Índice general
Jesús fue convidado
: AutorSin mención del autor
: TemaPersonas del Nuevo Testamento
(Fuente autorizada: creced.ch)
1 - Las bodas de Caná (Juan 2:1-2)
«Al tercer día se hicieron unas bodas en Caná de Galilea; y estaba allí la madre de Jesús. Y fueron también invitados a las bodas Jesús y sus discípulos» (Juan 2:1-2).
El primer capítulo del evangelio de Juan menciona tres veces un «siguiente día» en relación con ciertos sucesos que establecen los fundamentos de la revelación cristiana. Presenta un primer «día» (v. 29 y 35), luego prosigue con un segundo «día» en el versículo 42, dejándonos suponer que no son el primero ni el segundo día de la semana, como en Génesis 1. Los podríamos llamar días simbólicos porque representan lo que Dios se propuso cumplir en ciertas épocas. Para terminar, el «tercer día» amaneció con los preparativos de unas bodas celebradas en Caná de Galilea. En esas bodas, cuando se agotó el vino servido primeramente, seis tinajas llenas de un superior «fruto de la vid» aseguraron la feliz prosecución de la fiesta. ¡Maravillosa manera de principiar este evangelio presentando el primer milagro del Señor, si la comparamos con la de Marcos, por ejemplo, quien muestra primero los numerosos y espantosos efectos del reinado y del poder de Satanás sobre una humanidad agobiada y culpable!
Al relatar las bodas de Caná, el propósito del Espíritu de Dios es el de hacernos vislumbrar la alegría del nuevo Israel gozando de la presencia del Esposo cuando llegue el milenio. Con este simbólico «tercer día» principia el reinado de Cristo. El profeta Oseas menciona también estos tres días (6:2). Juan habla igualmente de un regocijo celestial y eterno que anuncia la llegada de las bodas del Cordero, cuando sea consumada la unión de Cristo con la Iglesia (Apoc. 19:7; 21:2).
Galilea era una comarca humilde y sin fama, de donde –según se decía– jamás se había levantado profeta (Juan 7:52); por lo tanto, era imposible que el Cristo viniera de esa (7:41; pese a la profecía de Is. 9:1-2). En cambio, el cielo será el trono de su gloria y tálamo de sus bodas. Son los dos extremos –comienzo y fin– de la manifestación de la gloria de Jesucristo, el Hijo de Dios, revelado por Juan.
¿Conocían al Señor en Caná? En la sinagoga de Nazaret, cada sábado solían escuchar la lectura del rollo del Libro hecha por Aquel que no había aprendido las letras (véase Lucas 4:15 y Juan 7:15). Sin embargo, en Caná no habían tenido este privilegio ni la ocasión de encontrar al Señor. Natanael, quien era de allí, al oírle decir de él mismo: «He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño», le preguntó sorprendido: «¿De dónde me conoces?» (Juan 1:47-48). ¿Por qué razón el Señor dio este testimonio acerca de Natanael?
Cuando Felipe le habló de Jesús como el «hijo de José», Natanael respondió como debía hacerlo un verdadero israelita que tiene fe pero que desconfía del hombre: «¿De Nazaret puede salir algo de bueno?» Más tarde, Jesús dijo al joven rico que se dirigió a Él como a un ser humano semejante a él: «¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino solo uno, Dios» (Marcos 10:18). La epístola a los Romanos 3:12 lo confirma: «No hay quien haga lo bueno, no hay ni siquiera uno».
La contestación que recibió Natanael lo colocó repentinamente en la plena luz de Dios: «Antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi» (Juan 1:48). Asombrado pero convencido de esta presencia divina en todo lugar, aunque invisible, Natanael creyó y proclamó al Señor con sus verdaderos y legítimos títulos: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel». Pero esa fe aún verá cosas mayores que estas. El Hijo de Dios, el Rey de Israel, el Hijo del hombre sobre quien se verá subir y descender a los ángeles de Dios –medio de comunicar el cielo con la tierra– también es convidado a las bodas de Caná. ¿Se rehusará tan alto personaje a compartirlas con sus súbditos que se alegran? No, porque allí mismo, al mostrarse la penuria del hombre, el Rey de Israel tendrá la ocasión de manifestar su gloria. Natanael, quien creyó, también la verá.
