Índice general
Job y sus amigos
: Autor Charles Henry MACKINTOSH 38
: TemaJob
El libro de Job ocupa un lugar muy particular en la Palabra de Dios. Tiene un carácter totalmente propio, y enseña lecciones que no las vamos a encontrar en ninguna otra parte del inspirado Volumen. No es nuestro propósito abordar la cuestión de la autenticidad de este precioso libro ni aportar las pruebas de su divina inspiración. Estas cosas las damos por ciertas; y no tenemos la más mínima duda en cuanto a su veracidad, por lo que dejamos tales pruebas en manos más capaces. Recibimos el libro de Job como parte de las Santas Escrituras y, por ende, para el provecho y bendición del pueblo de Dios. No necesitamos pruebas para nosotros, ni tampoco pretendemos ofrecer ninguna de ellas a nuestros lectores.
Y cabe agregar todavía que no tenemos intenciones de entrar a investigar respecto de la autoría de este libro, lo cual, por muy interesante que sea, creemos que se trata de algo puramente secundario. Recibimos el libro como procedente de Dios, y esto nos basta. Creemos de todo corazón que es un escrito inspirado, y sentimos que no nos incumbe discutir la cuestión referente a dónde, cuándo o por quién fue escrito.
Para resumir, nos proponemos, con la ayuda del Señor, ofrecer al lector algunos pensamientos sencillos y prácticos sobre este libro, el cual creemos que requiere un estudio más detenido para poder ser mejor comprendido. ¡Quiera el Espíritu eterno –el Autor del libro– explicarlo y aplicarlo a nuestras almas!
1 - Prosperidad de Job
En la primera hoja de este notable libro vemos al patriarca Job rodeado de todo cuanto podía hacer el mundo agradable a sus ojos, así como de cosas que podían otorgarle un lugar importante en este mundo. «Hubo en tierra de Uz un varón llamado Job; y era este hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal». Vemos aquí lo que era Job en su vida. Veamos ahora lo que tenía.
«Y le nacieron siete hijos y tres hijas. Su hacienda era siete mil ovejas, tres mil camellos, quinientas yuntas de bueyes, quinientas asnas, y muchísimos criados; y era aquel varón más grande que todos los orientales. E iban sus hijos y hacían banquetes en sus casas, cada uno en su día; y enviaban a llamar a sus tres hermanas para que comiesen y bebiesen con ellos» (v. 2‑4). Por último, para completar el cuadro, se nos consigna lo que Job hacía.
«Y acontecía que habiendo pasado en turno los días del convite, Job enviaba y los santificaba, y se levantaba de mañana y ofrecía holocaustos conforme al número de todos ellos. Porque decía Job: Quizá habrán pecado mis hijos, y habrán blasfemado contra Dios en sus corazones. De esta manera hacía todos los días» (v. 5). Aquí tenemos, pues, un modelo de hombre bastante fuera de lo común. Era perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal. Además, la mano de Dios lo protegía en todo, y derramaba sobre su camino las más ricas bendiciones. Job tenía todo lo que el corazón pudiese desear: hijos, abundancia de riquezas, honor y distinción sobre todos los que le rodeaban. En una palabra, casi diríamos que la copa de su deleite terrenal estaba colmada.
2 - El orgullo de Job
Pero Job necesitaba ser probado. Abrigaba en su corazón una profunda raíz moral que tenía que ser sacada a la luz; una justicia propia que tenía que salir a la superficie y ser juzgada. Podemos, en efecto, vislumbrar esta raíz en los versículos que acabamos de leer. Él dice: «Quizá habrán pecado mis hijos» (v. 5). No parece haber contemplado la posibilidad de que él mismo haya cometido algún pecado. Un alma que realmente se ha juzgado a sí misma, un alma quebrantada ante Dios, verdaderamente consciente de su propio estado, de sus tendencias e incapacidades, habría pensado en sus propios pecados y en la necesidad de ofrecer un holocausto por sí misma.
Pero debe quedar claro al lector que Job era un verdadero santo de Dios, un alma divinamente vivificada, un poseedor de la vida divina y eterna. No podríamos insistir lo suficiente sobre este punto. Él era un hombre de Dios tanto en el primer capítulo como en el último. Si no nos percatamos de esto, nos privaremos de una de las grandes lecciones de este libro. El versículo 8 del primer capítulo establece este punto fuera de toda duda: «Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal?»
Sin embargo, a pesar de eso, Job nunca había sondeado las profundidades de su propio corazón. No se conocía a sí mismo. Nunca había captado realmente la verdad de su propia condición de ruina, de su total corrupción. Jamás había aprendido a decir: «Sé que en mí (es decir, en mi carne) no habita el bien» (Rom. 7:18). Si no se comprende este punto, no se entenderá el libro de Job. No captaremos el objetivo específico de todos esos profundos y penosos ejercicios por los que Job tuvo que pasar, a menos que tengamos en claro el solemne hecho de que su conciencia nunca había estado realmente en la presencia divina, que él nunca se examinó ante la luz, que jamás se midió con la vara divina y que nunca se pesó en la balanza del santuario de Dios.
Si nos remitimos unos instantes al capítulo 29 hallaremos una fehaciente prueba de lo que acabamos de afirmar. Veremos allí de forma clara la profunda y robusta raíz de la satisfacción personal que había en el corazón de este querido y honrado siervo de Dios, y la manera en que esta raíz se nutría de las mismas señales del favor divino que le rodeaban. Este capítulo encierra un patético lamento por el brillo empañado de sus días pasados; además, el tono y el carácter de este lamento ponen de manifiesto cuán necesario era que Job se despojara de todo a fin de conocerse a sí mismo a la luz de la presencia divina que todo lo escudriña. Escuchemos sus palabras:
«¡Quién me volviese como en los meses pasados, como en los días en que Dios me guardaba, cuando hacía resplandecer sobre mi cabeza su lámpara, a cuya luz yo caminaba en la oscuridad; como fui en los días de mi juventud, cuando el favor de Dios velaba sobre mi tienda; cuando aún estaba conmigo el Omnipotente, y mis ojos alrededor de mí; cuando lavaba yo mis pasos con leche, y la piedra me derramaba ríos de aceite! Cuando yo salía a la puerta a juicio, y en la plaza hacía preparar mi asiento, los jóvenes me veían, y se escondían; y los ancianos se levantaban, y estaban de pie. Los príncipes detenían sus palabras; ponían la mano sobre su boca. La voz de los principales se apagaba, y su lengua se pegaba a su paladar. Los oídos que me oían me llamaban bienaventurado, y los ojos que me veían me daban testimonio, porque yo libraba al pobre que clamaba, y al huérfano que carecía de ayudador. La bendición del que se iba a perder venía sobre mí, y al corazón de la viuda yo daba alegría. Me vestía de justicia, y ella me cubría; como manto y diadema era mi rectitud. Yo era ojos al ciego, y pies al cojo. A los menesterosos era padre, y de la causa que no entendía, me informaba con diligencia; y quebrantaba los colmillos del inicuo, y de sus dientes hacía soltar la presa. Decía yo: En mi nido moriré, y como arena multiplicaré mis días. Mi raíz estaba abierta junto a las aguas, y en mis ramas permanecía el rocío. Mi honra se renovaba en mí, y mi arco se fortalecía en mi mano. Me oían, y esperaban, y callaban a mi consejo. Tras mi palabra no replicaban, y mi razón destilaba sobre ellos. Me esperaban como a la lluvia, y abrían su boca como a la lluvia tardía. Si me reía con ellos, no lo creían; y no abatían la luz de mi rostro. Calificaba yo el camino de ellos, y me sentaba entre ellos como el jefe; y moraba como rey en el ejército, como el que consuela a los que lloran. Pero ahora se ríen de mí los más jóvenes que yo, a cuyos padres yo desdeñara poner con los perros de mi ganado» (cap. 29:2 al 30:1).
Estas, seguramente, son expresiones muy notables. En vano buscaremos aquí los suspiros de un espíritu contrito y quebrantado. No hay rastros de ningún aborrecimiento propio ni mucho menos de una desconfianza en sí mismo. Expresiones que manifiesten conciencia de debilidad o de insignificancia, brillan por su ausencia. En el curso de este solo capítulo, Job se menciona a sí mismo más de cuarenta veces, en tanto que sus pensamientos no se dirigen a Dios más que cinco veces. Este constante predominio del yo nos hace recordar el capítulo siete de Romanos; pero hay que señalar una importantísima diferencia, a saber, que en el capítulo siete de Romanos, el yo es una pobre, débil, inservible y miserable criatura que se halla en presencia de la santa ley de Dios; mientras que en Job 29, el yo es un personaje de destacada importancia e influencia, un personaje admirado y casi adorado por sus semejantes.
Ahora bien, Job tenía que despojarse de todo esto; y, si comparamos el capítulo 29 con el capítulo 30, podremos formarnos una idea de lo penoso que debió de haber sido el proceso de este despojamiento. Hay un énfasis particular en las palabras: «Pero ahora», al inicio del capítulo 30. Job traza, entre estos dos capítulos, un agudo contraste entre su pasado y su presente.
En el capítulo 30 él se halla todavía ocupado en sí mismo: todavía es el yo el que predomina; pero ¡ah, cuán cambiado está todo! Los mismos hombres que lo adulaban en los días de su prosperidad, lo tratan con desprecio en el tiempo de su adversidad. Siempre es así en este pobre mundo, falso y engañoso; y bueno es percatarse de ello. Todos, tarde o temprano, terminarán descubriendo la hipocresía de este mundo; la veleidad de aquellos que están prestos a exclamar un día: «¡Hosanna!», y al otro día: «¡Crucifícale!». No se debe confiar en el hombre. Todo funciona perfectamente bien mientras el sol brilla; aguardemos, empero, que vengan las heladas ráfagas del viento invernal, y veamos entonces hasta dónde podemos confiar en las altisonantes promesas y declaraciones de la naturaleza. Mientras el “hijo pródigo” tuvo bienes en abundancia para dilapidar, se halló rodeado de multitudes de amigos con quienes compartía sus riquezas; mas cuando comenzó a padecer necesidad, «nadie le daba nada» (Lucas 15:16).
Lo mismo ocurrió con Job en el capítulo 30. Sin embargo, hay que tener en cuenta que el despojamiento de uno mismo y el descubrimiento de la hipocresía y la veleidad del mundo no lo es todo. Uno puede experimentar todas estas cosas y no hallar finalmente más que sinsabores y desilusiones; y tal será el resultado seguro si no elevamos nuestra mirada a Dios. Mientras el corazón no encuentre en Dios su plena satisfacción, cualquier cambio adverso de circunstancias lo dejará sumido en la desolación; entonces, el descubrimiento de la veleidad y la hipocresía de los hombres lo llenará de amargura. Esta es la explicación del lenguaje que Job emplea en el capítulo 30: «Pero ahora se ríen de mí los más jóvenes que yo, a cuyos padres yo desdeñara poner con los perros de mi ganado» (v. 1). ¿Era este el espíritu de Cristo? ¿Habría hablado así Job al final del libro? Ciertamente que no; ¡Oh, no, querido lector! Una vez que Job se halló en la presencia de Dios, se terminaron el egotismo del capítulo 29 y la amargura del capítulo 30. [1]
[1] N. del A. – El lector debe tener en cuenta que si bien el Espíritu Santo es quien registra las palabras pronunciadas por Job y sus amigos, no por ello debemos suponer que ellos hablaron por inspiración.
Pero oigamos todavía más expresiones de desahogo: «Hijos de viles, y hombres sin nombre, más bajos que la misma tierra. Y ahora yo soy objeto de su burla, y les sirvo de refrán. Me abominan, se alejan de mí, y aun de mi rostro no detuvieron su saliva. Porque Dios desató su cuerda, y me afligió, por eso se desenfrenaron delante de mi rostro. A la mano derecha se levantó el populacho; empujaron mis pies, y prepararon contra mí caminos de perdición. Mi senda desbarataron, se aprovecharon de mi quebrantamiento, y contra ellos no hubo ayudador. Vinieron como por portillo ancho, se revolvieron sobre mi calamidad» (v. 8‑14).
Ahora bien, todo esto –bien podríamos decir– estaba muy pero muy lejos del blanco. Lamentaciones por una grandeza desvanecida y amargas invectivas contra nuestros semejantes, no servirán de nada para el corazón ni manifiestan para nada el espíritu y la mente de Cristo; como tampoco glorificarán su santo Nombre. Si contemplamos a la bendita Persona del Señor, veremos algo completamente diferente: El Señor Jesús, «manso y humilde de corazón» (Mat. 11:29), recibe todo el desprecio de este mundo, sufre el desengaño en medio de su pueblo Israel, y se topa con la incredulidad y los desatinos de sus discípulos. Todo ello Jesús lo asumió diciendo simplemente: «Sí, Padre, porque así te agradó» (Mat. 11:26). Él fue capaz de apartarse de toda la agitación de los hombres y mirar simplemente a Dios, para proferir entonces estas fragantes palabras: «Venid a mí…y yo os daré descanso» (Mat. 11:28). Ningún disgusto, amargura, invectivas ni palabras duras u ofensivas podremos encontrar jamás en este graciable Salvador que descendió a este mundo frío y sin corazón para manifestar el perfecto amor de Dios y proseguir su senda de servicio a pesar de todo el odio de los hombres.
