Índice general
Enseñar la Palabra de Dios
: Autor Jacques-André MONARD 13
: TemaLa Palabra de Dios
(Fuente autorizada: creced.ch)
1 - Algunos principios generales
1.1 - Introducción
Dios ha hablado. Se ha revelado a sí mismo en un libro que tenemos el privilegio de tener entre nuestras manos: la Biblia. «Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo», quien fue hecho hombre (Hebr. 1:1-2). El testimonio que dio, por sus obras y por sus palabras, fue consignado en este libro por la acción del Espíritu Santo. Además, fue añadido por la pluma de apóstoles (y discípulos) inspirados, lo cual completa la revelación de Dios. Todo lo que debemos saber para ser salvos, para apegarnos a nuestro Salvador, para conocerle más íntimamente, para alimentar y fortalecer nuestra fe, para enseñarnos a caminar de una manera digna de Dios, para fijar nuestros ojos en la esperanza celestial, para consolar nuestros corazones en las penas y en las dificultades de esta tierra; todo esto y aún más se encuentra en este Libro único, que es nuestro gran tesoro.
Hacer partícipes a otros de lo que hemos recibido a través del libro de Dios es un gran privilegio que debiéramos tomar en serio. Esta actividad no está reservada solo para algunos. Estas páginas tienen por objeto recalcar la gran responsabilidad asociada a este servicio y los recursos divinos que están a disposición de quienes lo cumplen.
El Señor ha confiado a varios de los suyos un servicio más o menos habitual de enseñanza de la Palabra, ya sea en la iglesia, o en cualquier otro lugar de la manera más diversa (escuela dominical, grupo de jóvenes, mensajes escritos, visitas, trabajo puerta a puerta, etc.). El Maestro forma a sus obreros y los dota con los dones necesarios para el cumplimiento de su servicio. Algunas de estas actividades implican otras cosas aparte de la enseñanza propiamente dicha –por ejemplo, ayudar, consolar, animar, advertir– pero todas ellas tienen como base las Escrituras.
Según las directivas claras de la Palabra de Dios, el servicio público ha sido confiado a los varones. «Porque no permito a la mujer enseñar, ni ejercer dominio sobre el hombre, sino estar en silencio» (1 Tim. 2:12; 1 Cor. 14:34-35). Pero la Palabra misma reconoce todo el valor de la enseñanza de una madre a su hijo (Prov. 1:8; 2 Tim. 1:5 y 3:15) o de las «ancianas» a las «mujeres jóvenes» (Tito 2:3-4). La mujer casada es la ayuda idónea de su marido, incluso en su servicio (Hec. 18:26).
Los padres creyentes están encargados de la bella labor de enseñar la Palabra a sus hijos. Respecto a esto, recordemos la exhortación que hace Moisés: «Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes» (Deut. 6:6-7). Si las palabras de Dios están en el corazón, es un buen comienzo para que estén también en la boca. Y esto no es solamente cierto para los padres.
Pedro nos dirige esta exhortación a todos, aunque no hayamos recibido un don o servicio especiales: «Estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 Pe. 3:15). ¿Cómo lo haremos bien, si no es apoyándonos en la Palabra de Dios, que «mora en abundancia» en nuestros corazones? (Col. 3:16). Esto nos concierne a todos, aunque hay diferentes grados, en relación con la enseñanza de la Palabra de Dios.
Centraremos primero nuestra atención en dos responsabilidades que están unidas a la enseñanza de la Palabra de Dios: el respeto de esa Palabra y la solicitud por aquellos a los que se dirige (cap. 1). Nos detendremos enseguida en los diferentes objetivos de esta enseñanza (cap. 2); luego en el estado de corazón y la formación de quien enseña (cap. 3), y finalmente consideraremos algunos puntos particulares relacionados con la enseñanza del Antiguo Testamento (cap. 4).
1.2 - Anunciar la Palabra de Dios en verdad
Dios, a través del profeta Jeremías, da una solemne advertencia: «Aquel a quien fuere mi palabra, cuente mi palabra verdadera. ¿Qué tiene que ver la paja con el trigo?» (23:28). Esta advertencia es dada con relación a los falsos profetas, hombres que pretendían dar un mensaje de parte de Dios cuando no hacían más que anunciar sus propios pensamientos. Pero el principio tiene una aplicación general. Tenemos la Palabra de Dios; anunciémosla en verdad y pureza, sin alterarla con elementos humanos. Tengamos mucho cuidado de no juntar «la paja con el trigo». Los pensamientos humanos, aunque puedan tener semejanza con la Palabra de Dios, no llevan por sí mismos el verdadero alimento. No hacen más que despistar. ¡Que nunca se pueda decir que enseñamos «como doctrinas, mandamientos de hombres» (Mat. 15:9)!
El libro del Apocalipsis termina con una solemne advertencia de no añadir ni quitar a las palabras de este libro (22:18-19). El mismo principio es válido para toda la Escritura. Moisés dijo: «No añadiréis a la palabra que yo os mando, ni disminuiréis de ella» (Deut. 4:2). El Señor hace también una advertencia al respecto en el Sermón del monte (Mat. 5:19). Y el libro de Proverbios nos advierte: «No añadas a sus palabras, para que no te reprenda, y seas hallado mentiroso» (30:6). La cristiandad ha faltado gravemente en este punto, bien añadiendo, bien quitando. Los unos han puesto palabras de hombres al mismo nivel que la Palabra de Dios; los otros han dejado caer lo que ellos audazmente han calificado como inaceptable o anticuado.
En cuanto al principio, estas llamadas de atención son aceptadas de corazón por todos aquellos que aman y respetan la Palabra de Dios. Pero siempre estamos expuestos, ya a esconder ciertas enseñanzas de la Escritura, ya a presentar elementos que no se encuentran en ella, pero como si se encontraran. Por ejemplo, cuando comentamos el Antiguo Testamento, es perfectamente legítimo y útil presentar la enseñanza de las figuras de los relatos que nos son dados y extraer de ellas aplicaciones morales. Nuestro discernimiento espiritual debe estar ejercitado para descubrirlas y exponerlas, pero debemos guardarnos de lo que es fácilmente producido por nuestra imaginación. En todos los comentarios que, de alguna manera, extienden el sentido primario del texto, la sobriedad nos conviene.
«Pero tú sé sobrio en todo» dijo el apóstol Pablo a Timoteo (2 Tim. 4:5). Y recomienda a Tito de presentarse «en todo como ejemplo de buenas obras; en la enseñanza mostrando integridad, seriedad, palabra sana e irreprochable» (2:7-8).
En la enseñanza dirigida a los niños, es evidente que uno deja de lado ciertas cosas que son demasiado difíciles para ellos. Les serán presentadas más tarde. Por otra parte, cuanto más pequeños son los niños, tanto más necesario se hace explicar e ilustrar las palabras o nociones bíblicas que les contamos. Ahora bien, los niños no siempre están en edad de distinguir lo que es estrictamente bíblico de lo que se les da como explicación o ilustración. Pero la enseñanza siempre se da en grados sucesivos. Los niños crecen, y poco a poco sentirán su responsabilidad de poner cada cosa en su sitio, y de aplicar su corazón a lo que es auténticamente bíblico.
1.3 - Hacer ver lo que dice la Escritura
Quienes leen o escuchan un mensaje bíblico no tienen necesariamente un conocimiento profundo de las Escrituras. Así, a estos les es útil que aquel que enseña cite explícitamente los pasajes que comenta. En la misma Palabra se encuentra el poder, y no en los comentarios que se hacen sobre ella.
Por eso, los lectores u oyentes que quieren sacar el máximo provecho del mensaje a menudo tienen su Biblia abierta ante sí, al menos donde las circunstancias lo permiten. Una verdadera fe es inseparable de la Palabra de Dios: «La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios» (Rom. 10:17). Así, muchos quisieran saber en qué pasaje nos basamos para afirmar esto o aquello. Las enseñanzas que contradicen o deforman las Escrituras abundan hoy en día, pero nuestros corazones necesitan saber en qué se apoyan.
Quien enseña debe procurar sustentar sus afirmaciones con referencias claras de la Biblia. De esta manera, la convicción de quien comprende y retiene la enseñanza estará fundada en la Palabra de Dios y no en las palabras de quien la enseña. Luego podrá decir: «Escrito está…». Hacer ver lo que hay en la Palabra de Dios, constituye, pues, un servicio humilde y eficaz que debemos tomar en serio. El hombre podrá desaparecer, pero la Palabra de Dios permanecerá.