«Estaba allí la madre de Jesús» (Juan 2:1). Por primera vez, después de proclamar que «el Verbo fue hecho carne» (1:14) –lo que de por sí solo resume los pormenores del gran misterio de la encarnación relatados en otros evangelios–, Juan habla de la madre de Jesús. La menciona como representación de Israel en el cuadro simbólico que nos ocupa.
En el Apocalipsis, el mismo apóstol revelará las glorias de este pueblo, también bajo la comparación de «una mujer vestida del sol (la gloria del Mesías, su Rey), con la luna debajo de sus pies (el reflejo de esta gloria hacia el mundo), y sobre su cabeza una corona de doce estrellas» (perfección administrativa de su dignidad real), «quien dio a luz un hijo varón» (12:1, 5). ¿Privilegio insigne?, ¡gran responsabilidad! Israel es el pueblo del cual surgió el Cristo «según la carne», quien es «Dios sobre todas las cosas» (Rom. 9:5).
«Y faltando el vino, la madre de Jesús le dijo: No tienen vino» (Juan 2:3). María había olvidado que su Hijo era el omnisapiente Dios sobre todas las cosas, que ella era una criatura y él su Creador. «¿Qué tienes conmigo, mujer?», le contestó el Señor. Existe una distancia infinita entre Dios y el hombre pecador, la que él solo, merced a su santidad, ha franqueado en «semejanza de carne de pecado» (Rom. 8:3). Algunos la supieron discernir. Pedro, consciente de ella, exclamó: «Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador». «Señor… no soy digno de que entres bajo mi techo», le dijo un centurión. «¡Señor mío, y Dios mío!», exclamó Tomás (Lucas 5:8; 7:6; Juan 20:28).
Así como faltaba el vino en Caná, también estaban vacías las seis tinajas de piedra que debían contener el agua para la purificación, o sea para los usos de la casa. La situación nos parecerá más grave si recordamos que el agua y el vino son respectivos símbolos de la vida y del gozo que provienen de la Palabra hecha carne en la persona de Jesús. María sabía que su Hijo podía remediar la situación mediante un acto de su poder; pero el Señor quería mostrarle –como a nosotros también– que ninguno de sus milagros procedía de su propia voluntad, sino de su dependencia hacia su Padre. Además, ella había olvidado el misterioso anuncio que le hizo el anciano Simeón (Lucas 2:35) y no sabía que esa vida y las bendiciones que aportaba debían manar del costado del Señor abierto por la lanza, en la cruz del Calvario. El Hijo lo dejó entrever a su madre mediante estas palabras: «Aún no ha venido mi hora», la hora de la cruz (Juan 2:4). «Padre, sálvame de esta hora», rogó cuando ella hubo llegado, pero luego añadió: «Mas para esto he llegado a esta hora» (Juan 12:27; 13:1. Además, si la fuente del «vino nuevo» estaba allí –figura de «los bienes venideros» (Hebr. 9:11)– eran necesarios odres nuevos para contenerlo (Marcos 2:22). El hombre debe nacer de nuevo para llegar a ser, por gracia, uno de esos odres nuevos. Es lo que el Señor afirmó ante el fariseo Nicodemo en Juan 3:5 y 7.
«Haced todo lo que os dijere» (2:5), agregó la madre de Jesús. Este es el secreto. Si hacemos la voluntad de Aquel que estuvo plenamente sumiso a su Padre y por cuya obediencia «vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen» (Hebr. 5:9), obtendremos la solución de nuestros problemas. ¿Por qué había faltado el vino? ¿Por qué estaban vacías las tinajas? La Palabra de Dios no le había faltado a Israel (Rom. 9:6). Dios había «hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas», les había confiado su Palabra, «pero no les aprovechó el oír la palabra, por no ir acompañada de fe» (Hebr. 1:1; 4:2).
Allí, en Caná, se encontraba, pues, la misma Fuente de las aguas vivas, «el Verbo hecho carne» (Juan 1:4). Pero, aun así, bajo esa envoltura humana, la fe en Él era indispensable.
