Índice general
La sangre preciosa de Jesucristo
: Autor Arend REMMERS 6
: TemaJesucristo (el Hijo)
(Fuente autorizada: graciayverdad.net)
Todas las citas bíblicas se encierran entre comillas dobles (« ») y han sido tomadas de la Versión Reina-Valera Revisada en 1960 (RVR60) excepto en los lugares en que, además de las comillas dobles (« »), se indican otras versiones, tales como:
- RVA = Versión Reina-Valera 1909 Actualizada en 1989 (Publicada por Editorial Mundo Hispano)
- RVR1909 = Versión Reina-Valera Revisión 1909 (con permiso de la Trinitarian Bible Society, London, Inglaterra).
- LBLA = La Biblia de las Américas, Copyright 1986, 1995, 1997 by The Lockman Foundation, usada con permiso.
- VM = Versión Moderna, traducción de 1893 de H. B. Pratt, Revisión 1929 (Publicada por Ediciones Bíblicas - 1166 PERROY, Suiza).
Abreviaturas usadas en este escrito: cf. = comparar; ss = sucesivos; gr. = griego
1 - Prefacio
En años recientes el así llamado «mundo cristiano» ha visto un número en aumento de personas que dicen que la sangre de un hombre crucificado es inaceptable para ellas. Esta blasfemia, pronunciada por aquellos que pretenderían a pesar de todo ser cristianos», es un ataque al fundamento de la fe cristiana. Ello señala un paso más en el camino a la apostasía final del cristianismo profeso (cf 2 Tes. 2:3), puesto que nada más que ¡«la sangre de Jesucristo… limpia de todo pecado»! (1 Juan 7).
No es nuestra intención ocuparnos de tales declaraciones o de su procedencia, sino examinar lo que la Santa Escritura enseña acerca del significado de la sangre. La verdad relacionada con ella encuentra su perfecta expresión, en realidad su cumplimiento, en la cruz del Calvario. El Señor Jesús hizo allí «la paz mediante la sangre de su cruz» (Col. 1:20).
1.1 - La sangre y el alma
La sangre tiene su lugar particular a través de toda la Biblia. Ya en Génesis 9:4-6, Dios dice a Noé, el patriarca de toda la humanidad, después del diluvio:
«Pero carne con su vida, que es su sangre, no comeréis. Porque ciertamente demandaré la sangre de vuestras vidas; de mano de todo animal la demandaré, y de mano del hombre; de mano del varón su hermano demandaré la vida del hombre. El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre».
Nosotros encontramos otra Escritura significativa en Levítico 17. Los versículos 11 y 12 afirman:
«Porque la vida de la carne en la sangre está, la cual os he dado para hacer expiación en el altar por vuestras almas; porque la sangre, en virtud de ser la vida, es la que hace expiación. Por lo mismo he dicho a los hijos de Israel: Ninguna persona de entre vosotros ha de comer sangre; ni tampoco el extranjero que mora en medio de vosotros ha de comer sangre» (VM). En estos y otros pasajes (por ejemplo, Deut. 12:23: «la sangre es la vida»), el Antiguo Testamento revela los pensamientos de Dios acerca de la sangre, y la primera cosa que nosotros deducimos es que la sangre es «la vida o el alma» de todos los seres vivientes.
Esto no significa, obviamente, que la sangre es en sí misma idéntica de manera literal con el alma, aunque ciertas denominaciones religiosas enseñan esto y como consecuencia rehusan las transfusiones de sangre las que, ellas creen, entremezclan las almas de diferentes personas.
La sangre es material; por otra parte, el alma no lo es. ¿Qué tienen que ver dos cosas tan diferentes una con otra? La sangre desempeña un papel importante en el metabolismo del cuerpo, pero el alma es la sede de la individualidad, las emociones, y los deseos –en resumen, la vida natural en sus variadas formas de expresión.
Por otra parte: Dios no hace que la «sangre» sea equivalente al «alma», pero cuando se trata de encontrar una forma clara y exacta mediante la cual visualizar el alma invisible, difícilmente existe una forma mejor que la sangre. Después de todo, es muy evidente que una criatura que se ha desangrado hasta la muerte no tiene forma alguna de regresar a la vida. La vida, y el alma con ella, ha abandonado el cuerpo, y la muerte ha tomado su lugar de manera irrevocable. Esa es la manera en que nosotros debemos comprender la expresión bíblica. «La vida (o el alma) de la carne en la sangre está». En la Palabra de Dios la sangre es el símbolo visible de la vida y del alma.
No son asunto nuestro las ideas de las personas acerca del significado de «la sangre» o los descubrimientos científicos de los hombres acerca del tema, sino exclusivamente los pensamientos de Dios tal como son revelados en la Sagrada Escritura. Él ha hecho que ellos sean registrados para que podamos examinar y comprender lo que él desea comunicarnos mediante ellos. Y la forma en que nosotros hacemos esto para otros asuntos en su Palabra se aplica aquí: «no con las palabras enseñadas por la sabiduría humana, sino con las enseñadas por el Espíritu, interpretando lo espiritual por medios espirituales» (1 Cor. 2:13, RVA). Si en nuestra consideración de este asunto trascendental nosotros llevamos «cautivo todo pensamiento a la obediencia de Cristo» (2 Cor. 10:5, RVA), no solamente aprenderemos sino que experimentaremos ricas bendiciones. Nosotros no deseamos «diseccionar» este tema precioso, sino contemplarlo en un espíritu de reverencia y adoración.
1.2 - La abstención de sangre
Los dos pasajes de la Escritura arriba citados de Génesis y Levítico contienen dos lecciones adicionales. Una es de naturaleza práctica y corresponde a nuestra vida cotidiana; la otra tiene que ver con nuestra salvación y tiene consecuencias eternas.
Después del diluvio nuestro Dios Creador autorizó a Noé y a toda la humanidad a comer carne y matar animales para ese propósito. Comer carne debería atraer la atención del hombre al hecho de que su vida terrenal es sostenida mediante la muerte de criaturas inocentes. Sin embargo, él muestra su respeto por el Creador absteniéndose de la sangre de ellos porque este es el símbolo del alma (o de la vida), la cual tiene su origen con Dios (cf. Gén. 1:20; 2:7). [1]
[1] El Creador prohibió a la vez el derramamiento de la sangre del hombre, es decir, asesinar, estableciendo a partir de entonces la autoridad para castigar con la muerte a quien diese muerte a otra persona (Gén. 9:6). Por el contrario, Dios había reservado previamente para sí mismo el castigo del culpable, como en el caso del derramamiento de la sangre de Abel por parte de Caín (compárese con Gén. 4:8-15).
La prohibición de comer sangre fue renovada para el pueblo de Israel después que fueron redimidos de Egipto. La humanidad, obviamente, había dejado de guardar el mandamiento que Dios había dado a Noé y sus descendientes (cf. Lev. 17:10).
El Nuevo Testamento pone en claro que ello es tan obligatorio para los cristianos (cf. Hec. 15:20, 29) así como lo era para Israel. Esto muestra que no se trata de un asunto específicamente judío o cristiano, sino que obliga a toda la raza humana. Absteniéndose de sangre, el hombre reconoce la autoridad del Creador. Aun si las personas tienen poco conocimiento o poca comprensión de la orden de Dios, no obstante se trata de un hecho, tal como varios pasajes en la Palabra de Dios indican. Como discípulos obedientes de nuestro Señor nosotros deberíamos considerar este mandamiento como expresión de una parte de la voluntad de Dios para la manera en que vivimos en la tierra.
2 - La expiación por el pecado mediante la sangre
Antes de que el pecado entrase en el mundo no había habido mención alguna de la sangre. Es solamente después de la caída cuando nosotros leemos acerca de dar muerte a animales y de traer sacrificios (cf. Gén. 3:21; 4:4). Pero cuando a las personas se les permitió comer la carne de animales después del diluvio, no se les permitió consumir la sangre.
Ella habla de muerte; la paga del pecado (cf. Gén. 2:17; Rom. 6:23). Al mismo tiempo, ella nos recuerda también al Creador y Sustentador de toda vida. Esto nos lleva a la segunda consecuencia del hecho de que la sangre es el símbolo del alma: ella es el medio que Dios designó para la expiación y el perdón de pecados. La implicación de esta verdad se extiende ¡directamente a la eternidad!
La primera pareja humana fue vestida con «vestidos de piel» después de la caída. Adán y Eva se habían hecho delantales de hojas de higuera para ocultar su desnudez, pero estos fueron coberturas muy imperfectas. Dios respondió a sus esfuerzos humanos insatisfactorios con algo basado en la muerte de un animal puro.
La matanza no está mencionada de manera expresa, pero la ropa que Dios proporcionó para la pareja caída la da por supuesta (cf. Gén. 3:7, 21). La sangre de un animal puro debe fluir para que la desnudez del hombre pecador pueda ser cubierta. Esta es la primera alusión en la Palabra de Dios a la obra de redención consumada por el Señor Jesús.
Fue el pueblo de Israel el que primero experimentó el poder salvador de la sangre. Al pronunciar la última de las diez plagas sobre Egipto, Dios advirtió que todo primogénito moriría. Pero Él había provisto un medio de salvación para su pueblo: el cordero Pascual, con cuya sangre tenían que ser untados los dos postes y el dintel de sus casas. El destructor pasó por todas las puertas que exhibieron la sangre del cordero, porque Dios había dicho, «y veré la sangre y pasaré de vosotros» (Éx. 12:13). Fue solamente el juicio de Dios –no el del hombre– lo que fue aquí decisivo. Del Nuevo Testamento nosotros sabemos que el cordero Pascual, como tipo o retrato espiritual, señalaba a Cristo: «porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada» (1 Cor. 5:7). Todos los que se han refugiado en él en fe están para siempre bajo su maravillosa protección.
La ley que Israel recibió, después del éxodo desde Egipto, saca a relucir especialmente el significado de la sangre de diferentes maneras. Los sacerdotes fueron rociados con sangre en su consagración para el servicio mientras que en el Día de la expiación la sangre era rociada y esparcida sobre el propiciatorio del arca en el lugar santísimo (cf. Éx. 29:21; Lev. 16:14-15). El sacrificio prescrito tenía que ser traído para cada transgresión; la sangre sacrificial del animal tenía que fluir cuando se le daba muerte y ser rociada sobre el altar como una señal de expiación, puesta sobre sus cuernos o derramada sobre su base (Lev. 4:7, 25; 5:9; 7:2). Todo esto apunta a la verdad central en la Palabra de Dios de que «sin derramamiento de sangre no se hace remisión» (Hebr. 9:22).
