Índice general
La casa de Dios
: Autor Edward DENNETT 15
: TemaLa Casa de Dios
(Fuente autorizada: graciayverdad.net)
Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles (« ») y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (« »), se indican otras versiones, tales como:
- JND = Una traducción literal del Antiguo Testamento (1890) y del Nuevo Testamento (1884) por John Nelson Darby (1800-82), traducido del Inglés al Español por: B.R.C.O.
- KJV1769 = King James 1769 Version of the Holy Bible (conocida también como la "Authorized Version").
- LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, Usada con permiso.
- NC = Biblia Nacar-Colunga (1944) Traducido de las lenguas originales por: Eloíno Nacar y Alberto Colunga. Ediciones B.A.C.
- RVA = Versión Reina-Valera 1909 Actualizada en 1989 (Publicada por Editorial Mundo Hispano) RVR1865 = Versión Reina-Valera Revisión 1865 (Publicada por: Local Church Bible Publishers, P.O. Box 26024, Lansing, MI 48909 USA).
- VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza).
1 - El tabernáculo en el desierto
Habiéndosenos sido dirigidas muchas preguntas concernientes a la formación, los límites, etc. de la Casa de Dios, proponemos, si el Señor quiere, trazar el tema en varios artículos sucesivos, basándonos en la Palabra de Dios. No existe realmente dificultad alguna si nuestras mentes están sometidas solamente a las Escrituras, y nuestra esperanza es que a lo menos algunos puedan ser ayudados a tener una comprensión más clara de la cuestión mediante una presentación imparcial de la enseñanza del Espíritu de Dios.
Es evidente para todo lector de la Biblia que Dios, de ningún modo, habitó en la tierra antes que Israel fuera redimido de Egipto. Él visitó a Adán en el paraíso, y se paseó en el huerto al fresco del día (Gén. 3:8); él apareció a Abraham, Isaac, y Jacob, y se comunicó con liberalidad con ellos. De la misma manera él se reveló a Moisés en el desierto, en el monte de Dios, cuando lo comisionó para regresar a Egipto como el libertador de Su pueblo; pero escudriñe usted las Escrituras tan cerca como pueda, y verá que hasta entonces no se encuentra rastro alguno de que él tuviera una morada en la tierra. Pero después de la redención de Egipto Jehová dice a Moisés, «Habla a los hijos de Israel para que me traigan una ofrenda; de todo hombre cuyo corazón le mueva a liberalidad, tomaréis mi ofrenda… Y me harán un santuario, para que yo habite en medio de ellos» (Éx. 25:2, 8, VM).
El pensamiento de morar en medio de su pueblo vino así primero de Dios mismo. Y esto está en armonía con sus propios propósitos de gracia en la redención. Nosotros leemos que el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, «nos ha escogido en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos e irreprensibles delante de él en amor» (Efe. 1:3-4, JND). En la eternidad Dios moraba en la perfección de su propia dicha; pero en la plenitud de su gracia y amor él se propuso rodearse de un pueblo redimido que fuese para su propio gozo, y para la gloria de su Hijo Amado –un pueblo que encontrase su gozo en la presencia de Aquel que los había redimido, y los había redimido al costo infinito de la muerte de su unigénito Hijo. Este propósito fue declarado primero, al menos en su germen, en Edén, a consecuencia del fracaso de Adán como el hombre responsable (Gén. 3:15). Resultante del pecado y juicio de éste último, Dios anunció el Hombre de sus consejos, Uno en quien y por quien todos los propósitos de su corazón habían de cumplirse, en la redención de aquellos que habían de ser conformados a la imagen de su Hijo; para que él fuese el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8:29-30, VM). Sus propósitos fueron revelados gradualmente en = por medio de tipos y sombras, en sus modos de obrar con Abel, Enoc, Noé, y los patriarcas, y finalmente en la liberación de los hijos de Israel de la esclavitud de Egipto, en el terreno de la sangre rociada del cordero pascual, y de las reivindicaciones y del poder de Satanás, así como de la muerte y el juicio, tal como está presentado en el paso de ellos por el Mar Rojo. De aquí en adelante ellos fueron un pueblo redimido. Jehová había llegado a ser la fortaleza y el cántico, y la salvación de ellos. En su misericordia él había conducido al pueblo que él había redimido; él los había guiado con su poder a su santa morada (véase Éx. 15).
Habiendo escogido y redimido ahora un pueblo para sí mismo, Jehová anuncia, como hemos mostrado, su deseo de venir y morar entre ellos. Y a su debido tiempo se verá que el hecho de que él asume su morada en medio de Israel, si bien indicaba toda la verdad de la redención, era solo una sombra del cumplimiento de todos sus consejos de gracia en la eternidad; en una palabra: que el campamento en el desierto era solo una anticipación del tiempo cuando, después de la aparición del cielo nuevo y la tierra nueva, el tabernáculo de Dios (la Iglesia, la santa ciudad, la nueva Jerusalén, dispuesta como una esposa ataviada para su marido –la esposa del Cordero) estará con los hombres, y él morará con ellos, como su Dios (Apoc. 21). El hecho de que el tabernáculo fuese erigido en el desierto fue la respuesta al mandato de Jehová a Moisés. El pueblo ofreció sacrificios voluntariamente; porque Jehová había estimulado sus corazones, y el tabernáculo fue hecho en todas las cosas conforme al modelo que había sido mostrado a Moisés en el monte, tal como Jehová le había mandado (véase Éx. 40).
Hay dos cosas que han de ser consideradas especialmente. La primera es el terreno en el cual Dios asumió su habitación en medio de su pueblo. Éxodo 29 lo hace muy evidente. Después que las instrucciones hubieron sido dadas para la construcción de los utensilios y el mobiliario sagrados que presentan en tipo y figura alguna exhibición o manifestación de Dios, y después de la consagración de los sacerdotes que iban a actuar para Dios ministrando a favor del pueblo, y antes que fuesen dadas las instrucciones para los utensilios de acercamiento –esos utensilios que eran necesarios para acercarse a Dios– hay una pausa, un paréntesis. Y este paréntesis contiene las instrucciones concernientes al holocausto continuo. Acto seguido se añade, el tabernáculo «será santificado por mi gloria. Santificaré el tabernáculo de reunión y el altar. Asimismo, santificaré a Aarón y a sus hijos para que me sirvan como sacerdotes. Yo habitaré en medio de los hijos de Israel, y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que los saqué de la tierra de Egipto para habitar en medio de ellos. Yo, Jehová, su Dios» (Éx. 29:38-46, RVA).
Este relato muestra tres cosas muy claramente. En primer lugar, que el terreno en que Jehová podía morar con su pueblo era la fragancia de Cristo como holocausto que subia perpetuamente. De manera típica, los hijos de Israel habían sido redimidos, y ahora, en virtud del holocausto continuo, ellos estaban delante de Dios en toda la aceptación de Cristo. Por eso Jehová podía morar en medio de ellos. En segundo lugar, como una consecuencia suplementaria, el tabernáculo fue santificado por su gloria –el tabernáculo, el altar, y los sacerdotes fueron consagrados por igual en virtud del mismo sacrificio, y puestos aparte para Dios conforme a todo lo que él era como había sido revelado– habiendo sido cumplidas las demandas de su gloria, esa gloria también llegó a ser desde aquel momento, el estándar para todo lo consagrado a su servicio. En tercer lugar, el pueblo debía conocer a Aquel que mora en medio de ellos como Aquel que los había sacado de Egipto, como, de hecho, el Dios de la redención. Si estos tres puntos son entendidos, toda la verdad de la habitación de Dios en la tierra, en cualquier época o dispensación, será entendida. Se verá que, si bien se trata de una consecuencia de la redención, ello depende de lo que Cristo es en la eficacia de su muerte, y de lo que Dios es, tal como ha sido revelado.
La segunda cosa a mencionar es la toma real de posesión del tabernáculo cuando estuvo terminado. «Acabó Moisés la obra» (Éx. 40:33), y ocho veces en este capítulo se registra que todo fue hecho como Jehová le había mandado. La aprobación de Jehová fue expresada ahora de otra forma; porque, junto con la afirmación de que Moisés acabó la obra, se añade, «Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión, y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo. Y no podía Moisés entrar en el tabernáculo de reunión, porque la nube estaba sobre él, y la gloria de Jehová lo llenaba» (Éx. 40:34, 35). Dios tomó así posesión de la casa que había sido construida según su palabra, y en lo sucesivo él habitó en medio de su pueblo, y era conocido como morando entre los querubines (1 Sam. 4:4; Sal. 80:1, etc.); es decir, entre los querubines que cubren el propiciatorio. El propiciatorio era su trono, el trono sobre el cual él se sentaba, desde donde gobernaba a su pueblo, y desde donde él dispensaba misericordia conforme a la eficacia del incienso y la sangre de los sacrificios que eran presentados delante de él en el gran día de la expiación (véase Lev. 16).
Debe observarse muy claramente que el tabernáculo, y no la congregación de Israel, formaba la casa de Dios en el desierto. Perder esta distinción sería confundir la enseñanza típica de todo el campamento de Israel, tal como ya ha sido señalado en relación con Apocalipsis 21. Al pueblo, como tal, no se le permitía entrar en el tabernáculo; Dios se encontraba con ellos a su entrada. «Este será el holocausto perpetuo durante vuestras generaciones, el cual será ofrecido a la entrada del tabernáculo de reunión, en presencia de Jehová; donde a tiempos señalados tendré entrevistas con vosotros, para hablar contigo allí. Porque allí me reuniré yo por cita con los hijos de Israel: y ese lugar será santificado con mi gloria. Por lo cual santificaré el tabernáculo de reunión y el altar; también a Aarón y a sus hijos los santificaré para que sean mis sacerdotes» (Éx. 29:42-44, VM). Solo Moisés tenía acceso al propiciatorio todo el tiempo (el sumo sacerdote solo una vez al año) (Éx. 25:22), y esto en su rol como mediador, y como tal, un tipo de Cristo. Es muy importante tener en cuenta estas distinciones. Al mismo tiempo, es igualmente de importancia recalcar que todo el pueblo –todo el pueblo con sus familias; en una palabra, todos los que estaban en el terreno de la redención (de manera típica)– estaban agrupados alrededor del tabernáculo. Dios estaba en medio de ellos, y todo el pueblo había sido llevado a una relación conocida con él como su Redentor, todos por igual podían disfrutar los privilegios del sacerdocio que había sido instituido a favor de ellos, y todos podían acercarse al altar de bronce de la manera descrita, y con los sacrificios señalados. Era el único sitio en la tierra donde Jehová tenía su santuario; y cuando recordamos todo lo que esto implicaba, nosotros podemos comprender un poco más lo que era este lugar de bendición al cual los hijos de Israel habían sido llevados. La cuestión no es si ellos lo entendieron o lo disfrutaron. Hubo, tal como sabemos, almas obstinadas e impías entre ellos; aun así, el carácter del lugar permaneció inalterado. Dios estaba en medio de ellos, y por este motivo, a causa de lo que él era en sí mismo, y porque él había abierto un camino a su propia presencia, el campamento de Israel fue un lugar de bendición como no se encontró en ningún otro lugar en la faz de la tierra. Por lo tanto, no fue ningún privilegio de poca importancia el hecho de ser hallado contado con aquellos que rodeaban el tabernáculo.
