Índice general
El yugo desigual
: Autor Charles Henry MACKINTOSH 38
: TemaMatrimonio
Toda persona que procura sinceramente una marcha cristiana más pura y elevada, tanto para sí como para los demás, no puede dejar de experimentar un sentimiento inefable de tristeza y abatimiento al contemplar el cristianismo de nuestros días. Su tono está tan extremadamente bajo, su aspecto tan insalubre y su espíritu tan débil, que uno, a veces, se siente tentado a perder toda esperanza de encontrar algo que se asemeje a un auténtico y fiel testimonio a un Señor ausente. Todo esto es tanto más deplorable cuando recordamos los motivos imperiosos que, por privilegio especial, deberían animarnos. Ya sea que consideremos al Maestro a quien somos llamados a seguir, a la senda por la cual somos llamados a andar, al objeto en que debemos mantener fija nuestra mirada o a las esperanzas que deberían animarnos, no podemos sino reconocer que, si penetráramos más en la realidad de todas estas cosas y si las mismas fuesen llevadas a cabo con una fe más simple, presentaríamos, con toda seguridad, una marcha cristiana más ferviente.
«El amor de Cristo –dice el apóstol– nos apremia» (2 Cor. 5:14). Este es el motivo más poderoso de todos. Cuanto más lleno está el corazón del amor de Cristo, y más fijo está el ojo espiritual en su bendita Persona, tanto más de cerca procuraremos seguir sus huellas celestes. Sus pisadas solo pueden ser advertidas por un «ojo… sencillo» (Mat. 6:22); y a menos que la voluntad propia sea quebrantada, la carne mortificada y el cuerpo puesto en sujeción, fracasaremos por completo en nuestra marcha como discípulos y «Algunos que la desecharon naufragaron respecto a la fe» (1 Tim. 1:19).
Que el lector no me mal interprete. Aquí no se trata en absoluto de la cuestión de la salvación personal. Se trata de otra cosa totalmente diferente. Nada puede ser más miserablemente egoísta –tras haber obtenido la salvación como el fruto de la agonía de Cristo, de su sudor de sangre, de su cruz y de su pasión– que mantenernos a la mayor distancia posible de su sagrada Persona sin perder nuestra seguridad personal. Esto, hasta para el juicio natural, no puede ser considerado sino como un egoísmo digno del más rotundo desprecio. Mas cuando este carácter es manifestado por un hombre que profesa deber todo lo que tiene en el presente y en la eternidad a un Maestro rechazado, crucificado, resucitado y ausente, ningún lenguaje podría expresar esta bajeza moral.
“Con tal que haya escapado del fuego de la gehena, poco importa mi marcha como discípulo”. Lector, ¿acaso no detestaría, en lo más profundo de su alma, este sentimiento? Si es así, entonces procure con vehemencia apartarse de él y situarse en el polo opuesto de la brújula, y que su lenguaje fiel sea: “Con tal que mi bendito Maestro sea glorificado, poco importa, comparativamente, mi seguridad personal”. Quiera Dios que esta sea la sincera expresión de muchos corazones en el día de hoy, cuando, ¡ay, se puede decir en verdad que «todos buscan sus propios intereses, no los de Cristo Jesús» (Filipenses 2:21)!
Quiera Dios que el Espíritu Santo, con su irresistible poder y con su energía celestial, suscite una cuadrilla de discípulos separados del mundo, y de devotos seguidores del Cordero, donde cada uno se halle unido, mediante los lazos del amor, a los cuernos del altar; una compañía, semejante a los trescientos de Gedeón en los tiempos de antaño, capaz de confiar en Dios y de renunciar a la carne. ¡Oh, cómo suspira el corazón por ver esto! ¡Cómo el espíritu, sometido, a veces, a la congelante y desecante influencia de una profesión fría y hueca, anhela con ahínco un más riguroso y sincero testimonio para Aquel que se despojó a sí mismo y dejó su gloria para que nosotros, por su sangre preciosa derramada en la cruz, pudiésemos ser elevados hasta ser sus compañeros en una felicidad eterna!
Ahora bien, entre los numerosos obstáculos que se oponen a esta plena consagración de corazón a Cristo que yo deseo ardientemente para mí y para mis lectores, el yugo desigual, tal como lo veremos, ocupa uno de los primeros lugares. «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos; pues, ¿qué relación hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿Y qué armonía de Cristo con Belial? ¿O qué parte tiene un creyente con un incrédulo? ¿Y qué acuerdo tiene el templo* de Dios con los ídolos? Porque nosotros somos el templo del Dios vivo; como dijo Dios: Habitaré y andaré entre ellos; y yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Por lo cual, ¡salid de en medio de ellos y separaos!, dice el Señor, y no toquéis cosa inmunda; y yo os recibiré, y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso» (2 Cor. 6:14-18).
La economía mosaica nos enseña el mismo principio moral: «No sembrarás tu viña con semillas diversas, no sea que se pierda todo, tanto la semilla que sembraste como el fruto de la viña. No ararás con buey y con asno juntamente. No vestirás ropa de lana y lino juntamente». «No harás ayuntar tu ganado con animales de otra especie; tu campo no sembrarás con mezcla de semillas, y no te pondrás vestidos con mezcla de hilos» (Deut. 22:9-11; Lev. 19:19).
Estos pasajes de la Escritura bastarán para mostrar el mal moral de un yugo desigual. Se puede afirmar, con absoluta seguridad, que nadie puede ser un seguidor de Cristo, libre de toda atadura, estando, de una u otra manera, bajo un yugo desigual. Puede ser que a pesar de su yugo desigual sea una persona salva, un verdadero hijo de Dios, un creyente sincero; pero lo que no puede ser es un discípulo cabal; y no solamente eso, sino que hay un obstáculo positivo que impide una plena manifestación de lo que él efectivamente podría ser. «¡Salid de en medio de ellos y separaos!, dice el Señor, y no toquéis cosa inmunda; y yo os recibiré, y seré vuestro padre, y vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso». Esto es como decir: “Sacad vuestros cuellos de debajo del yugo desigual, y yo os recibiré, y entonces habrá una manifestación plena, notoria y práctica de vuestra relación con el Señor Todopoderoso”.
Esta idea es evidentemente diferente de la que se expresa en la epístola de Santiago: «De su propia voluntad él nos engendró con la palabra de verdad» (1:18). Y asimismo en la primera epístola de Pedro leemos: «No habiendo renacido de simiente corruptible, sino incorruptible, por la palabra viva y permanente de Dios» (1:23). También en la primera epístola de Juan: «Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios» (3:1). Y en el evangelio de Juan todavía leemos: «A todos cuantos lo recibieron, es decir, a los que creen en su nombre, les ha dado potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no fueron engendrados de sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios» (1:12‑13). En todos estos pasajes, la relación de hijos se funda en el consejo y la operación de Dios, y se nos presenta como si fuese la consecuencia de un acto que no depende de nosotros; mientras que en 2 Corintios 6, ella nos es presentada como el resultado de haber roto con el yugo desigual. En otras palabras, aquí se trata de una cuestión puramente práctica.
Así pues, en Mateo 5 leemos: «Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, y orad por los que os persiguen; para que así seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos; pues él hace que su sol se levante sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos» (v. 44‑45). Aquí también encontramos el establecimiento práctico y la declaración pública de la relación, así como la influencia moral que deriva de ella.
Conviene que los hijos de un Padre tal actúen de un modo tal. En resumidas cuentas, tenemos, por un lado, la posición o relación de hijos en abstracto, fundada en la soberana voluntad de Dios y en su propia operación; y, por otro lado, tenemos el carácter moral que surge como consecuencia de esta relación, el cual provee el terreno apropiado para que Dios, con justicia, reconozca públicamente esta relación. Dios no puede reconocer de forma plena y pública a aquellos que se hallan unidos en yugo desigual con los incrédulos, pues, si lo hiciera, ello equivaldría a reconocer el yugo. Él no puede reconocer ni a «las tinieblas» ni a «la injusticia» ni a «Belial» ni a un «incrédulo». ¿Cómo podría hacerlo? Por eso, si me uno voluntariamente en yugo desigual con cualquiera de estas cosas, me identifico moral y públicamente con ella, y de ningún modo con Dios. Me situaría en una posición que Dios no puede reconocer y, por consiguiente, tampoco puede reconocerme a mí; pero, si abandono esa posición, si «salgo y me aparto», si retiro mi cuello del yugo desigual, entonces, y solo entonces, podré ser pública y plenamente recibido y reconocido como «hijo o hija del Señor Todopoderoso».
Este es un principio solemne y escudriñador para todos aquellos que sienten que lamentablemente se han colocado bajo tal yugo. Ellos no marchan como discípulos, ni tampoco se hallan pública y moralmente sobre el terreno de hijos. Dios no puede reconocerlos. Su secreta relación con Dios no tiene nada que ver aquí. El hecho es que ellos mismos se han colocado completamente fuera del terreno de Dios. Metieron sus cuellos insensatamente en un yugo que, al no ser el yugo de Cristo, ha de ser necesariamente el de Belial; y, hasta que no abandonen este yugo, Dios no los podrá reconocer como sus hijos e hijas. La gracia de Dios, sin duda, es infinita; y puede venir al encuentro de nosotros en todos nuestros fracasos y debilidades; mas si nuestras almas suspiran tras una marcha más elevada como discípulos, debemos abandonar de inmediato el yugo desigual, cueste lo que costare, siempre que podamos hacerlo; en el caso contrario, solo nos queda inclinar nuestra cabeza con vergüenza y pesar, y mirar a Dios para una plena liberación.
