Índice general
Estudios sobre el libro de los Números
En el desierto
: Autor Charles Henry MACKINTOSH 38
Pentateuco Serie:
(Fuente: ediciones-biblicas.ch)
1 - Introducción
Vamos a emprender el estudio de la cuarta gran división del Pentateuco, los cinco libros de Moisés. Encontraremos que el carácter esencial de este libro es tan manifiesto como el de los tres precedentes, los cuales ya han ocupado nuestra atención. En el libro del Génesis, después de describirse la creación, el diluvio y la dispersión de Babel, tenemos la elección, según Dios, de la simiente de Abraham. En el libro del Éxodo encontramos la redención. El libro del Levítico nos habla de la comunión por medio del culto sacerdotal. En Números observamos la marcha y la lucha en el desierto. Tales son, en estas preciosas porciones de la Inspiración, los temas principales, al lado de los cuales, como es de esperar, se nos presentan otros puntos de gran interés. El Señor, en su gran misericordia, nos ha guiado en el estudio del Génesis, del Éxodo y del Levítico, y podemos contar con él para ser guiados en el examen del libro de los Números. Quiera él dirigir nuestros pensamientos y guiar la pluma a fin de que no expongamos ninguna opinión que no esté absolutamente acorde con su divino pensamiento. ¡Dios permita que cada página y cada párrafo puedan llevar el sello de su aprobación y contribuir, ante todo, a su gloria, y también al provecho del lector!
«Habló Jehová a Moisés en el desierto de Sinaí, en el tabernáculo de reunión, en el día primero del mes segundo, en el segundo año de su salida de la tierra de Egipto, diciendo: Tomad el censo de toda la congregación de los hijos de Israel por sus familias, por las casas de sus padres, con la cuenta de los nombres, todos los varones por sus cabezas. De veinte años arriba, todos los que pueden salir a la guerra en Israel, los contaréis tú y Aarón por sus ejércitos» (cap. 1:1-3).
Aquí nos encontramos, desde el principio, «en el desierto», donde solo se tiene en cuenta a «todos los que pueden salir a la guerra». Esto está expresamente señalado. En el libro del Génesis, la descendencia o simiente de Israel nos es presentada estando aún en los lomos de Abraham. En el libro del Éxodo los israelitas estaban junto a los hornos de ladrillos en Egipto. En el de Levítico estaban reunidos alrededor del tabernáculo del testimonio. En el de Números se les ve en el desierto. O también, desde otro punto de vista, en perfecta consonancia con lo que hemos expuesto y la Biblia lo confirma: en Génesis oímos el llamamiento de Dios en la elección; en Éxodo contemplamos la sangre del Cordero derramada para la redención; en Levítico estamos casi exclusivamente ocupados en el culto y en el servicio del santuario. Pero en cuanto abrimos el libro de los Números nos encontramos con hombres de guerra, ejércitos, banderas, campamentos y trompetas que tocan alarma.
Todo ello es muy característico y nos muestra que el libro de los Números tiene un valor, una importancia y un interés muy particular para el cristiano. Cada libro de la Biblia, cada división del canon inspirado tiene su debido lugar y su objeto determinado. En esta santa galería cada libro tiene, por decirlo así, el casillero asignado por su divino Autor. No debemos abrigar ni por un momento la idea de establecer comparación alguna entre estos libros de la Biblia desde el punto de vista de su valor intrínseco, de su interés y de su importancia. Todo es divino y, por consiguiente, perfecto. El lector cristiano lo cree de todo corazón. Pone reverentemente su sello a la verdad de la plena inspiración de las Santas Escrituras, de todas las Escrituras, del Pentateuco entre estas, y de ningún modo se deja influenciar al respecto por los ataques temerarios e impíos de los incrédulos de la Antigüedad, de la Edad Media o de los tiempos modernos. Los incrédulos y los racionalistas anteponen sus razonamientos profanos, demostrando así su enemistad contra el Libro y contra su Autor, pero el cristiano piadoso descansa, a pesar de todo, en la seguridad bienaventurada y sencilla de que «toda la Escritura es inspirada por Dios» (2 Tim. 3:16).
Pero, si bien rechazamos enteramente la idea de establecer comparaciones entre los diversos libros de la Biblia, en cuanto a su autoridad y a su valor, podemos, no obstante, comparar con gran provecho el contenido, el objeto y el plan de esos libros. Y cuanto más profundamente meditemos sobre esos puntos, tanto más nos sorprenderemos ante la exquisita belleza, la infinita sabiduría y la maravillosa precisión del Libro entero y de cada una de sus divisiones. El escritor inspirado no se aparta jamás del objeto directo del libro, cualquiera sea ese objeto. En ningún libro de la Biblia se encontrará algo que no esté en perfecta armonía con la intención principal de ese Libro. Si quisiéramos desarrollar y demostrar esta afirmación nos sería preciso recorrer todo el canon de las Santas Escrituras; por lo tanto, no lo intentaremos. El cristiano inteligente no tiene necesidad de esa prueba, por más interesante que resultara para él. Le basta el gran hecho de que el Libro es de Dios, en su totalidad y en cada una de sus partes; su corazón está seguro de que no hay, en ese todo y en cada una de sus partes, ni una jota ni una tilde (Mat. 5:18) que no sea, en todos sus aspectos, digna del divino Autor.
1.1 - La divina inspiración de las Escrituras
Escuchemos las siguientes palabras de alguien que dice estar profundamente convencido de la divina inspiración de las Escrituras, que se ha afirmado en esta convicción por los descubrimientos diarios y crecientes que ha hecho de su plenitud, de su profundidad y de su perfección, y que, por la gracia, se ha vuelto cada vez más sensible a la admirable exactitud de las partes y a la maravillosa armonía del conjunto. Dice ese escritor: “Las Escrituras tienen una fuente viva, un poder viviente ha presidido su composición; de ahí su alcance infinito y la imposibilidad de separar una parte cualquiera de su relación con el todo, ya que un solo Dios es el centro vivo del cual todo fluye; un solo Cristo es el centro viviente alrededor del cual se agrupan todas sus verdades y al cual ellas se refieren aunque con glorias variadas; y un solo Espíritu es la savia divina que lleva el poder desde su fuente en Dios hasta las más pequeñas ramas de la verdad que lo une todo, dando testimonio de la gloria, la gracia y la verdad de Aquel al que Dios presenta como el objeto, el centro y la cabeza de todo lo que está en relación con él mismo; de Aquel que, al mismo tiempo, es Dios sobre todas las cosas, eternamente bendito (Rom. 9:5). Cuanto más hemos seguido esa savia hasta llegar a su centro, desde el cual hemos tendido nuestras miradas a su extensión e irradiaciones, a partir de las últimas ramificaciones de esta revelación de Dios, por la que fuimos alcanzados cuando estábamos lejos de él, tanto más descubrimos su infinidad y nuestra propia debilidad para comprenderla. Aprendemos, bendito sea Dios, que el amor que es la fuente de ella se encuentra en una perfección sin mezcla y en el pleno desenvolvimiento de sus manifestaciones que han llegado hasta nosotros, aun en nuestro estado de ruina. El mismo Dios, perfecto en amor, se muestra en todas sus partes. Pero las revelaciones de la sabiduría divina en los consejos por los que Dios se ha dado a conocer permanecen siempre para nosotros un objeto de investigaciones, en las que cada precioso hallazgo aumenta nuestro entendimiento espiritual y hace que la infinidad del todo, y el modo cómo esa infinidad sobrepasa a todos nuestros pensamientos, nos sean cada vez más evidentes”.
Es muy refrescante transcribir semejantes líneas de alguien que, por espacio de cuarenta años, ha estudiado profundamente las Escrituras. Ellas tienen un valor inapreciable en estos tiempos en que tantos hombres están dispuestos a tratar con desdén al sagrado volumen; y no es que nosotros, en modo alguno, hagamos depender del testimonio humano nuestras conclusiones acerca del origen divino de la Biblia, pues estas conclusiones descansan sobre un fundamento que la misma Biblia nos ofrece. La Palabra de Dios habla por sí misma; se recomienda por sí misma; habla al corazón, alcanza aun las grandes raíces morales de nuestro ser; penetra hasta las más íntimas profundidades de nuestra alma, nos muestra lo que somos; habla como ningún otro libro podría hacerlo. Así como la mujer de Sicar llegó a la conclusión de que Jesús era el Cristo, porque le había dicho todo lo que ella había hecho (Juan 4:29), nosotros también podemos decir respecto de la Biblia: ella nos dice todo lo que hemos hecho, ¿no será la Palabra de Dios? Sin duda; es por la enseñanza del Espíritu que podemos discernir y apreciar la evidencia y las cartas credenciales con las que la Escritura se presenta a nuestros ojos; con todo, ella habla por sí misma y no tiene necesidad del testimonio humano para ser preciosa al alma. No debemos basar nuestra fe en la Biblia sobre un testimonio favorable del hombre, como tampoco debemos permitir que se tambalee cuando un testimonio humano le sea contrario.
Ha sido siempre de la mayor importancia, en todo tiempo, y mucho más en nuestros días, tener el corazón y el espíritu firmemente apoyados en la gran verdad de la autoridad divina de la Santa Escritura, de su plena inspiración, de su completa suficiencia para todas las necesidades, para todas las almas y para todas las épocas. Existen dos influencias hostiles: por un lado, la incredulidad, y por otro, la superstición. La primera niega que Dios nos haya hablado por su Palabra; la segunda admite que nos ha hablado, pero niega que podamos comprender lo que nos dice, a no ser por la interpretación de una iglesia.