No obstante, tal como leemos en la Epístola a los Hebreos, era imposible que la sangre del animal sacrificado quitase pecados. En estos sacrificios –sobre todo en el día de la expiación– todo lo expresado era meramente un recordatorio constante del pecado y con él la pecaminosidad de la humanidad (Hebr. 10:3-4). La ley dada a Moisés en el Sinaí que estipulaba estos sacrificios no pudo introducir perfección, puesto que por las obras de la ley, incluyendo los sacrificios, nadie puede ser justificado delante de Dios. Lo máximo que la ley consigue es conocimiento del pecado (Rom. 3:20; Gál. 2:16; Hebr. 7:19).
David dijo una vez: «Porque no quieres sacrificio, que yo lo daría; no quieres holocausto. Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios» (Sal. 51:16-17). Por medio de la ley este hombre –un creyente– no solo había alcanzado el conocimiento del pecado, sino que, al igual que otros creyentes del Antiguo Testamento, había reconocido que el hombre concebido en pecado y gestado en iniquidad jamás podía obtener la verdadera expiación para sus pecados sencillamente mediante el sacrificio de un animal. Sin embargo, por medio de la fe él había reconocido también que el arrepentimiento, y la confesión que esto implica, es la única condición para el perdón, si bien él no podía haber conocido su fundamento –la obra de redención de Cristo– en aquel tiempo. De esta manera, su fe trascendió la revelación divina de su día.
Si el hecho de sacrificar animales no podía quitar el pecado, ¿por qué fueron ellos necesarios? Por dos razones: ellos no solo señalaban de manera constante la pecaminosidad del hombre, sino que eran también tipos del futuro sacrificio del Señor Jesucristo que él iba a hacer en el «cumplimiento de los tiempos» en la cruz del Calvario. Todos los pecados que el pueblo cometió en tiempos del Antiguo Testamento eran perdonados por Dios en vista de esa obra futura, si ellos los confesaban sinceramente. Él pudo pasarlos por alto de manera justa antes de la obra de la cruz mientras que en el tiempo actual, él justifica a todos los que ponen su fe en el Señor Jesús y su obra consumada allí (Rom. 3:25 y ss.; 1 Juan 1:9).
El pleno alcance de las palabras: «La vida de la carne en la sangre está, la cual os he dado para hacer expiación en el altar por vuestras almas; porque la sangre, en virtud de ser la vida, es la que hace expiación» (Lev. 17:11, VM), no podía volverse claro hasta que el Señor Jesús hubiese muerto.
2.1 - «Vida por vida»
Cuando Dios creó al hombre, él lo situó en el ambiente más glorioso que ningún ser humano ha habitado jamás. Adán tuvo aquí la tarea de cultivar y cuidar el huerto del Edén. Un mandamiento único le recordaba que había un Ser al cual él era responsable. El mandamiento establecía: «De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Gén. 2:16-17). Dios le dio al hombre una libertad casi ilimitada para tomar decisiones, pero declaró a la vez que si él desobedecía perdería su vida porque la paga del pecado es muerte (Rom. 6:23).
La primera pareja humana abusó de su posibilidad para tomar decisiones desobedeciendo a Dios. Como resultado, el pecado entró en el mundo y la muerte con él: muerte natural como la separación del alma y el cuerpo; muerte espiritual como la separación del incrédulo de Dios; y muerte eterna, hasta ahora aún en el futuro, la «muerte segunda» como aquella separación aterradora del pecador de Dios en el lago de fuego (Rom. 5:12; Efe. 2:1; Apoc. 20:12-15). La primera pareja cayó en pecado y todos sus descendientes han sido concebidos y han nacido a su imagen y semejanza (cf. Gén. 5:3; Sal. 51:5). Por lo tanto, por naturaleza todos están bajo la sentencia de muerte de Dios.
Nadie puede librarse a sí mismo de esta condición de pecado contra Dios y la muerte que dicha condición conlleva. No obstante, hay una manera de salir de esta situación. Ello fue indicado ya en la ley dada en Sinaí: «Si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida…» (Éx. 21:23). Esto significa en primer lugar, que quienquiera que había dado muerte a otro tenía que pagar por ello con su propia vida. En su aplicación a nosotros, sin embargo, ello significa que si alguno ha perdido su vida por el pecado, la única forma de escapar es que otro sacrifique su vida por él. Pero nadie está en una posición como para hacer esto; todos están padeciendo a causa de sus propios pecados y, por tanto, ellos mismos están en la necesidad de redención tal como los hijos de Coré comprendieron: «Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate» (Sal. 49:7). Los discípulos del Señor Jesús no pudieron darle una respuesta a su pregunta: «¿qué recompensa dará el hombre por su alma?» (Mat. 6:26). No hay nadie en toda la creación que cuente con el medio de redimir al hombre pecador de su culpa con respecto a Dios.
Debido a su amor, por tanto, Dios envió a su Hijo a un mundo perdido. Cuando el Señor Jesús asumió la paga del pecado sobre sí mismo en la cruz, él ofreció su propia vida a Dios como rescate, cumpliendo perfectamente el principio de «vida por vida». Según la Ley, quienquiera que quitaba la vida a otro tenía que pagar por ello con su propia vida como la parte culpable. Pero el Señor Jesús puso su vida pura, preciosa, como una víctima inocente por el culpable y pecador. Al hacerlo, él pagó el único rescate aceptable para Dios.
Isaías dice, «[Él] derramó su alma hasta la muerte» (Is. 53:12, VM). Algunas traducciones de la Biblia traducen la palabra «alma» por «vida», porque el alma (la vida) en la sangre está. Dado que la sangre es el símbolo de vida esto hace que la expresión «derramó… hasta la muerte» se refiera al derramamiento de la sangre de Cristo. El mismo verbo es usado (en hebreo) en el Salmo 141:8 para «no desampares mi alma» y en Isaías 32:15 para «sea derramado el Espíritu de lo alto».
3 - El rescate [2]
[2] En las secciones siguientes será de ayuda mencionar y, donde sea necesario, explicar las palabras hebreas y griegas relevantes.
El uso bíblico de la palabra «rescate» no es lo mismo que el dinero pagado para liberar un esclavo o un prisionero. Nosotros encontramos el hecho de «rescatar» algo o alguien en la Palabra de Dios y regresaremos a ello (cf. Éx. 21:8; Lev. 19:20; 25:47 y ss.), pero no es esto lo que quiere dar a entender aquí. El rescate que el Señor Jesús pagó derramando su sangre y dando su vida para nuestra redención nos liberó del juicio de Dios y de eterna condenación.
Nosotros encontramos muchos tipos de esto en el Antiguo Testamento. Varias veces leemos acerca de un rescate o expiación por alguien que está bajo el juicio de Dios o sobre quien él tenía una reclamación. El primogénito en Israel, por ejemplo, tenía que ser «rescatado» a nombre de todos, por así decirlo; alguien que merecía la muerte podía pagar un «rescate» como «expiación» por su vida; y cuando el pueblo fue numerado, todo Israelita tuvo que pagar medio siclo de plata como «rescate de su vida (alma)» (Éx. 13:13; 21:30; 30:12, VM). Sin embargo, cuando se trata de la eternidad, nadie puede pagar un rescate por él mismo o por cualquier otra persona.
Solamente Uno estuvo en una posición de hacer eso: «el hombre Cristo Jesús; que se dio a sí mismo en rescate por todos» (1 Tim. 2:5, VM). Aquel que era Dios el Hijo desde la eternidad, se hizo verdadero hombre, como para ser capaz de actuar de manera justa para ambas partes. Él mismo se sacrificó dando su vida preciosa, tal como él profetizó en Mateo 20:28: «así como el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate [Gr. lútron] por muchos» (cf. Marcos 10:45). Nosotros nos referiremos más adelante a la diferencia significativa entre estos pasajes que, a primera vista, parecen tan similares.
El rescate pagado por el Señor Jesús fue verdaderamente suficiente para la redención de todos, pero beneficia solamente a aquellos que aceptan la redención que proporciona por medio de la fe.
El pago de este rescate tiene un efecto doble: para Dios y para el hombre. Para Dios la sangre de Cristo trajo perfecta expiación; pero al mismo tiempo él llevó de manera vicaria, o como un sustituto, los pecados de todos los que creen en él. Nosotros debemos distinguir entre estos dos aspectos de su obra de redención y no confundirlos.
En este sentido, el día de la expiación (Lev. 16) proporciona una ilustración instructiva. Entre otras cosas, los machos cabríos tenían que ser tomados «para expiación». Los dos animales eran necesarios para ilustrar ambos aspectos de la obra de redención: expiación y sustitución. Ahora bien, aunque vemos aquí de manera primordial la base de la redención futura de Israel, hay asimismo información valiosa para nosotros. A un macho cabrío se le daba muerte y su sangre era llevada al lugar santísimo, donde el sumo sacerdote la rociaba una vez hacia el propiciatorio y siete veces delante de él. Esto presenta el aspecto de la expiación. El otro era enviado vivo al desierto, después que los pecados del pueblo habían sido confesados sobre su cabeza. Esto presenta el aspecto de la sustitución.
Si bien los conceptos de expiación [3][4] y sustitución [4] no aparecen en estos términos simplificados en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, la enseñanza expresada en ellos está de acuerdo con la Palabra de Dios. De hecho, es la doctrina de la Sagrada Escritura mediante la cual enseñanzas falsas como la idea de que todos serán salvos, o que los creyentes pueden perder su vida eterna después de creer, pueden ser expuestas no solamente como falsas sino como engaños del diablo. La primera desorienta al pecador para la eternidad; la segunda priva al creyente de la presente seguridad de salvación. Estos temas importantes nos ocuparán en los párrafos siguientes.
[3] Las palabras «expiar» y «expiación» tenían originalmente el significado de «cubrir» y «cubierta» en hebreo (kaphar, kipper, kopher) y «hacer favorable» en griego (hilaskomai, hilasmos). En ambos idiomas ellas contienen el sentido de reconciliación, es decir, el establecimiento de un acuerdo perfecto entre pecadores hostiles y un Dios santo. El objeto de la expiación (es decir, la persona para la cual, o la causa por la cual, se hace expiación) es por tanto presentada por lo general (cf. 1 Juan 2:2).
[4] El término «sustitución» no aparece como tal en la Biblia.