1.4 - La Escritura es útil para redargüir
Las últimas recomendaciones del apóstol Pablo a su hijo Timoteo en vista de los «postreros días» y los «tiempos peligrosos» que ya se anunciaban, tienen un valor particular para nosotros. Este joven se había beneficiado de una enseñanza judía de buena fuente, de parte de su madre y de su abuela. Así, desde su infancia, él conocía «las Sagradas Escrituras», los escritos del Antiguo Testamento (2 Tim. 3:15). Llevado a la fe cristiana, él había sido formado para el servicio por el apóstol Pablo, pues había «seguido» la doctrina, conducta, propósito, fe… y todos los motivos profundos (3:10-11; comp. con Fil. 2:19-20). Ya al final de su carrera, el apóstol anima a Timoteo a perseverar, a pesar de las dificultades exteriores que solo aumentan sin cesar. «Pero persiste tú en lo que has aprendido y te persuadiste, sabiendo de quién has aprendido» (2 Tim. 3:14). Y le recuerda el valor permanente de las Escrituras –la Palabra inspirada– base infalible de la fe: «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra» (3:16-17).
Esta Palabra, pues, es, entre otras cosas, útil «para redargüir (convencer)». Quien la enseña no es dejado a sus propios recursos elocuentes o a su aptitud para elaborar razonamientos persuasivos. La Palabra misma producirá convicciones reales y profundas en los corazones. Por eso, el apóstol Pablo continúa: «Que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina» (4:2-3). Mientras la «sana doctrina» de la Palabra sea aceptada, no hay que dejar de enseñarla.
En la misma epístola, el apóstol le dice también: «Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad» (2:15). Usar bien la Palabra de Dios –o, literalmente, «cortarla rectamente»– es una condición indispensable para que ella convenza los corazones. La Palabra presentada debe imponerse en el corazón y la conciencia del oyente (o del lector) como Palabra que proviene de Dios. Si la enseñanza deja la impresión de que el texto bíblico ha sido forzado, no convence y es estéril.
Los pensamientos humanos añadidos a la Palabra de Dios conducen naturalmente a divergencias de opinión y a objeciones. Por eso, el apóstol recomienda a Timoteo evitar cuestiones que engendran contiendas, porque «el siervo del Señor no debe ser contencioso» (2:23-24). La misma recomendación se le da a Tito: «Evita las… discusiones… porque son vanas y sin provecho» (3:9).
1.5 - Ser comprensible
Decir que una enseñanza debe ser comprensible para aquellos a quienes está dirigida puede parecer fuera de lugar. Pero ocurre que los oyentes se ven frustrados porque la enseñanza de la que tenían sed, no llegó a sus orejas o pasó por encima de sus cabezas.
En Nehemías 8 tenemos un ejemplo instructivo al respecto. El libro de la ley fue leído «desde el alba hasta el mediodía, en presencia de hombres y mujeres y de todos los que podían entender». Hombres «hacían entender al pueblo la ley… y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura» (v. 3, 7-8). Lo que sigue en el capítulo muestra los magníficos resultados de una enseñanza como esta: al principio «todo el pueblo se fue… a gozar de grande alegría, porque habían entendido las palabras que les habían enseñado» (v. 12); luego, el deseo de los jefes fue el de reunirse «para entender las palabras de la ley» (v. 13), y ponerlas en práctica (v. 14…). El capítulo termina mencionando una «alegría muy grande», y con la lectura de la Palabra de Dios durante siete días (v. 17-18).
En la primera epístola a los Corintios, el apóstol condena formalmente las declaraciones hechas en una lengua que no es comprendida por las personas presentes, a menos que sean traducidas. Esto es mencionado respecto a las lenguas con característica de «señales» que se daban al comienzo del período de la Iglesia (14:18-25), pero se puede aplicar a todo lenguaje que resulte incomprensible a los oyentes.
Cuando se enseña a creyentes, se supone que hay cierto número de cosas conocidas. Pero, para hacerse comprender bien, es mejor no suponer demasiado conocimiento. Esto implica un cierto esfuerzo de quien habla: en particular deben evitarse expresiones demasiado figuradas, aunque pertenezcan a un lenguaje habitual de quienes tienen esas costumbres, y que le da al mensaje una cierta elegancia. Un lenguaje simple no implica necesariamente un descenso del nivel de la enseñanza. Por ejemplo, ¡qué simplicidad y qué profundidad encontramos en los escritos de Juan!
«Hágase todo para edificación» (1 Cor. 14:26). El objetivo es «que todos aprendan, y todos sean exhortados» (v. 31).
1.6 - Enseñanza oral y escrita
En la época en que fue escrita la Biblia, eran pocos los que sabían leer; por tanto, la enseñanza, la mayoría de las veces, era oral. Pablo, durante su larga estancia en Éfeso, les anunció y enseñó «públicamente y por las casas», no escondiendo «nada que fuese útil» (Hec. 20:20). Un servicio semejante tiene su lugar hoy en día, pero se añade la enseñanza escrita en sus diversas formas.
Podemos animarnos a sacarle a esto abundante provecho. Pero en la abundancia de escritos cristianos, o de aquellos que pretenden serlo, se necesita un serio discernimiento para escoger las enseñanzas sanas, y dejar de lado aquellas que llevan el sello de «las tradiciones de los hombres» y «los rudimentos del mundo» (Col. 2:8).
Por grande que sea el privilegio de tener una biblioteca llena de buenos libros, nada puede reemplazar la enseñanza dada en la iglesia reunida alrededor del Señor, en la cual el alimento apropiado puede ser proporcionado por la acción del Espíritu Santo según las necesidades que solo Dios conoce.
Enseñar oralmente o por escrito implica ciertas responsabilidades análogas. No obstante, hay algunas diferencias que cabe mencionar. En la enseñanza que se da en la iglesia, particularmente en la reunión de edificación, según 1 Corintios 14, el lugar debe ser dejado a la libertad del Espíritu para que se enseñe de acuerdo con las necesidades de la iglesia. «Cuando os reunís, cada uno de vosotros tiene salmo, tiene doctrina…» (v. 26). «Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen» (o disciernan) (v. 29). El temor a no tener mucho que aportar no debe cohibir a ningún hermano. Cinco palabras dichas a propósito están bien en su lugar (v. 19, 26). Para quienes son llamados a presentar la Palabra, la preparación adecuada es más bien la de corazón que la del propio mensaje. En otras palabras, es mejor prepararse para ser utilizado por el Señor que preparar un discurso.
En el caso de la enseñanza escrita, el texto puede ser preparado y corregido, y luego sometido a la revisión de varios hermanos. Los lectores esperan más precisión que los oyentes de un mensaje oral. Además, un mensaje escrito quizás será leído por un gran número de personas, o incluso varias veces. Un error puede tener consecuencias más graves que las que se cometen en una enseñanza oral. La responsabilidad del autor es aún mayor.
2 - Objetivos de la enseñanza
Los numerosos y variados objetivos de la enseñanza dependen especialmente de las necesidades de aquellos a los que se dirige. Veamos algunos:
2.1 - Unir las almas a Cristo
En la joven iglesia de Antioquía, Bernabé, «varón bueno, y lleno del Espíritu Santo y de fe», «exhortó a todos a que con propósito de corazón permaneciesen fieles al Señor» (Hec. 11:23-24). Unir las almas al Señor es uno de los objetivos prioritarios del ministerio. Para ello, hay que hablar de Cristo, ocupar los corazones y pensamientos en lo que le concierne a Él, poner en evidencia sus glorias y sus perfecciones. No solamente el Nuevo Testamento nos presenta a Cristo, sino también las figuras y profecías del Antiguo Testamento. «Escudriñad las Escrituras; porque… ellas son las que dan testimonio de mí», nos dice el mismo Señor (Juan 5:39). El corazón de los discípulos de Emaús «ardía» cuando Aquel que se les arrimó en el camino les «abría las Escrituras» y les «declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (Lucas 24:27, 32).
