El orden de Dios
: Autor Edward DENNETT 15
: TemasLa familia La Iglesia o la Asamblea
De la revista: 'Christian Friend', vol. 9, 1882, p. 225.
En toda relación o posición en que el creyente puede encontrarse, el secreto de la felicidad radica en el mantenimiento del orden divino. Ya sea en la familia, en la esfera profesional o en la Iglesia; si hay fracaso en mantener el orden de Dios, o si se lo sustituye por aquello que es del hombre, por practicidad y conveniencia, el resultado inevitable debe ser la confusión y la discordia. ¡Cuántas evidencias sorprendentes de esto pueden ser extraídas de las Escrituras!
Tomen en primer lugar la familia. El valor que el propio Dios asigna a la sujeción a su orden es visto en ese familiar pasaje en que él alaba a Abraham, sobre la base de que «mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio» (Gén. 18:19). En las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses qué cuidado también se tiene en imponer a cada miembro del hogar cristiano el cumplimiento de sus diversas responsabilidades relativas. Hijos y siervos, así como padres y amos, hombres y mujeres casados, son instruidos en cuanto a los deberes de sus respectivas posiciones y relaciones. Por otra parte, qué tristes ejemplos de mal gobierno paterno y de desobediencia filial están preservados en las Escrituras para nuestra amonestación y nuestra advertencia. La felicidad de las familias de Elí, Samuel, David, y muchos otros, fue arruinada sencillamente porque los padres en estos casos no establecieron y no mantuvieron el orden gubernamental divino. Y no se trató solamente del caso de que la felicidad de la familia fue destruida, sino que el pecado, ya sea por el fracaso de los padres, o por la desobediencia de los hijos, trajo con él el juicio divino (léan, por ejemplo, 1 Sam. 3:11-14).
Entonces, ¿en qué consiste el mantenimiento del orden de Dios en la familia? La respuesta a esta pregunta se encuentra tanto en Efesios como en Colosenses (Efe. 5:22-33; 6:1-9; Col. 3:18-25; 4:1). El marido es la cabeza, y como tal, tiene que actuar como el delegado de Dios, no para gobernar según su voluntad, sino conforme a la voluntad divina. La autoridad puesta en sus manos es de parte del Señor, y es para que la ejerza de su parte, y, por lo tanto, no puede ser delegada a otro. La mujer casada está sujeta a su propio marido, así como la Iglesia está sujeta a Cristo, y el marido, por su parte, tiene que amar a su mujer como Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella. La responsabilidad de los hijos es obedecer a sus padres en el Señor. La obediencia de ellos ha de ser absoluta, requiriéndose solo este requisito –en el Señor. Los siervos también tienen que obedecer a sus amos, teniendo los padres y los amos, por su parte, sus respectivas obligaciones.
Con estas enseñanzas ante nosotros, es fácil percibir que si la mujer casada gobierna en lugar del marido, o si a los hijos se les permite hacer las cosas a la manera de ellos, complacerse a sí mismos en lugar de vivir en sujeción, o si, reitero, a los siervos se les permite gobernar en lugar de los amos, ello no podrá producir bendición, ni armonía, ni felicidad. ¡No! La senda de la bendición es la senda de la obediencia en las diversas esferas que estamos llamados a ocupar. Y cuando esto es reconocido por los diversos miembros de una familia, ese hogar llega a ser un testimonio para Dios en medio de una escena donde todos se han apartado de él –un círculo resplandeciente en medio de las tinieblas circundantes, y una anticipación de la bendición del Milenio, cuando la autoridad del Señor será reconocida en todo el mundo.
No hay que olvidar que una gran parte de nuestras vidas se pasa en nuestras casas, y que, por tanto, el hogar es la escena principal de nuestro testimonio. En el incesante cuestionamiento acerca de qué es el testimonio, estaría bien recordar que una parte de él debe ser ciertamente la expresión de Cristo en el hogar –Cristo en todas las diversas relaciones del hogar. «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21). Este es verdaderamente el testimonio, ya sea en casa, en la Iglesia, o en el mundo.