3.1 - La expiación
En primer lugar, las santas exigencias de Dios requerían satisfacción en lo que concierne al hombre que había caído en pecado. Este último era totalmente incapaz de cumplirlas, tal como el versículo del salmo 49 citado anteriormente expresa de manera tan sucinta: «Ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate [o expiar; hebreo kopher] (porque la redención de su vida [alma] es de gran precio, y no se logrará jamás)» (Sal. 49:7). Pero, ¡gracias sean dadas a Dios! ¡Él mismo sentó la base para la redención del pecador! Lo que el hombre encontró imposible, él lo hizo dando a su Hijo como propiciación [gr. hilasmos] por nuestros pecados (1 Juan 2:2; cf. 1 Juan 4:10). Mediante su propio sacrificio en la cruz, el Señor Jesús pagó el precio mediante el cual las exigencias del santo y justo Dios con respecto al pecado fueron satisfechas perfectamente y sobre cuya base él puede ofrecer redención a todos. «¡Gracias a Dios por su don inefable!» (2 Cor. 9:15).
Una vez al año, en el Día de la Expiación, el sumo sacerdote entraba en el lugar santísimo con la sangre de uno de los machos cabríos para hacer expiación por el santuario. Para hacer esto él rociaba la sangre del sacrificio por el pecado una vez sobre el propiciatorio del arca, el trono de Dios, y siete veces delante de él. La sangre del sacrificio por el pecado sobre y delante del trono de Dios efectuaba la expiación y daba testimonio de la expiación hecha. (Lev. 16:15-17; cf. Éx. 25:17-22; 1 Sam. 4:4; Rom. 3:25).
El cumplimiento de este tipo del Antiguo Testamento es descrito en Hebreos 9:11-12: «Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el lugar santísimo, habiendo obtenido eterna redención [gr. lutrosis]». La eficacia de la sangre de Cristo que efectuó la redención es perfecta y eterna. Habiendo cumplido todas las santas exigencias de Dios en cuanto al pecado mediante su sacrificio en la cruz y su sangre, él pudo entrar en el santuario celestial «una vez para siempre», y «se ha sentado a la diestra de Dios» a perpetuidad (Hebr. 10:10, 12).
Nada pudo o necesitó ser añadido a la obra de expiación, la cual es válida por la eternidad. Cuando Cristo padeció por los pecados, «el justo por los injustos», en la cruz en las tres horas de tinieblas, y «por nosotros lo hizo pecado», la santidad y la justicia de Dios fueron satisfechas (2 Cor. 5:21; 1 Pe. 3:18). El resultado –perfecta expiación– es mostrado como tipo por la simple aspersión del propiciatorio con la sangre del primer macho cabrío en el Día de la Expiación.
Un aspecto adicional relacionado de manera íntima con esto es que Dios fue glorificado perfectamente mediante la obra de Cristo, incluso aquí en la tierra donde reina el pecado. Su amor y su gracia hallan su máxima expresión cuando él dio a su Hijo amado por sus enemigos (Rom. 5:8; 1 Juan 4:8-10). Y para el Señor Jesús el pecado llegó a ser la oportunidad para glorificar a su Dios y Padre yendo a la cruz en perfecta obediencia y ofreciéndose él mismo como un sacrificio en olor fragante (Efe. 5:2; Fil. 2:8). En la cruz del Calvario toda la naturaleza de Dios y del Señor Jesús fue revelada a la perfección (cf. Juan 13:31-32; Juan 14:4). Y cuando Dios es revelado, él es glorificado, porque todo lo que tiene que ver con él es glorioso. Este aspecto de la obra de Cristo es ilustrado eminentemente por el holocausto (Lev. 1).
3.2 - Ningún universalismo
Todas las cosas proceden de Dios, el cual «estaba en Cristo reconciliando [gr. katallasso] consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados» (2 Cor. 5:19). Sin embargo, es erróneo deducir a partir de esto que Dios un día reconciliará a todos con él. La primera venida de Cristo reveló la disposición de Dios en gracia para reconciliar personas con él. En su sacrificio en la cruz Cristo cumplió perfectamente con todas las santas y justas exigencias de Dios sobre ellos. Es así «que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo». Si realmente todos han de ser reconciliados, las palabras del apóstol que siguen a continuación serían superfluas: «os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios». (2 Cor. 5:20).
El pasaje siguiente, el cual es propuesto a menudo como una «demostración» de universalismo, tampoco ofrece algún fundamento para esta falsa doctrina: «Y él es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo» (1 Juan 2:2). La primera parte de este versículo confirma la salvación plena de los creyentes; sus palabras finales, sin embargo, declaran nada más que el hecho de que la obra de redención de Cristo fue consumada con una perspectiva del mundo entero y es suficiente para todos. Uno no puede inferir de estas palabras finales que todo el mundo será eventualmente redimido. No hay redención alguna sin arrepentimiento y fe (cf. Marcos; Hebr. 11:6).
Lo mismo es aplicable a las bien conocidas palabras de Juan el Bautista: «He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Es correcto decir que ellas contienen la verdad de que el Señor Jesús hizo expiación para todo el mundo y señala también a la futura nueva creación en la cual no habrá más pecado. Pero es significativo que ellas no dicen que «los pecados (plural) del mundo» (es decir, los pensamientos, palabras y hechos pecaminosos de todos) serán quitados, sino «el pecado (singular) del mundo» (es decir, el principio del pecado, el pecado en sí mismo). Hay un pensamiento similar en Colosenses 1:19-20: «por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar [gr. apokatallasso] consigo todas las cosas». Aquí, asimismo, no se trata evidentemente de un asunto de la reconciliación de «todas las personas» sino de «todas las cosas». El hecho de que el sustantivo «cosas» no está presente en el texto original no hace ninguna diferencia debido a que en el idioma griego el pronombre «todas» no es ni masculino ni femenino sino neutro y, por tanto, no puede referirse a personas. Esto está puesto de relieve incluso por el hecho de que Pablo añade: «Y a vosotros… ahora os ha reconciliado [gr. apokatallasso]». Si bien la reconciliación de todas las cosas –¡no de todas las personas!– está aún en el futuro, todos aquellos que están sobre el fundamento firme de la fe pueden saber que han sido ya reconciliados con Dios porque Cristo ha hecho «la paz mediante la sangre de su cruz» (Col. 1:20-22).
3.3 - La perfecta seguridad de la salvación
Otra doctrina falsa, a saber, la posibilidad de perder uno la salvación, está basada en un pasaje, entre otros, que habla también del poder expiatorio de la obra de Cristo. Debido a que Pedro advierte contra «falsos maestros, que… negarán al Señor que los rescató [gr. agorazo], atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina» (2 Pe. 2:1), se afirma que esto demuestra que alguien que ha sido redimido por Cristo se puede perder. Pues bien, ¡la Sagrada Escritura no se contradice a sí misma! La palabra «rescató» (o compró) usada ciertamente en otros pasajes para la salvación de pecadores perdidos (cf. 1 Cor. 6:20; Apoc. 5:9), se refiere aquí, así como en el pasaje recién mencionado, a la expiación consumada por el Señor Jesús mediante la cual él ha adquirido el derecho a toda la creación, incluyendo la humanidad. Esto no significa, sin embargo, que todos serán redimidos. De modo que él no es designado «Señor» de ellos sino «Amo» de ellos, lo cual señala a su autoridad absoluta y no una relación personal con él basada en la fe. Un buen ejemplo del significado de «compró» en este sentido se encuentra en la parábola del tesoro escondido en el campo en Mateo 13:44. Para poseer el «tesoro», representando a los redimidos verdaderamente, el comerciante compra [gr. agorazo] el «campo», una ilustración del mundo entero (cf. Mat. 13:38).
Los dos pasajes en Hebreos 6:4-8 y Hebreos 10:26-31, que tantos creyentes han entendido mal para gran angustia de ellos, tampoco se refieren a los verdaderos hijos de Dios, sino a judíos cristianos nominales los cuales meramente profesaban tener fe en el Señor Jesús y la aceptación de su sacrificio, pero que solo habían sido «iluminados» y no eran «luz en el Señor» (Efe. 5:8-9). Es cierto que ellos habían «gustado» los dones celestiales, pero no habían «comido y bebido» y habían abandonado después su profesión para regresar al judaísmo. Ellos habían pisoteado al Hijo de Dios (Hebr. 10:29) y habían considerado de poca importancia la sangre del pacto, mediante la cual ellos habían sido santificados, es decir, habían sido separados para Dios en apariencia pero habían hecho afrenta al Espíritu de gracia. Para los tales no quedaba ningún sacrificio adicional porque habían rechazado el único sacrificio válido –el de Cristo. En ambos pasajes el escritor continúa dirigiéndose a los creyentes verdaderos, ¡con otras palabras muy alentadoras (Hebr. 6:9; 10:32-39)!
3.4 - La sustitución
Sobre el terreno de la obra que Cristo ha consumado, Dios ofrece ahora redención a todos. De modo que nosotros, los redimidos, podemos proclamar las buenas nuevas de salvación en Cristo ¡al mundo entero! Antes de su ascensión el Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo; mas el que no creyere, será condenado» (Marcos 16:15-16; 2 Cor. 5:20).
Esto nos lleva al aspecto sustitutorio de la obra de redención. El Día de la Expiación nos presenta nuevamente aquí una ilustración apropiada, esta vez en relación con el segundo macho cabrío, llamado en hebreo Azazel, (que significa: quitar, conducir hacia un lugar desierto, al macho cabrío expiatorio). Este macho cabrío era traído ante el sumo sacerdote, el cual ponía sus dos manos sobre su cabeza, confesando todas las injusticias, ofensas y pecados de los hijos de Israel. Él enviaba después el macho cabrío cargado con esos pecados al desierto conducido por un hombre preparado para eso, «y aquel macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos a tierra inhabitada» (Lev. 16:20-22; cf. Sal. 103:12; Jer. 31:34; Miq. 7:14).
En su aplicación a nosotros, esto significa que cualquiera que reconoce ser un pecador culpable delante de Dios y confiesa sus pecados en verdadero arrepentimiento, creyendo en el Señor Jesús, puede saber que él tomó su lugar en la cruz y murió en su lugar. La expiación efectuada delante de Dios es eficaz a causa de la sustitución. Todo creyente es justificado «gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús, a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre» (Rom. 3:24-25).
Esto resuelve la aparente contradicción entre 1 Timoteo 2:6 y Mateo 20:28. El primero de estos versículos habla de un «rescate por todos»; el otro declara que el Hijo del hombre dio su vida «en rescate por muchos». Como hemos visto ya, el «rescate por todos» efectuó una expiación plena delante de Dios. Esto es puesto de relieve mediante el uso de la preposición «por» [gr. hyper], la cual tiene el sentido general de «para beneficio de». El «rescate por muchos» en el segundo caso se refiere a la sustitución de Cristo para aquellos que le reciben por medio de la fe. El «por» que leemos aquí es expresado mediante una preposición diferente [Gr. anti] con el significado básico de «en lugar de» para indicar la sustitución. Entonces los versículos no se contradicen el uno al otro sino que presentan ambos aspectos de la redención: la expiación que es suficiente «para todos» y Cristo como el sustituto «por muchos» –por los que creen en él.