Hay cuatro aspectos distintos en que podemos considerar el yugo desigual:
- El doméstico o matrimonial
- El comercial,
- El religioso, y
- El filantrópico o caritativo.
Algunos creyentes tal vez estarían dispuestos a restringir el sentido de 2 Corintios 6:14 al primero de estos aspectos; mas el apóstol no lo hace. Sus palabras son: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos». Él no especifica el carácter o el objeto de este yugo, lo que nos autoriza a dar a este pasaje la más amplia aplicación, dejando que su filo haga mella por sí mismo en todo tipo de yugo desigual; y veremos la importancia de este proceder, antes de que concluyamos estas observaciones, si el Señor lo permite.
1 - El yugo desigual matrimonial
Consideremos, primeramente, el yugo doméstico o conyugal. ¿Qué pluma sería capaz de describir las angustias del alma, la miseria moral, así como las perniciosas consecuencias para la vida espiritual y el testimonio, que surgen del matrimonio de un creyente con una persona inconversa? Creo que nada podría ser más deplorable que la condición de alguien que descubre, cuando ya es demasiado tarde, que se ha unido por toda su vida a una persona con la cual no puede tener un solo pensamiento o sentimiento en común. Uno desea servir a Cristo; el otro, puede servir únicamente al diablo. Uno suspira tras las cosas de Dios; el otro no aspira sino a las cosas de este mundo. Uno procura mortificar con vehemencia la carne con todos sus afectos y deseos; el otro, no busca más que contribuir a sus deseos y satisfacerla.
Se puede trazar un paralelo con una oveja y un chivo amarrados el uno al otro. La oveja deseará comer los verdes pastos de la pradera, mientras que el chivo suspirará por las zarzas que crecen a lo largo de las zanjas. La triste consecuencia de ello es que ambos padecerán de hambre. Uno no quiere comer el pasto de la pradera; el otro, no puede alimentarse de zarzas, y así, ni uno ni otro obtiene lo que requiere su naturaleza, a menos que el chivo, merced a su mayor fuerza, logre arrastrar a su compañero –que lleva el yugo con él, aunque desigual– hasta las zarzas, para mantenerlo allí hasta que desfallezca y muera.
La enseñanza moral de esto es bastante simple; y además es algo que, por desgracia, ocurre demasiado a menudo. El chivo, por lo general, logra alcanzar su objetivo. El cónyuge mundano casi siempre termina saliéndose con la suya. Se verá casi sin excepción que, en el caso de un yugo desigual matrimonial, el pobre creyente es el que sufre, tal como lo evidencian los frutos amargos de una mala conciencia, un corazón abatido, un espíritu umbroso y una mente deprimida. Seguramente se paga un precio demasiado elevado a cambio de la satisfacción de algún afecto natural o de la adquisición, tal vez, de alguna miserable ventaja mundana.
Un matrimonio de este tipo es, de hecho, la estocada mortal contra el cristianismo práctico y contra el progreso de la vida espiritual. Es moralmente imposible ser un discípulo de Cristo sin cadenas, teniendo el cuello bajo el yugo matrimonial con un incrédulo. Tampoco un corredor en los Juegos Olímpicos –o en los juegos ístmicos– habría esperado obtener la corona de la victoria atando a su cuerpo una carga pesada o un cuerpo muerto. Basta, seguramente, con tener el propio cuerpo que cargar, sin agregarle otro más.
No ha habido jamás un verdadero cristiano que no se viera sumamente ocupado en combatir, con todos sus esfuerzos, los males de su propio corazón, sin pensar en cargar con los males de dos. Sin duda, el hombre que, con insensatez y en abierta desobediencia, se casa con una mujer inconversa, o la mujer que se casa con un hombre inconverso, está cargando con toda la gama de males que reúnen dos corazones; y ¿quién es suficiente para estas cosas? Un creyente puede contar, en forma absoluta, con la gracia de Cristo para lograr subyugar su propia naturaleza perversa; pero no puede ciertamente contar, de la misma manera, con esta gracia en lo que se refiere a la perversa naturaleza de su cónyuge incrédulo. Si él se puso bajo este yugo en ignorancia, el Señor vendrá en su ayuda, sobre la base de una plena confesión, y llevará su alma a una completa restauración; pero, en lo que respecta a su condición de discípulo, no la recuperará jamás.
Pablo podía decir: «Mortifico mi cuerpo, y lo someto; no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo quede descalificado». Y dijo esto en inmediata relación con la lucha por obtener el premio: «¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos corren en verdad, pero solo uno recibe el premio? ¡Corred de forma que lo obtengáis! Y todo aquel que lucha se impone un estricto régimen. Ellos en verdad por una corona corruptible, pero nosotros por una incorruptible. Así yo corro, no como a la ventura; así peleo, no como golpeando el aire» (1 Cor. 9:24-27). No se trata aquí de una cuestión de vida o de salvación, sino simplemente de una cuestión de carrera en el estadio; de correr de tal manera que obtengamos el premio, no la vida, sino una corona incorruptible. El hecho de ser llamados a correr da por supuesto que tenemos la vida, pues nadie instaría a correr en el estadio a hombres muertos. Es evidente que yo debo tener la vida antes de comenzar a correr y, por consiguiente, no la podré perder, aunque no vaya a ganar la corona prometida; pues no es la vida lo que se propone como el premio a obtener.
No somos llamados a correr a fin de obtener la vida, pues ella no proviene de aquel que corre, sino de Dios por la fe en Jesucristo, quien, por su muerte, obtuvo la vida para nosotros, y nos la comunica por el poder del Espíritu Santo. Ahora bien, esta vida, al ser la vida de un Cristo resucitado, es eterna; pues él es el Hijo eterno, como él mismo lo dice al dirigirse al Padre en Juan 17: «Le has dado poder sobre toda carne, para que dé vida eterna a todos aquellos que le has dado» (v. 2). Esta vida es dada por gracia, sin ninguna condición. El no nos da la vida como pecadores para luego llamarnos como santos a correr a fin de obtenerla con la oscura posibilidad de perder esta preciosa gracia al tropezar en nuestra carrera. Ello sería correr «como a la ventura», tal como muchos, lamentablemente, tratan de hacerlo, quienes profesan estar en la carrera, sin saber, no obstante, si tienen o no la vida.
Tales personas corren para obtener la vida y no una corona; pero Dios no ofrece la vida al fin del estadio, como premio al vencedor; él la da en el punto de partida, como la fuerza por la cual corremos. La capacidad de correr y el objeto tras el cual corremos son dos cosas muy diferentes; sin embargo, ellas son continuamente confundidas por aquellos que ignoran el glorioso Evangelio de la gracia de Dios, en el cual Cristo es manifestado como la vida y la justicia de todos cuantos creen en su nombre; y eso, además, como el gratuito don de Dios y no como la recompensa por haber corrido bien.
Ahora bien, consideramos las terribles y perniciosas consecuencias de un yugo desigual matrimonial principalmente por su influencia sobre nuestra marcha como discípulos. Digo principalmente porque ello afecta profundamente todo nuestro ser moral y todas nuestras experiencias. Dudo mucho si alguien es capaz de propinar un golpe más destructivo a su prosperidad en la vida divina que al contraer un yugo desigual. En realidad, el solo hecho de haberlo contraído demuestra que el declino de la vida espiritual ya ha comenzado con los más alarmantes síntomas; mas en cuanto a su condición de discípulo y a su testimonio, pueden ser considerados como una lámpara casi extinta, y si ella ocasionalmente diera una luz tenue y vacilante, ello solo pondría de manifiesto su miserable posición de espantosas sombras, y las aterradoras consecuencias de haberse unido en yugo desigual con un incrédulo.
Hasta aquí he hablado del yugo desigual en relación con la influencia que ejerce sobre la vida, el carácter, el testimonio y la condición de discípulo del hijo de Dios. Ahora quisiera decir unas palabras respecto a su efecto moral tal como se manifiesta en el círculo doméstico. Aquí también las consecuencias son verdaderamente desastrosas. No podría ser de otra manera. Dos personas se han unido para vivir en la más estrecha e íntima relación, con gustos, hábitos, sentimientos, deseos, tendencias y aspiraciones diametralmente opuestos. No tienen nada en común, de modo que todo movimiento que haga cualquiera de ellos, de seguro molestará al otro.
El incrédulo, en realidad, no puede andar con el creyente, y si, gracias a una extrema amabilidad o a una profunda hipocresía, hubiere una apariencia de armonía –de que todo está bien–, ¿qué valor tendría a los ojos del Señor, quien juzga, no las apariencias externas, sino el verdadero estado del corazón en relación con Él? Poco y nada, por cierto; y diría que todo ese esfuerzo es más que inútil. Luego, insisto, si el creyente desgraciadamente tuviera que ponerse de acuerdo, en alguna medida, con su compañero de yugo, solo podría hacerlo a expensas de su condición de discípulo, lo que traerá como consecuencia una conciencia que lo condena delante del Señor; y esto todavía dará lugar a un espíritu abrumado y, casi con seguridad, a un temperamento agrio que se manifestará en el círculo familiar, de modo que la gracia del Evangelio no puede ser puesta en evidencia, y el incrédulo no es atraído ni ganado.
