Un camino trazado en tiempo de ruina


person Autor: Hamilton SMITH 29

flag Tema: Decadencia y remanente


Podemos estar seguros de que nunca habrá un día en la historia de la Iglesia sobre la tierra, por oscuro y difícil que sea, en que el creyente, si desea caminar por el camino de la obediencia, no pueda encontrar en la palabra de Dios alguna luz que le guíe. Por ignorancia o propia voluntad podemos errar el camino, por falta de dedicación podemos ser indiferentes, por falta de fe podemos escabullirnos, pero sin embargo la luz está allí para aquellos que la buscan y desean caminar en obediencia a la Palabra.

1 - Roboam (2 Crón. 10 y 11:1-17)

Hasta los días de Salomón, el pueblo de Israel era un solo reino. Al principio del reinado de Roboam hubo un cisma cuya historia y causas son instructivas para el pueblo de Dios hoy en día.

En primer lugar, podemos preguntarnos cuál fue la raíz de esta división. Sucedió en los días de Roboam, pero su origen se encuentra en la historia de Salomón, como se registra en 1 Reyes 11. Así, cuando hay una división entre el pueblo de Dios, la verdadera causa, a menudo, remonta al pasado. En este caso, todo proviene de una pérdida de la consagración a Dios y un abandono de la palabra de Dios. Para comprender el verdadero carácter de las debilidades de Salomón, debemos recordar que la ley de Moisés dio instrucciones muy específicas al rey. En Deuteronomio 17:14-20, se le advierte contra la mundanalidad, por un lado, y la desobediencia a la Palabra, por el otro. El rey no debía multiplicar el número de sus caballos; no debía incitar al pueblo a volver a Egipto, porque el Señor había dicho: «No volveréis nunca más por ese camino». No debía tener muchas esposas, ni acumular para sí mismo mucha plata y oro. Por otra parte, debía escribir una copia de la ley y leer en ella «todos los días de su vida», para aprender el temor de Jehová, y guardar todas las palabras de la ley.

En los capítulos 10 y 11 del primer libro de los Reyes, encontramos que todos los peligros reportados en el Deuteronomio son el origen de las caídas del rey Salomón. Multiplica el número de sus caballos, haciendo que el pueblo vuelva a Egipto a buscarlos (10:28). Multiplicó el número de sus esposas, así como su riqueza en plata y oro. Además, aunque se habla mucho de la riqueza, sabiduría y magnificencia de Salomón, nunca se nos informa de que haya leído la ley del Señor. Y finalmente el Señor debe decirle: «No has guardado mi pacto y mis estatutos que te ordené» (11:11).

Aquí es donde descubrimos la raíz de la división en Israel y, podemos asegurarlo, la de todas las divisiones que han tenido lugar en el pueblo de Dios. Primero, la mundanalidad no juzgada que aleja los corazones de la verdadera piedad, y segundo, la desobediencia a la Palabra de Dios.

Debido a estas cosas, Dios había advertido a Salomón que el reino se dividiría en dos. No obstante, observemos que esta división no solo debía ocurrir por la infidelidad del rey, sino también por la infidelidad del pueblo. Cuando el profeta anuncia a Jeroboam que el reino será dividido, no dice nada sobre la infidelidad de Salomón, sino que solo habla de la infidelidad del pueblo. La división vendrá, dice Jehová, «porque me han abandonado y han adorado a Astoret… y no han andado en mis caminos para hacer lo que es justo a mis ojos, y mis estatutos y mis ordenanzas» (1 Reyes 11:31-33).

La raíz de la división es, en efecto, la mundanalidad que desvía el corazón hacia otros dioses y la desobediencia a la palabra de Dios, pero concierne a todo el pueblo. La locura y las faltas de los conductores, aún siendo graves, no habrían necesariamente acabado en la división, si no hubiese habido el bajo estado moral del pueblo de Dios en general.

