Índice general
Los últimos días del apóstol Pablo
: Autor Adrien LADRIERRE 2
: TemaPersonas del Nuevo Testamento
(Fuente autorizada: creced.ch)
Lucas, historiador inspirado del libro de los Hechos de los apóstoles, termina su relato con la llegada de Pablo a Roma como prisionero. Nos gustaría conocer la continuación de la historia de este fiel y gran siervo de Dios, de este «instrumento escogido», quien debía llevar el nombre del Señor en «presencia de los gentiles, y de reyes, y de los hijos de Israel» (Hec. 9:15). Desearíamos saber cuál fue el término de su carrera de consagración a su Maestro. El Señor no ha juzgado oportuno enterárnoslo directamente a través de relato inspirado.
En los Hechos, no era su propósito darnos la biografía de un hombre, por más excelente que fuese, sino poner ante nuestros ojos la instauración de la Iglesia en la tierra, por medio del poder del Espíritu Santo y de los instrumentos que Él había escogido para esto.
Sin embargo, leyendo con cuidado las epístolas del apóstol y recogiendo lo que él dice de sí mismo, podemos aprender muchas cosas que se refieren al último período de su vida aquí abajo. En estas líneas me propongo recordarlo.
1 - Las circunstancias de su encarcelamiento
Sabemos en qué condiciones Pablo, prisionero, fue conducido a Roma. Con el fin de escapar de las emboscadas que le tendían los judíos para hacerlo morir, él apeló a César[1], es decir que, como ciudadano romano, había pedido que fuese juzgado por el mismo emperador. En esa época, era Nerón, tan tristemente célebre por su crueldad y sus costumbres disolutas. No obstante, al principio de su reinado, todavía dócil a la voz de sabios consejeros, se mostró apacible y equitativo. En ese tiempo, Pablo fue llevado a Roma.
El centurión Julio, a quien había sido confiada la custodia del apóstol y que le había manifestado una gran benevolencia durante el viaje, lo entregó junto con los otros prisioneros a Burro, el prefecto militar (Hec. 27 - 28:16). Este era el que comandaba la guardia del emperador, hombre que los antiguos historiadores representan como honrado y virtuoso. Había sido gobernador de Nerón y constantemente se había esforzado en reprimir sus viciosas inclinaciones. Sin duda, el centurión Julio le hizo un informe favorable sobre el apóstol, contándole que él, sus soldados y el equipaje debían su vida a ese pobre preso. Dio también testimonio de la conducta noble, piadosa y valerosa de Pablo.
2 - Las oportunidades de predicar el Evangelio
Como quiera que sea, Burro trató al apóstol con consideración y bondad. «Le permitió vivir aparte, con un soldado que le custodiase» (Hec. 28:16). Así como Félix y Festo, el prefecto militar quizá tuvo la ocasión de oír el Evangelio de la boca de Pablo. De todos modos, otros en el pretorio lo oyeron. En efecto, el soldado que cuidaba al apóstol cambiaba cada día. No debía dejar ni un instante al prisionero, quien, de esta manera, estaba constantemente con él. Era una situación penosa, pues el soldado podía ser rudo y grosero; pero esta circunstancia daba a Pablo una ocasión de anunciar el Evangelio a aquellos que sucesivamente lo vigilaban. Podemos pensar que el apóstol, constreñido por «el amor de Cristo» (2 Cor. 5:14) y anhelando la salvación de las almas, no dejó de hacerlo. Así, muchos lo oyeron hablar de las riquezas de la gracia. Al mismo tiempo, fueron testigos de su paciencia en las cadenas que lo retenían preso, de su mansedumbre, en resumen, de la vida de aquel que podía decir: «Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí». De esta manera «la vida de Jesús» se manifestaba en su carne mortal (Gál. 2:20; 2 Cor. 4:11).
