El cántico de la liberación

Éxodo 15:1-21


person Autor: Edward DENNETT 15

(Fuente autorizada: creced.ch)


Este capítulo ocupa un sitio muy importante; por una parte, señala la nueva posición en la que ahora son introducidos los hijos de Israel; por otra, expresa sentimientos producidos en ellos, sin duda por el Espíritu Santo, de acuerdo con esa posición. Este es un verdadero cántico de liberación, que tiene al mismo tiempo un carácter profético, ya que abarca los consejos de Dios para con Israel hasta el milenio, cuando «Jehová reinará eternamente y para siempre» (Éxodo 15:18). Este cántico contiene pues un doble carácter: primero, en relación con Israel; segundo, en la medida que el paso del mar Rojo tiene un carácter esencialmente simbólico, también conforme a la posición del creyente. Si tenemos esto presente, comprenderemos más fácilmente el alcance de este capítulo.

1 - El primer cántico

Versículos 1-19: El primer punto a notar en esta explosión de júbilo proviene del hecho de que en la Escritura no hallamos ningún cántico que no guarde más o menos una relación directa con la redención. Ni aun de los ángeles se dice jamás que canten. En el nacimiento del Señor, «apareció con el ángel una multitud de las huestes celestiales, que alababan a Dios, y decían: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lucas 2:13-14). Del mismo modo, en Apocalipsis 5:11-12 Juan dijo: «Oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era millones de millones, que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza».

Únicamente seres rescatados pueden cantar, y de ello aprendemos cuál es el verdadero carácter del cántico cristiano. Este debería ser la expresión de gozo de la salvación; la alabanza y la alegría producidas en el alma por el conocimiento de la redención. Santiago 5:13 dice: «¿Está alguno alegre? Cante alabanzas». Dicho de otro modo, si alguno rebosa de verdadera alegría, una alegría que resulta de una redención conocida, una alegría en el Señor como Redentor, debería expresarla por medio de la alabanza a Dios. «Entonces cantó Moisés y los hijos de Israel este cántico a Jehová». En aquel momento, contemplando por primera vez lo que era la redención, expresaron por medio de un cántico la alegría de sus corazones.

No debería haber, y de hecho no hay, ningún otro verdadero cántico para el creyente. La presencia de otro cántico en sus labios equivaldría a olvidar el verdadero carácter del cristiano, así como la única fuente de su alegría.

2 - El gozo de la salvación

El cántico en sí puede ser considerado bajo dos aspectos: su tema general y las verdades que contiene. En cuanto al tema, es simplemente Dios y lo que hizo. No obstante, esto abarca muchas cosas. Es el mismo Dios revelado y conocido en la redención. «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación» (Éx. 15:2). Pues solamente por la redención puede ser conocido. De manera que, hasta la cruz de Cristo, no lo fue ni podía ser plenamente revelado. Se manifestó a los hijos de Israel en el carácter de la relación en la cual fueron introducidos. Sin embargo, solo después de que la redención fue cumplida –de la cual el relato que aquí nos ocupa no es sino una figura– Dios se reveló plenamente, con todos los atributos de su carácter.

Pero, en cada una de las épocas que se sucedieron, cualquiera que sea el grado de su manifestación, no podía ser conocida de otro modo sino por la redención, en figura o de manera real, y por la relación en la cual introduce a los rescatados.

Los hijos de Israel lo conocían como Dios; por gracia, lo conocemos como nuestro Dios y Padre, porque es el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Pero, cualquiera que sea la época, Él es siempre, tal como se revela, el tema de los cánticos de los suyos, a través de todos los tiempos: en Él solamente se regocijan. Sin embargo, como lo hemos notado, hay todavía otra cosa: lo que Él hizo; y esto surge muy claramente del cántico de Moisés y de los hijos de Israel.

