La voluntad de Dios

Romanos 12:1-2


person Autor: Samuel PROD'HOM 6

(Fuente autorizada: creced.ch)


En el capítulo 12 de esta epístola comienzan las exhortaciones prácticas. Proceden de las enseñanzas de los once capítulos precedentes en los que se expone el despliegue de la gracia de Dios en la obra de la redención y su aplicación al hombre en general –ya sea judío o gentil– envilecido por el pecado.

En la primera parte de la epístola (cap. 1 a 5:11) tenemos la justificación de los pecados por medio de la muerte de Cristo por nosotros, pues Dios presentó a su Hijo como propiciatorio por la fe en su sangre.

En la segunda parte (cap. 5:12 a 8) el apóstol Pablo expone, no la justificación de los pecados, sino la liberación de nuestra condición de descendientes de Adán por medio de nuestra muerte con Cristo en la cruz. El creyente está en una nueva condición, liberado del pecado del cual era esclavo y libre para poner sus miembros al servicio del Señor, con los cuales en otro tiempo sirvió al pecado (Rom. 6).

En la tercera parte de la epístola (cap. 9 a 11, los que constituyen una especie de paréntesis) el apóstol responde a la posible objeción de un judío en contra de lo que se presenta en los primeros capítulos, en los que todos, tanto judíos como gentiles, están igualmente perdidos ante Dios. Los judíos –quienes violaron la ley– y los gentiles –que abandonaron a Dios por su idolatría– ahora resultan ser objetos de la misma gracia. ¿Qué será, pues, de las promesas incondicionales hechas a los padres? ¿Cómo conciliarlas con la gracia ofrecida a todos en la época actual? El apóstol demuestra que si bien los judíos, sobre la base de su responsabilidad, han perdido todo derecho al cumplimiento de las promesas, Dios, no obstante, habrá de cumplirlas sobre la base de la redención: Cristo ha muerto por la nación, y su obra en la cruz constituye la base del cumplimiento de las promesas. Al final del capítulo 11, el apóstol concluye la exposición de la misericordia y de las compasiones de Dios hacia todos con las siguientes palabras: «Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios!» (v. 32-33).

Habiendo, pues, considerado en los once primeros capítulos las riquezas de la sabiduría y del amor de Dios en sus caminos y en el cumplimiento de sus pensamientos de gracia para con nosotros y para con Israel por medio de la obra de la redención, el apóstol puede exhortar a los creyentes en los siguientes términos: «Os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional»[1] (12:1-2).

[1] Nota del E.: La expresión «culto racional» ha sido traducida, en francés e inglés, por «servicio inteligente» o «servicio razonable».

¿Qué motivos más poderosos que la demostración de las misericordias de Dios para con nosotros podrían impulsarnos a obrar? A causa de nuestros pecados, hemos traído sobre nosotros el juicio de Dios. Conforme a la grandeza de sus misericordias, él nos ha perdonado y justificado. Nuestra naturaleza era rebelde, esencialmente mala; no se sometía a la voluntad de Dios. Mas Dios nos ha liberado, nos ha dado la vida y el Espíritu Santo como poder a fin de que le sirvamos. No podemos hacer otra cosa que emplear esta vida para Dios, ofrecerle, no más sacrificios muertos impuestos por la ley, sino nuestros cuerpos, nuestras facultades; en una palabra, todo nuestro ser.

Nuestros miembros –antaño instrumentos del pecado– ahora pueden ser instrumentos de justicia (6:13), un «sacrificio vivo, santo, agradable a Dios» (12:1); tal cual fue toda la vida de nuestro precioso Salvador aquí abajo. Se trata de un «culto racional» (o espiritual, nota V.M.), ya no de una observancia servil, de mandamientos formulados con anterioridad que no podríamos dejar de cumplir so pena de juicio. Al participar de la vida de Cristo y al poseer el Espíritu Santo, podemos, en la comunión del Señor, «comprobar lo que es agradable al Señor» (Efe. 5:10) y «aprobar lo mejor» (Fil. 1:10).

Este servicio se cumple en el «presente siglo malo» (Gál. 1:4), en el que los hombres están conducidos por Satanás, «príncipe de este mundo» (Juan 12:31; 16:11). Así pues, el creyente se encuentra en medio de una corriente totalmente contraria a Dios. Este ya no es de este mundo, aunque lleva en sí la mala naturaleza, la cual siempre buscará acomodarse a los principios de este siglo si no se la mantiene en la muerte. La vieja naturaleza no caracteriza más al creyente. Su mente ha sido renovada y está en condiciones de juzgar todas las cosas según el pensamiento de Dios. Esta capacidad, bajo la acción del Espíritu, debe transformarlo de forma práctica; debe hacer de él un hombre parecido a Cristo aquí abajo, no a Adán, quien tiene por centro de acción a sí mismo, y por esfera de actividad las tinieblas morales en las que está inmerso este pobre mundo.

El creyente recibe pues, a través de su mente renovada y bajo la dirección de la Palabra de Dios, la capacidad de discernir cuál es la voluntad de Dios, a fin de que conforme toda su vida a ella. Lo propio de esta nueva vida es la obediencia: «Elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu, para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo» (1 Pe. 1:2). Es la vida de Aquel que, entrando en el mundo como hombre, dijo: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Hebr. 10:7), en contraste con el primer Adán, quien solo hizo su propia voluntad. La felicidad del redimido consiste en hacer la voluntad de Dios. Ya bastantes veces ha hecho su propia voluntad, la cual no producía sino frutos para muerte (Rom. 6:16, 21, 23). Ahora está libre para obedecer, pues la verdadera libertad se halla en la obediencia. Esta última se concreta en la dependencia, por lo que el creyente tendrá necesidad de conocer la voluntad de Dios para cumplirla. Con este fin, se apartará de todo lo que gobierna y caracteriza el espíritu de este siglo, en donde Cristo es rechazado, y a través del cual debe manifestar los caracteres del Hombre obediente y perfecto.