El yugo desigual parece, pues, desde todo punto de vista, algo muy triste. Deshonra a Dios; atenta contra el bienestar espiritual; tiende a destruir la condición de discípulo y el testimonio, y es completamente contrario a la paz y a la bendición domésticas. Produce alejamiento, enfriamiento y desavenencias. Con todo, si no se dieran estas cosas, al menos seguramente haría que el creyente perdiera su carácter de discípulo y su buena conciencia, pudiendo hallarse tentado a sacrificar ambas cosas sobre el altar de la paz doméstica. Así pues, sea cual fuere el punto de vista, el yugo desigual no puede conducir sino a las consecuencias más deplorables. [1]
[1] N. del A. – Existen muchos casos de personas casadas que, si bien no pueden caracterizarse exactamente como unidas en «yugo desigual», sí se debe decir al menos que están muy mal unidas. Sus caracteres, gustos, hábitos y puntos de vista son completamente diferentes; tanto es así, que en lugar de mantener un sano equilibrio –lo cual es posible aun con caracteres opuestos siempre que se establezca un orden conveniente–, están en contienda perpetua, lo cual trastorna el círculo doméstico y deshonra el nombre del Señor. Todas estas cosas podrían ser perfectamente evitadas si los creyentes esperaran solamente en el Señor e hicieran de Su gloria el objeto primordial de su corazón antes que sus intereses o afectos personales.
En cuanto a sus efectos sobre los niños, es igualmente triste. Los niños se inclinan naturalmente a seguir el ejemplo de su padre o madre inconverso. «La mitad de sus hijos hablaban la lengua de Asdod, porque no sabían hablar judaico, sino que hablaban conforme a la lengua de cada pueblo» (Neh. 13:24). No puede haber ninguna unión de corazones en la educación de los niños; ninguna armonía, ninguna confianza mutua en su trato. Uno desea criarlos en disciplina y amonestación del Señor; el otro, según los principios del mundo, de la carne y del diablo; y como las simpatías de los niños, a medida que crecen, son propensas a ponerse de este último lado, no es difícil prever en qué terminará todo esto. En resumidas cuentas, arar bajo un «yugo desigual» o sembrar el campo «con mezcla de semillas» es un esfuerzo vano, inconveniente y anti-escriturario, que solo puede producir sufrimientos y confusión.
Antes de terminar esta parte de nuestro tema, quisiera hacer una observación sobre las razones que generalmente animan a los cristianos a ponerse bajo el yugo del matrimonio moralmente desigual. Lamentablemente, todos sabemos cuán fácilmente el pobre corazón se convence a sí mismo de que es correcta una determinada decisión que desea tomar, y cómo el diablo nos provee de argumentos plausibles para persuadirnos de que ello está bien; argumentos que el triste estado moral de nuestra alma nos hace considerar como claros, satisfactorios y concluyentes. El hecho mismo de haberle dado lugar a tales pensamientos demuestra que somos incapaces de sopesar –con una mente lúcida y con una conciencia espiritualmente justa– las graves consecuencias de tal decisión. Si nuestro ojo fuese sencillo (es decir, si fuésemos gobernados por un solo objeto: la gloria y el honor del Señor Jesucristo), nunca contemplaríamos la idea de poner nuestro cuello bajo un yugo desigual; y, en consecuencia, no tendríamos dificultades ni estaríamos perplejos respecto de este tema. Un corredor que tiene los ojos puestos en la corona no se afligiría por ninguna duda en cuanto a si debiera detenerse para atarse un peso de un quintal al cuello. Jamás se le cruzaría por la cabeza un pensamiento semejante; y no solo eso, sino que un corredor escrupuloso posee una clara y casi intuitiva percepción de todo aquello que pudiera significar un obstáculo para su carrera. Naturalmente que, cualquier cosa de este tipo que él lograra percibir, la rechazaría con la mayor firmeza. [2]
[2] N. del A. – Es importante que el cristiano tenga en cuenta las palabras de nuestro Señor Jesucristo: «Si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz» (Mat. 6:22; V.M.). Siempre que estemos en perplejidad en cuanto a nuestra senda, tenemos razones para sospechar que nuestro ojo no es sencillo, porque la perplejidad, con seguridad, no es compatible con un «cuerpo lleno de luz». A menudo acudimos a Dios en oración en busca de guía para asuntos con los que no tendríamos nada que ver si nuestro ojo fuera sencillo y nuestra voluntad sumisa y, por ende, no tendríamos necesidad de orar por ellos. Orar por algo acerca de lo cual la Palabra de Dios es clara, pone de manifiesto la actividad de una voluntad rebelde. Como bien lo ha hecho notar un autor reciente: “A veces buscamos la voluntad de Dios deseando saber cómo actuar en circunstancias en las cuales no es su voluntad que nos encontremos en absoluto. Si nuestra conciencia estuviese verdaderamente en sana actividad, sus primeros efectos serían hacer que abandonemos esa situación. Es nuestra propia voluntad la que nos colocó allí, y nos agradaría, con todo, gozar el consuelo de la guía divina en una senda que nosotros mismos hemos elegido. Esto ocurre muy a menudo. Podemos estar seguros de que, si estamos lo suficientemente cerca de Dios, no tendremos ninguna dificultad en conocer su voluntad… Sin embargo, «si tu ojo fuere sencillo, todo tu cuerpo estará lleno de luz», de donde se puede deducir claramente que, si el cuerpo no está totalmente lleno de luz, el ojo no es sencillo. Ud. dirá: “Eso es puro consuelo”; a lo que respondemos: Ello es un rico consuelo para aquellos cuyo único deseo es tener el ojo sencillo y caminar con Dios”.
Ahora bien, si ocurriera lo mismo con los cristianos en lo que respecta al matrimonio anti-escriturario, se ahorrarían un mundo de sufrimientos y perplejidades; pero no es así. El corazón procura escapar de la comunión con el Señor y es moralmente incompetente para discernir las cosas que difieren; y, mientras persiste en esa condición, el diablo gana terreno con facilidad y en seguida logra tener éxito en sus perniciosos esfuerzos para inducir al creyente a unirse en yugo con «Belial», con la «injusticia», con las «tinieblas», con un «incrédulo».
Cuando el alma goza de plena comunión con Dios, es absolutamente sumisa a su Palabra; ve las cosas tal como Dios las ve y las llama, y de la misma manera él las llama y no como el diablo o su propio corazón carnal quisiera llamarlas. De esta manera, el creyente escapa al lazo y a la influencia de un engaño del cual casi siempre es víctima en esta cuestión: una falsa profesión de religión de parte de la persona con quien desea contraer matrimonio. Esto es algo que ocurre muy a menudo. Es fácil simular inclinación por las cosas de Dios, y el corazón es bastante vil y pérfido para hacer una profesión de religión a fin de lograr su objetivo; y no solo eso, sino que el diablo, quien «se disfraza como ángel de luz» (2 Cor. 11:14), provocará esta falsa profesión a fin de encadenar lo más eficazmente posible los pies y el corazón de un hijo de Dios.
De este modo logra hacer que los cristianos, en estos asuntos, se contenten o parezcan contentarse con una prueba de conversión que, en otras circunstancias, habrían considerado totalmente dudosa e insuficiente. Pero, lamentablemente, la experiencia no tarda en abrir los ojos a la realidad de las cosas. Pronto se descubre que la profesión no era más que una vana apariencia, y que el corazón está enteramente en el mundo y es del mundo. ¡Terrible descubrimiento! ¿Quién podría expresar las amargas consecuencias de tal descubrimiento, las angustias del corazón, los reproches y los remordimientos de la conciencia, la vergüenza y la confusión, la pérdida del poder, la paz, la bendición y el gozo espirituales, y el sacrificio de una vida útil? ¿Quién podría describir todas estas cosas?
El hombre, vuelto en sí de su sueño ilusorio, abre sus ojos ante la espantosa realidad de que se ha unido de por vida bajo el mismo yugo con «Belial». Sí, así es como lo llama el Espíritu. Esto no es una consecuencia o una deducción a la que se llega tras un proceso de razonamiento, sino una simple y positiva declaración de la Santa Escritura, a los efectos de confrontar a todo aquel que se ha puesto bajo un yugo conyugal bíblicamente desigual, cualesquiera sean los motivos, las razones o las falsas apariencias que lo hayan seducido.