Pero si por una parte se trató de un lugar de bendición, por la otra, fue muy ciertamente un lugar de responsabilidad. «Y Jehová habló a Moisés, diciendo: Manda a los hijos de Israel que echen fuera del campamento a todo leproso, y a todo aquel que padece flujo, así como a todo contaminado por causa de muerto; echadlos, tanto a hombres como a mujeres; a las afueras del campamento los echaréis; para que no contaminen los campamentos de aquellos en medio de quienes yo habito» (Núm. 5:1-3, VM). Por otra parte, «Yo soy Jehová vuestro Dios; vosotros por tanto os santificaréis, y seréis santos, porque yo soy santo» (Lev. 11:44). En una palabra, tal como estas Escrituras muestran, la santidad, y la santidad según la naturaleza de Aquel que moraba entre ellos, era responsabilidad de todo Israelita que rodeaba el tabernáculo. Jehová, como revelado, era el estándar para todo el campamento (compárese con 1 Juan 2:6), para todo individuo, cualquiera que fuese su estado, que formaba parte de él. Por lo tanto, ser contado con el pueblo de Dios era ser llevado a un lugar tanto de bendición como de responsabilidad.
No es nuestro propósito abordar el significado típico del santuario en medio de Israel[1]. Bastará con señalar aquí que como su idea primaria era la habitación de Dios, así que cada parte de él, junto con todos sus utensilios y mobiliario sagrados, estaba llena con alguna manifestación de Dios y de sus glorias, mostradas más adelante en Cristo. Esto fue así, de hecho, en dos terrenos: primero, porque fue un modelo de las cosas mostradas a Moisés en el monte, y por tanto, una revelación de escenas celestiales; y porque también hablaba en cada parte –mesas, cortinas, decorados, y utensilios– de las glorias, en vista de que él mismo tomó, en un día postrero, el lugar del templo de Dios (véase Juan 2:19-21). Pero se puede añadir que mientras más sean entendidos los pensamientos de Dios concernientes a su habitación en medio de Israel, más plenamente será entendido el carácter de la Iglesia como la Casa de Dios.
[1] Nota del autor: Aquellos que deseen hacerlo, pueden consultar «Las enseñanzas típicas del libro del Éxodo». Véase: http://www.graciayverdad.net/dennetexodo/
2 - El templo de Salomón
El tabernáculo, el cual había sido la Casa de Dios en el desierto, junto con su mobiliario sagrado, fue llevado por los hijos de Israel a Canaán, y fue erigido en Silo (Jos. 18:1). Fue, por consiguiente, a este lugar que los hijos de Israel acudían con sus sacrificios anuales (1 Sam. 1:3), y aún era llamado «el tabernáculo de reunión» (1 Sam. 2:22), pero también «el templo de Jehová», y «la casa de Jehová» (1 Sam. 3:3, 15). Estos últimos nombres solo prefiguraban la casa que se edificaría en el futuro en Jerusalén. Mientras los hijos de Israel eran peregrinos en el desierto, y habitaban en tiendas, Dios mismo habitó en una tienda (2 Sam. 7:6), adaptándose él mismo, como él ha hecho siempre en su preciosa gracia, a la condición de su pueblo; pero cuando él hubo establecido a sus escogidos en la gloria del reinado, una casa fue erigida –«magnífica por excelencia» (1 Cr. 22:5)– la cual, en cierta medida, debía ser la expresión de su majestad, la majestad de quien se dignó hacerla su morada en medio de Israel (2 Cr. 2:4-6).
No está dentro del propósito actual llamar a poner la atención a las diferencias características entre el tabernáculo y el templo, sino más bien señalar su semejanza tanto con respecto a su origen como a su objetivo. Como en el caso del primero, así en el segundo, el plan fue comunicado divinamente. Fue David quien tuvo el honor de convertirse en el depositario de este diseño; y en vista de que no se le permitió, según el deseo de su propio corazón, edificar él mismo el templo, él lo comunicó a Salomón. «Dio entonces David a Salomón su hijo el diseño del pórtico del templo, y de sus edificios, y de sus tesorerías, y de sus cámaras altas, y de sus cámaras interiores, y [del lugar] de la Casa del propiciatorio; asimismo el diseño de todo lo que tenía ideado, por el Espíritu, respecto de los atrios de la Casa de Jehová, y de todas las cámaras al rededor, y de las tesorerías de la Casa de Dios», etc. (1 Cr. 28:11, 12, VM). Todo lo que Salomón hizo y preparó, en relación con la obra a la cual había sido llamado, fue de acuerdo con las instrucciones que había recibido. El sitio mismo había sido indicado divinamente, así como el diseño y la forma del edificio. (1 Reyes 6:38; 2 Cr. 3:3). Aunque el encargo de erigir fue confiado a manos humanas, el edificio era divino; porque los pensamientos humanos y las ideas humanas no deben inmiscuirse en las cosas de Dios.
La relación entre el tabernáculo y el templo, como siendo ambos por igual la morada de Dios, puede ser vista de dos maneras. Cuando Salomón hubo completado la casa, él reunió a los ancianos de Israel, a todos los jefes de las tribus y a los principales de las casas paternas de los hijos de Israel; y leemos que, «se congregaron con el rey todos los varones de Israel, para la fiesta solemne del mes séptimo» (2 Cr. 5:2, 3) (es decir, la fiesta al son de trompetas, una figura de la restauración de Israel en los últimos días –Núm. 29:1). «Vinieron, pues, todos los ancianos de Israel, y los levitas tomaron el arca; y llevaron el arca, y el tabernáculo de reunión, y todos los utensilios del santuario que estaban en el tabernáculo; los sacerdotes y los levitas los llevaron». Y entonces, después que ellos hubieron sacrificado tantas ovejas y bueyes que no se podían contar ni numerar, «los sacerdotes metieron el arca del pacto de Jehová en su lugar, en el santuario de la casa, en el lugar santísimo, bajo las alas de los querubines» (2 Cr. 5:1-7). Fue el arca lo que dio su carácter a la casa; porque era el trono de Dios en medio de Israel, desde donde él gobernaba a su pueblo sobre la base de su ley santa, tal como es mencionado aquí mediante la declaración de que «en el arca no había más que las dos tablas que Moisés había puesto en Horeb, con las cuales Jehová había hecho pacto con los hijos de Israel, cuando salieron de Egipto» (2 Cr. 5:10).
Y ahora, en segundo lugar, Jehová aprobó la obra de sus siervos tomando posesión de la nueva casa, tal como él lo había hecho anteriormente con el tabernáculo. «Y cuando los sacerdotes salieron del santuario (porque todos los sacerdotes que se hallaron habían sido santificados, y no guardaban sus turnos; y los levitas cantores, todos los de Asaf, los de Hemán y los de Jedutún, juntamente con sus hijos y sus hermanos, vestidos de lino fino, estaban con címbalos y salterios y arpas al oriente del altar; y con ellos ciento veinte sacerdotes que tocaban trompetas), cuando sonaban, pues, las trompetas, y cantaban todos a una, para alabar y dar gracias a Jehová, y a medida que alzaban la voz con trompetas y címbalos y otros instrumentos de música, y alababan a Jehová, diciendo: Porque él es bueno, porque su misericordia es para siempre; entonces la casa se llenó de una nube, la casa de Jehová. Y no podían los sacerdotes estar allí para ministrar, por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Dios» (2 Cr. 5:11-14). A continuación de esta descripción, nosotros encontramos a Salomón relatando las circunstancias mediante las cuales él había llegado a ser el instrumento divinamente designado para edificar una «casa de habitación» y «una morada estable» para Jehová, por los siglos venideros [lit. para siempre] (2 Cr. 6:2, VM); y entonces él se arrodilló sobre un estrado de bronce (que él había preparado) delante de toda la congregación de Israel, y extendió sus manos al cielo, y oró con respecto a la casa que él había edificado, y él concluyó sus intercesiones con palabras citadas del Salmo 132: «Oh Jehová Dios, levántate ahora para habitar en tu reposo, tú y el arca de tu poder; oh Jehová Dios, sean vestidos de salvación tus sacerdotes, y tus santos se regocijen en tu bondad. Jehová Dios» (2 Cr. 6:41-42a), «no rechaces el rostro de tu ungido; acuérdate de tus misericordias para con tu siervo David» (2 Cr. 6:42b, LBLA). Y acto seguido leemos, «Cuando Salomón acabó de orar, descendió fuego de los cielos, y consumió el holocausto y las víctimas; y la gloria de Jehová llenó la casa. Y no podían entrar los sacerdotes en la casa de Jehová, porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová» (2 Cr. 6:41-42; 2 Cr. 7:1-2).