Y, mientras muchos retroceden con horror ante la impiedad y la audacia de la incredulidad, no ven que la superstición también les priva completamente de las Escrituras. Y si no, que nos digan en qué consiste la diferencia entre negar que Dios nos haya hablado y negar que podamos comprender lo que nos dice. Tanto en un caso como en otro ¿no se nos priva de la Palabra de Dios? Sin duda alguna. Si Dios no puede hacerme comprender lo que dice, si no puede darme la seguridad de que es él mismo quien habla, es como si él no me hubiese hablado en absoluto. Si la Palabra de Dios no es suficiente sin la interpretación humana, entonces en ningún modo puede ser la Palabra de Dios. Una de dos: o Dios no ha hablado en absoluto, o ha hablado y su Palabra es perfecta. No hay otra alternativa: es necesario decidirse por una u otra de esas afirmaciones. ¿Nos ha dado Dios una revelación? La incredulidad dice: «No». La superstición dice: «Sí, pero no puedo comprenderla sin la autoridad religiosa». Tanto en un caso como en otro nos vemos privados del inestimable tesoro de la preciosa Palabra de Dios, y de este modo la incredulidad y la superstición, tan diferentes en apariencia, convergen en un solo punto: privarnos de la revelación divina.
Mas, bendito sea Dios por habernos dado una revelación. Él ha hablado, y su palabra puede llegar al corazón y al entendimiento. Dios puede dar la certeza de que es él quien habla, y para ello no tenemos necesidad de ninguna intervención de autoridad humana. No necesitamos de ninguna candileja para ver que el sol resplandece. Los rayos de ese glorioso astro tienen bastante luz por sí mismos como para que sea necesario pretender ayudarles con tan mísero recurso. No tenemos más que ponernos al sol para quedar convencidos de que brilla. Si nos ponemos bajo techo o en un subterráneo, es seguro que no sentiremos su influencia. Exactamente igual sucede con la Escritura: si nos colocamos bajo las influencias glaciales y tenebrosas de la superstición o de la incredulidad, no experimentaremos el poder luminoso y fecundo de esta divina revelación.
2 - Capítulo 1
2.1 - La genealogía
Después de estas breves consideraciones sobre el conjunto del volumen divino, vamos a entrar en el estudio del libro que ahora debe ocuparnos. En el capítulo 1 encontramos la declaración de la genealogía; en el capítulo 2 el reconocimiento de la bandera. «Tomaron, pues, Moisés y Aarón a estos varones que fueron designados por sus nombres, y reunieron a toda la congregación en el día primero del mes segundo, y fueron agrupados por familias (o genealogía), según las casas de sus padres, conforme a la cuenta de los nombres por cabeza, de veinte años arriba. Como Jehová lo había mandado a Moisés, los contó en el desierto de Sinaí» (cap. 1:17-19).
2.2 - ¿Puedo yo declarar mi genealogía o mi filiación?
¿Hay aquí alguna palabra para nosotros, alguna lección espiritual para nuestra inteligencia? Seguramente. En primer lugar, estas líneas sugieren al lector la importante pregunta que hemos formulado en el subtítulo de esta página. Hay grandes motivos para temer que existen cientos y aun miles de cristianos nominales que son incapaces de hacerlo. No pueden decir con sinceridad y de un modo positivo: «Ahora somos hijos de Dios» (1 Juan 3:2). «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús». «Y si sois de Cristo, entonces sois descendencia de Abraham, herederos según la promesa» (Gál. 3:26, 29). «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios». «El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios» (Rom. 8:14, 16).
Esta es la «genealogía» del cristiano, y es su privilegio poder declararla. Es nacido de lo alto, nacido de nuevo, nacido de agua y del Espíritu, es decir, por la Palabra y por el Espíritu Santo (compárense cuidadosamente con Juan 3:5; Sant. 1:18; 1 Pe. 1:23; Efe. 5:26). El cristiano hace remontar su genealogía directamente a un Cristo resucitado y elevado a la gloria. Tal es la genealogía cristiana.
Cuando se trata de nuestra filiación natural, si nos remontamos a su origen y la declaramos lealmente, tenemos que ver y reconocer que provenimos de un tronco en ruinas. Nuestra familia está caída, nuestros bienes están perdidos, aun nuestra sangre está corrompida, estamos irremisiblemente arruinados. Jamás podremos recuperar nuestra posición original; nuestro primer estado y la herencia que conllevaba están irrecuperablemente perdidos. Un hombre puede trazar su línea genealógica a través de una estirpe de nobles, de príncipes y de reyes, pero si quiere declarar francamente su genealogía, solo podrá llegar a un jefe caído, arruinado, desterrado. Es necesario remontarse hasta el origen de una cosa si queremos saber lo que ella es realmente. Así es como Dios ve las cosas y las juzga; y es necesario que pensemos como él si queremos juzgar rectamente. El juicio que Dios emite acerca de los hombres y de las cosas permanece eternamente. El juicio del hombre es efímero, no es más que de un día; y, por consiguiente, según la apreciación de la fe y del buen sentido, «Para mí, en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros, o por un tribunal humano» (1 Cor. 4:3). ¡Oh, qué pequeñez! ¡Que podamos sentir más profundamente cuán poco importa ser juzgados por el hombre! ¡Quiera Dios que cada día podamos comprender mejor la debilidad de ese juicio! Eso nos daría una santa dignidad que nos colocaría por encima de la escena que atravesamos. ¿Qué es el rango en esta vida presente? ¿Qué importancia puede otorgarse a una genealogía que, fielmente trazada y cabalmente declarada, se remonta a un tronco arruinado? Un hombre puede estar orgulloso de su nacimiento si no tiene en cuenta su origen primitivo: «En maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre» (Sal. 51:5). Este es el origen del hombre, tal su nacimiento. ¿Quién podrá enorgullecerse de semejante origen? ¿Quién, sino aquel a quien el dios de este mundo haya cegado el entendimiento?
¡Qué diferencia con el cristiano! Su filiación es celestial. Su árbol genealógico tiene sus raíces en el suelo de la nueva creación. La muerte jamás puede truncar esa genealogía, pues es la resurrección la que la ha formado. Conviene estar prevenidos en lo concerniente a esta cuestión, y es muy importante que el lector comprenda claramente este punto fundamental. Podemos ver fácilmente, en este primer capítulo de Números, cuán esencial era que cada miembro de la congregación de Israel pudiese declarar su filiación. La incertidumbre al respecto habría sido funesta; habría producido una desesperante confusión; habría excluido de la nación de Israel a un hijo de Abraham. Difícilmente podemos imaginarnos a un israelita que, llamado a declarar su genealogía, se expresara en los términos dudosos de muchos cristianos de nuestros días. No podemos imaginarlo diciendo: “¿Qué diré? No estoy muy seguro de ello. A veces tengo la esperanza de pertenecer a la raza del cielo, pero en ocasiones temo no formar parte de la congregación del Señor. Estoy en dudas y sin luz”. ¿Podemos concebir algo así? Seguro que no. Menos aun podríamos imaginar que alguien sostuviera la absurda idea de que nadie podría estar seguro de ser o no ser un verdadero israelita antes del día del juicio.
Podemos estar seguros de que semejantes ideas, razonamientos, temores, dudas y cuestiones eran desconocidos entre los israelitas. Cada miembro de la congregación era llamado a declarar su genealogía antes de ocupar su puesto en las filas como un hombre de guerra. Cada uno podía decir como Saulo de Tarso: «Circuncidado al octavo día, del linaje de Israel» (Fil. 3:5). Todo estaba determinado y perfectamente establecido para el momento de ponerse en marcha y combatir en el desierto.
Ahora bien, tenemos derecho a preguntar: Si un judío podía estar seguro de su genealogía, ¿por qué un cristiano no podrá estarlo de la suya? Lector, examine esta cuestión; si usted forma parte de esa numerosa clase de personas que nunca pueden llegar a la bendita certidumbre de su linaje celestial, de su nacimiento espiritual, reflexione, se lo rogamos, y permítanos hablarle de este importante tema. Es probable que usted se pregunte: “¿Cómo puedo estar seguro de que realmente soy un hijo de Dios, un miembro del Cuerpo de Cristo, nacido de la Palabra y por el Espíritu de Dios? ¡Lo daría todo por tener esa seguridad!”.
Pues bien, deseamos vivamente ayudarle a resolver esta cuestión, ya que el objetivo principal que nos hemos propuesto al escribir este comentario es ayudar a las almas intranquilas, respondiendo sus preguntas en la medida en que el Señor nos dé capacidad para ello, resolviendo sus dificultades y apartando de su camino las piedras de tropiezo.
Ante todo, notemos un rasgo característico que pertenece a todos los hijos de Dios, sin excepción. Es un rasgo sencillo, pero muy precioso. Si no lo poseemos, seguramente no somos de origen celestial; en cambio si lo poseemos, podremos declarar nuestra genealogía sin ninguna dificultad ni reserva. Y ¿cuál es ese rasgo? ¿Cuál es ese gran carácter de familia? Nuestro Señor Jesucristo nos lo indica. Él nos dice que «la sabiduría es justificada por todos sus hijos» (Lucas 7:35; Mat. 11:19). Todos los hijos de la Sabiduría, desde los días de Abel hasta el momento actual, se han distinguido por ese gran rasgo de familia, y no hay ni una sola excepción. Todos los hijos de Dios, todos los hijos de la Sabiduría, siempre han hecho visible, en alguna medida, ese rasgo moral: han justificado a Dios.