3 - Dos motivos de alabanza

Necesariamente hay dos aspectos en esta obra: la salvación de su pueblo y la destrucción de sus enemigos. Esto se expresa de diversas maneras y con toda la grandeza que conviene a la majestad de Aquel que obró así en favor de ellos. No se trata de lo que habían cumplido, sino de lo que Dios hizo. No celebraban el triunfo de ellos, sino el de Dios. En presencia de tan maravilloso despliegue de poder redentor, ellos mismos quedaban en segundo plano. «Cantaré yo a Jehová, porque se ha magnificado grandemente; ha echado en el mar al caballo y al jinete» (Éx. 15:1). Magnificaron a Dios, porque, por el Espíritu de Dios, comprendían que la obra que Dios llevó a cabo era para Su propia gloria. «Tu diestra, oh Jehová, ha sido magnificada en poder»; y también, «¿Quién como tú, oh Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, terrible en maravillosas hazañas, hacedor de prodigios?» (v. 6, 11).

Los creyentes de la época actual tendrían mucho que aprender de ese primer cántico de redención, en cuanto al carácter que debería tener su alabanza cuando se reúnen para la adoración, con el poder del Espíritu Santo. Este cántico de redención, al ser el primero, contiene los principios de alabanza para todas las generaciones venideras. Es digno de ser examinado con oración por cada creyente.

Al considerar las verdades contenidas en este cántico, descubrimos la plenitud y la variedad de ellas. Como primera verdad, ahora los hijos de Israel son rescatados, siendo la redención, tal como lo hemos observado, el refrán de su cántico: «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación». Y también: «Condujiste... a este pueblo que redimiste» (v. 2, 13). Hasta ese momento, los israelitas no habían sido rescatados, no conocían la salvación. Habían sido protegidos de manera perfecta contra el destructor en Egipto, pero no se podía decir que eran salvos antes de que fueran conducidos fuera de Egipto y rescatados de Faraón, o, dicho de otro modo, del poder de Satanás.

Esa misma distinción se puede hacer hoy en día en cuanto a los ejercicios que puede experimentar un alma. Muchas personas saben que sus pecados son perdonados por la sangre de Cristo; sin embargo, luego desconocen la naturaleza de la carne que está en ellos y el poder activo de Satanás para hostigar o turbar. No solo pierden el gozo que les trajo el perdón, sino que, a veces, debido a las dificultades que las asaltan por todas partes, no tienen más alternativa que un estado de abatimiento y de temor. La conciencia de su completa incapacidad para hacer alguna cosa o resistir al Enemigo los lleva a decir como en Romanos 7:24: «¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?»

Entonces, esas personas llegan a comprender que el Señor Jesucristo no solo lavó sus pecados con su preciosa sangre, sino que, por su muerte y su resurrección, las sacó de su vieja condición y las trasladó a una nueva posición en él, más allá de la muerte y del juicio. Ahora sus ojos están abiertos, ven que en él fueron enteramente liberadas de todo aquello que estaba contra ellas; que Satanás perdió sus derechos sobre ellas y, por consiguiente, que no tiene poder sobre ellas. Así son liberadas; su vieja naturaleza ya fue juzgada; el poder de Satanás fue vencido por la muerte de Cristo; y, una vez liberadas, tienen el corazón lleno de agradecimiento y de alabanza.

Desgraciadamente, es cierto que; muchos no comprenden esta plena bendición, pero eso no implica que tal no sea la porción de cada creyente. Y nunca puede haber una plena seguridad de salvación, una paz firme e inquebrantable, mientras que esta total liberación no sea conocida. Sin duda, debe ser aprendida por experiencia, pero depende entera y únicamente de lo que Cristo es e hizo. También esta bendición en su totalidad es presentada a los pecadores en el Evangelio de la gracia de Dios. Puede ocurrir que una persona aprenda primero a conocer el perdón de los pecados; pero esto no quita que una completa redención sea adquirida y anunciada a todos aquellos que quieran recibir el mensaje del Evangelio. Es de mucha importancia que esa verdad sea bien conocida, porque su ignorancia conduce a miles de personas a la duda y al temor, impidiéndoles gozarse en el Señor, como el Dios de su salvación. Las personas que se encuentran en tal estado tienen poca libertad en la oración, en la adoración o en el servicio. Pero una vez que la verdad de la redención les resulta clara, son apremiados, tal como los hijos de Israel en la escena que nos ocupa, a dar libre curso a su gozo recobrado en cánticos de alabanza.