De esta manera, y bajo tales circunstancias, Jehová asumió su morada en el templo –toda la escena, los sacerdotes vestidos de lino fino blanco, su unánime glorificación de Dios siendo una tenue
sombra de la gloria de un día posterior, cuando el verdadero Salomón vendrá a su templo y él mismo se rodeará de un pueblo justo y de corazón dispuesto. Pero el único punto que ha de ser observado aquí es que encontramos una vez más a Dios morando en su casa en medio del pueblo que él había escogido. La diferencia entre el templo y el tabernáculo, tal como se recalcó anteriormente, es mostrada mediante el contraste entre el desierto y la tierra; por el carácter peregrino del paso de Israel a través del primero, diferenciado de su morada estable en la última. Pero en ambos por igual Dios tuvo su habitación, su casa. Dios moró en medio de todo Israel, y, como se ve nuevamente por el hecho de que el fuego descendió en respuesta a la oración de Salomón, y consumió el holocausto y los sacrificios, él lo hizo en el terreno de la redención –en el terreno de la redención a través de todo el valor de todo lo que Cristo fue en su obra sacrificial. No habría sido posible en ningún otro terreno; pero debido a que ello fue sobre el fundamento de todo el olor grato de Cristo en su muerte, él pudo, a pesar de lo que el pueblo era de manera práctica, morar en medio de ellos, y todo el pueblo, por su parte, pudo venir con los sacrificios señalados, de la manera designada, y los tiempos señalados.
Desde entonces Jerusalén fue el único lugar santo en la tierra, el único sitio, por tanto, al cual el corazón de todo verdadero israelita se volvía con pensamientos de adoración y alabanza. «¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los Ejércitos! ¡Mi alma suspira y aun desfallece por los atrios de Jehová; mi corazón y mi carne claman por el Dios vivo!… ¡Bienaventurados los que habitan en tu Casa! de continuo te alabarán» (Sal. 84, VM). Y allí se reunía el pueblo en la frecuencia de las fiestas. «Jerusalén, que está edificada como ciudad compacta, bien unida, a la cual suben las tribus, las tribus del Señor, para alabar el nombre del Señor» (Sal. 122:3-4, LBLA). Allí eran llevados y presentados al Señor todos los hijos primogénitos (Lucas 2:22-24), y allí también las familias de su pueblo se reunían tres veces al año (véase Deut. 16). Por lo tanto, Jerusalén –debido a la casa de Jehová– era el único lugar de bendición en todo el mundo, y no era un privilegio menor tener permiso para formar parte de la asamblea que se reunía allí de tiempo en tiempo, en obediencia a la Palabra. «Y te regocijarás delante de Jehová tu Dios, tú, y tu hijo, y tu hija, y tu siervo, y tu sierva, y el levita que reside dentro de tus puertas, juntamente con el extranjero y el huérfano y la viuda que habitan en medio de ti, en el lugar que escogiere Jehová tu Dios, para hacer que habite allí su nombre» (Deut. 16:11, VM).
3 - El templo después del regreso de Babilonia
El templo de Salomón duró hasta que Nabucodonosor lo destruyó (2 Cr. 36); y Ezequiel describe la salida de la gloria de Jehová de él, a causa de las abominaciones de su pueblo, antes de que fuese consumido por fuego por los caldeos (véase Ez. 8 al 10). Durante setenta años Jerusalén estuvo desolada (2 Cr. 36:21; Dan. 9:2), y entonces, «para que se cumpliese la palabra de Jehová por boca de Jeremías, despertó Jehová el espíritu de Ciro rey de Persia, el cual hizo pregonar de palabra y también por escrito por todo su reino, diciendo: Así ha dicho Ciro rey de Persia: Jehová el Dios de los cielos me ha dado todos los reinos de la tierra, y me ha mandado que le edifique casa en Jerusalén, que está en Judá» (Esd. 1:1, 2, etc.). El gobierno, debido al pecado de Judá e Israel, había sido transferido ahora a los gentiles, y por tanto Dios, en primera instancia, obró a través de Ciro como instrumento. El lector encontrará todos los detalles del regreso de un remanente de las dos tribus, Judá y Benjamín, con sacerdotes y levitas, en respuesta a la proclamación del rey, registrados en el libro de Esdras. No fue sino hasta el año segundo de su regreso que ellos activaron «la obra de la casa de Jehová» (Esd. 3:8). «Y cuando los albañiles del templo de Jehová echaban los cimientos, pusieron a los sacerdotes vestidos de sus ropas y con trompetas, y a los levitas hijos de Asaf con címbalos, para que alabasen a Jehová, según la ordenanza de David rey de Israel. Y cantaban, alabando y dando gracias a Jehová, y diciendo: Porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia sobre Israel. Y todo el pueblo aclamaba con gran júbilo, alabando a Jehová porque se echaban los cimientos de la casa de Jehová. Y muchos de los sacerdotes, de los levitas y de los jefes de casas paternas, ancianos que habían visto la casa primera, viendo echar los cimientos de esta casa, lloraban en alta voz, mientras muchos otros daban grandes gritos de alegría. Y no podía distinguir el pueblo el clamor de los gritos de alegría, de la voz del lloro; porque clamaba el pueblo con gran júbilo, y se oía el ruido hasta de lejos» (Esd. 3:10-13).
Cuando se echaban los cimientos, ellos alabaron a Dios con címbalos, mientras los sacerdotes tocaron sus trompetas, y cantaron el mismo cántico que había sido cantado durante la dedicación del templo de Salomón. Pero muchos lloraron –los ancianos que habían sido testigos presenciales del esplendor de la casa primera (o, el primer templo). El contraste era realmente grande. La casa primera fue edificada en medio de las glorias del reinado, y en una época –cuando ese reino era preeminente– también una época de paz, prosperidad, y bendición, un período que tipificaba el reino del Mesías, cuando todos los reyes se postrarán delante de él, y todas las naciones le servirán (véase Sal. 72). Esto fue comenzado por un débil remanente en medio de las desolaciones de la otrora ciudad gloriosa, a la que los hombres llamaban «la perfección de hermosura», «el regocijo de toda la tierra» (Lam. 2:15, VM), estando ellos mismos sometidos a un monarca gentil, dependiendo de él, por la voluntad de Dios, para el permiso de edificar, y rodeados por todos lados por adversarios. Aun así, ellos edificaron; y finalmente, después de mucha infidelidad por parte de ellos, la casa fue terminada, y ellos «celebraron la dedicación de esta Casa de Dios con gozo» (Esd. 6:15-22, VM).
Esta casa tomó el lugar de la que Salomón había edificado. Sin embargo, hubo diferencias importantes. No hubo nube alguna, ninguna gloria de Jehová llenó la casa, como en el caso del tabernáculo y el primer templo; y ningún fuego descendió del cielo para consumir sus sacrificios, como sucedió con Moisés (Lev. 9:24) y con Salomón (2 Cr. 7:1). Es este hecho el que hace que el paralelismo entre este remanente y la Iglesia sea tan interesante. Tomás creyó cuando vio; pero el Señor anunció la bienaventuranza de los que creerían sin ver (Juan 20). Esta fue la posición de este débil remanente así como la de nosotros. El hecho de que Dios aceptara sus sacrificios y morase en su casa fue, en el caso de ellos, un asunto enteramente de fe –fe basada en la palabra de Dios, de la misma forma, por ejemplo, como la presencia del Señor Jesucristo en medio de los congregados a su nombre es comprendida solo por medio de la fe, fe engendrada y sustentada por su propia palabra (Mat. 18). Pero Jehová consideró tan completamente esta casa como su casa, que él incluso la identificó con aquella que esta había sustituido. Hablando por medio de Hageo, uno de los profetas que él había usado para estimular al pueblo y animarlos en su obra de edificar, él dice, «La gloria postrera de esta casa será mayor que la primera» (Hag. 2:9). La casa era solamente una –cualesquiera que fuesen sus circunstancias exteriores– en el pensamiento divino, y por tanto, era la habitación de Dios en igualdad con el templo de Salomón.
Esta casa existió hasta la época de Herodes el Grande, el cual la reconstruyó (aunque no tenemos ningún informe de esto en las Escrituras) en una escala de grandeza y magnificencia superiores, y fue a este templo al cual José y María llevaron al niño Salvador cuando ellos lo presentaron delante del Señor. Y es un hecho muy digno de mencionar que, edificado como lo fue este templo por un rey extranjero –ya que si bien él profesaba la fe judía, era probablemente de descendencia idumea– el propio Señor lo reconoció como la casa de su Padre. Rodeado, e incluso lleno, como lo estaba de corrupciones, aun así él lo reconoció (Mat. 21:12, 13; Juan 2:13-16, etc.); y él no lo abandonó sino hasta que su rechazo por parte de su pueblo se hubo hecho evidente. Entonces él pronunció la sentencia, «He aquí vuestra casa os es dejada desierta» (Mat. 23:38); e inmediatamente él se fue y salió del templo. En paciencia y longanimidad Dios soportó a su pueblo, y las corrupciones de su casa, hasta que no hubo remedio, y entonces la abandonó, tal como él lo había hecho antes con el templo de Salomón. Por su parte había habido juicio mezclado con gracia y misericordia expresado una y otra vez; por parte de su pueblo había habido pecado y corrupción, que alcanzaron su clímax en el rechazo y crucifixión de su verdaderamente Jehová-Mesías, el cual había condescendido a través de tantos siglos a tener su morada en medio de ellos.
Esto concluye el período de la casa terrenal de Dios hasta los días mileniales; pero aun así, ello fue solamente preparatorio para el cumplimiento de su propósito de morar en la tierra de una manera más excelente.
4 - La Iglesia: Hechos 2
Ya hemos trazado la historia de la casa de Dios desde Éxodo hasta la conclusión de la dispensación mosaica. Sin embargo, durante la vida de nuestro Señor en la tierra hubo premoniciones del cambio que venía. Hablando a los judíos él dijo, «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré… Mas», el evangelista nos dice, «él hablaba del templo de su cuerpo» (Juan 2:19, 21). Además, él dijo a Pedro, cuando confesó que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios viviente, «Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:16-18). Si pasamos ahora al día de Pentecostés, veremos que Dios comenzó en aquel entonces a morar en la tierra de una manera nueva y doble: «Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos. Y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les daba que hablasen» (Hec. 2:1-4).