Para que la enseñanza una realmente las almas a Cristo, es necesario que el siervo desaparezca. «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe», dijo el fiel siervo presentando a su Maestro (Juan 3:30). Todo lo que eleva al siervo tiende a desplazar al Maestro del lugar que le corresponde, en el corazón y espíritu de aquellos a quienes se dirige la enseñanza.
2.2 - Hacer progresar
Los dones que el Cristo glorificado da a los suyos son «a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina» (Efe. 4:12-14). Este pasaje nos indica a grandes rasgos el objeto de la enseñanza cristiana: llevar a los niños pequeños en Cristo al estado de un varón perfecto, a una medida que no es sino «la estatura de la plenitud de Cristo». Seguramente nunca llegaremos a alcanzar ese nivel, pero la Palabra no menciona otro más bajo.
El apóstol hubiese deseado dar «vianda» –alimento sólido– a los corintios, y no solo «leche» (1 Cor. 3:2). Pero no era posible: eran aún «niños». Su estado carnal había impedido su progreso. No obstante, les enseña de acuerdo con su estado, proporcionándoles la instrucción y la reprensión que necesitaban. Debe incluso decir, para su vergüenza: «Algunos no conocen a Dios» (15:34). Un correcto conocimiento de Dios les habría dado el discernimiento necesario para rechazar la mala doctrina y andar de una manera que honra a Dios.
El reproche que hace respecto a que son niños que tienen «necesidad de leche, y no de alimento sólido», también se dirige a los cristianos judíos de los primeros tiempos (Hebr. 5:11-14). La razón se debió a que eran «tardos (perezosos) para oír». El autor de la epístola hubiese tenido «mucho que decir, y difícil de explicar», pero no pudo comunicarlo. Pero esto no le impidió escribirles esta larga epístola, para exhortarles e instruirles de acuerdo con sus necesidades.
Para «alcanzar madurez», debemos interesarnos en el conjunto de las Escrituras, sin olvidar ninguna de sus partes. Ya sea que se trate de acontecimientos antiguos de la historia de Israel o de las naciones, o de acontecimientos futuros anunciados proféticamente, todo nos es dado para nuestra instrucción. Incluso por medio de aquellas cosas que no nos conciernen directamente, Dios nos enseña su manera de obrar, sus planes, sus pensamientos, y todo ello nos lleva a conocerle a él mismo.
Sin embargo, debemos guardarnos de estudiar las Escrituras como lo haríamos con cualquier material de estudio. En todo lo que Dios nos ha revelado, debemos buscar las aplicaciones prácticas para nosotros. Él nos ha dado su Palabra para acercarnos más a él, a su luz, y para conducirnos en un camino cada vez más digno de él. La enseñanza, pues, debe incluir este elemento práctico, de manera que cada uno esté concernido. Por ejemplo, podemos poner en evidencia las similitudes y contrastes entre las situaciones de los personajes bíblicos y nuestra situación actual. Podemos también procurar, con las normas que Dios proporciona, el carácter moral de las acciones y palabras de los hombres cuya historia se nos relata. Esto ejercita nuestro discernimiento espiritual (Hebr. 5:14).
2.3 - Recordar lo que ha sido enseñado
Somos olvidadizos. Nuestro celo por el Señor puede debilitarse y el sueño espiritual ganarnos. Los diversos deseos o el orgullo pueden germinar en nosotros y desarrollarse de manera que nos hagan retroceder. La verdad divina que tenía el poder sobre nuestras almas en un momento de nuestra vida, desgraciadamente, puede perder su efecto. Necesitamos que nos sean recordados los mismos elementos fundamentales, y que el Espíritu Santo dote de poder nuestras almas.
Por otro lado, las circunstancias que atravesamos –estudios, formación profesional, pruebas, situaciones familiares particulares, etc.– necesariamente atraen más o menos nuestra atención hacia ciertos aspectos de la verdad y nos hacen dejar otros un poco de lado. Cuando estas situaciones cambian podemos, por la gracia de Dios, hallarnos en mejores condiciones de comprender otras enseñanzas a las cuales habíamos dedicado poca atención.
Por tanto, es necesario repetir una y otra vez, y el ministerio cristiano debe responder a esta necesidad. Aquellos que lo ejercen, siguiendo los ejemplos de Pablo y Pedro, pueden cumplir este servicio de corazón. El primero dijo: «A mí no me es molesto el escribiros las mismas cosas, y para vosotros es seguro» (Fil. 3:1). Y el segundo: «No dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis, y estéis confirmados en la verdad presente. Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación» (2 Pe. 1:12-13).
La diversidad de ministerios en la iglesia es muchas veces un medio del cual Dios se sirve para ayudar a los cristianos a asimilar la verdad. Repetidas de varias maneras, las mismas cosas pueden llegar a ser mejor comprendidas.
No obstante, la repetición no debe cansar ni irritar a los oyentes –lo cual tendría el efecto contrario al que buscamos–, ni quitarle el lugar a una enseñanza que haga progresar en el conocimiento de los pensamientos de Dios. Los creyentes necesitan una alimentación completa y variada. Pablo, durante su larga estancia con los efesios, no rehuyó anunciar «todo el consejo de Dios» (Hec. 20:27).
2.4 - ¿Enseñar cosas nuevas?
En este mundo, se obtiene el título de «doctor» solo cuando se aportan elementos nuevos a la ciencia, contribuyendo así a hacerla progresar. Pero no es lo mismo en las cosas de Dios. Para aquellos que enseñan la Palabra, y especialmente para aquellos que son «maestros», la seducción de seguir el ejemplo del mundo es particularmente perjudicial.
Desgraciadamente, el deseo de querer hacerse valer por una enseñanza nueva e inesperada corresponde bien al orgullo latente de nuestro pobre corazón. ¡Que Dios nos guarde en humildad y sobriedad!
Si se trata de sacar a la luz enseñanzas de la Escritura que han sido olvidadas o abandonadas –o quizás aun ignoradas durante siglos– esta «novedad» no es otra cosa que el evidente trabajo del Espíritu Santo. Es lo que sucedió en la historia de Israel en tiempos de Josías y Nehemías, y en la Iglesia cuando surgió la Reforma y luego el despertar del siglo XIX. Hoy en día, a pesar de que tenemos la inmensa heredad de lo que ha sido reencontrado en el último despertar, debemos tomar con precaución las cosas nuevas. Sea como fuere, quienes escuchan o leen hacen bien en seguir el ejemplo de los bereanos, «escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así» (Hec. 17:11).
En la época de Eliseo, en un tiempo de hambre, uno de los «hijos de los profetas» creyó correcto cocer una olla de potaje de «calabazas silvestres», frutos que «no sabía lo que era». El resultado fue «¡muerte en esa olla!» (2 Reyes 4:38-41).
No obstante, si bien debemos ser prudentes con las enseñanzas nuevas, ello no significa que debamos cultivar el empleo de palabras o expresiones anticuadas. Al contrario, podemos animarnos a presentar de manera viva y actual la verdad permanente de la Palabra de Dios, sin alterar el texto ni su espíritu. Esforcémonos en hablar de una manera que sea comprensible a las generaciones jóvenes, pero con toda la dignidad que merecen estos temas.
La rápida evolución de este mundo a menudo nos pone en situaciones que nuestros padres o abuelos no conocieron. Pero la Palabra de Dios es «viva y eficaz» (Hebr. 4:12), contiene todo lo que necesitamos para conducirnos, aún hoy. Si buscamos la voluntad de Dios en humildad y sumisión, él nos la revelará.
2.5 - Amonestar, alentar, consolar
«Os rogamos, hermanos, que amonestéis a los ociosos, que alentéis a los de poco ánimo, que sostengáis a los débiles, que seáis pacientes para con todos» (1 Tes. 5:14). Aquí se trata de una actividad pastoral hacia las ovejas que tienen dificultades o que están expuestas a peligros particulares. La exhortación se dirige a todos: «os rogamos, hermanos».
Por boca de Ezequiel, Dios debe reprochar a los pastores de Israel por apacentarse a sí mismos y dejar de lado el rebaño, de modo que las ovejas llegaron a ser «presa de todas las fieras del campo» (Ez. 34:1-10). Pero Dios mismo intervendría como el Buen Pastor cuidando de sus ovejas: la descarriada, la perniquebrada, la débil (v. 11-16). Él juzgará también entre oveja y oveja, dando un cuidado particular a aquellas que estén flacas y débiles (v. 17-22).