Ahora bien, si el mantenimiento del orden divino es de suma importancia en la familia, ciertamente no lo es menos en las cosas divinas –en la Iglesia. En todas partes de la Escritura se insiste sobre esto; y hay varias secciones (por así decirlo) con respecto a las cuales una advertencia o una exhortación es concedida, es decir, la adoración, la enseñanza y el gobierno. Nosotros tenemos más de un ejemplo notable de las consecuencias del descuido del orden de Dios en la adoración. Después que David fue establecido en Jerusalén como rey, tanto de Judá como de Israel, él deseó traer «el arca de nuestro Dios a nosotros», dijo él: «porque desde el tiempo de Saúl no hemos hecho caso de ella» (1 Crón. 13:3). El deseo fue correcto, siendo ello el resultado de una piedad verdadera, que procedió de Dios mismo. Pero incluso los deseos que son producidos por el Espíritu de Dios en nosotros deben ser expresados por canales divinos, en obediencia a la Palabra.
David no había aprendido aún esta lección, e hizo sus propios arreglos para el transporte del arca al monte de Sion. Un carro nuevo fue proporcionado, hombres de confianza iban a ocuparse de él, y todo Israel subió a Quiriat-jearim «para pasar de allí el arca de Jehová Dios, que mora entre los querubines, sobre la cual su nombre es invocado» (v. 6). Fue una ocasión de gran alegría, y mientras «David y todo Israel se regocijaban delante de Dios con todas sus fuerzas, con cánticos, arpas, salterios, tamboriles, címbalos y trompetas» (v. 8), poco previeron que el soleado resplandor de su alegría iba a ser escurecido tan pronto por el juicio de Dios.
Traer el arca al monte de Sion fue una cosa encomiable; pero si va a ser traída, ello debe ser hecho a la manera de Dios. Él había dado instrucciones especiales en su palabra en cuanto a la manera en que el arca debe ser transportada (Núm. 4); pero David y su pueblo actuaron como si estas enseñanzas nunca hubiesen sido escritas; y verdaderamente estuvieron en una clara transgresión. La consecuencia fue que Dios entró y los juzgó; porque cuando Uza extendió su mano para sostener el arca (la cual nadie más que los sacerdotes o los levitas debían transportar, Lev. 3:31), «el furor de Jehová se encendió contra Uza, y lo hirió, porque había extendido su mano al arca; y murió allí delante de Dios» (v. 10). La lección no se le escapó al rey, pues, aunque estuvo disgustado en aquel momento, confesó después, cuando ordenó a los levitas que se santificaran, para que subieran al arca: «Jehová nuestro Dios nos quebrantó, por cuanto no le buscamos según su ordenanza» (1 Crón. 15:13).
Otros ejemplos pueden ser fácilmente recordados –tales como Nadab y Abiú ofreciendo su fuego extraño (Lev. 10); Coré, Datán y Abiram, inmiscuyéndose ellos mismos en el sacerdocio (Núm. 16); y el rey Uzías ofreciendo incienso (2 Crón. 26), etc.– pero esto bastará para mostrar que Dios no es indiferente al mantenimiento de su orden en todo lo relacionado con su adoración. Se trata de una lección que bien podemos guardar en el corazón, y que debe proporcionarnos la base para mucho escudriñamiento de corazón con respecto a la Iglesia de Dios; porque nunca es demasiado recordarnos que no debemos «subir por gradas» al altar de Dios (Éx. 20:26). Nada debe ser adoptado por practicidad, conveniencia o adorno en su adoración. Los verdaderos adoradores deben adorarle en espíritu y en verdad –este es el único “orden prescrito” en esta época de la gracia.
