en tanto que no sea encadenado, se apodera siempre del estado de cosas aquí en la tierra. Tan pronto como Dios se hubo manifestado mediante sus juicios providen­ciales, Satanás se presentó también como Dios, haciéndose como Dios. ¿Acaso no se dice que lo que los gentiles ofrecen, a los demonios lo ofrecen, y no a Dios? Así, Satanás se hizo a sí mismo el dios de este mundo. Jehová dijo a los israelitas: «Vuestros padres habitaron antiguamente al otro lado del río, esto es, Taré, padre de Abraham y de Nacor; y servían a dioses extraños» (Jos. 24:2). Esta es la primera vez que vemos que Dios señala la existencia de la idolatría. Cuando esta hizo su aparición, Dios llamó a Abraham; y aquí tenemos, por vez primera, el llamamiento de Dios a una separación exterior con respecto a las cosas de la tierra, por cuanto, al presentarse Satanás como gobernador celestial del mundo, se hizo necesario que Dios tuviera un pueblo separado de los otros pueblos, en el que se pudiera mantener la verdad; y todos los caminos de Dios para con los hombres giran alrededor de este hecho, que Jehová llamó en esta tierra a Abraham y a su descendencia como depositarios de esta gran verdad: Solo hay un Dios. En consecuencia, todo lo que Dios hace en la tierra se relaciona, de manera entera y directa, con los judíos como centro de sus consejos terrenales y de su gobierno. Esto es lo que observaréis, leyendo Deuteronomio 32:8.

Veréis estos dos principios muy claramente enseñados en la Palabra; por un lado, tenemos las promesas incondicionales hechas a Abraham; por otro, a Israel recibiéndolas de manera condicional, y per­diéndolo todo. Pero como Abraham recibió las promesas de forma incondicional, Dios no puede jamás olvidarlas, por mucho que Israel haya faltado después de haberse comprometido bajo una condición. Este es un impor­tante principio; porque si Dios hubiera faltado a sus promesas para con Abraham, bien podría faltar asimismo a sus promesas para con nosotros.

En el Sinaí, Israel aceptó las promesas de manera condicional, y fracasó; pero esto no disminuyó en lo más mínimo la validez y la fuerza de las promesas hechas a Abraham, cuatrocientos treinta años antes. No hablo ahora de aquella promesa espiritual, que «todas las naciones serán benditas en ti», promesa parcialmente cumplida mediante el Evan­gelio en nuestra dispensa­ción; sino que quiero mostrar que hay promesas hechas a Israel, que descansan sobre la misma fidelidad de Dios.

9.8 - Las promesas dadas a los padres

Comenzaremos nuestras citas acerca de esta cuestión desde la promesa hecha en Génesis 12. Aquí tenemos el llamamiento de Abraham, que se encontraba entonces en medio de su familia idólatra. Esta es una promesa muy general, pero que abarca las bendiciones temporales, como también las que son puramente espirituales. Las dos clases de promesas aparecen en el mismo versículo, y son igualmente incondicionales. La parte espiritual de la promesa se encuentra repetida una vez, una sola vez, en el capítulo 22, mientras que las promesas temporales son repetidas con frecuencia. En el capítulo 15 tenemos la promesa de la tierra, promesa basada en un pacto concertado con Abraham, igualmente de manera incondicional; se trata de una donación absoluta del país. Se encuentra allí también la promesa de una descendencia numerosa (v. 5 y 18), e incluso aparecen los límites exactos del país que se le da (v. 18 y ss.). En el capítulo 17:7-8 se renueva la promesa de la tierra. Estas promesas son confir­madas a Isaac (26:3-4), y a Jacob (35:10-12). Aquí, pues, tenemos «las promesas hechas a los padres», y a Israel amado a causa de los padres, promesas hechas a Abraham sin ninguna condición, tanto las terre­nales como las espirituales. Si se dice que las promesas espirituales son incondicionales, también lo son las temporales. Hay tanta seguridad en la promesa hecha a Abraham, «te daré este país», como en las que nos han sido hechas a nosotros, los gentiles.

No cito aquí el combate de Jacob (Gén. 32). Se cree que fue la demostración de una fe extraordinaria por parte de este hombre; y es cierto; pero también es cierto que se trata de una fe que, ejercitada después de una conducta muy reprensible, fue acompañada de una evidente humillación. Fue Dios quien luchó contra él, pero Dios sostuvo su fe.

Así, Dios vino a ser «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob», herederos de sus promesas y peregrinos sobre la tierra.

Veremos que Dios, por así decirlo, se gloria en este nombre sobre la tierra, y que los fieles en Israel ponen siempre en Él la razón de su confianza. «Así dirás a los hijos de Israel: Jehová, el Dios de vuestros padres, el Dios de Abraham, Dios de Isaac y Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi nombre para siempre; con él se me recordará por todos los siglos» (Éx. 3:15).

Pero, por otra parte, Israel entró en relación con Dios en base de un principio opuesto a todo lo anterior, el principio de la propia justicia, el principio de la ley, en virtud del cual, reconociendo que debemos obediencia a Dios, tratamos de obedecer con nuestras propias fuerzas. Porque la historia del pueblo de Israel es, en grandes líneas, e incluso en los detalles de sus circunstancias, la historia de nuestros corazones. Éxodo 19 nos muestra el inmenso cambio que tuvo lugar en la posición de Israel; hasta entonces, las promesas que les habían sido hechas lo habían sido sin condición. Si repasáis los capítulos de Éxodo, desde el 15 hasta el 19, veréis que Dios les había dado todas las cosas de gracia, incluso a pesar de sus murmura­ciones: el maná, el agua, el sábado; y que los había sustentado en su combate con Amalec en Refidim. Todo esto Él se lo recuerda a ellos. «Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y como os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora, pues, si…».

9.9 - Las promesas condicionales

Vemos aquí la introducción, dentro de las relaciones de Dios con Israel, de este pequeño término si: «Ahora, pues, si diereis oído a mi voz… vosotros seréis mi especial tesoro, sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa» (Éx. 19:15).

Pero en el momento en que Dios establece una condición, nuestra ruina es segura, porque, desde el primer día en que nosotros nos encontremos en pacto bajo una condición, no la guardamos en absoluto: esta fue la insensatez de Israel. Es en vano que Dios envía su ley, que es buena, santa y justa: para un pecador su ley es la muerte, porque es pecador; y desde el momento en que Dios nos da su ley y promesas bajo la condición de obediencia a la ley, nos la da no para que podamos obedecer, sino para hacernos com­prender más claramente que estamos perdidos, por haber violado esta condición.

Los israelitas hubieran debido confesar: Es cierto que debemos obedecerte; pero hemos fracasado tantas veces que no osamos aceptar las promesas bajo tal condición. En lugar de ello, ¿que dijeron? «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos». Se compro­me­tieron a cumplir todo lo que el Señor les mandara. Este pueblo aceptó las promesas bajo la condición de obedecer con exactitud. ¿Y cuál fue la conse­cuencia de tal temeridad? El becerro de oro ya estaba terminado antes de que Moisés descendiera del monte. En el momento en que nosotros, peca­dores, nos compro­metemos a obedecer a Dios de manera exacta (aunque la obediencia es siempre un deber), y bajo la pena de perder la bendición si no obedecemos, en tal caso siempre fracasamos. Hace falta que digamos: “Estamos perdidos”, por cuanto la gracia da por supuesta nuestra ruina. Y es esta inestabilidad total del hombre puesto bajo condición la que quiere demostrar el apóstol en Gálatas (3:17, 20) cuando dice: «El mediador no lo es de uno solo; pero Dios es uno»; esto es, que a partir del momento en que hay un mediador, es que hay dos partes. «Pero» Dios no es las dos partes. «Dios es uno», y, ¿cuál es entonces la otra parte? El hombre.

9.10 - La ley no puede abrogar las promesas

Así, nada hay estable en el hombre; es por esto que ha sucumbido bajo el peso de sus compromisos, y esto es lo que siempre le sucederá. Pero la ley no puede abrogar las promesas dadas a Abraham; la ley, que vino 430 años después, no puede en absoluto abrogar la promesa, y la promesa había sido hecha a Abraham, no solo para la bendición de las naciones, sino también para asegurar el país y las bendiciones terrenales para Israel.

El razonamiento del apóstol, con respecto a las promesas espirituales, se aplica igualmente a las promesas temporales hechas a los judíos. Vemos que Israel no pudo gozar de las mismas bajo la ley. En efecto, todo se perdió cuando hicieron el becerro de oro. Sin embargo, el pacto del Sinaí fue basado sobre el principio de la obediencia (Éx. 24:7). «Y tomó el libro del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho, y obedeceremos. Entonces Moisés tomó la sangre…». El pacto fue solemnizado por la sangre sobre este principio: Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho. Y bien sabéis que el pueblo lo que hizo fue el becerro de oro, y que Moisés destruyó las tablas de la ley.

Si ahora leéis Éxodo 32 veréis cómo las promesas hechas antes de la ley eran el recurso de la fe. Esto es lo que sostuvo al pueblo por la intercesión de Moisés, incluso en la caída, y veréis cómo, por medio de un mediador, Dios volvió al hombre tras su fracaso (v. 9‑14). «Este pueblo… es de dura cerviz. Ahora, pues, déjame que se encienda mi ira en ellos, y los consuma; y de ti yo haré una nación grande. Entonces Moisés oró en presencia de Jehová su Dios…. Vuélvete del ardor de tu ira, y arrepiéntete de este mal contra tu pueblo. Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel tus siervos, a los cuales has jurado por ti mismo, y les has dicho: Yo multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo; y daré a vuestra descendencia toda esta tierra de que he hablado, y la tomarán por heredad para siempre. Entonces Jehová se arrepintió del mal que dijo que había de hacer a su pueblo».

Así, aquí tenemos a Moisés, después de la caída de Israel, suplicando a Dios por su gloria que recuerde las promesas hechas a Abraham, y a Dios arrepin­tiéndose del mal que quería hacer a su pueblo.

Vayamos a Levítico 26. Este capítulo es una amenaza de todos los castigos que sobrevendrían sobre un Israel infiel. Pero se dice, en el versículo 42: «Entonces yo me acordaré de mi pacto con Jacob, y asimismo de mi pacto con Isaac, y también de mi pacto con Abraham me acordaré, y haré memoria de la tierra». Dios vuelve a las promesas hechas incondicionalmente mucho tiempo antes de la ley. Veréis que esto es de aplicación a los últimos tiempos.

9.11 - Los otros dos pactos con Israel

Hay otros dos pactos concertados con Israel durante su peregrinación en el desierto. Vemos que, habiendo sido violado el pacto bajo la ley, la intercesión de Moisés dio lugar a otro pacto, cuyas bases tenemos en Éxodo 33:14 y 19. En el capítulo 34:27 dice el Señor: «Escribe tú estas palabras; porque conforme a estas palabras he hecho pacto contigo y con Israel».