¡Oh, mi querido lector cristiano, si está en peligro de colocarse bajo un yugo semejante, permítame suplicarle con insistencia, afecto y seriedad que se detenga primero y sopese este asunto en la balanza del santuario, antes de dar un solo paso adelante en ese fatal camino! Puede estar seguro de que no bien dé este paso, su corazón estallará en lamentos desesperados y su vida se verá llena de amargos e innumerables pesares. ¡Que nada en el mundo lo induzca a unirse en yugo desigual con un incrédulo! ¿Tiene comprometidos sus afectos? Recuerde entonces que esos no pueden ser los afectos del nuevo hombre en Ud. Tales sentimientos –esté seguro de ello– provienen de la vieja naturaleza carnal, a la que somos llamados a mortificar y a desechar. Debemos, pues, clamar a Dios a fin de que nos dé el poder espiritual necesario para remontarnos por encima de la influencia de tales afectos; incluso para sacrificarlos por Él.
Pregunto también: ¿Están comprometidos sus intereses? Recuerde, pues, que solo se trata de sus intereses; y si ellos son favorecidos, los intereses de Cristo resultan sacrificados al unirse Ud. en yugo desigual con «Belial». Además, aquí se trata tan solo de sus intereses temporales y no de los que son eternos. De hecho, que los intereses del creyente y los de Cristo deberían ser idénticos; y es evidente que los intereses de Cristo, su honor, su verdad, su gloria, son inevitablemente sacrificados cuando uno de sus miembros se asocia con «Belial». ¿Qué son unos pocos cientos o unos pocos miles para un heredero del cielo? Dios puede darle mucho más que esto. ¿Sacrificaríamos la verdad de Dios, así como nuestra propia paz, prosperidad y felicidad espirituales por una suma vil e insignificante de bienes materiales, todo lo cual habrá de perecer por el uso? ¡Oh, no! ¡Dios no lo permita! Huyamos de esto, como lo hace un ave al ver y percibir la trampa.
Echemos mano de un discipulado firme, auténtico y sincero; tomemos el cuchillo y sacrifiquemos en el altar de Dios todos nuestros afectos e intereses personales. Entonces, aun si no oyésemos ninguna voz de los cielos que aprobara nuestra acción, con todo tendríamos el invalorable testimonio de una conciencia aprobadora y de un Espíritu no contristado: una rica recompensa, seguramente, para el sacrificio más costoso que pudiéramos hacer. Quiera el Espíritu de Dios darnos el poder necesario para resistir las tentaciones de Satanás.
Apenas es necesario observar aquí que, en los casos en que la conversión tiene lugar después del matrimonio, la cuestión cambia notablemente de color. Entonces no habrá desgarramientos de conciencia, por ejemplo, y todo se verá modificado en una cantidad de detalles. Sin duda, todavía habrá dificultades, pruebas y aflicciones; la única y gran diferencia es que uno puede llevar con mucha más felicidad su prueba y su aflicción a la presencia del Señor cuando no ha caído de forma voluntaria y deliberada en ellas; y –bendito sea Dios– sabemos cuánto está Él dispuesto a perdonar, restablecer y purificar de toda injusticia al alma que confiesa plenamente sus errores y fracasos. Esto puede consolar el corazón de aquel que ha sido llevado a los pies del Señor después del matrimonio. Además, el Espíritu de Dios le ha dado directivas especiales y preciosas consolaciones en el siguiente pasaje: «Si algún hermano tiene mujer no creyente, y ella consiente en vivir con él, que no la abandone. Y la mujer que tenga marido no creyente, y este acepte vivir con ella, que no abandone al marido. Porque el marido no creyente es santificado en su mujer, y la mujer no creyente es santificada en su marido; de otra manera vuestros hijos serían inmundos; pero ahora son santos. Pero si el no creyente se separa, que se separe; pues en semejante caso el hermano o la hermana no está sujeto a servidumbre; pero Dios nos ha llamado para vivir en paz. Pues, ¿qué sabes, mujer, si salvarás a tu marido? ¿O qué sabes, marido, si salvarás a tu mujer?» (1 Cor. 7:12‑16).
2 - El yugo desigual comercial
Consideremos ahora el yugo desigual en su aspecto comercial, tal como lo vemos en el caso de las sociedades comerciales. [3] Si bien no presenta un aspecto tan serio como el que acabamos de considerar –pues en este uno puede librarse con mayor facilidad que en el conyugal–, no deja de ser un obstáculo positivo al testimonio del creyente. Cuando un creyente se une en yugo desigual con un incrédulo con fines comerciales –al margen de que el socio incrédulo sea o no un pariente–, o cuando llega a ser socio de una empresa del mundo, abandona virtualmente su responsabilidad individual. De ahí en adelante, todos los actos de esa razón social serán también sus propios actos, y es completamente evidente que no se puede hacer que una firma comercial establecida sobre principios mundanos, actúe sobre la base de principios celestiales. Todos se reirían de semejante idea, puesto que ello sería un positivo obstáculo para el éxito de las operaciones.
[3] N. del T. – Una sociedad comercial es «una asociación de varias personas –comerciantes, hombres de negocios o accionistas de alguna compañía– hecha con el fin de proporcionarse alguna utilidad» (Larousse). Pueden incluirse aquí, entre otras, las S.A. (Sociedad anónima), las S.C.S. (Sociedad comanditaria o en comandita –simple o no), las S.R.L. (Sociedad de responsabilidad limitada), etc.
Los socios mundanos se sentirán completamente libres para adoptar los recursos que les parezcan convenientes a fin de llevar adelante sus negocios, y tales medios empleados bien pueden ser –por no decir que serán– contrarios al espíritu y a los principios del reino de Dios, donde está el creyente, y de la Iglesia de la cual forma parte. Por eso, un cristiano asociado a un incrédulo se hallará continuamente en una posición sumamente penosa. Él podría servirse de su influencia para buscar cristianizar el modo de conducir los asuntos; pero los demás lo obligarían a manejar los negocios de la misma manera que lo hacen todos, y así no tendría más remedio que derramar sus lágrimas en secreto por su anómala y difícil posición, o bien retirarse, sufriendo una gran pérdida pecuniaria para sí y para su familia.
Si el ojo fuera sencillo, no tendría ninguna duda acerca de cuál de las dos soluciones tendría que adoptar; pero, ¡ay, el mismo hecho de haberse colocado en tal posición demuestra la falta de un ojo sencillo!; y el hecho de hallarse en ella demuestra la falta de discernimiento espiritual para poder apreciar el valor y la autoridad de los principios divinos, que de otro modo no dejarían de hacer salir a un cristiano de tal asociación. Un hombre que tuviera el ojo sencillo, no podría colocarse bajo el mismo yugo con un incrédulo con el propósito de ganar dinero. Este hombre no tendría que tener ante sí ningún otro objeto que la gloria de Cristo; y este objeto jamás podría ser alcanzado por una transgresión positiva de un principio divino. Esto simplifica todo el asunto.
Si el hecho de que un cristiano se haya hecho socio de una casa de comercio mundana, no glorifica a Cristo, ello, sin duda, no puede sino favorecer los designios del diablo. No existe una posición intermedia entre ambos extremos. Pero es claro que Cristo no es glorificado por ello, pues su Palabra dice: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos» (2 Cor. 6:14). Tal es el principio que no puede ser violado sin perjudicar el testimonio y sin hacer perder bendiciones espirituales. Es cierto que la conciencia de un cristiano que peca en este asunto puede buscar aliviarse de diversas maneras; puede tener recursos para diversos subterfugios; puede esgrimir diversos argumentos para persuadirse de que todo está bien. Se dirá que “podemos ser muy devotos y espirituales, en lo que concierne a lo personal, aun cuando nos encontremos, por asuntos comerciales, unidos bajo un mismo yugo con un incrédulo”. Esto se verá que no puede ser más que una falacia, cuando se lo somete a la prueba de la práctica cotidiana.
Un siervo de Cristo se verá trabado de mil maneras por su asociación mundana. Si en lo que atañe a su servicio para Cristo él no encuentra una abierta hostilidad, tendrá que luchar contra los esfuerzos secretos y continuos del enemigo para apagar su ardiente celo y arrojar agua fría sobre todos sus proyectos. Recibirá burlas y desprecios, y se le recordará continuamente el efecto que su entusiasmo y fanatismo producirá en lo que respecta a las perspectivas comerciales de la firma. Si el creyente emplea su tiempo, sus talentos o sus recursos pecuniarios para lo que cree que es el servicio del Señor, se le dirá que es un necio o un loco, y se le hará entender que el único modo conveniente y razonable de servir al Señor, para un hombre ocupado en el comercio, es “dedicarse a sus negocios y nada más que a sus negocios”. Tal es la dedicación exclusiva de los pastores y ministros ocupados en los asuntos religiosos, pues ellos son puestos aparte y se les paga para eso.
Ahora bien, aunque la mente renovada de un cristiano pueda estar totalmente convencida de la falacia de todos estos razonamientos; aunque sea capaz de advertir que esta sabiduría mundana no es sino un débil y raído manto que se arroja sobre las ambiciosas prácticas del corazón, con todo, ¿quién podría decir hasta qué punto el corazón puede ser influenciado por tales cosas? Nos cansamos de una resistencia continua. La corriente se torna demasiado fuerte para nosotros, y vamos cediendo poco a poco a su fuerza y nos dejamos arrastrar por ella. Puede que la conciencia intente efectuar algunos últimos movimientos de resistencia; pero la energía espiritual está paralizada, y la sensibilidad de la nueva naturaleza, debilitada, de modo que no hay nada que responder a estos clamores de la conciencia, ningún esfuerzo suficientemente poderoso para resistir al enemigo.
