Glorificación
: Autor Henry Allan IRONSIDE 5
: TemaSu obra en la cruz, su resurrección y su elevación
(Fuente autorizada: biblecentre.org)
«Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios estos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él para que juntamente con él para que seamos glorificados... Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de se Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó» (Rom. 8:14-17, 28-30).
¿Has tratado alguna vez de definir la palabra «gloria»?
Siempre me ha parecido una de las palabras más difíciles de explicar. Leemos mucho en la Biblia acerca de la gloria, pero ¿cuál es el significado del término? Algunas veces se usa para expresar jactancia. «En Jehová se gloriará mi alma», y esta es una jactancia lícita. Así se nos dice, «Para que como está escrito: El que se gloria gloríese en el Señor». Se nos aconseja a no vanagloriarnos, a no gloriarnos en nuestras propias fuerzas o en nuestra aparente sabiduría.
Pero la palabra «gloria» tiene muchas otras acepciones en la Biblia.
Nuestro Señor Jesús oró: «Glorifícame tú cerca de ti mismo con aquella gloria que tuve cerca de ti, antes que el mundo fuese». Allí se estaba refiriendo al esplendor de la deidad que había dejado con el fin de venir a este mundo, cubriendo su deidad con un velo de humanidad. Aun cuando estaba en el mundo, nos dice el apóstol Juan, «Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». Es muy difícil expresar en otras palabras el significado de esa expresión. ¿Qué quiere decir para ti «Vimos su gloria»?
Algunas veces queremos dar a la palabra la idea de resplandor, brillantez, como la gloria del sol, ya sea al salir o al ponerse. Pero cuando Juan escribe, «Vimos su gloria», no se refería a algo que se pareciera a esto. En el Monte de la Transfiguración ellos vieron esa clase de gloria –clara, brillante y luciente sus vestiduras blancas y resplandecientes, tan blancas que ningún lavador en la tierra las puede hacer tan blancas. Pero, ¿cuál era la gloria que mencionó Juan cuando dijo, «Vimos su gloria?» Era la hermosura de su carácter intrínseco. Ellos vieron como brillaba en ese Hombre humilde la gloria de la deidad; vieron la gloria de su carácter divino brillando a través del velo de su humanidad.
Pero ¿qué significa cuando las Escrituras nos hablan de la gloria que nos espera? Pensamos en el cielo como un lugar esplendente, de una hermosura maravillosa, y sin embargo eso no es exactamente el pensamiento que se relaciona con la gloria y nuestra glorificación. En el diccionario encontramos varias definiciones de la palabra «gloria». Yo he escogido estas que me parecen las más apropiadas. Gloria significa honor, distinción, aquello de lo cual podemos jactarnos con toda justicia, brillantez, esplendor, belleza radiante y bienaventuranza.
Las Escrituras relacionan nuestra gloria futura con nuestros sufrimientos presentes. Leemos aquí en Romanos 8:14-17 que, si sufrimos con Él, juntamente con Él seremos glorificados. No nos dice que nuestra gloria depende de nuestros sufrimientos y que seremos glorificados si hemos sufrido aquí en cierta medida, pero nos manifiesta que la gloria que vendrá nos pagará con creces lo poco que hayamos tenido que sufrir con Cristo aquí en el mundo. Y notemos que no dice, «Si sufrimos por Él», sino «Si sufrimos con Él», seremos juntamente glorificados.
Pero tú que hace poco has venido al Señor, que eres joven en la vida cristiana, ya te habrás dado cuenta que es imposible ser fiel al Señor sin que en cierta medida tengas que sufrir con Él.
Al Señor Jesús todavía lo desprecian.
Al Salvador rechaza
El mundo pecador,
La sorda muchedumbre
Ajena de ese amor;
Más él vendrá glorioso,
El día cerca está,
Aquel día majestuoso
Llega ya.
Él ha dicho de nosotros: «No sois del mundo… Por eso el mundo os aborrece… tampoco yo soy del mundo… Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a vosotros» (Juan 15:19; 17:14; 15:18). Si quiero tomar mi lugar como testigo de Cristo en el mundo que lo rechazó, esto acarrea necesariamente un tanto de sufrimiento. No debo esperar la aprobación del mundo. Debo esperar cierta medida, por lo menos, de vituperio y vergüenza por el nombre de Cristo.
Pero con todo, sufrir con él es otra cosa que sufrir por él. Sufro por él cuando me identifico con él y le soy un testigo fiel, sufriendo persecución de parte de los del mundo. Pero todo creyente sufre con Cristo al sentir que su espíritu se oprime y se turba al ver las condiciones que imperan a su alrededor ¿Cómo puedo ser un creyente que vive en comunión íntima con su Señor y no sufrir al cruzar por este mundo malvado?