4 - El valor de la sangre de Cristo
El hecho de que Dios ha aceptado la sangre de Cristo como un rescate muestra cuán preciosa ella debe ser para Dios. Entonces, cuánto deberían los beneficiados por ella apreciar también su preciosidad y dar gracias por ella. Pedro escribe a los creyentes judíos de la diáspora (dispersión) que ellos habían sido redimidos [gr. Lutromai] de su vana manera de vivir, que sus padres les legaron, «no con cosas corruptibles, como plata y oro, sino con preciosa sangre, la de Cristo, como de un cordero sin defecto e inmaculado» (1 Pe. 1:18-19, VM). El rescate pagado a nuestro favor es la sangre del Cordero de Dios el cual tuvo que morir por nosotros. ¿Y quién es este Cordero de Dios? –el eterno Hijo de Dios que vino a este mundo a revelar a Dios perfectamente y también a glorificarle plenamente por medio de su sacrificio en la cruz. Él fue el único en la tierra de quien Dios pudo decir «sin mancha y sin contaminación» (1 Pe. 1:19). ¿Quién más podía apreciar el valor del sacrificio de su vida única? Adorémosle por haber sido hechos «aceptos [o nos agració, nos hizo merced] en el Amado, en quien tenemos redención [gr. apolutrosis] por su sangre, el perdón de pecados» (Efe. 1:6-7; cf. 1 Cor. 1:30; Col. 1:14).
Cada vez que nos reunimos para recordar al Señor Jesús en su muerte, vemos ante nosotros el pan y la «copa de bendición que bendecimos», la cual es la expresión de «la comunión de la sangre de Cristo» (1 Cor. 10:16). Del mismo modo que la sangre de los sacrificios del Antiguo Testamento era rociada en primer lugar sobre el altar, igualmente aquí, la copa es mencionada también antes del pan, a diferencia del orden que el Señor siguió cuando él instituyó la cena [5].
[5] No debemos pensar aquí en la copa que, según el Evangelio de Lucas, el Señor Jesús dio a sus discípulos con las palabras: «Tomad esto, y repartidlo entre vosotros» (Lucas 22:17). Esa copa no tiene nada que ver con la Cena que él instituyó, sino que fue parte de la comida de Pascua y simbolizó el fin de la dispensación de la Ley. Los discípulos tuvieron que vaciar por completo esta copa, cosa que no se dice acerca de la copa de la Cena.
En lugar de la copa de padecimiento que él vació en la cruz, nosotros recibimos la «copa de bendición» de su mano. Ella es un recordatorio constante para nosotros de que todas nuestras bendiciones tienen su fundamento en ¡su sangre preciosa! El máximo precio que pudo ser pagado nos ha traído una conciencia limpia, redención, justificación y paz, y ha abierto el camino para entrar al santuario de Dios (1 Pe. 1:19; Hebr. 10:19; Rom. 5:9; Efe. 1:7; Col. 1:20; Hebr. 9:14). Todo creyente ha sido traído a «la comunión de la sangre de Cristo» para siempre: él tiene una parte en esa sangre derramada por nosotros y todas las bendiciones que resultan de ello. Esto es lo que nosotros expresamos con júbilo y con agradecimiento al beber de la copa.
¿No debería ser esto suficiente para llevarnos a adorar al Hijo y al Padre, el cual lo dio por nosotros, cuando reunidos nosotros, como los redimidos, recordamos el sacrificio de nuestro Señor y el derramamiento de su sangre y anunciamos su muerte? Cuando él dijo: «La hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren» (Juan 4:23), el Señor Jesús dejó abierto (o no resuelto) el asunto en cuanto a cuándo y dónde debería suceder esto. En realidad, nosotros tenemos acceso a nuestro Padre en todo momento, pero ¿podría haber una oportunidad más idónea en la tierra para la expresión máxima de los sentimientos de aquellos redimidos por la sangre de Jesús que la Cena? Nosotros participamos allí del pan y la copa –los símbolos que él mismo nos ha legado de su amor al dar su cuerpo y su sangre– de acuerdo con su deseo de que le recordemos.
4.1 - Redimidos para Dios
Nosotros regresamos al tema insinuado ya, referente a la distinción entre las varias palabras griegas que en inglés son traducidas como «redimir» [gr. lutromai, agorazo, o exagorazo]. Aunque todas involucran el pago de un precio, hay una cierta similitud entre los conceptos que ellas transmiten.
Tanto «comprar» [gr. agorazo] como «redimir» [gr. lutromai] se refieren al alto precio pagado por el Señor Jesús, pero a una adquisición o compra en puntos particulares de manera esencial para el cambio de propiedad que resulta. Todos los que han sido «comprados» para Dios están ahora en su posesión porque él es el legítimo propietario de ellos. Es por esto que los 24 ancianos en Apocalipsis 5:9 cantan su nuevo cántico: «Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido (nota a pie de página en la versión de la Biblia de J.N. Darby: comprado) para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación…». El Señor Jesús pagó el precio de compra para ¡todos los que creen en él! Donde Pablo escribe dos veces en la primera epístola a los Corintios; «habéis sido comprados [gr. agorazo] por precio» (1 Cor. 6:20; 7:23), él no explica detalladamente el precio pero no puede ser otra cosa sino la sangre de Cristo. Nosotros hemos visto ya que él compró para sí mismo el derecho a todo, de hecho, a toda la creación, cuando consideramos 2 Pedro 2:1.
Por otra parte, donde el verbo exagorazo es usado, se refiere a liberar a alguien de una condición anterior. En el caso de los judíos fue de la ley: «Cristo nos redimió [gr. exagorazo] de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición» (Gál. 3:13). Con las naciones fue de la iniquidad: «quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos [gr. lutromai] de toda iniquidad» (Tito 2:14). Además, nosotros hemos sido libertados de la potestad de las tinieblas y librados de la servidumbre del temor de la muerte (o a la muerte) (cf. Col. 1:13; Hebr. 2:15).
De qué manera nuestros corazones se conmueven por la despedida del apóstol Pablo a los ancianos de Éfeso: «… la iglesia (asamblea) de Dios, la cual él compró [gr. peripoieo] con su propia sangre» (Hec. 20:28, LBLA). Estas palabras muestran el amor de Pablo por la iglesia y su apreciación de su valor, pero también su aprecio por Dios y por el precio que él pagó por ella. Este es el único pasaje en la Escritura donde Dios es descrito como el «comprador», pero incluso aquí el precio es la sangre preciosa de Aquel de quien se dice «con su propia sangre». ¡Oh, que nosotros pudiésemos aumentar nuestra apreciación y amor por la iglesia que es tan preciosa para Dios! Y que podamos también amarle aún más por dar a su propio Hijo por ella, y al propio Hijo que de tal manera amó la iglesia, esa «perla de gran valor» (Mat. 13:46, LBLA), que no dio solamente su sangre y su vida por ella, ¡sino que se dio incluso a sí mismo en toda la grandeza y gloria de su Persona!
5 - Los efectos de la sangre derramada de Cristo
La sangre preciosa del Cordero de Dios no es solamente el rescate y el precio pagado para liberarnos: ella tiene un efecto que incluso va más lejos. Esto no significa que la redención como tal es incompleta; simplemente ese es un resultado particular de la obra de Cristo en la cruz. En esa obra, la cual será la base de nuestra adoración en toda la eternidad, ¡hay mucho más para desentrañar! Cuando nosotros lo comprendemos no solo nuestro gozo aumentará sino también nuestra gratitud a Aquel que nos ha bendecido infinita y ricamente sacrificando su vida por nosotros.
5.1 - La aspersión de la sangre y la limpieza
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento hablan frecuentemente de la aspersión de la sangre. El pensamiento primordial en esto es que la sangre de Cristo cumple plenamente las exigencias de un Dios santo. Pensemos en el Día de la Expiación y la aspersión de sangre sobre el propiciatorio. Dios veía allí el valor de la sangre derramada para su gloria. Cada vez que alguien era rociado con la sangre de un sacrificio en otras ocasiones, el resultado era que él estaba bajo la protección de lo que había cumplido con las exigencias de Dios. Este era el caso cuando un sacerdote de Israel era dedicado al servicio o un leproso era limpiado (Éx. 29:21; Lev. 14:7).
Al igual que en el caso del rescate, nosotros vemos nuevamente en estos dos ejemplos de aspersión los diversos aspectos de la obra de Cristo: expiación y sustitución. La sangre del primer macho cabrío simboliza la eficacia de la sangre que Cristo derramó casi 2.000 años atrás cuando la obra de expiación fue consumada en la cruz. Se trata de «la sangre rociada que habla mejor que la de Abel» (Hebr. 12:24).
La sangre de Abel derramada por Caín, clamó a Dios desde la tierra por venganza (Gén. 4:8-11), mientras que la sangre de Cristo, derramada delante del rostro de Dios, por así decirlo, habla de la expiación perfecta por el pecado, y por tanto, de gracia y perdón.
En contraste, el hecho de rociar a un individuo simboliza el resultado de la fe en el poder y eficacia de la sangre, tal como la Epístola a los Hebreos explica: «Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?» (Hebr. 9:13-14). Dios conduce al hombre a ser «rociado con la sangre de Jesucristo» (1 Pe. 1:2). Aquí en la tierra este es el último eslabón en una cadena, por así decirlo, que comienza con nuestra elección según «la presciencia de Dios Padre» (1 Pe. 1:2). La primera actividad del Espíritu de Dios en nuestra alma es la santificación del Espíritu, mediante la cual el alma es apartada para Dios y solo entonces es habilitada para creer (1 Cor. 1:30; 2 Tes. 2:13); el primer fruto de la vida nueva es la «obediencia de Jesucristo» (2 Cor. 10:5, LBLA). Nosotros tenemos finalmente el hecho de «ser rociados con la sangre de Jesucristo». Cualquiera que es rociado no está ya más bajo el juicio de Dios; él es limpiado de la mancha del pecado (cf. Rom. 3:25; Hebr. 10:22).
Dios considera la sangre, mediante la cual él fue tan glorificado, como rociada sobre nosotros, por así decirlo, y ya no ve ninguna injusticia en nosotros. La sangre la ha cubierto. De modo que ser rociados con sangre no produce un cambio interior como el nuevo nacimiento; ello termina más bien con nuestra situación anterior y nos sitúa en una posición de pureza en contraste con nuestro anterior andar pecaminoso y en el mundo. Si alguien pierde de vista este hecho en su vida de fe práctica, él deshonra a Dios en su vida y vive en conformidad con el mundo para su propio detrimento, «habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados» (2 Pe. 1:9).