La mundanalidad de un cristiano se liga con las influencias contrarias de afuera; las obras exteriores son atacadas por la tormenta, y la ciudadela de los afectos del alma es vigorosamente asaltada; y, finalmente, tal hombre sucumbe en una vida de completa mundanalidad, realizando así, en su propia persona, el conmovedor lamento del profeta: «Sus nobles fueron más puros que la nieve, más blancos que la leche; más rubios eran sus cuerpos que el coral, su talle más hermoso que el zafiro. Oscuro más que la negrura es su aspecto; no los conocen por las calles; su piel está pegada a sus huesos, seca como un palo» (Lam. 4:7-8). Ese hombre que un día era conocido como siervo de Cristo –un colaborador para el reino de Dios–, que hacía uso de sus recursos solo para fomentar los intereses del Evangelio de Cristo, ahora, lamentablemente, no es conocido más que como un astuto e infatigable negociante que hace grandes y ventajosos negocios, de quien el apóstol bien podría decir: «Demas me ha abandonado, amando el presente siglo» (2 Tim. 4:10).
Pero quizás no haya nada que actúe tanto sobre el corazón para inducir a los cristianos a colocarse bajo un mismo yugo comercial con los incrédulos que el hábito de buscar mantener a un mismo tiempo los dos caracteres: el de cristiano y el de negociante. Esta es una trampa lamentable. En efecto, tal cosa no existe. Un hombre debe ser o una cosa o la otra. Si soy cristiano, mi cristianismo debe manifestarse como una realidad viviente, en la posición donde me encuentre; y si no puedo manifestarlo donde estoy, no debo permanecer más allí; pues si continúo en una esfera o posición en la cual la vida de Cristo no puede manifestarse, no poseeré muy pronto nada de cristianismo más que el nombre, sin realidad –la forma exterior sin el poder interior–, la cáscara sin la almendra.
Yo debo ser siervo de Cristo no solo el domingo, sino también del lunes por la mañana al sábado por la noche. No solo debo ser siervo de Cristo en una asamblea pública, sino también en mi lugar de trabajo, en mis ocupaciones temporales, cualesquiera que sean. Mas no puedo ser un verdadero siervo de Cristo si he puesto mi cuello bajo yugo con un incrédulo; pues ¿cómo los siervos de dos amos enemigos podrían trabajar bajo el mismo yugo? Es absolutamente imposible; tan imposible como intentar unir los rayos solares del mediodía con las profundas tinieblas de la medianoche.
Hago aquí también, pues, un solemne llamado a la conciencia de mis lectores, en presencia del Dios Todopoderoso, quien juzgará los secretos del corazón de los hombres por Jesucristo, también en relación con este importante asunto. Quisiera decirle, si ha pensado meterse en sociedad con un incrédulo: ¡Huya de allí! Sí, huya, aunque esta sociedad le prometa millones. Se va a hundir en un laberinto de dificultades y de dolores. «Arará» el campo con un hombre cuyos sentimientos, instintos y tendencias son diametralmente opuestos a los suyos. «Un buey y un asno», ¿no son tan diferentes, en todo respecto, como un creyente y un incrédulo? ¿Cómo podría alguna vez concordar? Él quiere ganar dinero –sacar buenas ganancias–, congeniar con el mundo y progresar en él; en cambio Ud. siente (o al menos debería sentir) la necesidad de crecer en la gracia y la santidad, de promover los intereses de Cristo y de su Evangelio en la tierra y de proseguir su camino rumbo al reino eterno de nuestro Señor Jesucristo.
El objeto de él es el dinero; el suyo, espero, Cristo. Él vive para este mundo; Ud., para el mundo venidero. Él está ocupado en las cosas temporales; Ud., en las que pertenecen a la eternidad. ¿Cómo, pues, podría encontrarse en el mismo terreno? Sus principios, motivaciones, objetos y esperanzas son completamente opuestos. ¿Cómo sería posible que tuvieran algo en común? Seguramente solo basta considerar todo esto con un ojo sencillo para verlo en su verdadera luz. Es imposible que uno que tiene el ojo fijo en Cristo y el corazón lleno de Él, pueda alguna vez unirse bajo un yugo desigual con un socio mundano para el objeto que sea.
Permítame, pues, querido lector cristiano, suplicarle una vez más, antes que dé un paso tan terrible –un paso que puede traer consecuencias funestas, tan lleno de peligros para sus mejores intereses, así como para el testimonio de Cristo con el cual es honrado– que considere todo este asunto, con un corazón honesto, en el santuario de Dios, y lo sopese en Su sagrada balanza. Pregúntele a Dios qué piensa de ello, y escuche con una voluntad sumisa y una buena conciencia Su respuesta. Ella es simple y poderosa; tan simple y poderosa como si cayese directamente del cielo: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos».
Pero si, por desgracia, mi lector se hallara ya bajo el yugo, quisiera decirle: Rompa con él lo más pronto posible. Me asombraría sobremanera si todavía no ha descubierto que este yugo es una pesada carga. Sería superfluo para Ud. que detallara las tristes consecuencias de hallarse en tal posición. Sin duda las conoce perfectamente. Sería inútil imprimirlas sobre un papel o dibujarlas en un cuadro, para uno que ya las está experimentando efectivamente. Mi querido hermano en Cristo, no pierda un instante para renunciar a este yugo. Debe hacerlo en la presencia del Señor, de acuerdo con Sus principios y en virtud de Su gracia.
Es más fácil meterse en una falsa posición que salir de ella. Una sociedad que data de diez o veinte años, no puede disolverse en un momento. Deberá hacerse con calma, con humildad y con oración, como en la presencia del Señor y para su gloria solamente. Yo puedo deshonrar al Señor tanto por mi manera de salir de una falsa posición como por entrar en ella. Por eso, si me encuentro asociado con un incrédulo, y mi conciencia me dice que hice mal, es menester que le declare honesta y francamente a mi socio que ya no podré seguir con él; y una vez hecho esto, mi deber es realizar todos los esfuerzos posibles para que los asuntos de la firma se liquiden con rectitud, buena fe y seriedad, a fin de no darle ninguna ocasión al adversario de hablar de una manera injuriosa y que el bien que hago no sea motivo de calumnias.
Debemos evitar la precipitación, la imprudencia y la presunción, cuando actuamos claramente para el Señor y en defensa de sus santos principios. Si un hombre se encuentra preso en una trampa o extraviado en un laberinto, no por audaces y violentos movimientos quedará libre. No; deberá humillarse, confesar sus pecados delante del Señor, y luego volver sobre sus pasos con paciencia y en una entera dependencia de la gracia que no solo es capaz de perdonarlo por haberse metido en una falsa posición, sino también de encaminarlo e introducirlo en una buena.
Además, como ocurre con el yugo conyugal, la cuestión se ve enormemente modificada por el hecho de una sociedad contraída antes de la conversión. No estoy diciendo en absoluto que este sea un justificativo para que uno persevere en ella. De ninguna manera; mas ello nos evitará muchísimos sufrimientos de corazón y manchas de conciencia relacionados con tal posición, los que deberán influir considerablemente en el modo de retirarse de la sociedad. Por otra parte, el Señor es glorificado por la inclinación moral del corazón y de la conciencia en la dirección correcta, lo cual, seguramente, le será agradable.
Si me juzgo a mí mismo cuando me hallo en un mal camino, y la inclinación moral de mi corazón y de mi conciencia producen en mí el deseo de salir, Dios lo aceptará y, sin ninguna duda, me pondrá en el buen camino. Mas al hacerlo, él no tolerará que viole una verdad al procurar obedecer otra. La misma Palabra que dice: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos», también dice: «Dad a cada uno lo que le corresponde». «No debáis nada a nadie». «Procurad lo honroso delante de todos los hombres». «Para que andéis honestamente para con los de afuera» (Rom. 13:7, 8; 12:17; 1 Tes. 4:12). Si he ofendido a Dios al asociarme con un incrédulo, debo guardarme de ofender a cualquier hombre por la manera de separarme de la sociedad. Una profunda sumisión a la Palabra de Dios, por el poder del Espíritu Santo, pondrá todas las cosas en orden, nos conducirá por sendas derechas y nos dará la capacidad de evitar extremos peligrosos.
3 - El yugo desigual religioso
Al echar ahora una ojeada al aspecto religioso del yugo desigual, quisiera asegurarle a mi lector que no es de ninguna manera mi deseo herir los sentimientos de nadie describiendo las pretensiones de las diferentes denominaciones que veo alrededor de mí. No es esa en absoluto mi intención. El tema de este escrito es lo suficientemente importante como para que uno le haga sombra mediante la introducción de otras ideas. Además, es demasiado preciso como para permitir semejante mezcla. Nuestro tema es El yugo desigual, y en él habremos de centrar nuestra atención.