Estas fueron las causas de la división, pero ¿cómo se produjo? La historia está expuesta en 1 Reyes 12 y 2 Crónicas 10. El rey Salomón muere y su hijo Roboam asciende al trono. Inmediatamente se produce una crisis. Israel había conocido una dolorosa servidumbre durante los años anteriores, y ahora una parte del pueblo se levanta para protestar. ¿Cómo reacciona el conductor de ese tiempo? En primer lugar, Roboam es aconsejado por los ancianos, que son ricos en experiencia. «Todo irá bien –dicen– si eres bueno con este pueblo, si te conviertes en su siervo y si les hablas bien» (1 Reyes 12:7; 2 Crón. 10:7). ¿No son llevados nuestros pensamientos a Romanos 15:1-4 al oír la respuesta de los ancianos? En el primer versículo de este pasaje, tenemos la «bondad» para «conllevar las flaquezas de los débiles» (V.M.), en lugar de ponerles yugos pesados. En los versículos 2 y 3, se nos invita a complacer a nuestro prójimo «en lo que es bueno, para edificación», no para complacernos a nosotros mismos; y en el versículo 4 se nos recuerda que es a través de la paciencia y el consuelo de las Escrituras que podemos tener esperanza.

Este es el consejo espiritual de los ancianos, en contraste con el consejo del corazón natural, dado por los «jóvenes». Aconsejan a Roboam que adopte una actitud dura que, según su lógica, mantendrá la autoridad y la majestad del reino. Desgraciadamente, Roboam sigue este consejo del hombre natural. Adopta una actitud autoritaria e irrazonable, y amenaza a los que protestan con un castigo ejemplar (1 Reyes 12:12-14).

A la violencia del rey responde la violencia del pueblo, que apedrea al oficial del rey, como resultado de lo cual se consuma la división (v. 16-19).

Simplemente considerando los hechos, se podría concluir que la división se debió enteramente a la locura de Roboam. Es cierto que esta fue la causa inmediata de la división, pero la palabra de Dios que anunciaba el juicio había sido pronunciada mucho antes de las violentas palabras del rey (v. 15). La poderosa mano de Dios en la disciplina estaba detrás del brutal comportamiento del rey. El santo gobierno de Dios estaba dividiendo el reino, y detrás de la disciplina de Dios estaba el mal estado del pueblo.

El resto de la historia de Roboam es extremadamente instructivo. Nos advierte de los escollos que hay que evitar en la división, y nos guía en cuanto a la actitud a tomar.

Roboam inmediatamente se puso a trabajar para reunir al pueblo, y levantó un ejército para este propósito. Sin duda, era según los pensamientos de Dios que el pueblo debía estar unido. Así había sido en el principio, y así volverá a ser en los días venideros, según la palabra del profeta: «y los haré una nación en la tierra, en los montes de Israel, y un rey será a todos ellos por rey; y nunca más serán dos naciones, ni nunca más serán divididos en dos reinos» (Ez. 37:22). Podríamos deducir que Roboam sería aprobado en sus esfuerzos por terminar con la división y restaurar la unidad del pueblo de Dios.

Sin embargo, debe aprender, y todo Israel con él que, a pesar de la división, las diez tribus siguen siendo sus «hermanos», y que no tienen que «subir y hacer la guerra» contra ellos. Por medio del profeta Semaías, Jehová explica a Roboam por qué deben desistir. «Porque yo he hecho esto» dijo (2 Crón. 11:4). Dios había reprendido a Salomón por su mundanalidad y desobediencia a la Palabra y le había dicho: «Por cuanto ha habido esto en ti… romperé de ti el reino» (1 Reyes 11:11). Ahora que el golpe ha caído, Dios puede explicarle a Roboam: «Esta cosa ha pasado a través de mí». Buscar corregir el mal hecho por Salomón puede parecer correcto; en realidad, ignorar las acciones del gobierno de Dios es ciertamente incorrecto. Roboam y los que están con él tienen que aprender, y nosotros con ellos, que el gobierno de Dios no puede ser desatendido a la ligera.

Muy sabiamente, Roboam y las dos tribus cesaron sus esfuerzos: «Y ellos oyeron la palabra de Jehová» (2 Crón. 11:4). Aceptaron la humillación y la tristeza de la división y se inclinaron bajo la mano de Jehová que los castiga. A partir de ahora Roboam permanece en la esfera restringida que ha producido la división, «Y habitó Roboam en Jerusalén» (v. 5). ¿Significa esto que se instala para vivir en tranquilidad e inactivo? ¿Y que ya no se siente preocupado por los intereses del pueblo de Dios? Al contrario, ya que leemos que se convierte en constructor, edificando ciudades en Judá y Benjamín (v. 5-10), fortaleciendo lo que queda (Apoc. 3:2). Más aún, hace «provisiones de alimentos, aceite y vino» (2 Crón. 11:11). Reúne provisiones para el pueblo de Dios.