Pero el más excelente, el mejor de los hombres, cuando se mide con la vara perfecta de la vida de Cristo, no le llega ni a la sombra. La luz de Su gloria moral pone de manifiesto los defectos y las imperfecciones del más perfecto de los hijos de los hombres, «para que en todo tenga la preeminencia» (Col. 1:18). En cuanto a la paciente sumisión a todo lo que fue llamado a soportar, Él sobresale en vívido contraste con un Job o con un Jeremías. Job sucumbió bajo el peso de las pruebas por las que tuvo que pasar. No solo dejó escapar un torrente de amargas invectivas contra sus semejantes, sino que hasta maldice el día de su nacimiento. «Después de esto abrió Job su boca, y maldijo su día. Y exclamó Job, y dijo: Perezca el día en que yo nací, y la noche en que se dijo: Varón es concebido» (3:1‑3).
Encontramos algo idéntico en el caso de Jeremías, ese bienaventurado varón de Dios. Él también, no pudiendo resistir a la presión de las diversas pruebas que se le iban acumulando, dio paso a sus sentimientos con estos amargos acentos: «Maldito el día en que nací; el día en que mi madre me dio a luz no sea bendito. Maldito el hombre que dio nuevas a mi padre, diciendo: Hijo varón te ha nacido, haciéndole alegrarse así mucho. Y sea el tal hombre como las ciudades que asoló Jehová, y no se arrepintió; oiga gritos de mañana, y voces a mediodía, porque no me mató en el vientre, y mi madre me hubiera sido mi sepulcro, y su vientre embarazado para siempre. ¿Para qué salí del vientre? ¿Para ver trabajo y dolor, y que mis días se gastasen en afrenta?» (Jer. 20:14‑18).
¡Qué lenguaje! ¡Solo piensa en maldecir al hombre que trae las nuevas de su nacimiento! ¡Y lo maldice porque no lo mató en el vientre! Todo esto, tanto en lo que se refiere al patriarca como al profeta, se halla en agudo contraste con el manso y humilde Jesús de Nazaret. Él, el Salvador inmaculado, sufrió pruebas mucho más numerosas y terribles que todos sus servidores juntos. Sin embargo, jamás un solo murmullo brotó de sus labios. Lo soportó todo con paciencia y afrontó la hora más sombría con estas palabras: «La copa que me ha dado mi Padre, ¿acaso no la he de beber?» (Juan 18:11). Bendito Señor, Hijo del Padre, ¡cuán digno eres de nuestra adoración! ¡Nos postramos a tus pies, sumidos en adoración, amor y alabanzas, reconociéndote como Señor de todo! ¡Señalado entre diez mil, y todo Él codiciable! (Cant. 5:10, 16).
La historia de los caminos de Dios con las almas que nos presenta este libro constituye el campo más fértil para nuestro estudio; una historia de lo más interesante, sumamente instructiva y provechosa. El principal y gran objetivo de estos designios de Dios con las almas es el de producir una verdadera contrición y humillación de espíritu; apartar de nosotros toda falsa justicia; hacer que nos despojemos de toda confianza en nosotros mismos y enseñarnos a buscar en Cristo nuestro único amparo. Todos tienen que pasar a través de lo que podría denominarse “el proceso de despojamiento y vaciamiento de uno mismo”. Unos experimentan este proceso antes de su conversión o nuevo nacimiento; otros, después. Algunos son traídos a Cristo pasando por terribles experiencias y penosos ejercicios de corazón y de conciencia, ejercicios que pueden durar años y, a veces, toda la vida. Otros, en cambio, obtienen esta misma gracia a través de ejercicios de alma relativamente fáciles. Estos últimos se apropian de inmediato de las buenas nuevas del perdón de los pecados que fue posible merced a la muerte expiatoria de Cristo. Su corazón se llena de gozo en seguida. Pero el despojamiento y el vaciamiento del yo viene después y, en muchos casos, puede sacudir al alma desde sus mismos cimientos y hasta hacerla dudar de su propia salvación.
Esto es muy doloroso, pero absolutamente necesario. En efecto, el yo, tarde o temprano, tiene que ser conocido y juzgado. Si uno no aprende a conocerlo en la comunión con Dios, terminará haciéndolo a través de la experiencia amarga de alguna caída; «para que ninguna carne se gloría ante Dios» (1 Cor. 1:29). Y todos nosotros debemos aprender a conocer nuestra absoluta impotencia para todo, a fin de poder gustar la dulzura y el consuelo de esta verdad: que Cristo «nos fue hecho sabiduría por parte de Dios, y justicia, y santificación, y redención» (1 Cor. 1:30). Dios quiere vasos vacíos. No lo olvidemos. Es una verdad solemne y necesaria. «Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados». También leemos: «Jehová dijo así: El cielo es mi trono, y la tierra estrado de mis pies; ¿dónde está la casa que me habréis de edificar, y dónde el lugar de mi reposo? Mi mano hizo todas estas cosas, y así todas estas cosas fueron, dice Jehová; pero miraré a aquel que es pobre y humilde de espíritu, y que tiembla a mi palabra» (Isaías 57:15; 66:1‑2).
¡Qué propicias son estas palabras para todos nosotros! Un espíritu contrito y quebrantado constituye una de las necesidades más urgentes de nuestro tiempo. La mayor parte de nuestras calamidades y dificultades pueden atribuirse a esta necesidad. Los progresos que hacemos día a día, en la vida familiar, en la asamblea, en el mundo, en toda nuestra vida práctica, cuando el yo es subyugado y mortificado, son verdaderamente admirables. Miles de cosas que sin este ejercicio serían como una llama que hace arder nuestros corazones, son estimadas como nada cuando nuestras almas se hallan en un estado verdaderamente contrito. Podemos entonces soportar reproches e insultos; pasar por alto menosprecios y afrentas; pisotear nuestros caprichos, predilecciones y prejuicios, como así también ceder ante otros cuando no se vean comprometidos principios fundamentales; estar dispuestos a toda buena obra, manifestar una agradable anchura de corazón en todas nuestras relaciones, y ser menos rígidos en nuestro trato con los demás de modo de adornar la doctrina de Dios nuestro Salvador. Pero, ¡ay, cuán a menudo ocurre lo contrario con nosotros! Manifestamos un temperamento reacio, inflexible; bregamos en favor de nuestros derechos; nos inclinamos hacia todo lo que nos otorgue algún beneficio; buscamos nuestros propios intereses personales; queremos imponer nuestras propias ideas. Todo esto demuestra claramente que nuestro yo no es ponderado ni juzgado de forma habitual en la presencia de Dios.
Sin embargo, lo repetimos con énfasis: Dios quiere vasos vacíos. Nos ama demasiado para dejarnos en nuestra dureza y tozudez; y por eso estima conveniente hacernos pasar a través de todo tipo de ejercicios a fin de traernos a un estado de alma en que pueda utilizarnos para su gloria. Es necesario que la voluntad sea quebrantada, que la confianza propia, la autosatisfacción y el orgullo sean arrancados de cuajo. Dios se valdrá de las escenas y circunstancias por las que tenemos que pasar, así como de las personas con que nos relacionamos en la vida diaria, a fin de disciplinar nuestro corazón, y quebrantar nuestra voluntad. Y, además, él mismo tratará directamente con nosotros a fin de lograr estos formidables resultados prácticos.
Todo esto se revela con gran claridad en el libro de Job, tornando sus páginas sumamente atractivas y fructíferas. Es muy evidente que Job necesitaba ser fuertemente zarandeado. Podemos estar seguros de que, si ello no hubiera sido necesario, el Dios de gracia y de bondad no lo habría hecho pasar por semejantes pruebas. Sin duda, no fue sin un propósito que Dios permitió a Satanás disparar sus mortíferas flechas sobre Su amado siervo. Podemos afirmar, con absoluta seguridad, que Dios no habría procedido de esa forma si el estado de Job no lo hubiera necesitado. Dios amaba a Job con un amor perfecto; pero se trataba de un amor sabio y fiel, un amor que tenía en cuenta todos los detalles de su vida, y que podía penetrar en el corazón de este amado siervo de Dios, y descubrir una profunda y maligna raíz moral que Job jamás había visto ni juzgado. ¡Qué gracia es tener que ver con tal Dios! ¡Qué gracia es estar en las manos de Aquel que no escatima penas cuando tiene que avasallar en nosotros todo cuanto sea contrario a Él, y labrar Su bendita imagen en nosotros!
Pero, querido lector, ¿no hay algo profundamente interesante en el hecho de que Dios puede hasta servirse de Satanás como instrumento para la disciplina de los Suyos? Vemos esto en la vida del apóstol Pedro, lo mismo que en la del patriarca Job. Pedro tenía que ser zarandeado, y Satanás fue utilizado para cumplir esta tarea: «Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como el trigo» (Lucas 22:31). Allí también había una necesidad imperiosa. Había una raíz profunda en el corazón de Pedro que tenía que ser puesta al descubierto: la raíz de la confianza en sí mismo. Y su fiel Señor consideró absolutamente necesario hacerlo pasar a través de un proceso severo y doloroso a fin de que esa raíz fuese traída a la luz y juzgada. Por eso se le permitió a Satanás zarandear a Pedro para que se condujese con mesura todos los días de su vida, y jamás volviese a confiar en su propio corazón. Dios quiere vasos vacíos, ya sea que se trate de un patriarca o de un apóstol. Todo, en el hombre, tiene que ser ablandado y sojuzgado a fin de que la gloria divina resplandezca en él con un brillo inextinguible. Si Job hubiese conocido este gran principio, si hubiese captado el objetivo divino, ¡cuán diferentemente se habría conducido! Pero él –como nosotros– tenía que aprender su lección; y el Espíritu Santo, en el texto inspirado, nos relata la manera en que Job aprendió esta lección, para que así también nosotros podamos sacar provecho de ella.
Sigamos leyendo el relato.
«Un día vinieron a presentarse delante de Jehová los hijos de Dios, entre los cuales vino también Satanás. Y dijo Jehová a Satanás: ¿De dónde vienes? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: De rodear la tierra y de andar por ella. Y Jehová dijo a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal? Respondiendo Satanás a Jehová, dijo: ¿Acaso teme Job a Dios de balde? ¿No le has cercado alrededor a él y a su casa y a todo lo que tiene? Al trabajo de sus manos has dado bendición; por tanto, sus bienes han aumentado sobre la tierra. Pero extiende ahora tu mano y toca todo lo que tiene, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia» (1:6‑11).
¡Qué escena tenemos aquí de la malicia de Satanás! ¡Qué extraordinario testimonio de la manera en que él vigila y considera los caminos y las obras del pueblo de Dios! ¡Cuán perfectamente conoce el carácter humano! ¡Qué íntimo conocimiento posee de la mente y del estado moral del hombre! ¡Qué cosa terrible es caer en sus manos! Él está siempre al acecho, siempre listo –si Dios se lo permite– a emplear todo su maligno poder contra los cristianos.
¡Qué solemne es pensar en todo esto! ¡Debería inducirnos a seguir una senda humilde y vigilante en medio de la escena donde Satanás ejerce su dominio! Él se halla absolutamente impotente frente a un alma que permanece en la dependencia y obediencia; y –bendito sea Dios– Satanás no puede, en ningún caso, traspasar el límite trazado por prescripción divina. Así sucedió con Job: «Dijo Jehová a Satanás: He aquí, todo lo que tiene está en tu mano; solamente no pongas tu mano sobre él» (v. 12).
Aquí, pues, se le permite a Satanás extender su mano sobre las posesiones de Job, arrebatarle sus hijos y despojarle de todas sus riquezas. Y ciertamente no perdió un instante para llevar a cabo su obra. Con notable rapidez cumplió su misión. Un golpe tras otro caía sucesivamente sobre la cabeza del devoto patriarca. A duras penas uno de sus mensajeros pudo transmitirle su triste noticia; enseguida aparece otro con una noticia aún más terrible, hasta que por fin el afligido siervo de Dios «se levantó, y rasgó su manto, y rasuró su cabeza, y se postró en tierra y adoró, y dijo: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allá. Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito. En todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios despropósito alguno» (1:20‑22).
Todo esto es profundamente conmovedor. Ser privado en un santiamén de sus diez hijos y luego rebajado de las riquezas de un príncipe a la penuria absoluta, era, humanamente hablando, motivo suficiente para tambalear. ¡Qué notable contraste entre las primeras y las últimas líneas del primer capítulo! Al principio, vemos a Job rodeado de una numerosa familia, y gozando de sus muchas posesiones; mientras que, a lo último, lo vemos abandonado, sumido en la pobreza y desnudez. ¡Y pensar que fue Satanás quien –con permiso, y aun por encargo, de Dios– lo había reducido a este estado! Y ¿para qué se hizo todo esto? Para el provecho permanente y profundo de la preciosa alma de Job. Dios veía que su siervo necesitaba aprender una lección; y consideraba, además, que tal lección solo podía enseñarse haciendo pasar a Job por una prueba penosa –por un crisol– cuya sola mención llena la mente de solemne temor. Dios no dejará de enseñar a Sus hijos, aun si tuviere que despojarlos de todo a lo que el corazón se apega en este mundo.
Pero debemos seguir a nuestro patriarca en aguas todavía más profundas.
«Aconteció que otro día vinieron los hijos de Dios para presentarse delante de Jehová, y Satanás vino también entre ellos presentándose delante de Jehová. Y dijo Jehová a Satanás: ¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal, y que todavía retiene su integridad, aun cuando tú me incitaste contra él para que lo arruinara sin causa? Respondiendo Satanás, dijo a Jehová: Piel por piel, todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Pero extiende ahora tu mano, y toca su hueso y su carne, y verás si no blasfema contra ti en tu misma presencia. Y Jehová dijo a Satanás: He aquí, él está en tu mano; mas guarda su vida. Entonces salió Satanás de la presencia de Jehová, e hirió a Job con una sarna maligna desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza. Y tomaba Job un tiesto para rascarse con él, y estaba sentado en medio de ceniza. Entonces le dijo su mujer: ¿Aún retienes tu integridad? Maldice a Dios, y muérete. Y él le dijo: Como suele hablar cualquiera de las mujeres fatuas, has hablado. ¿Qué? ¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos? En todo esto no pecó Job con sus labios» (2:1‑10).