Sufrimos cuando vemos que los hombres por los cuales Cristo murió rechazan su gracia, pisotean su amor, y a pesar de todo el esfuerzo que se hace para su salvación, se dirigen en una insensata carrera hacia el juicio final. Esto llena nuestros corazones de dolor. Nos causa un sufrimiento intenso. ¡Cuánto más pensamos en ello y nos damos cuenta de lo que significa, más intenso es nuestro sufrimiento!
El apóstol Pablo dice que los siervos de Cristo son para Dios buen olor de Cristo, en los que se salvan y en los que se pierden.
Nunca olvidaré la ocasión cuando arrodillado con otro predicador del evangelio antes de entrar a la reunión, repentinamente mi amigo empezó a llorar apasionadamente y comenzó a orar de la siguiente manera: «¡Oh Señor, permite que esta noche al subir a la plataforma para proclamar tu Palabra no seamos olor de muerte para muerte, sino de vida para vida! ¿Cuántas veces predicamos tu Palabra y los hombres se retiran con toda frialdad, y en vez de llegarse para bendición, el mundo se retira y así aumenta su condenación?» «¡Oh Dios», imploro, «que no sea así esta noche!» Y creo que toda persona que ama a las almas puede entender cuáles eran sus sentimientos.
Ricardo Báxter solía orar desde lo más profundo de un corazón quebrantado por los pecados del mundo, «Oh Dios, que haya un cielo lleno y un infierno vacío». Pero esa oración nunca será contestada, pues los hombres persisten en pisotear el amor y la gracia del Salvador quien vino a redimirlos. Cuando un creyente verdadero contempla esto, sufre. No puede ser de otro modo. Cuando ve el dolor y la tristeza que el hombre soporta a causa del pecado, sufre como sufría Cristo. El Señor se conmovió en espíritu, y se turbó cuando vio los daños ocasionados por la muerte. Y también el creyente sufre cuando ve lo que tiene que sufrir la humanidad como consecuencia del pecado.
Pero, gracias a Dios, viene el día cuando la recompensa será mucho más amplia que cualquier sufrimiento que hayamos podido tener. «Si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados» (Rom. 8:17). Cuando él brille en la gloria, nosotros también brillaremos en la misma gloria con él pues para esto nos salvó Dios.
Miremos nuevamente la cadena de oro que encontramos en los versículos 29 y 30 y que se extiende desde la eternidad pasada hasta la eternidad futura:
«Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de se Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos. Y a los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó; y a los que justificó, a estos también glorificó» (Rom. 8:29-30).
Observemos estos eslabones de oro que unen las edades antes de la creación con las edades que vendrán cuando este mundo, este universo inferior, haya pasado.
- La presciencia divina
- La predestinación divina
- El llamamiento divino
- La justificación divina
- La glorificación divina
Dios te conocía, mi hermano, mi hermana, mucho antes que tú tuvieras el ser. Él conocía cada pecado que cometerías. Él sabía cuántos fracasos habría en tu vida, y sabiéndolo todo te señalo para que fueras objeto de su gracia. En su presencia, él conocía el momento cuando tú, reconociéndote un pobre pecador, te tornarías a él confesando tus culpas y aceptando a Cristo como tu Salvador. También te ha predestinado para que seas hecho conforme a la imagen de su Hijo.
No te formes una idea errónea acerca de la predestinación cuando lees acerca de ella en la Biblia. No permitas que las ideas de una filosofía fatalista confundan tu mente. Recuerda esto, en ninguna parte de las Escrituras leemos que Dios haya predestinado a ninguno para ir al cielo, y mucho menos que haya predestinado a ninguno para ir al infierno. La predestinación, nunca está ligada ni con el cielo, ni con el infierno como tales.
¿Para qué nos predestina Dios? Él predestinó a los que antes conoció para que sean hechos conformes a la imagen de su Hijo. Ah, mi estimado joven creyente, ¿ya te desanimas contigo mismo a veces, y lloras en secreto sobre los pecados que sabes que traen deshonra a tu Señor? Esas lágrimas le son gratas y él las aprecia, y puedes descansar sobre estas palabras, «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Juan 1:9). Nunca permitas que tus fracasos lleguen a desanimarte. Recuerda que Dios te ha predestinado para que algún día seas conforme a la imagen del Señor Jesucristo.