2.5.1 - Amonestar
El atalaya (o centinela) es responsable de advertir cuando ve venir el peligro (Ez. 3:16-22).
Este principio se aplica no solamente a la predicación del Evangelio, sino también al servicio que debemos cumplir hacia los creyentes particularmente expuestos a los ataques del enemigo. La función de «anciano» u «obispo» (literalmente: supervisor), aunque en sí misma no es una actividad de enseñanza, requiere que quien la cumpla «también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen», y aun si hace falta, «tapar la boca» a ciertas personas (Tito 1:9-11).
El apóstol escribe a los gálatas: «Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado» (6:1).
Pablo recuerda a los ancianos de Éfeso: «Por tres años, de noche y de día, no he cesado de amonestar con lágrimas a cada uno» (Hec. 20:31). El servicio de amonestación es un deber particular de los padres cristianos hacia sus hijos: «Y vosotros, padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos, sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor» (Efe. 6:4).
2.5.2 - Alentar
¡Cuántas veces vemos a Dios, a lo largo de las Escrituras, animar a los suyos en momentos difíciles! Podemos pensar en Moisés o en Josué al principio de su servicio, en Gedeón en el día del combate, en Elías desanimado, en Jeremías o en Pablo en su prisión (Éx. 4:1-17; Josué 1:1-9; Jueces 7:9-14; 1 Reyes 19:1-9; Jer. 33; Hec. 23:11). A veces, un ángel se encarga de cumplir esta misión; otras, Dios se sirve de un hombre. El apóstol Pablo envió a Timoteo a los tesalonicenses para afirmarlos y animarlos en su fe, temiendo que ellos se hubiesen inquietado por las tribulaciones que sufrían (1 Tes. 3:2-3). Tomemos en serio esta exhortación: «Fortaleced las manos cansadas, afirmad las rodillas endebles» (Is. 35:3).
2.5.3 - Consolar
Dios es el «Padre de misericordias y Dios de toda consolación» (2 Cor. 1:3). Él es quien «consuela a los humildes» (7:6). Él conoce cada uno de nuestros dolores y, si cree conveniente no responder a nuestras súplicas cuando le pedimos que nos quite el sufrimiento, nos da la fuerza para soportarlos. «El día que clamé, me respondiste; me fortaleciste con vigor en mi alma» (Sal. 138:3).
Dejando a los suyos experimentar sus consolaciones, Dios los prepara para que lleven consuelo a otros. En circunstancias extremadamente difíciles, el apóstol Pablo puede dar este testimonio: Dios «nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios» (2 Cor. 1:4).
2.6 - Advertencia contra las falsas enseñanzas
Muchas epístolas fueron escritas porque una enseñanza errónea se daba a los cristianos, y se necesitaba restablecer la verdad en toda su pureza. En todos los tiempos, falsos pastores se ocuparon de comprometer a los creyentes y alejarlos del Señor. La verdad cristiana no soporta la mezcla con los pensamientos de los hombres. Los «rudimentos del mundo» corrompen la verdad de Dios (Col. 2:8).
Cuando aparecen los errores en la enseñanza, rápidamente se ven molestas consecuencias en la marcha de los cristianos. ¿Debemos dejar, bajo el pretexto del amor, que el mal se desarrolle? Recordemos el severo reproche que debe hacer el Señor a la iglesia de Tiatira: «Tengo… contra ti: que toleras…» (Apoc. 2:20).
A veces, el ministerio cristiano debe tener el carácter de un combate. Judas dice al comienzo de su epístola: «Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos» (v. 3). Preferiríamos estar ocupados de lo que edifica y regocija el corazón, pero también debemos dedicar tiempo y energía a destruir «fortalezas» (2 Cor. 10:3-5). Se trata de destruir tanto los «argumentos», como también «toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios», y de llevar «cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo». Si somos llamados a esto, tengamos cuidado de no tomar armas «carnales» para el combate, sino aquellas que vienen directamente de Dios, aquellas que son «poderosas en Dios» (v. 4). El razonamiento es, en sí mismo, un arma humana, porque los pensamientos de Dios no se someten a los límites de los pensamientos humanos. Así, no se trata de oponer los argumentos verdaderos a los falsos, sino de tomar «la espada del Espíritu, que es la palabra de Dios» (Efe. 6:17). Y para utilizar eficazmente esa espada, evidentemente debemos conocerla.
Las epístolas a los Corintios, a los Gálatas y a los Colosenses poseen claramente esa característica de combate por mantener la sana doctrina.
El espíritu con el cual debemos combatir está descrito en las palabras de Pablo a Timoteo: «El siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad» (2 Tim. 2:24-25). Cuando se demuestra que «los que se oponen» no encuentran el camino del arrepentimiento, la severidad para con ellos crece y el servicio de enseñanza se limita al fortalecimiento de aquellos que han sido sus víctimas.
3 - El que enseña
3.1 - Los dones de Cristo
El Señor confía a los suyos diferentes servicios. Él llama a sus obreros y los forma. Les proporciona los dones necesarios, es decir las capacidades para cumplir el servicio que les ha encomendado.
Estos dones nos son presentados en relación con la vida del cuerpo de Cristo, de la iglesia; pero esto no excluye que se ejerzan en otros ámbitos, como en el de la familia o del mundo.
Encontramos en la Epístola a los Romanos: «Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros. De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza…» (12:4-7).
En la Primera Epístola a los Corintios, la cual nos presenta el pensamiento de Dios en cuanto a la vida de la iglesia y los recursos que ha dado para ella, encontramos una lista de diferentes «dones» (12:28). La epístola a los Efesios también nos habla de ello; los dones impartidos por el Cristo glorificado –apóstoles y profetas, evangelistas, pastores y maestros– son «a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo» (Efe. 4:11-12).
Si, por una parte, el Señor otorga los dones que son necesarios para la edificación de los suyos, es cierto también que debemos desearlos. «Seguid el amor; y procurad (o «desead ardientemente», V.M.) los dones espirituales, pero sobre todo que profeticéis»(*1) (1 Cor. 14:1). No debemos esperar pasivamente que los dones espirituales nos sean concedidos, debemos desearlos, y procurar «los dones mejores», incluso «ardientemente» (12:31; 14:1, 12 y 39, V.M.). Pero ellos no nos serán otorgados si no nos aplicamos a conocer la Palabra.
N. del E: Recordemos que «profetizar» no significa aquí anunciar el porvenir, sino dar un mensaje de parte de Dios en relación con las necesidades presentes: «El que profetiza habla a los hombres para edificación, exhortación y consolación» (1 Cor. 14:3).
¿Sería necesario recordar que los dones espirituales no son dados a los creyentes para su propia satisfacción o con el fin de enaltecerlos a los ojos de sus hermanos? (Mat. 23:10-12). Pablo, quien poseía los dones de apóstol, maestro, pastor, evangelista, etc., se consideraba ministro: ministro del Evangelio y ministro de la iglesia (Col. 1:23 y 25). Pedro nos indica el espíritu con el cual se deben ejercer los dones: «Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1 Pe. 4:10).
No obstante, a pesar de los dones que quizás hemos recibido, y a pesar de la presencia y el poder del «Espíritu Santo que mora en nosotros» (2 Tim. 1:14), podría ocurrir que experimentásemos una gran debilidad. El Señor puede permitir «un aguijón en mi carne», cualquier cosa que nos tumba al suelo y que parece estorbar nuestro servicio, pero nos es necesario para mantenernos en humildad. Las palabras que el Señor dirige a Pablo: «Mi poder se perfecciona en la debilidad» también son para nosotros (2 Cor. 12:7-10). El Señor distribuyó los panes y los peces para saciar una gran multitud a pesar de la extrema pobreza de los discípulos (Marcos 6:35-44). Por tanto, no desmayemos.
3.2 - Escuchar, practicar, enseñar
Quienes enseñan deben haber recibido ellos mismos la Palabra de Dios con una actitud de escucha respetuosa. Deben haberse alimentado de ella, haber encontrado en ella su gozo y haberla puesto en práctica. Luego, de la abundancia del corazón, la boca podrá hablar. «Inclina tu oído y oye las palabras de los sabios, y aplica tu corazón a mi sabiduría; porque es cosa deliciosa, si las guardares dentro de ti; si juntamente se afirmaren sobre tus labios» (Prov. 22:17-18).