Este es un pasaje muy notable. Nos instruye acerca del lugar que ocupa Satanás respecto del gobierno de Dios. Él no es más que un instrumento; y, si bien está siempre listo para acusar al pueblo de Dios, no puede hacer nada sino solo lo que Dios le permite. Sus esfuerzos, en lo que a Job se refiere, se vieron frustrados y, tras agotar sus últimos recursos, desaparece, y no oímos nada más acerca de sus maniobras en el resto del libro, cualesquiera pudiesen haber sido sus intenciones. Job dio muestras de que pudo guardar su integridad; y, si las cosas hubieran terminado aquí, su paciencia en los sufrimientos no habría hecho otra cosa que robustecer las raíces de su propia justicia y alimentar su autosatisfacción. «Oísteis hablar –dice Santiago– de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor; porque el Señor es rico en misericordia y compasivo» (Sant. 5:11). Si se hubiera tratado simplemente de una cuestión de la paciencia de Job, él habría tenido así más motivos para seguir confiando en sí mismo, y «el fin del Señor» no se habría alcanzado. Pues –y nunca lo olvidemos– la misericordia y la compasión del Señor solo pueden ser gustadas por aquellos de espíritu contrito y corazón quebrantado. Ahora bien, Job no podía ser contado entre estos, por más que estuviera sentado en medio de las cenizas. Él todavía no había quebrado por completo su cerviz delante de Dios. Todavía era el gran hombre –tan grande en sus infortunios como lo fuera en los tiempos de su prosperidad–; tan grande bajo los vientos violentos y erosivos de la adversidad como lo era bajo el sol radiante de sus días mejores y más esplendorosos. El corazón de Job no había sido aún alcanzado. No estaba aún preparado para exclamar: «He aquí que yo soy vil», ni había aprendido todavía a decir: «Me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza» (39:37; 42:6).
Estamos deseosos de que el lector capte con claridad este punto. Constituye, en gran parte, la clave de todo el libro de Job. El objetivo divino era exponer a los ojos de Job las profundidades de su propio corazón, a fin de que aprendiera a deleitarse en la gracia y la misericordia de Dios, y no en su propia bondad, la cual era «como nube de la mañana, y como el rocío de la madrugada, que se desvanece» (Oseas 6:4). Job era un verdadero santo de Dios; todas las acusaciones de Satanás se desplomaron en su propia cara; no obstante, Job seguía sin ser un vaso vacío y, por ende, no estaba preparado para «el fin del Señor», ese fin bendito para todo corazón contrito, un fin caracterizado por la misericordia y la compasión. Dios –bendito sea su nombre– no tolerará que Satanás nos acuse; pero Él quiere hacernos ver qué hay en nuestro corazón a fin de que nos juzguemos a nosotros mismos y aprendamos a desconfiar de nuestros propios corazones y a descansar en la inquebrantable firmeza de su gracia.
Hasta ahora vemos que Job «retiene su integridad». Enfrenta con calma las terribles aflicciones que Satanás le ocasionó con el permiso de Dios; y, además, rechaza el insensato consejo de su mujer. En una palabra, acepta todo como proveniente de la mano de Dios, e inclina su cabeza ante Sus misteriosas dispensaciones.
Todo esto sin duda era bueno. Sin embargo, la llegada de los tres amigos de Job produce un cambio notable. Su sola presencia, el mero hecho de ser testigos oculares de su miseria, influyó en él de una manera sorprendente. «Y tres amigos de Job, Elifaz temanita, Bildad suhita, y Zofar naamatita, luego que oyeron todo este mal que le había sobrevenido, vinieron cada uno de su lugar; porque habían convenido en venir juntos para condolerse de él y para consolarle. Los cuales, alzando los ojos desde lejos, no lo conocieron, y lloraron a gritos; y cada uno de ellos rasgó su manto, y los tres esparcieron polvo sobre sus cabezas hacia el cielo. Así se sentaron con él en tierra por siete días y siete noches, y ninguno le hablaba palabra, porque veían que su dolor era muy grande» (2:11‑13).
Bien podemos creer que estos tres hombres estaban motivados, ante todo, por buenos sentimientos hacia Job; y no les significó un gran sacrificio de su parte tener que dejar sus hogares para venir a condolerse de su acongojado y afligido amigo. Todo esto lo podemos comprender sin mayor dificultad. Pero es evidente que su presencia tuvo el efecto de despertar en el corazón de Job sentimientos y pensamientos que hasta entonces habían permanecido dormidos. Él había soportado con resignación la pérdida de sus hijos, de sus bienes y de su salud. Satanás había sido repelido, y el consejo de su mujer, rechazado. Pero la presencia de sus amigos abatió por completo el espíritu de Job. «Después de esto abrió Job su boca, y maldijo su día» (3:1).
Esto es muy notable. Sus amigos, por lo visto, no habían pronunciado una sola palabra. Se sentaron en absoluto silencio, con sus vestiduras rasgadas y sus cabezas cubiertas de polvo, contemplando una aflicción tan profunda que era imposible de sondear. Job mismo fue quien rompió el silencio. Todo el tercer capítulo consiste en un desahogo de sus amargos lamentos, evidenciando así, tristemente, un espíritu indómito. Podemos decir con seguridad que es imposible que alguien que haya aprendido a decir en alguna medida: «Hágase tu voluntad», pueda alguna vez maldecir el día en que nació o emplear el lenguaje que vemos en el tercer capítulo de nuestro libro. Sin duda, alguno puede decir: “Es fácil hablar cuando a uno jamás le ha tocado tener que soportar las terribles pruebas de Job”. Esto es muy cierto; y podemos agregar que ningún otro hombre habría obrado mejor en semejantes circunstancias. Todo esto lo comprendemos perfectamente; pero no cambia en absoluto la gran enseñanza moral del libro de Job, enseñanza que tenemos el privilegio de aprender. Job era un verdadero santo de Dios; pero él –como todos nosotros– necesitaba conocerse a sí mismo. Necesitaba que las raíces ocultas de su ser moral fuesen descubiertas a sus propios ojos, de modo que pudiese verdaderamente aborrecerse y arrepentirse en polvo y ceniza. Y necesitaba, además, tener una percepción más profunda y verdadera de lo que Dios era, para así poder confiar en Él y justificarle en todas las circunstancias.
Todas estas cosas, empero, las buscaremos en vano en el primer discurso de Job. «Y exclamó Job, y dijo: Perezca el día en que yo nací, y la noche en que se dijo: Varón es concebido… ¿Por qué no morí yo en la matriz, o expiré al salir del vientre?» (3:2-3, 11). Estos no son los acentos de un espíritu contrito y quebrantado, ni de alguien que ha aprendido a decir: «Sí, Padre, porque así te agradó» (Mat. 11:26). Se ha alcanzado un hito importante en la historia del alma cuando se es capaz de inclinarse mansamente ante todas las dispensaciones de la mano de nuestro Padre. Una voluntad quebrantada es un don precioso y extraordinario. Se ha alcanzado un grado elevado en la escuela de Cristo cuando se es capaz de decir: «He aprendido a estar contento en las circunstancias en las que me encuentro» (Fil. 4:11). Pablo tuvo que aprender esto. No era conforme a su naturaleza; y seguramente jamás lo habría aprendido a los pies de Gamaliel. Tuvo que quebrarse por completo a los pies de Jesús de Nazaret antes de poder decir desde el fondo de su corazón: Estoy «contento». Tuvo que sopesar el significado de estas palabras: «Mi gracia te basta», antes de poder gloriarse en sus «debilidades» (2 Cor. 12:9‑10). El hombre que fue capaz de emplear este lenguaje es el antípoda del que pudo maldecir el día en que nació, y exclamar: «Perezca el día en que yo nací». Piense solo en un santo de Dios, en un heredero de la gloria, diciendo: «Perezca el día en que yo nací». ¡Ah, si Job hubiera estado en la presencia de Dios, nunca habría podido pronunciar semejantes palabras! Habría sabido perfectamente bien por qué había quedado con vida. Habría tenido un sentido claro y satisfactorio para su alma de lo que Dios tenía reservado para él. Habría justificado a Dios en todas las cosas. Pero Job no se hallaba en la presencia de Dios, sino en la de sus amigos, los cuales demostraron claramente tener poco –o ningún– conocimiento del carácter de Dios y del verdadero objetivo de Sus designios para con su querido siervo Job.
3 - Discursos de los amigos de Job
No es de ninguna manera nuestro propósito realizar un examen minucioso de las extensas discusiones que se sucedieron entre Job y sus amigos, discusiones que abarcan más de 29 capítulos. Solo citaremos algunos fragmentos de los discursos de los tres amigos, lo cual posibilitará al lector formarse una idea del verdadero terreno en el que se hallan estos errados hombres.
3.1 - Elifaz y la experiencia
Elifaz es el primero en tomar la palabra. «Entonces respondió Elifaz temanita, y dijo: Si probáremos a hablarte, te será molesto; pero ¿quién podrá detener las palabras? He aquí, tú enseñabas a muchos y fortalecías las manos débiles; al que tropezaba enderezaban tus palabras, y esforzabas las rodillas que decaían. Mas ahora que el mal ha venido sobre ti, te turbas. ¿No es tu temor a Dios tu confianza? ¿No es tu esperanza la integridad de tus caminos? Recapacita ahora; ¿qué inocente se ha perdido? Y ¿en dónde han sido destruidos los rectos? Como yo he visto, los que aran iniquidad y siembran injuria, la siegan» (4:1‑8). Asimismo: «Yo he visto al necio que echaba raíces, y en la misma hora maldije su habitación» (5:3; véase también 15:17).
A partir de estas declaraciones resulta evidente que Elifaz pertenecía a esa clase de gente que le gusta argüir basándose en su propia experiencia. Su máxima era: «Yo he visto». Ahora bien, es posible que lo que «hayamos visto», hasta donde fuere, sea absolutamente verdadero. Pero es un error garrafal hacer de nuestra experiencia individual una regla general; no obstante, miles tienen esta inclinación. ¿Qué tenía que ver, por ejemplo, la experiencia de Elifaz con la situación de Job? Tal vez él jamás se encontró con otro caso exactamente igual al de Job; y con que hubiera habido un solo rasgo de disparidad entre los dos casos, todo el argumento basado en la experiencia de uno de ellos, no habría sido de ninguna utilidad para el otro. Y esto se hace patente en lo sucedido con Job: tan pronto como Elifaz terminó de hablar, Job –quien no le había prestado la más mínima atención– prosiguió hablando de sus propias aflicciones, intercalando palabras de justificación propia y amargas recriminaciones contra los designios de Dios (caps. 6 y 7).
3.2 - Bildad y la tradición
Bildad es el segundo en hablar. Él se emplaza sobre un terreno completamente diferente del de su amigo. No menciona ni una sola vez sus experiencias ni lo que era resultado de su propia observación. Apela a la antigüedad. «Porque pregunta ahora a las generaciones pasadas, y disponte para inquirir a los padres de ellas; pues nosotros somos de ayer, y nada sabemos, siendo nuestros días sobre la tierra como sombra. ¿No te enseñarán ellos, te hablarán y de su corazón sacarán palabras?» (8:8‑10).
Ahora bien, debemos admitir que Bildad nos conduce a un campo mucho más vasto que el de Elifaz. La autoridad de una multitud de «padres» tiene mucho más peso y respetabilidad que la experiencia de un simple individuo. Por otro lado, dejarse guiar por la voz de una multitud de hombres sabios y eruditos sabe mucho más a modestia que hacerlo por la luz de la experiencia de tan solo uno de ellos. Pero el asunto es que ni la experiencia ni la tradición servirán de algo. La primera, hasta donde llega, puede ser verdadera; pero a duras penas hallaremos a dos personas cuyas experiencias coincidan de forma exacta. En cuanto a la última, es un raudal de confusión; pues un padre difiere de otro, y nada puede ser más voluble e incierto que la voz de la tradición o la autoridad de los padres.
En consecuencia, como era de esperarse, las palabras de Bildad no hicieron más mella en Job que las de Elifaz. El uno estaba tan lejos de la verdad como el otro. Si ellos hubieran apelado a la revelación divina, ¡cuán diferentes habrían sido los resultados! La verdad de Dios es la única regla, la única gran autoridad. Es según su medida que todo debe ser medido; y todos, tarde o temprano, habrán de inclinarse bajo su autoridad. Ninguno tiene derecho a establecer su experiencia como regla para los demás. Y si ningún hombre tiene este derecho, tampoco lo tiene una multitud de hombres. En otras palabras, es la voz de Dios –no la voz del hombre– la que nos debe gobernar. Ni la experiencia ni la tradición, sino la Palabra de Dios sola es la que pronunciará el juicio en el día postrero. ¡Hecho solemne e importante! ¡No lo perdamos nunca de vista! Si Bildad y Elifaz hubieran discernido esto, sus palabras habrían ejercido mucha más influencia en su afligido amigo.
3.3 - Zofar y el legalismo
Consideremos ahora brevemente la primera parte del discurso de Zofar naamatita:
«¡Oh, quién diera que Dios hablara, y abriera sus labios contigo, y te declarara los secretos de la sabiduría, que son de doble valor que las riquezas! Conocerías entonces que Dios te ha castigado menos de lo que tu iniquidad merece». Leemos también: «Si tú dispusieres tu corazón, y extendieres a él tus manos; si alguna iniquidad hubiere en tu mano, y la echares de ti, y no consintieres que more en tu casa la injusticia, entonces levantarás tu rostro limpio de mancha, y serás fuerte, y nada temerás» (11:5‑6; 13‑15).
