Índice general
El discípulo al cual Jesús amaba
: Autor Hamilton SMITH 29
: TemaPersonas del Nuevo Testamento
(Fuente autorizada: bibletruthpublishers.com)
No hay duda que todo verdadero creyente ama el Señor. El apóstol Pedro, hablando a los creyentes, del Señor, puede decir: «A quien amáis sin haberle visto» (1 Pe. 1:8). El mismo Señor pudo decir de la mujer que le besó los pies, en presencia del orgulloso fariseo, «amó mucho» (Lucas 7:47). Así pues, las Escrituras reconocen ese amor y el Señor se deleita en ello. Y además de esto, el amor del Señor conlleva la promesa de muchas bendiciones, no siendo la menor de ellas, la especial realización de la presencia del Señor y la del Padre (Juan 14:21-24).
Además, las Escrituras reconocen que el amor al Señor puede encontrarse en muchas maneras y medidas en diferentes discípulos y ocasiones. El amor de María de Betania, quien ungió al Señor con «perfume de nardo puro, de mucho precio» (Juan 12:3), era ciertamente más grande que el de aquellos indignados discípulos, quienes dijeron: «¿Para qué este desperdicio?» (Mat. 26:8).
El amor de María Magdalena, quien «estaba fuera llorando junto al sepulcro» (Juan 20:11), excedió en esta ocasión al amor de los discípulos, quienes se «volvieron… a los suyos» (Juan 20:10).
No olvidemos que nuestro amor puede crecer y menguar. Bajo algunas presiones, el amor puede enfriarse, especialmente a causa de las tentaciones y seducciones de este mundo, y así nuestro amor se empaña, como en el caso del creyente del cual Pablo dice: «Demas me ha desamparado, amando este mundo» (2 Tim. 4:10).
Así pues, mientras el amor al Señor es realmente precioso a sus ojos, y que este amor sea apreciado y deseado por el creyente, con todo, es claro que no podemos confiar en un amor tan propenso a sufrir cambios negativos. El único amor en el cual podemos descansar es en el amor que no conoce cambios –el amor que permanece inmutable– el amor de Cristo por los suyos. Como expresan unas líneas de un cántico: «Fluctuante aún es mi amor… Su amor… permanece fiel».
Es la realización y el disfrute del amor de Cristo lo que despierta nuestro amor por él, como lo afirma el apóstol Juan, diciendo: «Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero» (1 Juan 4:19). Por tanto, nuestro amor por Cristo será mayor, cuan mayor sea la medida en que experimentemos su amor por nosotros. Así cuanto más amemos al Señor con toda simplicidad de corazón, mucho menos fijaremos nuestros pensamientos en nuestros propios corazones, ni pensaremos en nuestro amor por él, sino más bien buscaremos el deleitarnos en nuestras almas en su amor por nosotros.
El efecto de deleitarnos en nuestras propias almas en el amor de Cristo, se halla felizmente establecido en conexión con el apóstol Juan, en las escenas finales de la vida del Señor en este mundo, mientras que, en contraste, las mismas escenas describen los tristes efectos de la confianza puesta en nuestro amor por el Señor, en el caso del apóstol Pedro. Ambos discípulos amaban al Señor con un verdadero y profundo amor, más allá de todo interés humano, el cual les llevó a dejar todo, y seguirle a él. Con todo, un discípulo confiaba en su amor por el Señor, mientras que el otro descansaba en el amor del Señor por él. Esta era la relevante diferencia entre estos dos hombres, que muy a menudo se encuentran en íntima asociación con estas últimas escenas de la vida del Señor en este mundo.