2.3 - Justificar a Dios
Que el lector considere esta declaración. Quizás encuentre difícil comprender qué significa «justificar a Dios», pero uno o dos pasajes de la Escritura lo aclararán perfectamente, según esperamos. En Lucas 7 leemos: «Al oír esto, todo el pueblo y los cobradores de impuestos justificaron a Dios, habiendo sido bautizados con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los doctores de la ley rechazaron el propósito de Dios para con ellos, no habiendo sido bautizados por Juan» (v. 29-30). Aquí tenemos las dos generaciones, por decirlo así, frente a frente. Los publicanos que justificaban a Dios y se condenaban a sí mismos; y los fariseos que se justificaban a sí mismos y juzgaban a Dios. Los primeros se sometían al bautismo de Juan, el bautismo de arrepentimiento; los segundos rehusaban ese bautismo, rehusaban arrepentirse, humillarse y condenarse a sí mismos.
Aquí tenemos, pues, las dos grandes clases en que se ha dividido la familia humana, desde los días de Abel y Caín hasta nuestros días. Con ello tenemos también una prueba muy sencilla para demostrar nuestra «genealogía». ¿Hemos tomado el lugar en el cual nos condenamos a nosotros mismos? ¿Nos hemos postrado ante Dios con verdadero arrepentimiento? Esto es lo que justifica a Dios. Los dos hechos van unidos, y en realidad no son sino una sola y misma cosa. El hombre que se condena a sí mismo justifica a Dios, y el que justifica a Dios se condena a sí mismo. Por otra parte, el hombre que se justifica a sí mismo juzga a Dios, y el que juzga a Dios se justifica a sí mismo.
Así sucede en todos los casos. Además, se puede observar que en cuanto uno se coloca en el terreno del arrepentimiento y de la condenación de sí mismo, Dios toma el sitio de Aquel que justifica. Dios justifica siempre a los que se condenan a sí mismos. Todos sus hijos lo justifican y él justifica a todos sus hijos. En cuanto David hubo dicho: «Pequé contra Jehová», le fue respondido: «También Jehová ha remitido tu pecado» (2 Sam. 12:13). El perdón de Dios sigue inmediatamente a la confesión del hombre.
De ello resulta que nada puede ser más insensato por parte de una persona que justificarse a sí misma, ya que es necesario que Dios sea justificado en sus palabras y que gane la causa cuando sea juzgado (comp. Sal. 51:4; Rom. 3:4). Dios debe predominar al final, y entonces se verá claramente lo que vale toda justificación personal. Por consiguiente, lo más sabio es condenarse a sí mismo; esto es lo que hacen todos los hijos de la Sabiduría. No hay nada más característico en los verdaderos miembros de la familia de la Sabiduría que el hábito y el espíritu de juzgarse a sí mismos. Mientras que, al contrario, nada da a conocer mejor a los que no pertenecen a esta familia que un espíritu de justificación propia.
Estos pensamientos son dignos de la más seria reflexión. El hombre natural censurará a todo el mundo excepto a sí mismo. Pero donde obra la gracia, hay disposición a juzgarse a sí mismo y a tomar una posición humilde. En eso consiste el verdadero secreto de la bendición y la paz. Todos los hijos de Dios que se han mantenido en ese terreno bendito, han manifestado ese bello rasgo moral y han alcanzado ese importante resultado. No encontraremos una sola excepción a esta regla en toda la historia de la bienaventurada familia de la Sabiduría, y con toda seguridad podemos decir que, si el lector ha sido llevado verdadera y fielmente a reconocerse perdido, a condenarse a sí mismo, a tomar el sitio del verdadero arrepentimiento, es entonces uno de los hijos de la Sabiduría y en adelante puede declarar su «genealogía» con firmeza y seguridad.
Queremos insistir sobre este punto desde un principio. Es imposible, para quienquiera que sea, reconocer la verdadera «bandera» y reunirse bajo ella si no puede declarar claramente su genealogía. En otras palabras, es imposible tomar una verdadera posición en el desierto mientras haya alguna duda en cuanto a esta importante cuestión. ¿Cómo habría podido un israelita de aquel tiempo ocupar su puesto en la congregación, engrosar las filas del ejército y avanzar por el desierto si no hubiese podido declarar claramente su genealogía? Eso habría sido imposible. Otro tanto le sucede al cristiano de nuestros días. No puede contar con ningún progreso en la vida del desierto, ni con el éxito en el combate espiritual, si desconoce su genealogía espiritual. Es preciso que se pueda decir: «Nosotros sabemos que hemos pasado de muerte a vida»; «sabemos que nosotros somos de Dios»; «nosotros hemos creído y sabemos» (1 Juan 3:14; 5:19; Juan 6:69), para poder progresar en la vida y en la marcha cristiana.
Lector, ¿puede usted declarar su genealogía? ¿Ha definido perfectamente este asunto en su vida? ¿Está convencido de ello hasta lo más profundo de su alma? Cuando está a solas con Dios, ¿es esta una cuestión ya resuelta entre usted y él? Examínelo y considérelo. Asegúrese de ello. No trate con ligereza este asunto. No se apoye en una simple profesión. No diga en su interior: “Soy miembro de tal iglesia; tomo la cena del Señor; admito tales y tales doctrinas; he sido educado en la piedad; llevo una vida moral más o menos buena; a nadie he hecho mal; leo la Biblia y oro; no descuido el culto familiar; sostengo con liberalidad obras benéficas y religiosas”. Todo esto puede ser cierto y, no obstante, tal vez no tenga ni una pizca de divino, ni un solo rayo de luz celestial. Ninguna de estas cosas, ni siquiera todas reunidas, podrían ser aceptadas como una declaración de genealogía espiritual. Es preciso que sea el Espíritu quien dé testimonio de que usted es hijo de Dios, y este testimonio acompaña siempre a la sencilla fe en el Señor Jesucristo. «El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo» (1 Juan 5:10). De ningún modo se trata de buscar testimonios en su propio corazón. No se trata de que usted se base en formalidades, en sentimientos y en experiencias. Nada de eso. Lo que necesita es una fe sencilla en Cristo, poseer la vida eterna en el Hijo de Dios, tener el sello imperecedero del Espíritu Santo y creer en Dios sin objeciones, sobre la base de su Palabra. «En verdad, en verdad os digo, que quien oye mi palabra, y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna, y no entre en condenación, sino que ha pasado ya de muerte a vida» (Juan 5:24).
2.4 - El combate del cristiano
He aquí la verdadera manera de declarar su genealogía; y es necesario poder declararla antes de «salir a la guerra». No queremos decir con ello que usted no pueda ser salvo sin esa declaración. Dios nos guarde de semejante pensamiento. Creemos que existen muchos verdaderos hijos de Dios (israelitas en el sentido espiritual) que no pueden declarar su genealogía. Pero preguntamos: ¿Están ellos preparados para ir a la guerra? ¿Son valerosos soldados de Cristo? Lejos de ello. No saben ni siquiera qué es una verdadera lucha; al contrario, las personas de esta clase suelen tomar sus dudas y temores, sus momentos de desmayo y de tristeza como si fuesen los verdaderos combates del cristiano. Este es uno de los errores más graves, pero, lamentablemente, también uno de los más frecuentes. A menudo se encuentran personas con poco ánimo, entenebrecido y legalista, que procuran justificar su estado diciendo que este es el terreno de la lucha cristiana, mientras que, según el Nuevo Testamento, la verdadera lucha del cristiano, o el combate, se sostiene en una región donde los temores y las dudas son desconocidos. Cuando nos mantenemos en la luz pura de la plena salvación de Dios, apoyados en un Cristo resucitado, entonces entramos realmente en el combate que nos es propio como cristianos. ¿Debemos suponer por un instante que nuestras luchas bajo la ley, nuestra culpable incredulidad, nuestra oposición a someternos a la justicia de Dios, nuestras dudas y razonamientos puedan ser considerados como una lucha cristiana? De ningún modo. Todas esas cosas deben considerarse como una lucha contra Dios; mientras que la lucha del cristiano es contra Satanás. «Porque nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los gobernadores del mundo de las tinieblas, contra las huestes espirituales de maldad en las regiones celestiales» (Efe. 6:12).
Esta es la lucha cristiana. ¿Pueden sostener semejante lucha los que continuamente dudan si son cristianos o no? No lo creemos. ¿Podríamos imaginar a un israelita luchando contra Amalec en el desierto, o contra los cananeos en la tierra prometida, si fuera incapaz de declarar su «genealogía» o de reconocer su «bandera»? No, eso es inconcebible. Todo miembro de la congregación que podía salir a la guerra estaba perfectamente claro y bien fundamentado sobre ambos aspectos. Además, no habría podido salir si no lo hubiese estado.
Mientras consideramos el importante asunto de la lucha del cristiano, conviene dirigir la atención del lector a las tres porciones del Nuevo Testamento donde se nos presenta dicho combate bajo tres aspectos diferentes; estas son: Romanos 7:7-24; Gálatas 5:17; Efesios 6:10-17. Si el lector tiene a bien leer esos pasajes, procuraremos señalarle el verdadero carácter de esa lucha.
2.5 - La nueva naturaleza sin el poder del Espíritu (Romanos 7)
En Romanos 7:7-24 tenemos la lucha de un alma convertida pero no liberada; de una persona regenerada pero sometida a la ley. La prueba de que ahí tenemos un alma convertida se funda en palabras tales como: «Pues lo que obro, no lo entiendo» (v. 15); «el querer hacerlo [el bien] está en mí» (v. 18); «porque me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior» (v. 22). Solo una persona nacida de nuevo puede hablar así. La desaprobación del mal, la voluntad de hacer el bien, el deleite interior por la ley de Dios, todas esas cosas son las señales distintivas de la nueva vida, los preciosos frutos del nuevo nacimiento o regeneración. Ninguna persona inconversa podría en verdad emplear tal lenguaje.
