Las epístolas de Cristo

2 Corintios 3


person Autor: Hamilton SMITH 29

(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)


En el tercer capítulo de la Segunda Epístola a los Corintios, el apóstol Pablo nos presenta a Cristo ante nuestras almas en tres distintas maneras.

Primero, Cristo es presentado como escrito en los corazones de los creyentes que formaban la iglesia en Corinto (v. 3).

Segundo, Cristo es presentado como manifestado a «todos los hombres» por esta asamblea (v. 2-3).

Y tercero, Cristo es presentado como una Persona viviente en la gloria –siendo él el Objeto delante de estos creyentes (v. 18).

Siendo esto así, nos presenta ante nosotros la intención de Dios que, durante la ausencia de Cristo en este mundo, existirán reuniones de creyentes en la tierra, los cuales tendrán a Cristo escrito en sus corazones, será Cristo manifestado en sus vidas, y tendrán ante ellos a Cristo como su Objeto en la gloria.

Mientras leemos las conmovedoras últimas instrucciones del Señor a sus discípulos, y mientras escuchamos reverentemente la oración del Señor al Padre, somos conscientes que lo fundamental de ambos de los discursos y la oración es que mantengamos siempre la gran verdad que los creyentes somos dejados en este mundo para representar a Cristo –el Hombre que ha ido a la gloria. Es la intención de Dios que, aunque personalmente Cristo ya no está aquí en el mundo, sin embargo, Cristo puede ser visto moralmente en los suyos. Además de esto, es bien manifiesto que todas las epístolas nos constriñen e insisten que nuestro privilegio y responsabilidad como creyentes es presentar el carácter de Cristo a un mundo que le rechazó y le echó fuera de sí.

En las cartas a las siete iglesias en Apocalipsis, se nos permite contemplar al Señor andando en medio de las iglesias, tomando nota de su condición, y dándonos su juicio en qué han respondido positivamente, y en lo que han fracasado y fallado, y caído en su responsabilidad. En consecuencia, aprendemos que la gran masa de aquellos que profesan su nombre, no solamente han fracasado totalmente en representar su carácter delante del mundo, sino que han venido a ser rematadamente corruptos e indiferentes al Señor, y que al final, ellos serán vomitados de su boca, y así por último serán rechazados. No obstante, también aprendemos que en medio de esta vasta profesión habrá, hasta el fin de la historia de la Iglesia en la tierra, algunos quienes, a pesar de que tienen poca fuerza, responderán a su pensamiento, presentando algo de la belleza y hermosura del carácter del Señor.

Viendo, pues, que todavía es posible, aun en un tiempo de ruina, poder expresar algo del carácter de Cristo, seguramente que cada uno que ama al Señor querrá decir, “Yo deseo responder a la mente del Señor y ser del número de quienes, en alguna pequeña medida, manifiestan algo de los hermosos rasgos de Cristo en este mundo alrededor”.

Es verdad que también es posible que en el mundo se pueda tener una cierta estimación de Cristo, por medio de la Palabra de Dios –pero aparte de la Palabra– la cual pueden poner en cuestión, o que no la entiendan a pesar de que la lean –la intención de Dios es que las vidas de los suyos en esta tierra, venga a ser una manifestación de Cristo «conocida y leída por todos los hombres» (v. 2).

Siendo esto así, se alza una escrutadora pregunta para todos nosotros, y es esta: “Si los hombres de este mundo tienen que formarse su impresión de Cristo por medio de las reuniones de los suyos, ¿qué conclusión van a sacar de Cristo, al considerar nuestras vidas individuales, como la colectiva vida del pueblo de Dios?” Recordemos las escrutadoras palabras del Señor, diciendo: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Juan 13:35). Apliquemos esto como piedra de toque a la reunión con la cual estamos conectados, y no tendremos que agachar la cabeza con la vergüenza, recordando ocasiones cuando la envidia, maldición, y calumnias eran más evidentes que la mansedumbre y gentileza de Cristo. Recordemos que cualesquiera que sean las circunstancias –aunque tengamos que afrontar reproches e insultos– nuestra respuesta a ello debe ser siempre manifestar el carácter de Cristo. Alguien ha dicho: “Es mejor perder tu capa que perder el carácter de Cristo”.

Si queremos pues responder a la mente de Cristo y manifestar su carácter ante el mundo, haremos bien en atender la enseñanza del apóstol Pablo en esta porción de la Palabra.

1 - La epístola de Cristo

Así pues, permítasenos notar primeramente que el apóstol habla de estos creyentes como «la epístola de Cristo». No dice «epístolas», sino la «epístola», por lo que él no está pensando simplemente en lo que es verdadero en los individuos, sino en toda la compañía, aunque obviamente, la compañía se compone de individuos.