4 - Una nueva posición

Pero hay más aún. Su posición es cambiada. «Lo llevaste (a este pueblo) con tu poder a tu santa morada» (Éx. 15:13). Fueron llevados a Dios en cuanto a la nueva posición que ocupaban. En el momento que entraron en el desierto (y esto indica su carácter de peregrinos), fueron conducidos a la santa morada de Dios. Esto corresponde a nuestra posición como creyentes en el Señor Jesucristo. «Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 Pe. 3:18). He aquí nuestro lugar como rescatados. Es decir que somos llevados a Dios, de pleno acuerdo con todo lo que él es; Dios en toda su naturaleza moral, habiendo estado perfectamente satisfecho por la muerte de Cristo, entonces puede hallar en nosotros la perfecta satisfacción.

Cierto que ese lugar nos es concedido por gracia, pero no menos en justicia; de manera que no solamente todos los atributos del carácter de Dios se ven comprometidos para llevarnos hasta allí, sino que, al hacerlo, él mismo es glorificado. Es un pensamiento muy solemne y apropiado, si reflexionamos en esto, para estimular y alentar nuestra alma, saber que ahora ya somos llevados a Dios. Toda la distancia que nos separaba de Dios, distancia de la cual la medida nos es dada por la muerte de Cristo en la cruz cuando «por nosotros lo hizo pecado» (2 Cor. 5:21), ha sido superada, y nuestra posición de proximidad está garantizada por medio del lugar que él ahora ocupa, glorificado a la diestra de Dios. Aun en el cielo, no estaremos más cerca de Dios que ahora en cuanto a nuestra posición, pues esta última es en Cristo. Sin embargo, no olvidemos que nuestro gozo de esta verdad, y hasta nuestra facultad para comprenderla, dependerá de nuestro estado práctico. Dios espera un estado que corresponda a nuestra posición, es decir que nuestra responsabilidad está a la medida de nuestros privilegios. Pero, hasta que conozcamos nuestra posición, no puede haber un estado que corresponda a ello. Primeramente, nos es necesario saber que somos llevados a Dios para poder caminar en cualquier medida en conformidad con esa posición. El estado y la marcha siempre deben resultar de una relación conocida. Entonces, a menos que la verdad de nuestra posición ante Dios no nos sea enseñada, jamás responderemos a ella en nuestra alma, ni en nuestra conducta.

5 - Una herencia asegurada

El tercer aspecto de la verdad consiste en la presente posición de los israelitas que garantizaba el cumplimiento de todo el resto. «Tú los introducirás y los plantarás en el monte de tu heredad, en el lugar de tu morada, que tú has preparado, oh Jehová, en el santuario que tus manos, oh Jehová han afirmado. Jehová reinará eternamente y para siempre» (Éx. 15:17-18). El poder que Dios puso de manifiesto en el mar Rojo era la garantía de que, primero, cumpliría todos sus propósitos en cuanto a Israel; y, segundo, de que ese poder tendría su manifestación final en su reino eterno. La fe, producida por el conocimiento de la redención, se apodera de esos hechos. Comprende toda la amplitud de los propósitos de Dios y los considera como si ya estuviesen cumplidos. Esto lo encontramos en Romanos 8:30: «A los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó».