¿Cuál fue el resultado? Judá se convirtió en un refugio para todo Israel. «Y los sacerdotes y levitas… se juntaron a él desde todos los lugares donde vivían», «todas las tribus de Israel los que habían puesto su corazón en buscar a Jehová Dios de Israel; y vinieron a Jerusalén». Así «fortalecieron el reino de Judá» (v. 13, 16-17).

Durante tres años esta prosperidad continuó; después de lo cual, desgraciadamente, Roboam abandonó la ley de Jehová (2 Crón. 12:1). El desastre siguió rápidamente. Si hubiera seguido su camino en obediencia, ¡qué prosperidad habría reinado!

¿No nos habla esta historia? En presencia de todo lo que tiende a dividir a los creyentes, reconozcamos que la mano de Dios se hace sentir sobre nosotros, debido a nuestra mundanalidad y abandono de la Palabra. Inclinémonos bajo esta poderosa mano de Dios que nos castiga. Permanezcamos en pacífica obediencia a la Palabra, sobre la sólida base que Dios ha puesto, buscando consolidar lo que queda y alimentar al pueblo de Dios, dispuestos al mismo tiempo a acoger a todos aquellos que también deseen someterse a la Palabra.

2 - Jeremías (Jer. 42 y 43:1-7)

Cuando ocurrieron los eventos reportados en este capítulo, habían pasado cuatrocientos años desde Roboam y la gran división de Israel. En ese momento encontramos al pueblo de Dios no solo dividido sino también dispersado. Ciento treinta años antes, las diez tribus habían sido capturadas y ahora estaban entre las naciones. Sucesivas deportaciones habían disminuido las filas de Judá hasta que finalmente el reino dejó de existir.

Sin embargo, un remanente del pueblo estaba todavía en la tierra. En los primeros versículos de Jeremías 42, estos hombres, «desde el menor hasta el mayor», se acercan al profeta, declarando que buscan la luz de Jehová. Se dan cuenta de que «de muchos hemos quedado unos pocos» (v. 2), y piden: «que Jehová…nos enseñe el camino por donde vayamos, y lo que hemos de hacer» (v. 3).

Reconocen la ruina del pueblo; reconocen que son pocos en número. En medio de la ruina, y confesando su debilidad, se reúnen para preguntar a Jehová el camino que quiere que sigan y cómo quiere que actúen. ¿Qué podría ser más apropiado, en tales circunstancias, que recurrir a Jehová para que los guíe?

Jeremías les asegura que orará a Jehová por ellos y les dirá su respuesta, sin ocultarles nada (v. 4). Esto los lleva a hacer una declaración muy solemne, diciendo que, cualquiera que sea la respuesta de Jehová, escucharán su voz; reconocen como es debido que, al hacerlo, el bien les llegará. No importa cuán oscuros sean los tiempos, no importa cuán grande sea la ruina, todo estará bien para aquellos que escuchen la voz de Jehová (v. 5-6).

Una cosa, sin embargo, estropea estas hermosas palabras. Lo que sigue revelará que detrás de ellas, la propia voluntad estaba en juego. Ya habían tomado su decisión. La voluntad de la carne fue traicionada por su muy segura afirmación de estar listos para obedecer la voz de Jehová. ¡Cuántas veces desde ese día, la carne se ha mostrado con esta palabra de confianza en sí misma, traicionando su propia voluntad! Cuando oímos a personas, como estos judíos, decir: “denos un versículo de la Palabra y nos inclinaremos ante ella”, podemos preguntarnos si la propia voluntad no está en juego.

Jeremías va a Jehová, pero solo después de diez días recibe una respuesta. Durante este tiempo, aparentemente, no tiene comunicación con el pueblo. No se aventurará a dar una opinión personal sobre cómo deben actuar, sino que esperará instrucciones claras del Señor (v. 7).