«Esdras había preparado su corazón para inquirir la ley de Jehová y para cumplirla, y para enseñar en Israel sus estatutos y decretos» (Esd. 7:10). Lo que da peso a una enseñanza, es el efecto moral que primero produce sobre el que enseña, son los resultados prácticos de la verdad divina en su corazón y marcha. Pablo recomienda a Timoteo: «Esto manda y enseña… sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza» (1 Tim. 4:11-12). A Tito también le hace una recomendación análoga: «Exhorta… presentándote tú en todo como ejemplo de buenas obras» (2:6-7). Hablando de los escribas y fariseos, el Señor debe decir: «Todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo; mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen» (Mat. 23:3).
Al escuchar al Señor, los judíos se sorprendían «porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mat. 7:29). Los dirigentes religiosos de Israel conocían la revelación divina del Antiguo Testamento; la tenían en sus cabezas, pero no había tocado sus corazones y conciencias. Fueron capaces de guiar a los magos al lugar donde había de nacer el Cristo, pero fueron incapaces de ir ellos mismos a Belén para adorar al niño (Mat. 2:5-6). Los doctores de Israel habían mezclado sus pensamientos y razonamientos con la Palabra de Dios; «la había cambiado en mentira la pluma mentirosa de los escribas» (Jer. 8:8).
Habían «quitado la llave de la ciencia»; «no entraron» y «a los que entraban se lo impidieron» (Lucas 11:52). ¡Qué responsabilidad!
No nos sorprenderá que sus mensajes hayan estado desprovistos de autoridad. ¡Qué contraste para las multitudes cuando escuchaban a Jesús! Él, en humildad y fidelidad, les transmitía la palabra que había recibido de Dios. Y contrariamente a los doctores judíos, se apoyaba en las Escrituras como una autoridad absoluta.
En el libro de los Hechos, vemos a los apóstoles y discípulos seguir el ejemplo de Jesús. Predicaban el Evangelio con «denuedo» (4:13, 31; 14:3; 19:8…). La Palabra de Dios tiene poder sobre sus corazones para predicarla con denuedo. Cuanto más convencidos estemos del valor y de la importancia del mensaje que debemos transmitir, tanto más utilizaremos este denuedo.
3.3 - Guardar su medida
Podemos exponer la Palabra de Dios solo según la medida en que la hemos comprendido nosotros mismos.
El profeta Isaías nos dice que los pensamientos de Dios están tan altos sobre los nuestros «como son más altos los cielos que la tierra» (55:9). El apóstol Pablo escribió: «En parte conocemos… Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido» (1 Cor. 13:9, 12). La conciencia de nuestro conocimiento, siempre incompleto, fragmentario, debería mantenernos en humildad.
Mientras estemos en la tierra, nos resulta imposible comprenderlo todo. Esto, por cierto, no es una excusa para no procurar comprender. Podemos progresar leyendo mucho la Palabra, pidiendo a Dios que nos aclare, escuchando o preguntando a creyentes más avanzados que nosotros, y también aprovechando el ministerio escrito que está a nuestra disposición. Sin embargo, es normal que encontremos cosas en la Escritura cuyo significado o alcance se nos escape. Quizá algún día en la tierra lo entendamos, y ciertamente lo haremos en perfección cuando estemos en la gloria.
Si debiésemos esperar a comprenderlo todo, nadie enseñaría. El Señor se complace en utilizar instrumentos débiles, que aún ignoran muchas cosas; pero es bueno que cada uno guarde su propia medida. Si tengo en el corazón presentar a mis hermanos y hermanas cierto capítulo de la Biblia, y este contiene cosas que escapan a mi comprensión, ¿deberé abstenerme? No, pero puedo limitarme a presentar lo que he comprendido, y dejar sin mencionar las cosas que me sobrepasan. Un hermano joven puede tener un ministerio útil en la iglesia, aunque aún deba aprender muchas cosas, si se limita a lo que ha comprendido. Es poco útil repetir lo que otros han dicho o escrito sin haberlo comprendido.
Podría ocurrir que, ante un versículo difícil, se busque pertinazmente una explicación. Entonces corremos el riesgo de hacer trabajar nuestra imaginación, y encontrar una explicación que esté lejos del pensamiento de Dios.
«Conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno» (Rom. 12:3, 6), he aquí ante nosotros la medida divina. Cada acción del servicio cristiano debe ser un acto de fe, cumplido en humildad y conciencia de nuestra debilidad, pero con la certeza de que Dios nos llama a hacerlo, y de que él mismo dará los resultados que juzgue oportuno. No se trata de que pretendemos que Dios nos llama a hacer esto o aquello, sino de que estemos convencidos interiormente de ello.
3.4 - El crecimiento espiritual
En el capítulo precedente, hablamos del crecimiento como uno de los objetivos de la enseñanza: llevar a los creyentes a conocer mejor los pensamientos de Dios, a conocerle mejor a él mismo, a vivir más cerca de él y a caminar cada vez más conforme a su voluntad. Seguramente, quien enseña no debe ser menos cuidadoso de su propio crecimiento que del de aquellos a quienes se dirige. Aquí hay algunos puntos más al respecto.
Las Escrituras forman un todo. Redactadas por plumas diferentes, pero dictadas por el mismo Espíritu, se complementan mutuamente. Un pasaje aclara otro. Así, cuanto mejor conozcamos la revelación divina en su conjunto, mejor captaremos el alcance verdadero de cada una de sus partes.
Pero no olvidemos el carácter particular de este conocimiento: «Nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor. 2:11). Necesitamos que el Espíritu Santo obre en nuestros corazones para poder comprender la revelación divina.
La Biblia contiene enseñanzas expresadas en términos tan simples que un niño puede entenderlas. Un niño que recibe la Palabra de Dios con una fe sencilla la comprende mejor que un intelectual dotado de toda la sabiduría humana. Dios ha escondido «estas cosas de los sabios y de los entendidos», y las ha revelado «a los niños» (Mat. 11:25).
Sin embargo, la Escritura contiene cosas más difíciles, en las que entramos progresivamente. El crecimiento en la comprensión de los pensamientos de Dios no procede solo del estudio de las Escrituras, incluso con la ayuda de los mejores escritos posibles, sino que es el resultado de la obra de Dios en los corazones de quienes escuchan y obedecen. David dijo: «La comunión íntima de Jehová es con los que le temen» (Sal. 25:14). «En lo secreto me has hecho comprender sabiduría» (51:6).
Poner en práctica la verdad comprendida abre el camino a una comprensión más avanzada y profunda: «Buen entendimiento tienen todos los que practican sus mandamientos» (111:10; compárese con 119:100). El Señor Jesús dijo: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios» (Juan 7:17).
Si nosotros mismos rechazamos –quizá inconscientemente– las consecuencias prácticas de la enseñanza de la Palabra, ella permanecerá oscura para nosotros. Es lo que ocurría con los discípulos. Cuando el Señor les hablaba de sus sufrimientos y de su muerte, no comprendían nada (Lucas 9:45; 18:34). Aunque las palabras del Señor eran perfectamente claras, chocaban con sus concepciones; implicaban que siguiesen a un Salvador menospreciado y rechazado antes que estar asociados a un Señor glorioso. Y esto, era difícil de aceptar.
El crecimiento espiritual, desde el estado de niñez hasta el de varón perfecto, no es una simple acumulación de conocimientos bíblicos. Es una formación que surge de una existencia vivida cerca al Señor, en separación del mal y del mundo, y que requiere de las diversas clases que se toman en la escuela de Dios, en la cual tienen lugar las pruebas y las dificultades. El resultado de este trabajo de Dios no solo es un crecimiento en conocimiento, sino también en sabiduría y discernimiento espiritual. Este crecimiento es el que debería caracterizarnos a todos. El apóstol Pablo oraba para que los creyentes de Colosas fuesen «llenos del conocimiento de su voluntad en toda sabiduría e inteligencia espiritual, para que anden como es digno del Señor, agradándole en todo, llevando fruto en toda buena obra, y creciendo en el conocimiento de Dios» (Col. 1:9-10).
La ayuda que podemos recibir de quienes nos han enseñado la Palabra de Dios –y en este caso nos referimos particularmente a quienes nos dejaron un ministerio escrito– depende de la medida del conocimiento que ellos hayan tenido del pensamiento de Dios y del discernimiento espiritual que hayan adquirido a los pies del Señor.