Mas, por otro lado, la prueba de que en este pasaje tenemos un alma que no está plenamente liberada, que no goza de una liberación cumplida ni conoce la victoria y la posesión de un poder espiritual, la encontramos en las siguientes palabras: «Pero yo soy carnal, vendido al poder del pecado» (v. 14). «Porque lo que practico no es lo que quiero, sino lo que odio, eso hago» (v. 15). «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» (v. 24). Ahora bien, nosotros sabemos que un cristiano no es «carnal», sino espiritual; no está «vendido al pecado», sino rescatado de su poder; no es un hombre «miserable» que suspira por la liberación, sino un hombre feliz que tiene la convicción de su liberación. No es un débil esclavo, incapaz de hacer el bien, siempre arrastrado a hacer el mal, sino un hombre libre, dotado de poder por el Espíritu Santo, y que está en condiciones de decir: «Todo lo puedo en aquel [Cristo] que me fortalece» (Fil. 4:13).
No podemos, en estos momentos, extendernos para formular una completa exposición de este importante pasaje de la Escritura; nos limitaremos a ofrecer uno o dos pensamientos que podrán ayudar al lector a comprender su objeto y su alcance. Sabemos perfectamente que muchos cristianos difieren de opinión en cuanto al sentido de este capítulo 7 de Romanos. Algunos niegan que represente los ejercicios de un alma regenerada; otros sostienen que expone las experiencias propias de un cristiano. Nosotros no podemos admitir ninguna de estas conclusiones. Creemos que este capítulo describe los ejercicios de un alma verdaderamente nacida de nuevo, pero que todavía no ha alcanzado la libertad por el conocimiento de su unión con un Cristo resucitado, y por el poder del Espíritu Santo. Miles de cristianos están actualmente en la situación que nos describe el capítulo 7 de Romanos, pero su posición real es la que se describe en el capítulo 8. En cuanto a su experiencia, aún están bajo la ley. No se ven sellados por el Espíritu Santo. Todavía no gozan de una plena victoria en un Cristo resucitado y glorificado. Aún abrigan dudas y temores, siempre están dispuestos a exclamar: «¡Soy un hombre miserable! ¿Quién me liberará de este cuerpo de muerte?» Pero un cristiano, ¿no está acaso liberado? ¿No es salvo? ¿No fue hecho acepto en el Amado Hijo de Dios? ¿No está sellado con el Espíritu Santo de la promesa? ¿No está unido a Cristo? ¿No debería saber todo esto, proclamarlo y regocijarse en ello? Indudablemente que sí. Por lo tanto, no está en la posición del capítulo 7 de Romanos. Tiene el privilegio de entonar el cántico de la victoria junto al vacío sepulcro de Jesús, y de andar en la santa libertad «Cristo nos hizo libres» (Gál. 5:1). El capítulo 7 de la Epístola a los Romanos no habla en absoluto de la libertad, sino de la esclavitud; excepto, por cierto, el final, cuando el alma puede decir: «Doy gracias a Dios» (v. 25). Sin duda, puede ser muy útil pasar por todo lo que aquí está detallado con tan maravilloso poder; y, además, es preciso declarar que preferiríamos encontrarnos francamente en el capítulo 7 de la Epístola a los Romanos que estar falsamente en el capítulo 8. Pero todo esto deja intacta la cuestión de la aplicación particular sobre este interesante pasaje de la Escritura.
2.6 - La nueva naturaleza con el poder del Espíritu (Gálatas 5)
Echemos ahora una ojeada a la lucha descrita en Gálatas 5:17: «Porque lo que desea la carne es contrario al Espíritu, y lo que desea el Espíritu es contrario a la carne; pues estos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que deseáis». Este pasaje a menudo se cita como presentando una continua derrota, cuando realmente contiene el secreto de una perpetua victoria. En el versículo 16 leemos: «Andad en el Espíritu, y no deis satisfacción a los deseos de la carne». Esto lo aclara todo. La presencia del Espíritu Santo nos asegura el poder. Estamos convencidos de que Dios es más fuerte que «la carne», y, por lo tanto, cuando él combate a nuestro lado, el triunfo es seguro. Nótese asimismo que en Gálatas 5:17 no se habla del combate entre las dos naturalezas, la vieja y la nueva, sino entre el Espíritu Santo y la carne; por eso se añade: «Para que no hagáis lo que deseáis». Si el Espíritu Santo no habitara en nosotros, sin duda satisfaríamos la codicia de la carne; pero como está en nosotros para librar el combate, no estamos obligados a hacer el mal, sino felizmente capacitados para hacer el bien.
Esto muestra precisamente la diferencia entre Romanos 7:14-15 y Gálatas 5:17. En el primer pasaje tenemos la nueva naturaleza sin el poder del Espíritu morando en nosotros; en el segundo tenemos no solo la nueva naturaleza, sino también el poder del Espíritu Santo.
No olvidemos que la nueva naturaleza está en el creyente en un estado de dependencia. Ella depende del Espíritu en cuanto al poder, y depende de la Palabra en cuanto a la dirección. Pero es evidente que el poder se manifiesta donde está el Espíritu Santo. Este puede estar contristado o impedido, pero en Gálatas 5:16 se enseña claramente que, si andamos en el Espíritu, obtenemos una victoria segura y constante sobre la carne; por lo tanto, sería un grave error citar Gálatas 5:17 para apoyar una conducta débil y carnal.
2.7 - El cristiano y las huestes espirituales de maldad (Efesios 6)
Ahora haremos un breve comentario sobre el pasaje de Efesios 6:10-17. Aquí tenemos la lucha del cristiano contra las huestes espirituales de maldad que están en las regiones celestiales. La Iglesia es del cielo y debería tener siempre una marcha y conducta celestiales. Este debería ser nuestro objetivo constante: mantener nuestra posición celestial, pararnos firmemente en nuestra herencia celestial y permanecer en ella. El diablo procura evitarlo por todos los medios; y esto ocasiona la lucha y hace que tengamos la «armadura de Dios» (v. 11, 13), la única por la cual podemos resistir a nuestro poderoso enemigo espiritual.
No podemos detenernos en consideraciones acerca de esa armadura; solo hemos querido llamar la atención del lector sobre estos tres pasajes de la Escritura, a fin de que pueda conocer, bajo todos sus aspectos, el tema de la lucha en relación con el comienzo del libro de los Números. Nada puede ser más interesante; y no alcanzamos a apreciar bastante la importancia de tener claridad en cuanto a la verdadera naturaleza de ese combate y el terreno en el cual se libra. Si vamos a la guerra sin saber por qué peleamos, y no estamos seguros de que nuestra «genealogía» está en regla, pocos progresos haremos contra el enemigo.
3 - Capítulo 2
3.1 - La bandera
Como ya lo hemos hecho notar, había otra cosa igualmente necesaria para el guerrero, además de la declaración exacta de su genealogía: era el reconocimiento de su bandera. Ambas cosas eran esenciales para la marcha y el combate en el desierto. Por otra parte, eran inseparables. Si un hombre no conocía su filiación, tampoco podía reconocer su bandera, lo cual hubiera ocasionado a todos una desesperante confusión. En vez de marchar hacia adelante guardando cada uno su posición en las filas, se hubieran atravesado unos en el camino de los otros y, por consiguiente, hubieran obstaculizado la ruta. Cada uno debía conocer su puesto y ocuparlo, conocer su bandera y agruparse bajo ella. Así avanzaban juntos; había progresos, la obra estaba hecha y el combate era sostenido. El benjamita tenía su puesto, el efraimita el suyo. El uno no tenía por qué atravesar el camino del otro, ni obstruirlo. Así era para todas las tribus en el campamento del Israel de Dios. Cada cual tenía su genealogía, su bandera y su puesto; ni lo uno ni lo otro dependía de los pensamientos individuales; todo estaba dispuesto por Dios. Él daba la genealogía y asignaba la bandera; no había por qué comparar a un israelita con otro; no había nada que pudiera provocar celos entre ellos; cada uno tenía su puesto que ocupar y su obra que hacer; había bastante trabajo y sitio para todos. Se presentaba a la vez la más grande variedad y la más perfecta unidad. «Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera, bajo las enseñas de las casas de sus padres». «E hicieron los hijos de Israel conforme a todas las cosas que Jehová mandó a Moisés; así acamparon por sus banderas, y así marcharon cada uno por sus familias, según las casas de sus padres» (cap. 2:2, 34).
De modo que tanto en el campamento de entonces como en la Iglesia de hoy podemos ver que «Dios no es Dios de desorden» (1 Cor. 14:33). Nada podía estar dispuesto con más exactitud que los cuatro campamentos, compuesto cada uno de tres tribus que formaban un cuadrado perfecto, llevando la bandera correspondiente en sus lados. «Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera… alrededor del tabernáculo de reunión acamparán». El Dios de los ejércitos de Israel sabía cómo disponer sus tropas. Sería un gran error suponer que los guerreros de Dios no estaban ordenados según el más perfecto sistema de táctica militar. Podemos gloriarnos de nuestros progresos en las artes y las ciencias, e imaginarnos que el ejército de Israel, comparado con lo que podemos ver en nuestros días, presentaba un aspecto desordenado y de extraña confusión. Pero no es más que un pensamiento arrogante. Podemos estar seguros de que el campamento de Israel estaba ordenado y dispuesto de la manera más perfecta, y esto por una razón muy sencilla y concluyente: porque estaba ordenado y dispuesto por la mano de Dios. Que sepamos que Dios ha hecho todas las cosas, y concluyamos, con la mayor seguridad, que todo ha sido hecho perfectamente.