«Llenad estas tinajas de agua», dijo el Señor. «El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna» (2:7; 5:24). «La palabra de Dios que vive y permanece» comunica la vida al que la recibe (1 Pe. 1:23). «El agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna» (Juan 4:14). Pero eso no era todo. Solo al sacar el agua, esta se cambió en vino.
¡Bendita experiencia! Ojalá la podamos hacer, tanto individualmente como en la iglesia. «Sacad ahora» (2:7): la misma palabra fue dicha por medio del profeta: «Sacaréis con gozo aguas de las fuentes de la salvación» (Is.12:3). Esta fue la experiencia de Jeremías: «Fueron halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón» (15:16).
El milagro estaba hecho. Los siervos habían llenado las tinajas y sacado el agua hecha vino, cumpliendo así su servicio; pero sabían que el vino procedía del Señor.
Ese es el secreto de la comunión con él al obedecer su voluntad. Caná de Galilea, la que tuvo el privilegio de reconocer, en la persona de Jesús, al Hijo de Dios –el Rey de Israel– merced a uno de sus moradores, fue el lugar donde Él principió sus señales y manifestó su gloria. Si se hallaron solo seis tinajas para llenar, es porque la perfección –cuyo símbolo es la cifra siete– será alcanzada solamente en el milenio. Entonces «la tierra será llena del conocimiento de la gloria de Jehová, como las aguas cubren el mar» (Hab. 2:14). Quiera Dios que seamos de esas tinajas.
2 - La casa de Leví (Marcos 2:15)
«Aconteció que estando Jesús a la mesa en casa de él, muchos publicanos y pecadores estaban también a la mesa juntamente con Jesús» (Marcos 2:15).
En este banquete, el Señor se manifestó como el que proclama el llamamiento de la gracia a favor de los que se reconocen pecadores. «A los que predestinó, a estos también llamó; y a los que llamó, a estos también justificó» (Rom. 8:30). A su banquete, Leví convidó a esos pecadores. Quería ofrecer una comida, y supo elegir a los invitados (Lucas 14:12-14), precisamente aquellos que necesitaban a Jesús. Esto dio motivo a críticas: «¿Qué es esto, que él come y bebe con los publicanos y pecadores?», preguntaron los fariseos. En su naturaleza el Señor era santo; era sin propensión hacia el pecado. Él mismo pudo vencer al que lo originó: Satanás. La proximidad de los pecadores no podía contaminarle. Al contrario, él tenía el poder para limpiarlos. Quería estar con estos «vasos de misericordia» para llenarlos con el agua viva y purificadora de su Palabra, así como los sirvientes habían llenado las tinajas en Caná.
El Señor vino a la tierra, a un mundo de pecadores. ¿A quién, pues, iba a dirigir su llamamiento si no a pecadores? «Los sanos no tienen necesidad de médico –contestó a los fariseos–, sino los enfermos. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores». El profeta Isaías, al referirse al ser humano, dijo que «desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en él cosa sana, sino herida, hinchazón y podrida llaga» (Is. 1:6). El «Samaritano» era porteador del «aceite y el vino», es decir, de «la gracia y la verdad», para sanarlos (Lucas 10:33-34). «Nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados… Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador… nos salvó y llamó con llamamiento santo» (Tito 3:3-4; 2 Tim. 1:9).
Además, está escrito: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gén. 2:18). Precisamente porque el Señor estaba solo en el cielo, es decir, separado de aquellos con los cuales los eternos propósitos de Dios lo habían unido –«nos escogió en él antes de la fundación del mundo» (Efe. 1:4)–, él descendió a buscarlos. Si el esclavo israelita, según la ordenanza del Antiguo Testamento, quería aprovechar el año de la liberación, podía salir libre. «Si entró solo, solo saldrá… Si su amo le hubiere dado mujer, y ella le diere hijos o hijas, la mujer y sus hijos serán de su amo, y él saldrá solo» (Éx. 21:3-4). El servicio cumplido no tenía la facultad de unirlo para siempre a los que amaba; debía entregarse a sí mismo por los que le habían sido dados: «Yo amo a mi señor, a mi mujer y a mis hijos, no saldré libre». Contra el poste –lo que fue la cruz para Aquel, a quien los consejos de Dios nos unió– la lesna del amo le horadaba la oreja (v. 5-6). «He aquí que en las palmas de las manos te tengo esculpida». «De los que me diste, no perdí ninguno» (Is. 49:16; Juan 18:9).