Cuando el Señor en su maravillosa gracia, lava los pies a los discípulos, Pedro le preguntó, «¿Tú me lavas los pies?» (Juan 13:6). Y cuando el Señor le dice que si no se deja lavar los pies no tendrá parte con él, inmediatamente exclama con un estallido de su amor ardiente por Cristo: «No solo mis pies, sino también las manos y la cabeza» (v. 7-9). No mucho más tarde, con su genuino amor por el Señor, Pedro le dice: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré» (Mat. 26:33). «Señor, dispuesto estoy a ir contigo no solo a la cárcel, sino también a la muerte» (Lucas 22:33). «Mi vida pondré por ti» (Juan 13:37). Luego, cuando el Señor fue prendido, Pedro, en su ferviente amor por el Señor, sacó su espada en defensa de su Maestro: «Entonces Simón Pedro, que tenía una espada, la desenvainó» (Juan 18:10). Así, tanto de palabra como de hecho parece que Pedro diga: “Yo soy el hombre que ama al Señor”. En contraste con Pedro, el apóstol Juan dice, como si dijéramos, “Yo soy el hombre al cual el Señor ama”, pues en cinco ocasiones, en estas últimas escenas, él dice de sí mismo ser el discípulo «al cual Jesús amaba». Es sin duda muy bendito que su amor nos haya así forjado, que en consecuencia le amemos a él, pero es aún mucho más maravilloso que él nos haya amado a nosotros. Es en ese maravilloso amor en el cual Juan se deleitaba, y en ese infinito amor en el cual descansaba.
1 - El aposento alto (Juan 13:21-25)
La primera ocasión en que Juan es llamado «el discípulo al cual Jesús amaba» fue en el aposento alto, como se describe en Juan 13. ¡Qué sublime escena esta, contemplada por el corazón! Allí se halla Jesús con un amor que jamás puede fallar, pues «como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (v. 1). Juan está allí, deleitándose en el amor de Cristo, «recostado cerca del pecho de Jesús» (v. 25), y describiéndose a sí mismo como el discípulo «al cual Jesús amaba». También estaba Pedro con un real y ardiente amor por el Señor, pero confiando en su propio amor por el Señor antes que descansar en el amor del Señor por él. Por último, también Judas estaba allí, sin ningún amor por el Señor –con la bolsa a su lado y con el diablo en su corazón (v. 2, 27), dispuesto para traicionar al Señor y pasar a la larga y obscura noche (v. 30).
Podemos ver en Jesús cuán íntimamente su amor ha acercado a hombres como nosotros, de tal manera que Juan puede recostar su cabeza en el seno de aquel que moraba en el seno del Padre. Y en Juan vemos lo que el corazón del Salvador puede hacer por un pecador, conduciéndole a un descanso perfecto en perfecto amor. Y en Judas vemos lo que el corazón del pecador puede hacer con su Salvador –profesando plenamente amarle– traicionarle por treinta monedas de plata.
Una vez terminado el lavamiento de los pies, es llegada la hora en que el Señor pronuncie sus palabras de despedida; pero en el entretanto su espíritu es turbado por la presencia del traidor. El Señor descarga su corazón en sus discípulos, diciendo: «Uno de vosotros me va a entregar» (v. 21). Sus «discípulos se miraban unos a otros, dudando de quién hablaba» (v. 22). El mirarse el uno al otro, nunca solucionará las dificultades que puedan surgir entre los discípulos. Debemos mirar siempre al Señor, y para mirarle a él, necesitamos estar cerca de él, y en el círculo del «aposento alto»; el discípulo que estaba más cerca del Señor era aquel cuyos pies habían estado (en el lavamiento) en las manos del Señor, cuya cabeza estaba recostada en el seno del Señor, y cuyo corazón se deleitaba en el amor del Señor por él, quien podía describirse a sí mismo como «uno de sus discípulos, al cual Jesús amaba». Pedro, el hombre que confiaba en su amor por el Señor, no estaba lo suficiente cerca del Señor para conocer su pensamiento, y tiene que hacer señas a Juan, quien estaba recostado en Jesús (v. 23-24). De esta manera aprendemos que el estar cerca del Señor e intimar con él es la bendita porción de uno que descansa sobre el amor del Señor para con él.