La respuesta de Dios es muy clara, al igual que los principios que destaca. Si este pequeño remanente quiere ser restaurado, y establecido –si quieren disfrutar de la presencia de Jehová con ellos, y de su bondad, una condición debe ser cumplida. Deben continuar «quietos en esta tierra». No importa cuán grande sea la infracción, no importa cuán completa sea la ruina, aún habrá bendición para un pequeño remanente, unos pocos en medio de la multitud, mientras permanezcan sobre el terreno de Dios para el pueblo de Dios. Su rey y sus conductores pueden haber huido, la casa de Jehová puede haber sido completamente quemada, arrasada y los muros de Jerusalén destruidos, pero aún así habrá bendición para los que permanezcan en el país. El país era el lugar de todo Israel; desgraciadamente, la mayoría había sido llevado cautivo y estaba dispersado entre las naciones. Pero toda la bendición para los pocos que quedaban dependía del hecho de seguir viviendo en el país (v. 9-12).

Podemos detenernos a considerar estos eventos del pasado lejano y preguntarnos: ¿No contiene esta historia una lección para aquellos que, en el tiempo presente, en gran debilidad, buscan saber en qué camino tienen que caminar y qué tienen que hacer, en medio de la dispersión del pueblo de Dios? La gran lección que surge de este relato es esta: No importa cuán arruinado, no importa cuán dividido y dispersado pueda estar el pueblo de Dios, la bendición la encontrarán aquellos que continúen permaneciendo en el terreno de Dios para todo el pueblo de Dios. En otras palabras, el camino de la bendición, a pesar de todas las faltas, es permanecer a la luz de lo que es verdad para toda la Iglesia de Dios, y rechazar cualquier otro fundamento. Ningún fracaso de nuestra parte puede quitarnos la responsabilidad de caminar y actuar según la verdad de la Iglesia de Dios, vista de forma local o colectiva.

Los principios que deben guiar a la Iglesia hoy en día conservan toda su fuerza. Se despliegan ante nosotros en la Primera Epístola a los Corintios. “Tampoco tenemos que pretender ser la única lámpara donde vivimos, como lo era entonces la iglesia en Corinto, sabiendo que la dispersión o incluso el abandono del testimonio colectivo no significa el retiro del Espíritu… Al contrario, debemos aferrarnos a las enseñanzas de la Palabra dondequiera que nos encontremos… Pero no esperemos la manifestación de un poder similar a lo que era antes de que el juicio de Dios no interviniera… Así como no tenemos que adaptar los principios a la corrupción circundante, tampoco tenemos que abandonarlos con el pretexto de que ya no es posible hacerlos valer como en el pasado. «Antes bien sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso» (Rom. 3:4). Tengamos cuidado de no abandonar un principio porque sea atacado violentamente o porque haya sido aplicado tan miserablemente. El principio sobrevive a mil decepcionantes intentos de ponerlo en práctica. La luz no debe ser juzgada por la lámpara sucia a través de la cual intenta brillar… Puedo lamentar y decepcionarme de que la lámpara haya sido colocada por así decirlo bajo un celemín, pero debo recordar que sigue siendo una lámpara capaz de dar luz a todos los de la casa” (J.G. Bellett).

Volvamos a la historia del resto de Judá en los días de Jeremías. Allí encontramos tantas advertencias como instrucciones para nosotros. Después de hacerles saber la palabra de Jehová sobre el camino de la bendición, Jeremías les advirtió solemnemente en nombre de Dios. Si dicen: no viviremos en esta tierra; tememos los conflictos, tal vez incluso la falta de pan; queremos dejar el país para escapar de todo esto –pero, ¡estas son las consecuencias! El profeta les advierte que precisamente esas cosas de las que intentan escapar les sucederán. Es más, en lugar de tener a Jehová con ellos como su bendición, tendrán su mano contra ellos como castigo. No escaparán, dice Jehová, «del mal que traeré yo sobre ellos» (v. 13-17).