Permítasenos también notar que el apóstol no dice, “Vosotros debierais ser carta de Cristo”, sino que dice: «Sois carta de Cristo». Si abrigamos erróneamente el pensamiento que debemos ser epístolas de Cristo, vamos a tratar de ser tales por nuestros propios esfuerzos. Esto no solamente nos conduciría a una ocupación legalista en nosotros mismos, sino que excluiría la obra del «Espíritu del Dios vivo» en nosotros. La realidad es que venimos a ser epístolas de Cristo, no por nuestros propios esfuerzos, sino por el Espíritu de Dios escribiendo a Cristo en nuestros corazones.

Un cristiano es aquel para quien Cristo le es precioso, por la obra del Espíritu, en su corazón. No es simplemente un conocimiento de Cristo en la mente, lo cual un inconverso puede tener, lo que convierte a un hombre en un cristiano es tener a Cristo escrito en el corazón. Como pecadores, descubrimos nuestra necesidad de Cristo, al sentirnos cargados con nuestros pecados; y sentimos un gran alivio cuando descubrimos que Cristo, por medio de su obra propiciatoria, ha muerto por nuestros pecados y que Dios ha manifestado su aceptación de esta obra –Dios ha quedado satisfecho en su justicia– por haber sentado a Cristo a su diestra en la gloria. Entonces descansamos en la satisfacción de Dios en Cristo y en su obra, y manifestamos nuestros afectos a aquel por el cual hemos sido tan grandemente bendecidos. «Para vosotros, pues, los que creéis, él es precioso». Es de esta manera que Cristo es escrito en nuestros corazones, y que venimos a ser la epístola de Cristo. Por tanto, si no somos la epístola de Cristo, no somos de hecho cristianos.

2 - Cristo manifestado a todos los hombres

Habiendo establecido la verdadera compañía cristiana como compuesta de creyentes sobre cuyos corazones Cristo ha sido escrito, el apóstol presenta la segunda gran verdad cuando dice: «Sois carta de Cristo», pero también «siendo manifiesto que sois carta de Cristo», «conocida y leída por todos los hombres».

Una cosa es para una congregación de creyentes ser una epístola de Cristo, y toda una otra cosa es para una congregación de creyentes estar en una tan buena condición que, por este hecho, manifiestan a todos los hombres algo del carácter de Cristo. La responsabilidad de toda congregación de santos no es andar bien para que vengan a ser una epístola, sino que, puesto que ellos son una epístola de Cristo, andar bien para que esta epístola sea leída de todos los hombres. Si alguien escribe una carta de recomendación, es para encomendar a la persona nombrada en la carta. Así cuando el Espíritu de Dios escribe a Cristo en el corazón de los creyentes, es para que todos ellos juntos vengan a ser una epístola de recomendación para encomendar a Cristo a todo el mundo en rededor. Para que por su caminar santo y de separación, por su mutuo amor los unos para con los otros, su amabilidad, su mansedumbre, su gentileza y gracia, ellos puedan manifestar el hermoso y perfecto carácter de Cristo.

Así fue escrito a los santos de Corinto. Estos, desde luego, habían estado andando de una manera desordenada: pero como resultado de la primera carta del apóstol Pablo, se apartaron de iniquidad, echando el mal afuera de ellos, de tal manera que el apóstol pudo decir, que no solamente como una iglesia eran una epístola de Cristo, sino que eran una epístola «conocida y leída por todos los hombres».

Mas ¡ay!, a veces su escritura puede venir a ser vaga y confusa, pero no deja de ser una carta porque esta sea borrosa y manchada. Los cristianos somos a menudo como la escritura de alguna lápida de una antigua tumba. Tienen borrosas indicaciones de una inscripción, alguna letra mayúscula todavía perceptible, indicando aquí y allí algún nombre, que una vez fue escrito en la piedra. Pero todo ello está tan deteriorado, y tan sucio, y tiznado, que es muy difícil descifrar dicha escritura. ¡Ay!, así puede ser con nosotros. Cuando al principio el Espíritu escribe a Cristo sobre los corazones de una compañía de santos, sus afectos son calurosos y su vida colectiva habla muy claramente de Cristo. La escritura, siendo recién hecha y clara, es conocida y leída por todos los hombres. Pero a medida que pasa el tiempo, si no hay mucha vigilancia y el juzgarse a sí mismo, muy pronto se deslizarán adentro la envidia, las contiendas y amarguras, y la congregación cesará de dar ninguna verdadera impresión de Cristo.