En la fiesta de la gracia, el «propio justo», quien «tiene de qué confiar en la carne» (Fil. 3:4-6) no está autorizado a participar. Si, por falta de vigilancia a la entrada, penetra allí alguien que no viste el vestido de bodas –es decir, la justicia de Dios en Cristo–, al entrar el Rey pronto será localizado y echado afuera (Mat. 22:11-13). Cuando el fariseo Saulo de Tarso quedó abatido por el resplandor de la presencia de Jesús, y luego cuando se le cayeron las escamas de sus ojos, vio su miseria. Al recordar estas escenas escribió más tarde: «Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia» (Hec. 9:1-19; 1 Tim. 1:15). Vestido del Señor Jesucristo (ver Rom. 13:14), entró a la fiesta.
En el banquete de Leví se oyó una pregunta: «¿Por qué los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan, y tus discípulos no ayunan?» A su vez, el Señor preguntó: «¿Acaso pueden los que están de bodas ayunar mientras está con ellos el esposo?» En efecto, Juan el Bautista había cumplido su misión, había manifestado al Cristo; el «Esposo» de Israel estaba allí (Jer. 3:14). Desde ese momento había que seguir a Jesús y llevar a otros a él, como lo había hecho Andrés, hermano de Simón. Pese al fiel testimonio de Juan, sus discípulos formaron un grupo aparte. Al bautizarse habían confesado sus pecados (Mat. 3:6), pero no gozaban del perdón que solo se adquiere por Jesús; no tenían al Esposo con ellos. Además, confesaron: «Ni siquiera hemos oído si hay Espíritu Santo» (Hec. 19:2-5). Con razón debían ayunar. Por su parte, los fariseos no podían ofrecer nada a sus hambrientos discípulos. Para hallar al Salvador había que salir de la secta que habían formado (Juan 9:34-35). Los discípulos de Jesús tuvieron que ayunar cuando el Esposo les fue quitado, como él lo había anunciado; pero los que formaron el núcleo de la Iglesia volvieron a recibir a Jesús resucitado con bendiciones más excelentes que las terrenales. Más tarde, «el tercer día» (Oseas 6:1-3; 2:16-23), el día en que Israel resucite, hallará nuevamente a su Esposo para gozar de las bendiciones que le pertenecen. María Magdalena y Tomás nos dan una preciosa figura de estos dos aspectos –pasado y futuro– del remanente israelita.
3 - La casa del fariseo (Lucas 7:36-37)
«Uno de los fariseos rogó a Jesús que comiese con él. Y habiendo entrado en casa del fariseo, se sentó a la mesa. Entonces una mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume…» (Lucas 7:36-37).
Entró una mujer. ¿Hacia quién se dirigió? Muchas personas estaban allí: el fariseo, todos sus convidados, los doce discípulos… Pero ella no se equivocó, sino que fue directamente a Jesús, porque el vínculo que atrae al pecador arrepentido hacia el Salvador –la fe y el amor– la condujo a él. Si hubiéramos estado allí como discípulos de Jesús, ¿qué actitud habríamos tomado? A menudo los doce apóstoles no obraron ni hablaron como el Maestro: Reprendieron a los que traían a los niños a él; quisieron que el fuego devorase a los orgullosos e inhospitalarios samaritanos; hasta suscitaron disputas entre sí (Mat. 19:13; Lucas 9:52-54; Marcos 9:34).
Para el fariseo era difícil guardar silencio por más tiempo. Era imposible que no pensara nada en su corazón, y esta mujer no parecía estar dispuesta a marcharse de allí. Sus lágrimas corrían, sus cabellos estaban desatados; sus besos, el ungüento… Ningún discípulo se atrevió a decir a Jesús: «despídela», como una vez lo habían hecho con otra mujer (Mat. 15:23). Si en Caná el agua se cambió en vino, si en el banquete de Leví hubo muchos pecadores, aquí había una pecadora que hacía resaltar todas Sus glorias: las del Profeta, del Hijo y Ungido de Dios, Aquel en quien el fariseo Simón no había visto, como lo dice Isaías, ninguna «hermosura» (Is. 53:2).