Estas palabras saben fuertemente a legalismo. Muestran claramente que Zofar no tenía un sentido justo del carácter de Dios. No conocía a Dios. Ninguno que posea un verdadero conocimiento de Dios podría hablar de Él como de alguien que abre su boca contra un pobre pecador afligido o que exige algo de una criatura desvalida y necesitada. Dios –bendito sea su Nombre por siempre– no es contra nosotros, sino por nosotros (Rom. 8:31). Él no es un exactor o demandante legal, sino un generoso dador. Fijémonos en los últimos versículos que leímos; Zofar dice: «Si tú dispusieres tu corazón» (v. 13). Ahora bien, ¿qué pasaría si Job no hubiera dispuesto su corazón? Es cierto que un hombre debería tener siempre dispuesto su corazón; pero ello será posible en tanto y en cuanto su estado moral sea bueno. Job, lamentablemente, no se hallaba en un buen estado, por lo que, cuando intenta disponer su corazón, no encuentra en él otra cosa que iniquidad. Y ¿qué debería hacer entonces? Zofar no se lo podía decir –como tampoco se lo podía decir ninguno de su escuela–. Ellos solamente conocían a Dios como un severo opresor, como alguien que solo abre su boca para hablar contra el pecador.
¿Habremos, pues, de asombrarnos de que Zofar estuviera tan lejos de redargüir a Job como sus dos compañeros? Todos ellos estaban completamente equivocados. La tradición, la experiencia y el legalismo son todos igualmente defectuosos, limitados y falsos. Ninguna de estas tres cosas –ni las tres juntas– podían ser de ayuda para Job. Ellas solo oscurecían «el consejo con palabras sin sabiduría» (38:2). Ninguno de los tres amigos comprendió a Job; es más, ellos no conocían ni el carácter de Dios ni su propósito respecto de la prueba de su querido siervo. Estaban completamente en el error. No sabían cómo presentar a Dios ante Job, y, por consiguiente, tampoco supieron llevar la conciencia de su amigo a la presencia misma de Dios. En lugar de conducirlo al juicio de sí mismo, solo contribuyeron a su propia justificación. No introdujeron a Dios en sus pláticas. Dijeron algunas cosas verdaderas, pero no poseían la verdad. Sacaron a relucir sus experiencias, su tradición y su legalismo, pero no expusieron la verdad.
Por esta razón, los tres amigos no pudieron persuadir a Job. Su ministerio era de una naturaleza parcial y, en vez de taparle la boca a Job, solo lograron llevarlo a un campo de discusión que parecía interminable. Job, entonces, no deja de contestarles palabra por palabra, y de agregar muchas más: «Ciertamente –afirma– vosotros sois el pueblo, y con vosotros morirá la sabiduría. También tengo yo entendimiento como vosotros; no soy yo menos que vosotros; ¿y quién habrá que no pueda decir otro tanto?» «Porque ciertamente vosotros sois fraguadores de mentira; sois todos vosotros médicos nulos. Ojalá callarais por completo, porque esto os fuera sabiduría». «Muchas veces he oído cosas como estas; consoladores molestos sois todos vosotros. ¿Tendrán fin las palabras vacías? ¿O qué te anima a responder? También yo podría hablar como vosotros, si vuestra alma estuviera en lugar de la mía; yo podría hilvanar contra vosotros palabras, y sobre vosotros mover mi cabeza». «¿Hasta cuándo angustiaréis mi alma, y me moleréis con palabras? Ya me habéis vituperado diez veces; ¿no os avergonzáis de injuriarme?… ¡Oh, vosotros mis amigos, tened compasión de mí, tened compasión de mí! Porque la mano de Dios me ha tocado» (12:2‑3; 13:4‑5; 16:2‑4; 19:2‑3, 21).
Todas estas expresiones demuestran que Job estaba lejos de tener ese espíritu quebrantado y esa actitud humilde que surgen como resultado de estar en la presencia de Dios. Sin duda, sus amigos estaban errados, completamente errados en sus nociones acerca de Dios al igual que en su manera de tratar con él. Pero sus errores no justificaban a Job. Si su conciencia hubiera estado en la presencia de Dios, él no habría replicado a sus amigos, aun cuando su error hubiese sido mil veces más grande y su manera de tratarlo mil veces más severa. Habría inclinado humildemente su cabeza y permitido que la marea de los reproches y las acusaciones lo arrollara. Se habría beneficiado con la misma severidad de sus amigos al considerarla como una disciplina saludable para su corazón. Pero no; Job aún no había logrado acabar consigo mismo. Se justificaba a sí mismo, profería invectivas contra sus semejantes y estaba lleno de pensamientos erróneos acerca de Dios. Necesitaba otro ministerio que lo guiara a una actitud correcta de alma delante de Dios.
Cuanto más detenidamente estudiamos las extensas discusiones que se sucedieron entre Job y sus amigos, más claramente advertimos la imposibilidad de que ellos alguna vez llegaran a entenderse. Job estaba empeñado en justificarse a sí mismo; mientras que sus amigos trataban por todos los medios de inculparlo. Él permanecía inquebrantable, indoblegable; y el trato equivocado de sus amigos solo logró endurecer aún más su postura. Si tanto él como ellos hubieran adoptado otra actitud, las cosas habrían resultado totalmente diferentes. Si Job se hubiera condenado a sí mismo, si hubiera asumido una posición humilde, si hubiera considerado que no era nada ni nadie, no habría dado lugar a que sus amigos le dijeran nada. Y si, por otro lado, ellos se hubieran dirigido a él con suavidad, con ternura y con dulzura, habrían tenido mayor probabilidad de ablandar su corazón. Como estaban dadas las cosas, no se vislumbraba ninguna salida. Job no podía ver nada malo en sí mismo; sus amigos no podían ver nada bueno en él. Él estaba firmemente decidido a mantener su integridad; ellos, en cambio, a escarbar hasta encontrar defectos y manchas. No había ningún acercamiento entre ellos, ninguna base común sobre la cual entenderse. Job no mostraba indicios de arrepentimiento; ellos no tenían ninguna compasión de él. Viajaban en dirección opuesta y, por ende, jamás podían encontrarse. Concretamente, hacía falta un ministerio de una naturaleza completamente diferente; y este ministerio es introducido en la persona de Eliú.
4 - El acertado ministerio de Eliú
«Cesaron estos tres varones de responder a Job, por cuanto él era justo a sus propios ojos. Entonces Eliú hijo de Baraquel buzita, de la familia de Ram, se encendió en ira contra Job, por cuanto se justificaba a sí mismo más que a Dios. Asimismo, se encendió en ira contra sus tres amigos, porque no hallaban qué responder, aunque habían condenado a Job» (32:1‑3).
Eliú, con una lucidez y un vigor extraordinarios, va al nudo del problema en cada una de las partes. Resume, en dos breves sentencias, las extensas discusiones que abarcaron 29 capítulos. Job se justificaba a sí mismo en vez de justificar a Dios; sus amigos, por otro lado, lo habían condenado en vez de guiarlo al enjuiciamiento de sí mismo.
Es de trascendental importancia moral ver que cuando nos justificamos a nosotros mismos, condenamos a Dios; en tanto que, cuando nos condenamos, lo justificamos a Él. «La sabiduría es justificada por todos sus hijos» (Lucas 7:35). Esta es una gran verdad. El corazón realmente contrito y quebrantado reivindicará a Dios cueste lo que costare. «Sea Dios veraz y todo hombre mentiroso, según está escrito: Para que seas justificado en tus palabras, y venzas cuando seas juzgado» (Rom. 3:4). Dios, finalmente, habrá de quedar victorioso; y darle a él la primacía ahora, es el camino de la verdadera sabiduría. Tan pronto como el alma es humillada mediante el recto juicio de sí misma, Dios, con toda la majestad de su gracia, se presenta ante ella como Justificador. Pero entretanto seamos gobernados por un espíritu de justificación propia y de autosatisfacción, desconoceremos por completo la sublime bienaventuranza del hombre a quien Dios le imputa justicia sin obras. La mayor insensatez de la que uno puede ser culpable es la de justificarse a sí mismo; ya que Dios, en tal caso, tendrá que imputarle pecado. Pero la verdadera sabiduría consiste en condenarse totalmente a sí mismo; pues, de ese modo, Dios se vuelve Justificador.
Pero Job todavía no había aprendido a caminar por esta senda maravillosa y bendita. Todavía estaba revestido de su propia justicia. Todavía hallaba plena complacencia en sí mismo. Por ello Eliú se encendió en ira contra él. La ira habrá de caer seguramente sobre la propia justicia. No podría ser de otra manera. El único terreno legítimo para el pecador es el de un sincero arrepentimiento. Allí no encuentra más que la pura y preciosa gracia que reina «mediante la justicia… por medio de Jesucristo, nuestro Señor» (Rom. 5:21). En ella permanece inconmovible por siempre. A la propia justicia no le espera otra cosa que la ira; mas al yo juzgado, solo la gracia.
Querido lector, recuerde esto. Deténgase unos instantes y considere. ¿En qué terreno se halla Ud.? ¿Se ha inclinado ante Dios con un verdadero arrepentimiento? ¿Se ha medido de veras alguna vez en Su santa presencia? ¿O se halla en el terreno de su propia justicia, de su justificación personal y de su autosatisfacción? Le rogamos encarecidamente que sopese estas solemnes preguntas. No las deseche. Nuestro deseo es llegar al corazón y a la conciencia del lector. No apuntamos meramente a su entendimiento, a su mente o a su intelecto. Sin duda, es bueno tratar de iluminar el entendimiento por la Palabra de Dios; pero lo lamentaríamos profundamente si todo nuestro trabajo tuviera que terminar allí. Hay mucho más que esto. Dios quiere obrar en el corazón, en el alma, en el hombre interior. Quiere tenernos delante de él en nuestro estado real. De nada vale que edifiquemos sobre nuestra propia opinión; pues nada puede ser más seguro que el hecho de que toda nuestra obra, construida con tales materiales, será demolida. El día del Señor estará contra todo ensalzamiento y altivez; es sabio, pues, ocupar ahora una posición humilde y tener un corazón culpable; ya que, cuando somos humildes, apreciamos con la mayor claridad a Dios y a su salvación. ¡Que el lector penetre, con el poder del Espíritu, en la realidad de todas estas cosas! ¡Que todos recordemos que Dios se deleita en ver un espíritu contrito y quebrantado, y que él siempre halla su morada con los tales, mas al altivo mira de lejos!
Así pues, podemos entender por qué la ira de Eliú se enciende contra Job. Él estaba del lado de Dios. Job, en cambio, no. No oímos hablar de Eliú sino hasta el capítulo 32, aunque es del todo evidente que había sido un atento oyente durante toda la discusión. Había prestado oídos pacientemente a las dos partes, hallando que ambas estaban equivocadas. Job hizo mal en tratar de defenderse; sus amigos, en tratar de condenarlo.
¡Cuán a menudo ocurre lo mismo con nosotros en nuestras discusiones y controversias! ¡Oh, qué tristes manifestaciones son estas! En el noventa y nueve por ciento de los casos de disputas entre personas, se hallará el mismo resultado que el que vemos en Job y sus amigos. Un poco de contrición en una de las partes, o un poco de suavidad en la otra, contribuirían de forma significativa a zanjar la cuestión. Naturalmente que no nos referimos a las situaciones en que se ve comprometida la verdad de Dios. En estas últimas, uno debe ser denodado, decidido e inflexible. Ceder cuando está en juego la verdad de Dios o la gloria de Cristo, no sería otra cosa que deslealtad a Aquel a quien le debemos todo. Clara decisión y una tenaz firmeza es lo único que nos conviene siempre que se trate de los derechos de Aquel bendito que, para asegurar nuestros intereses, lo sacrificó todo, hasta su propia vida.
Que Dios nos guarde de dejar escapar una palabra o de escribir una sola línea que tienda a debilitar la fuerza con que tenemos asida la verdad o a disminuir nuestro ardor en la contienda por la fe que ha sido una vez dada a los santos. ¡Oh, no, querido lector!; este no es momento para desceñir los lomos, deponer los arneses ni rebajar la medida de las normas divinas. Todo lo contrario. Nunca como hoy existió tan urgente necesidad de tener ceñidos nuestros lomos con la verdad, los pies calzados y de mantener la norma de los principios divinos en toda su integridad. Decimos estas cosas con reflexión. Las decimos a causa de los múltiples esfuerzos del enemigo por empujarnos fuera del terreno de la pura verdad al señalarnos las faltas de aquellos que han fracasado en mantener una conducta pura. ¡Ay!, hay fracasos, tristes y humillantes fracasos.
No lo negamos; ¿quién se atrevería a hacerlo? Es demasiado patente, demasiado flagrante, demasiado grosero. Nuestro corazón se desgarra cuando pensamos en ello. El hombre falla siempre y en todas partes. Su historia, desde el Edén hasta nuestros días, lleva la marca del fracaso. Todo esto es innegable; pero –bendito sea su Nombre– el fundamento de Dios está firme, y el fracaso humano no puede tocarlo jamás. Dios es fiel. Él conoce a los suyos; y todo aquel que invoca el nombre de Cristo debe apartarse de la iniquidad (2 Tim. 2:19). No creemos –ni podemos creer– que para mejorar nuestra conducta debamos abatir la bandera de los principios de Dios. Humillémonos delante de nuestros fracasos; pero nunca abandonemos la preciosa verdad de Dios.
