Siete grandes verdades

Juan 3:16


person Autor: Sin mención del autor

(Fuente autorizada: creced.ch)


¿Quién jamás podrá escrutar la amplitud de las riquezas contenidas en el maravilloso versículo de Juan 3:16?: «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna». Muchas personas conocen perfectamente este versículo, el que ha dado la paz a tantos creyentes. Es el resumen de toda la Palabra de Dios, de toda la revelación divina.

Consideraremos siete grandes verdades que ese versículo contiene, es decir, una plenitud de gracias divinas. Cada una de esas verdades está contenida en una sola palabra. Además, esas siete palabras están frecuentemente repetidas en el evangelio de Juan y son como siete notas predominantes.

La primera es: amar. ¡Oh, el amor de Dios! ¿Hay algo más precioso? Dios ama; ello corresponde a su misma naturaleza, ya que él es amor. Ustedes que tiemblan al pensar en Dios, consideren esa palabra y medítenla en sus corazones. Nuestro pecado nos hace tener miedo de Dios y nuestra mala conciencia no nos deja conocerlo tal como él es. El enemigo de nuestras almas nos engaña, como siempre, e impide que nos regocijemos en el amor de Dios. No obstante, Dios nos ama, por pecadores que seamos. El versículo que nos ocupa no solo dice que él amó, sino que amó tanto (según el original griego). ¿Quién conocerá el corazón de Dios, quién sondeará sus profundidades? «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer» (Juan 1:18). Ese dulce nombre de Padre nos muestra toda su amplitud. Los cielos proclaman la grandeza de Dios; Abraham conoció el poder del Dios fuerte y todopoderoso; Moisés pudo experimentar la fidelidad de Aquel que por cierto quería revelársele bajo el nombre de «Yo soy» («Jehová»). Es esta una fidelidad muy grande, porque cuatrocientos años después de haber hecho las promesas, él no las había olvidado y venía a ejecutarlas mediante la liberación de su pueblo. Pero el nombre de Padre, revelado por el Señor Jesús, es el único que puede hacernos conocer todo lo que es ese Dios de amor. Nos hará falta la eternidad para sondear este amor infinito.

Pasamos a la segunda palabra de nuestro versículo, cuyo alcance es muy extenso, puesto que ella es: mundo. ¡Qué corazón el de Dios! Abarca al mundo entero. Aquí no se trata de un pueblo particular, como antaño lo fue el pueblo judío, ni de una clase especial de personas, de gente buena, amable, arrepentida, de personas que toman buenas resoluciones; no, el mundo entero ha sido objeto de todo el amor de Dios, ¡sin exceptuar a nadie! Es usted, soy yo. Las excepciones no provienen de Dios, sino que son el resultado de la incredulidad de nuestros corazones. Quienesquiera que seamos, meditemos acerca de esa palabra «mundo». Ninguno de nosotros podrá decir que Dios nos engaña, puesto que la siguiente expresión es: él ha dado.

Habitualmente, cuando amamos a una persona nos agrada darle una prueba de nuestro amor, y nos sentimos felices al hacerlo. Dios, quien nos ama, también nos «ha dado». Pero esa expresión ¡cómo derriba todos los pensamientos del hombre acerca de Dios! Cree que hace falta ofrecerle algo a Dios: buenas obras, méritos, arrepentimiento y otras cosas semejantes. ¿No se ha visto a hombres que tratan de apaciguar a Dios ofreciéndole grandes sacrificios, incluso sacrificios humanos? Todo eso demuestra que Dios es un desconocido para aquel que no ha creído en su amor. Dios no pide, sino da. Entonces, ¿qué podríamos darle? «Si conocieras el don de Dios», le dijo el Señor a la mujer samaritana (Juan 4:10). Un don real siempre es un don precioso; pero un don de Dios, ¡cuán maravilloso debe ser! En efecto, no puede ser mayor, puesto que es el don de su Hijo unigénito.

He aquí la cuarta expresión sobre la cual debemos fijar nuestra atención al meditar acerca de nuestro precioso versículo. Un hombre sacrificaría todo antes de sacrificar a su hijo, sobre todo si es su hijo único. Sin embargo, Dios ha dado a su único Hijo para salvar a malvados. ¿Qué acogida recibió al venir al mundo? Miren la cruz y ahí lo verán. A causa de todo eso, ¿cambió el amor de Dios? «Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura» (Marcos 16:15). Este Evangelio, que concierne a su Hijo, lo manda anunciar a todos los hombres con el fin de que todos puedan encontrar sus delicias en Aquel que regocija Su corazón desde la eternidad.

En la Escritura encontramos cuatro veces la palabra «unigénito» en relación con la persona del Señor Jesús. En la actual época privilegiada, Dios nos muestra un tesoro precioso, porque desea abrirnos todo su corazón. Hallamos esa expresión en los escritos del apóstol Juan, quien se había reclinado sobre el pecho del Señor Jesús, donde había aprendido a conocer el corazón de Dios. Por primera vez, Juan 1:14 nos dice: «Vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». ¡Qué gloria la de ese Hijo único, gloria que brilló en su humillación y en el despojo de sí mismo! Después, en el versículo 18: «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer». ¡Un Hijo único en el seno del Padre! ¡Cómo debía conocer su corazón! Él nos reveló ese corazón en su vida y en su muerte. La tercera mención está en Juan 3:16 que es el tema de este artículo. Finalmente, está escrito en 1 Juan 4:9: «En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él». ¡Lo que debía ser para el Padre enviar a su único Hijo a un mundo malvado! Dios no podía darnos mayor prueba de su amor que sacrificándolo por nosotros ¿Cómo podríamos dudar de ese amor? Al dar a su Hijo por nosotros, nos reveló su amor en toda su plenitud.

Esto nos lleva a la quinta expresión o verdad de nuestro versículo: «para que todo aquel». Nadie está exceptuado, ni siquiera un malhechor en la cruz, una María Magdalena que tenía siete demonios o un Saulo de Tarso en el camino a Damasco. Todo aquel: usted, yo, con la única condición de no hacer a Dios mentiroso.

Es lo que se nos enseña con la sexta palabra: creer. «Todo aquel que en él cree», he aquí la única condición para poseer el objeto que Dios da; es lo único que Dios le pide al hombre. No es que haga buenas obras, que llore sobre sus pecados, que mejore su conducta, sino –notémoslo bien– que crea. Dios da, el culpable cree y, creyendo, recibe el inefable don de Dios; y, poseyéndolo, tiene la vida eterna.

Esta es la séptima gran verdad contenida en el versículo. ¿Cómo definir la vida eterna? Lo finito ¿podría explicar lo infinito y hablar de lo que solo será conocido en su plenitud durante la eternidad? Ella no se puede acabar ni perder. Quien la posee goza de una felicidad conocida solo por los que la han probado. Esta vida es Cristo mismo, puesto que él es el Dios verdadero y la vida eterna, es el infinito de Dios mismo. Nos fue manifestada con toda belleza en el Hijo cuando él estuvo aquí abajo. Es comunicada a todos los que creen, pues «el que cree en el Hijo tiene vida eterna; pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él» (Juan 3:36).

«Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna».


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