La limpieza que es producida por el hecho de ser rociados con la sangre de Jesucristo es un único acontecimiento para nosotros; ello no se repite (Hebr. 1:3). Los sacerdotes del Antiguo Testamento eran rociados en su consagración, pero en ninguna otra ocasión. La Sagrada Escritura no dice nada acerca de la aplicación repetida de la sangre de Cristo al creyente. Las palabras «la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado» (1 Juan 1:7) no contradicen esto. Ese versículo no aborda la práctica de nuestra fe, sino un principio: solo la sangre de Jesús puede limpiar de todo pecado. Esto sucede solamente una vez y es válido para toda la eternidad.
5.2 - El lavamiento
Aunque puede parecer similar a la aspersión, el lavamiento es un concepto bíblico diferente. En el Antiguo Testamento nunca se llevó a cabo con sangre, sino siempre con agua. La Ley dada en el Sinaí prescribía el lavamiento por muchas razones. Cada vez que un israelita se contaminaba, el tenía que lavar sus ropas con agua. Para los sacerdotes, sin embargo, había dos formas de lavamiento: una vez en su consagración cuando ellos eran lavados completamente antes de ser rociados con sangre y aceite; y repetidamente a partir de entonces debido a que ellos tenían que lavar sus manos y pies en la fuente de bronce del tabernáculo cada vez antes de entrar en el lugar santo (Éx. 29:4; Lev. 11:25, 40).
Estas dos formas de lavamiento son muy diferentes tal como el Nuevo Testamento aclara de manera eminente. Recordemos el momento cuando el Señor Jesús lavó los pies de los discípulos en el aposento alto antes de instituir la fiesta de conmemoración. Cuando Pedro le pidió que lavase no solo sus pies, sino también sus manos y su cabeza, se le dio la respuesta: «El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos» (Juan 13:10). Estar lavado, al igual que bañado, se refiere a la limpieza de corazón y alma en el nuevo nacimiento, cosa que sucede solo una vez en nuestras vidas (cf. Hec. 15:9; 1 Pe. 1:22). No se trata del nuevo nacimiento en sí mismo, es decir, la recepción de una vida nueva, eterna, sino de purificación de la contaminación moral (cf. 1 Cor. 6:11; Tito 3:5). Esta única ocasión de lavamiento con agua elimina toda la impureza de nuestra vida anterior sin Dios. El bautismo, que es importante para nuestra posición como cristianos en la tierra, es una ilustración de esta verdad. Ananías exhortó al recién convertido Saulo de Tarso: «Levántate y bautízate, y lava tus pecados, invocando su nombre» (Hec. 22:16; cf. 1 Pe. 3:21). Sin embargo, es importante comprender que el bautismo no es en sí mismo un lavamiento espiritual. Por otra parte, hablando espiritualmente, nuestros pies necesitan ser lavados constantemente, en particular cuando hemos sido contaminados en nuestras vidas cotidianas en la senda de fe por medio del mundo malo, pecador, y el lavamiento repetido no es llevado a cabo con sangre sino con agua, es decir, por la Palabra de Dios, tal como Efesios 5:26 indica con respecto a Cristo y la iglesia: «…habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra» (cf. Juan 15:3).
Si bien el significado típico del lavamiento no fue revelado hasta que la obra de redención de Cristo había sido consumada, nosotros encontramos una comprensión notable de su significado más profundo entre los creyentes del Antiguo Testamento. La fe de ellos trascendió el grado de revelación divina del momento –en contraste con nosotros mismos quienes estamos a menudo ¡muy por detrás de los pensamientos de Dios que nos han sido revelados! David oró una vez a Dios en angustia de alma: «Lávame más y más de mi maldad, y límpiame de mi pecado… Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve» (Sal. 51:2, 7; cf. Lev. 14:4, 6; Núm. 19:6, 9). Él había reconocido que el lavamiento exterior impuesto en la Ley no podía eliminar un solo pecado; ello solo podía ser un símbolo del verdadero lavamiento de corazón y conciencia que viene de Dios mismo (cf. Sal. 51:16-17; Hebr. 9:9-10).
Llegados a este punto sería bueno analizar hasta dónde hemos llegado hasta ahora. En nuestras consideraciones hemos visto que necesitamos limpieza al comienzo de nuestra vida de fe: una mediante la sangre de Cristo y la otra mediante el agua de la Palabra de Dios. La sangre es rociada, el agua es aplicada como un medio de lavar. La aspersión de sangre logra la limpieza judicial de nuestra culpa sobre el terreno de la expiación conforme al juicio de Dios del mal. El lavamiento con agua, por otra parte, produce nuestra limpieza moral de la contaminación del pecado. ¡Cuán variado y perfecto es el efecto de la obra de Cristo y de Dios en cada uno que confía en ella!
La aspersión y el lavamiento son traídos en conjunto delante de nosotros en el bien conocido pasaje en la Epístola a los Hebreos en que somos exhortados a aprovechar la libertad concedida a nosotros para entrar en el lugar santísimo «en plena certidumbre de fe, teniendo los corazones rociados, para limpiarnos de una mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura» (Hebr. 10:22, VM). En contraste a la consagración de los sacerdotes en el Antiguo Testamento, los cuales primeramente eran lavados y luego rociados con sangre y aceite, este versículo menciona antes de todo la aspersión del corazón. Esto es porque Dios da aquí el lugar primordial a nuestra relación con él por medio de la fe en la obra de Cristo y solo después se refiere a nuestra limpieza moral. [6] Aquí, tanto la aspersión como el lavamiento se relacionan con la fe en la obra de Cristo, no con nuestro cotidiano andar práctico de fe.
[6] En contraste, 1 Corintios 6:11 presenta el orden de cosas real: primero nuestra limpieza moral (lavados), después la obra del Espíritu Santo (santificados) y finalmente nuestra justificación delante de Dios.
En el bien conocido versículo en Apocalipsis (1:5) nosotros tenemos una característica única: lavamiento con la sangre de Cristo: «Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre, y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre; a él sea gloria e imperio por los siglos de los siglos. Amén» (Apoc. 1:5-6). Este es el único lugar en la Palabra de Dios que habla acerca de nosotros siendo lavados con la sangre de Cristo. Nosotros podemos asumir solamente que esta es la razón del por qué, al omitir una letra, los tempranos copistas usaron «libertó» [gr. lusanti] en lugar de «lavó» [gr. lousanti], tal como se lee en varios buenos manuscritos. Lo anterior es preferido en varias traducciones modernas, algunas de las cuales sugieren que puede ser traducido «salvado» aunque la palabra nunca tiene este sentido en otra parte sino siempre significa «resolver», «eliminar», «aflojar», etc.
Hay un aspecto en que el «lavamiento» en este versículo se relaciona con el Antiguo Testamento. En Éxodo 19:6, Dios había dicho a su pueblo redimido, Israel: «vosotros seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (LBLA) (cf. 1 Pe. 2:5, 9). Los sacerdotes del Antiguo Testamento eran consagrados para servir mediante un lavamiento exterior con agua, pero en la dispensación actual este único lavamiento con la sangre de Cristo habilita a todos los creyentes no solo para el servicio sacerdotal sino también para ser súbditos del reino.
Nosotros encontramos un pensamiento similar en Apocalipsis 7:14, donde vemos creyentes de todas las naciones que han salido de la futura gran tribulación y «han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero» (cf. Apoc. 22:14). La ropa en la Biblia es a menudo un retrato de nuestro andar práctico pero las «ropas» que visten estos creyentes simbolizan la posición de ellos como redimidos (cf. Is. 61:10; Lucas 15:22). El hecho de que ellos han lavado sus ropas en la sangre del Cordero es una figura de la fe de ellos en el Señor Jesús. El profeta Jeremías había llamado mucho antes al pueblo de Dios diciendo: «Lava tu corazón de maldad, oh Jerusalén, para que seas salva» (Jer. 4:14). Ello fue un llamamiento al arrepentimiento y a la confesión de su culpa delante de Dios, el cual es el único que puede conceder el perdón. Aun en el Antiguo Testamento se conocía que nadie se puede salvar o limpiar a sí mismo (Sal. 49 y 51).
Un efecto adicional de la sangre de Cristo derramada es la santificación. Según Hebreos 13:12, Jesús santificó al pueblo mediante su propia sangre padeciendo fuera de la puerta de Jerusalén. La santificación mediante su sangre va más allá del lavamiento. Este último nos libera del mal, pero la santificación nos lleva a Dios. El hecho de que este es también un resultado del derramamiento de la sangre de Jesús es otra demostración de su poder y efecto.
5.3 - La paz por medio de la justificación
Ha sido mencionado varias veces el hecho de que el Señor Jesús ha hecho «la paz mediante la sangre de su cruz» (Col. 1:20). No solamente todos los hombres son pecadores por naturaleza, sino que ellos, adicionalmente, han llegado a ser culpables delante de un Dios santo debido a su conducta. Dado que ellos detestan el pensamiento de un Dios ante quien son responsables, ellos se han convertido en sus enemigos (Rom. 5:10). Sin embargo, esto no significa que Dios haya sido en algún momento nuestro enemigo. Por el contrario, él nos amó aunque nosotros no logramos amarle y él; envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (Rom. 5:8; 1 Juan 4:10). El Señor Jesús en la cruz puso el fundamento para la perfecta paz. Del mismo modo que la enemistad no procedía de Dios sino del hombre debido al pecado, así también el resultado de la obra de Cristo no es paz con los hombres por parte de Dios sino «paz para con Dios» para los hombres, la cual es predicada ahora a todos –a los que están lejos o a los que están cerca– por medio del evangelio (Efe. 2:17). ¿Y cómo obtenemos paz para con Dios? Por medio de la fe en la obra consumada de redención de Cristo. Quienquiera que cree esto es justificado por Dios, lo que significa que él es considerado como justo. Ser justificado significa ser declarado libre de toda culpa. La base de nuestra justificación es la sangre de Cristo; y nos es concedida por medio de la fe, pero tiene su origen en la gracia de Dios (Rom. 3:24; 5:1, 9; cf. Tito 3:7).
Quienquiera que ha sido justificado por Dios puede disfrutar la paz con Dios (Rom. 3:24-26; 5:1). Esta paz no es una emoción o solo un sentimiento; ella reposa sobre la sangre de la cruz de Cristo, la cual habla del sacrificio de su vida bajo el juicio de Dios. Esta paz no solamente pone fin a nuestra hostilidad hacia Dios, sino que somos llevados a una armonía permanente, profunda, interior, con él. «También tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios» (Rom. 5:2).