Si nos dejamos influir por el espíritu de este siglo –caracterizado por el materialismo y por la búsqueda del placer en toda forma posible, en independencia de Dios–, ¿cómo conoceremos la voluntad de Dios? Si tenemos ante nuestros ojos cualquier otra cosa que no sea la Palabra de Dios como guía, no podremos servir con inteligencia, presentando nuestros cuerpos en sacrificio vivo, en una entera consagración a Dios, como «muertos al pecado, pero vivos para Dios» (Rom. 6:11). A menudo hacemos ciertas cosas porque otros las hacen o porque tal manera de obrar nos dio buenos resultados alguna vez. Nos dejamos llevar por nuestros gustos personales; tomamos en cuenta los vínculos naturales, la opinión del mundo o la de hermanos que no siempre son conducidos por las Escrituras. En todas estas cosas no hay inteligencia espiritual. Nos conformamos a este siglo que nos impide discernir la voluntad de Dios. «No seáis insensatos, sino entendidos de cuál sea la voluntad del Señor» (Efe. 5:17). Procuremos también «serle agradables» (2 Cor. 5:9), imitar al Señor, nuestro modelo perfecto, quien podía decir: «Yo hago siempre lo que le agrada» (Juan 8:29).

Qué dicha cuando, habiendo puesto de lado todo lo que pertenece al “yo” y al mundo, somos capaces de discernir o comprobar la voluntad de Dios para cumplirla y apreciar lo que es: «agradable y perfecta».

Es común oír a personas que atraviesan una dolorosa prueba –la cual forma parte de los misteriosos caminos de Dios– citar este versículo 2 de Romanos 12 y alegar: «Tenemos que probar que la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta». Piensan que para experimentar tal cosa es necesario que todo el dolor causado por la prueba dé lugar a un sentimiento agradable, producido por el hecho de que la voluntad de Dios es tal. No es eso lo que significa este versículo. Otros pasajes muestran precisamente lo contrario, es decir, que debemos sufrir la prueba a fin de que lleve fruto. Siendo transformados por la renovación de nuestra mente, estamos cerca de Dios para considerar todas las cosas y sabemos que todo es resultado de su voluntad. A pesar de lo que pueda haber de doloroso en nuestras circunstancias –ya sea para la carne, ya sea para la naturaleza humana– nuestro corazón renovado discierne que la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta. Lo es tanto para Dios como para el nuevo hombre, pues este mira los resultados gloriosos que se obtendrán y, en medio de los sufrimientos, descansa sobre el hecho de que todo proviene de la voluntad de Dios.

Así lo había experimentado el Señor cuando en Mateo 11:26 dijo: «Sí, Padre, porque así te agradó»; ello, además, en un momento infinitamente doloroso para su alma, cuando comprobaba el rechazo de su amado pueblo, el que terminaría con su muerte en la cruz. Asimismo, el apóstol Pablo, tras haber rogado tres veces al Señor que le quitara el aguijón, pudo decir: «Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Cor. 12:8-10).

Basta que consideremos algunos pasajes en los que aparece la expresión «la voluntad de Dios» para que comprobemos que la voluntad de Dios es de por sí buena, agradable y perfecta. «Habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad» (Efe. 1:5). «Nuestro Señor Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nuestros pecados para librarnos del presente siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Gál. 1:4). «Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad» (Sant. 1:18). Pablo varias veces se llama a sí mismo «apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios» (2 Cor. 1:1; Efe. 1:1). En todos estos casos, y en muchos otros, podemos discernir con facilidad que la voluntad de Dios es buena, agradable y perfecta. Pero Dios quiere que, al ser transformados mediante la renovación de nuestro entendimiento, podamos discernirla de igual modo en todas las circunstancias que se presenten en nuestro camino.

No obstante, sería una pérdida para el alma no ver en el pasaje de Romanos 12:2 más que una exhortación a experimentar la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta, en las penosas circunstancias que Dios quiere que atravesemos; pues no se trata solamente de eso. Este versículo nos muestra también que, al no conformarnos a este siglo, podremos discernir, a través de los tenebrosos caminos de este mundo y de nuestros corazones naturales, cuál es la voluntad de Dios. De esta manera seremos capaces cumplirla y ofrecer nuestros cuerpos en sacrificio vivo, siendo movidos por las misericordias de Dios y transformados por la renovación de nuestro entendimiento. Esta es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.

Así lo era para nuestro amado Salvador: «El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón» (Sal. 40:8). «Los mandamientos de Jehová son rectos, que alegran el corazón; el precepto de Jehová es puro, que alumbra los ojos» (19:8). Qué felicidad y qué alivio para el alma poder discernir la voluntad de Dios y andar en las buenas obras que él nos preparó de antemano (Efe. 2:10).

En el tribunal de Cristo comprenderemos los misteriosos caminos divinos ante los cuales nos inclinamos ahora, sabiendo que «a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien» (Rom. 8:28). En espera de ese día, no nos conformemos a este siglo. Dejémonos transformar mediante la renovación de nuestro entendimiento, bajo la acción de la Palabra. En ella encontramos los más poderosos motivos para dirigir nuestros corazones y guardarnos en el pensamiento de Dios en todas las cosas.

Tal era el deseo del apóstol Pablo respecto de los filipenses cuando decía: «Esto pido en oración, que vuestro amor abunde aun más y más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia, para gloria y alabanza de Dios» (Fil. 1:9-11).


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