Aquí se debe destacar la palabra contigo, por cuanto hay un notable cambio en la expresión de Dios. En Egipto, Dios siempre había dicho, «Mi pueblo, mi pueblo». Desde el momento en que hicieron el becerro de oro, ya no lo dice más; usa «tu pueblo» (Éx. 32:7), «Tu pueblo que sacaste de la tierra de Egipto», porque Israel había dicho: «Este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto» (Éx. 32:1). Dios adopta el mismo lenguaje que ellos. ¿Y qué sucedió? Moisés intercedió, no dejando en manera alguna que Dios dijera «Tu pueblo»; Moisés le responde: «Tu pueblo»; e insiste constantemente en esta expresión: «Tu pueblo».

Ahora lo que tenemos es un pacto concertado con Moisés como mediador. Aquí tenemos el principio de la soberanía de la gracia, principio que se introduce cuando todo está perdido, como consecuencia de la violación de la ley. Si Dios no fuera soberano, ¿cuál habría sido la consecuencia de esta violación? La destrucción de todo el pueblo. Es decir que, aunque la soberanía de Dios es eterna, se revela cuando llega a ser el único recurso de un pueblo perdido en sus propios caminos; y esto tiene lugar por medio de un mediador.

Vemos aun otro pacto en Deuteronomio 29:1: «Estas son las palabras del pacto que Jehová mandó a Moisés que celebrase con los hijos de Israel en la tierra de Moab, además del pacto que concertó con ellos en Horeb». Y este es el tema de este tercer pacto con los israelitas: Dios lo concierta con ellos a fin de que, bajo este pacto, siendo obedientes, puedan continuar gozando de la tierra. Pero no lo guardaron, y fueron expulsados de su tierra. Fueron instalados en la tierra en la época de este tercer pacto, y si lo hubieran guardado habrían sido mantenidos en ella (véase 29:9, 12-13; véase asimismo, para la apela­ción a las promesas incondicionales, Deut. 9:5, 27; 10:15). En Miqueas 7:19-20 encontramos estas mismas pro­mesas hechas a Abraham como base de la esperanza profética. En Lucas vemos que el fiel israelita Simón las recuerda como la base de la confianza de Israel, que, por estas promesas, descansaba en la fidelidad de Dios.

Hasta aquí hemos visto en virtud de qué principio entró Israel en tierra de Canaán. Pero también hemos visto que Dios, antes de la ley, le había prometido la tierra en posesión perpetua, por medio de los pactos y de las promesas incondicionales; y es por medio de estas promesas, por la mediación de Moisés, que Israel fue perdonado, y que gozó finalmente de la tierra prometida por el tercer pacto, celebrado en los campos de Moab.

Después de la caída de los israelitas en la tierra prometida, quedan por serles aplicadas todavía, para su restauración, todas las promesas hechas a Abraham. Después que este pueblo haya faltado en todo a Dios, los profetas nos harán ver que Dios les ha prometido la restauración en su país, bajo Jesucristo su Rey, restauración que será el cumpli­miento pleno de todas las promesas temporales.

Recordemos, amigos, que dentro de los caminos de Dios que acabamos de examinar nos encontramos con la revelación del carácter de Jehová; y que, aunque verdaderamente estas cosas le sucedieron a Israel, les sucedieron de parte de Dios; que, consiguiente­mente, son la manifestación del carác­ter de Dios en Israel para nosotros. Israel es el escenario en el que Dios exhibe todo su carácter en el gobierno del mundo; pero no se trata solo de Israel bajo Dios revelado en este carácter; se trata de la gloria de Dios y del honor de sus perfecciones. Si Dios pudiera fallar en cuanto a sus dones para con Israel, podría fallar en sus dones para con nosotros.

Seguiremos la historia del estado de este pueblo en la próxima reunión.

10 - Novena Conferencia (Ezequiel 37) – La decadencia y dispersión de Israel: Las promesas de restauración

Lo que sucede con los huesos secos vistos por Ezequiel nos representa de manera muy clara lo que quiero tratar esta tarde: lo que Dios, en su bondad, hará en favor de Israel. Al meditar este tema, seguiré el método que he seguido en todo momento, esto es, os presentaré sucesivamente los testimonios de la Palabra de Dios.

Recordaréis que, en la última ocasión, al dar comienzo al tema que nos ocupa, vimos la diferencia entre el pacto concertado con Abraham y el pacto de la ley en el monte Sinaí, y que, cada vez que Dios ha querido mostrar gracia a su pueblo, ha recordado el pacto concertado con Abraham. Hemos visto también que Israel disfrutó las promesas bajo el pacto concertado en el desierto, y no bajo el pacto con Abraham y que, desde aquel tiempo, estando Israel bajo la condición de la obediencia para conservar el goce de las promesas, siempre fracasó; pero que, a pesar de todo ello, Dios pudo bendecir a su pueblo, gracias a la mediación de Moisés.

Veremos a continuación cómo Israel fracasó de nuevo después de esto, incluso después de haber sido establecido en el país que Jehová le había dado; y que Dios suscitó los profetas, de una manera peculiar, para llevarlo a la convicción del pecado en el que había caído, y para mostrar a los fieles que los consejos de Dios con respecto a Israel no dejarían de ser cumplidos; que por medio del Mesías se cumpliría todo lo que Dios había anunciado. Y veremos que sería precisamente tras el fracaso de Israel que estas promesas de su restauración llegarían a ser preciosas para el remanente fiel del pueblo.

10.1 - La historia del pecado de Israel

Recordad que en la historia del pecado de Israel bajo la ley tenemos la historia del corazón de cada uno de nosotros; que, si nos ponemos delante de Dios, reconoceremos que solo es la gracia conocida por la obra de Dios la que puede no solo sostenernos, sino sacarnos de la situación en que nos encontramos debido al pecado.

Quisiera atraer vuestra atención a la decadencia y destrucción de Israel, bajo todas sus formas de gobierno, después de su entrada en tierra de Canaán. Sabéis que fue Josué quien introdujo a los israelitas en el país. El libro de Josué es la historia de las victorias de Israel sobre los cananeos, la historia de la fidelidad que Dios les mostró en el cumplimiento de lo que había prometido a su pueblo. Jueces y Samuel son la historia de la caída de Israel en la tierra de Canaán hasta el tiempo de David, pero también la historia de la paciencia de Dios. Veamos, de entrada, cómo Josué expone a los israelitas su condición y carácter.

Les expone (cap. 24) todo lo que Dios ha hecho en favor de ellos, toda su gracia y bondad; entonces el pueblo le responde (v. 16): «Nunca tal acontezca, que dejemos a Jehová para servir a otros dioses…». Y Josué le dice entonces al pueblo: «No podréis servir a Jehová», a lo que el pueblo responde: «No, sino que a Jehová serviremos… A Jehová nuestro Dios servire­mos, y a su voz obedeceremos». «Entonces Josué hizo pacto con el pueblo el mismo día» (v. 25). Este capitán de su salvación los había llevado a la tierra prometida; gozaban del efecto de la gracia, y ahora se comprometen de nuevo a obedecer a Jehová.

En Jueces 2 los encontramos en un total fracaso. «No los echaré de delante de vosotros [a vuestros enemigos], sino que serán azotes para vuestros costados, y sus dioses os serán tropezadero», les dijo Dios, y vemos, en el versículo 11, «Los hijos de Israel hicieron lo malo ante los ojos de Jehová, y sirvieron a los baales… y se encendió contra Israel el furor de Jehová».

Esto es lo que vemos una y otra vez: beneficios de parte de Dios, e ingratitud de parte del hombre.

Citemos los pasajes que muestran cómo Israel prevaricó bajo todas las formas de gobierno.

1 Samuel 4:11. Elí era el sumo sacerdote, juez y cabeza de Israel; pero el pecado de sus hijos era insoportable, y vemos la gloria de Dios echada por tierra: el arca de Dios fue tomada, y los dos hijos de Elí, Ofni y Finees, murieron. Versículos 18-21: Elí mismo muere, y su nuera llama Icabod (sin gloria) al hijo al que da a luz, diciendo: «¡Traspasada es la gloria de Israel! por haber sido tomada el arca de Dios, y por la muerte de su suegro y de su marido».

Entonces Dios, que había suscitado a Samuel, llamado el primero de todos los profetas (Hec. 3:24), gobierna a Israel para Él, pero, bien poco después, Israel rechaza al profeta (1 Sam. 8:7): «Y dijo Jehová a Samuel: Oye la voz del pueblo en todo lo que te digan; porque no te han desechado a ti, sino a mí me han desechado, para que no reine sobre ellos. Conforme a todas las obras que han hecho desde el día que los saqué de Egipto hasta hoy, dejándome a mí y sirviendo a dioses ajenos, así hacen también contigo». Dios, pues, les dio un rey en su ira, y sabemos a qué llegó este rey deseado por ellos (cap. 15).

1 Samuel 15:26. Se pronuncia la sentencia; y Samuel le dice a Saúl: «No volveré contigo; porque desechaste la palabra de Jehová, y Jehová te ha desechado para que no seas rey sobre Israel».

Estos diversos pasajes demuestran que Israel ha fracasado, bajo el rey, bajo el profeta, bajo el sacerdote; y que se encuentra perdido bajo el rey que había escogido.

David es suscitado en lugar de Saúl; Dios hace su elección por gracia; es él que da David a Israel; David, tipo de Cristo y padre de Cristo según la carne.

Así, y por la bondad de Dios, Israel se enriquece en gran manera y se hace glorioso bajo David y bajo Salomón. Pero pronto se ve cómo otra vez este pueblo prevarica bajo estos dos príncipes (1 Reyes 11:5‑11). «E hizo Salomón lo malo ante los ojos de Jehová, y no siguió cumplidamente a Jehová… Y se enojó Jehová contra Salomón».

Es cosa bien triste observar cómo el corazón del hombre, en todas las posibles circunstancias, se aparta de Dios; y esto es general; esta es la enseñanza que podemos extraer de la historia del pueblo de Israel. Sabéis que fue dividido en dos partes, y que las diez tribus se volvieron totalmente infieles. En la persona de Acaz, la familia de David, el último apoyo de las esperanzas de Israel, comenzó a volverse idólatra (2 Reyes 16:10-14). El pecado de Manasés fue el punto culminante de toda esta infidelidad (2 Reyes 21:11, 14-15).

Esta es, en pocas palabras, la conducta de Israel y de la misma Judá, hasta el cautiverio de Babilonia. El Espíritu de Dios resume la historia de ellos, la historia de los crímenes de ellos y de Su paciencia, con estas impresionantes palabras (2 Crón. 36:15-16): «Y Jehová el Dios de sus padres envió constante­mente palabra a ellos por medio de sus mensajeros, porque él tenía misericordia de su pueblo y de su habitación. Mas ellos hacían escarnio de los men­sajeros de Dios, y menos­preciaban sus pala­bras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio».

Este es el fin de su existencia en esta tierra de Canaán, donde habían sido introducidos por Josué. Finalmente fue puesto sobre ellos el nombre de Lo-ammi (no mi pueblo).

10.2 - Las promesas al remanente fiel

Habiendo recorrido rápidamente la historia de su caída hasta su deportación a Babilonia, tenemos ahora que considerar las promesas que sostuvieron la fe del remanente fiel de este pueblo, durante la iniquidad y durante el cautiverio de la nación.