Este es un principio muy sencillo, pero de mucha bendición. Naturalmente que no satisfará al incrédulo o al escéptico, pero a ellos, ¿qué podría satisfacerlos? La consigna y la prerrogativa del escéptico consisten en dudar de todo, no creer nada. Lo mide todo según su propia medida, y rechaza todo lo que no puede conciliar con sus propias ideas. Establece sus premisas con una asombrosa sangre fría y, acto seguido, deduce las conclusiones. Pero si las premisas son falsas, las deducciones deben serlo igualmente. El rasgo que acompaña invariablemente las premisas de todos los escépticos, los racionalistas y los incrédulos consiste en excluir siempre a Dios, de donde se deduce que todas sus conclusiones deben ser falsas. En cambio, el humilde creyente, toma como punto de partida el primer y gran principio de que Dios es, y no solo que es, sino que tiene una relación con su criatura, que se interesa en los asuntos de los hombres y se ocupa de ellos.
¡Qué consuelo para el cristiano! Sin embargo, la incredulidad no acepta esto en absoluto. Introducir a Dios es trastornar los razonamientos de los escépticos, pues todos ellos se basan en la completa exclusión de Dios.
Sea como sea, ahora escribimos no para combatir a los incrédulos, sino para edificación de los creyentes. No obstante, conviene llamar la atención sobre el estado de completa corrupción de todo el sistema de la incredulidad, lo cual demuestra, con claridad y fuerza suficientes, el hecho de que dicho sistema descansa enteramente en la exclusión de Dios. Si este hecho es bien comprendido, el sistema entero se desploma. Si creemos que Dios es, entonces es preciso que cada cosa sea considerada en relación con él. Es necesario que veamos todo desde su punto de vista. Pero esto no es todo. Si creemos que Dios es, debemos creer también que el hombre no puede juzgarlo. Solo Dios debe ser el juez del bien y del mal, de lo que es digno de Él y de lo que no lo es. Lo mismo ocurre con la Palabra de Dios. Si en verdad Dios es y nos ha dado una revelación, entonces esa revelación no puede ser juzgada por la razón humana. Está fuera y por encima de las decisiones de semejante tribunal. ¡Qué pretensión querer juzgar la Palabra de Dios por las reglas del cálculo humano! Y, sin embargo, eso es precisamente lo que se ha hecho en nuestros días con el precioso libro de los Números, el cual estamos estudiando, dejando de lado la incredulidad y su aritmética.
3.2 - El libro y el alma
Consideramos que es muy necesario, en nuestras notas y reflexiones sobre este libro, lo mismo que sobre los demás, recordar dos cosas, a saber: primero el libro y luego el alma. El libro y su contenido, el alma y sus necesidades. Es de temer que, al estar preocupados por el primero, olvidemos la segunda. Por otra parte, es de temer igualmente que, absortos en lo concerniente al alma, olvidemos el libro. Necesitamos ocuparnos paralelamente de ambos. Podemos decir que lo que constituye un ministerio eficaz, sea escrito u oral, es el acuerdo juicioso entre estas dos cosas. Hay ministros que estudian la Palabra con mucho cuidado y tal vez muy profundamente. Están versados en los conocimientos de la Biblia; han bebido ampliamente en la fuente de Inspiración. Todo esto es muy importante y valioso, sin ello cualquier ministerio sería estéril. Si un hombre no estudia la Biblia con cuidado y oración, poco podrá dar a sus lectores o a sus oyentes, al menos poco que sea digno de ser aceptado. Los que trabajan en la Palabra de Dios deben cavar por sí mismos, y cavar profundamente.
Pero acto seguido debe considerarse el alma, tener en cuenta su estado y satisfacer sus necesidades. Si esto se pierde de vista, la enseñanza carecerá de efecto y de poder. No tendrá nada de incisivo, de penetrante. Será ineficaz y sin fruto. En otras palabras, es necesario que ambas cosas sean reunidas, combinadas y bien proporcionadas. Si alguien se limita a estudiar el libro, no sería práctico, e igualmente, quien se dedique únicamente al estudio del alma, estaría desprevenido; pero el que estudia debidamente ambas cosas será un buen ministro de Jesucristo.
Nosotros deseamos, según nuestra capacidad, ser esto último para el lector; y, por tanto, a medida que avancemos en el estudio de este admirable libro, queremos no solo resaltar sus bellezas morales y desarrollar sus santas lecciones, sino también sentirnos constantemente convencidos de que nuestro deber es plantear de vez en cuando alguna pregunta al lector, sea quien fuere, para inducirle a examinar hasta qué punto aprende esas lecciones y aprecia esas bellezas. Esperamos que el lector no ponga objeción a nuestra intención; por consiguiente, antes de terminar esta primera sección, deseamos dirigirle una o dos preguntas relacionadas con ella.
3.3 - Algunas consideraciones prácticas
Para empezar, querido amigo, ¿está usted bien enterado y seguro respecto a su «genealogía»? ¿Está seguro de hallarse del lado del Señor? No deje esta gran cuestión, se lo suplicamos, sin haberla resuelto. Ya se lo hemos preguntado y volvemos a hacerlo una vez más. ¿Conoce usted su filiación espiritual y puede declararla? Es la primera condición para ser soldado de Dios. Es inútil pensar en formar parte del ejército militante mientras no se tenga seguridad acerca de este punto. En ningún modo queremos decir que un hombre no pueda ser salvo sin ello. Lejos de nosotros tal idea. Pero no puede ocupar su puesto en las filas como guerrero. No puede combatir contra el mundo, la carne y el diablo, mientras tenga dudas y temores respecto a su pertenencia a la verdadera familia espiritual. Para que haya algún progreso, para que haya esa decisión tan indispensable en un guerrero cristiano, es necesario que pueda decirse: «Sabemos que hemos pasado de muerte a vida» (1 Juan 3:14), «sabemos que nosotros somos de Dios» (1 Juan 5:19).
Este es el lenguaje que conviene a un combatiente. Ningún hombre del poderoso ejército que se agrupaba alrededor del «tabernáculo de reunión» hubiera podido comprender que existiese una sola duda, ni la sombra de ella, respecto a su propia genealogía. Seguramente habría sonreído si alguien hubiese formulado alguna pregunta al respecto. Cada uno de aquellos seiscientos mil hombres sabía bien de dónde procedía y, por lo tanto, qué sitio debía ocupar. Lo mismo sucede en nuestro tiempo con el ejército militante de Dios. Es necesario que cada uno de sus miembros posea la más completa certidumbre en cuanto a su filiación, pues de lo contrario no podrá sostenerse en la batalla.
Veamos seguidamente la «bandera». ¿Qué es? ¿Es una doctrina? No. ¿Es un sistema teológico? No. ¿Es un reglamento eclesiástico? No. ¿Es quizás un sistema de ordenanzas, de ritos o de ceremonias? Nada de eso. Los soldados de Dios no combaten bajo ninguna bandera semejante. ¿Cuál es, pues, el estandarte de esa milicia de Dios? Escuchémoslo y recordémoslo: es Cristo. Este es el único estandarte de Dios y de esta tropa de guerra que acampa en el desierto del mundo para sostener la lucha contra los ejércitos del mal y para librar las batallas del Señor. Cristo es el estandarte para todas las cosas. Si tuviéramos otro, seríamos incapaces de sostener la lucha espiritual a la que somos llamados. ¿Debemos, como cristianos, batallar por un sistema teológico o una organización eclesiástica? ¿Qué importancia tienen a nuestros ojos las ordenanzas, las ceremonias o las observaciones ritualistas? ¿Iremos al combate bajo tales banderas? ¡Dios no lo quiera! Nuestra teología es la Biblia. Nuestra organización eclesiástica es únicamente el Cuerpo formado por la presencia del Espíritu Santo y unido a la Cabeza viviente y exaltada en los cielos. Luchar para obtener algo inferior está por debajo de los atributos de un guerrero cristiano.
¡Lástima que haya tantas personas que profesan pertenecer a la Iglesia de Dios y, olvidando su propia bandera, combaten bajo otras insignias! Podemos estar seguros de que esto produce debilitamiento, falsea el testimonio y detiene los progresos. Si queremos mantenernos firmes en el día de la batalla, es preciso que no conozcamos otro estandarte que Cristo y su Palabra, la Palabra viviente y la palabra escrita. En esto estriba nuestra seguridad frente a nuestros enemigos espirituales. Cuanto más unidos nos mantengamos a Cristo y solo a él, tanto más fuertes seremos y más seguros estaremos. Tenerlo como un perfecto abrigo ante nuestros ojos, mantenernos a su lado, unidos a él, es nuestra mayor salvaguardia moral. «Los hijos de Israel acamparán cada uno junto a su bandera, bajo las enseñas de las casas de sus padres» (v. 2).
¡Oh, que sea así también en todo el ejército de la Iglesia de Dios! ¡Que pueda dejarse todo de lado por Cristo! ¡Que él baste a nuestros corazones! Como nosotros hacemos remontar nuestra genealogía hasta él, que su nombre esté escrito en el estandarte alrededor del cual nos reunimos en el desierto que atravesamos para llegar a nuestra casa, a nuestro descanso eterno en lo alto. Lector, vele al respecto, se lo rogamos; que no haya ni una jota ni una tilde inscritas en su estandarte que no sea el nombre de Jesucristo, ese nombre que es sobre todo nombre y que aún habrá de ser exaltado eternamente en el vasto universo de Dios.