Ahora bien, esto tuvo lugar según la expresa promesa del Señor a sus discípulos: «He aquí, yo enviaré la promesa de mi Padre sobre vosotros; pero quedaos vosotros en la ciudad de Jerusalén, hasta que seáis investidos de poder desde lo alto» (Lucas 24:49). Y además, él «les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días» (Hec. 1:4-5). Entonces el Espíritu Santo descendió en Pentecostés conforme a la palabra del Señor, y el resultado fue que Dios hizo su templo por el Espíritu en el creyente individual (véase asimismo 1 Corintios 6:19); y que él hizo su habitación con los creyentes de manera colectiva, tal como Pablo escribe a los Efesios, «vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Ef. 2:22). Por lo tanto, los creyentes eran ahora, tal como su Señor había sido mientras estuvo en la tierra, el templo de Dios, y la casa de Dios, la cual es la Iglesia del Dios viviente, fue ahora formada. Es esta última verdad la que va a ocupar nuestra atención, y con este objetivo nos proponemos examinar más detenidamente la enseñanza de este capítulo (Hec. 2).
Hablando de manera general, nosotros tenemos tres cosas en esta Escritura –la edificación de la casa de Dios, el modo de ingreso, y las ocupaciones de aquellos que están adentro, o, para ser más precisos, de aquellos que la forman.
1. La edificación de la casa. Nosotros leemos con respecto al templo de Salomón que, «la casa, mientras se edificaba, se construía de piedras preparadas en la cantera; y no se oyó ni martillo ni hacha ni ningún instrumento de hierro en la casa mientras la construían» (1 Reyes 6:7, LBLA). Lo mismo se ve con respecto a la casa de Dios cuando fue edificada en Pentecostés. Los discípulos estaban todos juntos en un mismo lugar; ¿y quiénes eran ellos? Ellos eran los ciento veinte mencionados en el capítulo anterior, todos los cuales (porque Judas ya no formaba parte de la compañía, habiéndose desviado para irse al lugar que le correspondía), eran piedras vivas que por la gracia de Dios habían sido llevadas a estar en contacto salvador con Cristo, y hechos así partícipes de la vida eterna. Y el mismo poder divino que los había salvado por medio de la fe en el Señor Jesús, los reunió en este día, y los colocó silenciosamente en sus lugares designados sobre la única piedra fundamental para formar la habitación de Dios en la tierra por el Espíritu. El edificio fue erigido así. Cristo, según su palabra, había edificado su Iglesia, y la había preparado para su Habitante divino.
Por eso, como cuando Moisés hubo completado el tabernáculo, y también como cuando Salomón hubo terminado el templo, la gloria de Jehová llenó la casa de Dios (Éx. 40; 2 Cr. 5), así también aquí, «de repente vino un estruendo del cielo, como si soplara un viento violento, y llenó toda la casa donde estaban sentados» (Hec. 2:2, RVA). Dios tomó, de manera manifiesta, posesión de la casa que había sido erigida aquel día. Otros podrían entrar y de hecho serían introducidos, para formar parte de la casa («Y el Señor añadía cada día a la Iglesia los que habían de ser salvos» (Hec. 2:47); pero aun así la casa fue edificada. Por lo tanto, el apóstol pudo decir a los Efesios, «vosotros también sois juntamente edificados, para morada de Dios por el Espíritu» (Ef. 2:2, RVR1865); y a los Corintios, «vosotros sois el templo del Dios viviente» (2 Cor. 6:16). En este aspecto la casa de Dios es contemplada siempre como estando completa, y sin embargo otros creyentes son continuamente introducidos para ocupar sus lugares designados en el edificio. Esto será entendido de inmediato si por un minuto nosotros cambiamos el término y usamos «iglesia» en lugar de «casa».
Y el hecho de que el propio Señor contempló la casa como estando ahora edificada se ve de la conexión entre el segundo y el tercer capítulo de Hechos. Al principio de Hechos 3 nosotros leemos acerca de Pedro y Juan subiendo juntos al templo a la hora de la oración; pero el Señor tenía para ellos una lección, así como para nosotros, en lo que les ocurrió por el camino. Había un hombre cojo de nacimiento, el cual llevaban y ponían diariamente, no adentro, sino a la puerta del templo, para pedir limosna a los que entraban para orar y adorar. Él pidió limosna a Pedro y Juan, los cuales estaban, al igual que muchos otros, a punto de entrar en el templo. El Espíritu de Dios usó la circunstancia guiando a Pedro a sanar al hombre cojo, como un testimonio rendido al poder del Cristo resucitado, para enseñanza del apóstol y nuestra. El hombre, repítase, está afuera del templo, y fue allí –afuera– donde él recibió la bendición. La nueva casa de Dios había sido recién formada, y el Espíritu Santo testifica ahora que la bendición está afuera de la casa vieja y en relación con la nueva, una lección que Pedro y Juan podían no haber logrado aprender en el momento, pero una que ha sido escrita para la edificación de todos aquellos cuyos ojos han sido abiertos por el Espíritu de Dios. Sí, en efecto, allí en Jerusalén, y en el día de la fiesta, sin sonido alguno de martillo o hacha o ningún otro instrumento de hierro, en medio de una generación incrédula, y mientras el templo de Herodes estaba allí delante de sus ojos, y era el objeto de la veneración de los corazones carnales de ellos, el verdadero Salomón había edificado su Iglesia de piedras preciosas, cuyos lustre y hermosura solo podían ser apreciada por Aquel que las había colocado en su lugar designado sobre la principal piedra del ángulo.
Se ha de recalcar también que aquí solamente había piedras vivas, en consideración que la casa en este capítulo es edificada por el propio Señor (v. 47). Hasta aquí, por tanto, el cuerpo de Cristo, aunque la revelación de esta verdad estuvo reservada hasta otro día –hasta que su ministro designado hubiese sido llamado y calificado– y la casa de Dios son coincidentes. Es decir, cada piedra de este edificio era también un miembro del Cuerpo de Cristo, aunque esto aún no se entendía; porque en este día, incluyendo las tres mil almas que se arrepintieron bajo la poderosa operación del Espíritu Santo a través de la predicación de Pedro, ni una sola de ellas fue introducida que no estuviese realmente convertida. Todos eran creyentes genuinos. Fueron los que recibieron la Palabra los que fueron bautizados, y fueron los del mismo carácter a quienes el Señor añadió después diariamente. Este hecho debe ser claramente puesto de manifiesto, y firmemente mantenido.
2. Habiendo sido edificada la casa de Dios, nosotros encontramos muy claramente indicado el modo mediante el cual las almas habían de ser introducidas en ella. Un sencillo comentario puede quizás despejar una dificultad para algunos antes que abordemos esta parte de nuestro tema. A menudo se asume apresuradamente que Dios introduce almas secretamente, por así decirlo, a su casa; es decir, que si él convierte un alma, esa alma es introducida de ese modo a su habitación en la tierra. Cambiemos entonces por un momento el término «casa» por una «compañía de creyentes», porque recuerden que es la compañía de creyentes que tiene una existencia muy clara y separada en Hechos 2 la que forma la casa de Dios, y podemos preguntar entonces, ¿un alma que ha nacido de nuevo es introducida de ese modo en la compañía de creyentes? No, dicha alma puede ser desconocida para ellos, y en ese caso no podría decirse que sea uno de ellos. Otra cosa es que Dios conozca a un tal como siendo un creyente; pero el asunto es, como hemos visto, con respecto a la habitación de Dios en la tierra. Y en vista de que ella está en la tierra, hay, como veremos también, un modo designado de incorporación a la compañía que compone esta habitación.
Consideremos en primer lugar las diferentes clases de personas que nos son presentadas. Están los ciento veinte que en este día han constituido la Iglesia –la Asamblea de Dios. Están los judíos que estaban cerca –los «judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo» (Hec. 2:5), a quienes Pedro predicó después. Luego, por último, estaban aquellos a quienes Pedro se refiere en su discurso –«todos los que están lejos», un bien conocido término Escritural para referirse a los gentiles. Tenemos, entonces, esta triple división que el Espíritu de Dios hace en otra parte –la Iglesia, los judíos, y los gentiles (1 Cor. 10:32), una representación, por tanto, del mundo entero.
Ahora bien, fue en relación con este círculo más cercano, esta compañía central, la Iglesia de Dios, que Pedro, poniéndose de pie con los once, rindió este testimonio a Cristo. Las manifiestas operaciones del Espíritu –manifiestas incluso para los judíos incrédulos– habían producido perplejidad en las mentes de algunos, y para otros llegó a ser una ocasión para el escarnio y la burla. Pedro entonces, guiado por el Espíritu Santo, se dirigió a la multitud que se reunió. En primer lugar, él explicó, a partir de las Escrituras, el carácter de las manifestaciones que ellos habían presenciado (Hec. 2:16-21); luego, él testificó de «Jesús nazareno, varón aprobado por Dios entre vosotros con las maravillas, prodigios y señales que Dios hizo entre vosotros por medio de él, como vosotros mismos sabéis». Les habló del consejo de Dios en cuanto a su muerte, y la iniquidad de ellos en su crucifixión; de su resurrección, que había sido predicha en sus propias Escrituras, y de lo cual Pedro y los que estaban con él eran testigos (Hec. 2:22-32). Entonces él concluyó con estas palabras notables: «Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís. Porque David no subió a los cielos; pero él mismo dice:
«Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies. ¡Que toda la casa de Israel lo sepa con certeza, Dios ha hecho Señor y Cristo a este mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis!» (Hec. 2:33-36, VMA).
Este fue un testimonio muy claro. Jesús de Nazaret, rechazado y crucificado por el hombre, había sido resucitado de los muertos, exaltado a la diestra de Dios, y hecho Señor y Cristo. ¡Qué contraste entre el pensamiento de Dios y el pensamiento del hombre! ¿Y qué podía demostrar más claramente la culpabilidad y la condición del hombre? Verdaderamente la cruz de Cristo lo puso todo a prueba, y no solamente expresó lo que había en el corazón de Dios, sino también lo que había en el corazón del hombre. Este testimonio de Pedro tocó profundamente las conciencias de los que oían, y, compungidos de corazón, dijeron a Pedro y a los otros apóstoles, «Varones hermanos, ¿qué haremos? Pedro les dijo: Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros es la promesa, y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos; para cuantos el Señor nuestro Dios llamare» (Hec. 2:37-39).