Hay una promesa que es importante señalar, que sirvió como segunda base de la esperanza de los judíos fieles. Se encuentra en 2 Samuel 7 y en 1 Crónicas 17. Entre estos dos pasajes hay esta diferencia: que el de Crónicas se aplica directamente a Cristo; y esto se debe a la diferencia que existe entre ambos libros, en el que uno de ellos (Samuel) es histórico, mientras que el otro (Crónicas) es un resumen que ata toda la historia, desde Adán, dentro de la genealogía de Cristo y con las esperanzas de Israel, y de la que por consiguiente quedan excluidas todas las infidelidades y caídas de los reyes de Israel. Tenemos esta promesa: «Yo fijaré lugar para mi pueblo Israel y lo plantaré, para que habite en su lugar y nunca más sea removido, ni los inicuos lo aflijan más, como al principio» (2 Sam. 7:10). 1 Crónicas 17:11: «Y cuando tus días sean cumplidos para irte con tus padres, levantaré descendencia después de ti, a uno de entre tus hijos, y afirmaré su reino. Él me edificará casa, y yo confirmaré su trono eternamente. Yo le seré por padre, y él me será por hijo…». La aplicación de estas palabras a Cristo se encuentra en Hebreos 1, y encontramos, en este testimonio, las promesas hechas a Abraham y a su posteridad, todas las promesas hechas a Israel, puestas bajo la salvaguardia y reunidas en la misma persona del hijo de David.

La promesa hecha a David es la base de todas las que tienen que ver con su familia. Hemos visto la caída de esta familia, y también la promesa hecha al hijo de David, el Mesías.

10.3 - Los testimonios de los profetas

Sigamos el estudio de este tema con los testimonios directos de los profetas.

Isaías 1:25-28 describe la total restauración de los judíos, pero mediante juicios que destruirán a los malvados.

Isaías 4:2-4. En aquel tiempo (tiempo de la gran tribulación), «el renuevo de Jehová será para hermosura y gloria, y el fruto de la tierra para grandeza y honra, a los sobrevivientes de Israel. Y acontecerá que el que quedare en Sion, y el que fuere dejado en Jerusalén, será llamado santo; todos los que en Jerusalén estén registrados entre los vivientes, cuando el Señor lave las inmundicias de las hijas de Sion, y limpie la sangre de Jerusalén de en medio de ella, con espíritu de juicio y con espíritu de devastación».

El capítulo 6 de la misma profecía nos hace entrar de manera plena en el espíritu de la profecía. Se trata del momento en que Acaz accedió al trono, este Acaz que iba a enviar el profano altar de Damasco a Jerusalén; e Isaías es enviado a encontrarse con este rey, hijo de David, que introduce la apostasía. La Palabra nos muestra primero la gloria de Cristo, manifestado como Jehová (esto es lo que dice Juan en el capítulo 12 de su Evangelio), esta gloria que condena a toda la nación, pero que produce por la gracia el espíritu de intercesión, al que responde la misericordia que restaura a la nación. Esta misericordia, sin embargo, no se cumple sin unos juicios que eliminan a los malvados de entre el pueblo y de la tierra, después de un prolongado endurecimiento, llevado a su culmina­ción con el rechazamiento de Jesucristo y del testimonio dado acerca de él por el Espíritu en los apóstoles (Léanse los v. 9-13).

Isaías 11:10: «Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí… será buscada por las gentes». Vemos aquí cuándo y cómo será llena la tierra del conocimiento de Jehová; será cuando él habrá dado muerte al Inicuo con el Espíritu de Su boca. Entonces el Señor recordará a Israel, y alzará otra vez su mano (Léanse los v. 9-12).

Isaías 33:20-24; capítulo 49. Se ha dicho que, en estos capítulos, Sion es la Iglesia. Pero, cuando todo el gozo ha llegado, Sion dice: «Me dejó Jehová, y el Señor se olvidó de mí». Esto es imposible, si Sion fuera la Iglesia. ¡Cómo! ¡La Iglesia abandonada en medio de su gozo! Leed entonces los versículos 14-23 del capítulo 49, y también el capítulo 62 entero; también 65:19-25, donde vemos bien claramente que se trata de bendiciones terrenales, de un estado de cosas hasta ahora desconocido sobre la tierra. En aquel día el mismo Dios se regocijará sobre Jerusalén.

Estas son unas promesas que anuncian con gran claridad la gloria que debe venir para Jerusalén y para el pueblo judío. Paso a continuación a unos capítulos que hablan todavía más directamente acerca de esta cuestión.

Jeremías 3:16-18: «Y acontecerá que cuando…», etc. Hay cosas que parecen ser el cumplimiento de muchas profecías, como por ejemplo el regreso de Babilonia. Pero Dios ha dado a esto una respuesta de una naturaleza peculiar. Ha juntado unas cosas que nunca todavía han sucedido juntas. Por ejemplo, dentro de este pasaje se dice: «Todas las naciones vendrán a ella». Está claro que esto no sucedió cuando tuvo lugar el regreso de la cautividad de Babilonia. Se dirá: Esto es la Iglesia. Pero no lo es, porque «en aquellos tiempos irán de la casa de Judá a la casa de Israel, y vendrán juntamente de la tierra del norte a la tierra que hice heredar a vuestros padres». En fin, aquí vemos la reunión de tres cosas: Jerusalén, el trono de Jehová, y la reunión de Judá e Israel, así como las naciones reunidas hacia el trono de Dios; tres cosas que ciertamente nunca se han cumplido juntas. Cuando la Iglesia fue fundada, Israel fue dispersado. Cuando Israel volvió de Babilonia, no había ni Iglesia ni hubo reunión de naciones.

Jeremías 30:7-11: «¡Ah, cuán grande es aquel día!… tiempo de la angustia para Jacob; pero de ella será librado… y extranjeros no lo volverán a poner más en servidumbre, sino que servirán a Jehová su Dios y a David su rey… y Jacob volverá, descansará y vivirá tranquilo, y no habrá quien le espante». Desde luego, estos felices tiempos para Israel aún no han tenido cumplimiento.

Jeremías 31:23, 27-28, 31, hasta el fin. Observemos aquí el versículo 28. ¿A quién ha arrancado, derribado y trastornado Jehová? A aquellos mismos de quienes dice que edificará y plantará. Es, en efecto, irrazonable aplicar todos los juicios a Israel y todas las bendiciones, que se aplican a las mismas personas, a la Iglesia. Y si es de la Iglesia que se trata aquí, ¿cuál es el sentido de «desde la torre de Hananeel hasta la puerta del Angulo», y de la mención del collado de Gareb, etc.? Obsérvense estas últimas palabras del capítulo: «No será arrancada ni destruida más para siempre».

Jeremías 32:37-42. Este es un pasaje conmovedor en cuanto a los pensamientos de Jehová acerca de este pueblo. Después de haberles hecho promesas de bendición por gracia, y de asegurarles que será el Dios de ellos, Jehová les anuncia: «Y los plantaré en esta tierra en verdad, de todo mi corazón y de toda mi alma. Porque… como traje sobre este pueblo todo este gran mal, así traeré sobre ellos todo el bien que acerca de ellos hablo».

Jeremías 33:6-11, 15, 24-26. Aquí volvemos a tener la bendición de Israel, y ello por la presencia del Renuevo que hará surgir de David, que ejecutará juicio y justicia en la tierra. Recordemos, queridos amigos, que la Palabra de Dios no nos presenta nunca al Espíritu Santo como el Renuevo de David, ni su función como la de ejecutar el juicio sobre la tierra. Por otra parte, si alguien sueña con aplicar esto al regreso de Babilonia, citaré Nehemías 9:36-37: «He aquí que hoy somos siervos; henos aquí, siervos en la tierra que diste a nuestros padres para que comiesen su fruto y su bien… y estamos en grande angustia». ¡En absoluto fue el regreso de Babilonia el cumplimiento de todo lo que hemos leído en cuanto a las promesas! ¿Es que acaso el estado descrito por Nehemías expresa toda el alma, todo el corazón de Dios, en favor de su pueblo? Ya veis qué valoración hace el Espíritu de Dios de lo que tuvo lugar después del regreso de Babilonia. Así, estas promesas de Dios no han sido aún cumplidas.

Ezequiel 11:16-20. Hasta el día de hoy, Israel, o mejor dicho los judíos, están bajo la influencia del juicio que comporta este pasaje: «Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, va por lugares áridos, buscando reposo, y no lo halla» (Mat. 12:43). Los versículos que siguen en Ezequiel hablan de su estado postrero, en el que hemos visto que están sometidos a juicio, y luego Dios le da al remanente un nuevo corazón.

Ezequiel 34:22, hasta el fin del capítulo. Aquí vemos de nuevo que David, su rey, está en medio de ellos, y que las bendiciones son irrevocables.

Ezequiel 36:22-32. Si alguien objetara: Pero estas son cosas espirituales en las que participamos, res­ponderé: Sí, nosotros participamos de las bendiciones del buen olivo; pero esto no desposee de ellas a aquellos que les pertenecen (comp. Rom. 11:17-24). ¿A qué se debe que nosotros participemos? A que hemos sido injertados en Cristo. Si estamos en Cristo, somos hijos de Abraham, y participamos de todo lo espiritual. Pero aquí se trata también de cosas terrenales, y el pasaje nos habla de una manera muy clara.

«Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres, etc.». La Iglesia solo tiene un Padre, el Padre de nuestro Señor Jesucristo.

Quisiera ahora señalar de pasada la alusión a este oráculo que aparece en un pasaje muy conocido (Juan 3:12), donde se hace una alusión a «cosas terrenales». Se trata de una alusión, indudablemente, a lo que se dice en más de un pasaje profético, pero en particular en el pasaje que ahora nos ocupa, y del que tenemos una cita casi textual en las palabras que nuestro Señor dirige a Nicodemo. Es por esto que le dice: Cómo es que vosotros, los doctores de Israel, vosotros que debierais comprender que le es absoluta­mente necesario a Israel, para poder gozar de las promesas, recibir un corazón nuevo y purificado, ¿cómo es que no comprendéis lo que os digo? ¿No me comprendéis, cuando os digo que os es necesario nacer de agua y del Espíritu? Si no me comprendéis cuando os hablo de cosas terrenales, ¿cómo comprenderéis las cosas celestiales? Es como si viniera a decirles: Si os he hablado de cosas que tocan a Israel, si os he dicho que Israel tiene que renacer para gozar de las promesas terrenales que le pertenecen, y no habéis comprendido lo que vuestros propios profetas han dicho, ¿cómo comprenderéis las cosas celestiales, la gloria de Cristo exaltado al cielo, y la Iglesia, su compañera en esta gloria celestial? No habéis siquiera comprendido las enseñanzas de vuestros profetas. Vosotros, los maestros de Israel, debierais haber comprendido al menos las cosas terrenales, lo que Ezequiel y otros profetas han dicho acerca de estas cuestiones.