Jamás a un ángel le fue concedido el privilegio que tuvo esa mujer. Sus lágrimas eran la expresión de su arrepentimiento; sus cabellos, la de su sumisión; sus labios, la de su amor; el ungüento, la de su homenaje. Nada era demasiado para Jesús, ni aun el largo tiempo que ella permaneció a sus pies. Además, quería quedar allí hasta obtener lo que su alma atribulada buscaba.
Simón «dijo para sí: Este, si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca, que es pecadora». Al instante Simón supo que su Invitado había descubierto lo que acababa de pensar, que él conocía verdaderamente a la mujer que le había tocado. Se enteró, además, de que Él tiene facultad para perdonar pecados y que da la paz y la salvación al pecador que viene a él arrepentido.
La pecadora amaba a Jesús porque él la amó primero. Lo conocía; sabía que él había venido a llamar a pecadores al arrepentimiento. Consciente de su miseria, respondió a su llamamiento. «El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor» (1 Juan 4:8 y 19).
Entonces Jesús dijo: «Simón, una cosa tengo que decirte» (la palabra Simón significa «oyendo»). Pero ¡con cuánta ligereza el fariseo contestó: «Di, Maestro»! El hombre ignora lo que Dios le ha de decir; no teme oír el fallo divino en cuanto a lo que le concierne. Sin embargo, al escuchar al Dios justo que «prueba la mente y el corazón» (Sal. 7:9; Apoc. 2:23) esto dará lugar a que la luz esclarezca su conciencia.
«Un acreedor tenía dos deudores: el uno le debía quinientos denarios, y el otro cincuenta; y no teniendo ellos con qué pagar, perdonó a ambos. Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más?» (Lucas 7:41-42). El primero de los deudores tenía mayor responsabilidad: debía quinientos denarios. El segundo se hallaba en mayor pobreza, ya que no podía pagar los cincuenta que debía.
Para estimar cuál es nuestra deuda con Dios, debemos llegar a su presencia, pesar según «el siclo del santuario» (Éx. 30:13) y medir con la medida con la que él mide. En su luz, un pecado aparece tan malo como la totalidad de los pecados. Una mentira es idéntica, en su carácter, a todas las mentiras juntas. Además, quien transgredió un solo mandamiento de la ley es culpable de todos (Sant. 2:10). El primer pecado cometido exigió el sacrificio que quita todos los pecados del mundo. En ese solo Sacrificio, «Jehová cargó… el pecado de todos nosotros» (Is. 53:6). Sin embargo, si hay diferencia, esta consiste en la posición del pecador: «todos los que bajo la ley han pecado, por la ley serán juzgados» (Rom. 2:12) y «a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará» (Lucas 12:48).
La pregunta del Señor al fariseo fue esta: «Di, pues, ¿cuál de ellos le amará más?» (7:42). Simón juzgó rectamente: «Pienso que aquel a quien perdonó más». Luego el Señor prosiguió haciendo comparación entre la mujer y el fariseo: «¿Ves esta mujer? Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas esta ha regado mis pies con lágrimas… No me diste beso; mas esta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi cabeza con aceite; mas esta ha ungido con perfume mis pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama». El fariseo no creía que Jesús fuera profeta, pero ella lloró a sus pies porque sabía que lo era y que conocía su vida. Creía que era el Hijo de Dios, pues no cesó de besar sus pies, como está escrito: «Besad al Hijo, no sea que se enoje, y perezcáis en el camino» (Sal. 2:12, V.M.). Ella creía que era el Ungido de Dios, el Cristo, pues ungió sus pies. En cambio, los diezmos, las largas oraciones del fariseo, etc., no alcanzaban a pagar lo que él debía. El perdón de los pecados es la respuesta del amor de Dios, del cual rebosaba esta mujer. Ella lo recibió, como también la salvación y la paz, mediante la fe en Aquel a cuyos pies se rindió: «Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios» (Efe. 2:8).