Dios no sería Dios si sus designios pudieran ser desbaratados. Puede haber enemigos en el camino, que procuren oponerse al cumplimiento de la voluntad declarada por Dios, pero la fe exclama: «Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?» (8:31). De modo que Israel podía cantar: «Lo oirán los pueblos, y temblarán; se apoderará dolor de la tierra de los filisteos. Entonces los caudillos de Edom se turbarán; a los valientes de Moab les sobrecogerá temblor; se acobardarán todos los moradores de Canaán. Caiga sobre ellos temblor y espanto; a la grandeza de tu brazo enmudezcan como una piedra; hasta que haya pasado tu pueblo, oh Jehová, hasta que haya pasado este pueblo que tú rescataste» (Éx. 15:14-16). De la misma manera el apóstol exclama: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?» No, nada, porque está «seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom. 8:35-39). La eficacia de la sangre asegura el cumplimiento de todos los propósitos de Dios, introduce todo lo que es: su majestad, su verdad, su misericordia, su amor y su omnipotencia, en favor de los suyos.

Anticipar el pleno resultado de nuestra redención no es presunción, sino la sencillez de la fe. No es desestimar el carácter y la fuerza de nuestros enemigos, sino que, midiéndolos con lo que Dios es, el alma está segura de que es «más que vencedora por medio de aquel que nos amó» (Rom. 8:37). Esto hace resaltar la plena y bendita consolación de la verdad de que Dios obra por su propio poder, fuera de nosotros y para su propia gloria. Los ejércitos de Satanás («los caudillos de Edom», «los valientes de Moab» y «los moradores de Canaán») pueden intentar cortar el paso de la heredad, pero cuando Dios en su poder se levanta en favor de su pueblo puesto bajo la aspersión de la sangre, son dispersados como paja llevada por el viento. De manera que la salida está asegurada desde el principio, y el cántico triunfante de la victoria puede elevarse antes de que hayamos dado un solo paso en el camino del desierto. La solución será para la gloria de Aquel que nos rescató. «Jehová reinará eternamente y para siempre» (Éx. 15:18). Así leemos en la epístola a los Filipenses que, según el propósito y el decreto; de Dios, «en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (2:10-11).

¡Qué gozo para el corazón del creyente saber que el resultado de la redención, que lo introduce en una indecible bendición, es la exaltación del Redentor! En este pasaje, el reino mencionado se aplica indudablemente en primer lugar a la tierra. Es el reino eterno de Dios, el reino de mil años del Mesías que debe gobernar «hasta que haya puesto a todos sus enemigos debajo de sus pies» (1 Cor. 15:25). Pero en cuanto al principio, su alcance es mayor, porque «reinará eternamente y para siempre»; y ello será también el fruto de la obra de la cruz. Allí «se despojó a sí mismo… haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Fil. 2:7-8). Por consecuencia, ahora es exaltado y lo seguirá siendo por la eternidad.

6 - Una morada para Dios

Hasta aquí, todo lo que hemos considerado está en relación con los designios de Dios. Sin embargo, en el versículo 2 de Éxodo 15 hallamos una excepción.[1] Inmediatamente después de que los israelitas pueden decir: «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación», añaden: «Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré». Es diferente de la expresión «el santuario que tus manos… han afirmado» del versículo 17. Este último se relaciona con el cumplimiento de los consejos de Dios en el establecimiento del reino y del templo en Jerusalén; mientras que el versículo 2 debía ser algo presente: «Lo alabaré», y esta alabanza tendrá lugar en el tabernáculo. Eso se ve de manera más clara en los capítulos siguientes; pero ahora podemos ya advertir que aquí es la primera vez que se hace mención de una morada para Jehová en medio de su pueblo. Dios desde siempre tuvo redimidos, pero no un pueblo; y nunca habitó en la tierra antes de haberse cumplido la redención. Visitó a sus santos, se manifestó a ellos de diferentes maneras, pero nunca tuvo su morada en medio de ellos. No obstante, tan pronto como la expiación del pecado fue consumada por la sangre del cordero, y tan pronto el pueblo fue conducido fuera de Egipto, después de haber sido salvado por la muerte y la resurrección, Dios puso en el corazón de los suyos que le edificaran una morada. Desde el principio de su éxodo, Dios los condujo e «iba delante de ellos de día en una columna de nube… y de noche en una columna de fuego» (13:21). Pero no podía haber morada de reposo en Egipto, en el territorio del enemigo. Una vez que los israelitas hubieron sido puestos en un nuevo terreno, Dios podía identificarse con ellos, habitar en medio de ellos, ser su Dios, y ellos su pueblo.