Esto es lo que significa la predestinación. Él te ha predestinado para una santidad futura, para una perfección futura, tanto moral como espiritual, y con este fin te ha llamado por su gracia. Él te llamó por medio del mensaje del evangelio, y debes tener presente que él sabia todo lo concerniente a ti antes de llamarte. Hay personas que me dicen a veces, cuando vienen a consultarme acerca de algún fracaso en sus vidas, «Oh, yo creo que Dios debe estar desilusionado conmigo». Pero voy a decirles algo. Dios nunca ha sufrido una desilusión en cuanto a cualquiera de nosotros. Él sabía lo necios que seriamos y cómo fracasaríamos, antes de llamarnos. Y nos llamó por su gracia.
A los que llamó, a estos también justificó. Y el ser justificado significa, como ya hemos visto en esta serie de mensajes, ser librados de toda acusación, de tal modo que Dios se niega a escuchar cualquier acusación en contra de los suyos que ha redimido con su sangre. Somos «justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús» (Rom. 3:24), y esta justificación no sufre cambios por las fluctuaciones de nuestra experiencia espiritual. Porque si hemos sido justificados delante de Dios, él dice, «¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros» (Rom. 8:34).
Veamos lo que completa la cadena: «Y a los que justificó, a estos también glorificó». Joven creyente, quiero que tomes buena nota de esto. No dice, «A algunos de los que justificó, a estos glorificó». Tampoco dice: «Aquellos que una vez fueron justificados y luego permanecieron fieles hasta el fin serán glorificados». Pero dice: «A los que justificó, a estos también glorificó». Cuando Dios justifica a un hombre, lo salva para toda la eternidad, y nunca lo dejará hasta que lo tenga en la misma gloria con Cristo.
Algunas personas tienen ideas muy raras en cuanto a la salvación de Dios. Esa salvación es bellamente ilustrada allá en el Antiguo Testamento. ¿Te acuerdas de que cuando Dios iba a enviar el diluvio en juicio sobre la tierra, le mandó a Noé que edificara un arca para la salvación de su casa? Cuando hubo terminado el arca Dios le dijo, «Entra tú y toda tu casa en el arca» (Gén. 7:1). Cuando entraron en el arca estaban seguros hasta que hubo pasado el juicio, hasta que en su debido tiempo Dios los hizo salir a una tierra nueva.
Muchas veces he tratado de ilustrar las ideas que algunos tienen acerca de la salvación de Dios de la siguiente manera. Supongamos que después de terminada el arca el Señor le dijera a Noé, «Noé, quiero que te consigas ocho escarpias buenas, grandes y fuertes». Y Noé le dice: «Señor, ¿ocho escarpias?» Sí, quiero que busques ocho escarpias buenas, grandes y fuertes. Y así Noé va a buscar estas escarpias.
Luego le dice el Señor, «Quiero que claves estas escarpias en el costado del arca, con cierta distancia entre cada una, y que sobresalgan del lado exterior a fin de que uno pueda asirse de ellas». Noé las clava en el lado del arca.
Luego podemos imaginar que oímos la voz del Señor que dice a Noé, «Ven ahora con los de tu casa, y agarren estas escarpias ¡y el que permaneciere agarrado de estas escarpias hasta que termine el diluvio será salvo!»
«¿Qué clase de salvación sería esa?» Puedo imaginar que Noé se agarre de una escarpia, su esposa de otra, luego los tres hijos y sus esposas agarran las suyas, y Noé trata de animarles a todos diciendo: «Ahora mis queridos hijos, mi querida esposa, mis queridas nueras, quiero que se esfuercen para manteneros asidos de las escarpias hasta el fin, suceda lo que suceda, pues si así lo hacen, todo saldrá bien; pero si no lo hacen se perderán en las aguas del diluvio».
Podemos imaginar, cuando descendía la lluvia y el nivel del agua comenzaba a subir, cómo el arca temblaba y se estremecía al elevarse sobre las aguas y allí están los ocho, agarrando las escarpias y tratando de salvar sus vidas. No tardaría mucho Noé en preguntar, «¿Cómo te va, mamá?» Y ella contestaría, «Noé me estoy sosteniendo; ora para que pueda sostenerme hasta el fin». Y cada uno formularía el mismo pedido. Más adelante, tal vez el más débil, no sé cuál de ellos, diría, «No puedo sostenerme por más tiempo», se soltaría y sería llevado por las aguas del diluvio. ¿Cuánto tiempo crees que podrían aguantar si dependieran de sus esfuerzos?