Todo esto es una digresión que nos permitimos con el objeto de evitar que al haber urgido en el lector la importancia de cultivar un espíritu quebrantado y dócil, este pudiera haber inferido que con ello quisimos decir que es necesario abandonar una jota o una tilde de la divina revelación. Ahora regresemos a nuestro tema.
El ministerio de Eliú tiene características muy peculiares y notables. Eliú se halla en vívido contraste con los tres amigos. Su nombre significa «Dios es él» y, sin duda, podemos considerarlo como un tipo de nuestro Señor Jesucristo. Eliú pone a Dios en escena, y pone fin también a las tediosas contiendas y disputas que se sucedieron entre Job y sus amigos. Él no discurre basándose en la experiencia; tampoco apela a la tradición ni profiere los acentos del legalismo, sino que introduce a Dios. Es la única forma de poner fin a las controversias, de apaciguar los altercados y de hacer el alto el fuego en una guerra de palabras. Oigamos las palabras de este notable personaje:
«Y Eliú había esperado a Job en la disputa, porque los otros eran más viejos que él. Pero viendo Eliú que no había respuesta en la boca de aquellos tres varones, se encendió en ira» (32:4‑5). Nótese esto: «No había respuesta». En todos sus razonamientos, en todos sus argumentos, en todas sus alusiones a la experiencia, al legalismo y a la tradición, «no había respuesta». Esto es muy instructivo. Los amigos de Job habían recorrido, por decirlo así, un vasto campo; habían dicho muchas cosas ciertas y esgrimido muchas objeciones; pero, nótese bien, no habían hallado ninguna respuesta. No está dentro de los alcances de la tierra ni de la naturaleza hallar una respuesta para un corazón que tiene asida su propia justicia. Dios solamente puede dar la justa respuesta, como lo veremos a continuación. En ningún otro sino en Dios, el corazón no quebrantado puede hallar una réplica siempre pronta. Esto resulta obvio en la historia que estamos considerando. Los tres amigos de Job no hallaron ninguna respuesta. «Y respondió Eliú hijo de Baraquel buzita, y dijo: Yo soy joven, y vosotros ancianos; por tanto, he tenido miedo, y he temido declararos mi opinión. Yo decía: los días hablarán [pero, ¡ay! o bien ellos no hablarán en absoluto o bien dirán un gran número de errores y necedades] y la muchedumbre de años declarará sabiduría. Ciertamente espíritu hay en el hombre, y el soplo [o la inspiración] del Omnipotente le hace que entienda» (v. 6‑8). Aquí la luz divina –la luz de la inspiración– comienza a fluir sobre la escena y a disipar las espesas nubes de polvo que se generaron por una disputa de palabras. Tan pronto como este bienaventurado siervo del Señor abre sus labios, se dejan sentir la autoridad y el peso moral de sus palabras. Es evidente que nos hallamos en presencia de un hombre que habla como los oráculos de Dios; un hombre que se halla perceptiblemente en la presencia divina. No se trata de alguien que recurre a la magra bodega de su limitada y deficiente experiencia, ni de uno que apela a la venerable antigüedad, a la desconcertante tradición o a las contradictorias voces de los Padres. No; ahora tenemos ante nosotros a un hombre que nos pone de inmediato bajo la influencia del «soplo del Omnipotente».
He aquí la única autoridad segura; la única norma infalible. «No son los sabios los de mucha edad, ni los ancianos entienden el derecho. [2] Por tanto, yo dije: Escuchadme; declararé yo también mi sabiduría. He aquí yo he esperado a vuestras razones, he escuchado vuestros argumentos, en tanto que buscabais palabras. Os he prestado atención, y he aquí que no hay de vosotros quien redarguya a Job, y responda a sus razones. Para que no digáis: Nosotros hemos hallado sabiduría; lo vence Dios, no el hombre. Ahora bien, Job no dirigió contra mí sus palabras, ni yo le responderé con vuestras razones. Se espantaron, no respondieron más; se les fueron los razonamientos» (v. 9‑15).
[2] N. del A. – ¿Qué habría dicho Eliú del reciente dogma de la infalibilidad de un hombre; dogma aceptado por más de quinientos seres racionales sentados en solemne cónclave? ¡Y pensar que tiene que ser parte integrante de la fe de los cristianos! No mucho tiempo atrás se obligó a los hombres a creer en una mujer inmaculada; ¡ahora tienen la obligación de creer en un hombre infalible! ¿Qué seguirá luego? Seguramente el «poder engañoso» pronto habrá de sobrevenir, cuando los hombres, por las acciones judiciales de Dios, sean obligados a creer una mentira –por no haber creído la verdad. ¡Quiera el Espíritu eterno desplegar su poderosa energía para la conversión de las preciosas almas antes de que se instaure «el día de la venganza» (Is. 63:4)!
La experiencia, la tradición y el legalismo son barridos fuera de la plataforma para dejar lugar al «soplo del Omnipotente»; al ministerio poderoso y directo del Espíritu de Dios.
El ministerio de Eliú golpea el alma con una fuerza y una profundidad extraordinarias. Se halla en vívido contraste con el incompleto y tremendamente defectuoso ministerio de los tres amigos. Era el remedio para poner fin a una controversia que parecía interminable; una controversia entre un férreo egotismo de parte de Job, y una fluctuante experiencia, una voluble tradición y un presuntuoso legalismo de parte de sus amigos; una controversia que no servía de nada, al menos para Job, y que terminaría dejando a las partes mucho más enfrentadas de lo que lo estaban al principio. No obstante, dicha controversia no deja de tener su valor e interés para nosotros. La clara enseñanza que nos deja es esta: dos partes en disputa jamás podrán llegar a entenderse a menos que haya, de una u otra parte, cierto grado de quebrantamiento y avasallamiento del corazón. Esta es una valiosa lección a la que todos debemos prestar atención. No solo en el mundo, sino también en la Iglesia hay una gran cuota de obstinación y de arrogancia; una gran cantidad de actividades centradas en el hombre; una fuerte dosis de «yo, yo, yo» para todo; y eso, además, prevalece donde menos lo esperaríamos, a saber, en las cosas que se relacionan con el santo servicio para Cristo. ¡Cuán repugnante! Podemos afirmar con total seguridad que nunca el egotismo es más detestable que cuando se manifiesta en el servicio de ese Bendito que se despojó a sí mismo, de quien toda la vida fue un completo renunciamiento propio, y quien nunca buscó su propia gloria ni sus propios intereses como tampoco agradarse a sí mismo.
¡Ay!, a pesar de todo esto, ¿no hay, querido lector, un largo y tendido despliegue de este yo aborrecible y no subyugado en el terreno de la profesión cristiana y del ministerio cristiano? ¿Quién podría negarlo? A medida que nuestros ojos escudriñan el relato de la notable discusión entre Job y sus amigos, descubrimos con sorpresa que solo en lo que va de los capítulos 29 a 31, Job se menciona a sí mismo alrededor de cien veces. En resumidas cuentas, todo es «yo», «mi», «me», etc. a lo largo de todos esos capítulos.
Mas dirijamos nuestras miradas a nosotros mismos. Juzguemos nuestro propio corazón en sus actividades más íntimas y profundas. Revisemos nuestros caminos a la luz de la presencia divina. Pongamos todas nuestras obras y servicios sobre la santa balanza del santuario de Dios. Entonces descubriremos cuánto hay de ese detestable yo, el cual se extiende como un tejido negruzco y contaminante por entre todo el ropaje de nuestra vida cristiana y de nuestro servicio cristiano. ¿A qué se debe, por ejemplo, que siempre que nos tocan el yo, aunque sea en lo mínimo, tengamos tanta predisposición a asumir una actitud arrogante? ¿Por qué nos ofendemos con tanta facilidad y nos irritamos tanto ante las reprimendas, por más delicado y dulce que sea el tono de estas? ¿Por qué esa tan fuerte tendencia a ofenderse ante el menor menosprecio que nos hagan? ¿Por qué, en fin, nuestras simpatías, nuestro respeto y nuestras preferencias se dirigen con tanta energía hacia aquellos que tienen un buen concepto de nosotros, que aprecian nuestro ministerio, que están de acuerdo con nuestras opiniones y que adoptan nuestras ideas?
Todas estas cosas, ¿no nos dicen nada? ¿Acaso no nos llaman a despojarnos primeramente de nuestro gran egotismo antes de condenar el de nuestro antiguo patriarca? Seguramente que él no procedió bien; pero nosotros estamos mucho más enredados en el mal. El hecho de que un hombre que vivía en el ensombrecido crepúsculo de las lejanas épocas patriarcales se viera enredado en la trampa del orgullo, debería asombrarnos muchísimo menos que el de un santo en igual situación pero que se halla bajo la plena luz del cristianismo. Cristo aún no había venido. Ninguna voz profética había llegado todavía a oídos de los hombres. Ni siquiera la misma ley había sido dada cuando Job vivía, hablaba y pensaba. Podemos formarnos una muy somera idea, por cierto, del tan tenue rayo de luz que alumbraba la senda de los hombres en los tiempos de Job. Pero nosotros tenemos el elevado privilegio y la santa responsabilidad de andar en la luz cenital de un cristianismo cumplido.
Cristo vino. Vivió, murió, resucitó y ascendió al cielo. Él envió al Espíritu Santo para morar en nuestros corazones, como testigo de Su gloria, como el sello de la redención cumplida y como las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida. El canon de la Escritura está cerrado. El círculo de la revelación está completado. La Palabra de Dios está concluida. Tenemos ante nosotros la historia divina de Aquel que se despojó a sí mismo y que iba de lugar en lugar haciendo el bien; el maravilloso relato de lo que hacía y de cómo lo hacía; de lo que decía y de cómo lo decía; de quién era y de lo que era. Sabemos que él murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras; que condenó el pecado y lo quitó de en medio; que nuestra vieja naturaleza –esa odiosa cosa llamada el yo, el «pecado», la carne– ha sido crucificada y enterrada a los ojos de Dios; que se puso fin a su poder sobre nosotros para siempre. Sabemos, además, que somos partícipes de la naturaleza divina; que tenemos el Espíritu Santo que mora en nosotros; que somos miembros del Cuerpo de Cristo, de su carne y de sus huesos; que somos llamados a andar así como él anduvo; que somos herederos de su gloria, herederos de Dios y coherederos con Cristo.
Ahora bien, ¿qué sabía Job de todo esto? Nada. ¿Cómo podía saber lo que no fue revelado hasta varios siglos después de él? La medida del conocimiento de Job se pone de manifiesto al leer sus vehementes y conmovedoras palabras al final del capítulo 19: «¡Quién diese ahora que mis palabras fuesen escritas! ¡Quién diese que se escribiesen en un libro; que con cincel de hierro y con plomo fuesen esculpidas en piedra para siempre! Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mi mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece dentro de mí» (v. 23‑27).
Este era el conocimiento de Job –su credo–. En un sentido, su conocimiento era grande; pero, en comparación con el extenso y prominente círculo de verdades en medio del cual tenemos el privilegio de ser introducidos, es muy pequeño. Job miraba adelante, a través de un débil crepúsculo, hacia algo que habría de cumplirse en un porvenir lejano. Nosotros, en cambio, desde el tope de las aguas de la revelación divina, miramos atrás, hacia algo consumado. Job pudo decir de su Redentor que «al fin se levantará sobre el polvo». Nosotros sabemos que nuestro Redentor, después de haber vivido, trabajado y muerto en la tierra, se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos.
En resumidas cuentas, la medida de la luz y de los privilegios de Job no admite comparación con lo que nosotros gozamos; y por eso nosotros tenemos menos excusas para entregarnos a las diversas formas de egotismo o de amor propio que se manifiestan en nosotros. Nuestro renunciamiento propio debe ir en proporción a la medida de nuestros privilegios espirituales. Lamentablemente, no siempre es así. Profesamos las más elevadas verdades; pero ellas no forman nuestro carácter ni gobiernan nuestra conducta. Hablamos de nuestra vocación celestial; pero nuestros caminos son terrenales y algunas veces carnales o todavía peores. Profesamos disfrutar la más alta posición; pero nuestro estado práctico no está a tono con ella. Nuestra verdadera condición no responde a nuestra asumida posición. Somos presumidos, susceptibles, caprichosos y fácilmente irritables. Somos tan propensos a embarcarnos en la empresa de la justificación propia como nuestro patriarca Job.
Por otro lado, cuando nos sentimos obligados a dirigirnos a alguien en actitud y tono de reprensión, ¡con qué rudeza, tosquedad y aspereza desempeñamos esta necesaria labor! ¡Qué poco tacto y qué poca suavidad en el tono! ¡Cuánta falta de dulzura y de ternura! ¡Qué poca bondad, qué poco de ese «excelente bálsamo» (Sal. 141:5)! ¡Qué difícil es hallar entre nosotros corazones quebrantados y ojos llorosos! ¡Qué miserable capacidad para guiar a nuestro hermano extraviado a agachar la cabeza y a humillarse! ¿A qué se debe? Simplemente a que nosotros mismos no cultivamos el hábito de agachar la cabeza y de humillarnos. Si, por un lado, permitimos, como Job, dar rienda suelta a nuestro egotismo y a nuestra propia justificación, seremos, por el otro, tan incapaces como sus amigos de provocar en nuestro hermano el juicio de sí mismo. Cuán a menudo hacemos gala de nuestra experiencia, como Elifaz; o gustamos de un espíritu legal, como Zofar; o introducimos la autoridad humana, como Bildad. ¡Cuán poco se ve en nosotros el espíritu y la mente de Cristo! ¡Cuán poco se ve el poder del Espíritu Santo o la autoridad de la Palabra de Dios!