3.5 - Un trabajo de amor
Considerar las relaciones de afecto, que unían al apóstol Pablo con los creyentes a quienes les enseñaba, es profundamente edificante.
Pablo les recuerda a los tesalonicenses la manera en que había cumplido el servicio entre ellos: «Fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos. Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no solo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos muy queridos». «También sabéis de qué modo, como el padre a sus hijos, exhortábamos y consolábamos a cada uno de vosotros» (1 Tes. 2:7-8, 11). Les había dado los cuidados de una madre y los de un padre.
En la primera carta que dirige a los corintios, cuando se vio obligado a hablarles de la «vara» a la cual quizá debiera recurrir, les dice que es «para amonestaros como a hijos míos amados» (1 Cor. 4:14, 21). En su segunda carta, lo encontramos desbordante de gozo y reconocimiento porque se había enterado de que habían recibido bien la primera, y les muestra en qué estado de ánimo había escrito: «Por la mucha tribulación y angustia del corazón os escribí con muchas lágrimas, no para que fueseis contristados, sino para que supieseis cuán grande es el amor que os tengo» (2 Cor. 2:4). Y al final de la epístola, su amor y abnegación se expresan por esta tan conmovedora declaración: «Yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más, sea amado menos» (12:15).
Entre los capítulos 12 y 14 de la primera epístola a los Corintios –los que nos instruyen en cuanto a los dones de Cristo a su iglesia y su funcionamiento armonioso– se encuentra el capítulo 13, el del amor. Sin el amor, los dones no son nada. El ministerio cristiano es un trabajo de amor.
3.6 - Ser conducido por el Espíritu
La presencia del Espíritu Santo en la tierra es uno de los resultados gloriosos de la ascensión de Cristo al cielo. Hoy en día, el Espíritu mora individualmente en cada creyente y en la Iglesia. Fue dado a los creyentes como el poder de la nueva vida, y su acción en ellos para conducirlos es una de las características del cristianismo. «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios» (Rom. 8:14). Por esto podemos reconocerlos.
A veces, unimos de una manera demasiado exclusiva la acción del Espíritu al ministerio en la iglesia, olvidando que esta acción debe caracterizar toda nuestra marcha cristiana, individual y colectiva. Gálatas 5 nos dice: «Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne» (v. 16) y «si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu» (v. 25). En el mismo capítulo es donde encontramos la descripción del «fruto del Espíritu» (v. 22), lo que el Espíritu produce en el creyente, si no se abandona a la influencia contraria de «la carne».
Sin embargo, está claro que la acción y la dirección del Espíritu debieran marcar de manera muy particular todo servicio para el Señor. En el momento de dejar a los suyos para irse al cielo, el Señor les anuncia: «Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos… hasta lo último de la tierra» (Hec. 1:8). Luego, vemos a los apóstoles «llenos del Espíritu Santo» que «hablaban con denuedo la palabra de Dios» (4:31). Esteban, «varón lleno de fe y del Espíritu Santo», «lleno de gracia y de poder», predicaba de tal manera que sus adversarios «no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba» (6:5, 8, 10). En los Hechos, encontramos aún varias otras menciones de la dirección del Espíritu (véase 8:29; 10:19; 13:2; 16:6-7). Estamos en un tiempo en que la debilidad humana es particularmente evidente, pero los recursos divinos siempre son los mismos.
En relación con la vida de iglesia, está escrito: «Ahora bien, hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de operaciones, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho. Porque a este es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu…» (1 Cor. 12:4-8). Entonces, con una fe sencilla podemos confiar en la acción del Espíritu para dar en el momento conveniente lo que responde a las necesidades de los presentes. Puede ser que los hermanos que se expresen conozcan las necesidades particulares de la iglesia; pero también puede ser que no las conozcan y que los oyentes den testimonio de que Dios les ha hablado (compárese con 1 Cor. 14:25). A través de la debilidad de los instrumentos, el Espíritu de Dios hace su obra.
Ahora surge una pregunta: ¿Podemos tener la certeza de que en este o aquel caso particular, es el Espíritu el que conduce a decir o hacer esto o aquello? Respecto a esto, la Palabra misma nos muestra algo muy humillante: nosotros siempre estamos expuestos a las influencias de nuestra carne. Motivos carnales siempre pueden mezclarse con los motivos espirituales y dañar en mayor o menor medida la obra de Dios. También podemos comenzar por el Espíritu y acabar por la carne. Todo esto nos causa «temor y temblor» (véase Gál. 3:3; Fil. 2:12).
Si tenemos en nuestro corazón el decir o hacer alguna cosa, y nuestra conciencia está limpia ante Dios, si esto nos parece sabio, conforme a la Palabra, y también responde a las necesidades de la iglesia, podemos admitir que es el Espíritu el que nos lo ha puesto en el corazón. Entonces digamos o hagamos lo que tenemos en el corazón, actuemos bajo un principio de fe, pero no pretendamos nada al respecto.
Cuando se trata de nuestros hermanos, debemos ser extremadamente reservados en las críticas o los juicios. Está escrito: «Los profetas hablen dos o tres, y los demás juzguen» (1 Cor. 14:29). Por las Escrituras, podemos juzgar si una enseñanza es correcta o no, pero difícilmente podemos ir más lejos. No sabemos todo lo que pasa en los corazones. De hecho, no somos competentes para juzgar «al criado ajeno». El siervo de Dios «dará a Dios cuenta de sí» (Rom. 14:4, 12). Si una acción de un hermano es conforme a la Palabra y no es manifiestamente inconveniente, no debemos dudar de que el Espíritu es quien lo ha conducido. A Dios le pertenece juzgar esto y no a nosotros.
El apóstol Pablo escribió también: «No apaguéis al Espíritu. No menospreciéis las profecías. Examinadlo todo; retened lo bueno» (1 Tes. 5:19-21). Dios puede servirse de un hermano de débil apariencia para dar algo útil; entonces no menospreciemos lo que dice. ¡Que nuestro comportamiento no sea nunca un obstáculo para la obra del Espíritu en la iglesia!
«Si alguno habla, hable conforme a las palabras –o «como los oráculos», V.M.– de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo» (1 Pe. 4:11). Los oráculos de Dios –sus comunicaciones inspiradas– se acabaron con lo que fue revelado a los apóstoles. Pero se pide aquí que aquel que predique la Palabra lo haga conforme a «los oráculos de Dios», como si llevara un mensaje de parte de Dios. ¡Qué seriedad da esto al ministerio! ¡Qué temor debe producir en nosotros de no añadir pensamientos de hombres a la Palabra de Dios! Y el objetivo del ministerio de la Palabra, como el objetivo de todo servicio cristiano, es que «sea Dios glorificado».
4 - La presentación del Antiguo Testamento
4.1 - Las diferencias en las dispensaciones
Aunque la plena revelación cristiana se encuentra solo en el Nuevo Testamento, en el Antiguo hay una maravillosa riqueza de instrucciones. ¿Cómo es posible? Porque, por una parte, la venida de Cristo y las bendiciones que traería fueron anunciadas bajo forma de profecías o símbolos, y que, por otra parte, contiene principios divinos inmutables. Por esta razón, los que predican el Evangelio o enseñan pueden sacar abundancias del Antiguo Testamento. A los discípulos de Emaús, el Señor «les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían» (Lucas 24:27). «Porque las cosas que se escribieron antes, para nuestra enseñanza se escribieron, a fin de que por la paciencia y la consolación de las Escrituras, tengamos esperanza» (Rom. 15:4). «Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos» (1 Cor. 10:11).
El paso de la dispensación o época de la ley a la de la gracia introdujo cambios importantes. El mensaje de Dios ya no se dirige únicamente a un pueblo, Israel, sino a todos los hombres. El principio de la justificación del hombre ante Dios no es más por el cumplimiento de las obras de la ley, sino por la fe en Jesús. Lo que Dios ofrece no es más una larga vida en la tierra y bendiciones terrestres, sino la vida eterna y bendiciones espirituales y celestiales. Todos estos cambios, que son imposibles de citar aquí, hacen necesario, pues, que se tomen ciertas precauciones cuando se lee o se enseña el Antiguo Testamento. Veamos algunos ejemplos.