Al recorrer las Escrituras, hallamos innumerables pasajes que expresan ese espíritu de separación que debería siempre caracterizar al pueblo de Dios. Ya sea que nuestra atención se dirija hacia el Antiguo Testamento –en el cual vemos a Dios en sus relaciones con su pueblo terrenal, Israel, y en sus tratos con él–, o que se fije en el Nuevo Testamento –en el que tenemos las relaciones de Dios con su pueblo celestial, la Iglesia, y sus tratos con ella– encontramos la misma verdad puesta en evidencia de manera prominente, a saber, la entera separación de aquellos que pertenecen a Dios. La posición de Israel es reafirmada así en la parábola de Balaam: «He aquí que este pueblo habitará solo, [4] y entre las demás naciones no será contado» (Núm. 23:9; V.M.).
[4] N. del T. – En la versión Reina-Valera solo consta en una nota alternativa; pero ese es el sentido que dan la mayoría de las versiones en castellano.
Su lugar estaba fuera de todas las naciones de la tierra, y ellos eran responsables de mantener esta separación. A lo largo de los cinco libros de Moisés, ellos son instruidos, advertidos y amonestados a ese respecto; y en los Salmos y los Profetas se registran sus fracasos relativos al mantenimiento de esta separación; fracasos que, como lo sabemos, atrajeron sobre sí los severos juicios de la mano de Dios. Este breve artículo se transformaría en un volumen si tan solo me propusiese citar todos los pasajes que se refieren a este punto. Doy por sentado que mis lectores conocen lo suficiente su Biblia como para hacer innecesarias tales citas. Pero si el lector no estuviere lo suficientemente versado en el estudio de su Biblia, puede buscar en su Concordancia los pasajes donde se hallan las palabras «separar» y «separación», las que bastarán para darle un panorama de todo el conjunto de evidencias que la Escritura aporta sobre este tema. El pasaje de Números que acabo de citar es la expresión de los pensamientos de Dios acerca de su pueblo Israel: «He aquí que este pueblo habitará solo».
Es lo mismo –solo que sobre un terreno mucho más elevado– con respecto al pueblo celestial de Dios, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, compuesta por todos los verdaderos creyentes. Ellos también son un pueblo separado.
Examinemos ahora el principio de esta separación. Hay una gran diferencia entre estar separados sobre la base de lo que somos nosotros, y estar separados sobre la base de lo que Dios es. Lo primero hace de un hombre un fariseo; lo último lo hace un santo. Si le digo a uno de mis pobres pecadores semejantes: «No te acerques a mí, porque soy más santo que tú» (Is. 65:5), soy un detestable fariseo e hipócrita; pero si Dios en su infinita condescendencia y en su perfecta gracia me dice: “Yo te he puesto en relación conmigo, en la persona de mi Hijo Jesucristo; por tanto, sé santo y separado de todo mal; sal de en medio de ellos y sepárate de ellos”. Yo tengo la obligación de obedecer, y mi obediencia es la manifestación práctica de mi carácter de santo –carácter que poseo, no a causa de algo que se halle en mí mismo, sino simplemente porque Dios me ha traído cerca de sí mismo por la sangre preciosa de Cristo.
Bueno es que tengamos en claro esto. El fariseísmo y la santificación divina son dos cosas muy diferentes, y, sin embargo, se las confunde con frecuencia. Aquellos que se esfuerzan por conservar este lugar de separación, que pertenece al pueblo de Dios, son constantemente acusados de ponerse por encima de sus semejantes, y de pretender tener un grado más elevado de santidad personal que el que de ordinario se posee. Esta acusación surge por no prestar atención a la distinción de la que acabo de hablar.
Cuando Dios llama a los hombres a separarse, lo hace sobre la base de lo que él ha hecho por ellos en la cruz, y del lugar que les ha asignado en una eterna asociación con él en la persona de Cristo. Pero si yo me separo sobre la base de lo que soy en mí mismo, ello sería la más absurda y fútil presunción, que tarde o temprano será hecha manifiesta. Dios manda a su pueblo a ser santo sobre la base de lo que Él es: «Sed santos, porque yo soy santo» (1 Pe. 1:16). Esto evidentemente es muy diferente de: «No te acerques a mí, porque soy más santo que tú». Si Dios puso a los hombres en relación con él, Él tiene el derecho de prescribir cuál debiera ser su carácter moral, y ellos tienen la responsabilidad de responder a ello.
Así pues, vemos que la más profunda humildad es la base de la separación de un santo. No hay nada más adecuado para ponernos en el polvo, que la inteligencia de la verdadera naturaleza de la santidad divina. Es una humildad enteramente falsa la que surge de contemplarnos a nosotros mismos; en efecto, ella en realidad está basada en el orgullo, el cual nunca ha visto todavía hasta el fondo de su propia y total indignidad. Algunos se imaginan que pueden alcanzar la más profunda y verdadera humildad al contemplarse a sí mismos, en tanto que ello solo es posible contemplando a Cristo. Como lo expresa un poeta:
Cuanto más tus glorias deslumbren mis ojos,
Más humilde seré.
Este es un sentimiento justo, fundado en un principio divino. El alma que se pierde en el esplendor de la gloria moral de Cristo es verdaderamente humilde, y ninguna otra lo es. Tenemos motivos para humillarnos, sin duda, cuando pensamos en las pobres criaturas que somos; pero basta reflexionar un momento de manera justa, para ver que es pura falacia el buscar producir algún buen resultado práctico al contemplarse a sí mismo. Somos verdaderamente humildes solo cuando nos encontramos en presencia de una excelencia infinita.
Por eso un hijo de Dios debería rehusar llevar el yugo con un incrédulo, ya sea con fines domésticos, comerciales o religiosos, simplemente porque Dios le dice que se separe, y no a causa de su propia santidad personal. Poner en práctica este principio, en materia religiosa, debe necesariamente implicar muchas pruebas y dolores; será tildado de intolerancia, fanatismo, estrechez de miras, exclusivismo, etc.; mas nada podemos hacer para remediar esto. Con tal que nos mantengamos separados según un principio justo y con un espíritu recto, podemos sin temor dejar a Dios todos los resultados.
Sin duda, el remanente en los días de Esdras debía parecer excesivamente intolerante al rehusar la cooperación de los pueblos circunvecinos para la construcción de la casa de Dios: pero, al rehusar esta ayuda, ellos actuaron sobre un principio divino. «Oyendo los enemigos de Judá y de Benjamín que los venidos de la cautividad edificaban el templo de Jehová Dios de Israel, vinieron a Zorobabel y a los jefes de casas paternas, y les dijeron: Edificaremos con vosotros, porque como vosotros buscamos a vuestro Dios, y a él ofrecemos sacrificios desde los días de Esar-hadón rey de Asiria, que nos hizo venir aquí…» (Esd. 4:1‑2). Esta parecía una propuesta muy atractiva; una propuesta que manifestaba una muy decidida inclinación por el Dios de Israel; sin embargo, el remanente la rechazó porque esta gente, a pesar de su bella profesión, no eran en el fondo más que incircuncisos y adversarios. «Zorobabel, Jesúa, y los demás jefes de casas paternas de Israel dijeron: No nos conviene edificar con vosotros casa a nuestro Dios, sino que nosotros solos la edificaremos a Jehová Dios de Israel» (Esd. 4:3). Ellos no quisieron llevar el yugo con los incircuncisos; no quisieron «arar con buey y con asno juntamente» ni «sembrar su campo con mezcla de semillas»; se mantuvieron separados, aun cuando se expusieran por eso a ser tratados de fanáticos, estrechos de miras, iliberales e intolerantes.
Así también leemos en Nehemías: «Y habíase ya separado el linaje de Israel de todos los hijos de tierra extraña; y poniéndose en pie hicieron confesión de sus pecados, y de las iniquidades de sus padres» (9:2; V.M.). Esto no era sectarismo, sino una positiva obediencia. Su separación era esencial para su existencia como pueblo. No habrían podido gozar de la presencia divina sobre ningún otro terreno. Así debe ser siempre con el pueblo de Dios en la tierra. Es menester que los cristianos se separen, pues, de lo contrario, no solo serían inútiles, sino malsanos. Dios no puede reconocerlos ni marchar con ellos si se unen en yugo desigual con los incrédulos, sobre cualquier terreno o con el objeto que sea.
La gran dificultad estriba en combinar un espíritu de intensa separación con un espíritu de gracia, dulzura e indulgencia, o, como otro lo ha expresado: “Mantener los pies en el camino estrecho, con un corazón amplio”. Esto es realmente difícil. Pues, así como el mantenimiento estricto y sin compromiso de la verdad, tiende a estrechar el círculo alrededor de nosotros, así también necesitamos el poder expansivo de la gracia para mantener un corazón amplio y nuestros afectos vivos y cálidos. Si contendemos por la verdad de otra manera que no sea en gracia, solo presentaremos un lado del testimonio, e incluso el menos atractivo. Por otra parte, si mostramos la gracia a expensas de la verdad, ello demostrará ser, a la larga, tan solo la manifestación de un liberalismo vulgar a expensas de Dios: una cosa muy indigna.
Así pues, en lo que respecta al objeto por el cual los verdaderos cristianos se unen ordinariamente en yugo desigual con aquellos que, según su propia confesión y según el juicio de la caridad misma, no son para nada cristianos, se encontrará, finalmente, que no se puede jamás alcanzar un objeto verdaderamente divino y celestial transgrediendo una verdad de Dios. «Per fas aut nefas» [5] jamás puede ser una divisa divina. Los medios no son santificados por el fin; sino que tanto los medios como el fin deben estar conformes con los principios de la santa Palabra de Dios; de lo contrario, todo desembocará en confusión y deshonra.