No es nada agradable escribir estas cosas. Todo lo contrario. Pero sentimos que es nuestro deber hacerlo. Nos aflige sobremanera ver –y ello con la mayor solemnidad– la creciente frivolidad e indiferencia de la época en que vivimos. Nada es más aterrador que la desproporción entre nuestra profesión y nuestra práctica. Se profesan las más elevadas verdades en relación inmediata con una mundanalidad y una licencia groseras. En algunos casos, pareciera como si el andar fuese más bajo cuanto más altas son las doctrinas profesadas. Vemos en medio de nosotros una extensa difusión de la verdad; pero, ¿dónde está su poder formativo? Torrentes de luz se derraman en la inteligencia, pero ¿dónde están los profundos ejercicios de corazón y de conciencia en la presencia de Dios? La regla de presentar la verdad en forma precisa y exacta se cumple con extremo rigor; pero, ¿dónde están los resultados prácticos? Se desarrolla la sana doctrina según la letra; pero, ¿dónde está el espíritu? Vemos la forma de las palabras; pero, ¿dónde está la representación viviente?
¿Queremos decir con esto que no apreciamos la sana doctrina? ¿Queremos decir que subestimamos la amplia difusión de las preciosas verdades de la Palabra en sus formas más elevadas? ¡Lejos, lejos está de nosotros ese pensamiento! El lenguaje humano sería insuficiente para expresar nuestra estima de estas cosas. Que Dios nos guarde de escribir una sola línea que pudiera de alguna manera hacer mermar en la mente del lector el inefable valor y la importancia de mantener una elevadísima –en rigor, la más elevada– norma de verdad, al igual que la sana doctrina. Estamos plenamente persuadidos de que jamás mejoraremos nuestra conducta rebajando –aun si fuese el ancho de un cabello– la medida de los principios de Dios.
Mas, querido lector, le preguntamos con amor y solemnidad: ¿No le aflige el hecho de que en medio de nosotros haya tan trágica ausencia de conciencias delicadas y de corazones ejercitados? ¿Marcha pareja nuestra piedad práctica con la profesión de nuestros principios? ¿Está la medida de nuestra conducta práctica a la misma altura que la medida de la doctrina que profesamos? ¡Ay, prevemos la respuesta del lector serio y reflexivo! Sabemos muy bien los términos en que ella habrá de expresarse. Salta a la vista que la verdad no actúa en nuestras conciencias como sería de esperar, que la doctrina no brilla en nuestra vida y que la práctica no está a tono con la profesión.
Hablamos por y para nosotros. Escribimos estas líneas en un espíritu de juicio propio; en la misma presencia de Dios, ya que Dios es nuestro testigo. Es nuestro ardiente deseo que la espada de la verdad penetre en nuestra propia alma y llegue hasta las más profundas raíces ocultas en ella. El Señor sabe lo mucho que es preferible dar un hachazo a la raíz del yo y dejar que haga su trabajo. Sentimos que tenemos un sagrado deber que cumplir hacia cada lector como también hacia la Iglesia de Dios; pero también sentimos que ese deber no podría ser plenamente cumplido si presentáramos meramente todo lo precioso, todo lo bello y todo lo puro. Estamos convencidos de que Dios no solo quiere que la voz de advertencia haga mella en nuestros propios corazones y conciencias, sino también que procuremos ejercitar los corazones y las conciencias de todos aquellos con quienes nos relacionamos.
Es verdad que cosas tales como la mundanalidad, la carnalidad, el relajamiento en todas las facetas de la vida cotidiana –en el guardarropa, la biblioteca, el equipaje, la mesa, etc.–, la moda y el estilo de vestir, la vanidad y la insensatez, el orgullo de casta, de talento o intelecto y de riqueza, no pueden tratarse cabalmente. Ninguna de estas cosas –bien lo sabemos, es cierto– pueden escribirse, exponerse o censurarse de forma abierta y acabada. Pero, ¿acaso no podemos apelar a la conciencia? ¿Acaso la voz de la santa exhortación no debe alcanzar los oídos de todos nosotros? ¿Cómo podríamos tolerar la relajación, la indiferencia y la tibieza laodiceana –preparando así el camino hacia el escepticismo universal–, la infidelidad y el ateísmo práctico, sin despertar nuestra conciencia ni tratar de despertar la de los demás? ¡Dios nos guarde de ello! Sin duda, el camino más elevado y excelente es que el mal sea expulsado por el bien, la carne subyugada por el Espíritu, el yo desplazado por Cristo y el amor del mundo reemplazado por el del Padre.
Todo esto lo creemos plenamente y lo admitimos con entera libertad; pero, con todo, debemos todavía urgir en nuestras propias conciencias y en la del lector la necesidad de someternos, con respecto a toda nuestra carrera, a un solemne y escrutador examen de corazón; a un profundo juicio de nosotros mismos. ¡Bendito sea Dios, podemos llevar a cabo estos ejercicios delante del trono de la gracia, delante del precioso propiciatorio! «La gracia reine» (Rom. 5:21). ¡Qué preciosa y consoladora verdad! ¿Podría ella debilitar el valor del juicio de nosotros mismos? ¡De ninguna manera! Ella solo podría infundir en nosotros el tono y el carácter correctos para este necesario ejercicio de alma. Nosotros tenemos que ver con la gracia triunfante; esto es precisamente lo que nos enseña a no dar rienda suelta al yo, sino a mortificarlo enteramente.
¡Quiera el Señor hacernos realmente humildes, celosos y devotos! Que la expresión íntima de nuestro corazón sea: “Señor, soy tuyo, tuyo solamente, todo tuyo, tuyo por siempre”.
Esto puede parecer a algunos una digresión de nuestro tema principal; pero confiamos que esta pequeña digresión que nos hemos permitido no será en vano, sino que, por la gracia de Dios, dejará algún provecho al corazón y a la conciencia del escritor y del lector; y así estaremos mejor preparados para entender y apreciar el poderoso ministerio de Eliú, hacia el cual dirigiremos ahora nuestra atención confiándonos a la guía de Dios.
El lector no puede dejar de advertir el doble efecto que produce este notable ministerio: su efecto sobre nuestro patriarca y su efecto sobre sus amigos. No podría esperarse otra cosa. Eliú, como ya lo hicimos notar, había escuchado pacientemente los argumentos esgrimidos por ambas partes. Él había dejado, por así decirlo, que hablaran hasta el cansancio, que dijeran todo lo que tenían para decirse: «Y Eliú había esperado a Job en la disputa, porque los otros eran más viejos que él» (v. 4). Esto está en un hermoso orden moral. Con toda certeza, era el camino del Espíritu de Dios. La modestia es un ornamento que sienta bien a un joven. ¡Ojalá abunde más en medio de nosotros! No hay nada más atractivo en un joven que un espíritu calmo y discreto. Cuando la verdadera dignidad yace oculta debajo de un manto de modestia y humildad, ella seguramente atraerá los corazones con una fuerza irresistible. Por el contrario, nada es más repulsivo que la temeraria confianza en sí mismo, el denodado atrevimiento y la arrogancia de muchos jóvenes de hoy día. Bueno sería que estos jóvenes consideraran las palabras introductorias de Eliú, e imitaran su ejemplo.
«Y respondió Eliú hijo de Baraquel buzita, y dijo: Yo soy joven, y vosotros ancianos; por tanto, he tenido miedo, y he temido declararos mi opinión. Yo decía: Los días hablarán, y la muchedumbre de años declarará sabiduría» (32:6‑7). Este es el orden natural. Presuponemos que la sabiduría está en la cabeza de los hombres en la misma medida que sus canas; es, pues, razonable y conveniente que los jóvenes sean prontos para oír y tardos para hablar en presencia de sus mayores. Podemos sentar, como un principio casi invariable, que un joven impetuoso no es conducido por el Espíritu de Dios; que jamás se ha medido en la presencia divina, y que nunca ha quebrantado su corazón delante de Dios.
No cabe duda de que –como sucedió con Job y sus amigos– muchas veces hombres mayores profieren muchas cosas sin sentido. Los cabellos encanecidos y la sabiduría no siempre marchan parejos; y también es un hecho no poco frecuente que hombres de edad, apoyándose meramente en el número de sus años, se arrogan un lugar para el cual no tienen ningún poder moral, intelectual ni espiritual. Todo esto que decimos es perfectamente cierto, y digno de la consideración de aquellos que pudieran sentirse identificados con estas cosas. Pero todas estas miserias no empañan en lo más mínimo el delicado sentimiento moral que se echa de ver en las primeras palabras de Eliú: «Yo soy joven, y vosotros ancianos; por tanto, he tenido miedo, y he temido declararos mi opinión». Esto siempre estará bien. Siempre es hermoso y agradable que un joven tema declarar su opinión. Podemos perder cuidado que un hombre que posee fuerza moral interior –uno que, como decimos, «la lleva adentro»– jamás procurará tomar la delantera con precipitación; sino al contrario, cuando se pone adelante, está seguro de que va a ser escuchado con respeto y atención. La modestia en combinación con la fuerza moral comunica un irresistible atractivo al carácter de uno; en tanto que los talentos más espléndidos pierden su brillo a causa de una personalidad confiada en sí misma.
«Ciertamente –sigue diciendo Eliú– espíritu hay en el hombre y el soplo del Omnipotente le hace que entienda» (v. 8). Aquí se introduce un elemento completamente diferente. Cuando el Espíritu de Dios entra en escena, ya no se trata de una cuestión de juventud ni de vejez, pues Él, para hablar, puede servirse de un joven o de un hombre mayor. «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zac. 4:6). Esto rige siempre. Fue verdadero para los patriarcas, verdadero para los profetas, verdadero para los apóstoles y es verdadero para nosotros y para todos. No se trata aquí de la fuerza ni del poder humano, sino del Espíritu eterno.
En esto estriba el secreto del calmo poder de Eliú. Él estaba lleno del Espíritu; y entonces, olvidamos su juventud para prestar oídos a las palabras de peso espiritual y de sabiduría celestial que brotan de sus labios; y ello nos hace recordar a Aquel que hablaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas. Hay una notable diferencia entre un hombre que habla como los oráculos de Dios y otro que habla meramente de forma rutinaria y oficial; entre uno que habla desde el corazón, con la santa unción del Espíritu, y otro que habla desde el intelecto con la autoridad humana. ¿Quién podría estimar debidamente la diferencia entre estas dos cosas? Nadie excepto aquellos que poseen y ejercitan la mente de Cristo.
Mas volvamos a las palabras de Eliú: «No son los sabios» –nos dice él– «los de mucha edad, ni los ancianos entienden el derecho [¡gran verdad!]. Por tanto, yo dije: Escuchadme; declararé yo también mi sabiduría. He aquí yo he esperado a vuestras razones, he escuchado a vuestros argumentos, en tanto que buscabais palabras. Os he prestado atención, y he aquí que no hay de vosotros quien redarguya a Job, y responda a sus razones» (v. 9‑12). Notemos particularmente esto: «No hay de vosotros quien redarguya a Job». Esto claramente era suficiente. Job, al final de la discusión, estaba tan lejos de haber sido redargüido como lo estaba al comienzo de la misma. Y podemos decir, en efecto, que cada nuevo argumento extraído del tesoro de la experiencia, de la tradición y del legalismo no sirvieron más que para provocar nuevas y más profundas manifestaciones de la naturaleza no juzgada, no subyugada y no mortificada de Job.
Pero, ¡cuán instructiva es la razón de todo esto!: «Para que no digáis: Nosotros hemos hallado sabiduría; lo vence Dios, no el hombre» (v. 13). Ninguna carne se gloriará en la presencia de Dios. La carne puede jactarse fuera de esta presencia. Puede elevar sus pretensiones, gloriarse en sus recursos y enorgullecerse de sus empresas, mientras que Dios no es tenido en consideración. Pero, lector, al introducir a Dios, toda altanería, jactancia, y vanagloria, toda ilusión presuntuosa, todo engreimiento y arrogancia se disipa en un abrir y cerrar de ojos. Recordemos esto. «¿Dónde, pues, está la jactancia? Queda excluida» (Rom. 3:27). Sí, toda jactancia; la jactancia de Job y la de sus amigos. Si Job hubiese logrado establecer sus pretensiones, se habría jactado. Si, por otro lado, sus amigos hubieran conseguido taparle la boca, ellos se habrían jactado. Pero no, «lo vence Dios, no el hombre».
Así fue, así es y así ha de ser siempre. Dios sabe cómo humillar un corazón soberbio y avasallar una voluntad inflexible. De nada sirve que uno se enaltezca a sí mismo; pues podemos perder cuidado que quienquiera que se enaltezca será, tarde o temprano, humillado. El gobierno moral de Dios ha dictaminado que todo lo que se eleve y se ensalce deba ser derribado hasta el polvo. Esta es una verdad saludable para todos nosotros; pero especialmente para los jóvenes entusiastas y para los ambiciosos. La senda humilde, recatada y oculta es, incuestionablemente, la mejor, la más segura y dichosa. ¡Ojalá podamos seguirla siempre, hasta que alcancemos esa escena brillante y bendita, donde el orgullo y la ambición son cosas desconocidas!
Las palabras de apertura de Eliú produjeron un efecto sorprendente en los tres amigos de Job: «Se espantaron, no respondieron más; se les fueron los razonamientos. Yo, pues, he esperado, pero no hablaban; más bien callaron y no respondieron más. Por eso yo también responderé mi parte; también yo declararé mi juicio». Y, seguidamente, para que nadie vaya a suponer que él estaba hablando sus propias palabras, agrega: «Porque lleno estoy de palabras, y me apremia el espíritu dentro de mí» (v. 15‑18). Esta es la verdadera fuente y poder de todo ministerio en todas las épocas. Si no es «la inspiración» o «el soplo del Omnipotente», todo es en vano.