3.4 - Dios está en medio de su pueblo
¡Qué maravilloso espectáculo presentaba el campamento de Israel en ese desierto árido donde solo había aullidos y desolación! ¡Qué espectáculo para los ángeles, para los hombres y para los demonios! La mirada de Dios estaba fija en él; su presencia estaba allí; habitaba en medio de su pueblo militante; allí había establecido su morada. No la halló, no podía hallarla en medio de los esplendores de Egipto, de Asiria o de Babilonia. Sin duda que aquellos países ofrecían a los ojos de la carne todo lo que para ellos tenía atractivo. Las artes y las ciencias florecían en ellos. Allí la civilización había alcanzado un grado mucho más alto de lo que estamos dispuestos a admitir. El refinamiento y el lujo probablemente alcanzaron unos niveles tan altos como hoy ansían alcanzar algunos.
Pero, recordémoslo, Jehová no era conocido por esos pueblos. Su nombre nunca les había sido revelado. Él no moraba en medio de ellos. Es cierto que allí también había innumerables testimonios de su poder creador. Además, su providencia velaba sobre ellos. Les daba lluvias y épocas fértiles, llenando sus corazones de alimento y de gozo. Día tras día y año tras año derramaba sobre ellos, con mano liberal, sus bendiciones y sus beneficios. Los ríos fertilizaban sus campos y los rayos del sol regocijaban sus corazones. Pero no lo conocían ni lo buscaban. Él no habitaba en medio de ellos. Ninguna de esas naciones podía decir: «Jehová es mi fortaleza y mi cántico, y ha sido mi salvación. Este es mi Dios, y lo alabaré; Dios de mi padre, y lo enalteceré» (Éx. 15:2).
3.5 - Un privilegio inestimable
Jehová había fijado su morada en medio de su pueblo rescatado y en ningún otro sitio. La redención era la base esencial de la morada de Dios en medio de los hombres. Fuera de la redención, la presencia divina no podía sino acarrear la destrucción del hombre; pero, conocida la redención, esta presencia proporciona al rescatado el más alto privilegio y la más resplandeciente gloria.
Dios había escogido morada en medio de su pueblo Israel. Descendió del cielo no solamente para rescatarlo de la tierra de Egipto, sino también para ser su compañero de viaje a través del desierto. ¡Qué pensamiento! ¡El Dios Altísimo estableciendo su morada en la arena del desierto y en el seno mismo de su congregación rescatada! En verdad, no había nada semejante en todo el vasto mundo. Allí estaba aquel ejército de seiscientos mil hombres, sin contar las mujeres y los niños, en un desierto estéril donde no había ni una brizna de hierba, ni una gota de agua, ni un medio visible de subsistencia. ¿Cómo alimentarse? Dios estaba allí. ¿Cómo debía ser mantenido el orden en medio de ellos? Dios estaba allí. ¿Cómo encontrar su camino a través de un desierto salvaje en el que no había ninguna senda? ¡Dios estaba allí!
En otras palabras, la presencia de Dios lo garantizaba todo. La incredulidad podía decir: ¿Cómo es posible, según el uso habitual del cálculo, que tres millones de seres humanos puedan vivir solo del aire? ¿Quién tiene a su cargo la intendencia militar? ¿Dónde están los materiales de guerra, los equipajes, los almacenes? Solo la fe puede responder, y su respuesta es sencilla, breve y concluyente: ¡Dios estaba allí! Esto bastaba. Todo está comprendido en esa sola frase. En la aritmética de la fe Dios es el único factor esencial, y cuando se tiene esa unidad por delante, pueden añadirse a ella cuantas cifras se quiera. Si todos los recursos están en el Dios vivo, no se trata ya de nuestras necesidades; eso se reduce a una cuestión de su perfecta suficiencia.
¿Qué eran seiscientos mil hombres de a pie para el Todopoderoso? ¿Qué significaban las tan variadas necesidades de sus mujeres y sus hijos? A juicio de los hombres estas eran cargas abrumadoras. Que una gran potencia mande un ejército de solo diez mil hombres a un país lejano… Considere los enormes gastos y trabajos que ello demanda, el número de buques que se requieren para transportar las municiones y demás cosas necesarias para un ejército tan pequeño. Pero figúrese un ejército que, sin contar las mujeres y los niños, era sesenta veces mayor. Imagínese ese inmenso ejército iniciando una marcha que debía prolongarse por espacio de cuarenta años a través de un «grande y terrible desierto» (Deut. 1:19), en el cual no había ni trigo, ni hierba, ni fuentes de agua. ¿Cómo debía ser sustentado? No tenían víveres consigo, no habían hecho pacto alguno con naciones aliadas para que se los proporcionasen, no tenían ningún convoy de provisiones apostado en las diferentes etapas de su ruta; en otras palabras, no tenían ningún medio visible para proveer a sus necesidades, nada de lo que la naturaleza puede considerar útil y necesario.
Vale la pena considerar seriamente todo esto. Pero también es necesario que lo examinemos en la presencia de Dios. Para la razón humana no sería provechoso sentarse y tratar de resolver por el cálculo humano el tamaño del problema. No, lector; solo la fe puede resolverlo, y ello a través de la Palabra del Dios viviente. Ahí se encuentra la verdadera solución. Introduzca a Dios en la ecuación y no tendrá necesidad de ningún otro factor para obtener la respuesta. Póngalo de lado y, por poderosa que sea su razón, por inteligentes que sean sus cálculos, su dificultad será de lo más desesperante.
La fe resuelve así la cuestión. Dios estaba en medio de su pueblo. Allí estaba con toda la plenitud de su gracia y su misericordia, con perfecto conocimiento de sus necesidades y de las dificultades de su camino, con su poder supremo y sus recursos ilimitados para hacer frente a esas dificultades y para suplir sus necesidades. Y estaba tan compenetrado con todas esas cosas que, al fin de sus largas peregrinaciones por aquel desierto, podía dirigirse a sus corazones con palabras tan conmovedoras como las siguientes: «Pues Jehová tu Dios te ha bendecido en toda obra de tus manos; él sabe que andas por este gran desierto; estos cuarenta años Jehová tu Dios ha estado contigo, y nada te ha faltado». Y, además: «Tu vestido nunca se envejeció sobre ti, ni el pie se te ha hinchado en estos cuarenta años» (Deut. 2:7; 8:4).
3.6 - Israel, tipo de la Iglesia
Ahora bien, en todas estas cosas el campamento de Israel era un tipo, un tipo llamativo y notable. Pero, ¿tipo de qué? De la Iglesia de Dios en su paso a través de este mundo. El testimonio de la Escritura es tan formal al respecto que no da lugar a la imaginación: «Y estas cosas les acontecían como ejemplo, y fueron escritas para advertirnos a nosotros, para quienes el fin de los siglos ha llegado» (1 Cor. 10:11).
Podemos, pues, acercarnos y contemplar con vivo interés este maravilloso espectáculo y tratar de sacar de él las preciosas lecciones que son tan adecuadas para enseñarnos. ¡Y qué lecciones! ¿Quién podrá apreciarlas debidamente? ¡Vea usted ese misterioso campamento en el desierto, compuesto, según ya dijimos, de guerreros, obreros y adoradores! ¡Qué separación respecto a todas las naciones del mundo! ¡Qué indigencia más completa! ¡Qué dependencia respecto a Dios! ¡No tenían nada, no podían nada, no sabían nada! No tenían ni un pedazo de pan, ni una gota de agua aparte de lo que recibían día tras día de la propia mano de Dios. Cuando por la noche se retiraban a descansar, no poseían ni una pizca de provisión para el día siguiente. No tenían almacén, ni despensa, ni ningún recurso visible, nada con lo que la naturaleza humana pudiera contar.
Pero Dios estaba allí, y a juicio de la fe no se necesitaba más. Estaban obligados a depender enteramente de Dios. Tal era la única y gran realidad. La fe no reconoce nada palpable, nada visible, nada verdadero fuera del Dios viviente, verdadero y eterno. La naturaleza caída podía dirigir una mirada de codicia hacia atrás a los graneros de Egipto y ver allí algo palpable y material. La fe mira al cielo y halla en él todos sus recursos.
Tal como acontecía en el campamento en el desierto sucede también con la Iglesia en el mundo. No había una sola necesidad, un solo caso imprevisto, una sola carencia, de la índole que fuera, para las que la presencia de Dios no fuese una respuesta enteramente suficiente. Las naciones de los incircuncisos podían mirar y maravillarse. Podían, con la desorientación propia de la ciega incredulidad, hacer muchas preguntas y procurar saber cómo semejante ejército podía alimentarse, vestirse y mantenerse en orden. Ciertamente ellas no tenían ojos para ver cómo podía ser eso. No conocían a Jehová, el Eterno, el Dios de los hebreos; y, por lo tanto, decirles que él iba a encargarse de esta inmensa asamblea les hubiera parecido un cuento frívolo.
3.7 - La Iglesia separada del mundo
Lo mismo sucede ahora con la Asamblea de Dios en este mundo, el cual puede calificarse verdaderamente como un desierto moral. Esta Iglesia, considerada desde el punto de vista de Dios, no es del mundo; está enteramente separada de él. Está completamente fuera del mundo, así como el campamento de Israel estaba fuera de Egipto. Las olas del mar Rojo corrían entre este campamento y Egipto; las aguas más profundas y más sombrías de la muerte de Cristo corren entre la Iglesia de Dios y este presente siglo malo. Es imposible concebir una separación más absoluta. «No son del mundo», dijo Cristo, «como yo no soy del mundo» (Juan 17:16).