5.4 - El acceso a Dios
A través de la sangre de Cristo se nos ha concedido también acceso a Dios y la libertad de acercarnos a él. En Efesios 2:13 el apóstol Pablo escribe: «Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo». Nosotros, como creyentes, no estamos ya lejos de Dios sino que sabemos en cambio que el camino a él ha sido abierto por la sangre de Cristo y que tenemos derecho a acercarnos a él. Ambos privilegios contrastan con el Día de la Expiación en el Antiguo Testamento cuando solamente al Sumo Sacerdote se le permitía entrar en el lugar santísimo, y eso solo una vez al año para hacer expiación con la sangre de la ofrenda por el pecado, porque todo el resto del año el velo delante del lugar santísimo permanecía cerrado. En aquel tiempo no había una entrada libre a la presencia de Dios.
El Señor Jesús ha abierto ahora el camino de entrada al santuario celestial mediante su propia sangre, satisfaciendo las santas exigencias de Dios perfectamente. La demostración de esto fue que el velo que separaba el lugar santísimo del lugar santo «se rasgó en dos, de arriba abajo» (Mat. 27:51). Esto sucedió en el templo en Jerusalén en el momento de su muerte en la cruz, expresando de manera material el hecho de que el acceso a Dios, obstruido hasta entonces, estaba ahora abierto para siempre (cf. Hebr. 9:8; 10:20). Así se nos exhorta ahora: «Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el lugar santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos…» (Hebr. 10: 19-22).
No es solo el camino de entrada al santuario, es decir, a la presencia inmediata de Dios, lo que está abierto ahora para nosotros en un sentido espiritual, sino que a nosotros se nos ha dado el derecho de entrar. Por la voluntad de Dios «somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre» (Hebr. 10:10). Como santificados, nosotros podemos «acercarnos» con toda libertad, ya como sacerdotes para adorar a Dios, como en Hebreos 10, ya como aquellos haciendo peticiones delante del trono de la gracia, como en Hebreos 4, para recibir misericordia y hallar gracia para la ayuda oportuna (Hebr. 4:14-16).
A un pecador no reconciliado, por otra parte, le es imposible tener «libertad y acceso a Dios con confianza» (Efe. 3:12, LBLA), es decir, acceso a Dios como Padre, porque él muy limpio es «de ojos para ver el mal» (Hab. 1:13). Pero debido a que el Señor Jesús ha hecho expiación por el pecado, Dios no tiene nada más contra nosotros, él «es por nosotros» (Rom. 8:31), y nosotros no estamos en enemistad con él sino que somos justificados por la fe y tenemos paz con él. El Señor Jesús nos ha concedido esta paz, de hecho «él es nuestra paz». Como resultado de que él predicó la paz, nosotros tenemos «entrada por un mismo Espíritu al Padre» (Efe. 2:18).
Este libre acceso a Dios como nuestro Padre en adoración, acción de gracias, oración y súplica, es uno de los especiales privilegios de nuestra fe cristiana en la actualidad. ¡Que nosotros podamos hacer uso de ello plena y gozosamente!
6 - La sangre del pacto
Dos preguntas son formuladas con frecuencia: ¿Por qué el Señor Jesús habla de la «sangre del nuevo pacto» cuando instituye la Cena?, y, ¿estamos nosotros, como cristianos, bajo el nuevo pacto? Estas consultas son aún más comprensibles porque la expresión no ocurre solamente en el evangelio de Mateo, donde el Señor Jesús es presentado como el Mesías y Rey de Israel, sino dondequiera que este importante acontecimiento es descrito. La redacción en Mateo es: «porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados» (Mat. 26:28; cf. Marcos 14:24). Lucas escribe: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama» (Lucas 22:20), y Pablo de manera similar: «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; haced esto todas las veces que la bebiereis, en memoria de mí» (1 Cor. 11:25). Aunque hay otros pasajes en el Nuevo Testamento que hablan también del nuevo pacto, nosotros deberíamos considerar este tema de manera breve.
6.1 - El antiguo y el nuevo pacto
Tal como el término sugiere, el nuevo pacto reemplaza el antiguo pacto en el que Dios entró con Israel su pueblo terrenal. En aquella época él había dado a Israel la Ley y había prometido bendición si ellos la guardaban (Éx. 15:5; 34:27-28). Pero la nación invalidó el pacto mediante su desobediencia. Como consecuencia Dios les prometió un nuevo pacto por medio del profeta Jeremías: «He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto; porque ellos invalidaron mi pacto, aunque fui yo un marido para ellos, dice Jehová. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo. Y no enseñará más ninguno a su prójimo, ni ninguno a su hermano, diciendo: Conoce a Jehová; porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice Jehová; porque perdonaré la maldad de ellos, y no me acordaré más de su pecado» (Jer. 31:31-34).
Este anuncio profético tiene tres características importantes:
1. Al igual que el antiguo pacto, Dios entrará en el nuevo con las casas de Israel y Judá. Esto significa que este pacto no es aplicable a cristianos como tales.
2. Una diferencia con el antiguo pacto es la condición de que él habrá perdonado sus pecados.
3. Otra diferencia es que aquellos con los cuales se hace el pacto tendrán la característica inherente de obediencia a Dios.
El primer punto deja claro que el nuevo pacto no se hace con nosotros como cristianos sino con el pueblo terrenal de Dios. Esto plantea la pregunta de por qué el nuevo pacto es mencionado en conexión con creyentes de la dispensación actual de la gracia.
Los dos últimos puntos, los cuales son contrastes significativos con el antiguo pacto, indican que una alteración fundamental ha tenido lugar, lo cual ha resultado en perdón de pecados y obediencia por parte de las personas afectadas. El Antiguo Testamento nos presenta las primeras señales de esto. Isaías menciona un pacto futuro personificado como el Mesías, del cual Jehová dice: «Yo… te pondré por pacto al pueblo» (Is. 42:6; 49:8). En la Epístola a los Hebreos, nosotros leemos que el Señor Jesús es llamado el «fiador» y «mediador» de un nuevo, de hecho un «mejor pacto» (Hebr. 7:22; 8:6; 9:15; 12:24). Este será un «pacto eterno», es decir, nunca será sustituido por ningún otro. (Is. 55:3; 61:8; Jer. 32:40; 50:5; Ezeq. 16:60; 37:26; Hebr. 13:20).
En Hebreos 8:8-12, la profecía de Jeremías, arriba citada, es repetida en toda su extensión, pero con una importante modificación. No dice aquí que el nuevo pacto será hecho «con» Israel y con Judá sino «para con» ellos («Y consumaré para con la casa de Israel y para con la casa de Judá un nuevo pacto» Hebr. 8:8, RVR1909).
Las bendiciones del nuevo pacto no dependerán de la obediencia del pueblo de Dios, como lo hacían las antiguas, porque eso demostró ser imposible. Este nuevo pacto está basado exclusivamente sobre la obra consumada de Cristo llevada a cabo en obediencia perfecta. Él cumplió con todas las demandas de Dios en la cruz. Por su obra de expiación él puso el fundamento para el perdón de Dios de los pecados de su pueblo terrenal y su don a ellos de vida nueva y el espíritu Santo, tal como Ezequiel había profetizado para un tiempo futuro (Ezeq. 36:24-29).
Cuando el Señor dio a sus discípulos el pan y la copa, él estaba a punto de dar su cuerpo y su sangre. En la cruz él iba a establecer el fundamento para el cumplimiento de todas las profecías del Antiguo Testamento, incluyendo la del nuevo pacto con Israel. Por lo tanto, él dijo en la institución de la Cena, «esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados» (Mat. 26:28). Sus palabras nos son presentadas en forma detallada solamente por Mateo, el cual describe al Señor Jesús como el Mesías y Rey de Israel el cual cumplió todas las profecías y promesas de Dios del Antiguo Testamento. El antiguo pacto fue consagrado con sangre de sacrificios de animales; el nuevo pacto fue santificado con la sangre de Cristo (cf. Éx. 24:8; Hebr. 9:18-20; 10:29; 13:20). Tal como la profecía de Jeremías muestra, el perdón de pecados es la característica de quienes tienen una parte en el nuevo pacto.
El «misterio» de que, en su consejo eterno, Dios concedería a todos los creyentes de esta dispensación actual de la gracia no solo el perdón de pecados sino, adicionalmente, los uniría en un cuerpo, la Iglesia de Dios, con el Señor Jesús glorificado como su Cabeza en el cielo, por el Espíritu Santo, no había sido revelado en el Antiguo Testamento. La base para esto es la muerte de nuestro Señor. En este respecto no solo será Israel el que disfrute las bendiciones de la sangre de Cristo bajo el nuevo pacto. Los creyentes de la época actual tienen asimismo participación en dichas bendiciones, y en mucha mayor medida, aunque no según la letra, sino en espíritu, conforme a los principios espirituales que salen a luz mediante ella. Por esta razón Pablo y sus colaboradores pudieron designarse a sí mismos como «ministros competentes de un nuevo pacto, no de la letra, sino del espíritu; porque la letra mata, mas el espíritu vivifica» (2 Cor. 3:6).
Las palabras «letra» y «espíritu» han adquirido un significado más profundo. «Letra» significa la letra de la Ley dada en el Sinaí (cf. 2 Cor. 3:7). Guardar los mandamientos formulados por Dios habría traído vida y justicia (Lev. 18:5; Deut. 6:25), pero el pueblo de Israel fracasó: «El mismo mandamiento que era para vida, a mí me resultó para muerte» (Rom. 7:10). Ese es el significado de la expresión «la letra mata» (2 Cor. 3:6). La idea que a veces se oye de que ello significa que atenerse firmemente a la Palabra de Dios mata la vida espiritual es, por decir lo menos, un grave error de interpretación, si es que nada peor se oculta detrás de ella. ¡Nunca podemos ser demasiado puntillosos con la Palabra de Dios! El espíritu en cuestión aquí no es solo el principio espiritual, divino, del evangelio, sino la persona del espíritu Santo. Él es el que nos hace aptos para el verdadero servicio cristiano.
6.2 - ¿Cuándo fue derramada la sangre de Cristo?