El salmo 37 nos dice: «No te impacientes a causa de los malignos». «Confía en Jehová». «Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará». «Guarda silencio ante Jehová, y espera en él. No te alteres con motivo del que prospera en su camino» (v. 1, 3, 5, 7). El salmo anima al fiel mostrándole que aquellos que lo oprimen, pronto recibirán de parte de Dios su retribución. Nuestra fe puede echar mano de este aliento, que está totalmente de acuerdo con la enseñanza del Nuevo Testamento. Pero si bien hemos de apropiarnos de estas palabras, debemos ser conscientes de que muchas declaraciones del salmo no son para nosotros, o al menos en sentido literal, por ejemplo: «Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí. Pero los mansos heredarán la tierra…» (v. 10-11). En su primer sentido, conciernen al pueblo de Israel, en vista de las bendiciones que le traerá el reino del Mesías.
Durante la predicación del Evangelio, a veces utilizamos las palabras incisivas de Deuteronomio 30: «Os he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; escoge, pues, la vida, para que vivas tú» (v. 19). Cierto, no se leen los versículos siguientes que tratan sobre amar a Dios y guardar sus mandamientos para obtener la bendición de Dios en el país en el que iban a entrar, y para tener allí una larga vida. Al utilizar este pasaje para invitar a las personas a recibir la salvación, hay que ser conscientes de que se hace una aplicación a la dispensación o época actual y que, en su primer sentido, habla de bendiciones materiales y terrestres que se obtenían bajo el principio de obras cumplidas, lo cual es muy diferente del principio del cristianismo. Ciertamente no deseamos que el lector tome todo el conjunto del pasaje al pie de la letra. También añadimos que la idea de una opción o elección no aparece realmente en el Evangelio: «Dios… ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan» (Hec. 17:30). Vemos, pues, que la utilización de un pasaje como este para la predicación de las Buenas Nuevas de salvación es un poco problemática. Muchos otros textos del Antiguo Testamento ofrecen menos dificultades: el relato de la Pascua (Éx. 12), el de la serpiente de bronce (Núm. 21), la curación de Naamán (2 Reyes 5), etc.
En la historia de la cristiandad, la ignorancia de las diferencias entre las épocas de la ley y de la gracia, y la negligencia de poner estas diferencias en evidencia, condujeron a debilitar o a perder los rasgos característicos del cristianismo.
4.2 - La interpretación de la Biblia
¿Necesita la Biblia ser interpretada? Esta pregunta tiene varios aspectos.
En las Escrituras, muchas enseñanzas son claras como la luz del día y, por consecuencia, no necesitan interpretación. Debemos recibirlas tal y como nos son dadas, en su sentido literal y en toda su fuerza. Por ejemplo, si Dios nos habla del restablecimiento de Israel a su tierra en los últimos días y del reino glorioso del Mesías, no hay que ver otra cosa. En el curso de la historia de la Iglesia, algunos hombres –incluso verdaderos creyentes– pensaron que debían interpretar tales pasajes y, abandonando su sentido literal y verdadero, le dieron un pretendido sentido espiritual. Al hacer tal cosa alteraron el pensamiento de Dios. En la cristiandad actual, siguiendo esta cuesta peligrosa, algunos llegan hasta negar la creación, los milagros o la resurrección de Cristo. Estos esfuerzos por alterar la verdad divina tienen diversas causas que es útil saber reconocer. Por ejemplo, se quiere eliminar todo lo que ofrece cierta dificultad a la razón humana. O bien, se pone de lado todo lo que anuncia el juicio del viejo hombre y del mundo, porque esto condena automáticamente todo esfuerzo de mejoramiento de uno o del otro. Muchas veces también, se rehúsa aceptar el «filo» de la verdad –con todo lo que implica– e inclinarse ante ella.
Sin embargo, también hay en las Escrituras pasajes cuyo sentido es manifiestamente figurado. En el versículo: «Perros me han rodeado; me ha cercado cuadrilla de malignos; horadaron mis manos y mis pies» (Salmo 22:16), la palabra perro es simbólica, aunque el resto del versículo sea literal. Las declaraciones: «Echa tu pan sobre las aguas; porque después de muchos días lo hallarás» (Ecl. 11:1), o «Arad campo para vosotros, y no sembréis entre espinos» (Jer. 4:3), tienen sin duda un alcance que sobrepasa el primer sentido. Varias palabras del Señor Jesús también tienen un sentido figurado, por ejemplo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Juan 2:19), o «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna» (6:54).
Para interpretar el lenguaje simbólico de modo correcto, necesitamos, ante todo, el auxilio del Espíritu Santo. Él vino para guiarnos «a toda la verdad» (Juan 16:13; 1 Cor. 2:12). Debemos también tener cuidado con lo que enseña el conjunto de la Palabra. Un pasaje explica otro. A veces se dice que la Escritura es su propio intérprete, y esto es muy cierto. Si alguien interpreta un pasaje difícil dándole un sentido que contradice lo que se enseña en otros pasajes, evidentemente se equivoca. Para evitar interpretaciones erróneas, busquemos un conocimiento entendido y profundo de la Escritura y pidamos a Dios que desarrolle nuestro discernimiento espiritual.
Además, reconozcamos humildemente nuestras limitaciones y utilicemos los dones que el Señor ha otorgado a los suyos. El eunuco de Etiopía que leía Isaías 53 no comprendía lo que leía. Pero el Señor le envió a Felipe para abrirle este maravilloso capítulo y anunciarle a Jesús (Hec. 8:26-35). Los escritos de creyentes sólidos y fieles que nos han precedido aún están a nuestra disposición. Aprovechémoslos.
4.3 - El primer sentido del texto
Cuando se nos presenta un pasaje del Antiguo Testamento, podríamos vernos tentados a esconder al máximo los puntos en que el texto, en su verdadero sentido, no se aplica sino a Israel, y a poner solamente en evidencia lo que se aplica a los cristianos. Con el fin de hacer el texto más accesible, podríamos incluso intentar tomar todos los términos en un sentido espiritual, como si hubiese sido escrito a cristianos. Esta manera de actuar corre el riesgo de conducir al lector u oyente a confundir las dispensaciones, y a abandonar más o menos las características propias del cristianismo.
Cuando se enseña la Palabra, es altamente deseable ver claramente el primer sentido de un pasaje, antes de extraer las aplicaciones. Hay que ver primero a quien concierne o a quién se dirige. Muy a menudo, podemos comprobar que lo que Dios dijo a hombres de otro tiempo es enteramente para nosotros (véase por ejemplo Josué 1:5 y Hebr. 13:5-6). En otros casos, no es así (por ejemplo, Deut. 13:15; Esd. 10:3), aunque estos pasajes contienen también una instrucción para nosotros.
Dios sabe hablarnos a pesar de nuestra debilidad y de nuestra ignorancia. Seguramente que muchos de nosotros hemos tenido la experiencia de que Dios, una u otra vez, nos ha hablado personalmente por medio de un pasaje respecto del cual estábamos lejos de captar su verdadero alcance. Dios utiliza los medios que considera buenos, pero la responsabilidad de presentar la Palabra correctamente es nuestra.
4.4 - Las figuras y el lenguaje simbólico
Para comunicarnos sus pensamientos, Dios utiliza a menudo un lenguaje simbólico. Como ejemplo particularmente conocido, podemos citar los sacrificios del Levítico, los cuales nos presentan en figura (o sea, en forma de tipo) los diversos aspectos de los sufrimientos de Cristo y la excelencia de su persona. En tales pasajes, se trata de buscar con cuidado, y con la ayuda del Espíritu Santo, el sentido profundo de este texto inspirado, aunque sea menos evidente.
Cuando se presentan estas figuras y su significado, es útil, para una mejor comprensión, distinguir los dos planos acerca de los cuales nos expresamos: el del tipo y el del antitipo, es decir, el de la imagen y el del objeto que representa. Una confusión de estos dos planos trae como resultado una exposición oscura para cualquier persona que no comprenda bien esta forma de lenguaje. Por ejemplo, el Señor mismo dijo: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (Juan 3:14-15). Al comentar estas palabras del Señor o el relato de Números 21:6-9, evitaremos decir que para ser salvos debemos mirar a la serpiente de bronce, o que, para ser sanados, los israelitas debían mirar a Cristo colgado en la cruz.