¿No es esto una advertencia para nosotros hoy? Cansados de andar en el camino de Dios, ¿no estamos a veces tentados de buscar un camino más fácil en un sistema humano, un sistema en el que, introduciendo principios y métodos mundanos, escaparemos del continuo ejercicio de la fe al que estamos llamados? ¿No estamos a veces cansados del incesante conflicto que supone mantener la verdad, y luego tentados a rehuir, temiendo ser molestados por llamadas de trompeta que nos avisen de los peligros que nos acechan? No estamos tentados de decir: «¿Si tenemos que enfrentarnos a un combate continuo, sufriremos hambre espiritual?» ¿No somos a veces asaltados violentamente por el Tentador, que pretende hacernos abandonar la verdad de Dios con el pretexto del bien de la iglesia?

En presencia de tales argumentos –ya sea que surjan en nuestros propios corazones, o nos sean sugeridos por otros– recordemos las advertencias de Jehová a los judíos en los días de Jeremías. En primer lugar, dar un paso en falso para evitar dificultades es la forma más segura de caer en ellas. Sí, dejar el terreno de Dios para huir de los ejercicios del camino de la fe nos abrumará con problemas en el camino de nuestra propia voluntad y nos atará al mundo.

Entonces, se advierte a los judíos que aquellos que tomen tal camino caerán bajo la ira de Dios y no verán más ese lugar. Se puede observar que aquellos que caminaron por un tiempo a la luz de la verdad en cuanto a la Iglesia de Dios y luego la abandonaron por un camino más fácil en un sistema humano, rara vez han sido restaurados. Se les dice: «y no veréis más este lugar» (v. 18).

Desgraciadamente, aquellos a los que Jeremías habló rechazan la instrucción y no hicieron caso de las advertencias de Jehová. Jeremías no ignora la razón de esto. Dice: «¿Por qué hicisteis errar vuestras almas?» (v. 20). Su propia voluntad los engañó: de hecho, ya habían decidido bajar a Egipto. Nada distorsiona tanto el juicio e impide la comprensión de la verdad como la propia voluntad. No ve lo que no quiere ver. Y, como siempre, detrás de la propia voluntad se encuentra el orgullo. No quieren admitir que se equivocan: «todos los varones soberbios dijeron a Jeremías: Mentira dices; no te ha enviado Jehová nuestro Dios para decir: No vayáis a Egipto para morar allí» (Jer. 23:2).

Afirman que Jeremías no se guía por la palabra de Jehová, y que solo repite la palabra de un hombre. Prácticamente están diciendo: “Te hemos pedido una palabra de Jehová y tú simplemente repites lo que dice Baruc. Si te escuchamos, solo nos llevará a todos a la esclavitud” (v. 3).

Corazones engañados por su propia voluntad y orgullo, se alejan de las instrucciones del Señor y se desvían de su «camino». Abandonan el terreno de Jehová destinado a su pueblo y toman el camino de su propia elección; el resultado es que «ya no verán este lugar».

Si queremos saber «el camino que tenemos que recorrer y lo que tenemos que hacer», pidamos con rectitud a Dios que nos lo haga saber, obedezcamos su Palabra y «habitemos en ese país».

3 - Daniel (Dan. 9)

Cuando el remanente de Judá abandonó el país, en los días de Jeremías, se completó la dispersión del pueblo. Pasaron 50 años, y Jehová intervino en gracia y produjo un despertar. En respuesta a la invitación de Ciro, una pequeña parte del pueblo dejó el país del cautiverio y regresó a su propia tierra. Las experiencias de los que vivieron esta restauración, y los principios que los guiaron, están declaradas en la oración y confesión de Daniel. Encontraremos allí muchas instrucciones para que aquellos que, de nuestros días, han sido liberados de los sistemas humanos para reunirse de acuerdo con las enseñanzas de la Palabra en cuanto a la Iglesia. La época en la que vivimos es muydiferente a la de Daniel y, sin embargo, moralmente, hay muchas analogías entre estos dos períodos.

En primer lugar, Daniel, en su tiempo, puede mirar hacia atrás más de mil años, mil años de deficiencias en el pueblo de Dios. En su confesión, remonta al tiempo en que Jehová sacó a Israel de Egipto, y, pensando en ese tiempo, puede declarar: «hemos pecado, hemos hecho impíamente» (9:15).