Sin embargo, a pesar de todo nuestro fracaso, los cristianos somos la epístola de Cristo, siendo siempre la gran verdad que es la gran intención de Dios que todos los hombres puedan ver manifestado el carácter de Cristo en los suyos. Aquí pues tenemos una bella descripción de la verdadera compañía cristiana, cuya compañía se compone de creyentes individuales, reunidos a Cristo, en cuyos corazones Cristo ha sido escrito «no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne del corazón» (v. 3). Como fue de antiguo escrito en las tablas de piedra, para que los hombres pudiesen leer qué era lo que la justicia de Dios demandaba a los hombres bajo la ley, así ahora el mundo pueda también leer en las vidas de quienes componen el pueblo de Dios, lo que el amor de Dios ofrece al hombre bajo la gracia.

3 - Cristo el objeto en la gloria

Podemos pues preguntarnos, ¿cómo es la escritura de Cristo en los corazones del pueblo de Dios para que sea conservada clara y legible, de tal manera que en la reunión del pueblo de Dios pueda ser manifestado el carácter de Cristo a todos los hombres?

La respuesta a esta pregunta nos lleva a la gran verdad de este capítulo 3, de la Segunda Epístola a los Corintios. Solamente será Cristo manifestado a todos los hombres, si tenemos ante nosotros al viviente Cristo en gloria como nuestro único Objeto. Así que Pablo escribe: «Por tanto, nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor» (v. 18). Existe un poder transformador al contemplar al Señor en gloria. Este poder transformador es válido y efectivo para todos los creyentes –tanto los más jóvenes como los más ancianos: «Nosotros todos»; no solamente «nosotros los apóstoles» mirando la gloria del Señor, «somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen». Esta transformación no se logra por nuestros propios esfuerzos, ni por esforzarnos a ser como el Señor en nuestra conducta. Tampoco es por procurar imitar a ningún santo devoto. Solo lo es por contemplar la gloria del Señor. No hay ningún velo en su faz, y mientras le contemplamos, no solamente todo velo u obscuridad desaparecerán de nuestros corazones, sino que moralmente vendremos a ser gradualmente como él, transformándonos de gloria en gloria. Contemplando al Señor en la gloria, somos levantados y puestos por encima de nuestras flaquezas y fracasos que podemos encontrar en nosotros, y de todo el mal que nos rodea, para descubrir y deleitarnos en su perfección. Como la esposa en el Cantar de los Cantares puede decir: «Bajo la sombra del deseado me senté, y su fruto fue dulce a mi paladar» (Cant. 2:3).

En el curso de esta epístola el apóstol nos da algo del sabor de este precioso gusto. Si pasamos al capítulo 5 de esta Epístola a los Corintios, leemos en el versículo 14: «Porque el amor de Cristo nos constriñe». Aquí el amor de Cristo nos es presentado como el verdadero motivo para todo ministerio, sea para con los santos, o para con los pecadores. La más grande expresión de este amor ha sido su muerte: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (Juan 15:13). Y también leemos: «Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella» (Efe. 5:25). Con un tal amor ante su alma, el apóstol puede bien decir: «Para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5:15). A la luz de esta Escritura debemos bien retar a nuestros corazones a que sean motivados para actuar en esta luz en todo nuestro servicio. ¿Es el amor de Cristo que nos constriñe, o es el amor propio por nosotros? ¿Estamos viviendo para nosotros, o vivimos para él, y así, como él hizo, olvidarnos de nuestro yo en vistas a servir a otros en amor? El hermano Darby escribió: “¡Ay!, cuán a menudo tenemos que reprocharnos el haber estado vagando alrededor de un deber cristiano con fieles intenciones generales, pero no manando estas de la genuina realización del amor de Cristo en nuestra alma”.

Pasando al capítulo 8, versículo 9, tenemos otra hermosa característica de Cristo, cuando leemos acerca de «la gracia de nuestro Señor Jesucristo». El apóstol está rogando en nombre de los pobres creyentes judíos, urgiendo a los ricos santos corintios a que ayuden a los pobres creyentes a proveer para sus necesidades. En los versículos 6-7, en ambos, Pablo habla que donen como una «gracia». A continuación, presenta ante nosotros a Cristo como aquel en quien tenemos un trascendental ejemplo de la gracia de dar. El Señor era rico, sobrepasando a toda riqueza, y para ayudarnos en nuestra gran necesidad, no solamente da, sino que tal es su gracia que se hace pobre, para darlo todo, como nos lo declara el versículo 9 del capítulo 8 de esta epístola: «Por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros con su pobreza fueseis enriquecidos». Cristo vino a ser pobre en su encarnación, y su pobreza queda testificada en el pesebre de Belén, y su humilde hogar en Nazaret, y por lo que él mismo dijo en los días de su ministerio: «Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos; mas el Hijo del hombre no tiene dónde recostar la cabeza» (Lucas 9:58). Él se hizo pobre para ganar a una mujer caída, y para traer y dar los mejores dones celestiales a los pobres pecadores de este mundo; para alcanzar esto, anduvo como un necesitado y como un hombre solitario, como aparece junto al pozo de Sicar (Juan 4:4-18). En el mismo momento cuando él nos está enriqueciendo con una fuente de agua manando para vida eterna, él se hizo pobre a sí mismo, tan pobre, que tuvo que pedir un sorbo de agua (Juan 4:7, 14).