Es cierto que a veces, los términos que designan las cosas tangibles del Antiguo Testamento son utilizadas por el Nuevo Testamento en un sentido espiritual y figurado, por ejemplo, «el velo», «un altar», un «olor fragante» (Hebr. 10:20; 13:10; Efe. 5:2). La enseñanza cristiana, en la medida que no perjudique la claridad de la exposición, puede utilizar también el mismo lenguaje ilustrado, y hablar de «desierto» de este mundo, del «maná» del que nos alimentamos, de la «nube» que se levanta para conducirnos o de la «Canaán» celestial en la que pronto entraremos. Pero observemos bien que lo contrario conduciría a un lenguaje incomprensible para muchos: los términos espirituales del cristianismo no son adecuados para describir las cosas concretas del judaísmo. Apenas podemos decir que, después del cruce del Jordán, los israelitas eran un pueblo resucitado, que había sido identificado con Cristo en su muerte y que en adelante iba a habitar en los lugares celestiales. Tal lenguaje sería impenetrable para quienes no conozcan ya el significado simbólico del paso del Jordán (comp. con Josué 3 y 4).
4.5 - Las aplicaciones morales de los relatos históricos
Si el Antiguo Testamento nos da muchos relatos históricos concernientes a una persona o al pueblo de Dios, es para que saquemos lecciones morales de ellos para nosotros. Estos relatos son minas inagotables de preciosas instrucciones, y el Nuevo Testamento nos invita a extraerlas. Como ejemplos característicos, mencionemos la fe y las obras de fe de Abraham (Rom. 4:12; Sant. 2:21), la incredulidad, la codicia, la idolatría, la inmoralidad y las murmuraciones de Israel en el desierto (1 Cor. 10:1-11) y la «gran nube de testigos» cuya historia es recordada en Hebreos 11.
Al poner estos relatos ante nosotros, Dios ejercita nuestro discernimiento espiritual. Somos continuamente llevados a buscar cuál es Su pensamiento respecto a comportamientos o palabras que se nos refieren. Así, descubrimos ejemplos a seguir o a evitar. Seguramente, no siempre podemos evaluar la conducta o las intenciones de los israelitas con las normas del cristianismo; hay que tener presente las diferencias de dispensación (o época). No obstante, la Palabra de Dios nos da suficiente luz para que podamos evaluar de manera justa e instructiva para nosotros. Y lo que nos enriquece particularmente de estos relatos –por encima de los comportamientos de los hombres, siempre caracterizados por la debilidad y las faltas– es el hecho de que aprendemos a conocer a Dios mismo.
Debemos recordar que, entre los hechos históricos que sucedieron, Dios seleccionó cierto número de acontecimientos o palabras y nos las comunicó. Pero no nos dijo todo manifiestamente. Esto se hace evidente por las diferencias que existen entre los relatos que se nos dan algunas veces en la Biblia (los libros de Reyes y Crónicas, por ejemplo). La ausencia de mención de un hecho no significa en absoluto que ese hecho no haya ocurrido. Nuestros comentarios de la Escritura deben pues limitarse a lo que nos es relatado. Es sabio no formularse hipótesis, ni siquiera probables, sobre lo que Dios no estimó conveniente revelarnos. Guardémonos de imaginar elementos del relato que se presten quizá para dar aplicaciones que nos parecen interesantes, pero sobre las cuales Dios no dice nada. Respetemos el silencio de Dios tanto como su Palabra.
4.6 - Confirmación mutua del Antiguo y del Nuevo Testamento
En muy numerosas ocasiones, el Señor, y luego sus apóstoles, apoyan su enseñanza mediante citaciones del Antiguo Testamento. Es un testimonio de la profunda unidad de las Escrituras.
Los mandamientos dados a Israel respecto a cosas concretas, muchas veces son imágenes de enseñanzas espirituales o morales dadas a los creyentes. Por ejemplo, una prescripción referente a los bueyes que trillaban el grano nos instruye respecto a lo que es debido a los obreros del Señor (1 Cor. 9:9-10). Igualmente, las instrucciones ceremoniales dadas a Israel en vista de la pureza o del culto son imágenes de la santidad a la cual somos llamados o del culto que tenemos que rendir. Las transposiciones siempre son necesarias, porque Israel era un pueblo terrenal, bajo la ley, mientras que los cristianos constituyen un pueblo celestial, bajo la gracia. No obstante, el descubrimiento de estos símbolos nos muestra que a Dios le plació revelarnos progresivamente su pensamiento, y poner a germinar en sus más antiguas comunicaciones lo que debía ser revelado cuando su Hijo estuviese en la tierra.
La enseñanza del Nuevo Testamento se ilustra y confirma así por medio de los símbolos del Antiguo.
Notemos, sin embargo, que las conclusiones que podemos sacar para nosotros de los relatos históricos del Antiguo Testamento, o las instrucciones ceremoniales dadas a Israel, verdaderamente solo tienen fuerza si encuentran su confirmación en el Nuevo Testamento. Sería peligroso deducir reglas de conducta para los cristianos, si el Nuevo Testamento –o la enseñanza general de las Escrituras– no lo justificara.
Por ejemplo, la solemne historia de Acán, en Josué 7, pone en evidencia la solidaridad del pueblo con él, que había pecado, así como el orgullo y la suficiencia del pueblo que apelaban el juicio de Dios. Encontramos estos mismos elementos en 1 Corintios 5. Así, el Antiguo Testamento y el Nuevo se confirman mutuamente y nos ponen ante los principios inmutables de Dios.
El capítulo 26 de Deuteronomio nos da otro ejemplo. Contiene ordenanzas concernientes al culto que los israelitas debían rendir cuando hubiesen entrado en el país que Dios les había prometido: el lugar adonde debían ir, la canasta que debían llenar con los mejores frutos del país, las palabras que debían pronunciar…, todo esto es ricamente instructivo para nosotros, en un sentido espiritual. Pero lo que da un verdadero fundamento a la aplicación que hacemos de este pasaje, es que el Nuevo Testamento nos invita a rendir un culto así: nos acordamos de dónde fuimos sacados (Rom. 5:8; Efe. 2:2, 5); por la fe nos apropiamos del hecho de que estamos sentados en los lugares celestiales con Cristo (Efe. 2:6), de que somos un «sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales» (1 Pe. 2:5); y así, llevamos a Dios «sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre» (Hebr. 13:15).
4.7 - Conclusión
Quienesquiera que seamos –ya padres que enseñan a sus hijos, ya hermanos que predican la Palabra de Dios en la iglesia, que llevan mensajes individuales en las visitas, o que redactan tratados, textos de edificación u otras publicaciones– animémonos en esta hermosa labor de comunicar la verdad de Dios. Lo que nos ha alimentado a nosotros mismos, puede alimentar a los demás. Lo que nos ha regocijado a nosotros, puede regocijar a los demás. Lo que ha tocado nuestros corazones o nuestras conciencias, es capaz de tocar otros corazones u otras conciencias. «Hoy es día de buena nueva»; no nos callemos (comp. con 2 Reyes 7:9). Y así, el que enseña ¡dedíquese a la enseñanza! (véase Rom. 12:4-7).
Previendo los acontecimientos que seguirían a su partida y el fracaso general de la cristiandad, el apóstol Pablo recuerda el poder de la Palabra de Dios: «Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados» (Hec. 20:32). Igualmente, hablando de los días en los cuales los engañadores estarían prestos a arruinar el testimonio de Dios en este mundo, el apóstol Juan revela a los niños en la fe el recurso divino que no les fallará nunca, la unción del Espíritu Santo: «Pero la unción que vosotros recibisteis de él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; así como la unción misma os enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira, según ella os ha enseñado, permaneced en él» (1 Juan 2:27). Aunque todos los servicios confiados a los hombres se hagan cada vez más débiles e insuficientes, o desaparezcan, la Palabra de Dios y el Espíritu Santo subsisten como los recursos supremos para conducir a los creyentes a toda la verdad. Por encima de todos los ministerios humanos, Dios mismo enseña a los suyos; comunica sus pensamientos a quienes le temen y le oyen. Así como el Señor lo dijo: «Y serán todos enseñados por Dios» (Juan 6:45).
Traducido de «Le Messager Évangélique», año 2003, página 199