[5] N. del T. – Expresión latina castellanizada «por fas o per nefas», que significa «por lo justo o lo injusto», es decir, «el fin justifica los medios», sin reparar en su calidad o licitud.
Rescatar a Ramot de Galaad de las manos del enemigo podía parecer un muy digno objeto para Josafat; además, podría haber parecido un hombre muy liberal, grato, popular y de corazón amplio, cuando, en respuesta a la propuesta de Acab, dijo: «Yo soy como tú, y mi pueblo como tu pueblo; iremos contigo a la guerra» (2 Crón. 18:3). Es fácil ser liberales y tener un corazón amplio a expensas de los principios divinos; pero ¿cómo terminó esto? Acab fue muerto y Josafat a duras penas escapó con vida, tras haber hecho naufragio en cuanto al testimonio. Vemos, pues, que Josafat ni siquiera alcanzó el objetivo por el cual se había puesto bajo un yugo desigual con un incrédulo; y aun si lo hubiera alcanzado, este suceso no habría sido ningún justificativo válido de su proceder. [6]
[6] N. del A. – El yugo desigual resultó ser una terrible trampa para el amable corazón de Josafat. Él se puso bajo yugo con Acab con un fin religioso; y a pesar del fin desastroso de este proyecto, lo vemos unirse nuevamente en yugo con Ocozías con un fin comercial, lo cual derivó igualmente en pérdida y confusión. Por último, llevó el yugo con Joram con un fin militar (comp. 2 Crónicas 18; 20:32-37; 2 Reyes 3).
Nada puede justificar el yugo desigual de un creyente con un incrédulo; y, en consecuencia, por más hermosa, atractiva y plausible que haya podido parecer la expedición de Ramot a los ojos de los hombres, ella, para el juicio de Dios, era dar ayuda al impío, y amar a los que aborrecen a Jehová (2 Crón. 19:2). La verdad de Dios despoja a los hombres y a las cosas del falso brillo del que quisieran revestirlos aquellos que se dejan llevar por el espíritu de la conveniencia; ella los presenta en su verdadera luz; y es una gracia inefable tener el claro juicio de Dios acerca de todo lo que acontece alrededor de nosotros: ello confiere calma al espíritu, da firmeza a la marcha y al carácter, y nos libra de esa desgraciada fluctuación de pensamientos, sentimientos y principios que nos vuelve completamente ineptos para la posición de testigos firmes y consecuentes para Cristo.
De seguro erraremos el blanco si intentamos formar nuestro juicio según los pensamientos y las opiniones de los hombres; pues ellos juzgan siempre según las apariencias exteriores, y no según el carácter intrínseco y el principio de las cosas. Con tal que los hombres alcancen lo que ellos creen que es un objetivo justo, poco les importa el modo de llegar a tal fin. Pero el verdadero siervo de Cristo sabe que debe hacer la obra de su Maestro según los principios y en el espíritu de su Maestro. El tal jamás podrá estar satisfecho de alcanzar el objetivo más loable, a menos que lo haga por un camino trazado por Dios. Los medios y el fin deben ser ambos divinos.
Admito, por ejemplo, que es un muy deseable objetivo propagar las Santas Escrituras –la Palabra pura y eterna de Dios–. Pero si yo no pudiera propagarlas por otro medio que no sea unirme en yugo desigual con un incrédulo, debería abstenerme, ya que no debo hacer el mal para que venga el bien. Pero –bendito sea Dios– su siervo puede propagar su precioso libro sin violar los preceptos contenidos en él. Él puede, bajo su propia responsabilidad individual, o en comunión con aquellos que están verdaderamente del lado del Señor, propagar en todas partes la preciosa semilla, sin por eso asociarse con aquellos cuya marcha y conducta en conjunto demuestran que son del mundo.
Lo mismo puede decirse con respecto a cualquier objeto de carácter religioso. El mismo solo puede y debe cumplirse según los principios de Dios. Se nos objetará, quizás, que la Biblia nos dice que no juzguemos –que no podemos leer en el corazón–, y que debemos esperar que todos aquellos que colaboran en buenas obras, tales como la traducción de la Biblia, la distribución de tratados y el apoyo de obras misioneras, deben ser cristianos; y que, por consecuencia, no puede ser malo que nos liguemos con ellos. A todo eso respondo que a duras penas encontramos un pasaje en el Nuevo Testamento tan mal comprendido y tan mal aplicado que Mateo 7:1: «No juzguéis, para que no seáis juzgados». En el mismo capítulo leemos: «Guardaos de los falsos profetas… por sus frutos los reconoceréis» (v. 15-16). Ahora bien, ¿cómo podemos «guardarnos» si no ejercemos nuestro juicio? Asimismo, leemos en 1 Corintios 5: «Pues ¿por qué voy yo a juzgar a los de afuera? ¿No juzgáis vosotros a los de dentro? Pero a los de afuera los juzgará Dios. Quitad al malvado de entre vosotros» (v. 12‑13). Aquí se nos enseña claramente que aquellos que están «dentro» pasan a depender inmediatamente del juicio de la Iglesia; y, sin embargo, según la interpretación ordinaria de Mateo 7:1, no deberíamos juzgar a nadie; esta interpretación, pues, debe necesariamente ser falsa. Si las personas –aun los que lo profesan– asumen la posición de estar «dentro», se nos manda juzgarlas. «¿No juzgáis vosotros a los que están dentro?» En cuanto a los que están «fuera», nada tenemos que ver con ellos, más allá de presentarles la gracia pura, perfecta, rica, ilimitada e insondable que brilla con un esplendor inefable en la muerte y resurrección del Hijo de Dios.
Todo esto es bastante simple. Se le ordena al pueblo de Dios que ejerza su juicio en cuanto a todos aquellos que profesan estar «dentro»; se le dice que se guarde «de los falsos profetas»; se le manda a «probar los espíritus» (1 Juan 4); y ¿cómo podríamos probarlos si no debiéramos juzgar en absoluto? ¿Qué quiso decir, pues, nuestro Señor con estas palabras: «No juzguéis»? Yo creo que él quiso decir precisamente lo que Pablo dijo por el Espíritu Santo, cuando nos manda «no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor, quien sacará a la luz las cosas ocultas de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones; entonces, para cada uno, la alabanza vendrá de Dios» (1 Cor. 4:5). Lo que no debemos juzgar son los motivos del corazón, pero sí debemos juzgar la conducta y los principios de los demás; es decir, la conducta y los principios de todos aquellos que profesan estar «dentro». Y de hecho que los mismos que dicen: “No debemos juzgar”, no dejan de librar juicios. No hay ningún cristiano verdadero en quien el instinto moral de la naturaleza divina no pronuncie virtualmente juicios sobre el carácter, la conducta y la doctrina; y estos son precisamente los puntos que se hallan dentro del ámbito de juicio del creyente.
Todo lo que quisiera, pues, urgir en la conciencia del lector cristiano, es el deber que tiene de ejercer un juicio sobre aquellos con quienes se coloca bajo yugo en materia religiosa. Si él en este momento estuviera trabajando en yugo con un incrédulo, ello sería una positiva violación del mandamiento del Espíritu Santo. Puede que lo haya hecho en ignorancia hasta este día; si es así, la gracia del Señor está presta a perdonar y restaurar. Pero si, tras haber sido advertido, persiste en la desobediencia, no es posible que pueda esperar la bendición de Dios y Su presencia con él, cualquiera sea el valor o la importancia del objeto que se proponga alcanzar. «El obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros» (1 Sam. 15:22).
4 - El yugo desigual filantrópico
Solo nos resta considerar el aspecto filantrópico del yugo desigual. Muchos dirán: “Admito plenamente que no deberíamos unirnos para el culto o el servicio para Dios con incrédulos declarados; pero sí tenemos libertad de unirnos a ellos para promover objetos de filantropía, [7] como, por ejemplo, para proveer a las necesidades de los pobres, distribuirles pan y ropas, recuperar personas entregadas a diversos vicios tales como alcohólicos, drogadictos, etc., establecer asilos para ciegos, manicomios, fundar hospitales y sanatorios para la atención de enfermos y heridos, lugares de refugio para los abandonados, para las viudas y los huérfanos; en una palabra, para todo aquello que pueda contribuir a mejorar el estado físico, moral e intelectual de nuestros semejantes”.
[7] N. del T. – Para ayuda del lector, precisaremos algunas definiciones de este vocablo –filantropía– y sus derivados –filantrópico, filántropo–. Según la RAE (edición 21.ª), filantropía significa «amor al género humano», mientras que filántropo significa «persona que se distingue por el amor a sus semejantes y por sus obras en bien de la comunidad». En el Nuevo Testamento solo aparece la palabra filantropía (Hec. 28:2 y Tito 3:4) con el mismo significado de los diccionarios comunes.