Pasando al capítulo 10 de esta Segunda Epístola a los Corintios, encontramos algún fruto más consolador, que marcó la vida de Cristo. De entrada, leemos en el primer versículo de «la mansedumbre y ternura de Cristo». El apóstol está corrigiendo el espíritu de rivalidad que había estado obrando entre los santos de Corinto, por lo cual algunos de los siervos dotados, se estaban midiendo los unos con los otros, y procurando encomendarse a sí mismos. Así que haciendo esto, estaban andando según la carne, y peleando según la carne, gloriándose de sus dones, hablando de sí mismos, alabándose de su trabajo, y empequeñeciendo al apóstol. Para corregir su vanidad y propias alabanzas, Pablo les presenta la «mansedumbre y ternura de Cristo», quien nunca defendió sus derechos ni a sí mismo, quien cuando le ultrajaban, él nunca ultrajó a nadie. El príncipe de los sacerdotes podía difamarle, pero Jesús guardó silencio. Él fue acusado falsamente ante Pilato, pero «él nada le respondió». Fue escarnecido por Herodes, pero «él nada le respondió». Será también bueno para nosotros si sufrimos difamación e insultos injustamente, poder manifestar algo del espíritu del Señor y mostrar la mansedumbre que rehúsa establecer y defender nuestros derechos, nuestra dignidad y defensa propia.

Después el apóstol habla de la «ternura de Cristo»: otra de las hermosas cualidades que él siempre exhibió en presencia de la oposición. Procurando obedecer la Palabra del Señor y manteniendo la verdad, pronto nos daremos cuenta que existen aquellos quienes se oponen y presentan cuestiones que conducen a disputas y contiendas. Pero el siervo del Señor «no debe ser contencioso», antes actuar en el espíritu del Señor, y ser «amable para con todos, apto para enseñar, sufrido». La dulzura de Cristo nos habla de la manera en la cual él actuó y habló. Cuán a menudo entre nosotros, aunque nuestro motivo sea correcto, y los principios que defendemos son verdaderos, todo queda estropeado a causa de que nuestras maneras adolecen de la gracia y la dulzura necesarias. Permítasenos citar las alentadoras palabras del salmista: «Tu benignidad me ha engrandecido» (Sal. 18:35). Nuestra vehemencia puede degenerar fácilmente en violencia, a causa de lo cual nos empequeñecemos a los ojos de los demás; en cambio, la dulzura nos engrandecerá. La violencia engendra violencia; pero la dulzura es irresistible: «El fruto del Espíritu es… benignidad» (Gál. 5:22-23).

Finalmente, en el capítulo 12, versículo 9, de esta Segunda Epístola a los Corintios, leemos «del poder de Cristo». El apóstol habla de las flaquezas del cuerpo, como fueron los insultos, necesidades, persecuciones y aflicciones. Él había aprendido por experiencia propia, que todas estas cosas son una ocasión para la manifestación «del poder de Cristo», para preservar al creyente a través de las pruebas, elevándole por encima de ellas. Así aprendemos que cualquiera sea la prueba, «Bástate mi gracia», y «mi poder se perfecciona en la debilidad».

Así que, con nuestra mirada en Cristo en la gloria, el apóstol nos recuerda las perfecciones de Cristo mientras estas pasan ante nosotros, y son: «El amor de Cristo», «la gracia de nuestro Señor Jesucristo», «la mansedumbre de Cristo», «la dulzura de Cristo», y «el poder de Cristo».

Contemplando a Cristo en la gloria y admirando estos hermosos rasgos morales que se nos presentan en toda su perfección, en Cristo, experimentamos que su fruto es dulce a nuestro paladar; y casi sin apercibirlo nosotros, empezaremos a exhibir algo de su carácter benigno, empezando así a ser transformados a su imagen.

De esta manera el Espíritu Santo, no solamente escribe a Cristo en el corazón para que vengamos a ser epístolas de Cristo, sino que, por unir nuestros corazones con Cristo en gloria, él nos transforma a su imagen, y de esta manera mantiene clara dicha escritura para que pueda ser leída por todos los hombres.

Qué maravilloso testimonio será si el mundo puede mirar a cualquiera pequeña compañía del pueblo del Señor y ver en él «amor», «gracia», «mansedumbre», «dulzura» y «poder», que le capacita para poder pasar por encima de todas las circunstancias.

Quiera Dios que podamos realizar en una más grande medida que es la mente de Dios que los suyos vengan a ser una epístola de Cristo, para manifestarle a todos los hombres, por medio de tener a Cristo en gloria ante nosotros como nuestro único Objeto.


arrow_upward Arriba