4 - La casa de Betania (Juan 12:1-2)
«Seis días antes de la pascua, vino Jesús a Betania donde estaba Lázaro, el que había estado muerto… y le hicieron allí una cena» (Juan 12:1-2).
Era el primer día de la semana (un domingo), el último que el Señor iba a pasar con los suyos antes de morir, y se dispuso una cena para él. Era el invitado de honor. En esta ocasión estaban presentes Lázaro, Marta y María. Lázaro, el muerto –como lo estábamos nosotros, muertos en nuestros delitos y pecados (Efe. 2:1)–, entonces resucitado, estaba sentado juntamente con Jesús a la mesa, como lo podemos estar nosotros, gozando de su amor y de su comunión.
No confundamos estar sentado con él y estar sentado en él. Esta última expresión determina la posición de todos los que creen en la obra de Jesús, mientras que la primera significa la intimidad actual con él, la que nuestra alma necesita. Bien sabemos que estaremos con él –tal vez hoy mismo– cuando venga a buscar a todos los suyos, «para que donde yo estoy –dijo el Señor– vosotros también estéis» (Juan 14:3). Desde ahora, estar sentado en regiones celestiales en Cristo es nuestra posición. Dios «nos hizo sentar» (Efe. 2:6) al resucitar y sentar a su diestra a Cristo, en quien fuimos escogidos desde antes de la fundación del mundo (Efe. 1:4, 19-20).
¡Bendita posición! Numerosos son los verdaderos cristianos que han olvidado completamente esta verdad, si la conocieron alguna vez.
Lázaro, resucitado, libre de sus vendas y del sudario –prendas de la muerte–, fue un motivo de conversiones entre los judíos. Viéndole a él, muchos creían en Jesús. Además, sentado a la mesa con el Señor, Lázaro gozaba de las bendiciones de esa comunión, de la cual solo el poder del Espíritu de vida en Cristo Jesús le había hecho partícipe. Así debe ser el cristiano: alguien que ande frente al mundo «en vida nueva» (Rom. 6:4).
Según su costumbre, Marta servía la cena. Ya había experimentado quien era el Señor. En una ocasión anterior había trabajado para acoger al Maestro. Se veía sola y acosada por su gran labor. Creyendo que el Señor daba poca importancia a su servicio –como nos sucede a veces– acudió a él para que pusiera fin a lo que consideraba un descuido de parte de su hermana María. Le pidió la ayuda de su hermana, lo que el Señor rehusó (Lucas 10:38-42). ¿Por qué? Cuando pretendíamos servir a Dios, y por su lado la ley divina nos exigía capacidad y cumplimiento de obligaciones, proclamamos, confiando en nuestras fuerzas: «Todo lo que Jehová ha dicho, haremos» (Éx. 19:8). Lo que ocurrió fue un fracaso. Desde que acudimos a Cristo y que «la carne» fue sepultada –aun la religiosa, que es la más engañadora y orgullosa–, todo ha cambiado. Hallamos en él las fuerzas para servirle «bajo el régimen nuevo del Espíritu» (Rom. 7:6). «Tengamos gratitud, y mediante ella sirvamos a Dios agradándole con temor y reverencia» (Hebr. 12:28). La fuente de nuestra fortaleza no está en nosotros ni en el brazo de un hermano o una hermana, sino solo en Dios.
María, a los pies de Jesús –su lugar predilecto–, rompiendo un frasco de alabastro, derramó un perfume de nardo de mucho precio (Juan 12:3). Las lágrimas ya no correspondían, pues habían sido enjugadas en el mismo sitio que las había originado: junto al sepulcro de Betania (cap. 11). «Por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos» (1 Cor. 15:21). En esta misma casa, María, sentada a sus pies, ya había escuchado al Señor. Después de esto, podía rendirle un puro homenaje. Sin embargo, el silencio, mezclado con una paz que nada parecía poder turbar, fue roto: «¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?», preguntó Judas Iscariote. «Déjala; para el día de mi sepultura ha guardado esto», fue la respuesta (Juan 12:5-7). Jesús es «la resurrección y la vida» (11:25); por eso debía morir, y ella se había «anticipado a ungir su cuerpo para la sepultura» (Marcos 14:8). De los pies de Jesús, no horadados aún, pasó el perfume a los cabellos de esa adoradora, para quien el Hijo de Dios lo era todo. Se llenó la casa de ese olor que anunciaba su muerte. Hoy, el mismo perfume sube en adoración para recordar la muerte del Señor en el día de su victoria.