¡Qué impresión debía producir esto sobre ellos! Nada llama tanto la intención a la gente del mundo como ver a un cristiano que realmente anda con Dios. Así era Pablo; por eso, escribiendo a los filipenses, les decía: «Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido, han redundado más bien para el progreso del evangelio, de tal manera que mis prisiones se han hecho patentes en Cristo en todo el pretorio, y a todos los demás» (Fil. 1:12-13). Por todas partes se sabía que, si estaba encarcelado, no lo era por una causa política, ni como malhechor, tal como los judíos lo acusaban (Hec. 24:5), sino únicamente por el nombre de Cristo.
¡Cuán admirables son los caminos de Dios! Incluso se sirve de la malicia de los hombres para el cumplimiento de sus designios de gracia para con todos. Así penetró el Evangelio en el mismo palacio de César y encontró almas que lo recibieron. Lo prueban las siguientes palabras del apóstol: «Todos los santos os saludan, y especialmente los de la casa de César» (Fil. 4:22). ¿Quiénes eran? ¿Cuál era su posición en esta casa? Lo ignoramos. Eran «santos» de Dios; he aquí lo que sabemos de ellos. En el palacio de aquel que se volvió un tirano cruel, en medio de la corrupción espantosa que reinaba en esta casa, Dios tenía sus testigos.
Al final del libro de los Hechos se nos da a conocer que Pablo había alquilado una casa en la cual vivió dos años enteros. Ahí «recibía a todos los que a él venían, predicando el reino de Dios y enseñando acerca del Señor, abiertamente y sin impedimento» (28:30-31). Jesús extendía su generosa mano sobre su fiel siervo y regocijaba su corazón permitiéndole predicar la Palabra de Dios, incluso en sus cadenas. Sin duda, el apóstol recordaba las alentadoras palabras que su Señor le dirigió en Jerusalén, cuando estaba expuesto al odio de los judíos: «Ten ánimo, Pablo, pues como has testificado de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma» (Hec. 23:11). Para que ese testimonio fuese dado, Dios quitaba los obstáculos, inclinaba los corazones hasta de los poderosos de la tierra.
El Evangelio, «poder de Dios para salvación a todo aquel que cree» (Rom. 1:16), era anunciado valerosamente en la gran ciudad imperial por aquel que había escrito: «A griegos y a no griegos, a sabios y a no sabios soy deudor. Así que, en cuanto a mí, pronto estoy a anunciaros el evangelio también a vosotros que estáis en Roma» (1:14-15).
No sabemos cuántas personas fueron ahí a la vivienda de Pablo –judíos o gentiles, pobres o ricos, sabios o ignorantes– para oír las Buenas Nuevas respecto a Jesucristo; tampoco cuántas recibieron la Palabra y fueron salvadas. El día de Cristo, en el cual todo será puesto a la luz, permitirá contemplar los florones que habrán sido añadidos allí a la corona de Pablo (véase 1 Tes. 2:19), las innumerables joyas agregadas al tesoro del Señor.
Al menos sabemos de uno que creyó en el Evangelio, quien fue fruto del ministerio del apóstol en prisión. No era un ilustre de la tierra, sino un pobre esclavo de Asia. Era Onésimo, quien se había escapado de Colosas, lejos de su amo Filemón. El Señor permitió que oyera a Pablo –ignoramos por qué caminos– y que encontrara en Cristo la verdadera libertad (Juan 8:32, 36). ¡Con qué afecto el apóstol habló de él! Era el hijo que engendró «en sus prisiones», dijo a Filemón, cuando se lo encomendaba. Era el «amado y fiel hermano». En otro tiempo había sido inútil a su amo, pero en ese momento era útil a Pablo y a Filemón (Film. 10-11; Col. 4:9). Vemos cómo el Señor alegraba el corazón de su siervo, haciéndole probar algunos frutos de su ministerio en la prisión. El bienaventurado siervo de Cristo dio así testimonio a su querido Maestro y le llevaba almas. Si él estaba detenido, la Palabra de Dios no lo estaba. Nada puede impedir que se difunda.