Otra pregunta que es formulada frecuentemente es, ¿Cuándo fue el momento exacto en que la sangre de Cristo fue derramada? No es ciertamente sin un gran significado que el propio Señor Jesús habla de ella solamente cuando instituye la Cena tal como hemos considerado ya. En Mateo él declara: «por muchos es derramada para remisión de los pecados»; en Marcos: «por muchos es derramada»; en Lucas: «que por vosotros se derrama» (Mat. 26:28; Marcos 14:24; Lucas 22:20). Además de estos versículos, la declaración efectiva, general: «sin derramamiento de sangre no se hace remisión» aparece solo una vez (Hebr. 9:22), refiriéndose a los sacrificios del Antiguo Testamento que son declarados tipos de el perfecto sacrificio único de Cristo.
La sangre preciosa de Cristo, el Cordero sin mancha y sin contaminación (1 Pe. 1:19) fue derramada verdaderamente, pero esto sucedió de su propia y libre voluntad. Nadie podía quitar su vida: «Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar» (Juan 10:18). Su sangre no fue derramada [*] por los golpes del látigo, la corona de espinas o los clavos que traspasaron sus manos y pies. No obstante lo terrible que debe haber sido toda la agonía para nuestro Salvador, estas heridas fueron causadas por hombres malvados, pecadores, y ¡fueron evidencia de pecado, no de perdón! Además, la Sagrada Escritura no dice una palabra acerca de sangre fluyendo de estas heridas.
[*] N. del R. Si bien podemos pensar que de esas heridas fluyó sangre, no es a través de estas que el Señor hubiera podido perder la vida. El Señor ofreció su vida a Dios, fue un acto voluntario: «Jesús… dijo: ¡Cumplido está! E inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Juan 19:30).
El derramamiento de la sangre de nuestro Salvador fue su propio acto divino. Nadie más tuvo algo que ver con ello. Si bien no sería adecuado que nosotros deseáramos desvelar todos los misterios de las tres horas de tinieblas, los padecimientos y la muerte del Señor Jesús, lo que nosotros podemos decir es que la sangre del Señor, hablando simbólicamente del alma y la vida, fue derramada en el momento de su muerte en la cruz –invisible para seres humanos. El bien conocido maestro cristiano J.N. Darby explicó esto de esta manera: «Ahora bien, dado que la sangre es la vida, la cual él dio, y fue derramada por ellos, el hecho de haber entregado su vida natural en la energía y perfección de la vida divina en obediencia, el derramamiento de la sangre es el término y la expresión característicos de esto» (Collected Writings, Stow Hill Ed., vol. 3, pág. 69). La sangre y el agua saliendo del costado abierto de Cristo después de su muerte fueron el testimonio y la confirmación visibles de este hecho bienaventurado, tal como los testimonios del inspirado apóstol Juan estando junto a la cruz muestran claramente (Juan 19:34-35; véase la sección siguiente «Sangre y agua»).
Isaías tuvo en perspectiva este fundamental acontecimiento en toda la historia del mundo cuando describió de qué manera el Siervo de Jehová «derramó su vida hasta la muerte» y puso «su vida en expiación por el pecado». Su sangre apareció, hablando de manera figurativa, sobre el propiciatorio celestial en el lugar santísimo, es decir, ante el rostro de nuestro Dios santo en el momento mismo que él encomendó su espíritu en manos de su Padre después de pronunciar ese clamor glorioso: «Consumado es» (Is. 53:10, 12; Lucas 23:46; Juan 19:30).
Nosotros deberíamos señalar aquí que Hebreos 9:11-12 no significan que Cristo entró en el santuario celestial con su propia sangre como una sustancia física sino que «estando ya presente Cristo… por (es decir, en virtud de o en el poder de) su propia sangre, entró una vez para siempre en el lugar santísimo, habiendo obtenido eterna redención» (cf. 1 Juan 5:6). Este es el significado en cuanto a que la obra de redención con todas sus consecuencias gloriosas, eternas, fue consumada en el momento de la muerte del Señor en la cruz. Ello fue sellado por la resurrección al tercer día (cf. Rom. 4:25; 1 Cor. 15:3-4, 17); y él entró en el cielo cuarenta días después para sentarse a la diestra de Dios (cf. Marcos 16:19; Hebr. 9:24).
7 - «Sangre y agua»
Después que el Señor había muerto, y su obra sacrificial fue consumada y la expiación hecha, Dios permitió a los hombres abrir su costado con una lanza. Lo que ellos hicieron a su cuerpo santo en aquel acto es de gran significado. Según las palabras del evangelista Juan, ello le habilitó ser testigo del hecho de que la obra en la cruz se llevó a cabo: «Mas cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua. Y el que lo vio da testimonio, y su testimonio es verdadero; y él sabe que dice verdad, para que vosotros también creáis» (Juan 19:33-35).
En vista de la naturaleza extraordinaria de este acontecimiento nosotros nos abstendremos de cualquier explicación humana o así llamada «fáctica». Todo lo que es necesario decir es que tenemos aquí uno de los pocos pasajes en la Palabra de Dios que habla de la sangre del Señor como una sustancia física en lugar de hacerlo en términos simbólicos. El Hijo de Dios era verdaderamente hombre y murió realmente; «Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre» (Hebr. 2:14-15). La sangre y el agua que fluyeron del costado del Salvador muerto fueron principalmente el testimonio de su muerte.
Sin embargo, esto no es todo. En su amor divino él, quien es la vida eterna en Persona, como hombre se sometió voluntariamente a la muerte, la paga del pecado, para dar vida eterna a los perdidos (cf. Juan 1:4; 11:25; 14:6; Rom. 6:23). Debido a que esto se puede lograr solamente a través de la expiación por el pecado y el lavamiento del pecador, la sangre y el agua que salieron de su costado testifican simbólicamente de que su muerte ha sentado el fundamento para ello «para que vosotros también creáis» (Juan 19:35). La sangre de Cristo ha expiado el pecado delante de Dios, y mediante el agua de la Palabra de Dios nosotros hemos sido limpiados para siempre por medio de la fe, tal como ya hemos considerado.
Juan se refiere a este testimonio divino en su primera epístola cuando él escribe acerca de Jesús, el Hijo de Dios: «Este es Jesucristo, que vino mediante agua y sangre; no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio; porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los que dan testimonio :… el Espíritu, el agua y la sangre; y estos tres concuerdan» (1 Juan 5:6-8).
En contraste con el Evangelio de Juan, donde tenemos el testimonio de la obra consumada y sus resultados bienaventurados, aquí, en esta epístola, se nos muestra en el lenguaje ilustrativo más profundo la forma en que Jesús vino a nosotros: «mediante agua y sangre». Estas palabras no se refieren a su encarnación ni a su vida de servicio incomparable, sino al hecho de asumir la causa de los perdidos sobre la base de su obra de redención.
En la cruz él tuvo que encontrarse con Dios en toda su justicia como Juez, para poder revelarse a nosotros como el Salvador (Tito 2:13-14). Él vino a nosotros «mediante agua y sangre».
El agua es una ilustración del poder limpiador de la Palabra de Dios. Dios habla mediante su Palabra a nuestras conciencias, revelando nuestra culpa. Sin embargo, la Palabra nos indica también la manera de limpieza por medio de la fe en el Señor que murió. El agua en relación con el Espíritu Santo produce el nuevo nacimiento. Ella nos purifica moralmente, mientras que el Espíritu imparte vida nueva, divina (Juan 3:3-8; cf. Juan 13:10; 15:3; Tito 3:5), lo cual sería imposible sin la consumación de la obra de expiación.
Esto explica por qué Cristo tuvo que venir a nosotros «mediante sangre», lo cual habla de expiación por nuestros pecados de acuerdo con el pensamiento de Dios. Él satisfizo plenamente las santas exigencias de Dios sobre el hombre. Aplicada a nosotros, su sangre preciosa produce limpieza perfecta conformándose al juicio de Dios sobre el mal. Los dos elementos de agua y sangre van de la mano. Ese es el motivo por el cual Juan continúa: «no mediante agua solamente, sino mediante agua y sangre». [7]
[7] El primer «mediante» en el versículo 6 traduce la preposición griega diá y se refiere al medio mediante el cual Cristo vino: mediante agua y sangre. En el resto del pasaje «mediante» es la traducción de la preposición griega en, que significa «en», y significa el poder inherente en el agua y la sangre.
Como un testigo divino, el Espíritu Santo es llamado el Espíritu de verdad. Él vino aquí no solo para morar en nosotros y ser nuestro Guía y Paracleto (Consolador, Abogado), sino para ser también el testimonio de la verdad entera de Dios. Esta es una característica esencial de su servicio (cf. Juan 15:26; Rom. 8:16; Hebr. 10:15).
El testimonio del Espíritu Santo es perfecto en sí mismo, pero Dios añade dos testigos adicionales que han sido ya mencionados como medio de salvación: el agua y la sangre. El Espíritu Santo testifica como una Persona divina, pero el agua y la sangre son llamados también testigos en un sentido figurativo. El testimonio de los tres es unánime: «que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Juan 5:11-12). ¡Que maravilloso resultado de la obra de expiación de Cristo! Por medio de su muerte como está descrita en la Palabra de Dios –de la cual la sangre y el agua que fluyeron de su costado testifican– él ha abierto el camino a sí mismo y de este modo a la vida eterna para los que están bajo la justa condenación de la muerte por parte de Dios.
Esto nos recuerda la consagración de los hijos de Aarón para el sacerdocio. En primer lugar, ellos tenían que ser lavados con agua a la entrada del tabernáculo. A continuación, después de haber sido vestidos, la sangre del carnero de las consagraciones era puesta sobre el lóbulo de la oreja derecha de ellos, sobre el dedo pulgar de la mano derecha de ellos y sobre el dedo pulgar de los pies derechos de ellos así como sobre el altar alrededor. Finalmente, ellos eran rociados con sangre del altar y el aceite de la unción santa (Éx. 29:5, 20-21; Lev. 8:6, 24, 30). Cuán precisamente el tipo del Antiguo Testamento corresponde a la enseñanza del Nuevo Testamento acerca del lavamiento, la expiación, y el sellado con el Espíritu Santo, mediante el cual somos hechos un sacerdocio santo y se nos habilita para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo (1 Pe. 2:5).
8 - «El que come mi carne y bebe mi sangre»
Una Escritura que habla de la sangre preciosa de Jesucristo queda por considerar. Ella no es comprendida correctamente en muchos círculos cristianos, lo que conduce a una enseñanza completamente errónea acerca de la Cena del Señor. La Escritura en cuestión contiene las palabras del Señor acerca de comer su carne y beber su sangre en Juan 6:53-58.
