Legalismo y liviandad
: Autor Charles Henry MACKINTOSH 38
Dado que sentimos, en alguna pequeña medida, nuestra responsabilidad para con las almas de nuestros lectores y para con la verdad de Dios, nos vemos animados por el deseo de elevar una breve pero tajante voz de advertencia contra dos males antagónicos que podemos ver claramente operando entre los cristianos de la actualidad. Se trata del legalismo, por un lado, y de la liviandad, por el otro.
En cuanto al primero de estos males ya tratamos, en muchos de nuestros primeros escritos, de librar a las preciosas almas de un estado legal, el cual, a la vez que deshonra a Dios, subvierte por completo la paz y la libertad de las mismas. Hemos procurado presentar la libre gracia de Dios, el valor de la sangre de Cristo, la posición del creyente delante de Dios en perfecta justicia y aceptación en Cristo. Estas preciosas verdades, cuando se aplican al corazón, por el poder del Espíritu Santo, habrán de liberarlo de toda influencia legal.
Pero entonces a menudo ocurre que los creyentes, una vez que son manifiestamente liberados del legalismo, incurren en el mal opuesto de la liviandad o frivolidad. Ello puede deberse al hecho de que las doctrinas de la gracia han sido aprendidas tan solo de un modo intelectual, en vez de haber sido alojadas en el alma por el poder del Espíritu de Dios. Se pueden adoptar muy livianamente una gran cantidad de verdades evangélicas cuando no ha tenido lugar un profundo trabajo de conciencia, un verdadero quebrantamiento del viejo hombre y una subyugación de la carne en la presencia de Dios. En este caso, habrá sin duda liviandad de espíritu de una u otra forma. Se habrá de dejar un amplísimo margen para la mundanalidad en sus diversas formas; una libertad dada a la vieja naturaleza completamente incompatible con el cristianismo práctico.
Además de estas cosas, se hará manifiesta una muy deplorable falta de conciencia en los detalles prácticos de la vida cotidiana: deberes descuidados, trabajos mal hechos, compromisos no fielmente cumplidos, obligaciones sagradas tratadas con poca seriedad, deudas contraídas, hábitos extravagantes tolerados. Todas estas cosas las ponemos bajo el título de liviandad, y, por desgracia, son demasiado comunes entre los más altos profesos de lo que se denomina «verdad evangélica».
Ahora bien, deploramos profundamente todo esto, y quisiéramos que nuestras propias almas, así como las de todos nuestros lectores cristianos, se hallasen realmente ejercitadas en cuanto a ello. Nos asusta el hecho de que haya entre nosotros un considerable porcentaje de profesión hueca, una gran falta de seriedad, veracidad y realidad en nuestros caminos. No estamos lo suficientemente impregnados del espíritu del cristianismo auténtico, ni somos gobernados en todas las cosas por la Palabra de Dios. No prestamos suficiente atención a los «lomos ceñidos con la verdad» ni a la «coraza de justicia» (Efe. 6:14).
En este camino el alma termina en muy mal estado; la conciencia no responde; las sensibilidades morales resultan atrofiadas. Los reclamos de la verdad no son debidamente atendidos. Se juega con males positivos. Se tolera la relajación moral. Lejos de existir el constrictivo poder del amor de Cristo –que conduce a actividades de bondad–, ni tan siquiera está el restrictivo poder del temor de Dios –que impide las actividades de maldad.
Apelamos solemnemente a las conciencias de nuestros lectores en lo que respecta a estas cosas. El tiempo presente es tremendamente solemne para los cristianos. Hay urgente necesidad de una ferviente y vigorosa devoción a Cristo; pero esta difícilmente puede existir en tanto se descuiden las demandas corrientes de la justicia práctica. Siempre debemos recordar que la misma gracia que libera eficazmente al alma del legalismo es la única salvaguardia contra toda liviandad. Habremos hecho muy poco en favor de un hombre –por no decir nada– si lo sacamos de un estado legal para terminar llevándolo a uno frívolo, indolente, descuidado e insensible condición de corazón.
Sin embargo, a menudo hemos observado la vida de las almas, y advertido este triste hecho concerniente a ellas: que cuando fueron liberadas de las tinieblas y de la esclavitud, se volvieron mucho menos atentas y sensibles. La carne está siempre dispuesta a convertir la gracia de Dios en libertinaje (Judas 4), y, por ende, debe ser subyugada. Es menester que el poder de la cruz se aplique a todo lo que es de la carne. Necesitamos mezclar las «hierbas amargas» con nuestra fiesta pascual. En otras palabras, necesitamos esos profundos ejercicios espirituales que resultan de una positiva entrada en el poder de los sufrimientos de Cristo. Necesitamos meditar más profundamente sobre la muerte de Cristo: su muerte como víctima bajo la mano de Dios y como mártir bajo la mano del hombre.
Este es el remedio eficaz contra el legalismo y la liviandad. La cruz, en su doble aspecto, libera de ambos males. Cristo «se dio a sí mismo por nuestros pecados, para librarnos del presente siglo malo, según la voluntad de nuestro Dios y Padre» (Gál. 1:4). Por la cruz, el creyente es tan completamente liberado del presente siglo malo como perdonado de sus pecados. Él no es salvo para disfrutar del mundo, sino para romper definitivamente con él.
Conocemos pocas cosas más peligrosas para el alma que la combinación de verdades evangélicas con mundanalidad, holgura y desenfreno; la adopción de un cierto vocabulario de verdades cuando la conciencia no está en la presencia de Dios; una aprehensión meramente intelectual de la posición en Cristo, sin una vigorosa ocupación en el estado práctico; una claridad en la doctrina en cuanto al título, sin una concienzuda relación con la condición moral.
Confiamos en que nuestros lectores soportarán la palabra de exhortación. Si nos refrenáramos de pronunciarla, tendríamos que considerarnos deficientes en fidelidad. Es verdad que no es una tarea agradable llamar la atención respecto de males prácticos, urgir el solemne deber del juicio propio e inculcar en la conciencia las demandas de la verdad práctica. Sería mucho más grato al corazón exponer verdades abstractas, versar sobre la libre gracia y lo que ella ha hecho por nosotros, espaciarse en las glorias morales del inspirado Libro; en una palabra, explayarse en los privilegios que son nuestros en Cristo.
Pero hay momentos en que la verdadera y práctica condición de cosas entre los cristianos pesa demasiado fuertemente sobre el corazón y mueve al alma a hacer un urgente llamado a la conciencia en lo que se refiere a asuntos de marcha y de conducta; y nosotros creemos que dicho momento es precisamente el actual. El diablo está siempre ocupado y en guardia. El Señor ha arrojado mucha luz sobre su Palabra durante los últimos años. El Evangelio ha sido presentado con una claridad y un poder particular. Miles de almas han sido liberadas de un estado legal; y ahora el enemigo procura ofuscar el testimonio conduciendo a las almas a una condición fútil, descuidada y carnal, llevándolas a descuidar el saludable e indispensable ejercicio del juicio propio. Profundamente conscientes de esto, nos sentimos impulsados a ofrecer unas palabras de admonición acerca de legalismo y liviandad. «Porque la gracia de Dios que trae salvación ha sido manifestada a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos sobria, justa y piadosamente en el presente siglo, aguardando la bendita esperanza y la aparición en gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí mismo un pueblo propio, celoso de buenas obras» (Tito 2:11‑14).