3 - Los ánimos durante su cautividad
Para sostenerlo y animarlo en su servicio, Dios había otorgado a Pablo algunos de sus amigos y compañeros de obra, quienes lo habían seguido y le cuidaban en su cautividad. Eran Epafras, Marcos, Aristarco, Demas, Lucas y otros más (Film. 23-24). Timoteo, su querido hijo en la fe, también estaba con él. Todos estos siervos de Dios, animados por la firmeza del apóstol, cobraron «ánimo en el Señor con sus prisiones», y se atrevieron «mucho más a hablar la palabra sin temor» (Fil. 1:14).
Los hermanos de Roma igualmente tenían gran gozo al ver al apóstol. Algunos le eran particularmente conocidos, hasta había parientes entre ellos (Rom. 16:1-16). Sin duda, venían a consolarlo y a instruirse cerca de él. Así se cumplía lo que les había escrito anteriormente: «Porque deseo veros, para comunicaros algún don espiritual, a fin de que seáis confirmados; esto es, para ser mutuamente confortados por la fe que nos es común a vosotros y a mí» (Rom. 1:11-12). Los creyentes en Roma estaban fortalecidos; el apóstol era consolado y, aunque era preso, estaba en medio de ellos «con abundancia de la bendición del evangelio de Cristo» (Rom. 15:29).
Durante su cautividad, Pablo también recibía muestras de simpatía y afecto de parte de aquellos entre los cuales había trabajado y para quienes había sido instrumento de bendición.
Cuando Pablo aún estaba en libertad, los filipenses dos veces le habían hecho un envío a Tesalónica para sus necesidades. Pensaron que el que era preso en Roma a causa del Señor podía estar sufriendo privaciones. Entonces le enviaron dones por medio de uno de ellos, Epafrodito (Fil. 4:18).
Tales eran los lazos de amor que unían las iglesias a los que trabajaban en ellas. El apóstol fue conmovido profundamente por este recuerdo de los filipenses, y se los dice en su epístola: «En gran manera me gocé en el Señor de que ya al fin habéis revivido vuestro cuidado de mí; de lo cual también estabais solícitos, pero os faltaba la oportunidad… Pero todo lo he recibido, y tengo abundancia; estoy lleno, habiendo recibido de Epafrodito lo que enviasteis; olor fragante, sacrificio acepto, agradable a Dios» (Fil. 4:10, 18). De este modo, muchas cosas regocijaban el corazón del siervo de Cristo en esta cautividad: el afecto de parte de los cristianos y de las asambleas, la abnegación de sus compañeros de obra y la posibilidad de servir al Señor.
Algunas sombras había también: «Algunos, a la verdad, predican a Cristo por envidia y contienda… Los unos anuncian a Cristo por contención, no sinceramente, pensando añadir aflicción a mis prisiones» (1:15-16); pero el bienaventurado apóstol se elevaba por encima de todos estos mezquinos pensamientos. No tenía a la vista más que la gloria de su Maestro: Cristo era anunciado, y esto lo alegraba. En cuanto a sí mismo, voluntariamente se ponía de lado.
4 - Su preocupación por todas las iglesias
Su actividad no se limitaba a anunciar las cosas que conciernen al Señor Jesucristo a aquellos que venían a visitarlo, sino que se extendía también a las asambleas lejanas de Grecia y de Asia, en medio de las cuales había enseñado.
Durante su cautividad en Roma escribió algunas de sus bellas y preciosas epístolas que el Señor, quien las inspiró, ha conservado para la instrucción y edificación de su Iglesia hasta el final. De esta época fechan las epístolas a los Efesios, a los Colosenses, a Filemón y a los Filipenses.
En la primera se expresa así: «Por esta causa yo Pablo, prisionero de Cristo por vosotros los gentiles» (Efe. 3:1). En efecto, porque había anunciado a Cristo, venido tanto para los gentiles como para los judíos, era que éstos, llenos de celo y de odio, lo habían prendido y querían matarlo (Hec. 21:27-29; 22:21-22). Esta era la causa de su cautividad en Roma. Luego, él mismo se llama: «Yo pues, preso en el Señor»; «soy embajador en cadenas» (Efe. 4:1; 6:20).
En la epístola a los Colosenses, habla de sí mismo como «preso», y nombra a «Aristarco, mi compañero de prisiones». Termina esta carta con la conmovedora llamada: «Acordaos de mis prisiones» (Col. 4:3, 10, 18).