La alimentación de los 5.000, descrita en Juan 6, es el único acontecimiento en la vida del Señor en la tierra registrada en los cuatro evangelios, aparte de su entrada en Jerusalén y sus padecimientos. Pero al registrarla, Juan presenta también la conversación que el Señor tuvo con los judíos que le habían seguido solo porque habían comido los panes (Juan 6:26). En relación con esto, él los exhorta a trabajar por la comida que permanece para vida eterna y que él solo, el Hijo del hombre, puede proporcionar. Ellos, si bien habían sido testigos de la alimentación de la multitud, pidieron ahora una señal adicional y se refirieron al maná en el desierto, el «pan del cielo». El Señor Jesús aprovechó la oportunidad para explicarles que todos los que habían comido el maná habían muerto, mientras que él era el verdadero pan del cielo que el Padre les estaba dando. El que venía a él, el Hijo de Dios que se había hecho hombre, creyendo en él, nunca tendría hambre o sed nuevamente, sino que viviría para siempre, porque él es el «pan de vida» (Juan 6:25, 48). Él es el pan que desciende del cielo «para que el que de él come, no muera» (Juan 6:50).
Tenemos aquí ante nosotros, sin duda alguna, una expresión figurativa. En contraste con el maná del Antiguo Testamento el Señor Jesús es «el pan vivo que descendió del cielo» (Juan 6:51). Por consiguiente, «comer» (y «beber» mencionado más adelante) son metáforas para la fe en él. En la vida natural nosotros digerimos lo que comemos y bebemos, y eventualmente ello se convierte en parte de nosotros. Esto puede ser aplicado fácilmente a la fe y a la vida espiritual.
8.1 - Comer y beber una vez
Para poder comer el «pan de vida», no es suficiente creer en el Hijo de Dios simplemente como un hombre viviendo en la tierra. La fe en su muerte expiatoria es esencial. Él se hizo hombre por amor para morir y sacrificarse por todo el mundo. Esta es la razón por la que él añade: «el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo» (Juan 6:51).
Aunque los judíos se ofendieron por la manera en que él habló, él dio un paso más allá para clarificar lo que había dicho: «De cierto, de cierto os digo: Si no coméis la carne del Hijo del hombre, y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» (Juan 6:53). Él había venido a la tierra como «el pan de vida», pero su carne como un hombre vivo no podía dar vida eterna; ¡él tuvo que morir para poder darla! Con el fin de hacer absolutamente claro que nada más que la fe en él como Aquel que moriría por los pecadores conduce a la vida eterna, él añade su «sangre» a su «carne». La sangre y la carne juntas hablan de él como Aquel que murió por los perdidos. Por nosotros él padeció en la carne y sacrificó su vida una vez para siempre (Hebr. 10:10; 1 Pe. 4:1). La sangre preciosa de Cristo fue derramada para el perdón de los pecados (Mat. 26:28). En su muerte, él anuló y sacó a luz la vida y la inmortalidad (2 Tim. 1:10). De hecho, el Hijo del hombre tuvo que ser levantado en la cruz, como Moisés levantó la serpiente en el desierto, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:14-16). Su muerte nos trae así vida eterna. ¡Que eternas gracias puedan ser dadas a Dios por ello!
Comer su carne y beber su sangre significa, antes que nada, creer en su obra y su muerte en la cruz, haciendo que el hecho de que él murió por nuestros pecados sea nuestro en fe. Esto tiene lugar una sola vez en nuestras vidas. El aoristo, tiempo verbal griego usado para el verbo «comer» en Juan 6:51, 53 y el verbo «beber» en el versículo 53, tiene el sentido de un único hecho en un determinado momento. Nosotros recibimos vida eterna al creer en Aquel que murió por nosotros en la cruz. Esta vida, que permanece eternamente en el Hijo de Dios, ha llegado a ser nuestra vida; como resultado, nosotros la tenemos en nosotros mismos. Cuán seria es la posición de todos los que no creen: ellos no pueden poseer esta vida (Juan 6:53; cf. 1 Juan 5:11-12, 20).
8.2 - Comer y beber continuamente
Quienquiera que una vez ha comido la carne del Hijo del hombre y ha bebido su sangre de la manera arriba descrita, recibiendo así vida eterna, necesita alimento para esta vida nueva. Este alimento es el tema efectivo de todo el capítulo. Se trata de Cristo, el Hijo de Dios encarnado que se humilló a sí mismo más allá de nuestro entendimiento y murió por nosotros, el «Hijo del Hombre». Él es el maná verdadero, «el verdadero pan del cielo» (Juan 6:32).
El alimento espiritual continuo, regular, y sus beneficios son el tema de Juan 6:54-58. Aquí los verbos «comer» y «beber» están en la forma verbal del participio presente en el original griego («come» y «bebe»). Esto indica lo que el creyente hace generalmente, un asunto de práctica continua. Tal como los Israelitas recogían maná diariamente para su alimento durante su viaje de 40 años a través del desierto, así también nosotros podemos y debemos ocuparnos cada día con Cristo, quien murió por nosotros, si deseamos crecer y prosperar espiritualmente. Para el apóstol Pablo, Cristo era la satisfacción, el ejemplo, la meta y la fortaleza de su vida. ¿Podría existir un objeto más elevado, más glorioso para el corazón del creyente que él? Él es el Hijo del amor y de la complacencia del Padre en quien toda la plenitud de la Deidad reside corporalmente. Él nos ha amado y se ha entregado por nosotros, y después de su muerte y resurrección él está sentado ahora a la diestra de Dios en gloria, desde donde Le esperamos para llevar a todos los redimidos al hogar. Él es el alimento adecuado para el alma; «el verdadero pan del cielo». Mediante el hecho de alimentarnos espiritual y constantemente de él, nosotros permanecemos en él de manera práctica y él en nosotros en esa dependencia y confianza que él mismo mostró hacia su Padre durante su vida aquí en la tierra (Juan 6:56-57).
Cuando el Señor Jesús nos dice «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón», él nos está exhortando a alimentarnos de él espiritualmente como el verdadero maná (Mat. 11:29). Cuando Pablo animó a los filipenses a adoptar la actitud de Cristo, el cual se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, ellos solo pudieron recibir su actitud o sentir comiendo la carne y bebiendo la sangre del Hijo del hombre (Fil. 2:5-8). Cuando se trata de nuestro andar, Pedro coloca el ejemplo de Cristo delante de nuestros ojos: «el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» para que sigamos sus pisadas (2 Pe. 2:21-23). ¡Su carne y su sangre son verdaderamente comida y bebida para el alma de todo aquel que le ha recibido como su vida!
8.3 - No se trata de la Cena del Señor
Es una creencia común en la cristiandad que el memorial de Cristo es comer y beber la sangre del Hijo del hombre. Dejemos que una única cita represente a muchas: «La imaginería de comer y beber prepara el camino para la posterior institución de la Cena (del alemán; Brockhaus – Comentario sobre la Biblia, vol. 4. P.177).» Para muchas iglesias los versículos que hemos considerado sirven como una base para establecer la Cena del Señor como un «sacramento», es decir, un misterio religioso, un medio de gracia. De acuerdo con eso, se dice que el pan y la copa son muestras exteriores, necesarias para la salvación, las cuales, si son administradas en la manera solemne y prescrita, imparten «la salvación de Cristo» en fe.
Si este fuese el caso, significaría que participar en la Cena del Señor es la condición para recibir vida eterna (Juan 6:51, 54, 57-58). En cambio, alguno que no participa en ella no tendría vida eterna en él (Juan 6:53).
El argumento de que, tomando el pan y la copa, la carne y la sangre de Cristo son recibidas simbólicamente como el alimento espiritual, yerra en cuanto al propósito y el carácter de la Cena. Si nosotros examinamos los pasajes de la Escritura que hablan de ella y de su significado, encontramos las siguientes características distintivas:
1. Nosotros participamos para recordar a nuestro Señor en su muerte (Lucas 22:19; 1 Cor. 11:24-25).
2. Al participar del pan y la copa nosotros expresamos la comunión de la sangre y del cuerpo de Cristo (1 Cor. 10:16; cf. la palabra «todos» en Mat. 26:27).
3. Al comer el un pan todos juntos, nosotros damos expresión visible a la unidad del Cuerpo de Cristo (1 Cor. 10:17).
4. Nosotros anunciamos la muerte del Señor en el mundo que le rechazó hasta que él venga nuevamente (1 Cor. 11:26).
No existe el menor fundamento en la Palabra de Dios para la idea de que nosotros obtengamos salvación mediante nuestra participación en la Cena. Esta es una doctrina falsa y engañosa.
Nuestra reunión como creyentes para partir el pan realza la honra y la gloria de nuestro Redentor en este mundo, no es para recibir alimento espiritual. Cuando estamos congregados para adorar no nos reunimos para recibir sino para dar. [8] El pan y la copa que recibimos de su mano, por así decirlo, dirigen nuestros pensamientos y sentimientos a Aquel que murió. Meditando en silencio acerca de su amor y su sometimiento a la muerte, nosotros, como sacerdotes, ocupados con su sacrificio ofrecido una vez para siempre, y con su preciosa sangre, podemos entrar en el santuario con libertad y persistimos en su presencia y en la de Dios en adoración y alabanza.
[8] El hecho de participar del pan y de la copa es, sin embargo, una ilustración del hecho de que los participantes han comido y bebido verdaderamente la «carne y sangre» del Señor Jesús espiritualmente por medio de la fe. Es también correcto reconocer que, cuando estamos ocupados con él, ¡nosotros siempre recibiremos una bendición!
Adorarle a él y al Padre en espíritu y en verdad es un privilegio grande y sublime. En contraste con todas las otras actividades espirituales, nosotros la continuaremos en la gloria del cielo por la eternidad.
Hace mucho tiempo al vidente Juan se le permitió mirar en el cielo, donde inmediatamente después de la referencia al arrebatamiento, los veinticuatro ancianos, como símbolos de los creyentes del Antiguo y Nuevo Testamentos llevados al hogar, se reunirán alrededor del trono para ofrecer alabanza y adoración con perfecto gozo (Apoc. 5). Mientras las oraciones de los santos que están aún en la tierra se elevan delante de Dios como incienso desde incensarios de oro, las bocas de estos adoradores proclaman, acompañados por los acordes de sus arpas, un nuevo cántico: «Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre nos has redimido para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y nos has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinaremos sobre la tierra» (Apoc. 5:9-10).
Cuando las innumerables compañías de ángeles, en realidad toda la creación, se unen después en adoración al Cordero, y los cuatro seres vivientes la sellan con su Amén, los 24 ancianos, los cuales tienen conocimiento del misterio profundo de la redención, se postran y le rinden homenaje. La adoración de ellos trasciende la adoración de la creación y el Amén de los cuatro seres vivientes; se trata de la expresión de sentimientos que solo la reconciliación puede engendrar.