2 - La cruz (Juan 19:25-27)
La segunda vez en la cual Juan es descrito como el discípulo «al cual Jesús amaba» nos conduce ante la cruz. La madre de Jesús está presente entre otras devotas mujeres, y uno de sus discípulos está allí –el discípulo «al cual Jesús amaba». ¿Dónde se encuentra ahora el discípulo que confiaba en su amor por Cristo? ¡Ay!, se encuentra lejos, en algún solitario lugar, con su corazón roto, llorando amargas lágrimas de vergüenza por haber negado a su Señor. Como en el «aposento alto», así ahora en la cruz, Juan, el discípulo «al cual Jesús amaba», se encuentra tan cerca de Cristo como le es posible. Y ¿cuál es el resultado? Juan viene a ser «un instrumento… santificado, útil al Señor» (2 Tim. 2:21). Como resultado de ello, el Señor le encomienda a su madre al cuidado de él. El descansar en el amor del Señor por nosotros, nos capacita para el servicio.
3 - La resurrección (Juan 20:14)
Por tercera vez, Juan nos es presentado como el discípulo «al cual Jesús amaba» en la mañana de la resurrección, y de nuevo lo vemos en relación con Pedro. Los dos discípulos, habiendo oído por las mujeres que el sepulcro estaba vacío, corren hacia la tumba. Entonces continúa el relato en algo que podría parecer siendo un detalle insignificante, es decir, que ambos discípulos corrieron juntos, y finalmente que el discípulo «al cual Jesús amaba» corrió más deprisa que Pedro. Nada de lo que el Espíritu de Dios narra puede ser sin importancia, aunque, como en este caso pueda ser dificultoso medir la importancia de este particular incidente. Así que, si se nos es permitido espiritualizar este hecho, aprenderemos, lo cual es seguramente cierto, que mientras el hombre con el temperamento fogoso, puede a menudo tomar la delantera en cualquiera empresa espiritual, no obstante, es el hombre el cual se apoya en el amor del Señor por él, quien al final llega primero o lleva la delantera.
4 - El Mar de Tiberias (Juan 21:17)
En esta aleccionadora escena, Pedro y Juan ocupan de nuevo un lugar destacado, y por cuarta vez Juan es referido como «el discípulo a quien Jesús amaba» (v. 7). Como de costumbre, el inquieto e impulsivo Pedro toma la delantera, volviéndose a su antigua ocupación. Él no se entretiene en consultar a los demás para actuar así, sino que simplemente dice: «Voy a pescar». Debido a su influencia sobre los demás discípulos, «ellos le dijeron: Vamos nosotros también contigo». Así que ellos le siguieron, y a pesar de afanarse toda «aquella noche no pescaron nada» (v. 3).
Al llegar la mañana, «se presentó Jesús en la playa; mas los discípulos no sabían que era Jesús» (v. 4). Y habiéndoles puesto de manifiesto por medio de su pregunta (v. 5) la inutilidad de sus esfuerzos puestos en práctica, sin su dirección, procede a manifestarles cuán benditos pueden ser los resultados cuando se actúa bajo su control (v. 6). Inmediatamente «el discípulo al cual Jesús amaba» intuye quien es él, y exclama: «¡Es el Señor!» (v. 7). Aquel que confiaba en el amor del Señor por él es quien inmediatamente tiene una percepción espiritual.
5 - «Cuando hubieron comido» (Juan 21:15-22)
Continuando sobre el suceso a la orilla del lago, cuando los discípulos desembarcaron a tierra, se encontraron con un fuego, y sobre las brasas un pez, y pan, y una invitación para allegarse y comer. Vieron lo que se había hecho para ellos, y al margen de sus esfuerzos, una rica provisión para sus necesidades.
Una vez hubieron comido, tenemos el fin de este acontecimiento en el cual Pedro y Juan ocupan un lugar especial, y por quinta vez Juan es presentado como «el discípulo a quien amaba Jesús» (v. 20). Primeramente, tenemos los tiernos cuidados para con el hombre que confiaba en su propio amor. Pedro, quien había dicho estar dispuesto a ir a la cárcel y a la muerte con el Señor, se encontró que no estuvo preparado para mantenerse firme por su Señor, a la simple pregunta de una criada. Mas a pesar de tal negación, ni una palabra es dicha sobre ello en esta conmovedora escena. Tan solemne caída fue tratada entre el Señor y su siervo en una entrevista en la cual no intervino ninguna persona ajena a la misma. Todos conocemos el texto que dice: «Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón» (Lucas 24:34), el cual nos habla de este encuentro del Señor a solas con Pedro, confirmado algún tiempo más tarde por el apóstol Pablo, cuando escribió a los corintios que el Cristo resucitado: «apareció a Cefas, y después a los doce» (1 Cor. 15:5). Maravilloso amor, el cual con una tierna misericordia concedió esta primera entrevista al discípulo que más estrepitosamente había fracasado.