La que escribió a Filemón lleva el mismo testimonio de haber sido escrita en cautividad: «Pablo, prisionero de Jesucristo» dice él (v. 1, 9, 10, 23); y la epístola a los Filipenses abunda, como lo hemos visto, en alusiones a la condición en que se encontraba el apóstol en ese momento.
La carta a los Efesios, epístola celestial, revela el «misterio escondido desde los siglos en Dios» (3:9) y pone desde el principio al cristiano y a la Iglesia «en los lugares celestiales en Cristo» (1:3), según los consejos eternos de Dios.
La epístola a los Colosenses exalta la gloriosa persona del Jefe (o «cabeza») de la Iglesia (1:18).
La carta a los Filipenses, conmovedora expresión de un creyente para quien Cristo es todo –vida, modelo, meta, gozo y fuerza (1:21; 2:5-11; 3:14; 4:4, 13)– en medio de las circunstancias de la vida. Por Él, el apóstol aceptó perder todo aquí abajo, en vista de un futuro celestial con Él (3:8).
Finalmente, la epístola a Filemón muestra el tacto y la delicadeza que la vida de Cristo comunica al cristiano, hasta en las relaciones ordinarias de la vida.
Estas cuatro epístolas surgieron del corazón de Pablo bajo el poder del Espíritu Santo, cuando estaba cautivo. Nos muestran en qué pura y serena atmósfera vivía, al mismo tiempo que manifestaba su constante solicitud por sus hermanos en la fe. Desde entonces, han sido un tesoro de bendiciones, consolaciones y estímulos para los creyentes.
5 - Su liberación temporaria
En las dos últimas epístolas encontramos algo más. Es una indicación positiva de que Pablo recobró la libertad.
A Filemón, escribió: «Prepárame también alojamiento; porque espero que por vuestras oraciones os seré concedido» (v. 22). Esto no era más que una esperanza; el apóstol no tenía la convicción de ser devuelto a los cristianos de Asia.
Sin embargo, escribiendo a los filipenses, expresó la certeza de volver a verlos. Estaba dispuesto a morir por el Señor. Para él «partir y estar con Cristo» era «muchísimo mejor». Pero dijo: «Quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros. Y confiado en esto, sé que quedaré, que aún permaneceré con todos vosotros, para vuestro provecho y gozo de la fe, para que abunde vuestra gloria de mí en Cristo Jesús por mi presencia otra vez entre vosotros». «Confío en el Señor que yo también iré pronto a vosotros» (Fil. 1:23, 24-26; 2:24). Recordemos que estas son palabras inspiradas y que el apóstol no dijo aquí: «Espero». El Señor le mostraba que era más necesario para los creyentes que él se quedase en la carne. Por eso dijo: «Confiado en esto, sé que quedaré», y esto no en cautividad, sino volviendo a ellos, a fin de que tuviesen de qué glorificarse en Cristo Jesús. El Señor no podía engañar la confianza que el apóstol tenía en Él.
Seguramente, la Epístola a los Hebreos también fue escrita en esos tiempos (y probablemente su autor es el apóstol Pablo). Allí leemos: «Sabed que está en libertad nuestro hermano Timoteo, con el cual, si viniere pronto, iré a veros» (Hebr. 13:23).
Así, después de cuatro años de cautividad, de los cuales dos fueron en Cesárea y el resto en Roma, Pablo se encontró de nuevo libre. Sin duda, las acusaciones que los judíos presentaban contra él no fueron reconocidas suficientes para motivar una condenación. Festo y los de su consejo ya habían hallado que «ninguna cosa digna de muerte» había hecho, que solamente se trataba de «cuestiones acerca de su religión, y de un cierto Jesús, ya muerto, el que Pablo afirmaba estar vivo». También el rey Agripa declaró: «Podía este hombre ser puesto en libertad, si no hubiera apelado a César» (Hec. 25:25, 19; 26:31-32). Nerón probablemente pensó lo mismo y libró a Pablo.