Efectivamente, aparecen en este pasaje de Ezequiel, como en muchos otros pasajes que hemos citado, el fruto de los árboles, el rendimiento de los campos, y muchas cosas semejantes, que son las bendiciones terrenales prometidas a Israel; pero, al mismo tiempo, se ve el cambio necesario de corazón para gozar de ellas. Es necesario que Israel sea renovado en su corazón para recibir las promesas de Canaán; es necesario que Dios los haga caminar en sus estatutos dándoles un nuevo corazón, y entonces, y solo entonces, gozarán de las ben­diciones anun­ciadas. Esto es, Nicodemo, lo que debías haber comprendido por el mismo lenguaje de vuestros profetas.

En el capítulo 37 de Ezequiel tenemos un relato detallado de la restauración de Israel, la reunión de las dos partes de la nación, su entrada en su tierra, su estado de unidad y de fidelidad a Dios en esta misma tierra, siendo Dios el Dios de ellos, y estando presente David, su rey, presente para siempre, de tal manera que las naciones conocerán que su Dios es Jehová, cuando su santuario esté para siempre en medio de ellos.

Ezequiel 39:22-29. Es evidente que esto no ha llegado aún, porque en este tiempo Dios no esconderá más su rostro de ellos (v. 29) como lo hace aún hoy, y los habrá recogido en su tierra, sin dejar a ninguno entre las naciones, lo que evidentemente no se ha cumplido aún.

Recordemos, para acabar, los grandes principios sobre los que descansan las profecías. La restauración de los judíos se basa en las promesas hechas a Abraham de manera incondicional. La caída de ellos viene por causa de que ellos trataron de actuar en base de sus mismas fuerzas, y después de haber puesto a prueba en todas formas la paciencia de Dios, hasta que no hubo remedio. El juicio cayó sobre ellos, pero Dios vuelve a sus promesas.

Apliquemos esto a nuestros propios corazones. Tenemos siempre la misma historia, nuestra his­toria, siempre la historia de la caída. En el momento en que Dios nos pone en esta o aquella situación, fracasamos en el acto. Pero detrás de todo ello hay un principio de poder, esto es, la revelación de los consejos de Dios, y como consecuencia de unas pro­mesas incondicionales, y vemos que es la mediación y la presencia de Jesús (con Moisés como tipo de Él) la que es el medio del cumplimiento de estas promesas. También hemos visto que Dios no ejecuta el juicio, después de haber sido anunciado mucho tiempo antes, sino después de una extraordinaria paciencia, después de haber emple­ado todos los medios posibles que debieran haber recordado al hombre sus deberes para con Dios, si hubiera una chispa de vida en su corazón. Pero no había nada.

Los individuos vivificados por la gracia se mantienen en las promesas, que han de tener su cumplimiento en la manifestación de Aquel que las puede llevar a cabo, y merecer su cumplimiento para otros. Nada exhibe estos principios más claramente que esta historia de Israel. «Estas cosas», dice el apóstol, «les acontecían como ejemplo, y fueron escritas para advertirnos a nosotros» (1 Cor. 10:11). Se trata de un espejo donde podemos ver, por una parte, el corazón del hombre, que siempre fracasa; por otra, la fidelidad de Dios, que jamás falla, que cumplirá todas sus promesas, y que manifestará un admirable poder, que sobrepujará a toda la iniqui­dad del hombre y al poder de Satanás. Fue cuando la iniquidad llegó a su punto culminante que dijo: «Engruesa el corazón de este pueblo»; y no es hasta Hechos 28:27 que encontramos el cumplimiento de este juicio, anunciado casi ocho siglos antes por el profeta Isaías. Fue cuando el pueblo lo hubo rechazado todo que Dios lo endureció, para hacer de ellos un monumento de sus caminos. ¡Qué paciencia la de Dios!

Y así es también por lo que a nosotros atañe, esto es, para los gentiles; la ejecución del juicio está en suspenso desde hace veinte siglos, y Dios sigue recurriendo a todos los tesoros de su gracia, para hallar un eco de bien en nuestros corazones. Como dijo el Señor: «Si yo no hubiera venido y les hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa por su pecado… Si no hubiera hecho entre ellos obras que ningún otro hizo, no tendrían pecado; pero ahora las han visto y me han odiado tanto a mí y como a mi Padre» (Juan 15:22-24). ¡Paciencia admirable! ¡Infinita gracia de Aquel que se interesa por nosotros, incluso a pesar de nuestra rebelión e iniquidad!

¡A Él sea toda la gloria!

11 - Décima conferencia (Isaías 1) – La restauración y bendición terrenal dadas a Israel

Algunos pasajes de la Escritura acerca del destino de los judíos, que no pude citar en nuestra última conferencia, especialmente algunos que se encuentran en los Profetas Menores, servirán para poner fin a la profecía histórica que trata de este pueblo; y digo histórica porque la profecía es la historia que nos da Dios acerca del futuro.

Quisiera recordaros de nuevo una circunstancia de gran importancia al hablar de los judíos; se trata de que su historia es especialmente la manifestación de la gloria del Señor. Si nos preguntáramos, ¿qué interés tiene esta historia para nosotros?, estaría­mos con ello diciendo: ¿De qué sirve que sepa lo que mi Padre está por hacer con mis hermanos, y la manifes­ta­ción de su carácter en sus acciones? Cuando vemos cuánto espacio ocupa este tema dentro de la Palabra de Dios, debemos por ello mismo quedar convencidos de que estas cuestiones son extremadamente impor­tantes para nuestro Dios, si no lo son para nosotros. Es en este pueblo, mediante los caminos de Dios para con ellos, que se revela de manera plena el carácter de Jehová, que las naciones conocerán a Jehová, y que nosotros aprenderemos también a conocerle.

Una misma persona puede ser rey de un país y padre de familia; y esta es la diferencia entre lo que Dios es para con la Iglesia y para con los judíos. Para con la Iglesia, él tiene el carácter de Padre; para con los judíos, él tiene el carácter de Jehová, Eterno y Fiel. Su fidelidad, inmutabilidad, omnipotencia, gobierno de toda la tierra, todo ello queda revelado en la historia de Israel; es por esto que esta historia nos da a conocer el carácter de Jehová.

Salmo 126: «Cuando Jehová hiciere volver la cautividad de Sion… entonces dirán entre las naciones: Grandes cosas ha hecho Jehová con estos».

Veamos el mismo tema, en Ezequiel 39:6-7: «Y enviaré fuego sobre Magog, y sobre los que moran con seguridad en las costas; y sabrán que yo soy Jehová. Y haré notorio mi santo nombre en medio de mi pueblo Israel, y nunca más dejaré profanar mi santo nombre; y sabrán las naciones que yo soy Jehová, el Santo en Israel».

Versículo 28: «Y sabrán que yo soy Jehová su Dios, cuando después de haberlos llevado al cautiverio entre las naciones, los reúna sobre su tierra, sin dejar allí a ninguno de ellos». Esta es la manera por la que Jehová se da a conocer. El Padre se revela a nuestras almas por el Evangelio, por el Espíritu de adopción; pero Jehová se da a conocer por sus juicios, por el ejercicio de su poder sobre la tierra.

He dicho que el Padre se da a conocer por el Evangelio, por cuanto el Evangelio es un sistema de pura gracia, un sistema que nos enseña a actuar según el principio de la gracia; no se trata ya de «ojo por ojo, diente por diente», que es lo que demanda la justicia, la ley del talión; se trata más bien de un principio según el que debo ser perfecto, «así como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mat. 5:48). Pero en el gobierno de Jehová no será así. Indudablemente, Jehová bendecirá a las naciones; pero el carácter de su reinado es que «el juicio será vuelto a la justicia» (Sal. 94:15). Cuando tuvo lugar la primera venida de Jesucristo, el juicio estaba en manos de Pilato, y la justicia en Jesús; pero cuando vuelva Jesús, el juicio será vuelto a la justicia. Mientras tanto, el pueblo de Cristo, los hijos de Dios, tienen que seguir el ejemplo del Salvador, esto es, no esperar que el juicio sea según el rigor de la justicia, sino ser apacibles y humildes en medio de todas las injurias que padecen de parte de los hombres. Unidos a Cristo, quedan indemnes ante todos los males por el poder de aquel entrañable amor que los conforta, por las consolaciones que provienen de la presencia de Su Espíritu, y, además, por las esperanzas de una gloria celestial. Por otro lado, Jehová consolará a su pueblo mediante una acción directa de su justicia en favor de ellos, restableciéndolo en la gloria terrenal.

Así, los judíos son el pueblo por medio de y en el cual Dios establece su nombre de Jehová, y su carácter de juicio y de justicia. En la Iglesia vemos al pueblo en el que, como en su familia, el Padre manifiesta su carácter de bondad y de amor. ¿Qué sucederá con los judíos en el tiempo postrero? Esto es lo que ya hemos considerado en Jeremías 30 a 33, y en Ezequiel 36 a 39, donde vemos una serie de promesas y revelaciones acerca de esto.

11.1 - Profecías de la restauración de Israel

Os citaré algunos otros pasajes acerca de esta misma cuestión, siguiendo el orden de los profetas en la Biblia.

Daniel 12:1. Aquí tenemos la presencia de Aquel que actuará en favor del pueblo de Daniel, esto es, el pueblo judío.

Deseo hacer unas observaciones sobre algunos rasgos de esta profecía. Primero, Dios, en su poder, por el ministerio de Miguel, estará de pie en favor de los hijos del pueblo de Daniel, y será un tiempo de angustia como jamás habrá sido. Esto es lo que nos explica lo que leemos en Mateo 24 y en Marcos 13:19.

La resurrección (v. 2) se aplica a los judíos. Encontraremos exactamente las mismas expre­siones en Isaías 26, «Tus muertos vivirán…», y en Ezequiel 37:12. Tenemos una resurrección figurada del pueblo sepultado, como nación, entre los gentiles.

De los que son levantados se dice que algunos «[serán levantados] para vergüenza y confusión perpetua». Esto es lo que les sucederá a los judíos. De los sacados de entre las naciones, algunos gozarán de la vida eterna, pero otros serán objeto de vergüenza y confusión eterna (Is. 66:24). En una palabra, lo que aquí tenemos es, por una parte, que Dios estará en pie por su pueblo durante un tiempo de angustia; por otra parte, tenemos la liberación de un remanente. Este es el resumen del capítulo 12 de Daniel.

En Oseas 2:14, y hasta el final del capítulo, vemos que el Señor recibirá a Israel, introduciéndolo en su país, tras haberlo humillado, pero también tras haber hablado a su corazón; que transformará a la nación tal como era en los tiempos de su juventud; que Jehová hará pacto con ella, la bendecirá en todas maneras en esta tierra, y la desposará consigo. Y, además, hay una cadena ininterrumpida de bendiciones, desde Jehová mismo hasta los bienes terrenales derramados en abundancia sobre Israel, que es simiente de Dios (este es el significado del término Jezreel); es por esto que añade: «Y la sembraré para mí en la tierra». Porque Israel vendrá a ser el instrumento de bendición para la tierra, como vida entre los muertos. Ahora todo está estorbado por el pecado; las maldades espirituales están en lugares celestiales, y hay todo tipo de desgracia, todo ello acompañado indudablemente de muchas bendi­ciones, fruto de las misericordias de Dios. Dios hace que todas las cosas obren para bien para los que le aman; pero en aquel tiempo habrá plenitud de bendiciones terrenales.