En segundo lugar, en los capítulos 7 y 8, se le concede al profeta ver el futuro; y allí nuevamente toma conocimiento de los incumplimientos y sufrimientos que esperan al pueblo de Dios. Él ve que las potencias de los gentiles harán la guerra contra los santos y prevalecerán contra ellos; el sacrificio continuo será quitado; la verdad será derribada; el enemigo prosperará y destruirá a los hombres fuertes y al pueblo de los santos (7:21; 8:11-13, 24).

En tercer lugar, señala que esta larga historia de fracasos del pueblo continuará hasta que el Hijo del hombre venga y establezca su reino (7:13-14).

Así Daniel ve el pasado marcado por el fracaso, el futuro oscurecido por el anuncio de sufrimientos más profundos y deficiencias más graves y ninguna esperanza de liberación para el pueblo en su conjunto hasta que el Rey venga. Frente a todo esto, Daniel está muy afectado. Queda turbado por sus pensamientos, y enferma por unos días (7:28; 8:27).

No podemos dejar de ver la analogía entre estas experiencias del profeta y lo que está sucediendo hoy en día. Al mirar hacia atrás no solo vemos casi dos mil años de deficiencias en medio de lo que profesa ser la Iglesia de Dios, sino que la Palabra nos enseña que el corto tiempo que tal vez nos queda estará marcado por una ruina creciente de esta profesión cristiana. «En los últimos días» dice el apóstol Pablo, «vendrán tiempos peligrosos… los malos hombres y los engañadores irán de mal en peor… Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana enseñanza… y apartarán de la verdad el oído…» (2 Tim. 3 y 4). Pedro también nos advierte que habrá falsos maestros entre el pueblo de Dios, que introducirán encubiertamente sectas de perdición, negando incluso al maestro que los compró (2 Pe. 2). Además, lo último que se le revela a Daniel también es cierto para nosotros, ya que aprendemos por las Escrituras que no habrá restauración para la Iglesia en su conjunto, hasta la venida de Cristo.

Pero estas no son las únicas analogías entre nuestra época y la de Daniel. El profeta hizo otro descubrimiento. Aprendió de las Escrituras que, a pesar de todos los fracasos pasados y todos los fallos futuros, Dios había predicho que habría un pequeño despertar en medio de esos años. Le había mostrado a Jeremías que después de setenta años, habría una curación parcial de las miserias de Jerusalén. De la misma manera, aprendemos por las Escrituras que en medio de la corrupción y en el estado de muerte del cristianismo, manifestados en Tiatira y Sardis, habría un nuevo despertar, a saber, el de Filadelfia.

Este despertar tiene cuatro características sobresalientes. En primer lugar, el Señor declara a Filadelfia: «…tienes poca fuerza»; en segundo lugar: «has guardado mi palabra»; en tercer lugar: «no has negado mi nombre»; en cuarto lugar: «has guardado la palabra de mi paciencia» (Apoc. 3:7-10). En tiempos en que la profesión religiosa se exhibe con fuerza bajo el carácter de la gran Babilonia, los que viven este despertar están marcados por una posición exterior de debilidad. Cuando la Palabra se deprecia por todos lados, ellos la mantienen en su pureza e integridad. Cuando la persona de Cristo es atacada, ellos no niegan su nombre. Finalmente, cuando los hombres hacen esfuerzos desesperados para unificar la cristiandad, ellos guardan la palabra de su paciencia. Esperan la venida de Cristo para sanar las divisiones y finalmente reunir a su pueblo en su presencia.

La obediencia a la Palabra y el rechazo de negar el nombre de Cristo implica muchas cosas, especialmente la restauración de la verdad con respecto a Cristo y a su Iglesia, el llamado celestial, la venida de Cristo, y otras verdades que fluyen de ella.

Pero aquellos que desean someterse a la Palabra y dar a Cristo su lugar están expuestos al peligro constante de abandonar las verdades que han vuelto a encontrar. De allí la amonestación que se les dirige: «…retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona» (v. 11), o «habiendo acabado todo, estar firmes» (Efe. 6:13).