6 - Su último viaje
¿Qué hizo el apóstol durante este tiempo de libertad, que además fue bastante corto? Escribiendo a los romanos, cuando aún ignoraba de qué manera iría a verlos, expresó su formal intención de ir a España (Rom. 15:28). No sabemos si pudo llevar a cabo ese proyecto. Pero a través de las epístolas dirigidas a Timoteo y a Tito, escritas después de su cautividad, aprendemos con certeza los nombres de algunos lugares por los que pasó. Estuvo en Asia Menor. ¿Visitó Éfeso? Simplemente se nos dice que rogó a Timoteo que se quedase allí, mientras que él, Pablo, iba a Macedonia (1 Tim. 1:3). El apóstol había dicho a los ancianos de Éfeso que no verían más su rostro (Hec. 20:25); no obstante, pasó por Mileto, puesto que dijo: «A Trófimo dejé en Mileto enfermo» (2 Tim. 4:20). Atravesó Troas, donde dejó el capote y los libros en casa de Carpo, probablemente pensando volver (4:13). En esta oportunidad, seguramente visitó Colosas y a su amigo Filemón, como había expresado su intención (Film. 22). Con Tito visitó la isla de Creta (Tito 1:5) y fue a Macedonia; no podemos dudar de que haya visto allí a sus queridos filipenses. También estuvo en Corinto, donde Erasto se quedó (2 Tim. 4:20). Al final, se proponía pasar el invierno en Nicópolis, ciudad de Epiro, región situada al oeste de Macedonia (Tito 3:12).
El apóstol volvió a ver, pues, una parte del vasto campo de sus anteriores trabajos. Seguramente se alegró al encontrar de nuevo a varios de sus amigos y de sus hijos en la fe, y al tener la posibilidad de anunciar a Cristo todavía. Pero las cosas ya habían cambiado mucho. La ruina que Pablo había prevenido (Hec. 20:29, 30) se extendía. En Asia, donde había trabajado tanto y donde todos, tanto judíos como griegos, habían oído la Palabra (19:10), ahí mismo, debió decir con dolor: «Me abandonaron todos los que están en Asia, de los cuales son Figelo y Hermógenes» (2 Tim. 1:15). Quizá estos dos últimos eran de aquellos a los cuales había advertido solemnemente, diciendo: «De vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas» (Hec. 20:30).
7 - Su nueva cautividad con sus difíciles condiciones
Este último viaje fue entonces una mezcla de gozo y de tristeza para el apóstol. La segunda epístola a Timoteo nos muestra hasta dónde habían llegado las cosas en la Iglesia. Pablo fue otra vez puesto en prisión y soportó una cautividad mucho más dura que la anterior, de la cual solamente salió para ir a la muerte. ¿Cómo se halló encarcelado en Roma otra vez? lo ignoramos. Pero los tiempos habían cambiado. Nerón se había liberado de toda presión, dejándose llevar sin reserva por su crueldad a una disolución sin freno; nada más reprimía sus malos instintos. A su instigación, una horrible persecución contra los cristianos hacía estragos en Roma. Sabiéndolo Pablo, ¿habrá querido ir para sostener y alentar a sus hermanos afligidos? ¿fue prendido entonces y encarcelado? Podemos suponerlo, ya que conocemos su generoso y ardiente corazón lleno de amor para con los cristianos. Su vida no le era preciosa; no deseaba sino cumplir su servicio para el Señor.
¡Qué diferente fue esta cautividad de la primera! Pablo ya no vivía en casa, gozando de una libertad relativamente grande para predicar el Evangelio; tampoco estaba rodeado de consideraciones como ciudadano romano esperando el juicio del emperador. Estaba en una verdadera cárcel como miembro de la «secta» de los cristianos, objetos del desprecio y del odio, no solamente de los judíos, sino de todos. Escribió en 2 Timoteo 2:9: «Sufro penalidades, hasta prisiones a modo de malhechor». Tan estrecha y retirada debía de estar su celda, tan dispersos sus amigos, que Onesíforo de Éfeso tuvo que buscarlo con solicitud para hallarlo (2 Tim. 1:16-17). No era más aquel tiempo en que sus cadenas se conocían en todo el pretorio.