Oseas 3:4-5: «Porque muchos días estarán los hijos de Israel sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin estatua, sin efod y sin terafines. Después volverán los hijos de Israel, y buscarán a Jehová su Dios, y a David su rey; y temerán a Jehová y a su bondad en el fin de los días». No tendrán ni verdadero Dios ni falsos dioses; pero, después de esto, buscarán a Jehová y a David, esto es, al muy Amado: a Cristo.

Joel 3:16-18, 20-21. Después de haber hablado de las naciones cuando su pueblo regrese de su cautividad (v. 1‑15), en unos versículos que tratan del juicio ejecutado sobre los gentiles, Dios nos habla en este pasaje de los judíos. Jerusalén será purificada; Jehová morará en Sion; él será el refugio de su pueblo y la fortaleza de los hijos de Israel. Esto es lo que sucederá cuando el juicio de Dios caiga sobre las naciones.

Amós 9:14-15: «Y traeré del cautiverio a mi pueblo Israel, y edificarán ellos las ciudades asoladas, y las habitarán; plantarán viñas, y beberán el vino de ellas, y harán huertos, y comerán el fruto de ellos. Pues los plantaré sobre su tierra». Esto todavía no ha sido cumplido.

Lo que precede a estos versículos se cita en el capítulo 15 de Hechos, no para demostrar que la profecía fue cumplida en aquel entonces, sino que Dios había siempre determinado sacar para sí un pueblo de entre los gentiles. Es decir, que el lenguaje de los profetas concordaba con lo que Simón Pedro había relatado acerca de lo que Dios había hecho entonces. No es el cumplimiento de una profecía, sino el establecimiento de un principio, por boca de los profetas y por medio de Simón Pedro.

Miqueas 4:1-8. Esto todavía no se ha cumplido tampoco. Vemos aquí una topografía de Jerusalén, y la restauración de su primer dominio.

Miqueas 5:4, 7-8. El nombre de Cristo será engrandecido hasta los fines de la tierra; Israel es la lluvia de la bendición divina por todo lugar, y vencedor en todo lo que se le opone.

Con respecto a Miqueas, es digno de señalar, recordando el principio ya establecido, la manera en que el espíritu de la profecía menciona (7:19-20) las promesas hechas incondicionalmente a los padres.

Sofonías 3:12, hasta el final. ¡Qué lenguaje encontramos aquí! Se dice que Dios «callará de amor». Está emocionado hasta tal punto que «calla». Y ¿quiénes son el objeto de su amor? Veamos el versículo 13: «El remanente de Israel no hará injusticia ni dirá mentira, ni en boca de ellos se hallará lengua engañosa; porque ellos serán apacen­tados, y dormirán, y no habrá quien los atemorice». Jehová está en medio de ellos, y nadie podrá atemorizarlos.

Zacarías 1:15, 17-21. Vemos aquí también las cuatro monarquías, que han dispersado a Israel, dispersadas ellas mismas por el poder y los juicios de Dios.

Zacarías 9:9, hasta el final: «Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti…».

Se puede decir que esto ya se ha cumplido, pero solo en parte. Se debe destacar que cuando el Espíritu Santo cita este pasaje de Zacarías (Juan 12:15), omite estas palabras: «justo y salvador». Jesús, efectivamente, no tuvo cuidado de sí mismo. Cuando le estaban diciendo, ridiculizándole: «Si eres Hijo de Dios… baja de la cruz» (Mat. 27:40), no hizo nada; no se sustrajo al padecimiento; en lugar de vindicarse a sí mismo, vino a ser nuestro garante.

Zacarías 10:6 y hasta el final. ¿Cuándo ha ocurrido que Israel ha sido como si el Señor no los hubiera desechado? Aún no se ha cumplido.

11.2 - Solo un remanente será preservado

Pasemos ahora a ver que el pueblo de Israel será restaurado a su tierra, pero que solo un remanente será preservado.

Zacarías 12. El versículo 2 menciona un tiempo de guerra, de todas las naciones contra Israel; pero Dios fortalecerá extraordinariamente a Israel, y las naciones serán destruidas, y será derramado un espíritu de gracia y de oración sobre el remanente de Israel, que contemplará transido de dolor al Mesías que traspasaron.

Paso a Isaías 18, donde la profecía presenta algunas dificultades en cuanto a la traducción; pero su gran objeto es demasiado evidente para poder ser oscurecido por ninguna traducción. Los ríos de Cus son el Nilo y el Éufrates. Los enemigos de Israel estaban, dentro del período bíblico de su historia, junto a estos dos ríos. En esta profecía se hace un llamamiento a un país más allá de estos ríos, un país alejado que no estaba aún en relación con Israel en el tiempo de la profecía; así, el profeta tiene a la vista un país que tenía que existir más tarde.

Versículo 3. Dios llama a todos los moradores de la tierra habitable a que tomen conocimiento de lo que va a acontecer. Todas las naciones se ocupan de Israel; son llamadas, de parte de Dios, a que den atención a lo que sucede con respecto a Jerusalén; todas se encuentran interesadas en la suerte de esta ciudad; el mundo es invitado a asistir a los juicios que tendrán lugar. Mientras espera, Dios descansa y deja hacer a las naciones (v. 4). Israel comienza a volver a su tierra.

Esta es una descripción de Israel regresando a Judea ayudada por alguna nación alejada de este pueblo, y que no es ni Babilonia ni Egipto, ni otras naciones que se ocupaban de Israel en tiempos antiguos. No digo que sea Inglaterra, ni Francia ni Rusia. Los israelitas vuelven a su país, pero Dios no se ocupa de ello; Israel está abandonada a las naciones; y cuando todo anuncia que va a florecer y a prosperar de nuevo, sucede que las ramas son podadas, cortadas y quitadas, todo el verano y todo el invierno, dejados para las aves de los montes y las bestias de la tierra, designaciones todas ellas de los gentiles. Sin embargo, en este tiempo será llevado a Jehová un presente de este pueblo, y de parte de este pueblo, a la morada de Jehová de los ejércitos, en el monte de Sion.

11.3 - El regreso de las dos tribus y las diez tribus

Salmo 126:4: «Haz volver nuestra cautividad, oh Jehová». Sion y Judá serán los primeros en regresar. Los cautivos de Sion ya habrán vuelto cuando esta oración sea ofrecida a Dios (v. 1), pero serán solo la prenda de lo que Dios hará restaurando a todo Israel.

Debo decir unas palabras acerca de esta dispersión de Israel y de Judá y de su restauración. Los primeros en ser devueltos a la tierra son los judíos (las dos tribus), que rechazaron a Jesús, que son culpables de querer dar muerte a Jesús. Sabéis que las diez tribus como tales nunca se hicieron culpables de este crimen. Hay una diferencia notable dentro de la nación: las diez tribus fueron dispersadas antes de la aparición de las cuatro monarquías; fueron los asirios los que llevaron a las diez tribus al cautiverio, antes que Babilonia existiera como imperio. Una cosa es segura, que los judíos, habiendo rechazado a Cristo, serán sometidos al anticristo, y concertarán un pacto con el Seol y la muerte (Is. 28), pero su pacto destruirá todas sus esperanzas. Unidos al anticristo, sufrirán las consecuencias de este pacto, y al final serán destruidos. Dos terceras partes de los moradores de todo el país serán cortadas; ello dentro del mismo país de Israel, después de su regreso (Zac. 13:8-9).

Si leéis Ezequiel 20:32-38, veréis que es muy diferente el caso de las otras diez tribus. En lugar de dos terceras partes destruidas en el país, los rebeldes no entran en absoluto en la tierra. Dios hace con ellos lo que hizo con Israel tras su salida de Egipto: Los destruye sin que lleguen a ver la tierra.

Así, hay dos categorías de judíos, por así decirlo, en este regreso del pueblo; primero tenemos la nación judía propiamente dicha, es decir, Judá y los que acompañan a Judá en su rechazamiento del verda­dero Cristo; se unirán al anticristo, y dos terceras partes serán destruidas en el país. En segundo lugar, los rebeldes de las diez tribus serán también destruidos, pero en el desierto, antes de entrar en la tierra.

Mateo 23:37-39. Este juicio, que Jesús mismo predijo contra este pueblo, nos hace comprender la certidumbre de la venida del Señor para restaurar Israel y reinar en medio de él. «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas… ¡Mirad vuestra casa queda desolada!… hasta que digáis: ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!»

Israel verá a Jesús, pero solo cuando esta palabra del Salmo 118:26 salga de su boca. Este Salmo presenta una imagen feliz del gozo de Israel, en aquel tiempo, y es de este mismo Salmo que el Señor pronuncia el juicio que ha de recaer sobre los gobernantes judíos, por haberle rechazado: «La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo». También de este Salmo procede aquel gozoso saludo que Dios puso en boca de los pequeños que aclamaban al Salvador en el templo, precursores de aquellos que, en el tiempo del que estamos hablando, recibirán corazones de niños, y reconocerán al Señor que sus padres rechazaron. Este Salmo es el que celebra el gozo y la bendición de Israel, que se deben a la fidelidad de Jehová, señalando el pecado de esta nación, por el rechazamiento de la «piedra» que debía constituir el fundamento de Dios en Sion, pero que, por la infidelidad de esta nación, vino a ser piedra de tropiezo y de juicio.

Además de estas dos clases de israelitas que volverán bajo la conducción providencial de Dios, pero por su propia voluntad, el Señor reunirá de entre los gentiles, después de su aparición, a los elegidos de la nación judía que todavía estarán entre ellos, y este regreso irá acompañado de grandes bendiciones (véase Mat. 24:31; comp. Is. 27:12-13; 11:10‑12).

Quiero añadir aquí dos principios muy sencillos y claros, que distinguen a todas las bendiciones anteriores (como, por ejemplo, el regreso de Babilonia) del cumplimiento de las profecías que acabamos de examinar. Estos dos principios son:

1. Que las bendiciones se desprenden de la presencia de Cristo, hijo de David;

2. Que son consecuencia del nuevo pacto.

Ni la primera ni la segunda de estas condiciones se cumplió al regreso de Babilonia, ni hasta el día de hoy.

El Evangelio no trata de las bendiciones terrenales de los judíos, que es el tema de estas profecías.

12 - Undécima conferencia (Apocalipsis 12) – Recapitulación y conclusión

He leído este capítulo 12 de Apocalipsis no para explicároslo de manera detallada, sino porque nos presenta de manera ordenada el sumario de lo que sucederá al final de esta dispensación, o por lo menos las fuentes celestiales de estos acontecimientos, y los clamores de la tierra. Mi intención, esta tarde, es la de recapitular, también de manera ordenada, lo que he dicho de los acontecimientos del fin, hasta allí donde Dios me dé capacidad para ello.

12.1 - Dos grandes frutos del estudio de las profecías

Antes que nada, queridos amigos, quisiera repasar algunas ideas dadas en nuestras primeras conferen­cias. Comienzo, pues, al tratar de estas cosas, por recordaros una vez más su gran fin, que me parece que es doble. Como primer resultado, deben separar­nos de este mundo, lo que es un efecto constante de toda la Palabra, en el bien entendido de que el Espíritu de Dios actúe, pero la profecía es particular­mente eficaz para esto; quiero deciros que la profecía tiende a separarnos “de este presente mundo malo”. En segundo lugar, es especialmente adecuada para darnos a entender mejor el carácter de Dios y sus caminos para con nosotros. Estos son los dos grandes frutos del estudio de las profecías, frutos que me parecen muy valiosos.