Lo mismo ocurre en la cristiandad. Solo cuando la expiación fue cumplida y Cristo resucitado de entre los muertos y elevado a los cielos, Dios estableció su actual morada en la tierra por el Espíritu (Hec. 2; Efe. 2). Lo mismo ocurre con el creyente individual. Solamente después que ha sido lavado por la sangre de Cristo, su cuerpo viene a ser templo del Espíritu Santo.

Se desprende de esa verdad que la morada de Dios en la tierra se funda en una redención cumplida. ¡Qué inmenso privilegio! Aunque el desierto no formara parte de los propósitos de Dios, no obstante, en sus caminos especiales para con los suyos los hizo caminar en él durante cuarenta años. Entonces, ¡qué privilegio para esos peregrinos cansados, al avanzar hacia la herencia, tener en medio de ellos la morada de Dios; un lugar donde podían acercarse a él mediante los sacerdotes designados, con sacrificios e inciensos; igualmente el centro de su campamento! ¡Qué gran estímulo para aquellos piadosos israelitas al ver este tabernáculo sobre el cual estaba la nube, símbolo de la presencia divina! Así se comprende el grito de angustia de Moisés, después de la caída del pueblo: «Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí. ¿Y en qué se conocerá aquí que he hallado gracia en tus ojos, yo y tu pueblo, sino en que tú andes con nosotros?» (Éx. 33:15-16).

No deberíamos olvidar que ahora Dios tiene también su morada en la tierra. Esta verdad es amenazada con el hecho de ser ignorada en medio de la confusión de la cristiandad. No obstante, a pesar de nuestras faltas, Dios habita en la casa que estableció, y permanecerá allí hasta el regreso del Señor. Esta verdad debería alentarnos y consolarnos; pues es de gran importancia estar alejados de la esfera y del poder de Satanás, para ser introducidos en la escena de la presencia y del poder de Dios. Este es el único lugar de bendición en la tierra, y bienaventurados aquellos que han sido partícipes por la gracia de Dios, en el poder del Espíritu Santo.

7 - María y su pandero

No era un gozo corriente que se expresaba en este cántico de alabanza triunfante. Todo el campamento estaba empapado de él, pues «María la profetisa, hermana de Aarón, tomó un pandero en su mano, y todas las mujeres salieron en pos de ella con panderos y danzas» (Éx. 15:20). Y María, dirigiendo el canto, les respondía: «Cantad a Jehová, porque en extremo se ha engrandecido; ha echado en el mar al caballo y al jinete» (v. 21). Es la primera vez que María es mencionada por su nombre, y es sumamente importante notar que ella era profetisa. Probablemente haya sido ella quien vigiló la arquilla de juncos en la cual fue colocado su pequeño hermano Moisés, lo cual sirvió de medio para que el niño fuese dado a su madre. Ella ocupaba, pues, un lugar de honor en Israel, no solo a causa de sus lazos con Moisés, sino también por su propio don distinto. Es la manera en que Dios bendice a todos aquellos que están unidos al hombre de su consejo, y esto nos revela al mismo tiempo cuán sagrados son a sus ojos los lazos familiares. Pero en esta escena que nos ocupa, María tuvo el honor y el privilegio de ser la intérprete del gozo de las mujeres de Israel, las que salieron en pos de ella cantando a Jehová. Todos los corazones estaban llenos de alegría, expresándolo con música, danzas y coros. El pueblo fue rescatado, y ellos lo sabían en ese día tan feliz. Desbordante de alegría por la salvación, la expresaban con esos acentos de agradecimiento y de alabanza.


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