El apóstol no estaba como antes rodeado de sus amigos, de sus compañeros de obra y de cautividad, quienes aliviaban sus cadenas, cooperando con él en el Evangelio. «Erasto se quedó en Corinto», a Trófimo lo dejó enfermo en Mileto; envió a Tíquico a Éfeso; Crescente fue a Galacia, y Tito a Dalmacia. Demas, anteriormente su compañero de obra, ¡desgraciadamente! lo había abandonado, habiendo amado «este mundo» (2 Tim. 4:10-21).
Había un vacío alrededor de él. Solo Lucas, el médico amado, estaba con él. Por eso, el apóstol sentía el ardiente deseo de tener cerca de él a Timoteo, su hijo amado. «Procura venir pronto a verme» le dijo. «Procura venir antes del invierno» (v. 9 y 21). Sabía que su carrera terrestre llegaba a su fin (v. 6) y deseaba ver a aquel que le era tan querido, quien se ocupaba en la obra del Señor al igual que él. Al mismo tiempo le recomendó que le trajese el capote y los libros que había dejado en casa de Carpo, en Troas, en un momento en el que quizás creía que podría volver a ver a este discípulo. El invierno se aproximaba; Pablo, en lugar de pasarlo en Nicópolis (Tito 3:12), tendría que soportar el frío en la prisión. Necesitaba su capote. Había pasado el tiempo en que decía: «Tengo abundancia; estoy lleno» (Fil. 4:18). Era anciano, pobre, solitario y desprovisto.
Un aspecto conmovedor de su última petición a Timoteo es este: «Toma a Marcos y tráele contigo, porque me es útil para el ministerio» (2 Tim. 4:11). Hubo un momento en el que Marcos –llamado también Juan– había abandonado el servicio, por lo que Pablo no había juzgado oportuno tomarlo consigo; pero el Señor lo había enseñado y fortalecido hasta capacitarlo para el servicio, y Pablo lo reconocía sin resentimiento. ¡Qué hermoso ejemplo de gracia en el Maestro y en su apóstol! (2 Tim. 4:9-13; Hec. 13:13; 15:37-38).
8 - Los ánimos durante su soledad
Sin embargo, en medio de esta soledad y en estos días oscuros, el Señor hizo brillar un rayo de luz que regocijó a su siervo: Onesíforo de Éfeso, cristiano de corazón adicto, quien ya había prestado muchos servicios en la iglesia de aquella ciudad, llegó a Roma y buscó a Pablo para verlo. En esa época de persecución, era exponerse en gran manera el hecho de mostrar interés por un prisionero cristiano. Pero Onesíforo no se dejó desanimar a causa de la dificultad para encontrar al apóstol, ni aterrorizar por el peligro. El apóstol dijo de él con gratitud: «Me buscó solícitamente y me halló… Muchas veces me confortó, y no se avergonzó de mis cadenas» (2 Tim. 1:16-17). Su afecto podía costarle la vida; por eso ¡cuán bello es el testimonio de Pablo con respecto a él! En nuestros días de tibieza, ojalá la devoción y el amor por el Señor y los cristianos sean reanimados. Onesíforo es uno de aquellos a quienes el Señor puede decir: «Estuve… en la cárcel, y vinisteis a mí». Pablo pensaba en el día de las recompensas, cuando dice: «Concédale el Señor que halle misericordia cerca del Señor en aquel día» (Mat. 25:36; 2 Tim. 1:16-18).
Probablemente venían también cristianos de Roma para consolarlo: «Eubulo te saluda, y Pudente, Lino, Claudia y todos los hermanos» (2 Tim. 4:21). Pero ¿cuántos quedaban de aquellos a quienes él saludaba al final de su epístola a los Romanos? ¿Cuántos habían dejado su vida por Cristo en las crueles torturas de los jardines de Nerón?