5 - La Pascua (Lucas 22:14)
«Cuando era la hora, se sentó a la mesa, y con él los apóstoles. Y les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca!» (Lucas 22:14).
«Estaba cerca la fiesta de los panes sin levadura que se llama la pascua… Llegó el día de los panes sin levadura, en el cual era necesario sacrificar el cordero de la pascua» (Lucas 22:1 y 7). «¿Dónde quieres que la preparemos?», preguntaron los discípulos al Señor. «El lugar que Jehová vuestro Dios escogiere de entre todas vuestras tribus, para poner allí su nombre para su habitación, ese buscaréis, y allá iréis» (Deut. 12:5). Según la ordenanza legal, nadie dudaba de que fuese Jerusalén. Pero allí el Señor había sido rechazado. Además, los que le confesaban como el Cristo eran expulsados de la sinagoga (Juan 9:22, 34).
Para guiar a Pedro y a Juan, los discípulos a quienes Jesús confió la preparación de la pascua, no les bastaba la energía del primero ni la ternura del segundo. Tenía que salir a su encuentro un hombre que llevara un cántaro de agua, al que debían seguir hasta donde entrara. El cántaro de agua era la señal para ellos y a su vez era lo que el Maestro iba a necesitar para lavar los pies de los suyos. «Toda la Escritura es inspirada por Dios (2 Tim. 3:16). Sigámosla, pues ella corregirá nuestros errores y nos dará todos los detalles para hallar el sitio donde podremos gozar de la presencia del Señor.
La persona principal en esta cena fue el Señor: «¿Dónde quieres que vayamos a preparar para que comas la pascua?» le preguntaron sus discípulos en Marcos 14:12. Como él era el centro para todos los suyos, podían comer con él en comunión los unos con los otros, porque «siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo» (1 Cor. 10:17). «Cuando era la hora, se sentó a la mesa, y con él los apóstoles» (Lucas 22:14). Nunca llegaba tarde el Señor para estar con los suyos. «Les dijo: ¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más…». Por última vez, el Señor presentaría el carácter del cordero inmolado ante los ojos de los suyos. Él iba a ser sacrificado. Además, el don de sí mismo estaba tan impregnado de su amor y era tan total su entrega que, cuando estableció el memorial de su muerte, dijo: «Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado». «Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama» (v. 19-20).
Por esta misma razón Pablo, cuando le fue revelado por el Señor resucitado y glorificado el memorial de la cena, escribió: «Cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor» (1 Cor. 11:27).
A pesar de la solemnidad de esta última pascua, un elemento extraño se hallaba presente. Era el mismo que había estado en Betania seis días antes: Judas, cuya presencia añadía aun mayor dolor al Maestro. «He aquí, la mano del que me entrega está conmigo en la mesa», dijo el Señor (Lucas 22:21), y fue la mano de un amigo (Sal. 55:13). «A la verdad el Hijo del Hombre va, según lo que está determinado…». En efecto, el camino del «compañero» de Dios (Zac. 13:7) debía seguir paso a paso lo que las Escrituras habían anunciado de él. El holocausto debía ser ofrecido sobre el altar; el sacrificio, cuya sangre estaba puesta sobre el propiciatorio, debía ser quemado fuera del campamento; el macho cabrío, sobre el cual todos los pecados eran confesados, debía ser llevado al desierto y abandonado (Lev. 16).
El Antiguo Testamento también había mostrado a Abraham atando a su hijo sobre un altar y su mano armada de un cuchillo alzándose a punto de degollarlo (Gén. 22). Y el salmista había predicho: «El que de mi pan comía, alzó contra mí el calcañar» (Sal. 41:9).