El orden de Dios en la enseñanza no está menos claramente indicado. «La mujer aprenda en silencio con toda sumisión. Pero no permito a la mujer enseñar ni ejercer autoridad sobre el hombre, sino estar en silencio. Porque Adán fue formado primero, luego Eva» (1 Tim. 2:11-13). Y no es sin significancia que la enseñanza en cuanto a la Cena del Señor y la Asamblea (1 Cor. 11 al 14), esté precedida por una declaración de la posición relativa del hombre con respecto a Cristo, y de la mujer con respecto al hombre. Hay muchos grandes y bienaventurados campos de servicio que invitan a la actividad de las mujeres cristianas –campos que solo ellas pueden ocupar, y en los que hay abundante espacio para la completa consagración de ellas para la gloria de su Señor; pero hay una prohibición absoluta a que ellas asuman la enseñanza. La acusación que el Señor trajo contra el ángel de la iglesia de Tiatira es: «Tengo contra ti que toleras a esa mujer Jezabel, que se dice profetisa; ella enseña y seduce a mis siervos» (Apoc. 2:20). En cualquiera de estos casos ello es una violación del orden de Dios, y realmente el utensilio no está adaptado a la obra. En su esfera propia, y en los servicios que le son adecuados, la mujer no tiene rival. Sus afectos activos y absorbentes, la rapidez de sus instintos espirituales, y, podemos añadir, su discernimiento y tacto espirituales, la distinguen para labores en las cuales el hombre tiene escasas aptitudes, si es que las tiene. Pero si ella es tentada a abandonar su propia esfera y no tener en cuenta la Escritura, ella asume la responsabilidad de enseñar la confusión y no la verdad, si no los errores positivos en doctrina y práctica, y estos serán pronto el veloz resultado. Las hijas de Felipe, las cuales profetizaban antes de que los evangelios o las epístolas fueran escritos, y, como parecería, en casa del padre de ellas, no son ningún ejemplo para las mujeres cristianas ahora, excepto en la medida en que muestran que, en la privacidad del hogar, el Señor a menudo puede usar a la mujer como el canal para la comunicación de su pensamiento a la familia.
En el gobierno de la Iglesia también debe existir la más cuidadosa adhesión al orden de Dios. Por consiguiente, en las Epístolas de Pablo a Timoteo y a Tito tenemos los más minuciosos detalles de las aptitudes de los que pueden tomar el lugar de conductor (ancianos u obispos), o el lugar de un servicio especial (diáconos). Y si ahora no hay ningún poder apostólico actual para designar a uno u a otro, más cuidadosos deberíamos ser para insistir acerca de la posesión de estas aptitudes. Los propios creyentes, así como los que asumen responsabilidad en la asamblea, deberían tener más conciencia acerca de este asunto de que solamente la autoridad del Señor debe ser mantenida tal como está expresada en su palabra. Incluso en los días apostólicos la voluntad propia encontraba su expresión, como, por ejemplo, en el caso de Diótrefes. Él era una persona que procuraba gobernar según su propia voluntad, en lugar de hacerlo según la Palabra de Dios. De ahí que incluso impidió la entrada de un apóstol para estar con los santos, considerándolos como su propiedad, en lugar de considerarlos como la propiedad del Señor. Pero si el Señor enviaba a cualquiera de sus siervos, era algo muy grave que Diótrefes los excluyera, y expulsara incluso a los que los recibían, sobre la base de su propio sentimiento y de sus propias inclinaciones, y de ahí la solemne condenación pronunciada sobre él por el apóstol (3 Juan).
En el Antiguo Testamento hay dos casos notables de abuso de gobierno. Pareció que tanto los hijos de Elí como los hijos de Samuel habían usado su relación familiar para sus propios fines, y para corromper al pueblo. Hablando más exactamente, ellos alegaron que su influencia provenía de su relación con Elí y con Samuel. El sacerdocio era hereditario, el oficio de juez o magistrado no lo era; pero la falta de Elí fue que el abandonó su autoridad a sus hijos, y no los refrenó cuando se hicieron viles. Leemos: «Le mostraré que yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los ha estorbado» (1 Sam. 3:13). Y cuán a menudo se da el caso de que a los familiares se les permite usurpar el lugar y la autoridad de aquel con quien ellos están relacionados, lugar y autoridad que él mismo puede estar ocupando debidamente. El hecho de actuar sería para él conforme a Dios; pero él no puede delegar su responsabilidad, y si su pariente actúa en su lugar, ello no solo viola el orden de Dios, sino que, como consecuencia, introducirá también confusión y desorden.
Nuestros lectores pueden seguir el tema por sí mismos, y mientras más ellos lo investiguen, más se convencerán de que la honra del Señor y nuestra bendición están íntimamente vinculadas con el mantenimiento del orden de Dios en todos los aspectos, tanto en la familia, como en la Iglesia.