Lo repetimos, esta es la verdadera fuente del ministerio en todos los tiempos y en todos los lugares. Y, al decir esto, no debemos olvidar que cuando nuestro Señor Jesucristo ascendió al cielo y se sentó a la diestra de Dios en virtud de una redención cumplida, tuvo lugar un gran cambio. En otras oportunidades, ya nos hemos referido muchas veces a esta gloriosa verdad, por lo que no abundaremos en detalles al respecto. La mencionamos aquí meramente para que el lector no vaya a suponer que cuando hablamos de la verdadera fuente del ministerio en todas las épocas, estamos olvidando lo que es característico y distintivo de la Iglesia de Dios en la presente dispensación, como consecuencia de la muerte y resurrección de Cristo y de la presencia y morada del Espíritu Santo tanto en el creyente individual como en la Iglesia, que es el Cuerpo de Cristo en la tierra. ¡Nada más lejos de nuestros pensamientos! Gracias a Dios tenemos un sentido demasiado profundo del valor, importancia y alcance práctico de esa grande y gloriosa verdad como para perderla de vista por un momento. De hecho, es precisamente este sentido profundo –junto con el recuerdo de los incesantes esfuerzos de Satanás por desconocer la verdad de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia– lo que nos conduce a escribir este párrafo admonitorio.
No obstante, el principio de Eliú tiene vigor en todos los tiempos. Todo aquel que tenga que hablar con fuerza y eficacia, deberá ser capaz de decir, en alguna medida: «Porque lleno estoy de palabras, y me apremia el espíritu dentro de mí». [3]
[3] N. del A. – El lector debe entender claramente que, en la cita precedente, Eliú no habla de la morada del Espíritu Santo tal como la conocemos los creyentes hoy. La morada del Espíritu Santo en el creyente era algo completamente desconocido para los santos del Antiguo Testamento, y fue el resultado directo de una redención cumplida, el fruto especial de la glorificación de Cristo a la diestra de la Majestad en los cielos. Esta importante verdad ha sido mencionada repetidas veces y tratada en detalle en otras ocasiones, por lo que no vamos a considerarla ahora; pero le solicitaríamos al lector que se remita a Juan 7:39 y 15:7, y medite en la doctrina que allí se enseña, al margen de todo pensamiento propio preconcebido e independientemente de las opiniones de los hombres. A partir de estos versículos, verá claramente que el Espíritu Santo no vino –y no podía venir– hasta que Jesús no hubiera sido glorificado. Esta no es una mera especulación, una teoría humana ni el dogma de una determinada escuela; sino que se trata de una gran verdad fundamental del cristianismo, la cual ha de ser recibida con reverencia, sostenida con tenacidad y confesada fielmente por todo verdadero cristiano. ¡Que todo el pueblo del Señor sea llevado a verla y a creerla!
«De cierto mi corazón está como el vino que no tiene respiradero, y se rompe como odres nuevos. Hablaré, pues, y respiraré; abriré mis labios, y responderé» (v. 18‑20). Así ha de ser siempre, al menos en alguna medida, entre aquellos que quieran hablar con verdadera fuerza y eficacia al corazón y a la conciencia de sus semejantes.
Al leer las ardientes palabras de Eliú nos viene forzosamente al pensamiento ese memorable pasaje del capítulo 7 de Juan: «El que cree en mí, como dice la Escritura, de adentro de él fluirán ríos de agua viva» (v. 38). Es cierto que Eliú no conocía la gloriosa verdad declarada aquí por nuestro Señor, ya que la misma tuvo su cumplimiento quince siglos más tarde. Pero sí conocía entonces el principio; él poseía el germen de lo que, siglos más tarde, alcanzaría una plena florescencia y madurez. Sabía que, para hablar de una manera decidida, incisiva y enérgica, debía hacerlo con el «soplo del Omnipotente». Había escuchado hasta el hartazgo a hombres que dijeron un montón de cosas infructuosas; que dijeron algunas perogrulladas extraídas de su experiencia o de las mustias bodegas de la tradición humana. A Eliú casi se le había agotado la paciencia con todo esto, y entonces se levanta con la energía del Espíritu para dirigirse a sus oyentes como uno que era apto para hablar como oráculo de Dios.
En esto estriba el gran secreto de la fuerza y del éxito ministerial. «Si alguno habla –dice Pedro– sea como oráculo de Dios» (1 Pe. 4:11; V.M.). No se trata simplemente –nótese con cuidado– de hablar conforme a las Escrituras: algo, seguramente, sumamente importante y esencial. Pero es más que eso. Un hombre puede levantarse y dirigirse a sus semejantes durante una hora, sin pronunciar, a lo largo de todo su discurso, una sola palabra que sea anti-escrituraria; y, sin embargo, todo ese tiempo pudo no haber sido oráculo de Dios; pudo no haber sido el portavoz de Dios ni el expositor presente de Sus pensamientos para las almas que lo hayan estado escuchando.
Esto es especialmente solemne, y demanda la seria consideración de parte de todos aquellos que son llamados a abrir sus labios en medio del pueblo de Dios. Una cosa es exponer cierta cantidad de conceptos correctos y verdaderos, y muy otra ser el vehículo de comunicación viviente entre el mismísimo corazón de Dios y las almas de los Suyos. Esto último –y ello solamente– es lo que constituye la esencia del verdadero ministerio. Un hombre que habla como oráculo de Dios llevará la conciencia de sus oyentes a la misma luz de la presencia divina, a tal punto que cada rincón del corazón quedará descubierto, y cada móvil moral tocado. He aquí un verdadero ministerio. Todo el que no es así carece de fuerza, de valor y de provecho. Nada puede ser más deplorable y humillante que tener que oír a un hombre que echa mano en forma evidente de sus propios recursos miserables y escasos, o que ofrece al público verdades por conducto ajeno y por pensamientos prestados de otros, como mercader en la feria. Nada mejor para ellos que guardarse en silencio, tanto por sus oyentes como por sí mismos. Pero esto no lo es todo. A menudo podemos oír a un hombre exponiendo ante sus semejantes lo que su propia mente meditó en privado con mucho interés y provecho. Él puede decir verdades, y verdades importantes; pero no la verdad que necesitan las almas de los santos, la verdad para ese momento. En lo que respecta a su tema, habló todo el tiempo conforme a las Escrituras; pero no habló como oráculo de Dios.
Así pues, que todos aprendamos esta importante lección de la actuación de Eliú; una lección, sin duda, muy necesaria. Algunos pueden sentirse dispuestos a decir que se trata de una lección muy dura y difícil. Pero no; si vivimos en la presencia del Señor, en el sentimiento de que no somos nada y de que él basta para todo, aprenderemos a conocer el precioso secreto de un ministerio eficaz. Sabremos apoyarnos siempre en Dios solamente, para ser, en el buen sentido, independientes de los hombres; podremos entender el significado y la fuerza de las siguientes palabras de Eliú: «No haré ahora acepción de personas, ni usaré con nadie de títulos lisonjeros. Porque no sé hablar lisonjas; de otra manera, en breve mi Hacedor me consumiría» (v. 21‑22).
Al estudiar el ministerio de Eliú, hallamos en él dos grandes elementos: «La gracia y la verdad». Ambos eran esenciales para tratar con Job; y, en consecuencia, los dos brillan con extraordinario poder. Eliú le dice a Job y a sus tres amigos muy claramente que no sabe hablar lisonjas, que no sabe dar títulos lisonjeros a los hombres. La voz de la «verdad» llega con gran claridad a los oídos. La verdad pone a cada uno en su propio lugar; y, precisamente por eso, no puede otorgar títulos lisonjeros a un pobre mortal culpable, por mucho que ese mortal fuese gratificado por ellos. El hombre debe ser llevado al conocimiento de sí mismo, a ver su verdadera condición y a confesar lo que realmente es. Esto era precisamente lo que necesitaba Job. Él no se conocía a sí mismo, y sus amigos no pudieron darle este conocimiento. Necesitaba ser conducido a lo profundo; pero sus amigos no pudieron conducirlo allí. Necesitaba el juicio de sí mismo; pero sus amigos fueron totalmente incapaces de provocarlo.
Eliú comienza, pues, diciéndole a Job la verdad. Presenta a Dios en su verdadero carácter. Esto es precisamente lo que no habían hecho los tres amigos. Sin duda, ellos habían aludido a Dios; pero sus alusiones eran oscuras, distorsionadas y falsas. Esto lo vemos claramente al leer en el capítulo 42:7‑8, estas palabras: «Jehová dijo a Elifaz temanita: Mi ira se encendió contra ti y tus dos compañeros; porque no habéis hablado de mí lo recto, como mi siervo Job. Ahora, pues, tomaos siete becerros y siete carneros, e id a mi siervo Job, y ofreced holocausto por vosotros, y mi siervo Job orará por vosotros; porque de cierto a él atenderé para no trataros afrentosamente, por cuanto no habéis hablado de mí con rectitud, como mi siervo Job». [4] Su falta consistió en que ellos no habían presentado a Dios ante el alma de su amigo, imposibilitando así que Job se juzgara a sí mismo.
[4] N. del A. – El lector deberá tener en cuenta que estas palabras fueron pronunciadas después del arrepentimiento de Job. Es de suma importancia ver esto.
Pero Eliú no cometió ese error. Él siguió un criterio totalmente diferente. Hizo que la luz de la «verdad» actuase sobre la conciencia de Job y, a la vez, derramó el precioso bálsamo de la «gracia» en su corazón, cuando dijo: «Por tanto, Job, oye ahora mis razones, y escucha todas mis palabras. He aquí yo abriré ahora mi boca, y mi lengua hablará en mi garganta. Mis razones declararán la rectitud de mi corazón, y lo que saben mis labios, lo hablarán con sinceridad. El Espíritu de Dios me hizo, y el soplo del Omnipotente me dio vida. Respóndeme si puedes; ordena tus palabras, ponte en pie. Heme aquí a mí en lugar de Dios, conforme a tu dicho; de barro fui yo también formado. He aquí, mi terror no te espantará, ni mi mano se agravará sobre ti» (33:1‑7). Con estos acentos, el ministerio de la «gracia» se revela de forma grata y poderosa al corazón de Job. El ministerio de los tres amigos carecía por completo de este excelentísimo ingrediente. Ellos no se mostraban más que dispuestos a “agravar su mano” sobre el pobre Job. Eran jueces implacables, drásticos censores e intérpretes falsos. Podían ver con malos ojos y con frialdad las heridas sufridas por su afligido amigo, y asombrarse de cómo llegaron allí. Consideraban las ruinas de su casa, y llegaban a la dura conclusión de que no eran sino consecuencia de su mala conducta. Contemplaban su desvanecida fortuna y, con inexorable severidad, sacaban la conclusión de que la pérdida de su fortuna se debió a sus faltas.
No demostraron ser jueces totalmente imparciales. No comprendieron en absoluto los designios de Dios, ni percibieron toda la fuerza moral de estas importantes palabras: «Jehová prueba al justo» (Sal. 11:5). En una palabra, se extraviaron totalmente. Su punto de vista era falso, y, por ende, todo su campo visual, defectuoso. En su ministerio no había ni «gracia» ni «verdad», y, por consiguiente, no pudieron redargüir a Job. Lo condenaron –eso sí– pero sin redargüirlo; cuando lo que tendrían que haber hecho era redargüirlo a fin de que se condenara a sí mismo.
El proceder de Eliú presenta aquí un vívido contraste con el de ellos. Él anuncia a Job la verdad; pero no «agravó su mano» sobre él. Eliú había aprendido a conocer el misterioso poder del «silbo apacible y delicado» (1 Reyes 19:12); conocía la virtud de la gracia que subyuga el alma y derrite el corazón. Job había proferido un montón de falsas nociones acerca de sí mismo, y esas nociones habían brotado de una raíz a la cual era preciso aplicar la afilada hacha de la «verdad». «De cierto –dice Eliú– tú dijiste a oídos míos, y yo oí la voz de tus palabras que decían: Yo soy limpio y sin defecto; soy inocente, y no hay maldad en mí» (v. 8‑9). ¡Qué palabras temerarias para un pobre mortal pecador! Seguramente, aunque aquella «luz verdadera» (Juan 1:9) en la que andamos todavía no había alumbrado el alma de este patriarca, bien podemos maravillarnos de tal lenguaje. Mas, ¿qué viene después? Aun cuando Job era, a sus ojos, tan limpio, tan inocente y tan libre de maldad, dice de Dios: «He aquí que él buscó reproches contra mí, y me tiene por su enemigo; puso mis pies en el cepo, y vigiló todas mis sendas» (v. 10‑11). He aquí una palpable discrepancia. ¿Cómo podía un Ser santo, justo y recto considerar como Su enemigo a un hombre puro e inocente? O bien Job se engañaba a sí mismo o bien Dios era injusto.
Sin embargo, Eliú, como ministro de la verdad, no es lento para pronunciar su juicio y decirnos quién tiene razón: «He aquí, en esto no has hablado justamente; yo te responderé que mayor es Dios que el hombre» (v. 12). ¡Qué verdad simple! A pesar de ello, ¡qué poco comprendida! Si Dios es mayor que el hombre, entonces, obviamente, Él –y no el hombre– debe ser el Juez que declara lo que es justo. El corazón incrédulo rechaza esto, y de ahí viene la constante tendencia a juzgar las obras, los caminos y la Palabra de Dios; a juzgar a Dios mismo. El hombre, en su impía e infiel insensatez, toma entre manos pronunciar su juicio acerca de lo que es digno de Dios y de lo que no lo es; osa decidir lo que Dios debe –o no debe– decir y hacer. Da muestras de total ignorancia acerca de esa tan simple, evidente y necesaria verdad, a saber, que «mayor es Dios que el hombre».