Esto, a primera vista, parece sobradamente bello; pues alguien me podría preguntar si yo no quisiera ayudar a un hombre en la carretera a sacar su vehículo atascado en el barro; a lo que contesto: por cierto, que sí. Pero si se me pregunta si quisiera hacerme miembro de una sociedad mixta de creyentes e inconversos que tuviera por objeto remolcar vehículos atascados, entonces me rehusaría; no a causa de pretender una santidad superior, sino porque la Palabra de Dios dice: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos». Tal sería mi respuesta, cualquiera fuese el objeto de tal sociedad.
Al siervo de Cristo se le ordena estar «preparados para toda obra buena»; hacer «el bien a todos»; «visitar a huérfanos y a viudas en su aflicción» (Tito 3:1; Gál. 6:10; Sant. 1:27). Pero debe hacer todo eso como siervo de Cristo, y no como miembro de una sociedad o un comité donde se admiten indistintamente inconversos, ateos y todo tipo de personas malvadas e impías. Además, debemos recordar que toda la filantropía de Dios está relacionada con la cruz del Señor Jesucristo. Este es el canal a través del cual Dios quiere dispensar sus bendiciones; la poderosa palanca por medio de la cual quiere elevar al hombre física, moral e intelectualmente. «Pero cuando la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor hacia los hombres [griego: filantropía], aparecieron, nos salvó, no a causa de obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino según su misericordia, mediante el lavamiento de la regeneración y la renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador» (Tito 3:4-6). Esta es la filantropía de Dios; tal es su manera de mejorar la condición del hombre. El cristiano puede colocarse cómodamente bajo el yugo con todos aquellos que comprenden el valor de este modo de actuar, pero con nadie más.
Los hombres del mundo ignoran todo esto y no les importa en lo más mínimo. Pueden procurar realizar reformas, pero son reformas sin Cristo. Pueden promover mejoras, pero se trata de mejoras sin la cruz. Quieren hacer progresos de todo tipo, pero Jesús no es su punto de partida ni el objeto de su curso. ¿Cómo, pues, un cristiano podría colocarse bajo el yugo con ellos? Ellos quieren trabajar sin Cristo, el mismo a quien el cristiano debe todo. ¿Puede estar contento de trabajar con ellos? ¿Puede tener algún objeto en común con ellos? Si alguien viene y me dice: “Necesitamos su colaboración para distribuir ropas y alimentos a los pobres, para fundar hospitales y manicomios, para proveer a la manutención y la educación de los huérfanos, para mejorar el estado físico de nuestros semejantes; pero le avisamos que según un principio fundamental de la sociedad, el consejo o la comisión que se formó para tal objetivo, el nombre de Cristo no debe pronunciarse, puesto que ello daría lugar a controversias. Nuestros objetivos no son en absoluto religiosos, sino exclusivamente filantrópicos; por tanto, la religión debe ser asiduamente excluida de todas nuestras reuniones públicas. Nos reunimos como hombres para una obra de beneficencia, por lo que, incrédulos, ateos, socinianos, arrianos, católicos romanos y toda clase de gentes pueden unirse alegremente bajo el mismo yugo con el objeto de poner en marcha la gloriosa máquina de la filantropía”. ¿Cuál debería ser mi respuesta a tal demanda?
El hecho es que, uno que ama verdaderamente al Señor Jesús, y quisiera dar respuesta a un llamado tan horroroso, se quedaría sin palabras. ¿¡Qué!? ¿Hacer bien a los hombres con la exclusión de Cristo? ¡Dios no lo permita! Si no puedo obtener los objetos de la pura filantropía, sin dejar de lado a este Salvador bendito que vivió y murió, y que vive eternamente para mí, entonces ¡afuera con su filantropía!, pues ella no es seguramente de Dios, sino de Satanás. Si ella fuera de Dios, la Palabra es: «del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros abundantemente por medio de Jesucristo nuestro Salvador», Aquel mismo a quien vuestros estatutos dejan completamente de lado. De ello se sigue que vuestros reglamentos deben de haber sido dictados por Satanás mismo, el enemigo de Cristo. Satanás ama siempre dejar de lado al Hijo de Dios; y cuando él logra que los hombres hagan lo mismo, les permite ser benevolentes, caritativos y filántropos.
Pero, en honor a la verdad, tal benevolencia y tal filantropía deberían ser propiamente denominadas malevolencia y misantropía; pues ¿de qué manera más eficaz podría uno mostrar mala voluntad y aversión a la humanidad que dejando de lado a Aquel único que puede realmente bendecirlos para el tiempo y la eternidad? Pero ¿en qué condición moral se halla un corazón, con respecto a Cristo, que fue capaz de tomar lugar en una junta o sobre un estrado, con la condición de que ese Nombre bendito no sea pronunciado? ¡Seguramente ese corazón debe de estar muy frío!; esto demuestra que los proyectos y las obras de los hombres inconversos son, a su juicio, lo suficientemente importantes como para arrojar a su Amo por la borda, por así decirlo, a fin de llevarlos a cabo.
Pero no confundamos las cosas. Este es el verdadero aspecto en que debemos considerar la filantropía del mundo. Los hombres del mundo pueden vender «el perfume por trescientos denarios, para darlo a los pobres» (Juan 12:5), a la vez que declaran que es una pérdida derramar este perfume sobre la cabeza de Cristo. ¿Puede el cristiano adherir a este juicio? ¿Podrá ponerse bajo yugo con tales hombres? ¿Podrá proponerse mejorar el mundo sin Cristo? ¿Podrá unirse a aquellos que buscan adornar y embellecer una escena que está manchada con la sangre de su Maestro? Pedro pudo decir: «Plata y oro no tengo, pero lo que tengo te doy: ¡En el nombre de Jesucristo el Nazareno, levántate y anda!» (Hec. 3:6). Pedro quiso sanar a un inválido por el poder del nombre de Jesús, pero ¿qué habría dicho si alguien le hubiera propuesto unirse a un comité o a una sociedad para asistir a los inválidos, con la condición de dejar totalmente de lado ese nombre?
Podemos, sin grandes esfuerzos de la imaginación, concebir lo que habría contestado. Habría repudiado con toda su alma semejante pensamiento. Él sanó al inválido solamente con el fin de exaltar el nombre de Jesús, de manifestar todo el valor, la excelencia y la gloria de ese nombre a los ojos de los hombres; pero el objeto de la filantropía del mundo es justamente lo contrario; ya que hace totalmente a un lado ese bendito Nombre, y excluye a Cristo de sus consejos, comités y programas. ¿No tenemos, pues, derecho a decir: “¡Qué vergüenza que un cristiano se halle en un lugar del que su Maestro es excluido!”? ¡Oh, que salga de allí, y que, con la energía del amor por Jesús y con el poder de ese Nombre, haga todo el bien que pueda!; pero que no se coloque bajo el yugo con los incrédulos con el objeto de contrarrestar los efectos del pecado excluyendo la cruz de Cristo.
El gran objeto de Dios es exaltar a su Hijo, «para que todos honren al Hijo de la misma manera que honran al Padre» (Juan 5:23). Este también debería ser el objeto del cristiano; con este fin él debiera hacer «el bien a todos»; mas si se une a una sociedad o a un comité para hacer bien, él no actuará «en el nombre de Jesús», sino en el nombre de la sociedad o del comité, sin el nombre de Jesús.
Esto debiera bastar a todo corazón sincero y fiel. Dios no tiene otro medio de bendecir a los hombres, que a través de Jesucristo, ni tiene otro objeto al bendecirlos que exaltar a Cristo. Como en el tiempo de Faraón, cuando las multitudes de egipcios hambrientos acudían a él, y él les dijo: «Id a José» (Gén. 41:55), así también la Palabra de Dios nos dice a todos: «Id a Jesús». Sí, es necesario que acudamos a Jesús para el alma y para el cuerpo, para el tiempo y la eternidad; pero los hombres del mundo no le conocen, ni tampoco le quieren; ¿qué, pues, tiene que ver el cristiano con ellos? ¿Cómo podría trabajar bajo un mismo yugo con ellos? No podría hacerlo más que negando de forma práctica el nombre de su Salvador. Hay muchos que no ven esto; pero ello no modifica en absoluto la realidad de las cosas. Debiéramos actuar con honestidad, como en la luz; y aun cuando los sentimientos y los afectos de la nueva naturaleza no fueren lo suficientemente fuertes en nosotros para hacer que rechacemos de inmediato el mero pensamiento de colocarnos en las filas de los enemigos de Cristo, la conciencia, al menos, debería inclinarse ante la imperativa autoridad de esa palabra: «No os unáis en yugo desigual con los incrédulos».
¡Que el Espíritu Santo revista su Palabra del poder celestial, y agudice su filo para que penetre en la conciencia, a fin de que los santos sean liberados de todo escollo que impida correr «la carrera que tenemos por delante»! (Hebr. 12:1). El tiempo es breve. El Señor mismo aparecerá pronto. Entonces, más de un yugo desigual será roto en un santiamén: ovejas y chivos serán entonces eternamente separados. Ojalá que seamos capaces de purificarnos de toda asociación impura, y de toda influencia profana, a fin de que, cuando Jesús venga, «no seamos avergonzados por él en su venida» (1 Juan 2:28), sino que podamos ir a su encuentro con corazones gozosos y con conciencias que nos aprueben.