Se hacen muchas objeciones contra este estudio; pero es así que siempre actúa Satanás contra la verdad. No me refiero a objeciones contra este o aquel punto de vista, sino a las objeciones contra el estudio mismo de la profecía; y Satanás siempre actúa así contra la palabra de Dios en su integridad. A uno le dice que siga la moral, y no los dogmas, porque sabe que los dogmas alejarán a los hombres de su poder, por la revelación de Jesús y de Su verdad en sus corazones. A otro le sugiere que descuide la profecía, porque allí se encuentra el juicio del mundo, del que él es el príncipe. Pero, ¿no es esto acusar a Dios, que nos la ha dado, y que además ha prometido una bendición especial a la lectura de esta parte, considerada la más difícil de su Palabra?

La profecía arroja una intensa luz sobre las dispensaciones de Dios, y, en este sentido, nos da mucho también para nuestra liberación espiritual. Lo que más estorba al alma de alcanzar esta libertad es el error que se comete de confundir la ley con el Evangelio, las dispensaciones pasadas con la dispensación actual. Si, en nuestra lucha interior, nos encon­tramos cara a cara con la ley, nos es imposible hallar la paz. Pero si insistimos en la diferencia existente entre la posición de los santos antes de la actual dispensación y la de los santos en la presente dispensación, esto también perturba los espíritus de otros. Pero el estudio de la profecía arroja una gran luz sobre estos puntos, y, al mismo tiempo, sobre la norma de conducta de los fieles; porque, aunque manteniendo siempre claramente la salvación total­mente gratuita por la muerte de Jesús, la profecía nos lleva a comprender esta diferencia entera de la que hemos hablado entre la situación de los santos de otros tiempos y la de los santos en la actualidad, y clarifica, con todos los consejos de Dios, el camino por el que él ha conducido a los suyos, tanto antes como después de la muerte y resurrección de Jesús.

Además, queridos amigos, como ya hemos dicho, es siempre la esperanza que se nos presenta la que actúa sobre nuestros corazones y sobre nuestros afectos. Así, siempre tenemos delante de nosotros los gozos que imprimen su carácter en nuestra alma; aquello que ocupa la atención del hombre como su esperanza deviene la norma de su conducta.

¡Cuánta importancia tiene, entonces, que el espíritu esté lleno de esperanzas según Dios! Se pretende que esto es querer penetrar en vano en cosas escondidas; pero si fuera cierto que no se debe entrar en la profecía, también se tendría que decir que no se deben llevar los pensamientos más allá del tiempo actual. La manera de saber qué es lo que Dios quiere hacer en el futuro es desde luego estudiar las pro­fecías que nos ha dado. La profecía es el futuro, el espejo escriturario de las cosas futuras. Si no se estudia lo que Dios ha revelado acerca del porvenir, se caerá necesariamente en las ideas propias. Decir que «la tierra será llena del conocimiento de Jehová» es ya una profecía, y no se puede saber nada de cierto en cuanto a los caminos de Dios con respecto a esto, como tampoco con respecto a las cosas celestiales, sin estudiar la profecía. Es indudable que uno puede gozar de comunión con Dios en el momento actual, y esto es algo que ya es nuestro desde ahora; pero cuando hablamos de los detalles de la gloria venidera, se trata de un tema profético. Todo lo que va más allá del presente y no es profecía de Dios, es especulación humana.

Por otra parte, se afirma que la profecía es, muy importante cuando ha sido cumplida, y esto es indudable, porque demuestra la veracidad de la Palabra de Dios. Pero, ¿puede un hijo de Dios emplear tal lenguaje, y hacer tal uso de la profecía? Es como si alguien me tratara como un amigo, colmándome de beneficios, comunicándome todos sus pensamientos e informándome de todo lo que sabe que ha de suceder, y yo solo me fuera a servir de lo que me dijera para asegurarme posterior­mente, cuando las cosas suce­dieran así, de que se trata de una persona veraz. Queridos amigos, es una gran injuria a la bondad, a la amistad de Dios, actuar así con Él. Y os digo que vosotros y yo, como cristianos, no necesitamos ver el acontecimiento antes de creer que Dios ha dicho la verdad. Vosotros creéis ya que la profecía es la palabra de Dios.

Por demás, todas las profecías se cumplirán al final, en los tiempos postreros, y entonces será demasiado tarde para convencerse de su carácter divino. Nos han sido dadas para dirigirnos ahora dentro de los caminos del Señor, y para ser nuestra consolación, haciéndonos com­prender que es Dios quien lo ha dispuesto todo, y no el hombre. De esta manera, las pasiones, en lugar de ser dirigidas a la política, se calman; veo lo que Dios ha dicho, leo en Daniel que todo está dispuesto anticipadamente, y me tranquilizo. Y separado de esas cosas mundanas, puedo estudiar por adelantado la profundidad y perfecta sabiduría de Dios; me ilustro y me adhiero a Él, en lugar de seguir mis propios caminos. Veo, en los acontecimientos que tienen lugar, el desarrollo de los pensamientos del Altísimo, y no un dominio abandonado a las pasiones humanas. Y es mediante la profecía, especialmente en los acontecimientos que se cumplen al final, que nos es mostrado el carácter de Dios, todo lo que Dios ha querido decir acerca de sí mismo, de su fidelidad, su justicia, su poder, su longanimidad, pero también el juicio que ejecutará con certidumbre sobre la orgullosa iniquidad, y la venganza deslumbradora que arrojará sobre aquellos que corrompen la tierra, para que sea establecido su gobierno en paz y bendición para todos. En una palabra, como aquello que está anun­ciado por boca de los profetas, en cuanto a los judíos, demuestra el carácter de Jehová, su fidelidad y todos sus atributos, de la misma manera lo que se enseña acerca de la Iglesia exhibe el carácter del Padre. La Iglesia está en relación con Dios en su carácter de Padre, y los judíos con Dios en su carácter de Jehová, que es el nombre caracterís­tico de la relación de ellos con Dios.

El domingo pasado alguien os citó a algunos de entre vosotros aquel famoso pasaje de Pablo: «Decidí no saber cosa alguna entre vosotros, sino a Jesu­cristo, y a este crucificado» (1 Cor. 2:2). Deseo decir algo con respecto a esto. Este pasaje es constante­mente presentado como objeción contra el estudio de lo que está revelado en la Palabra. Esto proviene de dos causas; lo primero, de aquella prolífica fuente de error, que es la frecuente cita de un pasaje sin examinar el contexto; la otra causa es, ¡ay!, una ausencia de rectitud, un deseo de detenerse en los caminos del Señor, y de saber tan poco como sea posible. No es cierto, no se dice que nos debamos limitar al conocimiento de Jesucristo solo como crucificado. Hace falta conocer a Jesús glorificado, a Jesucristo a la diestra de Dios; es necesario que lo conozcamos como Sumo Sacerdote, como Abogado delante del Padre. Tenemos que conocer a Jesucristo tanto como sea posible, y no decir: Me he propuesto no saber nada entre vosotros más que a Jesucristo, y a este crucificado. Decir tal cosa es tomar la Palabra de Dios para abusar de ella.

El apóstol, hablando en medio de los paganos, de los filósofos de Corinto, quería decir que no había considerado entrar en el campo de la filosofía pagana, sino que se limitaba a Jesucristo, a Jesu­cristo el menos­preciado de los hombres, para humillar mediante la cruz aquella vanagloria, basando la fe de ellos en la Palabra de Dios, y no en la sabiduría humana. Pero también dice, en el mismo capítulo, que, desde el momento en que se encuentra en medio de cristianos, actúa de manera muy distinta: habla «sabiduría entre los perfectos» (v. 6). No quería filosofías humanas, pero, estando entre los maduros, dice: «hablamos sabiduría entre los perfectos». Querer limitarse a Jesús crucificado es, insisto, querer limitarse a tan poco cristianismo como sea posible. En Hebreos 6 el apóstol dice que no quiere aquello que se le quiere hacer decir aquí; de hecho, condena lo que se nos propone en base de una falsa humildad, y dice: «Dejando los rudimentos de la doctrina de Cristo, sigamos adelante hacia la perfección» (v. 1).

Después de estas observaciones acerca del estudio general de la profecía, quiero recordar en pocas palabras cómo se revela Dios por medio de ella.

12.2 - El combate entre el postrer Adán y Satanás

El capítulo 12 de Apocalipsis nos presenta el gran objeto de la profecía y de toda la Palabra de Dios, esto es, el combate que tiene lugar entre el postrer Adán y Satanás.

Es desde este centro de la verdad que resplandece toda la luz que despide la Sagrada Escritura.

Esta grande lucha puede tener lugar o bien por las cosas terrenales, y, en tal caso, es en el pueblo judío; o por la Iglesia, y en tal caso es en los lugares celestiales.

Es por esto que la profecía tiene dos partes: las esperanzas de la Iglesia y la de los judíos, aunque la primera, hablando con propiedad, no se llama profecía como tal, pues la profecía trata de la tierra y de su gobierno por parte de Dios.

Pero, antes de entrar en esta gran crisis, el combate entre Satanás y el postrer Adán, es necesario desarrollar la historia del primer Adán, y esto es lo que se ha hecho. Finalmente, para que la Iglesia sea puesta en la situación de ocuparse de las cosas de Dios, es necesario ante todo que tenga la feliz certidumbre de su propia posición delante de Él.

En su primera venida, Cristo cumplió toda la obra que el Padre le había encomendado en su sabiduría en los consejos eternos de Dios; esto es lo que asegura la paz de la Iglesia. El Señor Jesús vino para introducir en el mundo, esto es, en el corazón de los fieles, la certidumbre de la salvación, el conocimiento de la gracia de Dios. Después de haber llevado a cabo esta salvación, se la comunica dándoles la vida. Su Espíritu Santo, que es el sello de esta salvación en el corazón, les revela las cosas venideras como hijos que son de la familia, herederos de los bienes de la casa. Dentro del período que separa la primera venida del Señor de la segunda, la Iglesia es reunida por la acción del Espíritu Santo, para tener parte en la gloria de Cristo cuando él venga.

Estos son, en pocas palabras, los dos grandes temas que os he expuesto; esto es, que habiendo Cristo cumplido todo lo necesario para la salvación de la Iglesia, habiendo salvado a todos los que creen, el Espíritu Santo actúa ahora en el mundo para comunicar a la Iglesia el conocimiento de esta salvación. No viene para proponernos la esperanza de que Dios será bondadoso, sino a comunicarnos un hecho, el hecho de que Jesús ha cumplido ya la salvación de todos los que creen, y, cuando el Espíritu Santo comunica este conocimiento a un alma, esta sabe que es salva. Así, estando en relación con Dios como sus hijos, somos sus herederos, «herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Rom. 8:17). Todo lo que atañe a la gloria de Cristo nos pertenece a nosotros, y nos ha sido dado el Espíritu Santo: en primer lugar, para hacernos comprender que somos hijos de Dios. Es un Espíritu de adopción; pero, además, es un Espíritu de luz que enseña a los hijos de Dios cuál es su herencia. Por cuanto son uno con Cristo, les es revelada toda la verdad de Su gloria, la supremacía que tiene sobre todas las cosas, habiéndole establecido Dios como heredero de todas las cosas, y a nosotros como coherederos de él.