Ahora bien, es la respuesta a estos judíos arrepentidos lo que requiere nuestra cuidadosa atención. Había que hacer dos cosas en aquel entonces, y como consecuencia de ello dos bendiciones iban a ser recibidas. Ellos debían arrepentirse, y ser bautizados en el nombre del Señor Jesús. Supongamos por un minuto que estos judíos se habían arrepentido verdaderamente, y aun así rechazaran ser bautizados en el nombre del Señor Jesús. ¿No es evidente, en vista de esta Escritura misma, que en un caso tal, cualquiera que hubiese sido el estado de corazón de ellos delante de Dios, y a pesar de que ellos pudiesen haber nacido de nuevo verdaderamente, ellos no podían haber sido recibidos a la compañía de creyentes que estaba ante ellos –no es evidente que, en otras palabras, ¿ellos no podían haber sido introducidos en la casa de Dios en la tierra? Porque, ¿qué implicaba su bautismo en el nombre de Jesucristo? «¿O no sabéis», dice el apóstol Pablo, «que todos los que hemos sido bautizados en Cristo Jesús, hemos sido bautizados en su muerte?» (Rom. 6:3).
Ello sería, por lo tanto, no solamente creer el testimonio concerniente a su muerte, resurrección, y lugar actual a la diestra de Dios, sino que sería también la identificación de ellos con él en su muerte; de modo que, aceptando la muerte para ellos mismos, se disociarían así, en figura, del hombre, y serían llevados al terreno de asociación con la muerte de Cristo, para que de aquel momento en adelante ellos mismos aceptarían el lugar de estar muertos –muertos con Cristo– en este mundo. Por consiguiente, el apóstol pudo escribir a los Colosenses –«si habéis muerto con Cristo… ¿por qué, como si vivieseis en el mundo?» etc. (Col. 2:20). Y esta muerte con Cristo es el terreno cristiano, y en vista de que el bautismo es el modo de ingreso divinamente designado de entrar en él, no hay, por lo tanto, ninguna otra manera de entrar en la casa de Dios en la tierra. Por consiguiente, era necesario que estos judíos se arrepintiesen y fuesen bautizados en el nombre del Señor Jesús. Lo primero sería producido por el Espíritu de Dios obrando a través del testimonio que ellos habían oído; mediante lo segundo ellos serían separados públicamente de la nación que había crucificado al Señor Jesús –desde ese momento dejarían de pertenecer al pueblo judío bajo la economía de la Ley, y serían llevados a formar parte del número de aquellos que eran los seguidores de Cristo en la tierra; y estos, como hemos visto, componían la casa de Dios.
Tras el arrepentimiento y el bautismo de ellos se prometían dos bendiciones. La primera era el perdón de los pecados, y la segunda era la recepción del Espíritu Santo. Estas dos cosas están relacionadas, tal como una o dos palabras mostrarán. Nosotros entendemos que el perdón de los pecados es aquello que los apóstoles fueron facultados para administrar ante el arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro señor Jesucristo. Ante la profesión de esto, y siendo bautizados en el nombre de Jesucristo, no solamente se accedía al perdón de los pecados como estando delante de Dios, relacionado por Él con el arrepentimiento y la fe, sino que ello era también anunciado con autoridad por sus siervos (véase Juan 20:23; Hec. 22:16). Además, estaba el don del Espíritu Santo. Tal como ya hemos dicho, estas dos cosas estaban relacionadas. En todas partes en las Escrituras el don del Espíritu Santo es consecutivo al perdón de los pecados. Limpiados por la sangre preciosa de Cristo (como se ve también en figura en la consagración de los sacerdotes y la limpieza del leproso (Éx. 29; Lev. 14), Dios sella (unge) a los así limpiados con el Espíritu Santo (véase Hec. 10; Rom. 5; 2 Cor. 1; Efe. 1, etc.).
Recordemos el orden divino presentado aquí. Tras el arrepentimiento para con Dios estaba el bautismo en el nombre de Jesucristo, por medio del cual los así bautizados eran sacados de entre los judíos que habían rechazado a su Mesías, y eran introducidos en el número de aquellos que formaban la Casa de Dios. El perdón de los pecados les fue anunciado por parte de Dios, y entonces, en la esfera donde Dios mora por el Espíritu, ellos mismos recibieron el Espíritu Santo; y entonces ellos no solo eran una parte de la casa de Dios, sino también, tal como vemos acerca de los discípulos al principio del capítulo (Hec. 2:4), el Espíritu Santo moró en ellos. Las palabras del Señor a sus discípulos se cumplieron de esta manera: «Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros» (Juan 14:16-17).
Había aún más en la gracia abundante de Dios, «porque», Pedro dijo, «para vosotros (vosotros judíos) es la promesa (la promesa de estas bendiciones que han sido consideradas), y para vuestros hijos (estos no iban a ser excluidos), y para todos los que están lejos (los gentiles) (véase Efe. 2:11-13); para cuantos el Señor nuestro Dios llamare (Hec. 2:39). La Iglesia –la Habitación de Dios– habiendo sido edificada, el don de gracia es anunciado tanto a judíos como a gentiles, y fue anunciado el modo mediante el cual el judío y el gentil, en la gracia soberana de Dios, podían salir de los dos círculos exteriores –círculos que estaban ambos en el reino de las tinieblas, donde Satanás reinaba– a la nueva esfera que había sido formada aquel día, donde el Espíritu de Dios actuaba y moraba.
3. Llamamos ahora a prestar atención, más brevemente, a las ocupaciones de aquellos que forman la casa de Dios, y están adentro de ella. Para este propósito podemos añadir un pasaje de 1 Pedro. El apóstol dice, «vosotros también, como piedras vivas, sois edificados en un templo espiritual, para que seáis un sacerdocio santo; a fin de ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios, por medio de Jesucristo» (1 Pe. 2:5, VM). En vista de que Pedro trata acerca del sacerdocio de los creyentes –el nuevo orden de sacerdotes, el cual toma el lugar de la familia de Aarón en la tierra– una dignidad que se aplica ahora a todos los santos sin excepción, él es guiado a señalar la ocupación de ellos con el sacrificio de alabanza. Ya no se trata de sacrificios de toros o machos cabríos, sino de sacrificios aptos para la casa espiritual de la cual ellos formaban parte, así como para los que adoraban a Dios en espíritu y en verdad. De hecho, ellos debían ofrecer el sacrificio de alabanza a Dios continuamente; es decir, el fruto de sus labios, dando gracias a su nombre. La alabanza y la adoración perpetuas debían ser oídas en esta nueva y espiritual habitación de Dios (compárese con 1 Cr. 9:33).
Volviendo al libro de los Hechos, nosotros tenemos otro aspecto de la ocupación de los santos. La Escritura dice, «Y continuaban perseverando todos en la enseñanza de los apóstoles, y en la comunión unos con otros, en el partir el pan, y en las oraciones» (Hec. 2:42, VM). Ellos perseveraban en conocer el pensamiento y la voluntad de Dios tal como era comunicada por Sus siervos (porque en aquel momento no existía ninguna de las Escrituras del Nuevo Testamento), y por tanto ellos eran llevados al disfrute de la comunión con los apóstoles (compárese con 1 Juan 1:3), en la cual los recién convertidos se deleitaban en el hecho de encontrarse. Además, ellos se reunían alrededor del Señor a Su mesa para conmemorar su muerte, esa muerte que era el fundamento de todas las bendiciones a las cuales ellos habían sido introducidos; y juntos perseveraban también en reunirse para derramar sus corazones en oración a Dios.
Al contemplar este hermoso retrato de la casa de Dios, de la energía del Espíritu Santo produciendo oración y alabanza constantes, así como obediencia a la Palabra, podemos decir ciertamente, en el lenguaje del salmista, pero con otro significado, «¡Cuán amables son tus moradas, oh Jehová de los ejércitos!… Bienaventurados los que habitan en tu casa; Perpetuamente te alabarán» (Sal. 84).
5 - La Iglesia edificada por el hombre: 1 Corintios 3
Esta Escritura exige la más cuidadosa consideración, ya que ocupa un importante lugar con respecto a la verdad de la Iglesia de Dios. Como ocurre tan a menudo en las epístolas, el Espíritu Santo usa la condición de los santos como ocasión para la revelación de un nuevo aspecto de la Iglesia. Los santos corintios eran carnales (sarkikós), y por este motivo el apóstol no pudo ministrar la verdad que él
habría deseado, sino que, debido al estado de ellos, se vio obligado a hablarles como «a niños en Cristo», a alimentarlos con leche, y no con manjar sólido (1 Cor. 3:1-2, VM). La evidencia de la «carnalidad» de ellos, era la formación de escuelas de opinión en la Iglesia, la existencia de «disensiones», los santos alineándose alrededor de sus maestros favoritos escogidos por ellos mismos; algunos escogiendo a Pablo, algunos a Pedro, algunos a Apolos, y algunos incluso aventurándose a usar el nombre de Cristo para rechazar a los siervos que Él había enviado. El apóstol aprovecha la oportunidad para revelar la verdadera posición, tanto de los siervos como de los santos, y de ambos por igual en relación con el Señor. «¿Qué, pues,» él exclama, «es Pablo, y qué es Apolos? Servidores por medio de los cuales habéis creído; y eso según lo que a cada uno concedió el Señor. Yo planté, Apolos regó; pero el crecimiento lo ha dado Dios. Así que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que da el crecimiento». Fue intolerable para Pablo –un dolor desgarrador, podríamos decir, que el nombre de un siervo, por eminente que fuese, se interpusiera entre el Señor y Su pueblo. Porque, ¿qué eran los que trabajaban? Obreros de Dios –trabajando sin laguna y en comunión, pero todos perteneciendo a Dios [2]. ¿Y qué eran los santos? El apóstol dice, «nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros sois labranza de Dios, edificio de Dios» (1 Cor. 3:9).