Claramente, no podemos ni «estar firmes» ni «vencer» con nuestra propia fuerza. Ambas cosas solo son posibles si nos fortalecemos en la gracia que es en Cristo Jesús. Por lo tanto, debemos mirar al Señor y a su gracia, lo que implica la oración, así como una condición moral adecuada ante Él. Esto requiere una confesión. Y en relación con estos dos requisitos, la oración y la confesión, podemos aprender mucho del ejemplo de Daniel. Primero había mirado hacia atrás, luego miró a su alrededor, y cuando vio el lamentable estado del pueblo de Dios, se sintió muy angustiado. En esta angustia, apartó su mirada del hombre y la dirigió hacia Dios, como dice en el capítulo 9: «Volví mi rostro a Dios el Señor, buscándole en oración» (v. 3). Pero no se contentó con orar; añadió: «e hice confesión» (v. 4).

Ahora veamos los resultados de esta oración y confesión. En primer lugar, estas lo colocan ante la grandeza, santidad y fidelidad de Dios. El hombre se hace muy pequeño a sus ojos. Daniel puede ser desfalleciente, pero el Señor es «grande». Dios es fiel a su palabra, y si su pueblo se aferra a su nombre, si lo ama, si cumple su palabra, encontrará su favor a pesar de todos sus defectos.

El segundo resultado es que el hombre de Dios adquiere un profundo sentido de la ruina total del pueblo. Reconoce que el bajo estado moral del pueblo es la causa de todo lo que le ha sucedido. No busca culpar solo a algunos, sino que se une al fracaso del pueblo en su conjunto; declara: «Hemos pecado… nuestros reyes… nuestros príncipes…nuestros padres y … todo el pueblo de la tierra» (Dan. 9:5-6). Personalmente, Daniel no había tenido ninguna participación directa en lo que había causado la dispersión setenta años antes. Pero la falta de responsabilidad personal y el lapso de tiempo pasado no lo llevaron a ignorar la división y la dispersión, ni a culpar a las personas que ya hacía tiempo desaparecieron de la escena. Por el contrario, se identifica con el pueblo de Dios y confiesa: «Hemos pecado».

En la historia de Israel, vemos al pueblo alejarse de Dios y, en su bajo estado (moral o espiritual) pedir un rey. Pero los reyes los han llevado por mal camino. Este también fue el caso en la historia de la Iglesia. En 1 Corintios 3 y 4, Pablo atribuye toda división al estado carnal de los miembros de la iglesia, un estado que los llevaba a ponerse bajo las órdenes de ciertos conductores. En otro lugar, el apóstol anuncia que después de su partida, se levantarán hombres que causarán divisiones: «Porque yo sé que después de mi partida… de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos» (Hec. 20:29-30).

De esto se desprende que la raíz de toda división, ya sea en Israel o en la Iglesia, es el bajo estado moral del pueblo de Dios en su conjunto, y no simplemente la acción nefasta de algunos individuos. Y es evidente que una verdadera confesión debe incluir a todo el pueblo. Daniel no piensa solo en una ciudad (no importa cuál sea su responsabilidad), sino que, con Jerusalén, incluye a «todo Israel»; y no limita sus pensamientos a todos los de Israel que están «cerca»; incluye a todos los que están «lejos» (9:7).

Teniendo este ejemplo delante, podemos preguntarnos cuál debería ser nuestro primer objetivo cuando confesamos nuestros pecados y nos humillamos. ¿Es solo para que las brechas sean reparadas? Esto es algo que debe dejarse en manos de Aquel ante quien hemos fallado gravemente. Nuestro objetivo debe ser la restauración completa, una restauración digna de nuestra vocación, de la que nos hemos alejado tanto.

Un tercer resultado de la oración y la confesión de Daniel es que reconoce la mano de Dios corrigiendo a su pueblo. Encierra un principio de suma importancia: que cuando se produce división y dispersión, estos tristes sucesos deben ser aceptados como provenientes de Dios, actuando en santa disciplina, y no simplemente considerados como causados por la acción desafortunada o malvada de algunos individuos. Esto es particularmente evidente en la gran división que tuvo lugar en Israel después de Salomón. El medio por el cual fue provocado fue la conducta insensata de Roboam, pero Dios dijo: «Porque yo he hecho esto» (2 Crón. 11:4).