Seguidamente consideremos la completa dependencia. ¿Existe otra cosa más dependiente que la Iglesia de Dios en este mundo? Ella no tiene nada en sí misma o por sí misma. Está colocada en medio de un desierto moral, árido, sombrío y vasto; de un desierto donde no hay más que aullidos y desolación, donde no hay literalmente nada que pueda hacerla vivir. En toda la extensión de este mundo no hay ni una gota de agua ni un mendrugo de pan que pueda ser conveniente a la Iglesia de Dios.
Igual sucede en cuanto a su exposición a las influencias hostiles; no podría estarlo más: ni siquiera hay una influencia amiga; todo le es contrario. Ella está en medio de este mundo frío como una planta exótica, una planta de clima extraño, colocada en una región en la que el suelo y la atmósfera le son igualmente contrarios.
Tal es la Iglesia de Dios en el mundo: separada, dependiente, sin defensa, enteramente subordinada al Dios viviente. Esto es apropiado para dar a nuestros pensamientos mucha realidad, fuerza y claridad sobre la Iglesia, presentándonosla como la realidad de lo que en figura era el campamento en el desierto. Considerarla así no es un vano capricho de la imaginación; 1 Corintios 10:11 lo prueba de la manera más evidente. Estamos plenamente autorizados para decir que lo que el campamento de Israel era exteriormente, la Iglesia lo es moral y espiritualmente. Y también que lo que el desierto era literalmente para Israel, el mundo lo es moral y espiritualmente para la Iglesia de Dios. Así como el desierto no era un lugar de recursos y goces para Israel, sino de peligros y fatigas, así también el mundo no ofrece a la Iglesia recursos y alegrías, sino fatigas y peligros.
Es conveniente captar este hecho en todo su poder moral. La Asamblea de Dios en el mundo, como «la asamblea en el desierto», está enteramente dejada a los cuidados del Dios vivo. Téngase presente que hablamos desde el punto de vista divino, es decir, de lo que es la Iglesia a los ojos de Dios. Considerada desde el punto de vista humano, tal como ella está en su verdadero estado actual, lamentablemente es algo diferente. Ahora nos ocupamos solo del aspecto normal, verdadero y divino de la Asamblea de Dios en el mundo.
No se debe olvidar que, así como en otro tiempo hubo un campamento, una congregación en el desierto, ahora también hay en el mundo una Iglesia de Dios, el Cuerpo de Cristo. Sin duda las naciones del mundo apenas si conocieron esa congregación, y menos aún hicieron caso de ella, pero esto no debilitaba ni afectaba la realidad de su existencia. Asimismo, hoy día los hombres del mundo apenas si conocen la Asamblea de Dios, el Cuerpo de Cristo, y menos aún se preocupan por ella; pero esto no afecta en ningún modo la gran verdad de que ella existe realmente en el mundo. Es cierto que la congregación de Israel tenía sus pruebas, sus combates, sus penas, sus tentaciones, sus disputas, sus controversias, sus conmociones internas, sus innumerables dificultades que exigían los variados recursos existentes en Jehová, como el precioso ministerio del profeta, del sacerdote y del rey que Dios les había dado; ya que, por lo que sabemos, Moisés estaba allí como «rey en Jesurún» (Deut. 33:5), como profeta nombrado por Dios, y Aarón también estaba allí para ejercer las funciones sacerdotales.
Mas, a pesar de las cosas que hemos enumerado, a pesar de la debilidad, la caída, el pecado y la rebelión, había allí un hecho evidente que debía ser conocido por los hombres, los demonios y los ángeles, es decir, una gran congregación que se elevaba a unos tres millones de almas viajando por un desierto, dependiendo enteramente de un brazo invisible, guiada y cuidada por el Dios eterno, cuyos ojos no se apartaban de ese misterioso y simbólico ejército. Dios habitaba verdaderamente en medio de su pueblo y no lo abandonaba jamás, a pesar de la incredulidad de este, de su olvido, su ingratitud y su rebelión. Él estaba presente para guiarlo, guardarlo y conservarlo noche y día. Lo alimentaba diariamente con pan del cielo y para él hacía brotar el agua de la peña.
Seguramente esto era un hecho prodigioso, un profundo misterio. Dios tenía una congregación en el desierto, apartada de todas las naciones circundantes, separada para él. Es posible que las naciones del mundo no supiesen nada, no se inquietasen para nada, no pensasen nada de tal asamblea. El desierto no producía nada para la subsistencia o para el solaz. En él se encontraban serpientes y escorpiones, peligros y asechanzas, sequía, esterilidad y desolación. Pero estaba también aquella maravillosa asamblea, sostenida de tal manera que desbarataba y confundía la razón humana.
Ahora bien, eso era un tipo. ¿Y de qué? De algo que ha venido existiendo durante veinte siglos, que existe aún y que existirá hasta que el Señor se levante de su posición actual y descienda en los aires. En otras palabras, es un tipo de la Iglesia de Dios en el mundo. Es muy importante reconocer este hecho que desgraciadamente se ha perdido mucho de vista y que es poco comprendido en nuestros días. No obstante, cada cristiano es responsable de reconocerlo y de confesarlo en la práctica. No lo puede evitar. ¿Es verdad que actualmente hay en el mundo algo que corresponde al campamento en el desierto? Sí, ciertamente: la Iglesia. Hay una Asamblea que pasa por este mundo como Israel pasaba por el desierto. Además, el mundo es, moral y espiritualmente, lo que el desierto era literal y prácticamente para Israel.
El pueblo de Israel no encontraba ningún recurso en el desierto, y la Iglesia de Dios tampoco debería encontrar recursos en el mundo. Si los encuentra, desmiente a su Señor y no marcha rectamente con él. Israel no era del desierto, sino que pasaba a través de él; la Iglesia de Dios no es del mundo, sino que lo atraviesa. Si el lector está compenetrado con esta verdad, ella le enseñará el lugar de separación que conviene a la Iglesia de Dios como Cuerpo, y a cada uno de sus miembros en particular. La Iglesia, según Dios la ve, está tan completamente separada del mundo como el campamento de Israel lo estaba del desierto que lo rodeaba. Nada hay en común entre la Iglesia y el mundo, como tampoco había nada común entre Israel y las arenas del desierto. Los atractivos más brillantes y las fascinaciones más seductoras del mundo son para la Iglesia de Dios lo que eran para Israel las serpientes, los escorpiones y los innumerables peligros del desierto.
3.8 - La Iglesia, Cuerpo de Cristo
Esta es la noción divina de la Iglesia, y la que consideramos ahora. Lamentablemente, ¡qué diferente es ella de la que dice ser la Iglesia! Deseamos, sin embargo, que el lector, por el momento, fije su atención en el verdadero estado de cosas. Nos gustaría que se colocara, por la fe, en el punto de vista de Dios y que desde allí considerara la Iglesia, ya que solo viéndola así se puede formar una idea justa de lo que es la Iglesia, y de su responsabilidad personal con respecto a ella. Dios tiene una Iglesia en el mundo. Hay actualmente en la tierra un Cuerpo en el cual mora el Espíritu y que está unido a Cristo, la Cabeza. Esa Iglesia, ese Cuerpo, está constituido por todos los que creen verdaderamente en el Hijo de Dios, y que están unidos en virtud de la realidad de la presencia del Espíritu Santo.
Obsérvese, además, que no se trata de una opinión, de cierta idea que se pueda aceptar o no, a gusto de cada cual. Es un hecho divino. Quiera o no aceptarse, no por eso deja de ser una gran verdad. La Iglesia es un Cuerpo que existe, y nosotros somos miembros de él si somos creyentes. No podemos evitar serlo. Tampoco podemos ignorarlo. Estamos actualmente en esta relación, para lo cual hemos sido bautizados en un Cuerpo por el Espíritu Santo (1 Cor. 12:13). Esa es una cosa tan real y positiva como el nacimiento de un niño en una familia. El nacimiento ha ocurrido, la relación está formada; no nos queda otro recurso más que reconocerlo y comportarnos en consecuencia, día tras día. Desde el momento en que un alma ha nacido de nuevo, que es nacida de arriba y sellada con el Espíritu Santo, forma parte del Cuerpo de Cristo. En adelante no puede considerarse como un individuo solitario, como una persona independiente, un átomo aislado; ella es miembro de un Cuerpo, de igual modo que la mano o el pie es un miembro del cuerpo humano. El creyente es miembro de la Iglesia de Dios y no puede ser miembro de ninguna otra cosa. ¿Cómo podría mi brazo ser miembro de otro cuerpo? Según este mismo principio podemos preguntar: ¿Cómo un miembro del Cuerpo de Cristo podría ser miembro de otro cuerpo cualquiera?
¡Qué verdad tan gloriosa en cuanto a la Iglesia de Dios, la cual es la realidad de lo que en figura era el campamento en el desierto, «la asamblea en el desierto»! (Hec. 7:38). ¡Qué bueno es estar colocado bajo la influencia de semejante verdad! Existe una cosa tal como la Iglesia de Dios en medio de la ruina y del naufragio, de la lucha y de la discordia, de la confusión y de las divisiones, de las sectas y los partidos. Es ciertamente una verdad de las más preciosas y, al mismo tiempo, de las más prácticas y eficaces. Nos vemos tan obligados a reconocer, por la fe, la presencia de esta Iglesia en el mundo, como lo estaban los israelitas de reconocer, por la vista, el campamento en el desierto. Había un campamento, una congregación, y el verdadero israelita pertenecía a él; existe asimismo una Iglesia, un Cuerpo, y el verdadero cristiano forma parte de él.