[2] La versión de la Biblia inglesa (KJV1769) apenas presenta el pensamiento correcto. El apóstol no quiere decir que los siervos eran colaboradores de Dios los unos para con los otros, sino que ellos pertenecían a Dios, y eran colaboradores como tales.
Los siervos eran obreros de Dios, los santos eran edificio de Dios –Dios en Su gracia era así todo, siervos y santos por igual le debían todo a Él. Todas las cosas eran de él, y por tanto, solo él debía ser magnificado, ya sea por santos o por siervos.
Avanzando, el apóstol muestra cuál es la responsabilidad de los obreros de Dios en la obra confiada a su cuidado. Él dice, «Conforme a la gracia de Dios que me ha sido dada, yo como perito arquitecto puse el fundamento, y otro edifica encima; pero cada uno mire cómo sobreedifica. Porque nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo» (v. 10-11). Dos cosas impactarán de inmediato al lector en contraste con lo que ha sido considerado en un artículo anterior. En primer lugar, el apóstol habla de sí mismo como poniendo el fundamento, y también de él mismo y de otros edificando sobre él. Esto es algo muy diferente de aquello contenido en las palabras del Señor a Pedro, «sobre esta roca [Yo] edificaré mi iglesia» (Mat. 16:18). Y esta diferencia es la que explica los dos aspectos de la Casa de Dios. La obra de Cristo al construir su Iglesia debe ser necesariamente perfecta. Siendo él mismo en su muerte y resurrección, el Hijo del Dios viviente (que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos –Rom. 1:4), el fundamento, cada piedra que él pone sobre sí mismo, como el propio Pedro, debe ser una piedra viva. Pero, tal como esta Escritura en 1 Corintios enseña, él también encarga la obra de edificar a sus siervos, y los hace responsables del carácter de la obra de ellos. Pablo puede decir así, «puse el fundamento" –porque él fue el primero en proclamar el Evangelio en Corinto, y fue así el medio usado para formar la iglesia de Dios en esa ciudad (véase Hec. 18). Él había puesto el fundamento como un perito arquitecto (o, arquitecto sabio), y advierte a otros en cuanto a la manera en la cual ellos podrían edificar sobre él, recordándoles de este modo la responsabilidad de ellos para con el Señor por el carácter de la obra de ellos.
Y analizando más detenidamente los detalles de esta Escritura, nosotros encontramos que hay, o puede haber, tres clases de edificadores, y que la prueba de su obra tendrá lugar en un día futuro. El apóstol dice, «si sobre este fundamento alguno edificare oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, hojarasca, la obra de cada uno se hará manifiesta; porque el día la declarará, pues por el fuego será revelada; y la obra de cada uno cuál sea, el fuego la probará. Si permaneciere la obra de alguno que sobreedificó, recibirá recompensa. Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego. ¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él; porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es» (v. 12-17). Existen, entonces, como se ha observado a menudo, el buen obrero y su obra buena, el cual recibe una recompensa; el obrero que él mismo será salvo pero cuya obra es mala y, por consiguiente, es quemada, y, por tanto, él sufre pérdida; y por último, el obrero malo y su mala obra, y ambos por igual son destruidos.
Lo que se quiere decir por las palabras «obras» o «edificación» es manifiesto a partir del contexto. Es poner madera, heno, hojarasca sobre el fundamento, en lugar de oro, plata, o piedras preciosas; es decir, traer almas a la Iglesia de Dios que están sin vida divina. Esto puede ser llevado a cabo de dos formas; mediante la proclamación de doctrinas falsas –doctrinas que subvierten las verdades del cristianismo, desechando, por ejemplo, la necesidad del nuevo nacimiento, o la necesidad de limpieza mediante la sangre preciosa de Cristo, para que hombres naturales, hombres que no tienen el Espíritu de Dios, sean introducidos en la Iglesia como resultado de tal enseñanza; o ello puede ser hecho trayendo pública y manifiestamente a la iglesia a aquellos que no son salvos por medio de la fe en el Señor Jesús, incluyéndolos en la Iglesia de Dios al margen de aquellos que tienen el derecho de estar adentro. Un tercer caso es posible; a saber, que el obrero se engañe en cuanto al carácter verdadero de aquellos a quienes él puede introducir. En una o en todas estas formas la responsabilidad del obrero para con Cristo puede fallar en cuanto al carácter de su edificación. Él puede, aparentemente, exteriormente ante los ojos de los hombres, ser un edificador muy próspero y exitoso, mientras que en realidad él puede estar apilando sobre el fundamento, madera, heno, u hojarasca, para una futura y cierta destrucción. Ciertamente todos deberían percibir cuán solemne es estar comprometido en edificar en relación con la Iglesia de Dios, y al mismo tiempo saber que el carácter de la obra realizada es de mucha más importancia que su alcance. Incluso en la parábola de los talentos, la fidelidad y no el éxito es lo que suscita el elogio del Señor, así también aquí es la naturaleza de la obra lo que hallara recompensa, no la cantidad.
Una vez señalados los diferentes caracteres de la edificación, lo siguiente que hay que observar es que la revelación del carácter de la obra es dejada para un día futuro –de hecho, a «el día», un término, entendemos, que significa la aparición del Señor. Cualquiera que sea el tipo de edificación, que sus siervos puedan continuar mientras tanto, todo permanece hasta que el fuego –el fuego, como siempre, siendo un símbolo de la santidad de Dios aplicada en juicio– prueba la obra de cada hombre de la clase que ella sea. Nosotros podemos pensar o juzgar que ciertos edificadores están haciendo mal su trabajo; pero, ¿quienes somos nosotros para juzgar a los siervos de otro? Para su propio amo ellos están en pie o caen. Además del hecho que nosotros no somos los jueces, no podemos detectar la verdadera naturaleza de ninguna obra. Podemos poner a prueba los métodos empleados mediante la Palabra de Dios, pero en cuanto a la obra misma, hay solamente Uno que tiene el discernimiento necesario, el conocimiento infalible, y el estándar inerrante para evitar toda posibilidad de error; y él es Aquel a quien Juan vio en Apocalipsis, el cual estaba «vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y ceñido por el pecho con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve; sus ojos como llama de fuego; y sus pies semejantes al bronce bruñido, refulgente como en un horno; y su voz como estruendo de muchas aguas. Tenía en su diestra siete estrellas; de su boca salía una espada aguda de dos filos; y su rostro era como el sol cuando resplandece en su fuerza» (Apoc. 1).
Por consiguiente, la obra de cada uno debe ser dejada hasta «el día» que por el fuego será revelada, dejada para que sea manifestada después que el perfecto estándar de fuego haya sido aplicado a ella por el propio Señor. Sabiendo esto, en el próximo capítulo mismo Pablo dice a los corintios que era una cosa de poquísima importancia que él fuese juzgado por ellos, o por tribunal o juicio humano, y les recuerda que él ni siquiera podía presentar un juicio verdadero acerca de sí mismo, que el Señor es el juez, y por tanto nada podía ser estimado verdaderamente hasta que el Señor viniera, «el cual aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones», etc. (1 Cor. 4).
En relación con la verdad de que toda la obra de los siervos del Señor será dejada para juicio hasta que él venga, hay otro principio importante que hay que recordar. El principio es que mientras tanto el Señor es paciente con la obra de sus siervos. No queremos decir que él la aprueba, solo que como el tiempo del juicio no ha llegado aún, él permite que la obra permanezca, y no se pronuncia acerca de su carácter. Por lo tanto, si almas son llevadas equivocadamente a entrar en la Casa de Dios, él trata con ellas conforme a su profesión, y las considera responsables por el terreno en que están. Las epístolas confirman esta afirmación en todas partes. Tomen por ejemplo 1 Corintios 10. Pablo recuerda a los santos «que nuestros padres todos estuvieron bajo la nube, y todos pasaron el mar; y todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar, y todos comieron el mismo alimento espiritual, y todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo. Pero de los más de ellos no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto» (v. 1-5).
Pues bien, ¿qué finalidad tuvo el apóstol al citar estos hechos de la historia de Israel? Fue para aplicar a la iglesia de Dios en Corinto la enseñanza que ellas presentaban, y a todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro. (1 Cor. 1:2). Él dice de manera expresa que estas cosas sucedieron a Israel como tipos –tipos (o, ejemplos) para creyentes en todas las épocas; y por eso él advierte a los santos acerca del peligro al que ellos estaban expuestos– el peligro de codiciar cosas malas, y tentar a Cristo, de murmurar, etc. Los «si» de las epístolas, como se les llama, enseñan la misma lección. Leemos así en Colosenses 1: «Y a vosotros también, que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado… si en verdad permanecéis fundados y firmes en la fe».
Esto no significa que la reconciliación depende de nuestra perseverancia en la fe, sino más bien que si nosotros continuamos en la fe ello muestra (no a Dios, el cual conoce los secretos de todos los corazones) que somos creyentes verdaderos, y si somos creyentes genuinos y no meramente profesos, que nosotros estamos reconciliados. Estos y otros pasajes del mismo tipo demuestran de manera abundante que Dios acepta a todos según el terreno que ellos asumen. Si ellos son traídos en el terreno del cristianismo, asociados con Cristo en su muerte de manera profesa, se les habla como cristianos, ellos han venido a ponerse bajo la responsabilidad de andar como tales, y se les advierte de las consecuencias del pecado, de apartarse del Dios vivo, como los hijos de Israel hicieron en el desierto (véase Hebr. 3 y 4). Dios no les dice, «Vosotros sois solamente profesos, engañándoos a vosotros mismos y a los demás», sino que él se encuentra con ellos donde están, en Su palabra les proporciona pruebas mediante las cuales los tales pueden descubrir fácilmente la verdad de la condición de ellos, les advierte acerca de las obligaciones en que ellos han incurrido por ser contados entre su pueblo; pero la exposición y el juicio él los aplaza hasta «el día». No es que él en su gobierno los juzgue ahora. Él lo hace, porque el juicio comienza por la casa de Dios, pero el juicio público delante de todos es dejado hasta la aparición del Señor.