Ahora bien, cuando nuestro corazón se inclina ante el peso de esta gran verdad moral, nos hallamos entonces en la actitud adecuada para discernir el objeto de los designios de Dios respecto a nosotros. Él seguramente habrá de tener la primacía. «¿Por qué contiendes contra él? Porque él no da cuenta de ninguna de sus razones. Sin embargo, en una o en dos maneras habla Dios; pero el hombre no entiende. Por sueño, en visión nocturna, cuando el sueño cae sobre los hombres, cuando se adormecen sobre el lecho, entonces revela al oído de los hombres, y les señala su consejo, para quitar al hombre de su obra, y apartar del varón la soberbia. Detendrá su alma del sepulcro, y su vida de que perezca a espada» (v. 13‑18).
El verdadero secreto de todos los falsos razonamientos de Job estriba en el hecho de que él no comprendió el carácter de Dios ni el objeto de todos Sus caminos. No vio que Dios lo estaba probando, que Él estaba detrás de las escenas y que se servía de diversos agentes para el cumplimiento de Sus sabios y graciables propósitos. Aun Satanás mismo es un mero instrumento en las manos de Dios; él no podía traspasar siquiera el ancho de un cabello el límite divinamente prescripto. Es más, una vez que llevó a cabo la tarea que se le había asignado, fue despedido, y no oímos hablar más de él en el resto del libro. Dios llevaba adelante sus designios con Job. Lo probaba para instruirlo, para apartarlo de sus ideas y para quebrantar el orgullo de su corazón. Si Job hubiese discernido este importante punto, habría evitado un mundo de altercados y contiendas. En vez de enfadarse con los hombres y con las cosas –con los individuos y con las influencias–, se habría juzgado a sí mismo e inclinado delante del Señor en humildad y en una verdadera contrición y quebrantamiento de corazón.
Esto es de inmensa importancia para todos nosotros. Somos muy propensos a olvidar el prominente hecho de que «Jehová prueba al justo». «No apartará de los justos sus ojos» (Sal. 11:5; Job 36:7). Estamos de continuo en Sus manos y bajo Su mirada. Somos los objetos de Su amor profundo, tierno e invariable; pero somos también los objetos de Su sabio gobierno moral. Sus designios para con nosotros son diversos. Algunas veces son preventivos; otras, correctivos; pero siempre son instructivos. A veces nos empeñamos en seguir nuestros propios caminos, el fin de los cuales sería nuestra ruina moral. Entonces, Dios irrumpe en nuestra marcha y nos disuade de nuestras intenciones. Hace trizas nuestros castillos de ilusiones, disipa nuestros sueños dorados y frustra muchos planes queridos que apasionan nuestro corazón, mas cuya realización habría significado nuestra ruina. «He aquí, todas estas cosas hace Dios dos y tres veces con el hombre, para apartar su alma del sepulcro, y para iluminarlo con la luz de los vivientes» (33:29‑30).
Si el lector se vuelve un momento hacia Hebreos 12:3‑12, hallará muchas instrucciones preciosas acerca del tema de los caminos de Dios con su pueblo. No es nuestro propósito detenernos en este pasaje, sino simplemente hacer notar que el mismo presenta tres maneras diferentes en que podemos recibir el castigo de la mano de nuestro Padre. En primer lugar, podemos «despreciar» la disciplina, tomándola como si la mano y la voz del Padre no interviniesen en el asunto. En segundo lugar, podemos «desmayar» bajo la disciplina, como si fuese algo intolerable, y no el precioso fruto de su amor. Por último, podemos ser «ejercitados» por medio de ella, y así recoger, en su tiempo, el «fruto apacible de justicia».
Ahora bien, si nuestro patriarca tan solo hubiera comprendido el brillante hecho de que Dios estaba llevando a cabo Sus designios para con él; que lo estaba probando para su provecho ulterior; que empleaba las circunstancias, los hombres, los sabeos y al mismo Satanás como instrumentos en Sus manos; si hubiera comprendido que todas sus pruebas, la pérdida de todo lo que poseía, sus desgracias y sus padecimientos, no eran otra cosa que las operaciones maravillosas de Dios para llevar a cabo sus sabios y misericordiosos designios, y que Él quería seguramente perfeccionar cosas que consideraba necesarias en su querido y muy amado siervo, porque para siempre es su misericordia; en una palabra, si Job tan solo hubiese apartado de su vista todas las circunstancias y causas secundarias, y hubiese fijado sus pensamientos nada más que en el Dios vivo y aceptado todo como proveniente de Su benévola mano, habría ciertamente obtenido más rápidamente la divina solución de todas sus dificultades.
Este es precisamente el gran escollo contra el que de ordinario nos estrellamos. Todo en nuestra mente gira en torno a los hombres y a las circunstancias. No vemos más que ello y su incidencia sobre nosotros. No caminamos con Dios a través de –o, más bien, por encima de– las circunstancias, sino que más bien permitimos que ellas nos dominen. En vez de ver a Dios entre nosotros y las circunstancias, dejamos que ellas se interpongan entre Dios y nosotros, velándolo así de nuestros ojos. De este modo perdemos el sentido de Su presencia, la luz de Su faz y la santa tranquilidad de estar en Sus amantes manos y bajo Su paternal mirada. Nos volvemos gruñones, impacientes, irritables y criticones. Nos alejamos cada vez más de Dios, de la comunión con él; caemos en todo tipo de errores, juzgando a todos menos a nosotros mismos, hasta que, finalmente, Dios nos toma de la mano y, mediante su directo y poderoso ministerio, nos trae de nuevo a él en una verdadera contrición de corazón y humildad de mente. Este es «el fin del Señor».
Debemos concluir este artículo. Con mucho gusto nos extenderíamos más sobre el bendito ministerio de Eliú. Con placer y provecho podríamos citar sus demás apelaciones al corazón y a la conciencia de Job, sus tajantes argumentos y sus incisivas preguntas. Pero debemos dejar que el lector medite por sí solo los capítulos restantes. Cuando lo hayamos hecho, veremos que tan pronto como Eliú termina su ministerio, Dios mismo comienza a tratar directamente con el alma de Su siervo (caps. 38‑41). Con el objeto de hacer sentir a Job su propia insignificancia, Dios apela a las obras de la Creación que hacen ver su poder y sabiduría. No es nuestra intención entresacar fragmentos de una de las partes más sublimes y magníficas del inspirado canon. Estos pasajes deben ser leídos en su conjunto. No necesitan ninguna explicación. Lo único que podría hacer el dedo del hombre es empañar su lustre. Su claridad solo puede igualarse a su grandeza moral. Todo lo que queremos hacer es simplemente llamar la atención al poderoso efecto producido en el corazón de Job a través del ministerio más maravilloso que pudo haber escuchado jamás un mortal, a saber, el ministerio directo del mismo Dios viviente.
Este efecto fue triple. Tocaba a Dios, a Job mismo y a sus amigos; tres puntos en los que precisamente estaba tan completamente errado. En cuanto a Dios, Eliú había señalado el error de Job en estas palabras: «Que Job no habla con sabiduría y que sus palabras no son con entendimiento. Deseo yo que Job sea probado ampliamente, a causa de sus respuestas semejantes a las de los hombres inicuos. Porque a su pecado añadió rebeldía; bate palmas contra nosotros, y contra Dios multiplica sus palabras». «¿Piensas que es cosa recta lo que has dicho: Más justo soy yo que Dios?» (34:35‑37; 35:2). Nótese el cambio aquí. Préstese oídos a los suspiros de un espíritu verdaderamente arrepentido, a las expresiones escuetas –aunque completas– de un juicio rectificado: «Respondió Job a Jehová, y dijo: Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti. ¿Quién es el que oscurece el consejo sin entendimiento? Por tanto, yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía. Oye, te ruego, y hablaré; te preguntaré, y tú me enseñarás. De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven» (42:1‑5).
5 - Retractación de Job
Aquí, entonces, comienza la retractación de Job. Todas sus anteriores declaraciones acerca de Dios y de Sus caminos él las señala ahora como palabras «sin entendimiento». ¡Qué confesión! ¡Qué momento en la vida de un hombre cuando este descubre que había estado sumido completamente en el error! ¡Qué notable vuelco! ¡Qué profunda humillación! Nos hace recordar a Jacob cuando fue tocado en el sitio del encaje de su muslo, y tuvo que aprender así su absoluta debilidad e insignificancia. Estos son momentos transcendentales en la historia de las almas; épocas espléndidas, que dejan, en todo el ser moral y en el carácter, una huella indeleble. Cuando uno empieza a tener pensamientos correctos acerca de Dios, entonces empieza a juzgar correctamente todas las cosas. Si mis juicios acerca de Dios son inexactos, también lo serán los que tenga acerca de mí, acerca de mis semejantes y acerca de todo.
En esto estribaba el problema de Job. Sus nuevos pensamientos acerca de Dios generaron de inmediato en él nuevos pensamientos acerca de sí mismo. Su elaborada apología de su propia justificación, su apasionado egotismo, su vehemente satisfacción y regocijo de sí mismo, los espaciosos argumentos en favor de sí mismo, todo fue hecho a un lado; todo quedó eclipsado por el brillo de estas tres lacónicas palabras: «Yo soy vil» (39:37). ¿Y que debía hacerse con este yo vil? ¿Hablar acerca de él? ¿ensalzarlo? ¿ocuparnos en él? ¿deliberar sobre él? ¿proveer a sus deseos? De ninguna manera: «Me aborrezco» (42:6).
Este es el verdadero terreno en que todos nosotros debemos guardarnos. A Job le costó mucho tiempo alcanzarlo, y lo mismo puede costarnos a muchos de nosotros. Muchos de entre nosotros se figuran haber logrado acabar con el yo cuando dieron un asentimiento nominal a la doctrina de la corrupción humana o juzgaron algunas trazas de la misma que se manifestaban en la conducta exterior. Pero, ¡ay!, es de temerse que poquísimos de entre nosotros conozcamos realmente la plena verdad acerca de nosotros mismos. Una cosa es decir: “Nosotros somos viles”, y muy otra, exclamar con humillación, desde lo profundo del corazón: «Yo soy vil». Esto último solo puede ser conocido y experimentado en forma habitual en la inmediata presencia de Dios. Las palabras: «Ahora mis ojos te ven» y «por tanto me aborrezco», siempre van juntas. Cuando la luz de lo que Dios es ilumina mi entendimiento acerca de lo que yo soy, me aborrezco a mí mismo; el aborrecimiento propio viene a ser entonces una cosa real. No es de palabra ni de lengua, sino de hecho y en verdad. Se manifestará en una vida de renunciamiento propio, en un espíritu humilde, en una mente sumisa y en un andar en gracia a través de las escenas por las que somos llamados a transitar. De poco vale profesar pensamientos viles acerca del yo cuando, al mismo tiempo, somos prontos a resentirnos de cualquier menoscabo que nos hagan; a ofendernos de cualquier insulto imaginario, de cualquier menosprecio o detracción. El verdadero secreto para tener un corazón quebrantado y contrito consiste en permanecer en la presencia de Dios, y entonces seremos capaces de conducirnos rectamente para con todos aquellos con quienes nos relacionamos.
Así, vemos que tan pronto como Job enderezó sus pensamientos acerca de Dios y de sí mismo, también hizo lo mismo acerca de sus amigos, pues aprendió a orar por ellos. Sí, él pudo orar por los «consoladores molestos» y por los «médicos nulos» (16:2; 13:4); por los mismos hombres con quienes había sostenido tan largas disputas con tanta entereza y vehemencia. «Y quitó Jehová la aflicción de Job, cuando él hubo orado por sus amigos» (42:10).
Esto es de una gran belleza moral. Es perfecto. Es el fruto singular y exquisito de la primorosa labor divina. Nada puede ser más conmovedor que ver a los tres amigos de Job cambiando su experiencia, su tradición y su legalismo por un precioso «holocausto», y ver a nuestro querido patriarca cambiando sus amargas invectivas por una grata oración de amor. En resumidas cuentas, tenemos ante nosotros una escena que apabulla por completo al alma. Todo está cambiado; los contendientes están como en el polvo delante de Dios y en los brazos los unos de los otros. La contienda llegó a su fin; la guerra de palabras terminó; y, en su lugar, tenemos las lágrimas del arrepentimiento, el grato olor del holocausto y el abrazo del amor.
¡Qué magnífica escena! ¡Fruto precioso del ministerio divino! ¿Qué falta? ¿Qué más es necesario? ¿Qué más podemos agregar si Dios colocó la última piedra de este precioso edificio? Y vemos también que no hay carencias de ninguna naturaleza, pues leemos: «Y [Jehová] aumentó al doble todas las cosas que habían sido de Job» (42:10). Pero, ¿cómo se logró esto? ¿Con qué recursos? ¿Fue acaso por la propia industria independiente de Job y por su hábil administración? No; todo está cambiado. Job se halla moralmente en un nuevo terreno. Él tiene nuevos pensamientos acerca de Dios, acerca de sí mismo, de sus amigos y de todas sus circunstancias; en una palabra, todas las cosas son hechas nuevas. «Y vinieron a él todos sus hermanos y todas sus hermanas, y todos los que antes le habían conocido, y comieron con él pan en su casa, y se condolieron de él, y le consolaron de todo aquel mal que Jehová había traído sobre él; y cada uno de ellos le dio una pieza de dinero y un anillo de oro. Y bendijo Jehová el postrer estado de Job más que el primero…Después de esto vivió Job ciento cuarenta años, y vio a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, hasta la cuarta generación. Y murió Job viejo y lleno de días» (v. 11‑17).