9 - La ruina de la Iglesia
Pablo en su cautividad llevaba en sí mismo los dolorosos recuerdos del estado de la Iglesia. Ella había llegado a ser como «una casa grande», donde los utensilios viles se encontraban en contacto con los que eran honrosos. Había que purificarse de los primeros (2:20-21). Todos los de Asia habían abandonado al apóstol y sus enseñanzas. Falsos doctores trastornaban la fe de algunos. Tenían apariencia de piedad, pero negaban la eficacia de ella. Había que apartarse de ellos: «A éstos evita» (3:5) ¡Qué dolorosa prueba para el corazón del apóstol al ver esta ruina!
A esto se añadía los ataques del enemigo: «Alejandro el calderero me ha causado muchos males» dijo Pablo. ¿Era este el mismo Alejandro que vemos en Éfeso, a quien los judíos empujan para que se oponga a Pablo y los justifique a ellos? De qué manera Alejandro había mostrado su maldad para con el apóstol, lo ignoramos. Pero esas pocas palabras nos hacen entrever uno de los sufrimientos del apóstol por Cristo (2 Tim. 2:17-21; 3:5; 4:14; Hec. 19:33). Al final de su carrera, pobre, en prisión y de edad avanzada, él se veía expuesto al abandono de parte de unos, y al odio de parte de otros.
¿Cómo soportaba él estos sufrimientos? ¿Estaba abatido y desanimado después de su larga vida de combates, y viendo a esta Iglesia que le era tan querida ser presa de lobos rapaces y de hombres que anunciaban cosas perversas? (Hec. 20:29-30) ¿No le parecía que su trabajo era vano? No; miraba arriba, a Aquel en quien está todo recurso. En su corazón se remontaba hasta los eternos designios de Dios que no pueden dejar de cumplirse.
Así, no solo se encontraba en estado de soportar la prueba con paciencia, sino también de animar a los otros. «Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio. Por tanto, no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor, ni de mí, preso suyo, sino participa de las aflicciones por el evangelio según el poder de Dios, quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos, pero que ahora ha sido manifestada por la aparición de nuestro Salvador Jesucristo, el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio… Por lo cual asimismo padezco esto; pero no me avergüenzo, porque yo sé a quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día» (2 Tim. 1:7-12). Esto es lo que sostenía a Pablo en medio de toda clase de sufrimientos. Tenía confianza en Aquel que lo había amado y salvado y, por encima de las tribulaciones del momento, él veía resplandecer la gloria del día venidero. «Todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna. Palabra fiel es esta: Si somos muertos con él, también viviremos con él; si sufrimos, también reinaremos con él» (2:10-12).
10 - Su juicio ante César
Por fin el apóstol compareció ante César. Podía recordar el día en que presentó su apología ante Festo, Agripa y Berenice. Había dicho: «¡Quisiera Dios que... fueseis hechos tales cual yo soy, excepto estas cadenas!» (Hec. 26:29). El espíritu de valor y de amor que entonces lo animaba, sin duda ardía de la misma manera en su alma. Pero la escena en ese momento era más solemne y apropiada para conmover su corazón. No tenía ante él a hombres más o menos comprensivos. Era el emperador, el cruel Nerón, quien tantos sufrimientos había infligido a los aborrecidos cristianos; eran los grandes de su corte, tan acostumbrados como él a ver derramar sangre; había seguramente una muchedumbre de judíos y de gentiles que vinieron para asistir al proceso de aquel a quien se acusaba de ser «una plaga, y promotor de sediciones entre todos los judíos por todo el mundo, y cabecilla de la secta de los nazarenos» (Hec. 24:5). Todos estaban ávidos de oír pronunciar su sentencia de muerte.
¿Quién estaba con Pablo? ¿Qué amigos habían venido para sostener por medio de su presencia y de su simpatía al cristiano anciano, al probado combatiente, al preso a causa del Señor? Nadie. El temor del oprobio y de la ira de los hombres los había retenido a todos.
11 - El Señor le dio fuerzas
«En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon» (2 Timoteo 4:16). Estaba solo; sí, solo ante los ojos de los hombres. Pero se hallaba allí un amigo fiel, Aquel que jamás falta, Aquel a quien en otro tiempo Esteban veía por medio del Espíritu y el cual lo sostenía ante el concilio (Hec. 6 - 7). Si bien era invisible a todos, estaba presente en el corazón del apóstol. «Todos me desampararon…» Pero añadió con indecible expresión de amor: «El Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas». Esto le era suficiente.