Habiendo cumplido Cristo todo lo que era necesario, la Iglesia es recogida de entre todas las naciones, hasta la segunda venida de su Salvador, y es unida a él. Ella tiene el conocimiento de la salvación que él ha consumado, y de la gloria venidera, y el Espíritu Santo es, en los creyentes, el sello de la salvación consumada, y las arras de la gloria venidera.

Estas verdades arrojan una intensa luz sobre toda la historia del hombre. Pero recordemos siempre que el gran objeto de la Biblia es el combate entre Cristo, el postrer Adán, y Satanás.

¿En qué estado halló Cristo al primer Adán? En un estado de profundidades en el cual tuvo que entrar Él como cabeza responsable de toda la creación. Lo encontró en estado de caída, totalmente perdido. Y era necesario manifestar todo esto antes de la venida de Cristo. Dios no introdujo a su Hijo como Salvador del mundo hasta que se cumpliera lo necesario para demostrar que el hombre era incapaz en sí mismo de todo bien. Toda la era del hombre, antes y después del diluvio, bajo la ley, bajo los profetas, no hace más que dar siempre testimonio, cada vez de manera más clara, de que el hombre estaba perdido. Fracasó en todo, bajo cada circunstancia posible, hasta que al final, habiendo enviado Dios a su Hijo, los siervos dijeron: «Este es el heredero, ¡venid, matémoslo!» (Mat. 21:38; Marcos 12:7; Lucas 20:14). Habién­dose llenado así la medida del pecado, sobrepujó también la gracia de Dios, dándonos la herencia a nosotros, miserables pecadores, la herencia con Cristo en la gloria celestial, de la que poseemos las arras, teniendo aquí abajo a Cristo por el Espíritu.

12.3 - La sucesión de las dispensaciones

Entro ahora un poco en la sucesión de las dispensaciones, y también en lo que toca al carácter de Dios a este respecto, y lo primero que quiero observar es el diluvio, porque hasta esta época no había habido, por así decir, gobierno en el mundo. La profecía que existía antes del diluvio era que Cristo iba a venir; las enseñanzas de Dios siempre tendían a este fin. «He aquí, que vino el Señor», decía Enoc, «con sus santas miríadas» (Judas 14).

Pero pasemos ahora a Noé. En él tenemos el gobierno de la tierra, y a Dios entrando en juicio y confiando al hombre la espada del castigo.

Después tenemos el llamamiento de Abraham. Observemos que no es el principio del gobierno el que nos presenta aquí la Palabra, sino el de la promesa y el llamamiento a entrar en relación con Dios, en la persona de aquel que viene a ser la raíz de todas las promesas de Dios, Abraham, el padre de los creyentes. Dios lo llama, le hace salir de su patria, dejar su familia, mandándole que vaya a un país que le mostrará. Dios se le revela como el Dios de la promesa, que separa a un pueblo para sí mismo por una esperanza que le da. Es en esta época que Dios se revela bajo el nombre de Dios Todopoderoso.

Después de esto Dios toma de entre los descen­dientes de Abraham, por este mismo prin­cipio de la elección, a los hijos de Jacob para que sean su pueblo aquí en la tierra, y que sean objeto de todos sus cuidados terrenales. Del seno de este pueblo ha de venir Cristo según la carne. Es en el seno de este pueblo de Israel que él manifiesta todo su carácter como Jehová; no es solo un Dios de promesa, sino que es un Dios que reúne los dos principios de gobierno y de llamamiento, que habían sido manifestados sucesivamente en Noé y en Abraham. Israel era el pueblo llamado, separado, pero separado para bendiciones terrenales y para gozar de la promesa, al mismo tiempo que para ser objeto del ejercicio del gobierno de Dios según su ley.

Tenemos así el principio señalado en Noé, el del gobierno de la tierra, y el principio señalado en Abraham, el de su llamamiento y de su elección; y tenemos a Jehová que debe cumplir todo lo que él ha anunciado como Dios de promesa, «el que era, y que es, y que viene» (Apoc. 4:8), y gobernar toda la tierra según la justicia de su ley, la justicia revelada en Israel.

Hemos visto que Dios hizo depender el cumplimiento de sus promesas, en aquellos tiempos, de la fidelidad del hombre, y que preparó todas las ocasiones para ponerlo a prueba y manifestar, de manera detallada y como en una ilustración, todos los caracteres bajo los que actuaba para con él. Esto es lo que hizo bajo los sacerdotes, los profetas, los reyes, etc. Ahora deseo especialmente haceros observar que la profecía nos desarrolla la sucesión de estas relaciones de Dios con Israel y con el hombre, no solo como manifestación de la caída del hombre, sino princi­pal­mente como manifestación de la gloria de Dios.

Cuando Israel transgredió la ley de todas las formas posibles, incluso en el seno de la familia de David, que fue el último sustento de la nación, en aquel momento de fracaso comenzó la profecía, en todos sus aspectos, y manifestando estos dos rasgos: El primero, la manifestación de la gloria de Cristo, para demostrar que el pueblo había faltado a la ley; el otro, la manifestación de la gloria venidera de Cristo, para que fuera el sustento de la fe de aquellos que deseaban observar la ley, pero que veían que todos fracasaban.

Es demasiado tarde para prestar atención a las profecías cuando ya han sido cumplidas. Aquellos a las que estas se dirigían debían someterse a los profetas mientras profetizaban; la Palabra de Dios debía hablar a sus conciencias. Y así es con nosotros. Al mismo tiempo, había predicciones que anunciaban que el Mesías sería enviado, para venir y padecer, a fin de cumplir otras cosas de la mayor importancia.

La profecía tiene su aplicación propia a la tierra; no se profetiza acerca del cielo; trata de cosas que tienen que acontecer sobre la tierra, y es en esto en lo que la Iglesia ha errado; se ha pensado que iba a ser ella misma el cumplimiento de estas bendiciones terrenales, cuando en realidad es llamada a gozar de bendiciones celestiales. El privilegio de la Iglesia es tener su porción en los lugares celestiales, y, más tarde, las bendiciones se extenderán sobre el pueblo terrenal. La Iglesia es algo totalmente distinto, durante el rechazamiento del pueblo terrenal, que es rechazado a causa de sus pecados, y dispersado entre las naciones, de entre las cuales Dios ha escogido un pueblo para darle a gozar la gloria celestial con el mismo Jesús. El Señor, rechazado por el pueblo judío, ha venido a ser una persona totalmente celestial. Es esta doctrina la que se halla especialmente en los escritos de Pablo. No se trata ya del Mesías de los judíos, sino de un Cristo exaltado, glorificado, y la Iglesia unida con él en el cielo; y es debido a no haber comprendido bien esta regocijante verdad, queridos amigos, que la Iglesia se ha debilitado de tal manera.

12.4 - La Iglesia glorificada

Habiendo seguido así de manera resumida la historia de estas diversas dispensaciones, nos queda ahora por ver la Iglesia glorificada, pero sin que el Señor haya hecho dejación de ninguno de sus derechos sobre la tierra. Él era el heredero; él iba a derramar aquella sangre que sería el precio del rescate de la herencia. Como dijo Booz (cuyo nombre significa «en él hay fuerza»), «El mismo día que compres las tierras de mano de Noemí, debes tomar también a Rut la moabita, mujer del difunto, para que restaures el nombre del muerto sobre su posesión» (4:5). Era necesario que Cristo rescatara a la Iglesia, coheredera por gracia (como Booz, tipo de Cristo, rescató la herencia al tomar a Rut como mujer), habiendo recaído en ella la herencia por decreto de Jehová.

Así, tenemos a Cristo y a la Iglesia teniendo derecho a la herencia, esto es, a todas las cosas que Cristo mismo ha creado como Dios. Pero, ¿cuál es el estado de la Iglesia en la actualidad? ¿Es que ella ha heredado ya estas cosas? Ni una sola, porque no podemos, hasta que estemos en la gloria, poseer ninguna, excepto el Espíritu de la promesa que es «las arras de nuestra herencia, para redención de la posesión adquirida» (Efe. 14). Hasta este momento, Satanás es el príncipe de este mundo, el dios de este mundo; incluso acusa a los hijos de Dios en los lugares celestiales, que solo ocupa por usurpación (lo cual debe tan solo a las pasiones de los hombres, y al poder que ejerce sobre la criatura caída y alejada de Dios, aunque, en último término, la providencia de Dios haga que todo redunde para el cumplimiento de sus consejos).

12.5 - El gobierno es transferido a los gentiles

Ahora, queridos amigos, habiendo considerado los derechos de Cristo y de su Iglesia, consideremos cómo Cristo los hará valer. Será precisamente esto lo que nos llevará a ver, en su orden, el cumplimiento de estas cosas al final de todo. Solo que, al llegar aquí (porque hasta ahora solo he hablado de los judíos), debo echar un vistazo a los gentiles.

Hemos visto que cuando la ruina de la nación judía quedó consumada, Dios transfirió el derecho del gobierno a los gentiles; pero el gobierno de la tierra quedó entonces separado del llamamiento y de las promesas de Dios. Hemos visto estas dos cosas reunidas en el pueblo judío, el llamamiento de Dios y el gobierno sobre la tierra; pero quedaron distinguidas en el momento en que Israel fue puesto a un lado. Ya hemos visto estos dos principios: el gobierno en Noé, y el llamamiento en Abraham. Estos dos principios quedaron reunidos en los judíos; pero Israel fracasó, y desde entonces dejó de poder manifestar el principio del gobierno de Dios, porque Dios actuaba con justicia en Israel, y por cuanto el Israel injusto no podía ya ser el depositario del poder de Dios. Entonces Dios abandonó su trono terrenal en Israel. Sin embargo, en cuanto al llamamiento terrenal, Israel siguió siendo el pueblo llamado: «porque irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios» (Rom. 11:29). En cuanto al gobierno, Dios puede transferirlo adonde quiera, y lo transfirió a los gentiles. Hay llamados de entre las naciones, pero es para el cielo. Nunca se transfiere el llamamiento de Dios para la tierra; este llamamiento queda para los judíos. Si quiero una religión terrenal, debo ser judío.

En el momento en que la Iglesia pierde su carácter celestial, lo pierde todo. ¿Qué sucede con las naciones después que se les asigna el gobierno? Se trans­forman en «bestias»; es con este nombre que se designa a las cuatro monarquías. Una vez que el gobierno ha sido transferido a los gentiles, pasan a ser opresoras del pueblo de Dios. Tenemos, en primer lugar, a los babilonios; en segundo lugar, a los medos y a los persas; luego, a los griegos; y finalmente, a los romanos. Ahora bien, esta cuarta monarquía con­sumó su crimen en el mismo momento en que los judíos consumaron el suyo, al hacerse cómplice, en la persona de Poncio Pilato, de la voluntad de una nación rebelde, para dar muerte a Aquel que era el Hijo de Dios y el Rey de Israel. El poder gentil está caído, como lo está el pueblo llamado, el pueblo judío.