Otra prueba del principio arriba mencionado se encuentra en la actitud del Señor, durante su vida, hacia el templo en Jerusalén. Los judíos lo habían profanado de muchas formas –lo habían hecho una casa de mercado (Juan 2) y una cueva de ladrones (Mat. 21), pero él aun así lo llamó la casa de su Padre; y él continuó reconociéndolo como tal; hasta que juzgándolo finalmente dijo, «He aquí vuestra casa os es dejada desierta. Porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Mat. 23:38-39). E inmediatamente leemos que, «Jesús salió y se fue del templo» (Mat. 24:1, JND). Hasta aquel momento, a pesar de los abusos y corrupciones que habían crecido a su alrededor, él había sido paciente con su pueblo, y había considerado el templo como la casa de su Padre; pero ahora, una vez juzgados el templo y ellos, la casa es dejada desierta al marcharse él de ella. De la misma forma –a pesar de la infidelidad de sus siervos, y con independencia de que ellos pueden corromper realmente el templo de Dios– él espera en su paciencia y gracia antes de pronunciar el juicio sobre él; y, como también en el caso del templo judío, él todavía lo trata como la casa de Dios en la tierra.
Por consiguiente, nosotros llegamos a la conclusión, sobre la base de esta enseñanza Escritural, que la Casa de Dios incluye, en este aspecto más amplio, a todos los que han sido traídos al terreno del cristianismo, no solamente las piedras vivas como en 2 Pedro, sino también todos aquellos que los siervos del Señor, en su responsabilidad individual como edificadores, han introducido, sean ellos creyente o solamente profesos. Con la palabra de Dios en nuestras manos, podemos ser tentados a rechazar la obra de este o aquel siervo, considerándola inútil; pero todos deben recordar, añadimos nuevamente, que nosotros no somos los jueces, que el Señor a su propio tiempo manifestará de qué tipo es la obra de cada uno, y que mientras tanto no debemos rechazar lo que el Señor no ha rechazado; es decir, debemos reconocer igualmente este aspecto de la Casa de Dios en la tierra.
La salvación no está asegurada, tal como muestra esta Escritura, por estar en la casa de Dios. Madera, heno, y hojarasca están de igual manera que el oro, la plata, y las piedras preciosas. Y además, jamás se ha de olvidar que el fuego probará cada parte de ello. Por lo tanto, es algo solemne –solemne tanto desde el punto de vista de la responsabilidad actual como del juicio futuro– estar adentro. Es también un privilegio precioso estar dentro de la esfera de la habitación y la acción del Espíritu Santo; este mismo privilegio, descuidado y menospreciado, llega a ser el terreno del juicio en un día futuro. La cristiandad –porque para todos los propósitos prácticos la cristiandad expresa la extensión de la casa de Dios– será, por este mismo motivo, la escena de juicios sin parangón. La medida de luz es la medida de responsabilidad, y la historia de Babilonia en Apocalipsis revela el carácter de los horribles juicios que caerán sobre una iglesia sin Cristo, sobre aquello que todavía pretende ser la Iglesia, pero de lo cual el Espíritu Santo se ha marchado desde hace mucho tiempo, y que Cristo desde hace mucho tiempo vomitó de su boca (Apoc. 3).
Sin embargo, el juicio del que aquí se habla es más especialmente el de los edificadores. Aquel cuya obra permanece recibe una recompensa. Llamado y cualificado por la gracia para su servicio, y verdaderamente sostenido en él por el poder divino y la gracia divina, la misma gracia le recompensa por su fiel labor. El principio se puede ver en Mateo 25:14, etc.; Lucas 19:12, etc.; (Efe. 2:10). Aquel cuya obra no logrará resistir la prueba del fuego santo, y ella sea consumida como madera, heno, u hojarasca, él mismo es salvo, como quien pasa a través del fuego, pero sufre pérdida. Él había sido descaminado, aunque era un creyente verdadero –descaminado por pensamientos y razonamientos humanos, y, trabajando según los métodos del hombre, él había perdido de vista el verdadero carácter de la casa de Dios, y por lo tanto, todo su servicio fue en vano, y no solamente es considerado sin valor, sino que atrae sobre sí mismo (sobre dicho servicio) el fuego consumidor del juicio. Por lo tanto, el siervo sufre pérdida; él no solamente no recibe recompensa alguna, sino que también tiene que ver que todas las energías de su profesada vida de trabajo para el Señor han estado mal encaminadas y en total oposición al pensamiento de su Señor.
El tercer caso es aún más triste; es el caso de un siervo malo que destruye (o, corrompe) el templo de Dios. Él había tomado el lugar de un edificador, y había trabajado, puede ser con tesón, según sus propios pensamientos; pero mediante su predicación él ha corrompido el cristianismo, negando sus doctrinas fundamentales, y adaptándola a las preferencias del hombre natural. Siendo él mismo una persona no convertida, él podría haber sido un maestro sabio, un hombre de progreso e intelectualidad, uno que se había librado de las tradiciones y supersticiones de épocas pasadas (como hablan los hombres), y había sabido cómo armonizar las enseñanzas de la Biblia con las especulaciones de la ciencia y la filosofía; por consiguiente, un hombre de espíritu amplio y católico (o, universal), que consideraría a todos los hombres, en un país donde el cristianismo está arraigado, como siendo ellos cristianos, negando la diferencia entre salvos y no salvos, trayendo a todos por igual bajo el marco de la Iglesia.
Pero el tiempo del juicio finalmente ha llegado, cuando su obra es examinada, no por la luz de la razón y de las ideas del hombre, sino en la del fuego de la santidad de Dios; ¿y cuál es el resultado? No solamente son consumidos la madera, el heno, y la hojarasca que un obrero tal había puesto sobre el fundamento de la casa de Dios, sino que también él mismo es destruido (phtheiro) porque él ha corrompido (phtheiro) el templo de Dios. ¡Qué advertencia para los maestros de la cristiandad, así como, de hecho, para todos los que asumen el lugar del servicio en relación con la Iglesia de Dios! Que todos puedan interiorizarlo y, en anticipación al momento cuando la obra de cada uno será hecha manifiesta, puedan procurar formar una estimación verdadera de su servicio en la luz de la presencia de Dios, y de su Palabra.
Quedan por hacer aún dos observaciones; la primera como precaución, y la segunda como guía. El error fundamental del catolicismo romano, como de hecho también lo es el de la elevada adherencia a los principios de una iglesia establecida y al «sacerdotalismo» (la creencia de que los sacerdotes actúan como mediadores entre Dios y los hombres), si no es inherente en el principio de todas las iglesias estatales, radica en la atribución a la casa de Dios como edificación del hombre de lo que pertenece solamente a la Iglesia que Cristo mismo edifica. La Iglesia que Cristo edifica es indestructible; las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. No es así con el catolicismo romano (o la iglesia edificada por el hombre en cualquier parte), sino que «en un solo día vendrán sus plagas; muerte, llanto y hambre, y será quemada con fuego; porque poderoso es Dios el Señor, que la juzga» (Apoc. 18:8).
Por lo tanto, es siempre necesario, cuando se habla de la Iglesia de Dios, y de lo que se dice de ella en su palabra (si queremos ser preservados del error, o de un concepto erróneo en cuanto a sus privilegios y sus reivindicaciones) distinguir cuidadosamente entre los dos aspectos que son presentados en las Escrituras. En segundo lugar, encontramos en 2 Timoteo toda la instrucción necesaria para nuestra senda y nuestra conducta en medio de todas las corrupciones que el hombre ha introducido en la casa de Dios. «Sin embargo», Pablo dice, «el fundamento de Dios se mantiene firme, teniendo este sello: Conoce el Señor a los que son suyos; y: Apártese de la iniquidad todo aquel que nombra el nombre del Señor. Pero en una casa grande, hay no solamente vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro: y algunos son para honra, y otros para deshonra. Si pues alguno se habrá limpiado de éstos, separándose él mismo de ellos, será un vaso para honra, santificado, útil al dueño, y preparado para toda obra buena. Mas huye de las pasiones juveniles, y sigue tras la justicia, la fe, el amor, la paz, con los que invocan al Señor con corazón puro» (2 Tim. 2:19-22, JND).
El hombre puede poner malos materiales sobre el fundamento, pero no puede alterar el fundamento mismo; él puede confundir la diferencia entre los salvados y los no salvados, pero el Señor no es engañado, Él conoce a los que son suyos; y la responsabilidad que recae sobre todo aquel que nombra el nombre del Señor, mientras espera el día que manifestará todo, es apartarse de la iniquidad. Luego el apóstol nos recuerda que a través de la actividad de maestros de malas doctrinas (véase 2 Tim. 2:16-18, etc.), la Iglesia en su presentación exterior al mundo, se ha convertido como en una casa grande que contiene tanto vasos buenos como vasos malos. Los siervos del Señor deben limpiarse de los vasos de deshonra si quieren estar calificados para la aprobación y el servicio del Dueño. Además, ellos deben huir de las pasiones juveniles. En otras palabras, ellos deben separarse tanto del mal eclesiástico como del mal moral; y han de ser hallados practicando toda la gracia y la virtud cristianas, junto con los que invocan el nombre del Señor con corazón puro. Tal es la senda para el santo en medio de la abundante y creciente corrupción de este día malo. Que el Señor dé cada vez más a su amado pueblo sabiduría para discernirla, y fortaleza para andar en ella para alabanza de su santo nombre.
6 - Aspecto final de la Iglesia: Efesios 2:19-22; Apocalipsis 21:2-3
El aspecto final de la Iglesia como la casa de Dios en la tierra es el presentado en esta Escritura; –a saber, el del templo. De 1 Corintios capítulo 6 nosotros sabemos que el Cuerpo de los creyentes es el templo del Espíritu Santo, y de 2 Corintios capítulo 6 que los creyentes, en su conjunto, son el templo del Dios viviente; pero el templo en Efesios capítulo 2 difiere de estos en que no está aún completo. El apóstol dice que los santos son «edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (del Nuevo Testamento, obviamente), siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:19-22). Ellos eran edificados así juntamente como la morada de Dios, pero el templo estaba en el proceso de edificación –estaba creciendo.