Pablo siguió diciendo: «Me dio fuerzas, para que por mí fuese cumplida la predicación, y que todos los gentiles oyesen» (2 Tim. 4:17). ¿Qué predicación? La que él había hecho oír a Félix, a Festo y a Agripa; el Evangelio que anuncia a un Cristo resucitado y en la gloria; un Cristo que abre los ojos a la luz celestial y hace pasar del poder de Satanás a Dios; un Cristo que debe aparecer un día en gloria y juzgar a todos los hombres. El poderoso y temido Nerón, el hombre manchado con tantos crímenes, oyó en ese día el solemne llamamiento de Dios y, con él, todos sus nobles y la muchedumbre que rodeaba el tribunal. Semejante acusado jamás se había visto, ni tales palabras se habían oído nunca en aquel sitio.
Así Pablo cumplía completamente su servicio; era su coronamiento. El Señor lo había escogido para llevar «su nombre en presencia de los gentiles, y de reyes»; acababa, pues, de proclamarlo ante el más poderoso monarca de aquel tiempo (2 Tim. 4:16-17; Hec. 9:15; 26:16-18).
¿Cuál fue el resultado de esta primera defensa? Pablo escribió a Timoteo: «Fui librado de la boca del león» (2 Tim. 4:17). ¿Fue impresionado Nerón, como Félix, por la potestad de la verdad, y perturbado en su conciencia? Lo ignoramos. Félix había dicho al apóstol: «Ahora vete; pero cuando tenga oportunidad te llamaré» (Hec. 24:25). Esta vez, Pablo escapó de la boca del león. Pero no era más que un descanso, y el querido siervo del Señor bien lo sabía.
12 - Su ministerio plenamente cumplido
El apóstol escribió a su amado Timoteo, después de haberlo exhortado a cumplir su ministerio: «Porque yo ya estoy para ser sacrificado, y el tiempo de mi partida está cercano. He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida» (2 Tim. 4:5-8). Esperaba la muerte. Su sangre iba a ser derramada como el vino con que se hacía libación después de los sacrificios. Pero ¿qué le importaba? Para él, morir era ganancia; era «partir y estar con Cristo», lo cual era muchísimo mejor. Que el Señor fuese glorificado en su cuerpo, por vida o por muerte, era lo que él deseaba (Fil. 1:23, 20).
Acababa de ser magnificado Cristo ante todos por medio del testimonio que Pablo había dado, cumpliendo plenamente la predicación. ¿Qué poder tenían el emperador y el verdugo sobre aquel que siempre se consideraba como librado de la muerte por amor a Jesús y que no tenía en estima su propia vida, con tal que su Maestro fuese glorificado? Nada.
13 - Las glorias que sucederán
Gloriosas perspectivas se abrían ante los ojos del apóstol: los esplendores del día de Cristo, la gloria de su aparición, la corona de justicia que el Salvador pondría sobre la cabeza del fiel combatiente y, por encima de todo, la felicidad de estar para siempre con el Hijo de Dios, quien lo amó y dio su vida por él. Era suficiente para ocultar a la vista de Pablo su triste prisión, el desamparo de todos, los sufrimientos, el oprobio, el hacha del verdugo, y hacerle exclamar con triunfo: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?… Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom. 8:35-39).
Nada sabemos de otra comparecencia de Pablo ante Nerón, de su sentencia y de su muerte. El testimonio de antiguos historiadores eclesiásticos es que, siendo ciudadano romano, fue decapitado hacia el año 67. «Ausente del cuerpo, y presente al Señor» (2 Cor. 5:8), espera ahora con todos los mártires, y también con todos los creyentes, el momento en que Jesús vendrá en gloria.
¡Que Dios nos ayude a imitar la fe del apóstol, considerando cuál fue el resultado de su conducta! (Hebr. 13:7).