Y entre tanto, ¿qué sucede? Primero, tiene lugar la salvación de la Iglesia. La iniquidad de Jacob, el crimen de las naciones, el juicio del mundo, el de los judíos, todo ello pasa a ser la salvación de la Iglesia, que es consumada en la muerte de Jesús. En segundo lugar, todo lo que ha sucedido desde estos hechos tiene por objeto tan solo la reunión de los hijos de Dios. Dios muestra en todo ello suma paciencia. Los judíos, el pueblo llamado, se ha con­vertido en rebelde, y ha sido echado de la presencia de Dios; las naciones se han vuelto igualmente rebeldes, pero el gobierno sigue en ellas; en estado caído, ciertamente, pero siempre está ahí la pacien­cia de Dios, esperando hasta el fin. Y luego, ¿qué sucederá?

Que la Iglesia se reunirá con el Señor en los lugares celestiales.

12.6 - Los acontecimientos después que la Iglesia está arrebatada

Supongamos ahora que ha llegado el momento decretado por Dios, y que toda la Iglesia es reunida; ¿qué sucederá con ella? Que irá de inmediato al encuentro del Señor, y tendrán lugar las bodas del Cordero, siendo la salvación consumada en la misma sede de la gloria, en los lugares celestiales. ¿Dónde estarán entonces las naciones? Seguirá estando allí el gobierno de la cuarta monarquía; los judíos se reunirán en su estado de rebelión, e incluso, en su mayoría, se someterán al anticristo, para hacer la guerra al Cordero. ¿Por qué sucede esto? ¿Por qué el Evangelio no ha impedido tal estado de cosas? Porque Satanás, hasta este momento, no ha sido nunca expulsado del cielo y que, por consiguiente, todo lo que Dios ha hecho aquí abajo para el hombre ha sido arruinado, bien el gobierno de los gentiles, bien la relación presente de los judíos con Dios; todo ha sido deteriorado por la presencia de Satanás, siempre allí, ejerciendo su funesta influencia.

Pero ahora Dios va a intervenir. ¿Y qué hará? Desposeerá a Satanás, echándolo del poder. Esto es lo que hará Jesús cuando reúna a la Iglesia con él, y cuando comenzará a actuar para poner todas las cosas en orden.

Queridos amigos, cuando la Iglesia sea recibida por Cristo, habrá una batalla en el cielo, para la purificación de la sede celestial del gobierno de estas fecundas fuentes de mal, de estos agentes activos de los males de la humanidad y de toda la creación. El resultado de tal combate es fácil de prever; Satanás será echado del cielo, sin ser aún atado; pero será lanzado sobre la tierra, adonde llegará con gran ira, porque sabe que le queda poco tiempo. Desde este momento, el poder quedará establecido en el cielo según los propósitos de Dios. Pero en la tierra será distinto, porque, cuando Satanás sea echado del cielo, incitará a toda la tierra, y sublevará de manera particular a la tierra apóstata rebelada contra el poder de Cristo que viene del cielo. Se dice: «Por eso, ¡alegraos cielos, y los que en ellos habitáis! ¡Ay de la tierra y del mar!» (Apoc. 12:12)

Así, los cielos creados serán ocupados por Cristo y su Iglesia, y Satanás vendrá con gran ira sobre la tierra, teniendo poco tiempo. Bajo la influencia del anticristo, la cuarta monarquía pasará a ser la esfera especial en la que se manifestará entonces la actividad de Satanás, que unirá a los judíos con este príncipe apóstata contra el cielo. No entro aquí en las pruebas escriturarias: ya hemos hablado de ellas; me limito a recapitular los hechos en el orden de su cumplimiento. Es innecesario añadir que el resultado de todo esto será el juicio y la destrucción de la cuarta bestia y del anticristo. Jesucristo destruirá, en este mismo juicio, el poder de Satanás en el gobierno que hemos visto confiado a los gentiles. El Inicuo que ejerce este poder, unido a los judíos, y habiéndose instalado en Jerusalén como el centro de gobierno de la tierra, será destruido por la venida del Señor de señores y Rey de reyes, y Cristo ocupará de nuevo esta capital de gobierno, que se convertirá en la sede del trono de Dios sobre la tierra.

Pero, aunque el Señor haya descendido a la tierra, y aunque haya sido destruido el poder de Satanás, y haya sido establecido el gobierno en manos del Justo, no por ello habrá quedado toda la tierra sometida bajo su cetro. El remanente de los judíos está liberado, y la bestia y el anticristo destruidos, pero el mundo, no reconociendo aún los derechos de Cristo, deseará poseer su heredad; y el Señor tendrá que despejar el terreno para que los moradores de la tierra gocen las bendiciones de su reinado sin perturbaciones ni estorbos y para que, en este mundo, tanto tiempo sometido al Enemigo, sean establecidos el gozo y la gloria.

Lo primero que hará el Señor será purificar su tierra (el país que pertenece a los judíos) de los tirios, filisteos, sidonios, de Edom, Moab, Amón; en resumen, de todo lo que se encuentra entre el Éufrates y el Nilo. Esto será hecho por el poder de Cristo en favor de su pueblo restaurado por su bondad. Tenemos entonces al pueblo morando en seguridad; luego, todo el resto de Israel será recogido de entre las naciones. Cuando el pueblo esté así recogido en paz plena, vendrá otro enemigo: Gog; pero solo vendrá para su perdición.

Creo que habrá, dentro de este tiempo, probable­mente al comienzo de este período, aparte de los juicios públicos, una manifestación más serena, más íntima, del Señor Jesús a los judíos. Esto es lo que tendrá lugar cuando descenderá sobre el monte de los Olivos, donde sus pies se afirmarán sobre el monte, siguiendo la expresión de Zacarías 14:3-4. Es siempre el mismo Jesús; pero se revelará apacible­mente, y se mostrará no en su carácter de Cristo del cielo, sino como el Mesías de los judíos.

Una vez haya tenido lugar la restauración de los judíos y la manifestación del Señor, vendrá también bendición para los gentiles. La Iglesia habrá recibido bendición, habrá dejado de existir la apostasía de la cuarta monarquía, el Inicuo habrá sido destruido, lo mismo que los israelitas infieles; en resumen, el país de los judíos gozará de paz.

Pero después habrá el mundo venidero, preparado e introducido por medio de estos juicios y por la presencia del Señor, en lugar de la presencia del mal y del Maligno. Los que habrán visto la manifestación de esta gloria en Jerusalén saldrán a anunciar su venida a las naciones. Estas se someterán a Cristo; reconocerán a los judíos como el pueblo bendito de Cristo, los llevarán a su país, y vendrán a ser ellas mismas el escenario de una gloria que, con centro en Jerusalén, se extenderá en bendición por todo lugar donde la raza humana podrá gozar de sus efectos. Al haberse extendido por todo lugar el testimonio de esta gloria, los corazones, llenos de buena voluntad, se someterán a los consejos y a la gloria de Dios, respondiendo a este testimonio. Cumplidas todas las promesas de Dios, y habiendo quedado establecido el trono de Jehová en Jerusalén, este trono vendrá a ser la fuente de bienaventuranza para toda la tierra; la restauración de los judíos será para el mundo como vida de entre los muertos.

Queda una cosa por añadir, y es que en esta época Satanás quedará atado, y que, consiguientemente, la bendición será sin interrupción, hasta que sea «desatado por un poco de tiempo» (Apoc. 20:3). En lugar de la presencia del Adversario en las alturas, en lugar de su gobierno, que está ahora en el aire, en lugar de la confusión y de la desgracia que produce ahora hasta donde se le permite, estarán ahí Cristo y los suyos, como fuente y medio de bendiciones siempre renovadas. El gobierno en los lugares celestiales vendrá a ser la garantía, y no el estorbo o el instrumento a regañadientes, de los beneficios de Dios. La Iglesia glorificada, testimonio para todos, por su mismo estado, de la magnitud del amor del Padre, y de aquella fidelidad que cumple todas sus promesas y que además colmará las esperanzas de nuestros débiles corazones, llenará con su gozo los lugares celestiales, y en su servició constituirá la dicha del mundo, para el que será instrumento de las gracias de las que gozará su corazón. Así será la Jerusalén celestial, testimonio en gloria de la gracia que la habrá puesto tan en alto. De en medio de ella brotará el río de vida en el que se encuentra el árbol de la vida, cuyas hojas son para la sanidad de las naciones; porque, en la misma gloria, la Iglesia mantendrá este dulce carácter de gracia. Al mismo tiempo, y sobre la tierra, la Jerusalén terrenal será el centro del gobierno y del reino de la justicia de Jehová. Al ser testimonio, por su posición y gloria aquí en la tierra, de la fidelidad de Jehová su Dios, como lo ha sido, en sus desdichas, de su justicia, pasará a ser, como sede de su trono, el centro del ejercicio de esta justicia. «La nación o el reino que no te sirviere, perecerá» (Is. 60:12). En efecto, dentro de este estado de gloria terrenal, aunque situada en él por el nuevo pacto, esta ciudad conservará aún su carácter normal, para que pueda ser testigo del carácter de Jehová, como la Iglesia lo es del carácter del Padre. Dios manifestará el pleno significado de su nombre de «Dios Altísimo, poseedor de los cielos y de la tierra»; y Cristo cumplirá, en su plenitud, las funciones de Sacerdote según el orden de Mel­quisedec, quien, después de la victoria lograda sobre los enemigos del pueblo de Dios, bendecirá a Dios en nombre del pueblo, y al pueblo de parte de Dios (véase Gén. 14:18 y ss.).

12.7 - Conclusión

Queridos amigos, comprenderéis que hay una multitud de detalles que no he tocado; por ejemplo, las circunstancias de los judíos que serán perse­guidos en Judea. Hay pasajes que nos enseñan acerca de ello. Pero este bosquejo general os llevará a considerar por vosotros mismos la Palabra de Dios acerca de todo este tema. Por lo que a mí respecta, le doy la mayor importancia a los grandes rasgos de la profecía, y la razón es esta: Como ya he dicho, existe, por una parte, la distinción de las dispensaciones, que se hacen sumamente claras bajo la consideración de estas verdades; por otra parte, se desvela plenamente mediante ellas el carácter de Dios. Con todo, nada hay que impida estudiar la profecía hasta en sus más mínimos detalles. Si intentamos examinar las obras humanas de esta manera, encontraremos una multitud de imperfecciones; pero es al contrario con las obras de Dios; cuanto más se entra en sus más pequeños detalles, tanta más perfección se ve.

Quiera Dios perfeccionar en nosotros, y en todos sus hijos, esta separación del mundo que debe ser, delante de Dios, el fruto de la esperanza expectante de la Iglesia, al tener a la vista estas bendiciones celestiales, y también los terribles juicios que caerán sobre todo aquello que ata al hombre a este mundo. Porque el juicio caerá sobre todos estos objetos terrenales. ¡Que Dios perfeccione también los deseos de mi corazón, y el testimonio del Espíritu Santo!


arrow_upward Arriba