El Hijo del hombre iba cumpliendo su obra, de conformidad con todo lo que Dios había previsto. Se «entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios» (Efe. 5:2). Dios «no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Rom. 8:32). Sin embargo, el Señor, frente a sus discípulos congregados para la última pascua, no pudo más que proferir estas palabras de dolor: «Mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido» (Mat. 26:24). Judas lo vendió por treinta piezas de plata. Esaú, «por una sola comida vendió su primogenitura» (Hebr. 12:16). Balaam «amó el premio de la maldad» (2 Pe. 2:15). «¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma?» (Mat. 16:26).
6 - La casa de Emaús (Lucas 24:29-30)
«Entró, pues, a quedarse con ellos. Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa,
tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio» (Lucas 24:29-30).
Después de los horrores de la cruz, el rebaño entero había sido dispersado. Llegó «el tercer día» (v. 21), día de la resurrección del Señor. Dos discípulos iban el mismo día a una aldea llamada Emaús, que estaba a sesenta estadios de Jerusalén. E iban hablando entre sí de todas aquellas cosas que habían acontecido. «Sucedió que mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó, y caminaba con ellos» (v. 13-15). El Señor quería cambiar en gozo la tristeza que agobiaba el corazón de los suyos. Por eso, mientras iba con ellos les abrió las Escrituras, recordándoles todo lo que ellas declaraban acerca de él: sus sufrimientos, su sacrificio, su resurrección y su gloria.
Los discípulos le dijeron: «Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y el día ya ha declinado» (v. 29). Como estaban cautivados por sus palabras, le ofrecieron hospitalidad, pues presentían que lo necesitaban a Él. En efecto, las Escrituras que les recordó no eran suficientes para abrirles los ojos. Precisaban de una prueba material para reconocer en ese compañero de viaje al Hombre Cristo Jesús resucitado. Según se ve Su carácter en el evangelio de Lucas, él la dio. «Entró, pues, a quedarse con ellos. Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron». Pero –nueva sorpresa– en ese momento desapareció. No obstante, en su corazón comprendieron que era Aquel que por gracia gustó la muerte por ellos (Hebr. 2:9).
Esa misma noche, con un corazón ardiente, los dos discípulos regresaron a Jerusalén. Encontraron a los demás reunidos. Mientras se entretenían de las cosas que habían acontecido, cuando ya el gozo mezclado con asombro se reflejaba en todas las caras, «estando las puertas cerradas» (Juan 20:19), Jesús vino allí. Tomando su lugar en medio de ellos, les dijo: «Paz a vosotros» y «les mostró las manos y los pies» (Lucas 24:36, 40). Sin embargo, esta palabra de paz no era suficiente todavía. No creyeron que era el Señor, sino que, «espantados y atemorizados, pensaban que veían espíritu». Para disipar toda duda y prevenir el error futuro (1 Juan 4:3), les pidió algo de comer «y comió delante de ellos», mostrándoles así que era un hombre y no un espíritu que no puede morir ni resucitar. Les dijo: «Un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (Lucas 24:39).
Más tarde, refiriéndose a esta escena, Pedro pudo testificar con plena seguridad: «A este levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase… a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos… él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos» (Hec. 10:40-42).
Para terminar, recordemos una promesa dada por el Señor, que es un estímulo para los servidores fieles mientras esperan su retorno: «Vosotros sed semejantes a hombres que aguardan a que su señor regrese de las bodas, para que cuando llegue y llame, le abran en seguida. Bienaventurados aquellos siervos a los cuales su señor, cuando venga, halle velando; de cierto os digo que se ceñirá, y hará que se sienten a la mesa, y vendrá a servirles» (Lucas 12:36-37). La fiel espera de los siervos para abrir al Señor cuando él llegue a «su casa» recibe una recompensa que ellos mismos pueden estimar inmerecida. ¿No habría sido mucho más adecuado que, después de haber trabajado el día entero, los siervos preparasen lo necesario para que el Señor se sentara a la mesa? (Lucas 17:7-8). No, sino que el gozo será mutuo.
La Iglesia, después de ser arrebatada en las nubes para «recibir al Señor en el aire» (1 Tes. 4:17), será llamada a la cena de las bodas del Cordero, cual fruto de Su labor. Entonces, un gozo sin mezcla y eterno –compartido con la Esposa– será la parte de Aquel que, aun siendo el Amo y Señor, estará allí «como el que sirve» (Lucas 22:27).