Cuatrocientos cincuenta años más tarde, cuando el pueblo de Dios no solo estaba dividido sino también dispersado entre las naciones, Daniel reconoce este gran principio muy claramente. Declara: «Tuya es, Señor, la justicia, y nuestra la confusión de rostro, como en el día de hoy lleva todo hombre de Judá, los moradores de Jerusalén, y todo Israel, los de cerca y los de lejos, en todas las tierras adonde los has echado…» (v. 7). Más adelante, habla de Dios «trayendo sobre nosotros tan grande mal» y dice «Jehová veló sobre el mal y lo trajo sobre nosotros» (v. 12, 14). Así Daniel pierde de vista la maldad y la locura de determinados hombres. No cita ningún nombre. No habla de Joaquín y de las abominaciones que cometió, ni de Sedequías y su locura. Tampoco menciona la violencia despiadada de Nabucodonosor, pero mirando más allá de las personas y de los acontecimientos, ve en la dispersión la mano de un Dios justo.

Asimismo, un poco más tarde, Zacarías escuchará esta palabra de Jehová para los sacerdotes y para todo el pueblo del país: los esparciré «como por un torbellino, entre todas las naciones que no conocían» (Zac. 7:4-5, 8, 14). Más tarde, en su oración, Nehemías recordaría estas palabras de Jehová a través de Moisés: «Si vosotros pecareis, yo os dispersaré por los pueblos» (Neh. 1:8).

Estos hombres de Dios no intentan minimizar la forma de disciplina de Dios. Ni siquiera dicen que Dios «permitió» que su pueblo se dispersara, sino que reconocen claramente que Dios expulsó al pueblo y trajo el mal sobre ellos.

En cuarto lugar, otro gran principio que fluye del retorno a Dios a través de la oración y la confesión es no solo reconocer la mano de Dios que nos disciplina, sino volverse a Él que es el único que puede reunir y bendecir a su pueblo. Así, reconocer el justo fundamento de la disciplina es la única esperanza para que haya un despertar o una curación; volviéndonos hacia Dios, miramos a Aquel que no solo puede causar división sino también reunir, no solo dispersar sino también volver a traer, no solo desgarrar sino también sanar (Oseas 6:1).

El hombre puede dispersar, dividir y desgarrar, pero jamás puede volver a juntar, unir y sanar. Dios puede hacer ambas cosas y lo hace con justicia. Esto se ve claramente en la confesión de Daniel; dice: «Tuya es, Señor, la justicia…los has echado…» Y añade: «Jehová veló sobre el mal y lo trajo sobre nosotros; porque justo es Jehová nuestro Dios en todas sus obras que ha hecho» (v. 7, 14). Luego, por tercera vez, apela a la justicia de Dios; pero esta vez es para que bendiga y derrame la gracia; declara: «Oh Señor, conforme a todos tus actos de justicia, apártese ahora tu ira y tu furor» (v. 16).

Daniel basa su llamada de ayuda en el hecho de que, aunque el pueblo había pecado enormemente y aunque Dios había tenido que disciplinarlos, sin embargo, era su pueblo. Es, dice Daniel, tu ciudad Jerusalén, tu monte santo, tu pueblo que está en oprobio, tu santuario que está desolado, y tu siervo que ora (v. 16-17). Luego suplica que se le conceda la bendición «por amor al Señor» (v. 17).

Entonces apela a las «grandes misericordias» de Jehová. Finalmente invoca el nombre de Jehová y concluye: «porque tu nombre es invocado sobre tu ciudad y sobre tu pueblo» (v. 19).

Estos son algunos de los grandes principios que deberían guiarnos en una época de confusión y de ruina. En primer lugar, dirigirse a Dios a través de la oración y de la confesión y, en su presencia, adquirir una nueva conciencia de su grandeza, de su santidad y de su gracia hacia aquellos que están dispuestos a cumplir su palabra (v. 3-4).

En segundo lugar, confesar nuestras faltas y nuestra ruina total (v. 5-15).

En tercer lugar, reconocer plenamente la justicia de Dios en su forma de actuar con nosotros al corregirnos (su gobierno sobre nosotros) (v. 7, 14-15).

En cuarto lugar, confiarnos en el poder de Dios, que puede actuar en gracia y levantarnos.


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