Pero ese no era el modo de Dios. Él dijo, «Noé, entra con toda tu casa en el arca». Ellos entraron, el Señor cerró la puerta y no salieron de allí hasta que la tierra renovada se presentaba ante sus ojos en toda su hermosura. Entonces pudieron salir como adoradores.
Cuando Dios justifica a un pecador, ese pecador está en Cristo; no hay condenación para los que están en Cristo Jesús. ¿Verdad que en el arca debía reinar el orden? No tengo duda que tanto Noé como su familia trataron de comportarse, mientras estaban en el arca, como aquellos que debían todo a la gracia infinita de Dios que los había librado. Así también nosotros, tú y yo, debemos dedicar nuestras vidas y todas nuestras fuerzas a la gloria de Aquel que nos ha salvado. Pero nuestra salvación no depende de nuestra devoción y fidelidad. Todo depende de su fidelidad. «Fiel es el que prometió» (Heb. 10:23).
Y ahora el final: «A los que justificó, a estos también glorificó». Si has confiado en Cristo, puedes mirar hacia la gloria, y cuando llegue esa gloria, te recompensará todo lo que hayas tenido de pruebas y sufrimientos aquí en este pobre mundo.
Miremos a 2 Corintios 4, versículos 17 y 18: «Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros un cada vez más excelente y eterno peso de gloria; no mirando nosotros las cosas que se ven, sino las que no se ven; pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas».
Tal vez estés dispuesto a quejarte porque Pablo habla de nuestra leve tribulación que es momentánea, mientras que tu aflicción es dura y, en vez de ser breve, hace muchos meses o años que la estás sufriendo. Pero espera, mi querido amigo. Si esto es así, tendrás un mejor concepto de lo que será la gloria cuando al fin llegues al cielo con Cristo, porque allí te aguarda un excelente eterno peso de gloria. Notemos el contraste. Aunque nos parezca pesado, Dios dice que nuestra aflicción es leve en contraste con el peso de gloria que nos espera. Algunas veces te parecerá que ya no puedes soportar más, pero tu Padre está tomando nota de todo y él te recompensará de una manera maravillosa cuando veas la faz de su Hijo, dándote mucho más de lo que tú jamás podrías haber imaginado.
El apóstol Pedro dice algo en cuanto a esto. En su primera epístola, capítulo 1, escribe lo siguiente para animar a los santos que sufren y están turbados:
«En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas» (1 Pet. 1:6-9).
No importa cuál sea la prueba por la que estás pasando, ya sean disgustos, pérdida de seres queridos, enfermedad, problemas financieros, malestar en la familia o en la iglesia y aun en el mundo; si estás pasando por alguna de estas pruebas y piensas que tus fuerzas ya están llegando a su límite y que tendrás que sucumbir ante tantas dificultades, recuerda que todo esto es como el fuego que purifica el oro, y que al fin solo quedará el oro puro. Entonces tu fe será hallada en alabanza, gloria y honra, cuando Jesucristo sea manifestado.
En el cuarto capítulo de esta misma epístola, Pedro habla nuevamente de la prueba y de la gloria. Él dice en los versículos 12 y 13: «Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría» (1 Pet. 4:12-13).
¡Participantes de las aflicciones de Cristo! Él sufrió en este mundo. Ha sido glorificado allá arriba, y tú y yo vamos a compartir su gloria.
En el capítulo 17 de Juan tenemos la oración que Cristo hace al Padre a favor nuestro. Dice «Padre, la gloria que me diste, yo les he dado» (Juan 17:22). Y continúa expresando su satisfacción al pensar que pronto llegará el día cuando los suyos contemplarán su gloria; ¿te acuerdas de cuando José fue vendido por sus desalmados hermanos y luego fue comprado por Potifar?; luego pasó largos y fatigosos meses y tal vez años en la prisión, y por fin fue traído para estar delante de Faraón y llegó a ser el libertador del mundo de su día. Mandó buscar a sus hermanos y a su padre, porque dijo, «Quiero que vengan a mí, para que contemplen mi gloria». Con esta ilustración podemos darnos una ligera idea de lo que quiso decir el Señor Jesús cuando se dirigió al Padre, diciendo, «Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado» (Juan 17:24).
Contemplaremos la gloria de Aquel que una vez fue rechazado en este mundo, ahora glorificado, honrado por el Padre, y compartiremos con él la gloria de la cual disfruta a causa de sus sufrimientos, a causa de lo que él soportó por amor al Padre y a fin de obrar su redención a favor nuestro. ¡Qué futuro nos espera!
«A los que justificó, a éstos también glorificó».