Pero, ¿cómo está organizado este Cuerpo? El Espíritu Santo es quien lo organiza, según está escrito: «Porque todos nosotros fuimos bautizados en un mismo Espíritu para constituir un solo cuerpo» (1 Cor. 12:13). ¿Cómo se sostiene? Por su Cabeza viviente; por medio del Espíritu y la Palabra, según leemos: «Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, así como Cristo a la Iglesia» (Efe. 5:29). ¿No basta esto? Cristo es suficiente; el Espíritu Santo basta. No tenemos necesidad de otra cosa que de las innumerables virtudes que se encuentran en el nombre de Jesús. Los dones del Espíritu eterno son enteramente suficientes para el crecimiento y sostén de la Iglesia de Dios. La presencia de Dios en la Iglesia ¿no le asegura todo aquello de lo que puede tener necesidad? ¿No responde a lo que cada hora puede exigir? La fe dice: “Sí”, y lo dice con energía y seguridad. La incredulidad y la razón humana dicen: “No, tenemos necesidad de muchas otras cosas”. ¿Qué responder a esto? Simplemente lo que sigue: Si Dios no es suficiente, no sabemos adónde volver la mirada. Si el nombre de Jesús no basta, no sabemos qué hacer. Si el Espíritu Santo no puede satisfacer todas las necesidades de la comunión, del ministerio y del culto, no sabemos qué decir.
No obstante, se puede objetar que hoy las cosas no están como en el tiempo de los apóstoles; que la Iglesia profesa [1] ha caído; que los dones de Pentecostés han cesado; que los gloriosos días del primer amor de la Iglesia han desaparecido y que, por consiguiente, es necesario adoptar los mejores medios que estén a nuestro alcance para la organización y el sostenimiento de nuestras congregaciones. A todo ello respondemos: Ni Dios, ni Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, ni el Espíritu Santo han fracasado. Ni una jota, ni una tilde de la Palabra de Dios ha perdido su poder (Mat. 5:18). El verdadero fundamento de la fe es este: «Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos» (Hebr. 13:8). Él dijo también: «Estoy con vosotros». ¿Por cuánto tiempo? ¿Solamente durante los tiempos del primer amor? ¿Durante los tiempos apostólicos? ¿En tanto que la Iglesia continúe siendo fiel? No: «Estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del siglo» (Mat. 28:20). Al igual que anteriormente, cuando se menciona a la Iglesia propiamente dicha por primera vez en todo el canon [2] de la Escritura, encontramos estas palabras memorables: «Sobre esta Roca (el Hijo del Dios viviente) edificaré mi Iglesia, y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (Mat. 16:18).
[1] Nota del editor (N. del Ed.): La profesión cristiana abarca a todos los que llevan el nombre de «cristianos», sean verdaderos creyentes –salvos por la obra de Cristo– o sean personas aún perdidas que se llaman a sí mismas cristianas. Cuando utilizamos el término de cristiano profeso, hablamos de una persona que solo tiene la apariencia de cristiano, pero sin tener vida, sin la posesión de la salvación.
[2] N. del Ed.: Conjunto de los libros que tienen derecho a estar incluidos dentro de la Biblia por tratarse de libros inspirados y recibidos de parte de Dios.
Ahora bien, la cuestión es: ¿Esa Iglesia está actualmente en la tierra? Por supuesto que sí. Existe ahora una Iglesia tan real aquí abajo como en otro tiempo hubo un campamento en el desierto. Y así como Dios estaba presente en aquel campamento para satisfacer todas las necesidades del pueblo, de igual modo ahora está presente en la Iglesia para gobernarla y dirigirla en todo, según está escrito: «En quien también vosotros sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu» (Efe. 2:22). Esto es enteramente suficiente. Todo lo que necesitamos es captar esta gran realidad por medio de una fe sencilla. El nombre de Jesús responde a todas las necesidades de la Iglesia de Dios, así como responde también a la salvación del alma. Lo uno es tan verdadero como lo otro. «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). ¿Esto ha dejado de ser verdad? ¿La presencia de Cristo no basta actualmente a su Iglesia? No necesitamos hacer toda clase de planes y trabajos, procedentes de nosotros mismos, en asuntos de la Iglesia. Lo mismo ocurre en cuanto a la salvación del alma. ¿Qué le decimos al pecador? Confíe en Jesucristo. ¿Qué le decimos al salvo? Confíe en Cristo. ¿Qué le decimos a una asamblea de santos, sea pequeña o numerosa? Confíen en Cristo. ¿Hay algo que él no pueda hacer? ¿Hay algo demasiado difícil para él? (Jer. 32:27).
El tesoro, de sus dones y de su gracia, no se ha agotado. ¿No puede proporcionar dones para el ministerio? ¿No puede suscitar evangelistas, pastores, maestros? (Efe. 4:11). ¿No puede hacer frente a las variadas necesidades de la Iglesia en el desierto? Si él no puede, ¿qué será de nosotros? ¿Qué haremos? ¿Adónde volveremos los ojos? ¿Qué tenía que hacer la congregación de Israel? Mirar a Jehová. ¿Para todo? Sí, para todo; para recibir el alimento, el agua, el vestido, la dirección, la protección, para todo. Todos sus recursos estaban en él. ¿Habrá que recurrir a otro? Nunca. Cristo nuestro Señor es más que suficiente, a pesar de todas nuestras caídas, de toda nuestra ruina, nuestros pecados y nuestra infidelidad. Él envió al Espíritu Santo, el bendito Consolador, para habitar con y en los rescatados, para formar con ellos un solo Cuerpo y para unirlos a su Cabeza viviente en los cielos. Este Espíritu es el poder de la unidad, de la comunión, del ministerio y del culto. Él no nos ha abandonado y no nos abandonará jamás. Bástenos confiar en él y dejarlo obrar. Guardémonos cuidadosamente de todo lo que pueda tender a apagarlo, a estorbarlo o a contristarlo. Reconozcamos su propio lugar en la asamblea y abandonémonos en todo a su dirección y autoridad.
Estamos convencidos de que en ello radica el verdadero secreto del poder y la bendición. ¿Acaso negamos la ruina? ¡Cómo podríamos hacerlo! Lamentablemente ella se presenta como un hecho demasiado palpable y manifiesto. ¿Procuramos negar nuestra participación en la ruina, nuestra locura y nuestro pecado? ¡Quiera Dios que la sintamos aun más intensamente! Pero, ¿añadiremos a nuestro pecado la negación de que la gracia y el poder de nuestro Señor puedan alcanzarnos incluso en nuestra ruina? ¿Lo abandonaremos a él, manantial de aguas vivas, y nos cavaremos cisternas rotas que no pueden retener el agua? (Jer. 2:13) ¿Nos desviaremos de la Roca de los siglos para apoyarnos en la caña cascada de nuestra propia imaginación? ¡Dios no lo permita! Que el lenguaje de nuestros corazones, cuando pensamos en el nombre de Jesús, sea más bien este: encuentro en este nombre la salvación, el perdón, un remedio a mis sufrimientos, a las penas terrenales, y para cada herida un bálsamo saludable. Todo cuanto necesito lo hallo en su hermoso nombre.
Pero guárdese el lector de suponer que intentamos dar la más mínima aprobación a las pretensiones eclesiásticas. Más bien nos producen horror; las consideramos altamente despreciables. Un sitio y un espíritu humildes son los que más nos convienen en vista de nuestra común vergüenza y de nuestro pecado. Lo que nos proponemos sostener es la suficiencia del nombre de Jesús para todas las necesidades de la Iglesia de Dios, en todos los tiempos y en todas las circunstancias. En los días apostólicos ese nombre tenía un poder supremo, ¿por qué no lo tendría hoy? ¿Ese nombre glorioso habrá sufrido algún cambio? No, ¡gracias a Dios! Pues bien, nos basta en este momento; todo lo que tenemos que hacer es confiar plenamente en él y, por lo tanto, apartarnos de cualquier otro objeto de confianza, a fin de cobijarnos decididamente bajo este nombre precioso y sin par. Bendito sea su nombre, el Señor descendió incluso en medio de la más pequeña asamblea, del número más reducido, puesto que dijo: «Donde dos o tres se hallan reunidos a mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mat. 18:20). Esas palabras ¿son aún verdaderas para nosotros? ¿Han perdido su poder? ¿Dónde consta que hayan sido revocadas?
¡Oh! lector cristiano, todos estos argumentos deberían influir sobre su corazón para dar su cordial asentimiento a esta verdad eterna, a saber, la plena suficiencia del nombre del Señor Jesucristo [3] para la Asamblea de Dios, cualquiera sea la condición en que esta se encuentre, durante todo el curso de su historia.
[3] En la expresión: “La plena suficiencia del nombre del Señor Jesucristo”, incluimos todo lo que está concedido a su Iglesia por este nombre: vida, justicia, aceptación, presencia del Espíritu Santo con sus variados dones, centro divino. Creemos que todo lo que la Iglesia necesita, en el tiempo como en la eternidad, está comprendido en este nombre glorioso: el «Señor Jesucristo».
Le rogamos encarecidamente que no considere esto como si fuese simplemente una teoría verdadera, sino que lo viva en la práctica. Entonces usted gustará con seguridad la profunda bendición de la presencia de Jesús aquí abajo, bendición que debe gustarse para ser conocida, y que, gustada realmente una vez, jamás puede ser olvidada o suplantada por cosa alguna.
Continuará próximamente