Esto muestra muy claramente que el templo, en este aspecto, incluye a todos los santos de Dios de esta época de la gracia, desde el día de Pentecostés hasta el regreso del Señor; mientras que la casa o la morada de Dios, tal como ha sido explicado anteriormente, es considerada como completa en cualquier momento dado. Así es también, de hecho, con respecto a la Iglesia como el cuerpo de Cristo. En Efesios 1:22-23, nosotros leemos que Dios ha puesto todas las cosas bajo los pies del Cristo resucitado, y lo ha constituido cabeza sobre todas las cosas, con respecto a su Iglesia, la cual es su Cuerpo, la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo. En otras Escrituras, donde el Cuerpo de Cristo es mencionado, este está compuesto de todos los creyentes que existen en cualquier momento dado; pero en este lugar el Cuerpo de Cristo es visto como compuesto de todos los santos de esta época de la gracia –la Iglesia en su totalidad y plenitud. Por consiguiente, el templo «creciendo» nos recuerda que Cristo está edificando aún su Iglesia, y que él continuará edificando hasta que el tiempo de su paciencia finalice al levantarse él de su asiento, cuando él, habiendo ahora terminado su obra como edificador, traerá a su Esposa, y se la presentará a sí mismo, una Iglesia gloriosa, que no tiene mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que ha de ser santa y sin mancha.
Si volvemos ahora una vez más a Apocalipsis 21 encontraremos los mismos dos aspectos –la Iglesia como la Esposa de Cristo, y como el tabernáculo (no aquí el templo de Dios). «Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios» (Apoc. 21:2-3). El primer cielo y la primera tierra ya no existían, y un cielo nuevo y una tierra nueva vendrán a la existencia? por la palabra de Dios; una escena en la que la justicia podía morar eternamente. En una palabra, la nueva creación, tanto interior como exterior, había sido consumada. La Iglesia, la Esposa, la esposa del Cordero, que había estado asociada con él en los cielos en el perfecto disfrute de la intimidad de Su amor, desciende ahora sobre la tierra nueva, y en relación con esto es que es hecha la proclamación, «He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres». En la tierra ella había sido su morada en el Espíritu, y ahora, completada como el templo, ella ha llegado a ser su tabernáculo por la eternidad, un privilegio especial que a los santos de otras épocas –es decir, los «hombres» de esta Escritura, bendecidos al máximo y de manera perfecta como ellos lo serán– no se les permite compartir. Ellos rodean el tabernáculo, y Dios morará así con ellos, y los traerá al disfrute de la relación con él como su pueblo, y él estará con ellos de manera manifiesta, y será su Dios.
La pregunta puede ser planteada en cuanto a la significación de los diferentes apelativos que hemos mencionado –casa, templo, y tabernáculo. El término «casa», como será evidente para el lector más sencillo, lleva siempre con él la idea de una morada, una habitación. La Iglesia como la casa de Dios es, por tanto, Su morada –su morada en la tierra, como no se puede dejar de recordar muy frecuentemente. El pensamiento conectado con «templo» en los tres lugares en los que se encuentra (1 Cor. 3 y 6; 2 Cor. 6), es el pensamiento de santidad; como por ejemplo, «el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es». Pero lo que constituye la santidad del templo es el hecho de la presencia divina, y por otra parte, juntamente con eso, quizás puede ser asociado el pensamiento adicional de lo que es debido a Aquel de quien es el templo. Dios, el cual reside en el templo, es santo, y aquellos que lo forman deben ser santos, tal como, de hecho, leemos en los Salmos, «La santidad conviene a tu casa, Oh Jehová, por los siglos y para siempre» (Sal. 93:5). Y además, «Adorad a Jehová en la hermosura de la santidad» (Sal. 29:2; 96:9).
Por tanto, hay sin duda un motivo muy especial para el uso de la palabra tabernáculo en Apocalipsis 21. El lenguaje usado proporciona la clave. Retrocediendo al libro de Levítico leemos, «Y pondré mi morada en medio de vosotros, y mi alma no os abominará; y andaré entre vosotros, y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lev. 26:11-12). Este fue el deseo del corazón de Dios –un deseo frustrado por el pecado y la iniquidad de Su pueblo. Él «dejó, por tanto, el tabernáculo de Silo (véase Josué 18:1), la tienda en que habitó entre los hombres, y entregó a cautiverio su poderío, y su gloria en mano del enemigo» (Sal. 78:60-61). Y después que el templo de Salomón había sido edificado, Jehová habló por medio de Jeremías con respecto a él, «(Yo) pondré esta casa como Silo, y esta ciudad la pondré por maldición para todas las naciones de la tierra» (Jér. 26:6, LBLA). Jehová fue fiel a su palabra, porque su pueblo se mofaba «de los mensajeros de Dios, y despreciaban las palabras de él, y hacían escarnio de sus profetas, en grado que subió de punto la ardiente indignación de Jehová contra su pueblo, hasta no haber remedio. Por lo cual él trajo contra ellos al rey de los caldeos, que mató a espada sus guerreros escogidos en la casa de su santuario;… Y todos los vasos de la casa de Dios, así grandes como pequeños, con los tesoros de la casa de Jehová, y los tesoros del rey y de sus príncipes, lo hizo llevar todo a Babilonia. Incendiaron también la casa de Dios» etc. (2 Cr. 36:16-19, VM). Después de setenta años el remanente que regresó de Babilonia edificó de nuevo la casa de Jehová; pero cuando él vino súbitamente a su templo (Mal. 3:1), su pueblo lo rechazó y lo crucificó, y finalmente este templo, juntamente con Jerusalén, fue destruido por los romanos.
Por lo tanto, Dios no pudo morar en medio de su pueblo, tal como él deseó. En consecuencia, encontramos al profeta Ezequiel hablando de una época futura, cuando Israel habrá sido restaurado en su propia tierra, y cuando el David verdadero será rey sobre ellos, entregando este mensaje, «Estará en medio de ellos mi tabernáculo, y seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo» (Ezeq. 37:27); y esta promesa no fue más que parcialmente cumplida. Por lo tanto, es evidente que el término tabernáculo en Apocalipsis 21 se refiere a estas Escrituras; es evidente que, de hecho, la primera expresión externa del propósito de Dios de tener su eterna morada en medio de su pueblo es vista en el campamento de Israel; que su tabernáculo en el desierto, rodeado por las doce tribus, fue tanto un tipo como una profecía, y que una vez más la morada más perfecta del milenio llega a ser también una figura de su perfeccionado tabernáculo en la eternidad.
Por consiguiente, la escena en Apocalipsis 21 es la consumación de los eternos propósitos de gracia de Dios, y por lo tanto, el resultado pleno de la eficacia de la sangre preciosa de Cristo. Juan el Bautista había anunciado a nuestro Señor como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; y aquí encontramos que la obra está hecha. Por eso leemos, «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Apoc. 21:4). Una vez quitado el pecado, su amargo fruto, con todos sus dolores, ha desaparecido también; y así Dios ha enjugado para siempre las lágrimas de su pueblo. Además, una consecuencia adicional es que él puede morar ahora de esta manera perfecta en medio de los redimidos. Él es ahora todo en todo; él mismo en todo lo que él es, como Padre, Hijo, y Espíritu Santo, llena la escena, la fuente eterna de la felicidad eterna de sus santos glorificados.
Esta es la revelación final de la Iglesia como la morada de Dios. Pero durante los mil años, después que la Iglesia ha sido arrebatada a las nubes, al encuentro del Señor, en el aire, Jehová morará una vez más en la tierra. Primero el templo será reconstruido en incredulidad, y no será reconocido por Jehová (véase Is. 66:1-6); pero este será sustituido por uno edificado por medio de instrucciones divinas, y según medidas divinas (véase Ezeq. 40 a 42). A este templo Dios regresa, como es visto en visión por el profeta: «y he aquí la gloria del Dios de Israel, que venía del oriente; y su sonido era como el sonido de muchas aguas, y la tierra resplandecía a causa de su gloria. Y el aspecto de lo que vi era como una visión, como aquella visión que vi cuando vine para destruir la ciudad; y las visiones eran como la visión que vi junto al río Quebar; y me postré sobre mi rostro. Y la gloria de Jehová entró en la casa por la vía de la puerta que daba al oriente. Y me alzó el Espíritu y me llevó al atrio interior; y he aquí que la gloria de Jehová llenó la casa» (compárese con Éx. 40:35; 2 Cr. 5:14; Hec. 2:2). «Y oí uno que me hablaba desde la casa; y un varón estaba junto a mí, y me dijo: Hijo de hombre, este es el lugar de mi trono, el lugar donde posaré las plantas de mis pies, en el cual habitaré entre los hijos de Israel para siempre; y nunca más profanará la casa de Israel mi santo nombre», etc. (Ezeq. 43:2-7; véase asimismo Ezeq. 44 y 45).
Vemos por lo tanto que Dios ha tenido, y tendrá, su morada en la tierra en cada época o dispensación sobre la base de la redención. Habiendo sacado a su pueblo de Egipto, él habló a Moisés, diciendo, «que hagan un santuario para mí, para que yo habite entre ellos» (Éx. 25:8, LBLA). De allí en adelante, tal como hemos trazado de la lectura de las Escrituras, él continuó morando en la tierra. El templo tomó el lugar del tabernáculo, la Iglesia sustituyó al templo, el templo será reedificado una vez más en el milenio; y al final de todo, cuando las primeras cosas hayan pasado, y todos los propósitos de Dios en gracia y redención hayan sido cumplidos, la Iglesia es vista en la tierra nueva como el tabernáculo de Dios. En un aspecto, el mismo pensamiento es expresado por la casa en cada época o dispensación; a saber, el gozo de Dios rodeándose él mismo de su pueblo redimido, y el deleite de Dios por ser él la fuente del objeto del gozo de ellos y el objeto de la adoración y alabanza de ellos. Sin embargo, sus moradas en la tierra no son más que las anticipaciones de su casa perfeccionada en el estado eterno –de ese templo que está creciendo silenciosamente incluso ahora, cuando piedra tras piedra es colocada en su lugar señalado sobre el Fundamento viviente, y que, cuando dicho templo sea completado, después de la finalización de todas las dispensaciones terrenales, llegará a ser su tabernáculo por toda la eternidad.
Traducido del Inglés por: B.R.C.O. – Diciembre 2018