Y si, como es de suponer, en la primera entrevista su conciencia fue reparada, en esta escena es restaurado su corazón. Aquí el Señor trata con él de su manifiesto fracaso, por lo que aquí el Señor trata de la raíz interior que causó el fracaso, la cual no era otra que la ciega confianza en su amor por Cristo, y la triple pregunta, pone enteramente de manifiesto esta raíz. Es como si el Señor hubiera dicho: “¿Después de todo lo que ha sucedido, todavía mantienes, Pedro, que me amas más que estos?” En la segunda y tercera pregunta, el Señor no menciona a los otros discípulos: Simplemente le dice: «¿Me amas?» Después de esta tercera pregunta, Pedro se pone enteramente en las manos del Señor, «y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo» (v. 17). Es como si Pedro le hubiese dicho: “Ya no puedo confiar en mi amor, ni hablar de mi amor, o lo que voy a hacer, pero Señor, tú conoces todas las cosas; conoces mi corazón, y voy a dejar que tú mismo valores mi amor, y me digas lo que debo hacer”.
Desde entonces ya no es Pedro quien dice al Señor, confiando en sí mismo lo que está dispuesto a hacer, sino que es el Señor, en Su gracia infinita quien le dice a su discípulo ya restaurado, a lo que él le había capacitado para hacer. Por lo que el Señor le dijo, es como si le hubiera dicho: “Ya no vas a confiar más en tu amor para hacer grandes cosas por mí, y lo has dejado todo en mis manos; así que sigue adelante y apacienta mis ovejas, glorifica a Dios y sígueme” (véase v. 17, 19).
Es como si el Señor dijera: “Tiempo hubo cuando tú pensaste amarme más que estos otros discípulos; ahora sigue adelante y muestra tu amor apacentando las ovejas que yo amo. Tú pensaste glorificarte a ti mismo en cárceles y muerte, así que ahora ve a la cárcel y muerte para glorificar a Dios, y cuando todo haya así pasado, sígueme lejos en los pasos de gloria a donde yo estoy yendo”. ¿No es esta la última de las más preciosas maravillas de la vida del Señor, en el camino que él usó en sus tratos con un fracasado discípulo suyo?
Pero ¿qué en cuanto a Juan? «Volviéndose Pedro, vio que les seguía el discípulo a quien amaba Jesús». El hombre que confió en su propio amor y que había fracasado necesitaba la gracia restauradora y la exhortación «sígueme tú» (v. 22). No así el hombre que confiaba en el amor del Señor, ya que le «seguía» (v. 20).
Así en el discípulo «al cual Jesús amaba» vemos manifestados los benditos resultados que siguen para aquellos que confían en el amor del Señor por ellos, cuyos resultados son: Morar cerca del Señor, gozando una bendita intimidad, ser un vaso santificado y útil para los usos del Señor, tener un continuado progreso espiritual, gozar de claro discernimiento espiritual, y seguir al Señor de cerca.
Quiera Dios que esta sea nuestra porción, de tal manera que, como la esposa del Cantar de los Cantares podamos decir: «Yo soy de mi amado, y mi amado es mío»; «yo soy de mi amado, y conmigo tiene su contentamiento» (Cant. 6:3; 7:10). Si no podemos hablar mucho de nuestro amor por él, nos podemos gloriar con toda seguridad de su amor por nosotros. Este es el privilegio del creyente más joven, poder decir, «Yo soy el discípulo a quien Jesús ama», y que el más anciano y avanzado discípulo no puede decir nada más grande que esto, por cuanto en ello se contienen todas las bendiciones, en su vinculante amor que le llevó a morir por nosotros para que le sigamos y podamos también, en nuestra pequeña medida, «apacentar sus ovejas, glorificar a Dios, y seguir en pos de él a la misma gloria donde él ha ido».